| 17 TENDENCIAS | LATERCERA | Sábado 25 de abril de 2015 Un poema de William Blake dice lo siguiente: “Ver un mundo en un grano de arena / y un cielo en una flor silvestre”. El biólogo David George Haskell se lo tomó en serio e intentó hacer lo mismo en un metro de bosque. Escribió un libro al respecto, el cual ha recibido varios premios importantes y fue finalista del Pulitzer. POR: Patricio Tapia entre vidas que cohesionan el tejido de la vida: “Mi sangre puede integrarse al caparazón del caracol a través de un polluelo que se alimenta o al que pica un mosquito de paso, o podemos reunirnos después, dentro de milenios, en el fondo del océano entre las pinzas de un cangrejo o en el intestino de un gusano”. Escalas y moral A lo largo del libro, la naturaleza es normalmente algo pequeño. Haskell, acostado boca abajo, mirando a través de una lupa, se acerca al suelo para tocar la tierra y el musgo, para poder ver detalles en insectos minúsculos o las esporas de algunos hongos. “Somos adornos voluminosos sobre la piel de la vida y nos movemos por la superficie, sólo vagamente conscientes de las multitudes microscópicas que forman el resto del cuerpo”. Haskell se apoya en esa piel para sentir cómo late. Pero la naturaleza no es un ejemplo. Ante la pregunta de si los seres humanos podemos evitar despojar de árboles una montaña, porque, después de todo, así lo hicieron el fuego o el hielo, concluye que es mejor no utilizar a la naturaleza como modelo. Ella permite todo tipo de justificaciones. Señala que más bien se plantea una cuestión moral: ¿Qué parte de la naturaleza queremos imitar?, ¿comportarnos como una glaciación o como el fuego y el viento?, ¿talar todo el bosque o sólo unos pocos árboles? Nos informa que, en realidad, no somos ni una glaciación ni un vendaval, sino algo nuevo, porque hemos cambiado el bosque con la magnitud de una glaciación, pero a un ritmo mil veces más rápido. “En el siglo XIX se arrancaron más árboles de los que la Edad de Hielo consiguió arrancar en cien mil años”. Cosmos En el centro de En un metro de bosque está el argumento de una profunda interconexión entre las personas y la naturaleza, una relación que se da desde lo molecular a lo cósmico. Un día, Haskell tiene un problema cardíaco que lo lleva al hospital y allí a una meditación sobre la relación con la naturaleza mediante los medicamentos que le dieron, derivados de las plantas, y que se colaron en sus células: “Ahora entiendo lo íntimamente que mi ser físico está ligado a la comunidad de la vida. En el marco de la vieja lucha bioquímica entre plantas y animales, estoy vinculado al bosque a través de la arquitectura de mis moléculas”. Lo mismo se aplica a realidades duras (extinciones de especies o hábitats que desaparecen) e incluso desagradables, como los ciclos parasitarios, suerte de monstruos “Alien”, de las moscas taquínidas en los saltamontes longicornios, de los gusanos nematomorfos en los grillos o de las avispas en la orugas: desovan en ellas y se las van comiendo lentamente, dejando para el final los órganos vitales (el ciclo de esta avispa le parecía incompatible a Darwin con un Dios caritativo y todopoderoso). No le importan los argumentos de que las orugas no tienen conciencia o que no sienten dolor: “Darwin defiende que toda la vida está hecha de la misma tela, de manera que no podemos desestimar los nervios crispados de las orugas basándonos en que solo nuestros nervios causan dolor de verdad. Si aceptamos la continuidad evolutiva de la vida, no podemos cerrar la puerta a la empatía con el resto de los animales. Nuestra carne es su carne. Nuestros nervios están construidos a partir del mismo esquema que los de los insectos. Descender de un ancestro común implica que el dolor de la oruga y el del ser humano son parecidos...”.T