juventud rebelde HAY quienes agobiados por las dificultades que creen tener o por las reales, que a veces sobredimensionan involuntariamente o por conveniencia, se encierran en un mundo no mayor que el planeta del Principito, y empeñados en luchar contra los baobabs se olvidan de cuidar sus flores. Los intentos de mostrarles que hay otro(s) mundo(s) «fuera» que pueden ayudar a edificar, o que hay lugar para nosotros en el suyo, se despeñan en los abismos del «no puedo», del «no sé si pueda» o del «cuando se pueda». Los que así actúan se concentran de tal forma en sus preocupaciones, que dejan de ser quienes habían sido, de hacer lo que hacían, de sentir como sentían, se olvidan incluso de que también los demás tienen problemas, que pueden ser tan graves o más, y no por eso se transforman. Tales personas usualmente desconocen o minimizan cuanto se hace por ellos, no se conforman y quieren más —no necesariamente cosas materiales—, como Masicas, la mujer de Loppi, el leñador de El camarón encantado, aquel cuento inolvidable de La Edad de Oro. Olvidar o no reconocer, en un momento dado, el valor de lo que hemos recibido, es un modo de ser desagradecido,lo mismo que reconocerlo y no actuar luego en correspondencia,o aprovecharse del altruismo del prójimo. Una conducta como la descrita es en sí misma injusta y no se justifica ni siquiera cuando las circunstancias nos impelen a ello, ya que comportarnos así es una elección consciente, aunque no nos propongamos ser ingratos. La ingratitud puede no ser solo coyuntural, sino un rasgo de la personalidad de ciertos seres humanos. Algunos de estos actúan, en ocasiones, de una manera bien extraña: derrochan detalles en quienes no lo merecen, en busca de su atención o sus favores, y lo escatiman con aquellos que los quieren y los colman de cuidados y de mimos, a los que pueden así llegar a herir o lacerar en lo más hondo. Hay un recurso efectivo para protegerse del efecto emocional negativo de la ingratitud: no hacer algo a la espera de que se agradezca o sea reconocido, sino procurando, ante todo, quedar bien con nosotros mismos. Sin embargo, no se trata de una fórmula infalible, y raras veces funciona con quienes realmente nos importan. Y si de quedar bien con nosotros mis- mos se trata, deberíamos repasar permanentemente nuestra conducta para definir si somos siempre agradecidos con quienes nos regalan detalles y atenciones, ya sean personas a las que queremos o no. ¿Somos recíprocos con ellos?, ¿o les «pagamos» su delicadeza con promesas incumplidas, descuidos impensables u olvidos inconcebibles de lo que nos piden? Por otra parte, ¿entregamos siempre amor a cambio del que se nos da? Podría argüirse que el amor es un sentimiento y no se otorga en gratitud, lo cual no deja de ser verdad, como también lo es que en no pocas ocasiones somos innecesariamente crueles con aquellos por los que no sentimos lo que ellos sienten por nosotros. De cualquier forma, el agradecimiento no es una obligación, ni existe un derecho a exigir que este se exprese en una forma determinada, al estilo de Don Vito Corleone, aquel personaje a la vez siniestro y carismático de El Padrino, que ayudaba a cuantos se lo pedían para asegurarse que quedaran en deuda y reclamarles, llegada la ocasión, «pequeños» servicios a cambio. Cada cual puede mostrar su gratitud de conformidad con su modo de ser y posibilidades. El valor de una vocación DENISE es una grácil muchacha de 18 años de edad a la que le llegó el momento de tomar un importante rumbo en su vida. «¡Quiero ser médico!», siempre ha respondido con naturalidad. Su vocación no es obra del azar. Se ha construido y reforzado, sin coerción, con el ejemplo de personas entrañables para ella, cercanas de su familia: médicos y enfermeras. Desde disímiles soportes ella ha tenido la oportunidad de advertir los sacrificios y elementos que orbitan en torno a la que se conoce como «la más humana de las profesiones»: la Medicina. A veces podemos reconocer en familias enteras la tradición que ostentan ciertas labores como la de pescadores, maestros, campesinos, ingenieros, carpinteros, artesanos, etc. En todas, las valiosas aptitudes creadas desde bien temprana edad brotan gracias al ejemplo y la dedicación de antecesores que han sabido transmitir e inspirar en la utilidad y el amor por el trabajo. Esos ejemplos, sin embargo, no se atemperan a la totalidad de quienes estudian una carrera universitaria o aprenden una profesión. En esos estudiantes la falta de aptitud aflora como azaroso vacío. Es una carencia que han percibido algunos profesores universitarios. 09 DE JUNIO DE 2013 OPINIÓN 03 Ingratitud por HERMINIO CAMACHO EIRANOVA herminio@juventudrebelde.cu por DR. C. JULIO CÉSAR HERNÁNDEZ PERERA digital@juventudrebelde.cu DOMINGO En el caso particular de la carrera de Medicina, la vocación desempeña un papel crucial si se tiene en cuenta que como oficio no genera bienes materiales sino algo más trascendente: la salud. Así lo ha definido la doctora cubana Clara Laucirica Hernández en un simposio dedicado a la ética en la atención clínica, durante el XXIII Congreso Centroamericano y del Caribe de Medicina Interna, celebrado recientemente en el Palacio de Convenciones. En otra de las conferencias del simposio, donde se trató el tema de la relación médico-paciente, el prestigioso doctor Ricardo González Menéndez, del Hospital Psiquiátrico de La Habana Comandante Bernabé Ordaz, recordó que así como el ejercicio de la Medicina es una ciencia y un arte,también constituye una profesión digna y un sacerdocio. Con esta última palabra el profesor resumió el valor del médico cuando se habla de su compromiso activo y celoso en el desempeño de su profesión, de forma noble y altruista. Es una vocación que aunque ha evolucionado con el desarrollo de la humanidad, preserva esencias desde la prehistoria, desde instantes en que la curación se hacía imposible y el consuelo del enfermo era muchas veces la única respuesta. En tal sentido es ilustrativo el descubrimiento que tiempo atrás tuvo lugar en la caverna de Shanidar, en el actual Iraq. Allí se encontró el esqueleto de un hombre de Neandertal deforme y mutilado, sin uno de sus brazos y posiblemente sin uno de sus ojos. Lo más excitante del hallazgo es que este ser vivo subsistió varios años, contra todo pronóstico, a pesar de las terribles heridas y de un medio muy adverso. Las evidencias dan idea del interés y dedicación de alguien que fue capaz de cuidar a un pobre desdichado para que sobreviviera, imposibilitado de defenderse por sí mismo. Desde entonces podríamos hablar de la vocación por servir y ayudar a los semejantes. Es esa voluntad la premisa más importante para quien será médico. A quien ha elegido ese camino le obsequiaría, como inapreciable regalo, los consejos de Asclepios, el dios griego de la Medicina y la curación, contenidos en una carta a su hijo: «Te lo he dicho: es un sacerdocio y no sería decente que produjeras ganancias como las que saca un aceitero o el que vende lana. Piénsalo bien, hijo mío, mientras estás a tiempo…, (pero) si te juzgas pagado lo bastante con la dicha de una madre, con una cara que sonríe porque ya no padece, con la paz de un moribundo a quien ocultas la llegada de la muerte, si ansías conocer al hombre y penetrar en todo lo trágico de su destino,entonces,hazte médico, hijo mío». Esas son virtudes transformadas en vocación —palabra clave para que en nuestra sociedad toda labor se haga con pasión, entrega y rigor—. Afortunadamente, son esos móviles profundos los que marcan la actuación de muchos de nuestros profesionales de la salud, los que hacen la diferencia en este mundo a veces tan hostil, y nos recuerdan dónde están las verdaderas conquistas que vale la pena defender y cuidar. Tampoco puede decirse que quien no es en algún caso agradecido es por ello desconsiderado. Sí lo es la persona que asume el desagradecimiento como una actitud ante la vida. Y es que la ingratitud y la desconsideración tienen sus raíces más profundas en la exaltación del «yo», en la creencia de que nuestros deseos, preocupaciones e intereses son más importantes que los de los demás —o son los únicos que importan—, y en que merecemos sin la obligación de dar en igual proporción, ya sea en las relaciones personales o en el plano social. La ingratitud puede tener, además, consecuencias indeseables. Es posible que a aquel con el que no fuimos agradecidos, o de cuya generosidad nos aprovechamos, le ocurra lo que al camarón encantado del cuento, que se canse de ser con nosotros como hasta ese momento había sido. Por fortuna, aunque no escasean los ingratos, en nuestra sociedad, formada en un espíritu solidario, no faltan los que cuando lo necesitamos nos tienden desinteresadamente la mano, y eso alienta a seguir «entregando» aun sin haber antes «recibido» y sin esperar agradecimiento por hacerlo.