LA PIEL DE LA MEMORIA La cualidad volcánica de la vida, en su violenta irrupción, en sus convulsiones, en su apaciguamiento. Todo lo que empieza en una serie de súbitos estallidos terminará por cristalizar en una costra de silencio a merced de la erosión. Las cicatrices del tiempo. Lucille Wong, una mirada que se abraza a los muchos llamados que la solicitan. La poesía y la botánica, la música y la geología ritman su expresión en el abrasamiento de un mundo que se consume sin haber llegado a su consumación. Este decir plástico es un viajar al fuego desde las cenizas, un refigurar la danza germinal de la tierra a partir del mutismo de su envoltura fósil, un abrazar el tiempo abrazado. Bitácora de una aventura por la topografía del cuerpo, la fluencia cíclica de la naturaleza en sus erupciones y congelamientos, la jaula y la sepultura de las notas en el papel pautado, lo que retiene y materializa Lucille Wong en sus iluminaciones no se estanca en la superficie: es estratificación y veta, registro telúrico de las mordeduras del tiempo, y testimonio pleno de una pupila adulta que se ha transportado del deslumbramiento a la lucidez. La selección de piezas pictóricas que componen Tiempo abrasado evidencia la madurez creativa de una coleccionista de volcanes que, de cono en cono, entre uno y otro continente, ha llegado a compendiar asombros y reflexiones sobre el drama telúrico del fuego vencido por la nieve, y lo consigue al alcanzar la cima de Xinantécatl, único a cuyo cráter se puede llegar por tierra. Asomarse al abismo de la creación. A esta fascinación por acariciar los orígenes del mundo y regresar a la matriz del suelo que le pone piso a nuestro andar, se debe el íntimo oratorio de acordes visuales, este poema sinfónico que Lucille Wong dedica al gigante mutilado de la altiplanicie mexicana. Pero hay que leer el todo de esta muestra para apreciar en sus armonías y disonancias, puntos y contrapuntos, el paisaje interior de Lucille Wong, ese microcosmos estremecido por el golpe de una brizna o impávido al afrontar el rostro del infinito, retándolo con algunas preguntas esenciales sobre la sinrazón de la existencia. Alfonso Sánchez Arteche