Follet, Ken - La caída de los gigantes

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no estaban invitados a la conferencia de paz. Los victoriosos aliados se proponían llegar
a un acuerdo entre sí y luego presentarles a los perdedores el tratado para que lo
firmaran.
Mientras tanto, escaseaba el carbón y en todos los hoteles hacía un frío de muerte.
Ella tenía una suite en el Majestic, donde estaba situado el cuartel general de la
delegación británica. Para protegerse de posibles espías franceses, los británicos habían
sustituido a to do el personal por sus propios trabajadores. Por eso la comida era
espantosa: gachas para desayunar, verduras demasiado cocidas y un café malísimo.
Arrebujada en un abrigo de pieles de antes de la guerra, Maud fue a encontrarse con
Johnny Remarc en el Fouquet’s, en los Campos Elíseos.
- Gracias por conseguirme el permiso para venir a París -le dijo.
- Por ti, cualquier cosa, Maud. Pero ¿por qué tenías tanto interés en venir?
No iba a decirle la verdad, y menos aún a alguien a quien le encantaban los
chismorreos.
- Para ir de compras -respondió-. Hace cuatro años que no me compro un vestido
nuevo.
- Ay, perdóname, pero no hay casi nada que comprar, y lo que queda cuesta un
dineral.
¡Mil quinientos francos por un vestido! Incluso Fitz habría puesto reparos. Me parece
a mí que debes de tener un mon chéri francés.
- Ojalá fuera así. -Maud cambió de tema-. He encontrado el coche de Fitz. ¿Sabes
dónde puedo conseguir gasolina?
- Veré qué puedo hacer. Pidieron la comida.
- ¿Crees que de verdad vamos a obligar a los alemanes a pagar miles de millones en
re paraciones de guerra? -preguntó Maud.
- No están en muy buena situación para negarse -dijo Johnny-. Después de la guerra
francoprusiana obligaron a Francia a pagar cinco mil millones de francos… lo cual los
franceses consiguieron hacer en tres años. Y el marzo pasado, en el Tratado de Brest
Litovsk, Alemania hizo prometer a los bolcheviques seis mil millones de marcos,
aunque, desde luego, ahora ya no los pagarán. De cualquier forma, la justificada
indignación alemana tiene el sonido huero de la hipocresía.
Maud detestaba que la gente hablara con dureza de los alemanes. Era como si el
hecho de que hubieran perdido los convirtiera en unas bestias. «¿Y si los perdedores
hubiésemos sido nosotros? -sintió ganas de replicar Maud-. ¿Nos habríamos visto
obligados a decir que la guerra había sido culpa nuestra y pagar por ello?» -Pero
nosotros les estamos pidiendo mucho más: veinticuatro mil millones de libras, les
requerimos, y los franceses hablan del doble.
- Es difícil discutir con los franceses -dijo Johnny-. A nosotros nos deben seiscientos
millones de libras, y más aún a los americanos; pero, si les negamos las reparaciones de
Alemania, dirán que no pueden pagarnos.
- ¿Pueden pagar los alemanes lo que les pedimos?
- No. Mi amigo Pozzo Keynes dice que podrían pagar más o menos una décima parte,
unos dos mil millones de libras, aunque eso podría paralizar su país.
- ¿Te refieres a John Maynard Keynes, el economista de Cambridge?
- Sí. Nosotros le llamamos Pozzo.
- No sabía que fuera uno de tus… amigos. Johnny sonrió.
- Pues sí, querida, muchísimo.
Maud sufrió un arrebato de celos por el alegre libertinaje de Johnny. Ella había
reprimido con fiereza su necesidad de amor físico. Hacía casi dos años desde la última
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