ANDRE MALRAUX LA TENTACION DE OCCIDENTE Traducciòn de Eva Aladro Vico Madrid, l993 "El que mira mucho tiempo a los monos se vuelve similar a su sombra".(Proverbio malabar) A usted, Clara, en recuerdo del templo de Banteai-Srey. INDICACION Las cartas que componen la mayor parte de este libro han sido escritas por los Sres. A.D., francès, de veinticinco años de edad y conocedor en cierta medida de las obras chinas, y LingW.-Y., chino, de veintitrès años, impresionado como muchos de sus compatriotas por la curiosa cultura occidental, cultura ùnicamente libresca. Las cartas fueron intercambiadas en el curso de los viajes que ambos hicieron, el primero a China y el segundo a Europa. No se ha de ver en el Sr. Ling un sìmbolo del hombre de Extremo Oriente. Tal sìmbolo no podrìa darse. Es un chino, y, como tal, sometido a una sensibilidad y a un pensamiento chinos, que los libros de Europa no pueden destruir. Nada màs que eso. Estas cartas han sido seleccionadas. Al publicarlas, nos proponemos precisar los movimientos de dos sensibilidades, y sugerir, a aquellos que las lean, reflexiones particulares sobre la vida, que puede parecer singular, de sus sentidos y su espìritu. A.D. escribe: A bordo del Chambord . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¡Cuàntas veces nos hemos encontrado, imprevistos salvajes que presentàbais a los navegantes frutos en forma de cuerno en bàrbaras bandejas, mientras aparecìan cùpulas entre las palmeras!. Oh, descubrimientos... Los hombres, capturando una por una las formas y encerràndolas en los libros, han preparado los movimientos de mi espìritu. Un cortejo de seres y paisajes se despliega lentamente este atardecer, en el silencio de la noche en el mar, y el batir de las màquinas, tan regular, que parece confundirse con èl...Calma suprema, mar lìmpida, esplendente, donde vibran las estrellas profundas... En la estela del navìo desaparecen las sombras de las ùltimas hordas, que alzan enormes cràneos de aurocs -¿insignias o trofeos?- cuya sombra curva parte las llanuras. Màs lejos se arremolinan los ejèrcitos del Asia Central. Las altas banderas dominan todo, adornadas con caracteres muy antiguos y negros. En la antigûedad. Al fondo del harèn, las Concubinas. Cerca de un ventanal, una de ellas (que serà Regente) charla con un eunuco que tiene los ojos cerrados. En el Palacio violeta, el emperador examina los fòsiles que ha hecho traer de todo el imperio. Hace frìo. Fuera, las cigarras congeladas se despegan de las ramas y caen al duro suelo con el sonar de las piedras. Magos mediocres son quemados en una hoguera perfumada en medio de una plaza; las huecas figurillas de madera de las que se servìan para hechizar a las princesas estallan y salen proyectadas como cohetes. La multitud-¡cuàntos ciegos!retrocede con viveza. Cerca del horizonte, entre las hierbas salvajes, una lìnea de huesos presa de las hormigas marca el paso de los ejèrcitos. Al lado de las fogatas las hechiceras viudas han visto el porvenir. Los zorros atraviesan todo a la carrera. Cada primavera cubre de rosas tàrtaras, blancas con el corazòn purpùreo, las estepas de Mongolia. Las caravanas las atraviesan; los sucios mercaderes cabalgan grandes camellos velludos, portadores de redondos paquetes que, en las paradas, se abren como granadas. Y toda la hechicerìa del reino de las nieves, piedras color de cielo claro o de arroyo helado, piedras de reflejos de hielo y plumas pàlidas de pàjaros grises, pieles de escarcha y turquesas con vetas plateadas, se derraman de sus àgiles dedos. Desde lo alto de los conventos de tejado plano de las provincias tibetanas desciende el màs bello misterio, a lo largo de las rutas de arena enfurtida, hasta delante del mar, donde se deshace en innumerables templos cornudos, cubiertos de campanitas trèmulas. Los hombres de mi raza llegan en barcos sin alas y sin ojos. Entran en los puertos con el dìa. El agua lechosa, sin reflejos, hace màs claros los primeros gritos de los marineros; màs allà de la bahìa lacada la ciudad entera, con su corona de murallas y florones de pagodas, se levanta con el sol; a todo lo largo de su duro perfil aparecen las borlas y los copetes de luz. Ganan la tierra, no sin recibir algunas piedras; se pasean, felices e inquietos, por las calles cuyo olor les repugna, perseguidos por el sonido de las monedas de plata que los cambistas prueban con pequeños martillos. A veces entrevèn a una mujer, y, cuando la cortina cae de nuevo, intentan recordar su rostro reposado y sus pies tan pequeños, su pantalòn de seda y el adorno de su corpiño, en un interior de madera negra, de sombra rojiza y de flores torturadas... Visitan los montes de piedad; son torres llenas de troneras; en cada tronera hay una jarrita llena de vitriolo que los guardianes echan a los bandidos si èstos intentan apropiarse de los objetos confiados al Estado. Despuès regresan, cruelmente sacudidos en pesadas sillas, ahora sobre el vientre las compras apiladas. Este vestido de satèn blanco fue en tiempos lejanos la vestidura fùnebre de una princesita de las islas, a la que se adornò, el dìa de su muerte, con una perla roja entre los labios. Al fondo de los juzgados de paz, ancianos rodeados de sol hacen, ante graves adolescentes, signos màgicos que determinan la construcciòn de ciudades, muy lejos, en el Turquestàn o en el Tìbet. En las pajarerìas los periquitos hablan lenguas complicadas, aprendidas antaño en casa de sabios con gorros de mago, en las cuarenta mil islas bàrbaras. Guiados por los lascaros, levantinos afiliados a sociedades secretas, los aventureros blancos, despuès de aprender el manchur y de afeitarse las cejas, se adentran en el interior; allì se casan con manchurias y, pretenciosos generales, dirigen los ejèrcitos imperiales. No quieren en absoluto reconocer a sus amigos; los que van a verlos son ejecutados por orden suya. Y, en el Norte, sutil y todopoderoso, solo, al fondo del màs solemne palacio de la ciudad prohibida, el emperador extiende sus transparentes dedos sobre la China del trabajo, la China del opio y la China del sueño, gran viejo ciego coronado con adormideras negras... Sombras màs antiguas, sabios y militares, los emperadores Tang; tumulto de las cortes donde se atropellaban todas las religiones y todas las magias del mundo, pensadores taoìstas, reinas clavadas al muro por las flechas rugosas, caballeros armados adornados con colas de caballo, generales muertos bajo tiendas perdidas en el Norte despuès de sesenta victorias, sepulturas en medio del desierto que no guardan ya màs que sus soldados y sus caballos grabados sobre las descompuestas losas, cantos desolados, lanzas paralelas y pieles de bestias avanzando a travès de las vastas tierras estèriles en la noche helada, ¿què voy a encontrar yo de vuestro sordo impulso de conquistas, vestigios? Ling a A.D. Marsella Querido señor, Europa convoca a pocos fantasmas bellos, y yo llego a ella con una curiosidad hostil. Las ilusiones que ha creado en nosotros, los chinos, son demasiado poco precisas para que pudièramos hallar alguna enseñanza o placer en modificarlas: los libros, y nuestra propia angustia, nos han hecho buscar màs el pensamiento europeo, que sus formas. Su presente nos atrae màs que el marco roto de su pasado, al que sòlo pedimos el esclarecimiento de su fuerza. Su nombre no evoca ni cuadros ni deseos. Las fotografìas que yo habìa visto en China no mostraban en absoluto ese particular movimiento de la multitud en Occidente, al que yo concebìa como un paìs devorado por la geometrìa. Los àngulos de las casas no se levantaban. Las calles eran rectas, los vestidos rìgidos, los muebles rectangulares. Los jardines de los palacios demostraban, -no sin belleza-, teoremas. La creaciòn sin cesar renovada por la acciòn de un mundo destinado a èsta, tal me parecìa entonces el alma de Europa, cuya sumisiòn a la voluntad del hombre dominaba las formas. El junco, animal domèstico, me mostraba en el velero francès una ingeniosa conjunciòn de triàngulos. Europa era ademàs para mì, el lugar por excelencia de la tierra donde la mujer existìa. Del mismo al mismo Parìs Querido señor: Querrìa añadir algunas palabras a la ùltima carta que le enviè. Comienzo a conocer el aprecio que tienen a la sinceridad los franceses cultos, que tan poco se parecen a los que nosotros vemos en China, y esto me da valor; por otra parte, el paso de algunas semanas ha dado precisiòn a mis impresiones. Veo en Europa una barbarie atentamente ordenada, en la que la idea de la civilizaciòn y la del orden se confunden constantemente. La civilizaciòn no es una cosa social, sino psicològica; y sòlo existe una que sea verdaderamente tal: la de los sentimientos. ¿Què podrìa decirle de los hombres de su raza? Los estoy estudiando; me aplico a escapar de los libros. Sè que nuestros traductores, al escoger, para darnos a conocer las costumbres europeas al mismo tiempo que su literatura, a Balzac, a Flaubert, a los naturalistas franceses, las primeras novelas de Goethe, Tolstoi, Dostoievski, al analizar el talento de Baudelaire, han demostrado su sabidurìa y cuidado, pero que aquellos que gritan y lloran de dolor en esas obras, de Emma Bovary a los hermanos Karamazov, son cristianos de excepciòn, casi insensatos. Y sin embargo... ¡Què impresiòn de dolor emana de vuestros espectàculos, de todos los pobres seres que veo en vuestras calles!. Vuestra actividad me asombra menos que esas caras de pena, de las que no puedo escapar. La pena parece luchar, frente a frente, a solas con cada uno de vosotros; ¡cuàntos sufrimientos particulares! Antiguamente vuestra fe disponìa hàbilmente el mundo, y, aunque despierte en mì alguna hostilidad, no puedo contemplar sin respeto las figuras casi bàrbaras en las que se ha petrificado, gracias a aquella, un gran sufrimiento armonioso. Pero no puedo imaginar sin confusiòn las meditaciones en las que toda la intensidad del amor se concentra en un cuerpo sometido a suplicio. Y el cristianismo me parece la escuela de donde provienen todas las sensaciones gracias a las cuales se ha formado la consciencia que el individuo toma de sì mismo. He recorrido las salas de vuestros museos; vuestro genio me llena de angustia. Una potencia salvaje anima a vuestros mismos dioses, y a su grandeza manchada, como su imagen, de làgrimas y sangre. Los raros rostros pacificados que a mì me hubieran gustado llevan sobre sus pàrpados caìdos el peso de un destino tràgico: lo que os ha hecho escogerlos es el saberlos elegidos de la muerte. "Tenemos tambièn imàgenes de vida, que son una voluptuosa alabanza". Aùn màs que las anteriores, me oprimen. ¿No sentìs vosotros hasta què punto hay que ser de una raza cargada con una pesada corona de potencia y de dolor, para enorgullecerse de haber descubierto un cuerpo de mujer? Una obra concebida como las que vosotros admiràis, una obra que haya de conmover a aquèllos que la disfrutan a travès de su mismo estilo, su mismo encanto o su misma potencia, es una obra menor. Lo que aporta su valor a nuestros màs preciados rollos de seda es el hecho de que puedan hacer nacer en nosotros la infinita diversidad del mundo. Ademàs, las artes tienen en sì mismas poca nobleza. Lo que las eleva es que son elementos de una pureza perfecta en modos infinitamente variados. Esas porcelanas estàn ahì ùnicamente para capturar, una a una, las mil formas de la belleza que recela esta sombrìa habitaciòn llena de silencio. Innumerables, desconocidas, las justas emociones que nos transformaràn vagan a travès del mundo: y nuestras manos reunidas en copa de deseo no las fijarìan tan bien, como estas efìmeras manchas, dispuestas por nuestros cuidados en la sombra... El artista no es aquèl que crea: es aquèl que siente. Sean cuales fueren las cualidades y la calidad de una obra de arte, esa obra serà menor, porque no es màs que una proposiciòn de la belleza. Todas las artes son decorativas. Escojamos los bambùs, en los que los pàjaros multicolores de la imaginaciòn gustan de posarse, y las higueras de la India, que tienen la majestad de los cantos fùnebres; dèmosle al jardinero, hombre digno de consideraciòn, su salario y el debido respeto. Pero reservemos la contemplaciòn para el rìo que los refleja: es el ùnico digno de ello. Cada civilizaciòn modela una sensibilidad. El gran hombre no es ni el pintor ni el escritor; es aquèl que sepa llevarla a su màs elevado perìodo. Refinar en uno mismo la sensibilidad de su raza, avanzar sin cesar, al expresarla, hacia un placer superior, esa es la vida de aquèllos de nosotros a los que vosotros llamarìais maestros. Ya sea la grandeza vuestra, la del hombre en armas, la del dolor, o sea la nuestra, la de la perfecciòn, siempre provendrà de la intensidad de la emociòn que un sentimiento despierta en nosotros. En vuestro caso, es el sentimiento del sacrificio. La admiraciòn proviene de una acciòn. Para nosotros, es simplemente la consciencia de ser segùn su modo màs bello. A travès de las formas artìsticas que antiguamente llamàbais sublimes, expresàbais una acciòn, y no un estado. Ese estado, del que nosotros no conocemos màs que lo que presta a todos los que lo poseen, esa pureza, esa desagregaciòn del alma en el seno de la luz eterna, no lo han buscado jamàs los occidentales, ni tampoco su expresiòn, ni siquiera ayudados por la languidez que en ciertos lugares propone el Mediterràneo. De èl viene la ùnica expresiòn sublime del arte y del hombre: se llama la serenidad. Querrìa, querido amigo, hablarle màs sobre los hombres; pero todavìa no he visto màs que obras. Del mismo al mismo Parìs Querido señor: Veo a los europeos; los escucho; creo que no entienden lo que es la vida. Han inventado el diablo; doy gracias por su imaginaciòn. Pero despuès de que el diablo ha muerto, me parece que son presa de una divinidad del desorden màs alta: el espìritu. El vuestro està hecho de tan singular modo que, de la vida, no concebìs màs que fragmentos. Siempre os dirigìs hacia una meta, para lo que os empleàis enteramente. Querèis vencer. ¿Què es lo que hallàis tras vuestras pobres victorias? Nosotros, los chinos, no queremos concebir nuestra vida màs que en su totalidad. No es que podamos conocer tal cosa. Pero sabemos que ella sobrepasa cada uno de nuestros actos, y que debe sobrepasarlos. Al igual que si encontràramos entre un montòn de viejos bocetos el dibujo de un brazo y, sin conocer nada de aquèlla que sirviò de modelo, sabrìamos que el brazo se prolongaba en una mano, del mismo modo sabemos nosotros y sentimos que detràs de cada acto, cualquiera que sea su importancia, una vida todavìa oculta propone sus ramificaciones sin nùmero. La vida es una sucesiòn de posibilidades, entre las cuales nuestro placer o nuestra secreta tendencia es la de escoger y adornar... A nuestro cerebro, nosotros queremos ùnicamente hacerle espectador de su propio juego, incesante modificaciòn del universo. Sè que esto os parece algo vano. Las sombras chinescas que forma todo lo que un espìritu refinado puede hallar al desnudar al mundo, y lo que el mundo le propone en voz baja, me parecen no obstante el ùnico espectàculo en el que puede interesarse sin vergûenza un hombre civilizado. Ciertamente, por mucho que me esfuerce en ello, yo no puedo tener consciencia de un acto como vosotros la tenèis. Mi sensibilidad se opone a cuanto la limita el espìritu. No verìa yo en ello el deseo de la realidad, sino un vicio de la sensibilidad. ¿Acaso por ser futura, es la continuaciòn de la vida menos real? Y la importancia que vosotros concedèis a ciertos actos que os conmocionan, porque no habèis sabido comprender que se atenùa, ¿no viene acaso de una inteligencia poco atenta, y quizà mal preparada por una religiòn que no para de haceros creer en vuestra existencia particular? Vosotros habèis hecho ofrenda de vuestra vida a la potencia. Os confundìs con vuestras acciones. Vuestro mismo pensamiento... Apenas comprendèis todavìa que para ser no es necesario actuar, y que el mundo os transforma mucho màs de lo que vosotros transformàis al mundo... De toda cosa a la cual nosotros nos atamos, sea acciòn o pensamiento, queremos, segùn las insinuaciones de nuestra sensibilidad, y del momento, poder escoger entre los sucesivos aspectos que el tiempo le irà dando. Es esa posibilidad constante de cambio la que extiende sobre China su realeza incierta y mùltiple; de ella proviene ese sutil estremecimiento que nosotros buscamos. ¡A cuàntos hombres de negocios ha visto usted jugar con uno de sus empleados, perder, y cambiar su puesto con el de su adversario; y despuès, mucho tiempo despuès, jugar de nuevo, ganar y recuperar la direcciòn que habìa abandonado! Y apenas podrìa notar un ligero pesar en su rostro. No podemos otorgarle gravedad a los momentos penosos de una vida desconocida, de la que sentimos sin embargo la realidad, y que quizàs pronto bendecirà la fortuna. Vosotros habèis cargado de angustia el universo. ¡Què tràgico rostro le habèis dado a la muerte! Un cementerio, en una gran ciudad de Europa, despierta en mì sentimientos repugnantes. Evoco los que usted estarà sin duda contemplando ahora, los campos cercados de los muertos, donde algùn pàjaro silencioso domina el recogimiento de las amistosas tumbas... De esta tierra de los muertos toda impregnada de ternura, dos sentimientos solamente surgen para nosotros: el dolor y el temor. En vuestros cuentos populares la muerte es el sìmbolo mismo del pavor. ¡Què lejos estàn de vosotros los bromistas demonios verdes y amarillos, los dragones que se estiran cuando se les acaricia, y todos los monstruos benignos de ese cortejo que sigue, sin perturbar su grandeza, a la muerte asiàtica! Porque esa influencia constante de la muerte que los europeos han creìdo ditinguir en China no es màs que locura e ilusiòn. Las tumbas sin nùmero en las que dejamos reposar a los conejos, sin soñar siquiera con el sacrilegio, fortifican en nosotros un sentimiento que no tiene nada en comùn con vuestro sentimiento de la muerte. Es una ternura grave. Es tambièn la consciencia de no estar limitado a uno mismo, de ser un lugar, màs que un medio de acciòn. Cada uno de nosotros venera a sus muertos y a todos los muertos, como a sìmbolos de una fuerza que nos envuelve y que es uno de los modos de la vida, aunque sòlo conozcamos de ella su existencia. Pero esa existencia, nosotros la experimentamos. Ella nos domina y nos modela sin que nosotros podamos apresarla. Nos vemos penetrados por ella como hombres que somos, como vosotros sois geòmetras, incluso de la divinidad... El tiempo es lo que vosotros le hacèis ser, y nosotros somos lo que el tiempo nos hace. Del mismo al mismo Parìs Querido señor: He seguido sus consejos. Vengo de Roma, donde he pasado un tiempo bastante largo. He experimentado vivamente el encanto de este bello jardìn de anticuario abandonado, al que la ùltima divinidad latina concediò esa armonìa un poco dura que vosotros llamàis estilo. Pero aun cuando allì se escondan algunos de los màs potentes temas de meditaciòn que Europa recela, ¿le confesarè la verdad?: no he hallado allì el alma que poseen tantas ciudades màs solitarias, y dicha ausencia me ha decepcionado hasta la tristeza. Sin embargo, he aprendido poco a poco a conmoverme por ese paisaje en el que los recuerdos clàsicos intentan en vano ordenar un vacìo infinito, en el que los templos se rodean de una corte de columnas rotas y de iglesias miserables repletas de maravillas; pero no he podido aprender a encontrar allì el sentimiento que, para nosotros, aporta todo su valor a los lugares antaño elegidos. He buscado el alma de la vieja Roma bajo los millares de rostros voluptuosos que han legado tres siglos, como un torso antiguo oculto por preciosas telas. Habìa llegado allì convidado por la victoria de altos espìritus sobre sus sueños: no encontraba en principio màs que el placer que el agua fresca y las formas que la distribuyen proporcionan en las calles donde el sol calcina las piedras viejas. Su voz, llena de sombrìa grandeza, se veìa cubierta por el canto de las fuentes. Fuentes de las que los libros me habìan enseñado hace tiempo el encanto, el impulso apasionado de vuestros dioses y de vuestros tritones de bronce, que daba su sentido a la ciudad sagrada, y cada calle escondìa en su sombra la sombra sensual de Bernini... Los pocos lienzos que designan el suelo de Cartago me hubieran quizàs decepcionado menos, y seducido menos tambièn, que esta uniòn de pòrticos y escultores, de columnas floridas y de tiendas, que ese gran espacio en el que las ruinas del Foro se desarrollan sobre un fondo de casas romànticas dominadas por las ilustres catedrales. Del palacio de Adriano a los chamarileros que a la orilla del Tìber custodian tantas bellezas mutiladas, y a las confiterìas cuyos escaparates decorados reflejan los sìmbolos de la Voluntad, todo contribuye a hacer de esta ciudad, a la que habèis pedido vuestras leyes, la imagen misma del desorden. El tiempo ligado a esas piedras se divirtiò juntando su gastada gloria con los lìmites de lo pintoresco del Mediterràneo. Y, a veces, ante ese juego demasiado lùcido de un tiempo occidental y bromista, yo veìa entremezclarse el recuerdo de Roma y el de Alejandrìa, lujo y vulgaridad, ìdolos en el sol de la mañana y violenta chusma blanca en las vastas plazas. Sin embargo, junto a los arcos cubiertos de vegetaciòn casi negra, a las columnas olvidadas en medio de pequeñas plazas sin acera, en las que la gente del pueblo duerme a la sombra, cerca del gran Coliseo desierto, me fue dado escuchar esa llamada del imperio que muchos de vosotros venìs a buscar aquì. Igual que el sol en el ocaso colorea por unos instantes el mar desigual, esa percepciòn reuniò mis pensamientos dispersos. "¿Para què, pensaba yo, exaltarse ante la potencia, si uno no es el emperador? Un imperio es una cosa bella, pero tambièn lo es su caìda. Esta ciudad aprende a servir para dominar.¡Lecciòn de soldados groseros! Hay, en la aceptaciòn por toda una raza del ideal que reina allì, algo bajo y vulgar. Que los hombres se encorven hasta ese punto me irrita... Es la fuerza la que debe de servir, y a un señor màs alto que a su alegorìa ordenada. Por mucha debilidad que yo adivine en el resplandor de Timur o de Alejandro,-esos otros bàrbaros-, lo prefiero a las sombras imperiales que, una detràs de otra, traen a este esplendente rìo el homenaje de su coraje doblegado. Si yo me rebajara hasta el orden, querrìa que el orden fuese hecho para mì, y no yo para el orden..." Regresaba, con la triste sonrisa que estos pensamientos despertaban en mì, por las estrechas calles en que los vendedores de sandìas desplegaban sus tenderetes, imaginàndome esta amarga virtud de la fuerza que hace desaparecer para vosotros el alma romana entera en el estallido de su potencia de un siglo, y reconstituir perspectivas sobre torpes yuxtapòsiciones. "Comprendo bien, seguìa yo pensando, lo que dicen esos fragmentos: aquèl que se sacrifica participa de la grandeza de la causa a la cual se ha sacrificado. Pero, a esta causa, no le veo yo màs grandeza que la que le debe ella al sacrificio. Es una causa sin inteligencia. Los hombres que ella dirige estàn dedicados, tanto si la dan como si la reciben, a la muerte. ¿Es la barbarie menos bàrbara por ser poderosa?" Y aquellas ruinas no imponìan a mi pensamiento màs que su nobleza impura y desordenada. ¡Oh llanuras estèriles de Samarcanda, donde la presencia de un nombre, y dos minaretes negros erguidos contra un cielo puro, crea el màs elevado sentimiento tràgico! ¡Ay! Hubiera querido encontrar allì la fuerza que mi raza necesita tan dolorosamente, y, ante su màs bella imagen, no he podido ocultar mi disgusto... Del mismo al mismo Parìs Querido señor: Voy a hablarle otra vez de Roma. Roma y Atenas viven en mì desde que me marchè de ellas, pues al pronunciar otras palabras que aquèllas que yo fui a oìr de esas ciudades, me obligan a prestarles una nueva atenciòn. Eso es lo que yo observo en Europa, màs que mis recuerdos, lo que da vida a su imagen. No le he hablado de Atenas, porque allì no he encontrado màs que incertidumbre. Lo que querìa llevarme se precisaba en mì; yo esperaba. En la ciudad nueva, el encanto de los leves pimenteros atemperaba apenas el desagrado que me producìan los monumentos modernos. La ciudad antigua, de la que yo esperaba la revelaciòn de una nueva pureza persa, y que me mostrò el sìmbolo de un pueblo laureado, izado sobre los muros de una fortaleza, me desconcertò; pero, probablemente, no hay una idea entre todas las que he adquirido en el curso de este viaje que, a travès de oscuros lazos, no se haya asociado con esas columnas rotas y con ese duro horizonte, y que no me haya recordado el pequeño museo de la Acròpolis, ìntimo y silencioso, donde un viejo militar griego me mostrò las pocas piedras que son el mejor sìmbolo que conozco hoy de Occidente. El las amaba. Las acariciaba como un coleccionista modesto. Pero èl preferìa el olivo de la diosa, del que me ofreciò un ramito por una justa retribuciòn. Ya que no hay belleza eterna, sin duda sombras màs altas dominaràn pronto el cortejo de aquèllas, que fue puro y se volviò encantador. Pero todavìa es justo que los màs grandes espìritus de vuestra raza vengan a buscar aquì una imagen nìtida de lo que son. La venida de almas lùcidas y bellas, àvidas de conocerse bien, ¿què homenaje màs magnìfico podrìa ofrecerse a los muertos? Sin embargo esta armonìa es pobre, y esta pureza es sòlo humana. Hace unos instantes, cuando evocaba el humilde museo, entre las formas que he visto a lo largo del mundo, una cabeza de joven con los ojos abiertos se imponìa en mì como una alegorìa del genio griego, con su insinuaciòn profunda: medir todas las cosas con la duraciòn y la intensidad de una vida humana. Bajo ese rostro desconocido, ¿no habèis grabado vosotros el nombre de Edipo? Su historia es el combate contra la esfinge de todas vuestras facultades. El monstruo, dragòn, esfinge, toro alado, es uno de los espejos de Oriente; pero tambièn lo es de esa parte del alma que Grecia intentò reducir, la que reaparece, a travès de los siglos, cada vez que los hombres le piden a la vida màs de lo que el pensamiento puede darles. Muerto en Tebas, renace en Egipto, en Sogdian, y en las fronteras de la India, donde vence a su vez a ese Edipo doloroso que es Alejandro... Una sola vida. Para mì, asiàtico, todo el genio griego reside en esa idea, y en la sensibilidad que depende de ella. Hay ahì un acto de fe. El griego cree al hombre diferente del mundo, como el cristiano cree que el hombre està ligado a Dios, como nosotros creemos que el hombre està ligado al mundo. Todo se ordena con relaciòn a èl. La marca particular de sus dioses, aquèllo que los domina, no es ni mucho menos que sean dioses humanos, sino que son dioses personales. La importancia del hombre, la perfecciòn de que es susceptible, nosotros la conocemos igual que el griego. Pero nosotros concebìamos el mundo en su conjunto, y èramos sensibles a las fuerzas que lo componen tanto como a los movimientos humanos; la idea del gènero humano dominaba ya a la del hombre en nuestro espìritu. Los griegos concibieron al hombre como un hombre, un ser que nace y muere. El curso de la vida, que para nuestro pensamiento y nuestra sensibilidad, no tiene mayor importancia que la que las divisiònes de la juventud, madurez, y vejez tienen para los vuestros, se convierte para ellos en el elemento principal del universo. A la consciencia, yo dirìa casi a la sensaciòn de ser un fragmento del mundo, que precede ineluctablemente a la nociòn totalmente abstracta del hombre, ellos la sustituyeron por la consciencia de ser un ser vivo, total, distinto, sobre una tierra propicia, donde las ùnicas imàgenes apasionadas eran las de los hombres y las del mar. Y es una sensibilidad particular, màs que un pensamiento, lo que procedente de esos paisajes casi desnudos, doblega a todos los vuestros. Occidente nace allì, con el duro rostro de Minerva, con sus armas, y tambièn con los estigmas de su demencia futura. El ardor que sube en nosotros se prepara, decìs, a perdernos. Ese que os quema, crea. "Es sabio dejar reposar en paz, insinùan los magos de mi paìs, a los dragones que duermen bajo la tierra..." Tras la muerte de la Esfinge, Edipo se ataca a sì mismo. Roma, cuando uno ha hallado los signos helènicos, no es ya una tumba imperial, sino el lugar ùnico donde la màs vasta piedad se reduce lentamente a la fuerza. Ya se exalte o se observe a sì mismo el individuo, las siete colinas le enseñaràn a inclinarse. ¿Acaso se puede entender mejor vuestra civilizaciòn y su ritmo, que escuchando el diàlogo de la voz àvida y de la voz altiva que se levantan de esas dos tierras llenas de màrmoles rotos? Me gustaba encontrar, en la ciudad de los lictores, cuyo genio se ejercitaba por completo en fijar al hacha dominadora el tallo de un haz de leña, tantas iglesias cuyas columnas interiores provienen de los templos antiguos. Allì escuchaba dos voces cristianas: una cantaba la gloria de Dios, la otra le interrogaba sordamente. Y èsta no buscaba ya darle al hombre consciencia de todas las fuerzas que le afirman separàndole del mundo, -de la potencia a la voluptuosidad-; a sus dudas, a sus pesares, al combate interior que constituye su vida, esa voz les daba una importancia e intensidad supremas: ella los asociaba a Dios. El oriental irresponsable se esfuerza por elevarse màs allà de un conflicto del que no es protagonista. El cristiano no puede de ningùn modo apartarse de ello; Dios y èl estàn para siempre unidos el uno al otro, y el mundo no es nada màs que el vano decorado de su conflicto. Al tormento intelectual de los griegos, a la inquietud pura que ellos hallaron intentando darle a la vida un sentido humano, se juntan vuestra angustia y vuestros gestos de ciego; Dios se revela a vosotros a travès de las emociones violentas y es ordenando esas emociones como vosotros tendèis hacia èl. Tierno... Dios, para vosotros, es estado; para nosotros, ritmo. Del mismo al mismo En importancia respuesta a una carta sin Parìs Querido señor: No, no es ùnicamente a las pasiones feroces, es a todas las pasiones, a las que dan vida nuestras creencias populares. Esas formas confusas que se levantan al anochecer en los arrozales, o se esconden detràs de los peces de porcelana que adornan el tejado de nuestras pagodas; èsas que os acompañan como perros fieles y malos, a lo largo de los caminos empapados, son pasiones. Nacidas de vosotros, se marchan de vuestro lado y van a reunirse, a travès del mundo, con sus hermanas innumerables y diferentes. ¡Cuàntos de esos genios susurran juntos bajo la tierra en otoño, para hacer el ruido que sale de los bosques brumosos, mientras las pesadas gotas de agua caen una a una de los mangos cargados de lluvia!... No puedo sorprenderme de la debilidad de vuestra raza ante las pasiones. Su manera de concebir y de experimentar el tiempo, la idea que se hacen de sì mismos, todo les empuja a ello. El amor me interesa màs que ninguna otra. A mì me gustaba investigar lo que puede llegar a ser un hombre. Todavìa me gusta màs hacerlo hoy; porque la antipatìa que experimento por Europa no siempre me defiende de ella, y siento curiosidad yo tambièn por trazar mi imagen, aunque habrìa de rechazarla. ¿Còmo me hallarìa yo, si no es miràndoos a vosotros? Y os miro perderos un poco en el amor, y lamento no poder seguiros; para perderse, hay que creer en uno mismo. Me parece que vosotros dais una importancia excesiva a lo que un acuerdo casi general llama realidad. El mundo creado a travès de ese acuerdo, y al que os acomodàis, porque renegar de èl exigirìa a quien lo intentara un gran coraje, pesa gravemente sobre vosotros. La pasiòn, en vuestro orden social, aparece como una oportuna fisura. Cualquiera que sea nuestra raza, nosotros sabemos que vivimos en mundos preparados, pero una especie de alegrìa salvaje nos invade a unos y a otros, cuando la llamada de nuestras necesidades profundas nos muestra lo que tienen esos mundos de arbitrario. El hombre apasionado està en desacuerdo con el mundo que ha concebido, como con el que soporta, y el hecho de que haya previsto la pasiòn, no podrìa cambiar nada. El hombre que quiere amar quiere escaparse, y eso es poco; pero el hombre o la mujer que quieren ser amados, que quieren hacer perder a otro ser su sumisiòn a ese acuerdo, en su favor, me parecen obedecer a una necesidad tan poderosa que encuentro en ella esta convicciòn: en el centro del hombre europeo, dominando los mayores movimientos de su vida, hay un absurdo esencial. ¿No piensa usted lo mismo? He dejado de escribir durante un tiempo. Esta cuestiòn me obsesiona. ¿De què querèis apoderaros en lo que llamàis el alma de las mujeres? Cuando eran cristianas, ellas sacrificaban su religiòn; despuès sacrificaron su juicio. Tales conflictos son hoy en dìa màs dolorosos, porque es imposible sacrificarles la sensibilidad; tambièn parece que se debilitan en Europa... Creo que las pasiones que vosotros experimentàis no organizan el mundo en beneficio de su objeto, sino que os desagregan a vosotros. Ellas no actùan sobre los "valores", sino sobre la intensidad de la existencia de las cosas. La ordenaciòn es sòlo del reino del espìritu, y ahì està sin duda vuestro drama. No hay ninguna pasiòn vuestra que tanto como el amor acaricie a la bestia para despertarla despuès. Cuando me esfuerzo en separar vuestro tormento del de la conquista, me parece asistir a veces a una bùsqueda de la unidad llena de sufrimiento. No olvido que vuestra religiòn os ha enseñado a buscar el mundo fundàndoos sobre la conciencia exaltada de su desorden fundamental... Todo esto no son màs, ¡ay!, que pesquisas. He recordado algunas diferencias de China, sin gran adelanto. He aquì esas protecciones, con algunas consideraciones: La mujer es un objeto lo bastante digno de interès, susceptible, como la obra de arte, de belleza, y destinada a la consecuciòn de ciertos deberes. Que sea fecunda y fiel, si tiene que ser esposa; bella, si tiene que ser concubina; experta, si tiene que ser cortesana. Lasciva, eso ya no es nada deseable; basta con que sea hàbil en servir a su marido o en dispensar a su amante divertimentos agradablemente variados. La idea que tenemos de ella, nos impide conferirle una personalidad particular: ¿còmo podrìa un muchacho amar a una jovencita a quien no ha visto jamàs, y con la que sus padres le han prometido a los diez años? Nuestros escritores han representado siempre la pasiòn que una mujer puede inspirar a un hombre, fuera del matrimonio, porque es la consecuencia de una operaciòn màgica. Tanto si el que la sufre la acepta, como si lucha contra ella, siempre serà pasiva. Como una enfermedad mortal, es constante y sin esperanza. Ni la posesiòn, ni incluso la certeza de la reciprocidad la debilitan; no està en manos de los hombres cerrar al costado de los destinos las heridas eternas... Los papeles de concubina y de cortesana exigen a veces inteligencia, siempre destreza y atenciòn; pero toda marca individual serìa vista como una tara. Las lujosas casas de citas que vemos en Occidente nos asombran siempre: hay pocos lugares donde lo que Europa conserva de la barbarie se nos haga sensible hasta ese punto: entre todas las ideas de un hombre, ¿cuàl puede desvelar mejor su sensibilidad secreta que la idea que èl se hace del placer? No ignoro que serìa ridìculo juzgar a Europa por estas cosas; sin embargo... ¡Mostrar interès por las mujeres, y desearlas solamente porque son bellas, què muestra de groserìa! En China no hay una sola cortesana de cierta calidad que no sea culta y capaz de adornar los placeres que dispensa al hombre con los que ella debe al espìritu. Leer es siempre leer; pero hay buenos y malos libros, hay adornos bonitos y adornos mediocres. Es preciso que una cortesana sea culta para que sus favores tengan valor, e ingeniosa, para que lo conserven. Y no hay nada que tenga menos caràcter individual que esa cultura y ese ingenio, similares a las cualidades de un trabajador del arte. Las virtudes que nosotros pedimos a las mujeres son las mismas que nos agradan en un hombre; y las cortesanas màs apreciadas han debido casi siempre prosternarse ante los muchachos preparados con doce o quince años de estudios... Es evidente que una mujer os impresiona por lo que tiene de ùnica. ¿Còmo podèis buscar lo que os predispone a amar a tal mujer, y no a tal otra? No es la belleza: las mujeres feas son amadas. (La belleza de una mujer, por otro lado, puede ser motivo de orgullo, pero no serà jamàs promesa de placer sentimental). La ùnica cosa que supone una promesa real es la expresiòn del rostro, de la voz y del cuerpo. Esas cosas justifican todas las seducciones inmediatas, incluso aquellas cuyos efectos poco a poco van borràndose, porque el alma conocida no permite ya al rostro hablar sòlo de promesas olvidadas. Ella alcanza al hombre proponièndole sentimientos de los que tiene necesidad o deseo; de la sensualidad al sufrimiento, los hay que nos conmueven casi a todos; otros no corresponden màs que a raras y secretas debilidades, y su acciòn es ahì màs profunda. Las muchachas y jòvenes de China no intentan distinguirse por una expresiòn particular. La disposiciòn de su cabello, su maquillaje, la pequeñez de sus ojos, contribuyen a ello, y, màs quizà que su rostro, el vacìo de su existencia. Sòlo las cortesanas de un rango elevado, y, en Japòn, las geishas, constituyen a veces una excepciòn. Tambièn son ellas las heroìnas de nuestros cuentos sentimentales. Desde que se admite a las mujeres en la universidad y desde que ellas no aceptan ya las tradiciones, los estudiantes manifiestan un interès extremo por ese sentimiento que vosotros llamàis amor. Os ven con làstima confundirlo con su consecuciòn de los placeres sexuales, sobre los cuales vuestros discursos les parecen llenos de ignorancia e infantilismo. Es porque ignoran los efectos preciosos que vosotros habèis sabido sacar de la imaginaciòn. Los jòvenes chinos que leen vuestros libros se sorprenden, en primer lugar, por la pretensiòn que en ellos mostràis de comprender los sentimientos de las mujeres. Ademàs de que un esfuerzo tal serìa, a su juicio, digno de desprecio, necesariamente se verìa abocado al fracaso. El hombre y la mujer pertenecen a especies diferentes. ¿Què pensarìais vosotros de un autor que viniera a exponeros los sentimientos de un pàjaro? Que lo que os propone es una deformaciòn de los suyos propios. Eso es lo que nosotros pensamos del escritor que nos habla de los de las mujeres. De este intento, sin embargo, proviene la fuerza de la mujer europea. Parece que vosotros le cojàis la mano para ponerla sobre vuestro hombro: ella os interesa porque os apresa, pero sois vosotros los que os esforzàis en permitir que ella llegue hasta vosotros. En la medida en que querèis comprenderla os identificàis con ella. Recuerdo unas palabras de su amigo G.E.. El regresaba de Siria. Estàbamos hablando de las mujeres porque, desde hacìa algunos dìas, yo venìa pensando con insistencia en ellas. "Me sorprendieron,-me decìa èl-, las sensaciones que despertaban en mì en los primeros enclaves musulmanes que visitaba. Cubiertas por el velo, yo las veìa caminar a pasitos por la calle, seguidas de los sirvientes; sus sombras avanzaban lentamente por las altas calles donde hendìa el cielo una lìnea inclinada de almenas rojas. La curiosidad me empujaba a analizar la confusiòn sexual que causaba en mì el cuidado que ellas ponen en velar su rostro. Creo que experimentè, atenuadas, las sensaciones que imaginaba en cada una de ellas. Pero esas sensaciones, experimentadas por mì, se modificaban: no eran las suyas, sino las de una mujer que conociese las sensaciones de los hombres, las de un hombre repentinamente transformado en mujer..." Reencuentro sin cesar esta diferencia entre el objeto y la forma que toma vuestra sensibilidad plegada a èl, dibujando las formas del mundo y escapando al pensamiento. El amor occidental saca su fuerza y su complejidad de la necesidad que tenèis de asimilaros, voluntariamente o no, a la mujer que amàis, ligada a la uniòn que implica el amor en ella de una tierna simpatìa y del placer eròtico. No se puede tomar sin lucha por còmplice a un ideal. Espero su respuesta con una gran curiosidad, y es làstima que no exista, en la lengua francesa, una palabra que exprese esta idea sin hacerla un poco mezquina. A.D. a Ling Mi querido amigo: La importancia excesiva que se nos ha llevado a dar a "nuestra" realidad no es, sin duda, màs que uno de los medios de que se sirve el espìritu para asegurar su defensa. Porque las afirmaciones de este orden nos sostienen màs de cuanto pudieran explicarnos. Los hombres, que desde varios millares de años buscan sus lìmites y su imagen, nunca han quedado satisfechos màs que con la destrucciòn de su bùsqueda. Se han encontrado en el mundo, y en Dios. Los que usted acaba de observar se buscan en sì mismos. Tenga ciudado con sus palabras. Al aceptar la nociòn de inconsciente, y al otorgarle un interès extremo, Europa se ha privado de sus mejores armas. El absurdo, el bello absurdo ligado a nosotros como la serpiente al àrbol del Bien y del Mal, no està jamàs oculto de ningùn modo, y le vemos preparar sus juegos màs seductores con el fiel concurso de nuestra voluntad. Si nosotros juzgamos comùnmente al otro ùnicamente por sus actos, no lo hacemos por nosotros mismos; el universo real, sometido al control y a los nùmeros, no es màs que aquèl en que se mueven los otros hombres. El ensueño encanta el nuestro con su collar de victorias. Algunos instantes de hastìo y soledad bastan para que reencontremos en nosotros mismos el recuerdo debilitado de las armas resplandecientes: la gloria suprema de los dramas de la historia y del arte, es representarse todos los dìas al fondo de innumerables consciencias oscuras. Porque ahì està el alma occidental: el movimiento en el sueño...Esos juegos, cuyo absurdo parecerìa terrible si no fuera comùn, dejan en nosotros trazas casi tan fuertes como recuerdos. El espìritu da la idea de una naciòn; pero lo que crea su fuerza sentimental es la comunidad de sueños. Somos hermanos de aquellos cuya infancia se desenvolviò siguiendo el ritmo de las epopeyas y las leyendas que dominaron la nuestra. Todos hemos sentido el frescor y la bruma de la mañana de Austerlitz, y la emociòn de ese largo anochecer doloroso, en que se trajeron por primera vez panes de helecho a un Versalles cargado de silencio. ¡Cuàntas imàgenes necesitan los hombres blancos para darles un alma nacional! La lectura, los espectàculos, entre las gentes sin cultura, son fuentes de vidas imaginarias. Nada es màs desinteresado que el deseo de conocer. Occidente, que ignora el opio, conoce la prensa. Esa lucha de ambiciones victoriosas o vencidas por un dìa que es un periòdico, ¡què mundo no agita tras las pupilas de una mirada ausente! He ahì lo que hace de las existencias de los hombres de nuestra raza existencias amuralladas. Nada resuena en ellas con el sonido que prevemos. Imagìnese, amigo mìo, que entre nosotros no queda hombre alguno que no haya conquistado Europa. Què posibilidades de desprecio... ¿Le gusta a usted lo burlesco? Vaya al cinematògrafo. Su acciòn rodeada de silencio y su ritmo ràpido son particularmente adecuados para afectar a nuestra imaginaciòn. Mire a la gente que sale cuando termina el espectàculo: en sus gestos hallarà los de los personajes que acaban de admirar. !Cuàn heroicamente cruzan las avenidas¡ En el espìritu de los europeos se esconden, querido amigo, discos vìrgenes de fonògrafo. Ciertos movimientos que afectan vivamente a nuestra sensibilidad se graban en ellos. Ya sea nuestro deseo o nuestro ocio el que le incite, el animal empezarà su melodìa heroico-còmica. Nuestra cultura la embellecerà ligeramente, y nos proporcionarà quizàs el agrado de vernos hechizados por los fantasmas de amantes escogidas... Espectàculo singular: una demencia que se contempla. La fiebre de potencia con la que se adornan las grandes individualidades nos impresiona màs que sus actos -que no son màs que una preparaciòn para alcanzar su actitud- y los separa de ellos cuando una inoportuna intervenciòn de la vida real los pone en contradicciòn con ella. ¡Què importa Santa Elena, y que Julien Sorel muera en el patìbulo! El joven francès que en una hora de desocupaciòn ha hecho a Napoleòn, imita los gestos del emperador que le ha conmovido, pero el emperador es èl. Le dirigen esquemas de vidas cèlebres, que curvan durante un instante su imaginaciòn dòcil, y èsta repentinamente los domina a su vez. Por momentos, en esta locura, se sostiene una lucidez perfecta: el general imaginario prepara planes lògicos y supera las dificultades supuestas con la ayuda de mètodos precisos. Las novelas occidentales le enseñaràn muy bien, por otro lado, lo que es un sueño que exige a la inteligencia los medios para hacer admitir su locura. Nosotros no dibujamos una imagen ilusoria de nosotros mismos, sino inumerables imàgenes, algunas de las cuales son apenas esbozos, que el espìritu rechaza con molestia incluso aunque haya colaborado en su trazado. Todos los libros, todas las conversaciones hacen surgir alguna de ellas; renovadas por cada nueva pasiòn, cambian con nuestros placeres màs recientes y con nuestras ùltimas penas. Son sin embargo lo bastante poderosas como para dejar en nosotros recuerdos secretos, que se engrandecen hasta conformar uno de los elementos màs importantes de nuestra vida: la consciencia que tenemos de nosotros mismos, tan velada, tan opuesta a toda razòn, que el esfuerzo mismo del espìritu para acceder a ella la hace desaparecer. Nada definido, ni que nos permita definirnos; una especie de potencia latente... Como si sòlo la ocasiòn hubiera faltado para que llevàramos a cabo en el mundo real los gestos de nuestros sueños, guardamos la impresiòn confusa, no de haberlos llevado a cabo, sino de haber sido capaces de ello. Sentimos esa potencia en nosotros como el atleta que sin imaginar la fuerza que tiene, la conoce. Actores miserables que no quieren abandonar sus papeles gloriosos, somos para nosotros mismos seres en quienes duerme, mezclado, el cortejo ingenuo de las posibilidades de nuestras acciones y de nuestros sueños. Para esta conciencia, alimentada con las promesas o las esperanzas de una vida humana, por todas las riquezas del delirio, ser no puede rebajarse a tener un ser. Ella escapa a toda discusiòn. Si jamàs ha sido contemplada, es porque las meditaciones que en Occidente han tenido por objeto al yo, se han asociado sobre todo a su permanencia. Todas admiten implìcitamente que es, en el instante, distinto del mundo. Los chinos con los que he hablado no aceptan en absoluto esta oposiciòn; y debo reconocer que a mì no me resulta clara. Por mucha fuerza que quiera poner en tomar consciencia de mì mismo, me siento sometido a una serie desordenada de sensaciones sobre las cuales no tengo ascendente alguno, y que no dependen màs que de mi imaginaciòn y de las reacciones que ella despierta. Porque el sueño, que todavìa es acciòn, està sostenido por una imaginaciòn pasiva que consiste en sustituciones involuntarias. Todo el juego eròtico reside ahì: ser uno mismo y el otro; experimentar las sensaciones propias e imaginar las del partenaire. Desde el sadismo y el masoquismo a los sentimientos que dependen de un espectàculo, los hombres se ven sometidos a este desdoblamiento, ùltimo rostro de las viejas fuerzas de fatalidad. Extraña facultad, suponer sensaciones y asì experimentarlas; aùn màs extraña, sostener un juego tal. Porque el espìritu se reencuentra aquì: si, penetrados por esas sensaciones, reaccionamos, es orientados por èl; como los descubrimientos, los errores son de su dominio, fuera del cual desaparecen las formas; y de su dominio es nuestra defensa comùn, la idea del yo, sugestiòn de probabilidades. Esta defensa contra la incesante solicitud del mundo es la señal misma del genio europeo, ya se exprese bajo la màscara helènica o la màscara cristiana. Cuando un teòlogo catòlico llama al demonio "Prìncipe del Mundo", creo escuchar la voz de las estatuas antiguas emanando del negro bronce. ¡ Què señal, como de una tribu, de nuestras tierras orgullosas, esa voz alterna de exaltaciòn y de desesperaciòn, que grita su fe en los lìmites del hombre, en su necesidad, como su razòn de ser! Señal tambièn de una raza sometida a la prueba del gesto, y prometida, por ello, al destino màs sangrante. Ling a A.D. Parìs Querido señor: Nada podrìa aclarar tanto la diferencia que separa nuestras sensibilidades como nuestros ensueños. Si nosotros soñamos, es apenas para pedir a nuestros sueños la sabidurìa que la vida nos niega. La sabidurìa y no la gloria. "El movimiento en el sueño", escribìa usted. Yo le respondo: la calma en el sueño. Porque el chino que sueña se convierte en un sabio. Su ensoñaciòn no està para nada poblada de imàgenes. No ve ni ciudades conquistadas, ni gloria, ni poder, sino la posibilidad de apreciarlo todo con perfecciòn, de no atarse a lo efìmero, y si su alma es un poco vulgar, cierta consideraciòn. Nada le inclina a la acciòn. Incluso en sueños... El es. Sentir que es respetado, no es en absoluto imaginar que entra en una sala donde todos doblan el espinazo. Es saber que a las cosas que le son particulares se añade el respeto que èl inspira. Por singular que ello pueda parecerle, el chino imagina, si puede decirse asì, sin imàgenes. Es eso lo que le hace unirse a la cualidad y no al personaje, a la sabidurìa y no al emperador. Es por ello por lo que la idea del mundo, del mundo que èl no podrìa imaginar, corresponde para èl a una realidad. Hace ya mucho tiempo que vosotros os esforzàis en convenceros de vuestra existencia. Cuidadosamente etiquetàis, clasificàis, limitàis los personajes que se os aparecen, y el vuestro mismo. Provistos de ligeros quevedos, vais buscando, miopes y atentos, las diferencias. Ese cuidado que los pintores de vuestro siglo XVI ponìan en cernir sus figuras, que a mì tanto me gustan, lo tenèis vosotros con vuestro espìritu. A veces, a solas, hojeando uno de esos libros a los que conferìs algo de valor, olvidando con el sol poniente una angustia hoy familiar, hallo una exquisita diversiòn en vuestra persecuciòn del individuo y en vuestros esfuerzos por retener una presa tan preciada. Pues, si os encontràis a vosotros mismos, es al modo de esos magos que, tras conjurar a los demonios, ven invadir su habitaciòn a inumerables rostros cornudos y despuès se despiertan, muy tarde, bajo una pila de libros. Les duele enormemente la cabeza. No es que los libros les hayan hecho mal; pero recuerdan que los diablos disputaban y se pegaban porque todos ellos querìan ser el ùnico de verdad; lo cual pone en nuevas dificultades a los ingeniosos brujos. Desde siempre, nosotros nos hemos aplicado a no ser ni seducidos ni detenidos por esta ilusiòn de nosotros mismos. Le veo, amigo, pensar en el Budismo, porque Occidente le da a esta actitud una importancia inexplicable. No es necesario llegar a èl. Los maestros del budismo han alcanzado algunas veces una pureza llena de matices y de inteligencia, por la que tengo màs respeto que por la vuestra, en la que siento demasiado ardor càndido. Pero caen ellos en los mismos yerros que vosotros. Buscarse o huirse es igualmente insensato. Quien se deje dirigir por el espìritu no vivirà màs que para èl y por èl. No hay màs nefasto ornato. Nosotros queremos no tomar consciencia de nosotros mismos como individuos. La acciòn de nuestro espìritu es experimentar lùcidamente nuestra cualidad fragmentaria, y sacar de esta sensaciòn la del universo, no como vuestros sabios reconstruyen a los animales fòsiles con algunos huesos, sino màs bien como vemos surgir, al leer un nombre en una tarjeta, paisajes desconocidos atravesados por lianas gigantes; porque la suprema belleza de una civilizaciòn refinada, es una atenta incultura del yo. Esta nociòn del mundo que no encontràis en vosotros, la reemplazàis por construcciones. Vosotros querèis un mundo coherente. Lo creàis, y sacàis de èl una sensibilidad particular, delimitada con delicadeza extrema. ¿Quièn dirìa lo que debe ella a vuestro espìritu? La nuestra nos rebasa por todas partes. La actitud que distingue esencialmente a algunos de nuestros sabios de los de los otros pueblos, no necesita ni ètica ni estètica. Pues su sensibilidad, que no tiende màs que hacia su perfecciòn propia, implica una estètica sin posibilidad de conflictos. En cuanto a la moral, es vano querer sustraerla a las bellas artes. Es verdad que ciertos occidentales se han divertido, en los libros, reduciendo nuestro pensamiento al suyo. Pero los que han intentado verdaderamente conocerlo, aquellos que, desdeñando los sìmbolos hacia los que se esfuerza el vuestro, han venido hacia nosotros, èsos han comprendido ràpidamente que un cerebro puede servir a fines bastante diferentes, y que la conquista del mundo es màs deseable que la de su orden. Han olvidado, poco a poco, los consejos de las colinas toscanas y de los jardines franceses... Yo he paseado tambièn por vuestros jardines incomparables donde las estatuas mezclan, al declive del sol, sus grandes sombras reales o divinas. Sus manos abiertas os parecen entonces elevar una pesada ofrenda de recuerdos y de gloria. Vuestro corazòn quiere discernir en la uniòn de esas sombras que lentamente se alargan una ley largo tiempo esperada. ¡Ah! ¿què queja serà digna de una raza que, para reencontrar su màs alto pensamiento, no sabe ya implorar màs que a sus muertos infieles? A pesar de su potencia precisa, el atardecer europeo es lamentable y vacìo, vacìo como el alma de un conquistador. Entre los gestos màs tràgicos y màs vanos de los hombres, ninguno, jamàs, me ha parecido màs tràgico y màs vano que aquèl con el cual vosotros interrogàis a todas vuestras sombras ilustres, raza dedicada a la potencia, raza desesperada... Cuànto os necesito, delicias del cuerpo vencido en la noche abrumadora, pensamiento inhumano màs allà del inmenso fulgor del mundo, Asia... Del mismo al mismo Parìs Querido señor: Hay en nosotros un sentido del que vosotros no podèis adivinar siquiera la existencia: el de las vidas extranjeras, las vidas esencialmente diferentes a las nuestras. Este sentido impregna nuestro arte popular y nuestras artes plàsticas hasta tal punto, que es imposible conocerlas a fondo si no se apoya uno en èl. El cuidado que ponen nuestros pintores al observar lo que quieren pintar, no puede explicar las formas que han captado; porque nosotros reencontramos en las imàgenes alegòricas de la gacela y del caballo, por ejemplo, el mismo sentimiento que nos afecta en las pinturas donde esos animales, representados en movimiento, parecen experimentar agrado ante una ingeniosa observaciòn. Los animales y los objetos que vosotros representàis se preparan generalmente para inspirar fàbulas. Ello me entristece. Eso proviene tambièn de la extraña enfermedad que ha causado en vosotros el desarrollo del espìritu, de la que ya le he hablado. Vosotros habèis investigado, sin sonreìros, las cualidades y defectos de los animales; habèis admirado los buenos sentimientos del perro, denunciado la hipocresìa del gato. Antiguamente en Europa se dio el caso de que los tribunales condenaran a animales. Aquella costumbre era buena, y no sabrìa decirle cuànto lamento que la hayan suprimido. Para mì hay ahì un sìmbolo; yo admiro en ella, una vez màs, el sentido del orden que os distingue entre las razas; en ùltimo lugar, hallarìa yo ahì una agradable recreaciòn. Usted conoce el cuento de la Calavera. Cuando su autor nos muestra al cràneo humano, olvidado en la cuneta, persiguiendo al que al pasar le ha humillado, hace lo mismo que harìa un narrador occidental. Pero cuando nos hace ver, en el gran claro de luna helado, a aquella bola que rueda, salta, vuelve a caer y rebota, y que no deja de hostigar al que pasa asombrado, sentimos que el autor supone esa cabeza dotada de una vida particular, sumisa a su forma, extranjera a las cosas humanas. Ahì empiezan los dominios de lo fantàstico. La vida que ha penetrado en nuestros rostros os ha hecho creer que nuestro arte gustarìa de fijar lo individual. Por el contrario, esa vida viene del abandono de los caracteres individuales. La nociòn de especie, para vosotros, es totalmente abstracta; os permite clasificar; es un medio de conocimiento. En nosotros està ligada a la sensibilidad. Solamente las artes de Asia han creado caricaturas de los animales... Cuando comparo vuestro arte con el nuestro, vuestras sensaciones me parecen dispersas, y las nuestras ordenadas casi como lo estàn vuestras ideas. ¿Te puedes hacer una idea, cristiano, de lo que es un hombre cuya sensibilidad està en orden? Cuando yo digo: el gato, lo que domina mi espìritu no es la imagen de un gato; son ciertos movimientos flexibles y silenciosos especiales del gato. Vosotros distinguìs una especie de las otras por su lìnea. Tal distinciòn no se sustenta màs que sobre la muerte. (Dicen que vuestros pintores en la antigûedad estudiaban, dibujando cadàveres, las proporciones del cuerpo humano). La nociòn de especie, es la de aquèllo que unifica las formas que toma la vida en los individuos que forman parte de ella: la necesidad de movimientos particulares. Por eso no puede, y aun menos que el estilo, ser figurada; pero el estilo puede conseguirse, y la especie puede sugerirse. Esa sugestiòn es el medio màs grande del arte; su expresiòn es el sìmbolo de la especie viviente, como la lìnea lo es de la especie muerta. Comprender el mundo de las existencias sucesivas es en primer lugar comprenderla; y es a travès de ella como la diversiòn del artista descubre el mundo. Marca profundamente la oposiciòn de vuestra conquista y de la nuestra: desde las analogìas evidentes, vosotros vais buscando las màs ocultas, y nosotros buscamos las diferencias inconciliables. He contemplado durante toda la tarde los cuadros del Louvre. ¡Cuànto prefiero lo que enseñan las ventanas, a esta torpe disposiciòn! Esa primavera suave que pasa por Parìs me encanta. Las orillas del Sena parecen litografìas de vuestros pintores romànticos: son gloriosas, encantadoras y burguesas a la vez; los palacios estàn rodeados de vendedores de pàjaros. Vuestros museos no me proporcionan placer alguno. Allì estàn encerrados los maestros; discuten. Ese no es su papel, ni el nuestro el de oìrlos. Y siempre me decepcionan los lugares donde vosotros preferìs la satisfacciòn de juzgar, a la màs fina alegrìa de comprender. El museo enseña, ¡ay!, lo que esperan de la belleza los "extranjeros". Incita a comparar, y lleva a sentir, sobre todo, la diferencia que aporta una obra nueva. Domina la sensibilidad que se le propone, y preveo, no sin amargura, que la de mis hijos se verà sometida a sus azares. Las emociones, los acercamientos inesperados de los colores, los sueños estèticos que mis abuelos sacaron de nuestras pinturas iràn a reunirse en la muerte con los sueños que los juguetes dan a los niños; no se distinguìan màs que por la calidad...¡Cuàntos siglos de sabidurìa nos han aconsejado hacer de nuestra imaginaciòn la sirvienta siempre nueva de nuestra sensibilidad! Victoriosa sobre tantas obras de arte, la infatigable tristeza de Occidente pasa de sala en sala, mientras que el joven genio del Sena hace subir del rìo una neblina color de chopo... Los paisajes de vuestro paìs os conducen, dicen, a la meditaciòn; los del nuestro inclinan nuestra alma a la tristeza o a la alegrìa. Algunos, ignotos, con las sombras sobre la nieve, o las ondas rojas de un puente, despiertan repentinamente a la vida; se convierten en armoniosos mensajes que nos vienen a hablar de nosotros mismos. Real o figurado, si despereza nuestra sensibilidad o si se concierta con ella, un paisaje es un sentimiento adornado. Los que nosotros preparamos, los jardines, son casi trampas. Signos de nuestros sentimientos, tienen un gran poder sobre nosotros, y sus transformaciones nos afectan profundamente. Me acuerdo del que uno de mis antepasados habìa hecho ordenar en el siglo XVIII, cerca de Amoi, a un respetado jardinero. Mis padres habìan escogido, para llevarme allì, uno de los crepùsculos del final del verano que, en esa regiòn, son de una extrema fineza y hacen aspirar a la perfecciòn. Llegamos tarde. La sombra que subìa de la tierra borraba los contornos; parecìa que la pureza del jardìn, a lo largo de los siglos, se hubiera mantenido inalterada. Poco a poco una paz monàstica habìa revestido aquel lugar, al que solamente ella convenìa, como para dulcificar su pureza herida. Al ritmo del viento todavìa càlido, los àrboles amados por los antepasados, inclinàndose y levantàndose con lentitud, parecìan balancear morosamente aquel paisaje de rocas bajas, de estanques y colinas, sobre el inmutable horizonte marino. Un rayo tardìo, uno de esos rayos casi sin luz, pero llenos de color, que lanza el sol antes de ponerse, pasò a travès de los troncos de los àrboles e iluminò de golpe una parte del jardìn donde, a lo lejos, se veìan algunas villas europeas hasta entonces indistintas. El desorden de las avenidas y los arbustos, la presencia de aquellas casas extranjeras, destruìa tan cruelmente aquella belleza calma colmada de años que yo buscaba acabar vergonzosamente una vida heroica. Reino del fervor, sean cuales sean tu anciana gloria y tu nobleza, hay una hora en la que la plaga que llevas en el corazòn no puede ya esconderse màs y sangra... Es la hora del màs grave silencio. ¡Hora que yo sabìa ùnica, hora de la inigualable soledad! En la agonìa de las diosas recogidas encontraba yo una emociòn que no hubiera osado pedir a su gloria. La sangre que corrìa sobre su cuerpo las destruìa como las llamas y las adornaba como su luz... Màs incluso que a su recuerdo, amaba yo su imagen asesinada. Su muerte me unìa apasionadamente a ellas, y el adolescente que yo era se embriagò mucho tiempo con el olor plomizo de su terrestre sangre... Del mismo al mismo Parìs Querido señor: Hallarà con esta carta la fotografìa de una màscara de bronce antigua. Me la han enviado de China, y se la reenvìo a usted. Es anterior a los Han: dos ojos y una lìnea grabada que indica la nariz. Evoca el terror. No lo inspira: lo evoca. Ni siquiera la boca, que en todas las esculturas primitivas occidentales expresa los sentimientos, ha sido figurada. Usted conoce como yo mismo la belleza de las imàgenes que el budismo, confundido por Grecia, vino a esculpir en el flanco de nuestras montañas. A pesar de la paz religiosa que desciende de sus ojos cerrados, la China profana y sagrada no ha cesado durante diez siglos de borrar lo que tenìan de humano, de corromperlas, de transformarlas en objetos de sueños y en signos divinos, insensiblemente, con una fuerza de ocèano inmòvil. Las figuras de vuestras catedrales han desaparecido como esas imàgenes. Aquì y allì, como el resplandor atenuado de un dìa se dispersa en estrellas, la vasta perfecciòn de un arte real se rompe en mil objetos preciosos. Pero esta dispersiòn en China es la expansiòn lùcida y loca del sueño; en Europa es la del hombre, la de la mujer y la de sus placeres. Sobre la peana vacìa de las estatuas de los sabios, os encontràis a vosotros mismos, mientras que nosotros encontramos, rodeado de monstruos familiares, al signo de la sabidurìa. Sin duda es el uso de los caracteres ideogràficos lo que nos ha impedido separar, como vosotros habèis hecho, las ideas de esta sensibilidad plàstica, sensibilidad para nosotros siempre unida a ellas. Nuestra pintura, cuando es bella, no imita, no representa: significa. El pàjaro pintado es un signo particular del pàjaro, propiedad de aquèllos que lo comprenden y del pintor, del mismo modo que el ideograma "pàjaro" es su signo pùblico. Penetrado ahora por vuestro arte, el nuestro se me aparece como la lenta y preciosa conquista del sueño y del sentimiento por el signo. A.D. a Ling Parìs Mi querido amigo: Una inteligencia fuertemente organizada domina fàcilmente las representaciones humanas, porque està decidida a no hacer de ellas màs que el ornato del sistema de juicios que la formò. Adornos, sabor del pensamiento... Siempre se esforzò el espìritu de Occidente en dar a las cosas a las que atribuìa valor, un caràcter duradero. Hay en èl un intento de conquistar el tiempo, de hacerlo prisionero de las formas. Pero ese intento ni siquiera es posible en un mundo organizado por èl. Es el espìritu mismo quien se corona, y reduce a la nada la existencia de lo que no tiene que elegir... Hoy el tiempo lo arrastra consigo. Ese sentido nuevo que encontramos a los gestos y a los paisajes, es la necesidad en que estamos de mirarlos ràpidamente, la que se lo da. Como las aguas de las profundidades abisales conforman poco a poco a sus habitantes segùn el pintoresquismo de los carnavales biològicos, nuestra civilizaciòn, penetrando a nuestros artistas, les hace inalcanzable un mundo que no aceptarìa su ritmo. Recuerdo a veces esos paisajes de Loess en que las montañas dirigen hacia un triàngulo invertido de cielo sus estratificaciones paralelas; o vuestros paisajes del Sur, perfectos como dibujos. Nuestro arte me parece entonces el de un planeta lejano, y me consuelo sacando de su maquinaria un placer complicado, de la gran tristeza que me da esta certidumbre: ya no hay arte que yo no pueda comprender... Los europeos estàn cansados de sì mismos, cansados de su individualismo que se derrumba, cansados de su exaltaciòn. Lo que los sostiene es màs una fina estructura de negaciones, que un pensamiento. Capaces de actuar hasta el sacrificio, pero llenos de desagrado ante la voluntad de acciòn que hoy en dìa retuerce a su raza, querrìan buscar tras los actos de los hombres una razòn de ser màs profunda. Una a una desaparecen sus defensas. No quieren oponerse a cuanto se propone a su sensibilidad, no pueden ya no comprender. La tendencia que les empuja a desertar de sì mismos les domina màs cuando consideran las obras de arte. El arte es entonces un pretexto, y el màs delicado: la màs sutil tentaciòn, aquèlla que sabemos està reservada a los mejores. No hay mundo imaginario a la conquista del cual no se esfuercen hoy, en Europa, los inquietos artistas. Palacio abandonado que ataca el viento del invierno, nuestro espìritu se desagrega poco a poco, y sus grietas de bello efecto decorativo no dejan de crecer. Sì, quien contempla las formas que se han sucedido en Europa desde hace diez años, y no quiere esforzarse en comprender, tiene la impresiòn de la locura, de una locura consciente de sì misma y satisfecha. Esas obras, y el placer que proporcionan, pueden ser "aprendidas" como una lengua extranjera; pero, oculta por su sucesiòn, se adivina una fuerza angustiosa que domina al espìritu. En la bùsqueda de una eterna renovaciòn de ciertos aspectos del mundo, por el recurso de mirarlos con ojos nuevos, hay un ingenio ardiente que actùa sobre el hombre como si fuera un estupefaciente. Los sueños que nos han poseìdo apelan a otros sueños, sea cual fuera la manera como ejercen su sortilegio: planta, cuadro o libro. El placer especial que hallamos en descubrir artes desconocidas cesa con su descubrimiento, y no se transforma en amor. Que vengan otras formas que nos impresionen, y que nosotros no amaremos tampoco, como reyes enfermos a quienes cada dìa llevan los màs bellos regalos del reino, a quienes cada anochecer vuelve una avidez fiel y desesperada... El malestar europeo, eso es lo que los descubrimientos causan a las almas, ¡ay! que son poco ingenuas. ¿Conoce la Conquista de la Nueva España? Còmo parece vibrar gravemente la voz de Sahagùn, tras el viejo texto español, cuando cuenta, a su llegada a Mèxico, en el Palacio del rey, que visitò "jardines que no se parecìan a nada que fuera hecho por mano de hombres, y, en las salas bajas, colecciones de serpientes y de enanos tristes..." La tristeza que confundìa al padre latino en los ojos de los enanos de las Indias Occidentales, la hemos reencontrado nosotros y la hemos vencido en las obras antiguas y en las maravillas toscanas, y despuès en ese Louvre donde los cuadros reunidos por Napoleòn turbaban por su sola sucesiòn a los artistas màs seguros de sì mismos. Pero ya no es esa Europa, ni el pasado, lo que invade Francia en este principio de siglo, es el mundo el que invade ahora a Europa, el mundo con todo su presente y todo su pasado, con sus ofrendas amontonadas de formas vivientes o muertas, y de meditaciones... Ese gran espectàculo confuso que comienza, querido amigo, es una de las tentaciones de Occidente. En la victoria de las formas sobre el espìritu, habrìa algo màs profundo que la fuerza del placer y la exaltaciòn de una sensibilidad un poco vulgar. El placer voluptuoso, y el de la novedad, seducen con soltura a espìritus mediocres, pero quedarìan sin fuerza contra aquèllos que estàn preparados para combatirlos. En verdad, una cultura no muere màs que por su propia debilidad. Frente a nociones que no puede adquirir, se condena a encontrar en su destrucciòn el elemento de su renacimiento, o la aniquilaciòn. Asì vemos nacer, en toda Europa, el juego a veces amargo de las experiencias artìsticas. Porque todo podrìa intentarse en una cultura cuyos elementos no estàn unificados màs que por su presencia en el hombre. Para algunos a quienes penetra la impresiòn de estar rodeados por formas y pensamientos extremadamente mòviles, el valor de la contemplaciòn lùcida de este universo en movimiento es màs alto que el de la voluntad de fijarlo. Del mismo modo, no pueden encontrar màs que en sì mismos su propio rostro, por el que sienten curiosidad. Y màs aun... Pero nada es màs digno de pasiòn que sus tentativas bruscas, violentas, inquietas, de reencontrar la cualidad perdida. Auriga de Delfos, Korè de cara larga, Cristos romànicos, cabezas saìtas o kmers, boditsavas de los Wei o los Tang, primitivos de todos los paìses, esas obras han sido elegidas en primer lugar por la voluntad de no seducir que se siente en ellas, y despuès, por la arquitectura apenas teñida de emociòn que les es comùn, y que nosotros queremos llamar belleza. He aquì la revancha del espìritu. El rìo de las formas vivientes brama en èl como una corriente subterrànea, pero èl saca esas grandes formas simples, aunque màs tarde deban ser arrastradas, para reinar sobre las otras y someterlas a sus ojos. Porque este espìritu que se niega a darle al juicio un valor real, es llevado por su fuerza misma a tomar consciencia de su necesidad de un clasicismo negativo, apoyado casi enteramente sobre un horror lùcido de la seducciòn. El arte que desea, lo concibe menos cuando imagina una obra, que cuando imagina una relaciòn casi matemàtica entre sus partes. Y es mucho menos la satisfacciòn de un deseo que el esfuerzo de una cultura sin cesar atacada, para someter a las fuerzas enemigas y a su misma vida, que es su màs implacable adversario. Ling a A.D. Parìs Querido señor: Nuestro universo no està sometido, como el vuestro, a la ley de las causas y efectos, o, màs exactamente, esa ley, que nosotros admitimos, no tiene en èl fuerza; no admite èl lo injustificable. Un acto inexplicable no es para nosotros el efecto de una causa desconocida, màs que porque ella se ha producido en una vida que nosotros ignoramos. De ahì el valor que le reconocemos a la sensibilidad, el interès que tenemos en ella, y el conocimiento que de ella tenemos y que me parece superior al vuestro. Aunque haya abandonado la creencia en la transmigraciòn de las almas, mi sensibilidad es anàloga a la de mi padre; tanto como el encanto de nuestras porcelanas antiguas, disfruto del encanto de no limitarme y de no verme seducido por todos esos lazos groseros con los que sabiamente os torturàis vosotros, con el fin de adquirir la certeza de vuestras particularidades. Cierto, la vieja idea de transmigraciòn ha modelado la sensibilidad asiàtica, como la idea de responsabilidad ha modelado la sensibilidad occidental. Pero vosotros entendèis mal lo que es esta idea. Vosotros la traducìs. Nadie entre nosotros cree haber tenido èl mismo una existencia anterior a la suya, como tal o cual otro personaje ilustre. Para expresar vuestro pensamiento con nitidez, vosotros os veis forzados a decir que se trata de moradas corporales, sucesivas y diferentes de un alma ùnica. Esta distinciòn no expresa nada para nosotros, que no podemos aceptar el caràcter de constancia que vosotros dais a lo que llamàis alma. Nosotros no podemos disponer, una detràs de la otra, a distintas personalidades; nosotros no concebimos la personalidad. La idea misma de la existencia individual era tan dèbil en nosotros que, hasta la Revoluciòn, los padres eran castigados junto a sus hijos por las faltas que èstos habìan cometido a sus espaldas. Las formas sucesivas de un alma no tienen otra relaciòn entre ellas que la que tienen la nube y las plantas que su lluvia hace crecer. Usted sabe que la criatura no tiene ningun recuerdo de sus estados anteriores. Es difìcil limitar esta idea con palabras de Europa. Al menos puedo decir que lo que ha sido traducido como "renaceràs en forma de chacal", estarìa menos mal traducido diciendo "de tus actos, a tu muerte, nacerà un chacal". Porque se trata de expresar el pensamiento de razas para las cuales el chacal no sabe que fue hombre, està sòlo sometido a leyes animales; para las cuales el destino no està marcado por la consciencia que el individuo tiene de èl, sino por el ìnfimo cambio que ella aporta al mundo... Ademàs, ¿què "yo" podrìa encontrarse a travès de un destino que no es humano? Escapa a aquèllos que no estàn ni mucho menos liberados del pensamiento y de los tormentos de los hombres. Sòlo pueden tomar consciencia, no de los destinos individuales, sino de su naturaleza comùn, los sabios que conciben el absoluto que domina las vanas agitaciones terrestres. Aquì hallarèis esa singular estructura del pensamiento oriental, tan coherente como cualquiera de las filosofìas occidentales, pero cuyas lìneas no se juntan màs que en el infinito, como esos jardines de Cachemir cuyas perspectivas se establecen a travès de grandes cañones abiertos hacia cielo y hacia las lejanas montañas nevadas... Los paisajes de vuestros paìses no afectan en absoluto a la idea de la dignidad del hombre, que tan preciada es para vosotros. No hay espectàculo de la naturaleza que no podàis vosotros comparar a una obra humana. La potencia de las montañas, que sòlo apela a sentimientos de una calmada grandeza, no podrìa daros, como los movimientos desordenados de una vegetaciòn que se inclina y alza de nuevo, que cae con cabrilleo de avalancha desde las cumbres de los picos y se adentra, siempre densìsima, hasta el mar, la sensaciòn de existencia de una fuerza màs grande que la de los hombres. No hablo de una fuerza divina. Es, al contrario, el caràcter inhumano, incomprensible, vegetal, de esta fuerza que nos posee cuando tomamos consciencia de ella. Entre el espìritu oriental y el espìritu occidental en la tarea de pensar, creo percibir en principio una diferencia de direcciòn, dirìa casi de marcha. Este quiere levantar un plano del universo, dar de èl una imagen inteligible, es decir, establecer entre cosas ignoradas y cosas conocidas una serie de relaciones susceptibles de dar a conocer las que hasta ese momento son oscuras. Quiere someter al mundo, y encuentra en su acciòn un orgullo tanto màs grande cuanto màs cree poseerlo. Su universo es un mito coherente. El espìritu oriental, por el contrario, no otorga valor alguno al hombre en sì mismo: se ingenia para encontrar en los movimientos del mundo los pensamientos que le permitiràn romper las ataduras humanas. Uno quiere darle el mundo al hombre, el otro propone al hombre como ofrenda al mundo... Aquèllos que veìan en las estatuas del templo de los lamas una serie de demonios extraños no nos comprendìan peor que vuestros sabios, ante quienes la idea de sìmbolo se ha rebajado, como las colgaduras bordadas de dibujos màgicos ante las divinidades del templo. La vida es el dominio infinito de las cosas posibles. El ìdolo de varios brazos, la danza de muerte, no son en absoluto unas alegorìas del mundo en perpetua transformaciòn. Son seres impregnados de una vida inhumana, ha hecho necesarios esos brazos. Hay que contemplarlos como vosotros contemplàis los crustàceos gigantes que las redes traen de las grandes profundidades. Unos y otros nos desconciertan, nos muestran sùbitamente lo que hay de simple en nosotros, y nos inspiran la idea de existencias sin ligazòn con las nuestras. Pero los primeros no son màs que las figuras en armas de la arena, mientras que las otras son los intercesores de lo sobrehumano. La creaciòn de figuras divinas es un arte sagrado. Solamente la meditaciòn prolongada del artista, una vida pura, la austeridad de los conventos, le permiten descubrir en sì mismo un sentimiento mìstico lo bastante poderoso, como para obligarle a darle una forma nueva. Esta forma nacida de un èxtasis angustiado no es una nociòn que deba proporcionar a cuantos la contemplen, es una desorganizaciòn particular, una emociòn ante una de las fuerzas del mundo... Escribo a propòsito de una emociòn. Lo que os detiene cuando intentàis comprendernos es que, para nosotros, el pensamiento y la emociòn no estàn separados. El pensamiento està unido a nuestra vida, como el amor està unido a la vuestra. Vosotros creèis tener de los aspectos del mundo visiones numerosas y distintas; sòlo las tenèis de la enfermedad de vuestro pensamiento, que os conduce a concebir el mundo de ese modo. Vosotros habèis distinguido en el hombre ciertos sentimientos, y sus causas màs comunes; pero creèis que hay en lo que llamàis Hombre, algo permanente que no existe. Sois como unos sabios muy serios que toman cuidadosa nota de los movimientos de los peces, pero que no han descubierto que los peces viven en el agua. Frente a un mundo disperso, ¿cuàl es la primera necesidad del espìritu? Poseerlo. Nosotros no podemos hacerlo con sus imàgenes, porque somos desde el principio sensibles a lo que èstas tienen de transitorio; nosotros queremos hacerlo a travès de sus ritmos. Conocer el mundo no es hacer un sistema con èl, del mismo modo que conocer el amor no es analizarlo. Es tomar de èl una consciencia intensa. Nuestro pensamiento (cuando no està al servicio de combates dogmàticos) no es, como el vuestro, el resultado de un conocimiento, sino la armazòn, la preparaciòn de este conocimiento. Vosotros analizàis lo que habèis experimentado; nosotros pensamos con el fin de experimentar. Para el pensador de Extremo Oriente sòlo un conocimiento es digno de ser adquirido, el del universo. Se esfuerza en crear en èl, segùn las reglas establecidas, estados de pensamiento y de sensibilidad que se continùan mutuamente; que van dirigidos, desde su orìgen, en un sentido determinado, y que llegan a dar a las visiones del espìritu, que son hipòtesis, un caràcter de certeza. El mundo es el resultado de la oposiciòn de dos ritmos que penetran todas las cosas que existen. Su equilibrio absoluto serìa la nada; toda creaciòn viene de su ruptura y no puede ser otra cosa que diferencia. Esos dos ritmos carecen de realidad, si no es en la medida en que expresan humanamente la oposiciòn, desde la de lo masculino y lo femenino, hasta la de las ideas de permanencia y de transformaciòn. Todos nosotros tenemos naturalmente el sentimiento del universo, como vosotros tenèis el de la patria, y los estados de sensibilidad que ambos determinan no difieren màs que en esto: nuestra exaltaciòn no està apoyada sobre una preferencia. Del mismo modo que vosotros dais al sentimiento de patria una armadura històrica, nuestros pensadores se imbuyen de una doctrina. La de los taoìstas les propone ritmos, como las vuestras os proponen construcciones. Ella les enseña a no ver en las formas màs que cosas desdeñables, nacidas ayer y ya casi muertas, similares a la sucesiòn de las ondas en los rìos sin edad. Despuès, una forma particular de respirar, y, a veces, la contemplaciòn de un espejo, les hace, despuès de un tiempo a menudo bastante largo, perder la consciencia del mundo exterior y le dan a su sensibilidad una intensidad extrema. Las imàgenes que se habìan ligado a la contemplaciòn, origen de su meditaciòn, se borran; ya no encuentran en sì mismos màs que la idea de los ritmos, a la cual se une una poderosa exaltaciòn. La idea y la exaltaciòn, asociadas, suben hasta la pèrdida de toda consciencia, que es la comuniòn con el principio, y la unidad de los ritmos sòlo se encuentra en èl. A.D. a Ling Cantòn Mi querido amigo: ¡Ay! todo eso me parece arbitrario, tan arbitrario como el peor sistema, como la màs falsa de nuestras filosofìas. Veo el esfuerzo que vosotros habèis hecho para no separar, como nosotros, el pensamiento del mundo, para adquirir algo màs que la pobre alegrìa orgullosa que el pensamiento aporta a Occidente. (El control de la respiraciòn, contra lo que de ordinario protestan los europeos que os conocen, no me detiene apenas. Unicamente hay ahì los efectos de una magia mala). Y yo sè que vuestros sentimientos son, mucho màs que los nuestros, susceptibles de ligarse a objetos impersonales: vosotros sentìs màs ternura por los antepasados, estèn vivos o muertos, que por vuestras mujeres; la educaciòn que recibìs se esmera en fortificar en vosotros aquellos sentimientos que dependen de abstracciones; y las abstracciones os permiten observar vuestra sensibilidad con màs lùcidez que lo harìan las mujeres, el oro o la dominaciòn, y distinguir su vida propia. En el origen de vuestra bùsqueda encuentro un acto de fe. No en la existencia del principio, sino en el valor que vosotros le dais. En el èxtasis, el pensador no se identifica con lo absoluto tal y como lo enseñan vuestros maestros; èl llama absoluto al punto extremo de su sensibilidad. El argumento de vuestros filòsofos, de que los èxtasis son idènticos, ya que todos comienzan donde acaba el mundo, me parece nulo, y nulas las consecuencias que sacan de èl. No hay analogìas màs que entre cosas determinadas; lo indeterminado no es anàlogo a sì mismo, sino que està fuera del mundo de las analogìas. No se trata ahì màs que de perder consciencia de una determinada manera. "Es hallar la consciencia misma, -me dicen-, ligarse al alma del mundo". "Una consciencia, desearìa yo responderles, una idea..." Pero la màs bella proposiciòn de muerte no es una soluciòn màs que para la flaqueza... Lo que me retiene, de todo esto, es la importancia otorgada a esos movimientos que la sensibilidad debe ùnicamente a sì misma. Entre vuestros vendedores, entre nosotros, occidentales, veo a hombres a quienes ellos han determinado la vida; y sospecho que todos estamos a su merced. Hace casi dos años que vengo observando a China. Lo que ella ha transformado de primeras en mì, es la idea occidental del Hombre. No puedo ya concebir al Hombre independientemente de su intensidad. Basta con leer un tratado de psicologìa, para sentir cuàntas de nuestras màs penetrantes ideas generales se falsean cuando queremos utilizarlas para comprender nuestros actos. Su valor desaparece a medida que avanza nuestra bùsqueda y, siempre, nos topamos con lo incomprensible, con lo absurdo, es decir, con el punto extremo de lo particular. La clave de este absurdo, ¿no està en la intensidad siempre diversa que la vida sigue? Ella se ve afectada por nuestra vida voluntaria, conocida, y por nuestra vida màs celada, hecha de ensueños y de sensaciones secretas que se expanden en la libertad absoluta. El que un hombre sueñe con ser rey, o amante afortunado, no cambia en nada sus gestos cotidianos; pero si el amor, la còlera, una pasiòn o un choque le desamparan, los gestos de otro podràn resonar en èl con fuerza o con debilidad, segùn que estè exaltado o deprimido... Werther es la proposiciòn de la muerte, pero aùn no es aceptada por algunos màs que en un momento determinado. Y el amor, el amor que hay que distinguir de la voluntad de conquistar a una mujer, el amor compartido, ¿no es tambièn èl un extraño bosque donde, màs allà de nuestros actos y nuestra voluntad, la sensibilidad juega y sufre a su gusto, y, a veces, nos separa, como si saturados de nuestros sentimientos, no pudièramos ya soportarlos màs? Porque ellos se modifican por su misma vida mucho màs seguramente todavìa que por los acontecimientos. Vida profunda: triunfo de la incertidumbre, construcciòn fatal retomada sin cesar, de un azar ùnico... Ling a A.D. Parìs Querido amigo: ¡Eh! ¿Quièn osarìa negar que todo esto reposa sobre lo que usted llama un acto de fe? Un acto tal es la arbitrariedad misma, dice usted. Es verdad. Pero ¿què otra cosa es, si no, lo que os permite vivir con otros hombres, y comprenderlos? ¿De dònde viene vuestra fuerza? ¿Y què es la consciencia que vosotros tenèis de la realidad, si no una adhesiòn? Porque consideràis vuestra civilizaciòn con cierta desconfianza, ¿os creèis liberados de vuestros muertos, de vuestras necesidades, y de ese tràgico azar que duerme en el corazòn mismo de vuestra vida? Mi carta, por otra parte, no tendìa sino a mostrarle una direcciòn y su punto final. Los movimientos de la sensibilidad me interesaban mientras le escribìa, y tambièn ciertas diferencias preparadas para marcar, como conviene, lo arbitrario de toda existencia humana. El conocimiento que poco a poco adquiero de los europeos me empuja a escribirle estas palabras, tanto como su carta, que me da la ocasiòn. La intensidad que las ideas crean en vosotros me parece explicar hoy vuestra vida mejor que ellas mismas. La realidad absoluta ha sido para vosotros Dios, despuès, el hombre; pero el hombre ha muerto, despuès de Dios, y vosotros buscàis con angustia a aquèl a quien podrìais confiar su extraña herencia. Vuestros ensayitos de estructura para nihilismos moderados no me parecen ya destinados a una existencia prolongada... ¿Què consciencia podèis tener de este universo sobre el cual vuestro acuerdo ha sido establecido, y al que llamàis realidad? La de una diferencia. La consciencia total del mundo es: muerte, y vosotros lo habèis comprendido bien. Pero la consciencia que vosotros tenèis està ordenada, y en consecuencia, es espìritu. Apoyo pobre, reflejo en el agua que se calma... La historia de la vida psicològica de los europeos, de la nueva Europa, es la de la invasiòn del espìritu por sentimientos, cuya igual intensidad desordena. La visiòn de todos esos hombres aplicados a mantener al Hombre que les permita remontar el pensamiento y vivir, mientras que el mundo sobre el cual èl reina se les vuelve cada dìa màs extraño, es sin duda la ùltima visiòn que me llevarè de Occidente. A.D. a Ling Shangai Mi querido amigo: He visto a Wang Loh. Desde hace mucho tiempo me intrigaba conocerle. Pero sabìa de su odio hacia los blancos y no habìa querido ir a verle. La actitud que tuvo despuès de ser reconocida su influencia, su enseñanza casi secreta, el respeto de que se ve rodeado, dan la impresiòn de una vida profunda y bella. Ha querido tener una entrevista conmigo, y me he alegrado mucho de ello. Reside en el hotel Astor. Me recibiò en una enorme habitaciòn inglesa. Es un anciano muy alto, con barba, y el cabello afeitado. Los dientes los tiene largos, la mandìbula marcada, y su delgadez es tal que sus ojos oblicuos, detràs de los cristales que los protegen, parecen dos grandes manchas negras separadas por su breve nariz. Cabeza de muerto, gafas de concha. Una gran distinciòn. Primero me estuvo preguntando. Esperaba de mì ciertas indicaciones sobre Europa, por la que tiene un interès rencoroso; despuès, a propòsito de China, me decìa: "Poco importan los salvajes armados con sables y los millones de indiferentes que sòlo conocen el miedo a los golpes. Poco importan incluso los tontos intoxicados de necedades universitarias. El estado de nuestros mejores espìritus, a los que Europa desagrada a la vez que conquista, eso es lo que cuenta hoy en dìa en China". Era la tercera vez que yo sentìa tras sus palabras la idea de que la aristocracia del espìritu es la ùnica digna de ser considerada. En ese punto èl es muy chino. Ademàs, el encanto de su acogida, en la que la mucha cordialidad no rebajaba la fineza, su voz calmada, sus gestos medidos (no se ha cortado la larga uña de su meñique), dan una impresiòn de cultura mayor que ninguna de las que yo he podido observar en Europa. Parece pertenecer a otra raza diferente de la de esos chinos que uno oye vociferar y ve gesticular en los barrios mercantiles de los puertos abiertos al comercio. El secreto de su seducciòn y de su fuerza està sin duda en el contraste entre las imàgenes occidentales de sus frases de visionario, y la calma de sus palabras que podrìa desmentir su sonrisa, esa sonrisa extraña que no es ni alegre ni irònica. "El espectàculo es especialmente potente. Un Teatro de la Angustia. Es la destrucciòn, el derrumbamiento del màs grande de los sistemas humanos, del sistema que consiguiò vivir sin apoyarse sobre los dioses ni sobre los hombres. ¡El derrumbamiento! China se tambalea como un edificio en ruinas, y la angustia no proviene ni de la incertidumbre ni de los combates, sino del peso de ese tejado que tiembla..." "Con el confucionismo hecho migas, todo el paìs se destruirà. Todos esos hombres se apoyan en èl. Les ha hecho su sensibilidad, su pensamiento y su voluntad. Les ha dado el sentido de su raza. Ha hecho el rostro de su felicidad..." "El comienzo de la ruina precisa màs el caràcter de lo que todavìa està en pie. ¿Què han buscado ellos durante dos mil quinientos años? Una perfecta asimilaciòn del mundo por el hombre; porque su vida fue una lenta captura del mundo, del que querìan ser ellos la consciencia fragmentaria... La perfecciòn hacia la que tendieron fue su acuerdo con las fuerzas de las que tenìan consciencia, y tambièn..." No comprendì las palabras que siguieron. Le dije: "...es lo que se opone a lo que usted llama el individualismo; la desagregaciòn; o, màs bien, el rechazo de toda construcciòn del espìritu, dominado por el deseo de dar a cada cosa, por la consciencia que de ella tiene, su cualidad màs elevada... Un pensamiento tal lleva en sì mismo su enfermedad, que es el desprecio de la fuerza. China, que de esta fuerza hizo antaño un auxiliar vulgar, la busca hoy, y le lleva, como una ofrenda a los dioses malignos, la inteligencia de toda su juventud". "El mundo no volverà a encontrar jamàs la obra de arte que fue antaño nuestra sensibilidad. Aristocracia de la cultura, bùsqueda de la sabidurìa y de la belleza, doble rostro de un mismo genio velado... Vea sus escombros lamentables echados por tierra junto a las banderas de propaganda, del club Anfu a las màs bajas reuniones polìticas..." "Los que entre nosotros son dignos del pasado de China desaparecen uno por uno. Nadie comprende ya... Nuestra tragedia no son en absoluto esos comediantes sangrantes que dirigen el paìs, ni siquiera las constelaciones de muerte que todas las noches volvemos a ver. Que el Imperio de las rojas llanuras se retuerza como una bestia herida, ¿què importan esos juegos de la historia?" Hablaba siempre con lentitud, sin exaltaciòn, y sonreìa. "Una tragedia mucho màs grave tiene lugar sin embargo aquì: nuestro espìritu se vacìa poco a poco... Europa cree conquistar a todos esos jòvenes que copian sus vestidos. Ellos la odian. Esperan de ella lo que la gente del pueblo llama sus secretos: medios para defenderse contra ella. Pero, sin seducirlos, ella los penetra, y no consigue sino hacerles sensible -como su fuerza- el vacìo de todo pensamiento. "Desgraciadamente, nosotros nos comprendemos; y jamàs podremos hacer acordar nuestro universo indeterminado, preocupado por el infinito, con vuestro mundo de alegorìas. Lo que nace de su confrontaciòn, como un cruel genio lleno de indiferencia, es la suprema realeza de lo arbitrario..." Se detuvo, dudando. Su mirada se dirigiò hacia la luz del dìa en la ventana, y se perdiò. Silencio. Despuès, haciendo alusiòn al interès que muchos jòvenes asiàticos tienen por el taoìsmo, dijo, con una voz màs grave: "El viejo pensamiento chino les penetra màs de lo que creen. El ardor que les empuja hacia el taoìsmo no tiende sino a justificar sus deseos, a darles una fuerza màs grande... La incertidumbre de los espìritus en todo el mundo, les conduce ademàs a las doctrinas antiguas: modernismo budista en Birmania y en Ceilàn, gandhismo en la India, neocatolicismo en Europa, taoìsmo aquì... Pero el taoìsmo, al enseñarles la existencia de los ritmos, al llevarles a buscar en las lìneas de caracteres del Tao Te King los ritmos universales, ha ayudado a desarraigarlos de una cultura, poderosa porque añadìa a las constantes creaciones del hombre la posibilidad del placer... Y en ellos sòlo queda un furioso deseo de destrucciòn, -que habrà que ver-. Estàn exasperados por una vida y un pensamiento que no pueden ya mostrar màs que su recìproco absurdo. Inventar, amontonar dinero, o reunir territorios, hacer psicologìa inùtil o alegorìas para explicar el mundo, todo eso es vano, absolutamente vano. Nosotros no podemos interesarnos por nosotros mismos, ¿lo entiende usted? ¿Puede usted entender eso, usted, europeo? Y en cuanto a los espectàculos que se desarrollan en nosotros o delante de nosotros, ¿què pueden ellos aportarnos ahora que no sea disgusto, o miseria?..." Habìa dejado de sonreìr. Su cuerpo se habìa inclinado hacia mì, sus manos sobre la mesa temblaban un poco, y su voz siempre lenta tenìa un acento desolado. Pero se rehizo. Su sonrisa volviò a confundir su rostro. Y mientras me acompañaba a la salida, me dijo: "La fecha de nuestra fiesta nacional, yo no querrìa que fuera ya el aniversario de nuestra revoluciòn de niños enfermos, sino de aquella noche en la que los inteligentes soldados de los ejèrcitos aliados huyeron del Palacio de verano, llevàndose con todo cuidado los preciosos juguetes mecànicos que durante diez siglos habìan sido ofrecidos al Imperio, aplastando las perlas, y limpiàndose las botas en los mantos de corte de los reyes tributarios..." Cuando lleguè frente al ascensor, me volvì. Enmarcada en el umbral de la puerta, se recortaba su silueta sobre la luz. Sus manos seguìan unidas, y como temblaban todavìa, creì ver, al bajar, còmo ofrecìa a la desgracia que acababa de evocar el homenaje de los breves saludos preceptivos de los ritos de antaño. Ling a A.D. Querido señor: He leìdo varias veces la carta en la que me cuenta su entrevista con Wang Loh. Mis ventanas estaban abiertas, y el aire fresco entraba en mi habitaciòn, con el sol de las cinco de la tarde, y el calmado rumor de la ciudad. He salido. La tristeza, la angustia de las palabras de ese anciano, me han seguido, y, ahora que ha llegado la noche, le escribo, pues prefiero conversar de estas cosas con usted màs que conmigo mismo. El piensa que China va a morir. Yo lo creo tambièn. La China que envolviò su juventud, con su arte, su distinciòn y su civilizaciòn en la que todo interès se ponìa sobre los sentimientos, con sus jardines y su miseria de fin del mundo, està hoy casi muerta. Vuelta a los gestos de bronce verde, la China del Norte es un vasto museo sangrante. El tiempo no tiene ya ni una sonrisa irònica para todos esos jefes militares ocupados en hacer correr su sombra sobre los montes y los desiertos cubiertos de osamentas habitadas por marmotas. Las provincias del Centro y del Sur lo esperan todo de ese extraño gobierno de Cantòn, que tiene en jaque a Inglaterra, y venera a los Sabios organizando su propaganda a travès del cinematògrafo; porque lo que màs ràpidamente hemos tomado de Occidente son sus formas. Cinematògrafo, electricidad, espejos, fonògrafos, nos han seducido como nuevos animales domèsticos. Para la gente de los pueblos, Europa no serà jamàs màs que un juguete mecànico. Pero no hay una ùnica China. Hay èlites chinas. La èlite de los hombres de letras ya no es admirada màs que al modo de un monumento antiguo. La nueva èlite, la de los hombres que han soportado la cultura occidental, es tan diferente de la primera que estamos obligados a pensar que la verdadera conquista del Imperio por Occidente comienza ahora. No son ya las derrotas, son las victorias chinas las que marcan la destrucciòn de nuestro pasado. Y esa destrucciòn es irremediable, porque una nueva aristocracia del espìritu -la ùnica que nosotros hayamos jamàs aceptado- se forma: los estudiantes de las facultades tienen hoy el prestigio que antaño pertenecìa a los hombres de letras, y se sienten rodeados por el respeto silencioso que a èstos les era debido. La existencia de esta nueva èlite, el valor que se le reconoce, testimonian un cambio en la cultura china que prepara una transformaciòn total. Es a la ancianidad a la que se dirigìan las preferencias de nuestra civilizaciòn, era por ella y para ella como se hizo: los candidatos a los exàmenes importantes tenìan cuarenta años; hoy en dìa apenas tienen veinticinco. China comienza a considerar el valor de la juventud, o màs exactamente su potencia. Ademàs, las vidas de los hombres inclinadas enteramente por su juventud deben llevar ràpidamente a nuestra civilizaciòn a desgajarse, como se quiebran las proas esculpidas, en los juncos que son manejados por marineros jòvenes. El alma de la China que nace, hay que buscarla sin duda en los viajes de ese viejo navìo magnìfico, todavìa lo bastante vivos como para tentar a la juventud. Al menos, cuando esta cultura que vemos debilitarse estè casi extinta, guardarà todavìa esta suprema belleza de las culturas muertas que apela y adorna los renacimientos... Las palabras de Wang Loh son bastante oscuras. Creo que no es la desapariciòn del confucionismo lo que deplora, sino solamente de las posibilidades de perfecciòn que habìa en èl. Habìa llegado a hacer eclosionar en algunos hombres sentimientos y un gusto de una pureza conmovedora; esas finas maravillas, y el absoluto de los taoìstas, son alcanzados por muy pocas manos. El confucionismo y, en particular, su moral, no se han desarrollado en absoluto apoyàndose en una religiòn, ni siguièndola. La moral cristiana se liga a ciertos impulsos profundos de los corazones cristianos; la moral confucionista es social, y es gracias a ella como se han formado, como usted las ve, las cualidades y los defectos sociales de mi raza y la aptitud de mis compatriotas para tener consciencia de su estado social màs que de su individualidad. Una moral asì, estètica para los espìritus cultivados, imperativa para los demàs, no pesarà sobre nuestras sensibilidades como la sombra de la cruz pesa sobre las vuestras, sino como un manojo desguazado de leyes antiguas. Lo que en nuestra conversaciòn me ha conmovido màs son las frases por las que Wang Loh le muestra el estado de nuestro espìritu, en el que nada de lo que se ha destruido ha sido reemplazado. Esta angustia, este disgusto de los hombres de mi raza ante los gestos europeos, yo los he experimentado por mì mismo; los encuentro en todas las cartas que me son enviadas desde China. Nuestros jòvenes saben que la cultura europea les es necesaria; pero estàn aùn suficientemente impregnados de su propia cultura como para despreciarla. Ellos han creìdo que podrìan adquirirla con facilidad conservàndose chinos al mismo tiempo; una civilizaciòn que no se preocupa de los sentimientos, que no los alcanza, podìa, creìan ellos, ser conocida sin màs peligro que el de conocer una lengua extranjera... Quizàs esos espìritus atormentados a los que parecen dominar hoy el rencor y el odio, y que continùan admirando su raza, conseguiràn unirse a algùn pensamiento grandioso o a alguna gran acciòn china... Lo que en ellos escapa a Occidente deberìa bastar para separarlos de èl. Pero se trata de los sentimientos de Europa, la bravura militar, el gusto por la energìa de los jòvenes cantoneses, el amor de las mujeres y la piedad de nuestra nueva poesìa del Norte. Energìa, amor, vacìos... ¿Còmo expresar el estado de un alma que se desagrega? Todas las cartas que recibo son de jòvenes tan desamparados como Wang Loh o como yo mismo, despojados de su cultura, y a quienes la vuestra repugna... El individuo nace en ellos, y con èl, ese extraño gusto por la destrucciòn y la anarquìa, exento de pasiòn, que parecerìa el divertimento supremo de la incertidumbre, si la necesidad de escaparse no reinara en todos esos corazones encerrados, si la palidez de inmensos incendios no los iluminara. ¡Ah, que vosotros no podèis ver, con un alma asiàtica, venir hacia nosotros el gran cortejo de Europa, con sus porteadores blancos y los bajeles cargados con toda la corte de la Muerte!¡Cuànta pobreza en vuestras caravanas, Magos de la Biblia, embajadores ante los emperadores mongoles! "Te traigo, oh reina, todo lo que pudieras desear para morir". La voluntad de justificarse que usted encuentra en todos nuestros sistemas sociales los debilita; pero, bajo todas las formas propuestas de gobierno, bajo todas las bùsquedas de felicidad en las que se divierte la pesada ironìa de los genios, brama una fuerza que pronto nadie podrà esconder, y que sòlo aparecerà en armas: la voluntad de destrucciòn... Es de la injusticia de lo que nuestros millones de desgraciados tienen consciencia, y no de la justicia; del sufrimiento, y no de la felicidad. El desagrado que les causan sus jefes les ayuda a comprender lo que tienen en comùn con ellos. Espero, con cierta curiosidad, al que vendrà a gritarles que exige la venganza, y no la justicia. La fuerza de las naciones ha crecido mucho desde que se apoya en la ètica de la fuerza; ¿cuàles seràn los gestos de aquèllos que acepten arriesgarse a morir en el nombre sòlo del odio? Una China nueva se està creando, que escapa a nosotros mismos. ¿Se verà sacudida por una de esas grandes emociones colectivas que la han revolucionado repetidamente? Màs potente que el canto de los profetas, la voz baja de la destrucciòn se extiende ya en los màs lejanos ecos de Asia... Los mercaderes compran y venden, y las estrellas infladas se reflejan sobre el rìo de las Perlas, bajo un sol tranquilo... ¿Què podrìa decirle?... A.D. a Ling Tien-tsin Mi querido amigo: Para aquèl que quiera vivir fuera de su bùsqueda inmediata, ùnicamente una convicciòn puede ordenar el mundo. Los mundos de los hechos, de los pensamientos y de los gestos en los cuales vivimos los dos, son poco propicios a las convicciones; y nuestros retrasados corazones no me parecen nada hàbiles para gozar, como convendrìa, de la desagregaciòn de un Universo y de un Hombre en cuya construcciòn se han implicado tantos buenos espìritus. La fuerza escapa dos veces al hombre. A aquèl que la crea, en primer lugar; a aquèl que quiere poseerla, despuès. Al servicio de una energìa sin cabeza, los elementos de la potencia occidental se oponen y combaten, a pesar de las provisorias combinaciones humanas, y el sentido del mundo que ellos orientan, sin desearlo siquiera, se les escapa tanto como a los lectores de novelas. Las imprevisibles repercusiones de los gestos dominan dichos gestos; las potencias capaces de transformar los hechos se hacen tan ràpidamente con ellos, que la inteligencia sabe que no puede ejercerse sobre ninguna realidad, que no puede crear el acuerdo necesario entre ella y la convicciòn que la justifica. Apenas se esfuerza en distraerse apresando los medios de la mentira. Pero ¿què importa la posesiòn de ciertos medios, al que tiene certeza de su nùmero y de su potencia? Màs o menos neta, la idea de la imposibilidad de alcanzar una realidad cualquiera domina a Europa. La potencia clara, hasta en su debilidad, del papa y del rey, serìa hoy en dìa vanidad; no hay ya dominaciòn lo bastante alta, como para llevar con ella la consciencia. De ahì que se dè una profunda transformaciòn del hombre, mucho menos importante por los gritos que la proclaman que por la ruptura de las barreras que, durante mil años, habìan cerrado y fortificado el mundo de la vida exterior. ¡Què placer hay, amigo mìo, para un alma preocupada, en el examen de una realidad anàrquica, servidora de la energìa, y en la cual pensar es a menudo tener consciencia de una inferioridad! Lo real que declina se alìa con los mitos, y prefiere aquèllos que han nacido del espìritu. ¿A què apela la visiòn de fuerzas inapresables, levantando otra vez lentamente la vieja esfigie de la fatalidad, en nuestra civilizaciòn cuya fe magnìfica y quizàs mortal, es que toda tentaciòn se resuelve en conocimiento?... Hay en el corazòn del mundo occidental un conflicto sin esperanza, sea cual fuera la forma tras la cual lo descubramos: el del hombre y lo que èl ha creado. Conflicto del pensador y de su pensamiento, del Europeo y de su civilizaciòn o de su realidad, conflicto de nuestra consciencia indiferenciada y de su expresiòn en el mundo comùn, por los medios de ese mundo, al que yo encuentro detràs de todos los sobresaltos del mundo moderno. Ahogando los hechos y a sì mismo, enseña a la consciencia a desaparecer, y nos prepara para los reinos metàlicos del absurdo. El desarrollo de sì mismo que tiene por finalidad la conquista de la potencia no es sostenido por una afirmaciòn, sino por una especie de oportunismo, por una constante adaptaciòn, o por la aceptaciòn de los dogmas de un partido. Ademàs, despuès del debilitamiento de las aristocracias de nacimiento, el sentimiento de casta ha alcanzado entre nosotros una extraña potencia. La voluntad de ser diferente a los demàs no puede apoyarse solamente en la ilusiòn; ademàs de que no està ya en nuestro poder liberarnos de lo real, tenemos siempre tendencia a solicitarlo cuando lo creemos adecuado para proporcionarnos placer: es el mundo de nuestros ensayos de justificaciòn. Nuestro espìritu de casta, apoyado en nuestra necesidad de novedad, puede verlo usted fàcilmente a travès de su signo: la moda, màs reconocible, ciertamente, que la calidad de la sensibilidad a la que vosotros os ligàis. Porque la moda -entiendo por ella solamente el cambio de vestido, de actitud, de gustos o de palabrasparticular de Europa y de los paìses sobre los que ella ha influido, es el signo exterior a travès del cual se esfuerza en constituirse una aristocracia provisional, cuyos rangos se rebajan a medida que aumenta el tiempo que dedican a llegar hasta ella. Afirmarse en el mundo comùn a todos, es distinguirse, es establecer una diferencia entre cosas del mismo orden. En nuestra vida psicològica, en nuestro mundo personal, es establecer una diferencia de naturaleza. Uno de esos movimientos tiende a una justificaciòn, el otro a la inutilidad absoluta de esa justificaciòn. Se desunen cada vez màs, y nosotros percibimos esa disyunciòn. ¡Què ironìa en este doble pensamiento, en este hombre cerrado, en el que no entran, del universo, màs que los elementos de discordia! Algunos jòvenes se unen a la transformaciòn del mundo que se lleva a cabo en ellos. Esta les da la diferencia que su espìritu necesita para vivir. Este se convierte en su servidor, y no tiene ya otra actividad que mostrarles los movimientos de un mundo sin ligazones, que tal pasiòn, tal gesto o tal pensamiento, obliga a plegarse, animal sabio, segùn las figuras desconocidas, revelàndolas de ese modo; porque el pensamiento, al convertirse en su propio objeto, ataca al mundo màs que la pasiòn. El asesino de una vida, o de otras cosas màs secretas que ignora la grosera mano de las leyes, puede hallarse penetrado por su crimen, o bien por el nuevo universo que èste le impone. Rostros singulares se descubren en el espejo de las guerras. ¿Somos nosotros quienes cambiamos o es el mundo, cuando la pasiòn se retira, como el mar, del acto apasionado que nos opuso a èl? Mucho màs que el de los jòvenes chinos de quienes Wang Loh me hablaba, nuestro pensamiento se despoja... Con un sereno desamparo, tomamos consciencia de la oposiciòn de nuestras acciones y de nuestra vida profunda. Esta, intensidad, no puede pertenecer al espìritu; lo sabe y trabaja en vacìo, bella màquina manchada con algunas gotas de sangre... Porque esta vida profunda es tambièn la màs rudimentaria: y su potencia, que muestra lo arbitrario del espìritu, no podrìa liberarnos de èl. Ella le dice: "Tù eres mentira, y medio de la mentira, creador de realidades..." Y èl le responde: "Sì. Pero en todos los tiempos en que los dìas mueren han creìdo los hombres ver riquezas en la sombra, y las tuyas sòlo son los ùltimos reflejos de ese dìa desaparecido". Para destruir a Dios, y despuès de haberle destruido, el espìritu europeo ha aniquilado todo lo que podìa oponerse al hombre: llegado al tèrmino de sus esfuerzos, como Rancè ante el cuerpo de su amante, no encuentra màs que muerte. Con su imagen al fin alcanzada descubre que no puede apasionarse màs por ella. Y jamàs hizo un descubrimiento tan inquietante... No hay un ideal al que podamos sacrificarnos, porque conocemos las mentiras de todos, nosotros que nada sabemos de lo que es la verdad. La sombra terrestre que se alarga detràs de los dioses de màrmol basta para apartarnos de ellos. ¡Con què abrazo se ha atado el hombre a sì mismo! Patria, justicia, grandeza, verdad, ¿cuàl de sus estatuas no tiene huellas de manos humanas que no despierten en nosotros la misma ironìa triste que los rostros envejecidos que antaño amamos? Comprender no permite ni mucho menos todas las demencias. Y, sin embargo, què sacrificios, què heroìsmos injustificados duermen en nosotros... Es verdad, hay una fe màs alta: la que proponen todas las cruces de los pueblos, y esas mismas cruces que dominan a nuestros muertos. Ella es amor, y en ella està el apaciguamiento. Yo no la aceptarè jamàs; no me rebajarè a pedirle el apaciguamiento que mi debilidad me pide. Europa, gran cementerio donde sòlo duermen conquistadores muertos, y donde la tristeza se vuelve màs profunda adornàndose con los nombres ilustres, no dejas en torno mìo màs que un horizonte desnudo y el espejo que trae la desesperanza, vieja maestra de la soledad. Quizàs morirà tambièn ella, por su propia vida vivida. A lo lejos, en el puerto, una sirena aùlla como un perro sin amo. Voz de las cobardìas vencidas...contemplo mi imagen. Ya no la olvidarè. Imagen moviente de mì mismo, estoy sin amor para ti. Como una gran herida mal cerrada, eres mi gloria muerta y mi sufrimiento vivo. Te lo he dado todo; y, sin embargo, sè que no te amarè jamàs. Sin inclinarme, te traerè cada dìa la paz en ofrenda. Lucidez àvida, ardo todavìa ante ti, llama solitaria y derecha, en esta pesada noche en la que el viento amarillo grita, como en todas esas noches extranjeras en que el viento de lejos repetìa a mi alrededor el orgulloso clamor de la mar estèril... 1921-1925. ENSAYO PRELIMINAR: ANDRE MALRAUX, DESCUBRIDOR DE LAS METAMORFOSIS DE LA PERMANENCIA. Introducciòn a "La Tentaciòn de Occidente". Eva Aladro Vico Viaje interior con viaje exterior, La Tentaciòn de Occidente supone, como creaciòn, la consecuciòn de al menos cuatro formas de viaje: el viaje de dos personajes novelescos procedentes de dos culturas diversas, la europea y la oriental, el uno al lugar de origen del otro, es el primero de ellos. Es un viaje que, asì presentado, produce un mùltiple efecto, pues un chino en Europa experimenta unas diferencias culturales y vitales, no anàlogas, sino inversas, a las que percibe un europeo, un francès, en China. Es un ejercicio intelectual que crea un mapa, en negativo y positivo, de dos intentos de cultura, a los que la proximidad deformante no nos permite conocer y que, por este medio, se nos acercan y se acercan entre sì. Andrè Malraux redacta definitivamente La Tentaciòn de Occidente en 1926, en el barco que le devuelve a Marsella desde Saigòn, utilizando la forma de cartas escritas a Marcel Arland. La versiòn primera de esta obra se publica en la Nouvelle Revue Française con el tìtulo "Cartas de un chino". El segundo viaje tiene lugar cuando, de las percepciones antitèticas de A.D. y Ling, superpuestas en una estructura epistolar fragmentaria, o mosaica, surgen nuevas experiencias que nutren este ensayo màgico con un territorio nuevo: el viaje realizado por dos formas opuestas y complementarias de pensamiento y vida al interior de sì mismas, esclarecidas, como figura sobre fondo, por su misma comparaciòn; y dinàmicas, porque como un caleidoscopio, las formas y cristales simètricos giran, al ser contemplados, sobre su propio eje, y nos ofrecen configuraciones diversas de su materia. Esa figura recortada es el fondo de otra figura, y asì sucesivamente, con rumbo al infinito, tiene lugar una exploraciòn vital. Nadie dirìa que las geomètricas rosas de un caleidoscopio son todas manifestaciones de un ùnico principio y razòn. Fascina la metamorfosis de unas formas en otras, la capacidad germinal y diversificadora de lo que es inamoviblemente bello, diàlogo de perspectivas en ilimitada semiosis, que significa todo. En La Tentaciòn de Occidente, publicada por Malraux a los 25 años, està en germen toda su creaciòn posterior, que cristalizarà en Los Nogales de Altenbourg, donde el salto del àrbol vivo a la talla religiosa traspasa y visita una sima de misterio y belleza que duerme en el cerebro del lector, o en los fragmentarios, luego significativos, episodios de las Antimemorias en que reviven, en plena acciòn de la resistencia francesa, las pinturas de animales en las cuevas ancestrales de nuestra mirada, o en la cautividad sonora de Le Temps du Mèpris, o en el viaje hipnòtico desde la figura de la sangre en un antiquìsimo pedazo de tela hasta la vida de Alejandro Magno de La corde et les souris, y en la teorìa de la Metamorfosis de los Dioses, consecuciòn del estudio de la sensibilidad, presente ya en La Tentaciòn de Occidente. Segùn esta teorìa de Malraux, el arte es un universo religioso, que pone en relaciòn lo visible y lo invisible, como un gigantesco museo imaginario instalado sòlo en el interior del ser humano, sòlo para los ojos de la humanidad viviente, en el que la posibilidad de imprimir huella humana a un proceso divino se convierte en obra y en acciòn. El arte es la materializaciòn de los dioses en forma de constante transformaciòn, es una experiencia transformadora del hombre, constructora del significado, movimiento puro que alimenta una permanencia. El transcurso de la vida de Malraux hasta la primera enunciaciòn de sus teorìas artìstica y humana en La Tentaciòn de Occidente, està tambièn relacionado con la metamorfosis. En 1919, con 18 años, Malraux es ya un erudito formado en las tiendas de los libreros y que muestra su constante curiosidad en el estudio de lenguas orientales, de historia bizantina, de arte y literatura de todos los tiempos. En 1923, Andrè y Clara Malraux reciben la visita de una persona ligada al museo de Colonia que ante sus ojos realiza un ejercicio de comparaciòn y acercamiento entre obras de arte procedentes de civilizaciones diferentes, a travès de yuxtaposiciones ( vid. "Cronologìa de Andrè Malraux" a cargo de François Trècourt, Oeuvres Completes Gallimard). El caràcter episòdico, rìtmico, marca la transiciòn creativa entre una idea y otra en esta obra, como el salto de la vida permite coexistir diversos tiempos en la realidad. Malraux sufre en La Tentaciòn de Occidente el fenòmeno de la conjunciòn de discursos y silencios diversos que componen su forma caracterìstica. El texto original es un ensamblado aglomerado de reflexiones de diversa antigûedad, que el autor variarà en diversas ocasiones -la cita del proverbio malabar que introduce el texto fue descartada en la ùltima ediciòn en vida de Malraux-. Como el pintor que al crear cosas, las halla, el arte y el lenguaje son creaciòn humana pura, y a la vez suponen tambièn la vigencia de los tiempos y las vidas ya pasadas que unifican y reùnen el presente. Los hombres obran al mostrar su apoyo, su consentimiento a procesos imprevisibles e inalcanzables, lo "inhumano" de La Tentaciòn de Occidente. Por eso cada forma artìstica es una acciòn sobre la relaciòn hombre-palabra, hombre-dios, es la fabricaciòn de lo real, y el arte va mutando, transformàndose, "reconocido como acciòn y poder, antes de llegar a ser, màs tarde, antidestino", en palabras del crìtico Daniel Durosay. La visiòn del arte apreciado en cada època revela los dioses que se le han aparecido al hombre de ese perìodo. Nuestro momento cultural ve surgir un museo mundial del arte en el que los hombres son llamados a contemplar masivamente la expresiòn de los dioses provenientes de diversas y muy alejadas culturas. Ese es, para Andrè Malraux, el rasgo caracterìstico de nuestra època: la aceptaciòn del verdadero testimonio del ser humano mundial o la desapariciòn, por desarraigo, de nuestra civilizaciòn y cultura. La urgencia de los dioses en la fundaciòn de una verdadera cultura humana a travès de un autèntico culto al arte, frente a los simulacros de refinamiento que impiden el trabajo de la apertura culta. Esa es una de las grandes tentaciones que Occidente padece, y la que representa para Oriente. En La Tentaciòn de Occidente esta teorìa se expande en ramificaciones muy ricas por su diferente nivel de reflexiòn. La psicologìa humana europea, y su primaria forma de miedo a la muerte expresada en la necesidad de dominio, o sea, de orden, explican, por ejemplo, el culto a la fuerza y la potencia que se ha consagrado en el arte clàsico romano -al que en esta obra se le llama por fin grosero-. La groserìa europea conforma tambièn nuestra sensibilidad sexual dominada por el extrañamiento y el culto a la potencia y no a la realidad. La influencia religiosa ha permitido consagrar la dureza sensible. Esa dureza cristaliza tambièn en nuestros modos de representaciòn artìstica, embobados en su propio poder e incapaces de sugerir algo exterior a ellos. La radiografìa de la cultura occidental nos muestra al pensamiento, al espìritu, como la nueva divinidad de culto, forma nueva de fuerza bruta. Nada en Europa escapa al velado culto al poder en la visiòn de este mundo, y por tanto, a la negaciòn del concepto de cultura: "Lo que desprecio en esos hombres no es que hayan levantado su imperio sobre la potencia (fuerza), sino que lo hayan admirado...¿Què señal indicarìa mejor la barbarie que esa fe?" (Fragmentos Preparatorios de La Tentaciòn de Occidente, en Oeuvres Completes, Gallimard). El problema oriental es la impalpable tragedia de vaciarse de significado al entrar en falso contacto con la "cultura" europea. Oriente se extravìa y confunde en Occidente, pero ni siquiera tiene conciencia de ese derrumbamiento; se mide con una civilizaciòn hueca e incapaz de socorrer la angustia oriental. Los laboriosos èxitos orientales en la bùsqueda de una civilizaciòn que ayude del hombre se ven minados en la misma juventud, que no entiende ya la finalidad de los mismos, y que los reduce al absurdo al contraponerlos con el simulacro europeo. Casi cada uno de los màs esenciales nudos de reflexiòn humana viene a cuento en este intercambio de impresiones. Cada conjunciòn y contraposiciòn de pensamientos genera nuevas ideas y hallazgos para interpretar, por ejemplo, la importancia ignorada que la imaginaciòn tiene en la vida europea, en la que el individuo, nociòn abstracta, adquiere un enorme peso debido a la influencia de la imaginaciòn sobre la sensibilidad. La misma fuerza imaginativa impide a Europa ver el fanatismo con que abraza determinadas nociones. El individualismo europeo supone la cerrazòn a "ese personaje sin individualidad, pero àvido de sensaciones, que se esconde en nosotros" (Fragmentos Preparatorios). El mismo concepto de alma occidental es atacado en este ensayo, al contraponerlo con la idea oriental de la reencarnaciòn a travès de los actos. Pero temas como el de la eternidad experimentable, la libertad de la sensibilidad y de la imaginaciòn, la variedad de las especies en la tierra y su triunfo sobre el culto al hombre, la profunda naturaleza desinteresada del animal humano, que "ignora la muerte" (Fragmentos), la fuerza creadora del museo del pasado que tienen los hombres de hoy, son todos ellos enriquecidos y abonados, pulidos e iluminados por este singular ritual epistolar. No se trata de una crìtica apocalìptica a Occidente, sino de una exègesis pràctica de dos actos de fe diversos, el que crea el lenguaje occidental y el que crea el lenguaje oriental. El rico contenido de La Tentaciòn de Occidente generò sin duda por sì mismo su forma literaria. Obra interdisciplinar e intergenèrica, original y profunda, serìa el primer gran paso de un autor llamado a tener un papel especialmente activo en la vida y la polìtica de su tiempo: Andrè Malraux participò en la guerra española y en la segunda guerra mundial, cabecilla de la resistencia, prisionero de los nazis evadido en varios casos, fue en varias ocasiones ministro de cultura en su paìs bajo el gobierno de De Gaulle, y embajador cultural de Francia en el mundo asiàtico, dada su proverbial formaciòn artìstica. Fue tambièn un erudito editor. Hacia el final de su vida, Malraux tenìa en su poder una estatuilla greco-bùdica que èl llamaba "El genio de las flores". Como un àrbol ramificando en dos retoños entreverados, La Tentaciòn de Occidente es hoy una exòtica figuraciòn de la fina belleza que supo descubrir y conservar. Su mayor aportaciòn, a nuestros ojos, es la de haber trabajado y restaurado con los colores del enigma las imàgenes màs profundas de la esperanza humana. Eva Aladro