LA MISIÓN DE DARÍO Darío miraba pensativo por la ventana de su dormitorio. El día había amanecido más gris que nunca. No se veía a nadie por la calle. No se sorprendió, ya estaba acostumbrado a contemplar la avenida completamente desierta. Llevaba casi dos semanas sin poder salir de casa, los niveles de dióxido de carbono en el aire habían llevado a la alcaldía a recomendar no salir del domicilio hasta nueva orden, por los altos niveles de contaminación. Las medidas llevadas a cabo por el equipo de gobierno no estaban dando resultado. Se había prohibido la circulación a cualquier vehículo privado que fuera a motor, solo se podía circular en trasporte público, ya que tampoco era recomendable el uso de las bicicletas, ¡sería un suicidio respirar ese mortecino aire! La situación se había agravado en los últimos años; Darío no recordaba la última vez que llovió en Madrid. Sus amigos Marta y Félix no estaban conectados, así que decidió subir hasta el desván a curiosear entre las cosas de papá. Sabía que lo tenía prohibido pero nadie se enteraría. Los abuelos estaban descansando en su habitación y su madre leía sentada en el sillón de la salita, justo al otro lado de la casa. Con mucho cuidado de no hacer ruido ascendió hasta llegar a la trampilla y la abrió muy sigilosamente. Introdujo su cabecita por el hueco y echó un rápido vistazo. Al fondo vislumbró lo que buscaba, un enorme baúl con objetos que pertenecían a su padre, muerto en un accidente de tráfico cuando él aún no había nacido. Entró en la buhardilla, cerró la trampilla y encendió la linterna que llevaba en el bolsillo. Le gustaba subir allí para rebuscar entre los cachivaches que guardaba su madre, eran unos objetos súper raros, parecían de otro mundo, “cosas de marcianos”. Lo que más le llamaba la atención era una especie de vara larga, flexible, que tenía unas anillas, por cuyo interior pasaba un hilo fino. Se preguntaba para que podría servirle aquello a su padre. Muy despacio fue abriendo el baúl al mismo tiempo que iluminaba su interior. Encima de todo había una bolsa de tela. La sacó y la puso en el suelo, la abrió con mucho cuidado y extrajo lo que había en su interior. Se trataba de una especie de rombo hecho con una tela, de muchos colorines, atravesado por dos palos del mismo tamaño que el ancho y el largo de sus diagonales. No sabía qué era, pero le pareció muy bonito. Siguió mirando dentro. Esta vez sacó una bolsa también de tela pero mucho más grande y pesada. Lo que contenía dentro lo reconoció en seguida, ¡era una tienda de campaña! Había visto una muy parecida en casa de Marta cuando se quedó allí a dormir una noche. Su amiga la tenía montada en una esquina de su dormitorio. ¡Cómo era posible que tuvieran una y su madre nunca le hubiera dejado usarla! Había pasado ya mucho rato y era probable que estuvieran buscándolo. Decidió que tendría que volver otro día. Cuando estaba a punto de dejar todo en su sitio, descubrió en el fondo del baúl un viejo álbum de fotos. La curiosidad pudo más que el temor a ser descubierto. Lo sacó con mucho cuidado y lo abrió. Una lágrima se le escapó y rodó por su mejilla, allí estaba su padre, sonriendo, con los pies metidos en un riachuelo, y sus manos sujetando un gran pescado. En otra fotografía se veía a su padre y a su madre sentados delante de la misma tienda de campaña que hacía tan sólo unos segundos había descubierto y en otra, papá enseñaba a mamá a hacer volar la tela, ésa con forma de rombo. ¡Parecían muy felices! Era evidente que antes se divertían más que ahora. Podían salir al campo, hacer deporte al aire libre… Sin embargo, él solo podía salir a la calle para ir a la escuela, al médico o de compras y, por supuesto, siempre tomando las medidas adecuadas: debía tapar su boca y nariz con una mascarilla. – ¡Darío! – oyó que su madre le llamaba– ¡Darío, hijo, despierta! ¡Tienes que ir al colegio! – ¿Qué?, ¿Cómo?, ¿Qué pasa? – ¡Darío levántate o se te hará tarde para ir al colegio! ¡Hace un día maravilloso! Darío miro hacia la ventana. Ciertamente hacía un día estupendo, estaba despejado, empezaba a amanecer y los rayos del sol hacían brillar la nieve que hacía pocas horas había caído en Navacerrada. Afortunadamente todo había sido un sueño, pero en ese momento, Darío comprendió, que si no hacían algo pronto, su pesadilla podía hacerse realidad. Así que se levantó de la cama de un salto, con gran determinación. Hoy, en clase, propondría a sus compañeros y a su maestra una misión: “¡Salvar el planeta Tierra!”