La segunda generación de escritores exiliados en México

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LA SEGUNDA GENERACIÓN DE ESCRITORES EXILIADOS EN MEXICO
Roberto Ruiz *
Es de sobra sabido que, entre los miles de intelectuales que llegaron a México en los primero
años del exilio, había numerosos escritores, algunos de ellos ya bautizados y consagrados en
la década anterior. Lo que se sabe con menos exactitud y se ha dicho con menos frecuencia,
es que los niños y adolescentes que acompañaban a sus mayores, y que entendían a medias o
a su modo las desoladoras circunstancias, crearon con el tiempo una generación literaria de
gran vitalidad y de singular perfil. Yo quisiera ocuparme hoy de este grupo, a reserva de que
alguien se anime a retratarlo un día con la precisión y amplitud que merece.
Nacidos entre 1920 y 1930, estos mozos habrían empezado a entrar en quintas si la guerra se
hubiese prologado. Muchos habían iniciado en Europa sus estudios y los continuaron en
México. Otros tuvieron que ayudar a la familia y buscaron trabajos en oficinas y fábricas. Para
1945 ya estaban dando señales de vida intelectual; a partir de 1948 sus revistas, Clavileño,
Presencia, Hoja, Segrel, alternan en la plaza con las de sus maestros.
No quiero incurrir en el crónico error de amontonar nombres y títulos, pésima costumbre que no
se debe tanto al afán de fidelidad histórica como al deseo de no ofender a nadie dejándose su
ficha en el tintero. Citaré a una docena de individuos, clasificados genéricamente, y que me
perdonen los demás. Luego pasaremos a lo que de verdad nos interesa, que es trazar la
etopeya colectiva de la generación y seguir el curso posterior de sus integrantes, hoy ya
sexagenarios.
El género que más han cultivado estos escritores es la poesía, y se explica, por varios motivos.
Primero es la poesía, y se explica, por varios motivos. Primero, la cercanía y prestigio de la
generación del 27, muchos de cuyos miembros habían emigrado en las mismas fechas y
condiciones. Luego, la coyuntura vital, que se prestaba a la expresión directa y concentrada,
como veremos más tarde. Y por fin, un elemento práctico: era y es bastante más fácil publicar
poesía que novela o cuento. Poetas son, o como poetas se iniciaron, Carlos Blanco Aguinaga,
Manuel Durán, José Miguel García Ascot, Nuria Manuel Durán, José Miguel García Ascot,
Nuria Parés, José Pascual Buxó, Luis Rius, Enrique de Rivas, Tomás Segovia y Ramón Xirau.
Pero a casi todos les ocurrió algo curioso, y es que al cabo de cierto tiempo derivaron a zonas
más abstractas: el ensayo especulativo, la crítica literaria y artística. Algunos siguieron
escribiendo poemas como tarea primordial; otros los relegaron a segundo término, o los
abandonaron para siempre- algunos escogieron voluntariamente el nuevo camino; otros lo
hicieron por necesidad, ya que se ganaban la vida con la enseñanza, y la enseñanza exige
perspectivas de otra índole. Fuese por la que fuese, la pléyade de poetas pasó a engrosar las
filas de la erudición y a acompañar al único ensayista de tiempo completo, Juan Marichal.
* Wheaton Collage, Mass.
En los demás géneros la nómina se reduce visiblemente. No conozco a ningún dramaturgo; los
que escribían y estrenaban en México son anteriores o posteriores al marco temporal que nos
ocupa. El renglón de la narrativa está mejor abastecido. Carlos Blanco, Manuel Durán y Tomás
Segovia han escrito novelas o cuentos en distintas etapas de su carrera. Arturo Souto Alabarce
publicó varios relatos breves y se orientó, como los poetas, a la crítica y a la enseñanza. Yo
también doy clase, y he echado mi cuarto a espadas en el tute de la filología, pero me
considero narrador ante todo, si es que bastan como credenciales mil páginas publicadas y
cuatro mil inéditas, que amenazan con alargarse a cinco mil, ya que el novelista, a diferencia
de la oveja del refrán, si no bala pierde bocado.
¿Cuáles son los rasgos comunes de esta generación? Difícil va a ser esbozarlos, dadas las
diferencias de historial y de carácter; aun así, creo que vale la pena intentar el enfoque. Yo
indicaría en primer lugar una seriedad artística, un odio al mal gusto y un respeto por la cultura,
que llevaron a alguno de nuestros mayores a motejarnos de afectados y de pedantes. Que no
había tal afectación lo ha demostrado el tiempo: los cambios de género a que antes aludíamos
no habrían sido posibles sin una sólida vocación cultural, y raro es el componente de este
grupo que no se ha formado un estilo propio. Esto nos permite afirmar una segunda
característica: la independencia ideológica y preceptiva que en todo momento logramos
mantener y defender. No fueron pocas las ideas y creencias que se nos presentaron; las
estudiamos todas y no sucumbimos a ninguna. Si alguien se acogió a alguna bandera, el
catolicismo liberal o el marxismo crítico, no fue por nostalgia del dogma, sino por anhelo de
liberación, a fin de resolver ciertos dilemas y escrúpulos. Ni siquiera consentimos que
predominara entre nosotros una orientación determinada: todos tenían derecho a proponer una
ruta y nadie tenía el deber de seguirla.
De radical importancia fue nuestra conciencia del exilio, diametralmente opuesta a la de
nuestros padres. Ellos se sabían desterrados de un ambiente vivido y percibido; nosotros, de
un ambiente difuso, alterado por las incertidumbres de la infancia y los estragos de la guerra. Si
queríamos ocuparnos de España, teníamos que volverla a inventar; para hablar de la nueva
residencia nos faltaban recursos y conocimientos: además, al país de adopción le sobraban
cronistas mejor situados. Esta fue la corriente vital que impulsó a muchos a la poesía: la
reflexión lírica podía prescindir de referencias exteriores, y la materia del exilio, más accesible
que los recuerdos y los proyectos, se adaptaba perfectamente a la vía poética. En cambio los
aprendices de narrador, que no podíamos limitarnos a la expresión de intuiciones, nos vimos
obligados a un esfuerzo titánico de memoria y de imaginación, y al riesgo de que nos acusaran,
como me acusó a mí más de un ingenuo, de “falsear la realidad”.
¿Cuál ha sido nuestra suerte posterior? Pues la de todas las cosas de este mundo. Cualquier
ilusión de eternidad que pudiéramos haber concebido, se disipó con la muerte prematura de
Luis Rius y Jomí García Ascot, quienes, trágica ironía, brillaban por su espíritu juvenil,
emprendedor y entusiasta. En cuanto a los demás, se dispersaron y perdieron el escaso o
frecuente contacto que tenían. Los que permanecieron en México fueron asimilándose en
distintos grados de intensidad y rapidez; los que se trasladaron a los Estados Unidos, o a otros
países no hispánicos, tuvieron que arrostrar un segundo destierro, no sólo geográfico sino
lingüístico y cultural. Quien hubiera pasado como yo por los campos de refugiados de Francia y
por la azarosa aventura de Santo Domingo había de enfrentarse una vez más con el fantasma
de la emigración infinita, del extranjerismo perpetuo, y preguntarse si no sería ésta la condición
normal de nuestra especie, si no estaríamos reviviendo todos, en el ámbito secular, el
desarraigo del Paraíso.
De la reintegración a España poco puedo decir, pues me faltan datos y perspectiva. En
términos literarios, que son los que importan, creo que ha sido mínima nuestra resonancia.
Pero antes me referí a la fuerte vitalidad de este grupo: a pesar del entorno, siempre difícil y
hostil a veces, todos hemos seguido escribiendo y publicando. Es decir, hemos seguido
haciendo nuestra modesta aportación a la historia de España y a la historia de la república.
Porque, culturalmente, la República vive y alienta hoy, como vivía y alentaba entonces. Franco
ganó la guerra en el campo de batalla, pero la perdió en el campo de la cultura. La mejor
prueba de que ha sobrevivido la cultura republicana es que estamos hablando de ella; en
cambio, de la retórica triunfalista y seudo-cristiana del franquismo no quedan ni las cenizas.
Algo ha dejado de existir también entre nosotros, y es el tema del exilio. Sin embargo, yo me
atrevería a resucitarlo con otra encarnadura. Si el exilio ha desaparecido de nuestra temática,
¿no habrá perdurado en nuestra estilística? ¿No habremos transformado una materia que se
nos deshacía, en otra más sutil, menos tangible, pero más duradera y trascendente? No lo digo
a humo de pajas, ya que puedo aducir el ejemplo de mi propio trabajo. Yo comprendí desde un
principio que el destierro no sólo era un hecho histórico, sino también un castigo judicial, y que
como tal podía cotejarse con otras penas, con otras reclusiones, incluso reclusiones de signo
contrario, centrípetas y no centrífugas: la cárcel, el cuartel, el sanatorio. Todos estos motivos yo
los he utilizado en mi obra narrativa como analogías o metáforas del destierro; todos mis
personajes son proscritos, marginados o expulsados, cuando no de la sociedad, de la historia,
de la lógica y hasta de la literatura. ¿No pueden haber hecho lo mismo, o algo semejante, mis
compañeros de generación? ¿No pueden haber convertido el exilio en prisma o pantalla de
elementos ajenos a él, o haberlo conservado, sabiéndolo o no, como pie forzado de todas sus
glosas?
En el número de abril de la Revista de Occidente aparecen dos poemas de Tomás Segovia,
uno de los pocos escritores de nuestra promoción que han logrado adquirir en España relativo
renombre. No sé lo que él diría si estuviera presente, pero a mí me parece que éstos son los
poemas de quien ha vivido el exilio y lo ha sabido transfigurar. Si por fin se rompiera el silencio
tumbal en el que han caído casi la mayoría de estas obras, si un crítico de cierta perspicacia se
preocupara por analizar la creación de estos jóvenes, aunque ya no tan jóvenes, tal vez
encontraría en detalles de estilo, en matices de ambiente, que todos llevan dentro de sí a
desterrado, como llevaba dentro al gaucho Ricardo Güiraldes, como llevó dentro Miguel de
Cervantes Saavedra, a través de sus vicisitudes literarias e históricas, al soldado de Lepanto, al
preso de Sevilla y al cautivo de Argel.
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