Categoría Cuento, Primer Lugar

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Más allá del canto de las aves y los cristales en el desierto
Las columnas de cristales levantaban sus brillantes cuerpos nuevamente, disponiéndose para
formar un gran pilar que ascendía en espiral. Lentamente, el primero de ellos comenzaba un
delicado vaivén para llamar a los otros. Bailaban alrededor del viajero desorientado, abrazándolo
con dureza, reluciendo en sus pupilas, dejándolo ciego, desconcertado, perdido en sí mismo. El
sonido de sus golpes calaba en su mente, llegaban hasta sus pensamientos, desvaneciendo sus
esperanzas, mientras intentaba avanzar a duras penas entre la tormenta. Transcurridos unos largos
y tediosos minutos, cesaban su danza y descansaban después, preparándose para alzar el repetitivo
vuelo sobre él, cada vez más intenso, más extenso. Agotándolo.
Se preguntaba entonces cuánto era que llevaba de recorrido. ¿Unas escasas horas o quizás
interminables segundos? Era difícil saberlo en aquel lugar, donde lo único que podía oír con
claridad era el sonido de sus pies intentando avanzar contra la arena que se había vuelto contra él.
En realidad, todo parecía ser cómplice de los cristales, como si éstos hubieran transmitido su enojo
a los demás elementos del paisaje. Mientras los cristales reponían sus fuerzas, el viajero
comenzaba a sentirse solo y quizá perdido.
Solo y perdido. Se dio cuenta en ese instante de que las aves de arena que lo habían guiado ya no
le hacían compañía, lo más probable era que hace muchos días atrás hubieran dejado de hacerlo.
Las aves hechas de arena, raramente vistas por las personas, siempre vuelan en pareja, y juntas
viven en las tormentas, dedicadas toda su vida a guiar a los viajeros a encontrar el camino cuando
éstos se han perdido. Como él ahora, se encontraba perdido, pero las aves no podían cruzar las
columnas de cristal, y seguramente, se quedaron atrás, tristes, por poder cantar junto al viajero.
Solo y perdido. Las columnas anunciaban una nueva danza. Solo.
Cansado ya de divagar entre ideas y preguntas a las que no podía concebir lógica alguna, siguió
andando. Andar, ¿acaso era la única cosa que podía hacer? Los cristales volaban con fuerza, pero
ya no le importaban, su cuerpo se había acostumbrado a su violento baile, al ardor que sentía cada
vez que éstos le impactaban. Cristales en el desierto, con voluntad casi propia. El mundo que
recorría le pareció el más extraño de pronto, y se preguntó acaso si el actuar de los cristales se
debía a que había “algo” tras ellos. Algo que proteger.
Los pensamientos del viajero disgustaron a los relucientes guardianes, quienes decidieron formar
una tormenta de arena en toda la región que dominaban, tan lejana y vasta, que era imposible de
calcular. La lluvia se mezclaba con la arena, amigas desde siempre, juntas volvían dificultoso el
andar del viajero y borrosa su visión. Traían el frío como el aliado más cruel que podían encontrar;
el frío hería su espíritu, sus deseos imprudentes de conocer el tesoro de los guardianes, un gran
secreto. Era fuerte el frío, tomaba sus pensamientos y los revolvía con indiferencia dentro de su
cabeza, mientras que la arena afirmaba sus pies, con ayuda de la lluvia. Solo y perdido.
Sintió que su necesidad de descubrir lo que escondían los cristales lo impulsaba a avanzar, casi
desesperado, caminando primero y corriendo después, nada más le parecía relevante. Los cristales
se pegaban en su rostro, casi formando brazos que lo jalaban hacia atrás, casi escuchando sus
voces diciéndole que se detuviera, pero él siguió su carrera. No notó que ya la tormenta no luchaba
contra él, tampoco sintió los rayos de ese nuevo sol que lo impulsaba en silencio, ni el canto de las
aves de arena cuando ya han llegado a su destino. Corrió, como nunca corrió, dejando el frío atrás,
abandonado junto a la soledad, liberando sus miedos en la tormenta que lo miraba con tristeza. Era
libre, había llegado al final de su viaje, y lo que observó delante de él dibujó una tierna sonrisa en
su rostro. Un oasis, lo que los cristales escondían era su tesoro más preciado. Ahora que se los
había arrebatado, era suyo, su oasis, su camino. Ya no sería más un viajero, ahora él era el
guardián.
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