El Dipló: Bajo el disfraz de Confucio 1/5 3-09-2015 23:10:03 Edición Nro 195 - Septiembre de 2015 Puerto de Lianyungang, provincia de Jiangsu, China (AFP Photo/STR/Dachary) EL REGRESO DE LA UNIVERSALIDAD CHINA Bajo el disfraz de Confucio Por Anne Cheng* Por más de dos milenios el confucianismo le aportó a China una auto-representación como centro del mundo, muy funcional a su política imperial. Abandonada a comienzos del siglo XX, esta filosofía volvió con fuerza hacia 1980 para presentarse como sostén conceptual de un modelo económico de desarrollo asiático. ientras que China, con su (al menos supuesto) ascendente poderío, está en vías de imponerse en todo el mundo, podemos interrogarnos sobre su pretensión de universalidad y su capacidad de pensar una nueva mundialidad. La noción de universalidad presenta esa muy conocida paradoja de que es de todo menos universal. Hablar de la universalidad vista desde China es señalar, en primer término, su carácter problemático. Por Anne Cheng* -1- Edición Nro 195 - Septiembre de 2015 El Dipló: Bajo el disfraz de Confucio 2/5 3-09-2015 23:10:03 El centro del mundo Así como el advenimiento de la universalidad de los derechos humanos aparece como el producto de la filosofía del Siglo de las Luces, que en sí misma representa el “triunfo de la razón”, la universalidad china se relaciona con cierta idea de civilización que comprende un centro (zhong) que expande la civilización hacia la periferia. Recordemos que China se designa a sí misma o, con mayor exactitud, se hace designar por sus vecinos satélites, como “el País del Medio” (Zhong guo) o, en la terminología occidental, “el Imperio del Medio”. A la representación cosmológica, a veces mística, del poder del soberano único vino a superponerse la realidad del poder imperial, fundado a partir del siglo III antes de Cristo sobre una cada vez más sofisticada organización burocrática y administrativa del Estado. Durante más de dos milenios, “China” tuvo la particularidad no sólo de imaginarse como el centro del mundo, sino simplemente de ser el mundo: hasta inicios del siglo XX, el imperio chino se designaba a sí mismo como “todo aquello que está bajo el Cielo” (tian xia), sobre el cual reina el Hijo del Cielo (tian zi). En las fuentes canónicas, muchas fórmulas corroboran esta auto-representación de la China-mundo, centro que irradia civilización. En el antiguo Tratado de los ritos de Confucio se encuentra la descripción del Hijo del Cielo sentado en el centro de un cuadrado formado a imagen cosmológica de la Tierra por los príncipes feudatarios, complementado por afuera por el cuadrado más grande de las tribus “bárbaras” de los cuatro extremos –que se distinguen no por su etnia, sino por su ignorancia de los ritos, es decir de las costumbres civilizadas (que, por supuesto, son las chinas)–. Semejante representación, aunque esencialmente simbólica, parece sin embargo haber sido coextensiva a la ideología imperial durante sus dos mil años de historia. A partir de la dinastía fundadora de los Han (del 206 a.C. al 220 d.C.) que instauró una pax sinica en el extremo oriental del continente eurasiático, mientras que en el extremo occidental se imponía una pax romana, se constata la omnipresencia de lo que ya aparece como un eslogan político: “Los Han unifican todo bajo el Cielo”. Esta dinastía, que consolidó la unificación del espacio chino operado en 221 a.C. por el primer emperador Qin Shihuangdi, y que duró cuatro siglos, dio su nombre a la civilización china, a su lengua y a eso que la clasificación actual denomina la “etnia dominante” –lo que equivale a decir una forma de identidad nacional–… La traducción geopolítica de este poder de irradiación simbólico es lo que se conviene en llamar el mundo “sinizado”, que comprende toda Asia Oriental alrededor del espacio chino propiamente dicho –Corea, Japón, Vietnam–. Otras tantas culturas que, en grados y momentos históricos diferentes, han sufrido la influencia de China, ya sea al tomar prestado su sistema de escritura, sus estructuras gubernamentales, su modelo burocrático, sus concepciones de la jerarquía social, o adoptando algunas formas religiosas nacidas en su seno o asimiladas por ella –pensemos en especial en el budismo, venido de India pero casi totalmente sinizado desde los siglos VII y VIII–. A la inversa, cada vez que el espacio chino sufrió usurpaciones, incluso invasiones y períodos de ocupación por parte de los “bárbaros”, predominaba la idea de que estos terminarían por transformarse y adoptarían la civilización china. Fenómeno que se verificó históricamente, en especial con las dinastías mongola de los Yuan (1264-1368) y manchú de los Qing (1644-1911). El imperio chino recién empezó a enviar misiones diplomáticas hacia otros países, tratando con ellos de igual a igual, a partir de mediados del siglo XIX: hasta ese momento sólo había conocido el sistema del tributo (la periferia rendía vasallaje al centro enviando presentes tributarios). En efecto, únicamente los ataques de las potencias occidentales, empezando por las Guerras del Opio de los años 1840-1860 (1), obligaron a China a percibirse como un simple país o como una nación entre otras. Sin embargo, su auto-representación como civilización-mundo sobrevivió largo tiempo. En 1898, bajo uno de los últimos reinados de la dinastía manchú, por primera vez en toda la historia imperial los letrados empezaron a esbozar una reforma política, Por Anne Cheng* -2- Edición Nro 195 - Septiembre de 2015 El Dipló: Bajo el disfraz de Confucio 3/5 3-09-2015 23:10:03 sentando las bases de una monarquía constitucional sobre el modelo del Japón de la era Meiji (1868-1912). No obstante, como buen letrado clásico, su líder Kang Youwei (1858-1927), basó buena parte de su reformismo en fuentes confucianas y en una utopía universalista con raíces en la perspectiva tradicional. De hecho, este intento de reforma terminó en un fiasco. Así, mientras que desde 1868 Japón supo negociar el nuevo rumbo de Meiji afirmando –en gran parte contra la universalidad china– una identidad nacional, en 1898 China perdió su oportunidad. Siguió refiriéndose a una tradición canónica que no permitía instaurar un verdadero Estado-Nación. Este fracaso dejó un vacío en la construcción política que las revoluciones del siglo XX buscarán en vano llenar y que la opción culturalista no logrará compensar. La herencia del confucianismo En primer plano de esta opción, encontramos la cuestión eminentemente problemática de la supervivencia del confucianismo en una sociedad que se dice moderna. Durante dos mil años, el confucianismo (también habría que precisar el contenido de ese neologismo occidental) suministró un fundamento ideológico e institucional a un régimen imperial que recién desapareció definitivamente en 1911. Al respecto, la herencia confuciana, en la edad moderna considerada responsable del retraso de China y percibida como la fuente de todos sus males, fue el blanco privilegiado del movimiento iconoclasta del 4 de mayo de 1919, al grito de “¡Abajo la tienda de Confucio!”. Luego, entre 1966 y 1976, en el curso de la Revolución Cultural, fue objeto de las sistemáticas destrucciones que en 1974 culminaron con la campaña de “crítica contra Lin Biao y Confucio”. Entonces, ¿cómo explicar que, a partir de fines de los años 70, ese mismo confucianismo aparezca al contrario como el motor del auge económico de Japón y sus “cuatro pequeños dragones” (Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur), al punto de convertirse, en boca de algunos dirigentes conocidos por su autoritarismo, en una ventaja esencial del discurso sobre los “valores asiáticos”? Desde los años 80, la fiebre de los valores confucianos ganó la China Popular, que se esforzó en dejar atrás la Revolución Cultural y la era maoísta (2). De esta década, retendremos dos fechas simbólicas. En el año 1984 se crea una Fundación Confucio en Pekín con el auspicio de las más altas autoridades del Partido Comunista. Luego, en 1989, el 4 de junio queda marcado por la sangrienta represión al movimiento estudiantil por la democracia en la plaza Tiananmen, mientras que algunos meses más tarde, del lado de Europa del Este, cae el Muro de Berlín, seguido por la desintegración de la Unión Soviética. Para los dirigentes chinos, la ex URSS se convierte en un contramodelo. Justifican el neoautoritarismo que entonces adoptan en la necesidad de una estabilidad política y social, con el fin de fomentar el desarrollo económico, y de ser garante de la nueva ideología “neoconfuciana”, representación simbólica de la unidad y continuidad de la cultura china. A comienzos de los años 90, Deng Xiaoping lanzó el concepto de “economía socialista de mercado”. Retomó la famosa consigna “¡Enriquézcanse!”, al tiempo que citaba como un modelo para China al Singapur confuciano-autoritario de Lee Kuan Yew (3). Para explicar ese fenómeno, pronto se recurrió a los argumentos culturalistas, considerando a los valores llamados “confucianos” (valorización de la familia, respeto por la jerarquía, motivación para la educación, amor por el trabajo duro, sentido del ahorro) como factores que explican un modelo económico de desarrollo asiático. Allí se observa una completa inversión de la evaluación del confucianismo que había prevalecido hasta entonces. Los factores que Max Weber o Karl Marx consideraban obstáculos al desarrollo capitalista, pasan a ser factores de desarrollo y además prometen ahorrarles a las sociedades asiáticas del este los problemas de las sociedades occidentales modernas: exceso de egoísmo, individualismo y hedonismo. Otras tantas consideraciones que incluso hoy se escuchan en el discurso Por Anne Cheng* -3- Edición Nro 195 - Septiembre de 2015 El Dipló: Bajo el disfraz de Confucio 4/5 3-09-2015 23:10:03 oficial chino. El sueño solapado La ideología que sostuvo intelectualmente el discurso sobre los “valores confucianos” de los años 80 testimonia la voluntad de una cierta elite intelectual china –en la actualidad muy implantada en el medio anglófono, en particular en Estados Unidos– de retomar el rol director y prescriptor que tenía en la antigua universalidad china predicando valores confucianos presentados como universales, o al menos universalizables, y sobre todo susceptibles de ser constitutivos de un nuevo humanismo mundializado. Vemos cómo esa universalidad de la China-mundo, desacreditada por las potencias colonizadoras occidentales a fines del siglo XIX, regresa no sólo como estado de representación nostálgica, sino –y con mucha mayor agresividad– como factor unificador en la ideología predominante de la “gran China”. Hoy, la República Popular multiplica los foros, coloquios, diarios y publicaciones de todo tipo que aspiran a adquirir una dimensión internacional y disertan ad infinitum sobre “ética confuciana y globalización”, o la “filosofía de todo bajo el Cielo”. Ese sueño de un panconfucianismo viene a sustituir otro, más explícitamente hegemónico: China Popular quiere sumarse al tren del discurso “asiatista” con la ambición de convertirse en su locomotora, tanto del sueño de la “gran China” como de la pretensión de ser el líder de la región. Pero no puede hacer valer su reivindicación de una universalidad distinta de la occidental si no recurre a una coartada culturalista y enarbola el estandarte de los “valores asiáticos” o “confucianos”, frente a los “derechos humanos” de los que los occidentales se declaran los campeones. Por lo tanto, para paliar el fracaso de la ideología maoísta y a la vez conservar un control sobre la sociedad, más específicamente sobre la juventud, se retoman valores pretendidamente confucianos que deben favorecer un desarrollo armonioso limitando los apetitos individuales. En efecto, se considera que el “confucianismo” coloca los intereses del grupo por sobre los del individuo. Así, permite asegurar la estabilidad social, prioridad mayor para el régimen; de allí el eslogan de “sociedad de armonía socialista” lanzado durante la presidencia de Hu Jintao (2003-2013). En este neoautoritarismo disfrazado de confucianismo, las antiguas ideologías marxistas de Pekín y antimarxistas de Taiwán, Seúl o Singapur se unen en un punto crucial: a las representaciones utópicas de un socialismo sin Occidente las reemplaza una aspiración a una modernidad económica sin Occidente. Esto se considera una “posmodernidad” o una “post occidentalidad”, buena coartada para poner en cortocircuito la construcción democrática. Lo que en todo caso permite que los dirigentes de Pekín maten dos pájaros de un tiro. En primer lugar, se otorgan una legitimidad política y moral, sobre todo tras la masacre de Tiananmen de junio de 1989. El objetivo es reunir al cuerpo social en torno a un nuevo proyecto de sociedad y un nuevo factor de unidad después del fracaso de la utopía maoísta. Luego se trata de halagar el sentido de la identidad nacional, prestigiado por la convicción de que China será la próxima superpotencia mundial. “China es un gran pueblo que tiene cinco mil años de historia continua de cultura tradicional espléndida”: la fórmula favorita de los Institutos Confucio que florecen en todo el mundo también es recurrente en los discursos de los oficiales chinos, a menudo ex guardias rojos que hace cuarenta años se dedicaron a demoler herencias y patrimonios culturales que hoy invocan a viva voz, sin por ello tener un verdadero conocimiento. Por último, el objetivo es ir en el sentido de la modernización y al mismo tiempo reivindicar la tradición, mientras que hasta entonces en China la opción entre tradición y modernización era un gran dilema, y sigue siéndolo en muchos países en vías de desarrollo. En otras palabras, en el ascendente poderío de China, la “cultura plurimilenaria” se torna un argumento suplementario, que se supone se realiza sin inconvenientes, en virtud del concepto –o habría que decir Por Anne Cheng* -4- Edición Nro 195 - Septiembre de 2015 El Dipló: Bajo el disfraz de Confucio 5/5 3-09-2015 23:10:03 del oxímoron– de soft power. Sin embargo, esa coartada oculta mal la opción capitalista liberal de inspiración anglosajona que los dirigentes chinos simulan retener de la modernidad occidental, dejando de lado la cuestión de los derechos humanos; así, eligen el “todo económico” en detrimento, una vez más, de la construcción política. ¿Pero por cuánto tiempo más? 1. La primera Guerra del Opio de 1839-1842 enfrentó a China con el Reino Unido, que quería obtener la apertura del territorio chino al comercio; la segunda, de 1856 a 1860, implicó al Reino Unido, Francia, Estados Unidos y Rusia. 2. Véase “Confucius ou l’éternel retour”, Le Monde diplomatique, París, septiembre de 2012. 3. Lee Kuan Yew (1923-2015) fue el primer ministro de Singapur, de 1959 a 1990. * Profesora en el Collège de France, titular de la cátedra de Historia Intelectual de China. Traducción: Teresa Garufi Por Anne Cheng* -5- Edición Nro 195 - Septiembre de 2015