LA CHICA DE LA CÁMARA DE FOTOS. AUTOR: Fernando José Palacios León. Cuando regresé del trabajo había una carta en el buzón. Reconocí la letra con alegría, sabía que no tendría remitente, para que así no pudiera contestarle. Me senté en la cama dejando el sobre a mi lado, siempre me hacía ilusión recibir cartas suyas, era emocionante ver los folios doblados cubiertos de letras que me dirían algo, era como caminar por la playa y encontrar en la orilla del mar una botella con un mensaje dentro. Su caligrafía era dura e incorregible, pésima y complicada, transmitía un inmenso desorden emocional, no respetaba los márgenes y había fragmentos en los que la punta del bolígrafo atravesaba la hoja. Sin embargo, el contenido de su correspondencia era completamente distinto, como si fuese capaz de reflejar su propia alma en un espejo, como esos lagos que invitan a caminar a la mirada sobre la tersura de su superficie, siendo una parte más del cielo. “Llevo años escribiendo un libro, todavía no sé cuándo lo terminaré, siquiera si tiene algún final. Es algo muy extraño, la gente suele pensar que al hecho de escribir le rodea un halo de magia o de misterio. No es para nada así. No hay nada de mágico en encontrar un momento de soledad, prepararme un café, sentarme en un abandonado silencio, poner música, siempre Mahler y siempre el adagietto de la quinta sinfonía en Do sostenido menor para saber por dónde empezar, quitarme el reloj de pulsera, dejarlo a un lado del ordenador. Y el vértigo, cada vez más acuciado y ensordecedor, de abrir el Word y no saber lo que voy a encontrar de mí mismo allí dentro. Y la tarde detrás de la ventana, y la noche deshaciendo el azul, y tantas veces el amanecer, los coches que se marchan calle abajo, las conversaciones, el traqueteo de una maleta con ruedas sobre la acera, la algarabía de unos niños camino del colegio. He escrito en tantas casas, en tantas ciudades diferentes, en tantos países y a tantas edades, ha entrado tanta gente en la habitación mientras lo hacía. Una madre, un hermano, un amigo, una llamada de teléfono, un timbrazo en el portero automático, una mujer. Me desanimo al pensar que no concluiré jamás la historia y que he vuelto a borrar un montón de páginas que ya no me decían nada, quizá porque la persona que las escribió ya no existe, porque he cambiado, porque de una página a otra me han pasado demasiadas cosas. Me apena cuando tengo que dejar morir a un personaje, por accidente o en una solitaria habitación de hospital, que en el fondo es lo mismo, o que el amor dure siempre tan poco. A veces, cuando me siento culpable, rescato a algunos personajes, les doy una vida más pequeña en otro cuento, les escribo algún poema sin que nadie lo sepa. Creo que Dios hizo algo parecido conmigo. Y me pregunto el porqué de tanto tiempo a solas, el porqué de tanta ausencia necesaria. Cuando pienso en el resto de personas del mundo, con sus vidas, con su ir y venir de allá para acá, con sus planes de futuro, sus muebles y sus casas a plazos, hablando de trabajo, de política o de fútbol, no entiendo cómo pueden vivir sin la escritura, sin la lectura al menos. O a lo mejor es que, en el fondo, no me comprendo a mí mismo y los cuestiono para defenderme. No importa, termino regresando aquí. Pero ellos, cuando se enteran, hacen preguntas. ¿Cuántos ejemplares has vendido? ¿Con qué editorial lo publicaste? ¿Cuánto dinero has ganado? Suelo sonreír lastimosamente, dar tres o cuatro explicaciones, cambiar de tema, mientras anhelo regresar al adagietto o al Riders on the Storm. En realidad te escribo porque hoy he visto a una chica haciendo fotos a la ciudad y me he quedado mirándola, ella se ha llevado la cámara al pecho al cruzarse nuestras miradas. Supongo que lo trasnochado de mi rostro le ha infundido miedo y pensaba que fuera a robársela, yo iba camino de la compra y el frío me empujaba a caminar rápido. Ella no sabía que me recordaba a otra mujer. Ella no sabía que iba a formar parte de esta carta, quizá me haya tirado una foto de espaldas o puede ser que haya dejado de hacer fotos por un rato. ¿No te parece increíble? Hacía cuatro grados bajo cero y ella estaba allí tratando de captar un instante, escribiendo con la luz, tratando de encajar la mirada en un encuadre asomada a un puente. ¿Crees que se merece un personaje en el libro o una vida pequeña? ¿Cómo debería llamarla? O mejor dejarlo así, mejor la chica de la cámara de fotos”. Fin UN EXTRAÑO PASEO AUTOR: ELIZABETH LENCINA. Hacía pocos días que Pía había llegado a su vida. Tenía que dar una buena impresión, no podía mostrarse temeroso, porque ella se alejaría para siempre. Cuando le pidió que la acompañara al cementerio se quedó sorprendido. No sabía qué decir. El sonido del celular de Pía salvó su situación por unos minutos. – Sí, claro. Avisame cuando quieras ir. – Ahora no puedo porque me avisó mi papá que me va a pasar a buscar. – No hay problema. – Me voy con él el finde. El lunes hablamos, ¿sí? – Sí. Pasala bien. La saludó con un beso en la mejilla y se quedó pensando en el extraño paseo que daría con esa chica tan bella y misteriosa que se había mudado justo a la casa de al lado. ¿Qué podía pasar en el cementerio? Su abuela siempre le decía que había que tenerle miedo a los vivos, no a los muertos. Esa noche tuvo pesadillas. El sábado se quedó durmiendo toda la mañana. Estaba agotado. Había corrido, huyendo de horribles monstruos, durante horas. El domingo hubo una reunión familiar, que lo alejó un poco del tema. El lunes a la tarde se cruzó con Pía camino al colegio, cuando iba a la clase de educación física. Hablaron en clave, ya que querían mantener en secreto su próxima salida. Quedaron en encontrarse a las 19:30 hs. Fidel no pudo más. Se lo contó a Pedro, quien prometió no decir una palabra, salvo que llegada la medianoche no dieran señales de vida. Ambos fueron puntuales. Caminaron unas quince cuadras. La puerta de acceso al público estaba cerrada, pero no sería difícil treparse y saltar. Pía practicaba deportes desde muy pequeña, de modo que tenía una agilidad envidiable. Y Fidel estaba acostumbrado a subirse a los árboles, cuando iba al campo de sus tíos. Lo primero que hicieron fue observar. Nadie debía verlos. Solo un gato, que se acercó sigilosamente, sería su testigo y su compañero. Pía tenía un plano que la llevaría hasta su objetivo. Quería corroborar la fecha de fallecimiento de una tía abuela de la que no se podía hablar entre los miembros de su familia, quién sabe por qué razón. Ella la recordaba. La imagen que tenía en su memoria era idéntica a la de las fotos que había visto en un álbum. Sin embargo, sus padres le aseguraban que había muerto varios años antes de su nacimiento. Ya era de noche. Un silencio ensordecedor comenzó a alterar a Fidel. – ¿Y si ponemos un poco de música con el celu? – ¿Qué decís? – Que pongamos un poco d… – Sí, sí, te escuché, pero no te entiendo. – Es que… es raro. – Obvio, che. Estamos en un cementerio, por si no te diste cuenta. – No te enojes. Fue solo una idea. – Una mala idea. Siguieron caminando, atentos, hasta que el gatito comenzó a alterarse. – ¿Qué le pasa? – preguntó Pía. – Está asustado. Mirá cómo tiene la cola. – ¿Y qué tiene que ver la cola? – Que cuando se les pone así, ancha, es porque tienen miedo. – Ah, no sabía. Las orejas del felino estaban hacia atrás, sus pupilas dilatadas y sus dientes, a la vista de quien se atreviera a acercarse. – ¿Habrá algún perro? – preguntó Pía. De repente, sintieron la presencia de un ser extraño que se acercaba por detrás de ellos. Se miraron, aterrados. Un fuerte viento arrancó el plano de las manos de Pía. Corrieron en vano, perdiendo de vista el papel. Volvieron su mirada hacia el gato, que estaba al acecho. Elevaron sus ojos y descubrieron que los tres estaban en peligro. Ante la tormenta que se acercaba, la mamá de Fidel llamó a Pedro porque no se podía comunicar con su hijo y quería ir a buscarlo antes de que comenzara a llover. Pedro intentó evitarlo, diciendo que se quedaría a dormir en su casa. Pero Esther notó demasiado nerviosismo en muchacho y en diez minutos lo tenía frente a frente. La mamá de Pía también estaba llamando insistentemente y al no obtener respuesta se comunicó con Esther. Pedro tuvo que hacerse cargo de la mentira de su amigo. El hombre era alto como un jugador de básquet. Su cara, arrugada y extraña. Su cuerpo, esquelético. Sus movimientos, torpes. – ¡Pero miren quién está acá! La hermosa Pía. – ¿Quién es usted? – ¿No te acordás de mí? El abuelo de tu compañerita de banco, Leila. – Pero si… – Sí, claro, querida. Estoy muerto, por eso me encontrás acá, en mi nueva casa. – Esto no puede ser verdad. Estamos en una pesadilla – dijo Fidel, temblando. – No, muchacho. Tu amiga, tan perfecta, tan inteligente, tan especial, le hizo la vida imposible a mi nietita. Y yo no pude defenderla, porque cuando me enteré estaba en una cama de hospital, despidiéndome de todos mis seres queridos. – ¿Qué nos va a hacer? – ¿Vos qué harías? ¿Elegirías ir por el camino de la venganza? – N… – Pía no pudo seguir hablando. – No te la vas a llevar de arriba, mi amorcito. – ¿Qué quiere de nosotros? – preguntó Fidel. – Vamos a hacer un trato. Pía, si vos prometés no volver a discriminar a nadie en toda tu vida, yo los dejo ir sanitos y salvos a su casa. – Dale, Pía, hacelo, por favor. Pía había enmudecido. Comenzó a hacer señas, intentando decirles que no podía hablar. Su mirada expresaba horror. Un helado sudor corría por todo su cuerpo. – Ahora sabés que siente Leila. Ella es muda. No es culpable de ello. Y es la mejor persona que conocí. Y no lo digo porque sea mi nieta. Es verdad, vos no me lo podés negar. Pía buscó un papel y una lapicera en su mochila. Escribió: Perdón. Me arrepiento de todo lo que hice. Prometo no volver a burlarme de nadie. Mañana mismo voy a ir a visitar a Leila. Voy a cambiar. Lo juro por mi abuela que está en el cielo. No le haga nada a Fidel, por favor. Él no es como yo. Si me hubiera conocido de antes, no estaría conmigo, porque me odiaría con toda su alma. – Espero que esto sirva para que otros niños no vivan la pesadilla que vivió Leila mientras fue tu compañera. Pía abrazó a Fidel, llorando a gritos. Había recuperado su voz. El abuelo de Leila continuó caminando, unos metros, hasta que su imagen se deshizo. El gatito recuperó su estado de tranquilidad y se quedó allí, con ellos, que habían decidido dejar de buscar la tumba de la tía de Pía. Minutos después, las mamás de ambos llegaron junto con Pedro. – Perdoná, amigo. – No seas tonto. Está todo bien. – No, chicos, no está todo bien – interrumpió Esther. Juntos, caminaron hacia la puerta, que había sido abierta por el sereno, a pedido de las señoras. Pedro tomó en sus brazos al gatito y le preguntó al sereno si era suyo. Ante la negativa, decidió adoptarlo. Pía y Fidel les contaron lo sucedido, pero como era de esperar, nadie les creyó. La mamá de Pía aseguró que la tía abuela había muerto hacía treinta y tres años, o sea que podría explicarse su aparición como algo similar a lo que habían vivido con el abuelo de Leila. Tal lo prometido, Pía fue a encontrarse con Leila, para pedirle perdón. Y cuando regresó a su casa le pidió a su mamá que la llevara a un curso de lenguaje de señas. Fidel, que dibujaba muy bien, creó una historieta situada en el cementerio, con un personaje principal que luchaba contra la discriminación. Pedro lo ayudaba, corrigiendo las faltas de ortografía. Años más tarde, su historieta se convirtió en una revista, que no sólo sirvió para que la gente se divirtiera, sino para que cambiara ciertas actitudes frente a las personas diferentes. Pía se recibió de profesora especial para sordos e hipoacúsicos. Todo esto se lo debían al abuelo de Leila, que se animó a salir de su tumba, para hacer justicia. Fin ABANDONAR EL NIDO AUTOR: DANNY VEGA MÉNDEZ. El adolescente saca por la ventana la maleta forzosamente lista para su gran escape. El motivo: la negación de su madre ante su deseo de ir al río con sus compañeros de travesuras. Diego cree que ya fue suficiente, pues tiene 13 años y aún su madre es quien decide por él: ¡Diego has esto; Diego te prohíbo hacer esto! Se siente abrumado por sus pensamientos y los consejos de quienes dicen ser sus amigos: “Eres un gobernado por tu mami” “Niñita de mamá”. Sin embargo, su hazaña fue descubierta por su abuelo. Hombre de campo graduado en la universidad de la vida sosegada y sabia; anciano amante de usar el sombrero al estilo de la pedrada, de mirada fija, manos rudas por el trabajo y de mentalidad lúcida y vivaz. Sorprende a su nieto en su gran escape. Lo toma de la mano sin pronunciar palabra hasta llevarlo a un árbol caído que les servirá de banco y testigo del relato de una gran enseñanza: – “¿Sabes por qué las aves pueden volar?, una pregunta obvia para Diego, alguien que cree saberlo todo. Sin embargo, aprendió algo nuevo aquella tarde. “No solo vuelan por que tienen alas. Vuelan porque se preparan para hacerlo. Cuando un pajarito imprudentemente quiere volar antes de tiempo, sube al borde de su nido y se lanza. Pero sus pequeñas alas no están preparadas para ese instante de su vida. Y entonces, ¡el gran chasco! Se estrella contra el suelo. La caída puede lesionarle de por vida. Y un pájaro que no vuela no es un pájaro. No te adelantes a tu tiempo. Tu madre y los que te amamos sabemos que no es tu tiempo de volar. Además, el pajarito que se lesiona no solo no puede volar sino que no regresa al nido”. Aquel anciano toma su modesto sombrero. Se levante en silencio; y se aleja. Diego mira su nido y piensa que algún día volará a otro lugar. Pero hoy no será ese día. Fin