OBRA DE MARIA DOLORES MESEGUER SEMITIEL CARTA A UN IGNORANTE «Estas palabras, aunque queden escondidas entre las hojas del diario de un pobre preso, las dirijo a todos aquellos, que al igual que yo, han tenido una idea semejante a la que pasa por mi ya degradada mente. Esto es, que no creo que los individuos que realmente falten de su escucha, puedan entenderlas jamás. Aunque sí sería conveniente aclarar las razones por las que acabé aquí, no considero oportuna su explicación. Al menos, no por el momento. Lo que realmente me apetece vomitar en el papel, son estos pensamientos y torturas nostálgicas de recuerdos que empezaron a invadirme desde que ayer, se acercó a hablarme aquel muchacho. Veía el desprecio en sus ojos. Reconocía aquel desprecio, e incluso había experimentado ese desprecio; lo cual era despreciable. Caminaba por el lúgubre y mohoso pasillo con su semblante orgulloso, pretendiendo poseer una valentía y un poder del que en realidad carecía. Aunque sólo yo advertí su farsa. Él jamás podría haberse imaginado el tipo de hombre que era yo; ni siquiera podría imaginarse ni ocurrírsele, que todos los allí presentes, en rejas o no, habían tenido algún pasado. Y, que al igual que todos, él iba a tener un futuro. ¿Qué tipo de futuro se espera para un muchacho de tal calibre? Para un niño rico, un joven guardia, un próximo torturador, sería impensable imaginar que acabase entre rejas. Ni si quiera sabría describir su físico, y sin embargo lo arriesgaría todo a que su carácter podría deducirlo sin más; al igual que posiblemente otro preso, había deducido el mío hace años y en mi total ignorancia. Caminaba despacio, observando cada rincón, cada reja y cada preso. No llevaba uniforme, pero sí colgaba de su cuello una tarjeta identificativa donde podía leerse su nombre: “John Dawson” y la labor por la que realizaba la visita: “Prueba final de ascenso”. Me encontraba sentado en mi cama, escribiendo en este diario precisamente, cuando divisé que se acercaba cada vez más a mi celda. Lo escondí rápidamente para que no pudiese requisármelo. Algo que en aquellos momentos, resultaba ser mi única prioridad. Se detuvo frente a mí, tan sólo separados por férreas rejas de cinco centímetros de diámetro, y no habló hasta que levanté la cabeza para mirarlo. — Así que es usted— dijo, observándome detenidamente. — Depende de a quién busque, puedo serlo o no –inquirí. — No era una pregunta, sino una afirmación. Usted es el tipo que mató a su mujer y no dejó rastro del cuerpo. — Otros prefieren llamarme Paul. Pero sí, entonces soy el hombre al que busca– dije, indiferente—. Dígame a qué debo su grata visita. — Déjese de cortesías. Sabe perfectamente a lo que vengo, y a no ser que no me dé lo que quiero, acabará presenciando su pena capital antes de lo previsto. — Quiere una confesión– advertí. Tras un breve silencio, continué hablando–. Usted cree que me conoce, ¿no es así?— pregunté. — Y desde luego que le conozco— contestó–. He visto todo su informe. Usted era guardia de seguridad, hasta que se casó con una mujer que lo apartó de su deber. Ambos estaban arruinados, pero al parecer, enamorados. Para colmo, no sólo lo apartó de su trabajo, sino que ahora está usted en el otro bando. ¡Y por su asesinato, nada menos! Suena divinamente paradójico. — Me alegra divertirle. Pero me temo que se irá usted de aquí sin saber nada más que todo lo que aparece en mi informe. — Y como se pase usted de listo, se irá de aquí directamente al infierno. — Recuerde que he estado en su lugar, señor…—lancé un rápido vistazo a su tarjeta identificativa, para recordar su nombre—…Dawson. Sé lo que piensa, y ahora sé lo mucho que se equivoca. Nada es lo que puede parecer, ni si quiera para los delincuentes. — No he venido para que me dé usted lecciones. Sea cual fuere su pasado, en el presente no es más que un asesino. Al igual que los muchos otros que lo acompañan—sentenció. Me detuve a pensar en la etiqueta que me había adjudicado el señor Dawson. «Asesino» era un término que no resultaba muy agradable oír. Recordé de repente esos tiempos felices, en los que la palabra «asesino» se convertía en una más de mi vocabulario, y no en una que me describiese. Esos tiempos felices que ya nunca más podría recuperar. — Ni si quiera se estremece al pensar en su mujer —prosiguió—, no puedo ver el arrepentimiento en sus ojos. Es usted despreciable, y se atreve a discutirlo— dijo. La mención a Lily causó el efecto que el señor Dawson buscaba en mí: me estremecí. Recordé su sonrisa, sus ojos verdes grisáceos. Recordé con suma nostalgia el recogido rubio en moño que llevaba a diario y el carmín rojo que la caracterizaba. Recordaba cuánto la amaba. — Podrá ver y descubrir muchas cosas en mí. Pero nunca podrá conseguir que me arrepienta de estar aquí—expuse convencido y desganado. John Dawson me miró atónito. Aumentaba el odio y el desprecio en sus ojos, y sin embargo, parecía más cómodo e intrigado conforme pasaba el tiempo del interrogatorio. — He de admitir, que usted me despierta cierto interés—dijo—. Pero su desfachatez no suma puntos a su favor. Si habla, puede retrasar su sentencia, señor Norwert. Espero que sea consciente de lo que eso significa. — Soy consciente de la injusticia que eso significa, si es a lo que se refiere, señor Dawson— contesté. — No me hable de injusticias. La mitad, por no decir todos lo que estáis aquí, merecéis pagar por todo el daño que causáis en nuestra sociedad. Bastante piedad tenemos, ofreciéndoos oportunidades como la que le estoy brindando en este momento, señor Norwert. — Nadie tiene la potestad para decidir qué hacer con la vida de los demás –dije. — Todos ustedes podrían aplicarse el cuento. Ustedes matan inocentes, nosotros ejecutamos asesinos. — Nosotros pagamos con cárcel, ustedes cobran con fama —concluí. Ante la imposibilidad de poder continuar con aquel debate, el señor John Dawson bajó la cabeza, suspiró y trató de calmar el ambiente. Luego, volvió a levantarla para mirarme, y en un tono más relajado me aportó nueva información que yo desconocía y que a su parecer podría serme útil. — Si la dirección ha querido ejecutarle tan pronto, es porque se le adjudica un segundo caso de homicidio —informó—. Se ha encontrado enterrado en su jardín el cuerpo de su vecino Max Richard. — No creí que lo encontrasen tan pronto —dije nada más. — Si me dice ahora por qué lo mató, por qué mató a su mujer, y, lo más importante, dónde está el cuerpo de ésta, podríamos discutir con más detenimiento su final —su tono autoritario evolucionó hacia uno moderadamente suplicante—. Apiádese por un momento, señor Norwert, si se arrepiente lo más mínimo, si aún siente algo por su mujer; por favor, ayúdenos, ayúdese a usted mismo. El radical giro que tomó aquella conversación logró sacar mi lado más susceptible. Sabía que John Dawson quería obtener esa información para su ascenso, y conocía todas mis posibilidades. Pero era él quien ignoraba la razón por la que yo rechazaba cualquier oportunidad que pudiese ofrecerme. Evadí sus últimos comentarios para hacerle una pregunta que me intrigaba. — ¿Alguna vez se ha enamorado, señor Dawson? —dije, mirándolo a los ojos. Él desistió a seguir presionándome, y finalmente decidió continuar el hilo de mis preguntas por si eso le conducía a alguna parte. — Todo el mundo se ha enamorado alguna vez —respondió. — Todo el mundo cree haberse enamorado alguna vez —dije—. Cuando ese amor sea de verdad, créame que lo sabrá. Nunca dejará que su protegida sufra. Y permítame el consejo, señor Dawson: si aprecia su vida, nunca se enamore. El interlocutor intentó inútilmente atar cabos. Que un hombre le hablase de amor tras haber asesinado a su mujer era algo que no atendía a razones. — ¿Por qué me dice esto, señor Norwert? —Preguntó, desesperado—. Su mujer y el señor Richard se acostaban a sus espaldas, ¿es eso? —cada vez se le veía más perdido, siguió haciendo suposiciones por si daba en el clavo con alguna, pero aún así seguía sin estar convencido—. No; usted estaba enamorado de la mujer de su vecino, y mató a Max y Lily para poder estar juntos, ¿verdad? —imploró, consumido. — Cuanto voy a decirle es que mi mujer nunca ha amado a otro, y mucho menos a ese indeseable de Max Richard —finalicé, algo cabreado por el comentario del señor Dawson. — Siento mucho cuanto va a ocurrirle, señor Norwert. A Dios tengo por testigo de que lo he intentado. — Y recibiré a la ley de buen grado. Buenas tardes. Y se fue, asumiendo difícilmente su derrota. Mi corazón se comportaba de un modo extraño. En realidad deseaba que supiese la verdad sobre mí y sobre mi historia, y confiaba en que algún día la descubriese. Pero mi amor era más poderoso que todo aquello. Sabía que no me ejecutarían en vano, y mucho menos iría al infierno. Señor John Dawson, ahora te hablo a ti directamente, si tras mi sentencia descubres estas pequeñas memorias. Supongo que ya conocerás toda la verdad a cerca del crimen de Max Richard, y habrás comprobado que soy inocente. Sin embargo, aún me resisto a contarle la verdad del asesinato de Lily, y el lugar en el que se encuentra el cuerpo. Espero que haya conseguido su ascenso, y que en su puesto tome las decisiones correctas. Paul Norwert.» John Dawson cerró el diario y se quedó en silencio, mirando a ninguna parte. No había descubierto ninguna nueva información en aquel diario, y sin embargo toda su opinión en cuanto a Paul había cambiado drásticamente. El ascenso le había llegado algo tardío, pero el puesto que ocupaba en aquel momento era uno de los más importantes de todo el Estado de Iowa. Aquella tarde debía dar un discurso a todo el pueblo, dando el veredicto que se había acordado en la Junta con los Representantes Europeos. Éstos habían estado presionando a los estados de USA que legalizaban la pena capital, para que la derogasen. Y una parte de los ciudadanos se había manifestado, en apoyo a las potencias europeas, declarando la radicalidad y extremidad de la ley. El señor Dawson era fiel a sus opiniones, y aún le resultaba difícil comprender que tantas personas defendiesen a una panda de asesinos. ¿Es que no pensaban en las familias de las pobres víctimas? ¿En los traumas de los supervivientes? En numerosas ocasiones había pensado en divulgar una resolución errónea, de acuerdo con su propia ideología. El caso de Paul era el único que podía haberle hecho dudar de sus propias ideas, y a pesar de su inocencia en el caso de Max, la familia de Lily seguiría sin poder enterrar a su difunta. Lily. En efecto, John sospechaba sobre quién era el asesino del señor Richard. Las pruebas habían encontrado la marca de una mordedura en sus dedos, y restos en sus manos de una sustancia roja que estaba lejos de ser sangre. Carmín. Max no era un tipo muy admirable, según algunos testigos, y cuando el agente de policía les preguntaba si era capaz de violar a alguna mujer, todos respondían afirmativamente. De una forma o de otra, el destino de Lily no habría sido el más afortunado. Y la ausencia del cuerpo impedía aceptar la hipótesis de los forenses e investigadores, la cual se decidió zanjar como un asesinato en defensa propia. La resolución narraba cómo Max, en su fin por violarla, le tapó la boca para impedir que gritara, y así quedó carmín en sus manos. A continuación, ésta le mordió para que la soltara, y lo asfixió, presa del pánico. Quizás, al enterarse, Paul Norwert entró en ataque de cólera. Quizás pensó que lo inculparían a él, como de hecho se hizo en un principio; o quizás, simplemente fuera inocente y el asesinato de Lily lo había cometido otra persona. Quizás, Paul Norwert había sido, efectivamente, ejecutado injustamente. Todo cambió, cuando aquella tarde, el señor John Dawson subía a la tarima para dirigirse a sus conciudadanos y a la CNN, en cuanto a la resolución de las peticiones para la abolición de la pena de muerte. Si por un momento había pensado en negar su disolución, ante tantos millones de personas, pronto se retractó. Su mente se envolvió en una sábana limpia, sus ideas fueron enjabonadas con marsella, y toda la historia cobró sentido. Las advertencias que le había dedicado Paul la primera vez que hablaron se convirtieron irremediablemente, en una lección que sin duda tuvo que asumir. Vio cómo la historia de un asesinato se convertía de forma fascinante en una historia de amor. Y cómo la muerte del señor Norwert pasaba a servir de ejemplo para aquellos países y estados que aún conservaban la permisión de la pena de muerte. Quizás no todas las historias eran lo que parecían, a lo mejor se había sentenciado injustamente más de una vez. Y sin duda, era algo a lo que se debía combatir. Para todo aquello no hizo falta más que la presencia entre los ciudadanos del único y verdadero testigo de la historia. El agente John Dawson no pudo evitar sonreír y sentirse como un ingenuo ignorante, cuando, entre todos los manifestantes, distinguió un recogido en moño rubio y unos labios coloreados por el dulce carmín rojo del amor, implorando la abolición de las sentencias de muerte. En seguida le vino a la mente el mejor consejo que le habían dado jamás: “Si aprecia su vida, nunca se enamore”, le había dicho Paul. Cabonegra.