Piris, 17 octubre11

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TRIBUNA ABIERTA
Llega el turno de Pakistán
Alberto Piris*,
CEIPAZ, 17 octubre 2011
Una enseñanza clásica de la historia bélica de la humanidad es que
las guerras se inician de modo deliberado, aunque su curso posterior
sea a menudo imprevisible. Puede haber discrepancias políticas más
o menos agudas entre los dirigentes del país que propugna resolver
sus conflictos en el campo de batalla, pero la guerra siempre se
desencadena con propósitos claramente establecidos, que se
consideran positivos y ventajosos para el propio país. No hubo,
naturalmente, discusión política en Alemania en 1939 sobre la
decisión de Hitler de invadir Polonia, pero no fue tan sencillo para el
Congreso de EE.UU. entrar en la misma guerra: es la naturaleza del
régimen la que determina el mecanismo político que abre en cada
Estado el camino a la guerra. Salvo cuando ésta viene impuesta,
como hubo de hacer forzadamente la URSS en 1941, invadida por el
Tercer Reich.
La Primera Guerra Mundial es el ejemplo paradigmático de cómo se
pueden torcer las cosas y cómo el recurso a la guerra puede
convertirse en un tiro por la culata para el país que a ella recurre. El
asesinato en Sarajevo del heredero al trono imperial austrohúngaro, a
manos de un extremista serbio, incitó al jefe militar del Imperio, el
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conde Conrad von Hötzendorf, a declarar la guerra a Serbia, con dos
objetivos definidos, como recuerda Vicens Vives en su "Historia
general moderna": robustecer el trono imperial de Viena, que pasaba
por una época de crisis, y eliminar el perturbador foco de
intranquilidad balcánica que era entonces Belgrado. En los últimos
días de julio y primeros de agosto de 1914, las imprevistas
repercusiones de la decisión tomada por el Gobierno de AustriaHungría incendiaron Europa en la que fue la primera contienda de
carácter universal que ha conocido la humanidad. Cuatro años
después, el mismo Imperio que inició la guerra se había desintegrado
a causa de ella.
Las dos guerras que el anterior presidente de EE.UU. desencadenó
sucesivamente en Afganistán e Iraq a partir de 2001 ofrecen, a su
estilo y en otras condiciones, un caso similar al anterior, lo que viene a
confirmar la enseñanza histórica aludida al principio de este
comentario. Cuesta creer que el cuarteto responsable de llevar la
guerra a Oriente Medio tras los atentados terroristas del 11-S (el
presidente George W. Bush, el vicepresidente Dick Cheney, el jefe del
Pentágono Donald Rumsfeld y el secretario de Estado Colin Powell)
no hubiera asumido tan evidente lección de la Historia, aunque la
oleada de patrioterismo que invadió a EE.UU., la tosca política de su
Presidente,
la
duplicidad
astuta
de
Cheney,
el
arrogante
planteamiento militar de Rumsfeld y la inocencia del engañado Powell
hicieron mucho para perturbar su capacidad de juicio: "los dioses
ciegan a quienes quieren perder".
El caso es que hoy, diez años después del inicio de las sucesivas
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invasiones, las repercusiones alcanzan ya gravemente a quien fuera
un buen aliado de Occidente y, sobre todo, de EE.UU.: Pakistán. El
pasado 22 de septiembre, el almirante Mullen, que cesó en su cargo
de Jefe del Estado Mayor Conjunto de EE.UU., afirmó en una
comparecencia ante el Senado que el grupo insurgente afgano
dirigido por Jalaluddin Haqqani "estaba actuando como el brazo del
ISI [el servicio de inteligencia militar pakistaní]". Le atribuyó, ayudado
por el ISI, el prolongado asalto contra la embajada de EE.UU. en
Kabul y el Cuartel General de la OTAN del 13 de septiembre, que
causó 24 muertos, y el atentado con un camión bomba que hirió a 77
soldados estadounidenses.
Así pues, el tiro por la culata ahora hiere a Pakistán. Durante algún
tiempo se venía sospechando que el ISI apoyaba secretamente a los
talibanes afganos o, al menos, toleraba su presencia como medio
para mantener a Kabul bajo su control. Pero la acusación directa del
almirante Mullen tiene una inocultable gravedad y las autoridades
pakistaníes han negado rotundamente cualquier implicación.
El ministro de asuntos exteriores de Pakistán, Rabbani, aprovechó la
ocasión para recordar que el grupo hoy considerado terrorista "había
sido la niña de los ojos de la CIA durante muchos años; es decir, que
fue creada por ella, podríamos asegurar". Jalaluddin dirigía una fuerza
muyahidín muy eficaz durante la guerra contra los soviéticos de
Afganistán, apoyado por EE.UU., y luego se unió a los talibanes y a Al
Qaeda.
Para complicar más el asunto, el presidente Karzai ha insistido en que
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el origen del terrorismo afgano hay que buscarlo en Pakistán y no en
Afganistán. Así pues, vuelve a aparecer la constante histórica antes
citada: nadie pensó en Pakistán -salvo para considerarlo como otro
aliado en la zona- cuando Washington decidió soltar sobre Oriente
Medio la plaga de la guerra, y ahora es ese país el que se encuentra
en el ojo del huracán.
En Washington no se desea que las cosas se compliquen demasiado
y la Secretaria de Estado no ha tardado en insistir sobre los intereses
comunes que unen a sus dos países en la lucha contra el terrorismo.
Pero las palabras de la diplomacia no pueden ocultar la creciente
gravedad de la situación en este importante país musulmán, provisto
de armas nucleares y con aspiraciones hegemónicas en la zona, que
se ha convertido en la principal amenaza para los intereses de
EE.UU..
*Alberto Piris es General de Artillería en la Reserva
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