JEAN ONIMUS LA IMAGINACIÓN RELIGIOSA Y NUESTRO TIEMPO L'Imagination religieuse et notre temps, Études, 304 (1960), 32-40. Influencia de la imaginación Vivimos en una era de colorido y de imágenes que nos seducen y atraen por todas partes. A menudo son ellas, más aún que las palabras, las que fuerzan nuestra atención, o determinan nuestras ideas y nuestras convicciones. Se puede decir que la escritura se halla superada por un medio de expresión y comunicación más eficaz porque es sugestivo, más persuasivo porque es directo y más flexible porque es concreto. Es indudable la influencia de las imágenes elementales sobre nuestro comportamiento. Se imponen y actúan inmediatamente sobre el subconsciente y gracias a ellas las cosas se humanizan. La misma ciencia las tiene muy en cuenta. Su progreso radica en hacer desaparecer las imágenes superadas; pues éstas, después de haber servido de andamiaje a las ideas, pueden dificultar el trabajo de la inteligencia. Lo que acabamos de afirmar de la imaginación elemental y de la cient ífica, se aplica también a la imaginación religiosa. Tenemos necesidad de representarnos las realidades espirituales; y es claro que las cosmologías antiguas suministraron imágenes al espíritu de las primeras comunidades cristianas. Hoy es evidente que aquellas cosmologías han caldo en desuso y son casi impensables. Pero, sin embargo, las verdades religiosas signen adaptadas a aquellos moldes y parecen inseparables de ellos. He aquí el peligro; y he aquí por qué existe una crisis de imaginación religiosa. Endurecido por la iconografía aquel cuerpo de imágenes ha llegado casi sin modificación hasta nuestros días, cristalizado por una larga tradición. Cuando el sistema de imágenes fundamentales que sirven de brújula al espíritu para situarse en el espacio y en el tiempo empieza a tambalearse, se produce un sacudimiento profundo de la sensibilidad. Este fenómeno es mucho más grave que si tratase de un cambio de concepto o de doctrina. Imágenes antiguas y nuevas Así, por ejemplo: cuando los nuevos descubrimientos del siglo XVI ensancharon los límites de la tierra, una nueva visión se impuso a los espíritus en desacuerdo con las imágenes que se admitían hasta entonces y que se creían indispensables para la verdad revelada. La situación actual es análoga. La imaginación del universo que las ciencias astronómicas y físicas nos proponen influye en las conciencias de las masas. Se aceptan las nociones nuevas pero se continúa viviendo, de hecho, sobre imágenes antiguas. JEAN ONIMUS Sabemos lo que nos dicen los astrónomos, pero ni lo vivimos ni lo llevamos a la práctica. ¿Qué pasará cuando la humanidad haya tomado conciencia de estas realidades? Se formará una nueva visión cósmica y el sentimiento de nuestra presencia en el mundo se modificará. Entonces, el grito de Pascal sobre el silencio de los espacios infinitos tomará toda su fuerza y el hombre se sentirá verdaderamente perdido en el universo. El sociólogo Gusdorf nos dice: "El hombre moderno, a partir del siglo XVI se ve poco a poco, como Adán después del pecado, sacado del maravilloso jardín en donde todo parecía organizado para su uso". Para la imaginación sucede como si Dios se alejase. Visión religiosa y profana La imaginaria religiosa emana de una concepción del universo que se encuentra actualmente arruinada y las imágenes antiguas quedan, por así decir, en el aire. Cuando la visión del mundo cambia conviene que ellas cambien también. Actualmente, nuestra imaginación está dividida según vea el mundo a través de las perspectivas de la imaginería religiosa o de las propuestas por la ciencia. Parece como si se participara simultáneamente de dos culturas; por un lado un cielo próximo y familiar poblado de presencias protectoras y por otro, la prodigiosa dilatación del universo estrellado. La imaginación de los creyentes tiende a reducir la representación de Dios a las pobres proporciones del ser humano. Frente a nuestro cielo limitado, pero habitado, el cielo estrellado parece horriblemente vacío. En la imaginación de muchos creyentes coexisten la visión religiosa y la visión profana del mundo. Las imágenes que los ocupan cuando rezan, no se ajustan a las otras. Es imposible que tales contrastes no provoquen a la larga luchas internas. El mundo familiar que nos han legado nuestros antepasados corre el riesgo de parecer desesperadamente irreal e ingenuo. Sería absurdo que simples imágenes que sólo son el soporte de realidades espirituales, llegasen a oscurecer a éstas después que en otro tiempo fueron el medio de hacerlas tangibles al pueblo. Porque, en fin de cuentas, si nuestro siglo es el siglo de la imagen, es también la época en que los sabios se han visto por primera vez precisados a superarla. Las matemáticas arrastran el espíritu de los físicos, más allá de la lógica visual, a un universo de cuatro dimensiones radicalmente inimaginable. La imaginación religiosa debería también tomar conciencia de la distancia entre las realidades y las representaciones. Para el cristiano formado, las imágenes sólo tienen que servir como instrumento de investigación. Se las debe abandonar sin pena, si es necesario, porque ellas en sí mismas están vacías. Renovación y arte sacro La vuelta a una inspiración más profunda depende de la renovación del arte sagrado. El antropomorfismo, con su realismo y sensiblería, coincide con las épocas de disminución del sentido religioso. Por el contrario, en los tiempos de elevada espiritualidad el arte ha sabido expresar por la abstracción, la estilización y el hieratismo la diferencia entre la imagen y lo que ella simboliza. El Cristo de los pórticos románicos; como el Pantocrator JEAN ONIMUS bizantino, dan una fuerte impresión de sobrenaturalidad; nos espiritualiza sin caer en la infantil imaginería. El arte actual, con su tendencia a la abstracción, al símbolo, nos puede facilitar el camino para llegar de nuevo a este tipo de imágenes. No es, sin embargo, necesario para conseguir tal objetivo recurrir a la abstracción. Imágenes concretas, fotografías, pueden obtener estos efectos, pues en la actualidad conviene hacer pensar a través de la imagen y sugerir - mejor que por una fórmula y una definición abstracta-, la presencia de Dios. Para evocar la pureza del espíritu se preferirá, por ejemplo, una fotografía de la nieve a las aureolas. Éste y otros símbolos semejantes han perdido hoy su eficacia. Hay que buscar un sistema sugestivo de símbolos abstractos. Debemos darnos cuenta de lo que influyen estas imágenes en los niños abriéndoles el alma hacia valores espirituales. Hay que saber utilizar al lado de escenas familiares de la iconografía cristiana, un sistema de signos que despierten la imaginación y favorezcan la contemplación. Es cierto, que en este mundo occidental, profano, ateo y distraído en apariencia, brota una poderosa corriente religiosa. Las imágenes tradicionales que nos han servido durante siglos para enseñar y representar la Verdad, constituyen actualmente un difícil obstáculo para los extraños a nuestra fe, que se han habituado a las nuevas perspectivas cosmológicas. Nosotros hemos terminado por cosificar hasta tal punto el Paraíso, el Purgatorio y el Infierno, las categorías de los ángeles y la jerarquía de los elegidos que el contenido auténtico de la fe se encuentra adulterado para observadores poco informados. La costumbre, sin duda, nos impide ver estas cosas, pero un esfuerzo de caridad nos tendría que colocar en el lugar de los otros y nos debería hacer abrir los ojos. Nuestras imágenes del medio divino son desesperadamente inadecuadas. Lo serán siempre, pero hace falta que no resulten estridentes a los hombres de buena voluntad, y que no entorpezcan la contemplación ni dificulten el camino que están precisamente destinadas a abrir. Tradujo y condensó: FRANCISCO XAMMAR