1. La Conferencia de Hendaya - Foro Fundación Serrano Suñer

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Capítulo 1
LA CONFERENCIA DE HENDAYA
Serrano Suñer en Berlín
El 13 de septiembre de 1940 Ramón Serrano Suñer, concuñado de Franco y
ministro de Gobernación en el segundo Gobierno del Generalísimo, parte hacia Berlín
como enviado y representante del jefe del Estado. Acude a la capital del Tercer Reich a
requerimiento de Hitler, para precisar las condiciones de la intervención de España en la
Guerra Mundial como aliada de Alemania. Escoltan a Serrano Eberhand von Stohrer,
embajador alemán en Madrid, y un séquito a todas luces excesivo, como lo reconocerá
el propio ministro en sus Memorias, aparecidas la friolera de treinta y siete años después.
Figuran en la comitiva consejeros nacionales como Dionisio Ridruejo, Miguel
Primo de Rivera, Manuel Halcón, Manuel Mora Figueroa y Antonio Tovar; futuros
ministros como Demetrio Carceller; altos mandos militares como el general Antonio
Sagardía, jefe de la Policía Armada, y el teniente coronel Hierro; un alto y experto
funcionario de la Comisaría de España en Marruecos y el director de la Agencia Efe. A
doble título de consejero nacional y secretario intérprete de la misión viaja Tovar con
Serrano. Aunque lea la lengua de Goethe y conozca la literatura alemana, cuando tres
decenios después, desengañado del franquismo y el fascismo, profesen filología clásica
en Tubinga, todavía se valdrá de intérpretes locales para explicarse en clase. En Berlín
se limita a «retraducir» -la expresión viene de su ministro- la poca adecuada versión en
que Gross, el truchimán de Hitler, traslada las respuestas de Serrano1.
Serrano Suñer no será ministro de Asuntos Exteriores hasta el 18 de octubre de
1940, a dos semanas vista de la Conferencia de Hendaya. En aquella cartera le precede
el general Juan Beigbeder. Arabista, excelente conocedor del alemán antiguo y de la
Alemania nazi, además de alto comisario en Marruecos, a Beigbeder lo descartaron
Franco y Serrano como posible interlocutor de Hitler: es anglófilo y mantiene buena
amistad con el embajador británico, sir Samuel Hoare. Pronto Beigbeder, el general
Antonio Aranda y el delegado de la Agencia Efe en Berlín, Ramón Garriga, serán los
primeros en sostener y razonar la posible victoria aliada en la contienda mundial.
1
El viaje de Serrano Suñer a Berlín, su escolta y partida de Madrid el 13 de septiembre de 1940, me fue
referido en diversas ocasiones por Ramón Serrano y, una sola vez, un año antes de su muerte, por
Dionisio Ridruejo. A propósito de la nutrida escolta de Serrano, dijo Ridruejo: «Aquello, más que un
séquito, era un carnaval.» «Un carnaval hacia Dios, como vuestro imperio en aquellos días», asentí,
Dionisio reía de buena gana.
Véase también Serrano Suñer, Entre Hendaya y Gibraltar, 261-264; Garriga, La España de Franco. Las
relaciones secretas con Hitler, 180-181; ibíd., Franco-Serrano Suñer. Un drama política, 179-180; Saña,
175-178 y Preston, Franco. «Caudillo de España», 171-173.
Para entonces Beigbeder, cesado después de un breve tránsito por su ministerio,
escribe a una amante que no llegará a desposar: «Claro que nos casaremos, cariño mío.
En cuanto reviente el enano del Pardo.» Franco ignora semejante juicio de valor acerca
de su persona, pero ya entra en las iglesias bajo palio como si fuese el Santísimo
Sacramento. También desconfía del contradictorio temperamento de Beigbeder. En
África tan pronto se encerraba en un monasterio como en un prostíbulo. Por una ironía
del destino, el propio Serrano Suñer había propuesto a Beigbeder para el Ministerio del
Exterior. Lo aceptó Franco no sin explícitas reservas acerca de la salud mental del
arabista.
Desestiman Franco y Serrano la candidatura del general Juan Vigón, aunque ya
se haya entrevistado con el Führer en Bélgica el 16 de junio de 1940. Antiguo jefe del
Estado Mayor del Generalísimo en la Guerra Civil, monárquico y germanófilo, no
creerá posible la derrota del Reich hasta casi el final de la contenida. Con Wolfram von
Richthofen, jefe del Estado Mayor de la Legión Cóndor, ha planeado y dirigido el
bombardeo por saturación de Guernica el 26 de abril de 1937. En la Bélgica ocupada,
Vigón recordó a Hitler y a su titular de Exteriores, Joachim von Ribbentrop, una previa
carta de Franco, ofreciéndose a servirle donde y cuando el Führer lo dispusiera. Pero
también reveló el general entonces los temores de Franco a un posible desembarco de
los Estados Unidos en Canarias o Marruecos. Insistió Vigón en las reivindicaciones
sobre Gibraltar y Tánger, así como sobre el Marruecos francés y parte de Argelia.
Precisamente cuatro días antes el Gobierno español había cambiado su neutralidad en
«no beligerancia», y la antevíspera el coronel Juste ocupaba «temporalmente» la ciudad
internacional de Tánger.
Aunque Hitler accediera enseguida acerca de Gibraltar y Tánger, se mostró
reticente y evasivo sobre las otras peticiones. La antevíspera de su encuentro con Vigón,
la Wehrmacht había ocupado un París poco menos que indefenso. (En Berlín Dionisio
Ridruejo dijo entonces a Ramón Garriga que los alemanes ya habían ganado la guerra
Mundial y pertenecían a una raza superior. La primera de aquellas evidencias le
deleitaba como falangista. La segunda le repelía como cristiano. Tartajeando replicó
Garriga: «No son una especie suprema, y en 1945 habrán perdido esta guerra, en mitad
de una catástrofe sin precedentes en toda la historia de Alemania. A ti se te conoce
enseguida que eres un paleto de Burgo de Osma.»)
Siete días después, invadidas dos terceras partes del territorio nacional,
capitulaba Francia en el bosque de Compiègne. Quiso Hitler que se firmara el armisticio
en el mismo vagón de tren donde se rindieran los alemanes en 1918. Sin embargo, el
canciller alemán no estaba dispuesto a humillar innecesariamente al mariscal Philippe
Pétain, cediendo a Franco despojos del imperio colonial francés. Además, aún tenía
Hitler la esperanza de que Londres se doblegara y firmase otro armisticio. El 19 de julio,
el Führer lanzaba desde el Reichstag su ultimátum al Reino Unido 2.
2
Acerca de Beigbeder, Vigón y Hitler, véase Garriga, Franco-Serrano Suñer. Un drama político, 79-80 y
Preston, Franco. «Caudillo de España», 443-444. La información fundamental de Garriga, en este caso,
deriva de confidencias muy posteriores de Serrano Suñer. Las relaciones amorosas de Beigbeder -«...en
cuanto reviente el enano del Pardo»- provienen de otras reminiscencias de Serrano, en el Sporting de
Figueras y en presencia de Garriga, Rafael Borràs y Víctor Ferreras en otoño de 1982.
La responsabilidad de Vigón, en cierto modo mayor que la del propio Von Richthofen, en la destrucción
de Guernica, así como la correspondencia de aquél con Kindelán, en Thomas y Witts, 119-123 y 197-198
y Kindelán, 78-81.
William Shirer, el corresponsal estadounidense que narraría la bárbara saga del
Tercer Reich, creyó entonces que Hitler había pronunciado el mejor de sus discursos.
Absteniéndose de incurrir en sus habituales estridencias e histrionismos, aseguró al
Reichstag que el pueblo británico no creía en la necesidad de mantener la lucha.
Únicamente Winston Churchill y su Consejo se empeñaban en proseguirla, mientras
ponían a cubierto a sus hijos y sus fortunas en Canadá. Como generoso vencedor, él
ofrecía a Gran Bretaña una paz muy digna. No mendigaba favores y limitábase a hablar
en nombre de la razón.
De anochecida, sin molestarse en consultar con la residencia del primer ministro
británico en el número 10 de Downing Street, la British Broadcasting Corporation (BBC)
rechazaba airadamente la propuesta del Führer. Winston Churchill se mostró muy
satisfecho de que la emisora dispusiese la historia por su cuenta, al menos en semejante
ocasión. La BBC parafraseaba su propio discurso en la toma de posesión de la
presidencia del Gobierno: si desembarcaba el invasor, los británicos combatirían en las
playas, los campos, las calles y las casas. Calle por calle y casa por casa. Pero nunca
sucumbirían ni capitularían aunque tuvieran que defenderse con cuchillos cascos de
cerveza.
Franco barajó convicciones bastante distintas de las churchillianas acerca de
aquel conflicto. Un año antes, cuando un voluntario inglés en las Brigadas Navarras –
Peter Kemp- se despedía de él al término de la Guerra Civil, le pidió el Caudillo su
dictamen sobre el porvenir europeo. Kemp creía inevitable «the Second Great War», y
disponíase a servir a su país, contraviniendo sus íntimas convicciones políticas. Replicó
Franco, con sonrisa de suficiencia, que otra Guerra Mundial era imposible.
En el verano del año siguiente Franco tenía la certeza de que el Reino Unido
capitularía en cuanto el sentido pragmático de Churchill se impusiera a las bravatas de
su belicismo. Con la fe ciega de Ridruejo, también supondría poblado el Reich por una
raza suprema, aunque acaso matizara semejante convicción con reservas de trastienda
gallega. Al fin de cuentas, aun antes de declarada la Guerra Mundial, a través de gestas
dignas de Alejandro o Gengis Khan, Hitler se había apoderado de Austria en 1938, de
Checoslovaquia en marzo de 1939 y de Dantzig en agosto de aquel mismo año. El 28 de
septiembre, el Führer rendía al ejército polaco para repartirse aquel país con Stalin. En
la primavera siguiente llegaba el turno de Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda y
Luxemburgo. El 16 de junio dimitía el Gobierno de Paul Reynaud en la Francia
invadida y el mariscal Pétain solicitaba las condiciones del armisticio.
Como Vigón se lo recordaría a Hitler, el primero de junio Franco le felicitaba
por todas sus victorias y ofrecía sus servicio donde fuesen más valiosos. Pero el 19 de
aquel mismo mes la embajada española en Berlín entregaba a Ernest von Weizsäker un
memorándum reiterando las demandas africanas. En pago de Gibraltar, el Marruecos
francés y el Oranesado, España comprometía su entrada en la guerra contra el Reino
La fácil ocupación de París, donde el mariscal Fedor von Bock tuvo tiempo de adquirir unas baratijas para
la esposa antes de la llegada de sus tanques, en Toland, 838-839. La conversación sostenida aquella tarde
en Berlín entre Ridruejo y Garriga acerca del desenlace final de la contienda, me la refirió Ridruejo un
año antes de su muerte y vino a confirmármela Garriga por teléfono al fallecimiento de Dionisio. Creo
que el orden de sus confidencias los honran a los dos. Como de costumbre, tartamudeaba Garriga: «Es
posible que yo dijese 1944 y no 1945. No lo recuerdo exactamente.»
Unido. Franco reclamaba también armamento, alimentos, petróleo y materias primas
imprescindibles. A la vuelta de seis días, Weizsäker cursaba la respuesta alemana. El
Tercer Reich anotaba las pretensiones españolas y haría pronta entrega del armamento
solicitado. El 18 de julio, aniversario oficial del principio de la Guerra Civil, Franco
prometía poner en pie dos millones de combatientes, en defensa de todos los derechos
patrios3.
En vísperas de la contienda mundial todavía se esforzaba por demorarla el
mariscal del aire Hermann Goering. Al conocer la declaración de guerra de Gran
Bretaña al Reich, recién invadida Polonia, había exclamado Goering: « ¡Dios nos valga
si ahora volvemos a perder!» No obstante, en el verano de 1940 tenía la certeza de que
su Luftwaffe doblegaría a la Royal Air Force (RAF) y haría posible el desembarco en
Inglaterra. El 15 de agosto, en la primera gran batalla aérea de la historia, caían 105
aparatos alemanes frente a 34 de la RAF. Los Hurricanes y Spitfires volaban más
rápidos que los Stukas, y el radar hacía su decisiva aparición en las costas británicas.
Precisamente entonces cometió Goering el primero de sus grandes errores tácticos
ordenando que cesaran los ataques a las instalaciones de radar, puesto que nunca
parecían dañadas.
Anticipando una victoria en el aire que aún permanecía incierta, el 20 de agosto
pronunciaba Churchill en los Comunes una de sus sentencias más lapidarias y
difundidas: «Nunca tantos debieron tanto a tan pocos», refiriéndose al esfuerzo del
personal de la aviación. No obstante, el 6 de septiembre la RAF había perdido la cuarta
parte de sus efectivos, y contaba doscientas treinta bajas entre muertos y heridos graves.
Los restantes volaban agotados por sus muchas salidas diarias. Al día siguiente, el
mariscal Goering incurría en otro desatino táctico suspendiendo los ataques a los
aeródromos para concentrarlos en el casco urbano de Londres. Aunque Churchill se
sumiese en una honda depresión temiendo que los alemanes destruyesen media City y el
Rey tuviera que negarse a ser evacuado con su familia, cobraron un respiro los cazas
británicos para rehacerse y reorganizarse.
En represalia por los ataques sobre Londres, la RAF bombardeó dos veces Berlín,
el 24 y el 28 de agosto. Antes baladroneaba Goering que él sería in judío, apellidando
Meyer, el día que los bombardeos británicos atacaran el Tercer Reich. El humor negro
alemán cerraba el verano con toda suerte de chanzas acerca del Reichmarshall «Meyer
Pour le Mérite» (en alusión a la más alta condecoración militar alemana, que le fue
concedida a Goering en la Primera Guerra Mundial). El 15 de septiembre, víspera de la
llegada de Serrano y su séquito a Berlín, se libraba el combate decisivo en la batalla de
Gran Bretaña.
En tanto la RAF perdía únicamente 34 aparatos, los Spitfire y Hurricane
derribaban 34 bombarderos alemanes y 20 cazas. Seguirían los ataques nocturnos a
3
El discurso de Hitler, el 19 de julio de 1940, así como la rápida y enfurecida respuesta de BBC, en
Shirer, 990-995. La orden ultrasecreta para preparar el desembarco, en ibíd., 990, y Churchill, 379-380.
La poco convincente profecía de Franco a Peter Kemp, en Kemp, 243-245. La carta de Franco a Hitler «No es necesario que le asegure cuán grande es mi deseo de no distanciarme de sus preocupaciones y
cuán grande mi satisfacción de proporcionarle los servicios que considere más valiosos...»-, así como los
contactos diplomáticos con Weizsäker, en Garriga, La España de Franco, 153-153; ibíd., Franco-Serrano
Suñer, 72-73 y Preston, Franco. «Caudillo de España», 442-443. La batalla de Gran Bretaña, en Shirer,
116-126. También en Churchill, 389-399.
Londres hasta el 3 de noviembre, pero no volvieron los diurnos hasta el invierno de
1945, cuando Werner von Braun ensayó sus cohetes balísticos, los V-2, sobre la capital
británica. Hitler había resuelto demorar la invasión de Inglaterra «hasta la primavera o
el verano siguiente». De hecho renunciaba secretamente a rendir al Reino Unido con
bombardeos, que sólo mantuvo por exclusivas razones políticas4.
Todavía en agosto abría la prensa alemana una inesperada campaña contra la
España de Franco. Puntualmente tradujo y envió Garriga a Serrano Suñer aquellas
críticas y verídicas observaciones. Casi devastado había sobrevivido el país a la
contienda civil. No podía reactivar la economía ni las exportaciones sin créditos
extranjeros, algo que la guerra en Europa hacía imposible. Prohibían los Estados Unidos
la venta de gasolina a España, aunque durante la Guerra Civil Texaco suministró
gratuitamente a Franco todo el petróleo que necesitaba. A su vez imponía el reino Unido
los navy certificates, o autorizadas revisiones de las mercancías transportadas. También
el 2 de agosto llegaba a Berlín un nuevo embajador español, el general Eugenio
Espinosa de los Monteros. Hablaba perfectamente el alemán y llevaba su deferencia
hacia los nazis a serviles extremos que exasperarían a Serrano Suñer.
El 6 de septiembre el almirante Erich Raeder preguntaba a Hitler por sus
propósitos si fracasaba la campaña aérea sobre Gran Bretaña. Como jefe de la Armada y
miembro del gabinete secreto del Führer, no ocultaba Raeder el convencimiento de que
el desembarco alemán en Inglaterra era poco menos que imposible. Tan pronto empezó
a dispersarse Hitler, parloteando sobre Suez, Noruega, los Estados Unidos, el imperio
Francés y la hipotética unión de las «Alemanias septentrionales», le interrumpió el
almirante y expuso su propio proyecto para vencer a los británicos.
Alemania excluiría al Reino Unido del Mediterráneo con la ocupación de
Gibraltar y Suez, las llaves del poder imperial británico. Pero deberían ser arrebatadas o
cedidas las Azores y las Canarias, para que el Reich estableciera en aquellos
archipiélagos unas bases militares que en su día se enfrentarían a la Armada británica y
acaso también a la estadounidense. En tal contexto sería indispensable la activa
participación de España al lado de Alemania. Hitler escuchó las ideas de Raeder, pero
objetaba que no podría repostar en las Canarias la aviación, puesto que los submarinos
no transportaban petróleo. Replicó el almirante que aquel impedimento hacía
inexcusable la intervención de Franco, para que los barcos cisterna abastecieran a la
Luftwaffe en los puertos españoles. Se abstuvo Hitler de tomar una inmediata
resolución, pero pidió la pronta venida de Serrano a Berlín 5.
4
La campaña de prensa alemana acerca del agotamiento económico de España, en agosto de 1940, en
Garriga, La España de Franco, 159-161. La entrevista de Raeder con Hitler, el 6 de septiembre de 1940,
con la exposición del almirante de un posible cambio estratégico para vencer al Reino Unido con la
ocupación de Gibraltar, en Shirer, 1065-1067, y Toland, 859-860.
5
La semblanza de Serrano Suñer, sus relaciones personales y políticas con Franco y José Antonio Primo
de Rivera proceden de diversas conversaciones con Serrano. También de Entre el silencio y la
propaganda, la historia como fue, 31-63; Saña, 27 -37; García Lahiguera, 27 -66 y Borràs, «El chivo
expiatorio». Véase la perceptiva semblanza que hace de Serrano el yerno de Mussolini en 1939, aunque
luego terminen distanciándose, en Ciano, vol. I, 126-128. La unificación de los partidos en la Salamanca
«campamental» de la Guerra Civil, así como los acontecimientos salmantinos de la noche del 17 de abril
de 1937, en Hedilla y García Venero, 150-165, 457-46º, 466-476, 492-496 y 522-555; Southworth, 150165 y 192-210 y Alcázar de Velasco, 20-26, 194-202, 180-190, 217-227 y 243-246.
Las ambiciones políticas de Serrano, como futuro ministro de Asuntos Exteriores, contempladas por
Mussolini y su yerno, aunque Serrano asegure que Ciano miente en aquel caso, en Saña, 188-189.
OBEDIENCIA AL FÜHRER
Ramón Serrano Suñer es muy distinto del general Vigón. Estudió leyes sacando
matrículas de honor en todas las asignaturas y tiene el más brillante expediente
académico de España. Obtuvo por oposición un puesto de abogado del Estado con
destino en Zaragoza y allí conoció, deslumbrándolos inmediatamente, al director de la
Academia Militar, Francisco Franco, y a su esposa, Carmen polo. En febrero de 1931
casó con la hermana menor de Carmen, Ramona o Zita polo. Fueron sus padrinos de
boda Franco y José Antonio Primo de Rivera, con quien mantenía estrecha amistad
desde sus días de estudiante.
Volverían a encontrarse Serrano y José Antonio en el Parlamento de la
República, donde Serrano era diputado de la Confederación Española de Derechas
Autónomas (CEDA) de Gil Robles. Serrano Suñer se negó a entrar en Falange por
discrepancias personales y jurídicas con toda forma de violencia callejera. Cuando en
noviembre de 1936 condenaron a muerte a José Antonio Primo de Rivera, encarcelada
en Alicante, nombró a Serrano uno de sus dos albaceas.
Estallada la contienda y apresado en agosto de 1936, sobrevivió Serrano a la
saca de la Cárcel Modelo, aunque dos hermanos fueron asesinados en Madrid. Gracias
al doctor Marañón, en cuya clínica consiguió alojarlo el diputado socialista Jerónimo
Bugeda, pudo huir de Madrid con su familia y llegar a Salamanca el 20 de febrero de
1937. Franco despachó un automóvil a la frontera, donde recogería a la familia de su
concuñado, aunque no intentara antes canjear a Serrano. Posiblemente, al abrazarse en
un saloncito del palacio arzobispal salamantino, ninguno de los dos presentía que
Serrano iba a convertirse en el segundo poder político de la España rebelde.
En Salamanca encontró Serrano lo que él llamaba «un Estado estrictamente
campamental». Pronto indujo a Franco a crear otro con fundamentos jurídicos y a
escoger un gobierno que sustituyera a la Junta Técnica «presidida» por el general Fidel
Dávila. Todo ello fundado en principios de orden y autoridad y no en criterios
democráticos, que ambos suponían periclitados. No se imaginaba Serrano que sus
gestiones perpetuasen el poder vitalicio y absoluto de su concuñado, sumando entonces
la presidencia del Gobierno a la jefatura del Estado y el supremo mando de las Fuerzas
Armadas.
Un mando político y militar, como lo concebía y llamaba el propio Franco, que
nadie tuvo antes ni volvería a asumir en España. Por añadidura, a raíz de un tiroteo entre
falangistas, soldado en Salamanca con dos muertos la noche del 16 al 17 de abril de
1937, desaparecía Falange Española y la remplazaba una nueva entidad que pasaría a
denominarse «Movimiento Nacional», bajo la inamovible jefatura de Franco.
Unificados los partidos, Manuel Hedilla –jefe nacional de Falange en «ausencia»
de José Antonio ya fusilado –fue condenado a doble pena de muerte por rechazar la
presidencia de la Junta Política en el Movimiento y por el asesinato de los dos
falangistas la madrugada del 17 de abril. A instancias de Serrano y del primer
embajador alemán, Wilhelm von Faupel, le serían conmutadas sus máximas penas. El
30 de febrero de 1938 Serrano se reservaba la cartera de Interior en el primer Gobierno
del Generalísimo, aunque todo el mundo supiese que era la eminencia gris de su
concuñado. Galeazzo Ciano, el todopoderoso ministro degli Esteri en Italia, creía que
Serrano aspiraba a Asuntos Exteriores en España. El suegro de Ciano, Mussolini, le
aconsejaba olímpicamente un puesto más alto: «Guardate, caro amico. Franco debe de
ser cabeza del Estado y mandar en el Ejército. Pero usted le corresponde la jefatura del
Gobierno»6.
Apenas aposentado con su séquito en el Hotel Adlon, de Berlín, Serrano Suñer
sostiene dos encuentros con su homólogo Joachim von Ribbentrop. Después de haber
forjado Ribbentrop el pacto de Alemania con la URSS (Hitler envidia su poliglotismo,
pues Ribbentrop habla perfectamente el francés y el inglés), lo llama el primer talento
del Consejo y lo supone un nuevo Bismarck. En realidad es un antiguo corredor de vino,
torpe y ensoberbecido, que introdujo al partido en el mundo de las finanzas y la
aristocracia por su matrimonio en la alta sociedad.
Empieza brutalmente Ribbentrop, preguntando a Serrano cuándo intervendrá
España en la contienda junto al Tercer Reich. Para desviar la acometida, recurre Serrano
a la consabida amistad de ambos países y las reivindicaciones españolas pendientes.
Enseguida traslada el discurso a la desastrosa situación española, falto el país de
adecuados transportes, trigo, gasolina, caucho y nitratos. Los índices de renta per cápita
son todavía inferiores a los de 1935, y aunque Serrano todavía lo ignore, esos niveles no
se superarán hasta 1951.
Teóricamente cuenta España con un ejército de medio millón de soldados
encuadrados en veintiséis divisiones. Pero toda esa tropa, muy mal armada, sirve hasta
dos o tres años para mitigar el paro de una juventud hambrienta y cesante. A Ribbentrop
tales cifras le parecen exageradas y se muestra indiferente ante las reivindicaciones
africanas. De su actitud deduce Serrano que Hitler nunca satisfará las demandas
coloniales de Franco, para no perder la alianza y el vasallaje de la Francia de Pétain.
Por la noche, conversando en francés y sin intérpretes, propone de improviso
Ribbentrop la cesión de una base militar en las Canarias justo con Añadir y el cabo
Mogator, en territorio francés. Desprevenido ante aquella solicitud nunca anticipada y
sugerida a Hitler por el almirante Raeder, replica Serrano que las Canarias «son una
provincia de la misma patria». Le replica Ribbentrop que también forman parte de la
defensa euroafricana frente al imperialismo estadounidense, y añade despectivamente
que sólo al Generalísimo le corresponde resolver aquella cuestión.
Serrano asiente, pero asegura a Ribbentrop que cursará la propuesta sin expresar
a Franco su personal e inamovible oposición. Consultado el Caudillo, por especial
correo aéreo entre él y Serrano, muestra su absoluta conformidad en lo de Canarias,
aunque acaso se pueda renunciar a Añadir y al cabo Mogador. También por primera vez
da a entender a Serrano que España demoraría su intervención si la resistencia del Reino
Unido se prolongase indefinidamente7.
6
Para la entrevista de Serrano con Ribbentrop en Berlín, véase Serrano, Entre Hendaya y Gibraltar, 261270; Garriga, La España de Franco, 180-184; ibíd, Franco-Serrano Suñer, 80-81; Saña, 176 «Ribbentrop era un hombre envarado y arrogante»-; Preston, Franco. «Caudillo de España», 472-473;
Hitler, 568-569; Burdick, 44-46 y Detweiler, 37-42. La petición de la zona de Agadir y Mogador, así
como las reacciones de Serrano y Franco acerca de la demanda de una base en Canarias, en Tusell,
Franco, España y la II Guerra Mundial, 137 -139.
7
El recuerdo que tenía Serrano de Hitler, como él lo vio en el Congreso de Nuremberg de 1937, así como
el vaticinio de Hitler, en aquel congreso, de que a partir de 1940 todos los juegos olímpicos se celebrarían
Al día siguiente se encuentra Serrano Suñer con Hitler. Invitado dos años antes
al Congreso del Partido en Nuremberg, sólo lo vio entonces de lejos. Cuatro décadas
después rememorará sardónicamente haberle dicho el Führer a Albert Speer en aquella
ocasión que todos los juegos olímpicos se celebrarían en Alemania a partir de 1945,
porque entonces el Reich dominaría el mundo. Hitler habla encarecidamente a Serrano
de los Stukas, llamándolos por su nombre completo (aviones de combate en picado),
pero calla o pasa por alto que ya fueron superados por los cazas británicos y retirados de
la batalla de Gran Bretaña.
Un tanto para asombro de Serrano, con Ribbentrop asiste a la entrevista el
almirante Wilhelm Canaris. Aunque Serrano todavía lo ignore, Canaris, que habla
impecable castellano y se mueve a sus anchas en Madrid al margen del Ministerio de
Asuntos Exteriores, informó secretamente al Estado Mayor alemán. Dijo que España
vivía una desesperada situación económica y que Franco contaba con la enemistad de la
iglesia y el generalato monárquico. No entraría en la guerra sin tener la irrebatible
seguridad de una victoria alemana. También quiso prevenir a Hitler de que el
Generalísimo no era un héroe, sino un tergiversador y un mamarracho.
Las conversaciones se interrumpen unos días, cuando Ribbentrop viaja a Italia
para entrevistarse con Ciano y darle cuenta de lo tratado en Berlín. Afirma en Roma que
el Führer no se muestra del todo reacio a las reclamaciones africanas de Franco, a
sabiendas de que un contrariado Mussolini considera el Mediterráneo un futuro «lago
italiano». Expresa el firme convencimiento de que Serrano firmará un protocolo con las
condiciones de la intervención española y asegura que en menos de un mes, en cuanto
suene el primer cañonazo contra Gibraltar, el Caudillo se unirá a la victoriosa lucha de
las fuerzas del Eje. Ciano, opuesto a la intervención italiana en su fuero más íntimo,
escucha aquellos vaticinios con escepticismo.
Falto de autoridad para ello, Serrano Suñer se niega a firmar cualquier protocolo
en Berlín. Mientras Ribbentrop se encuentra en Italia, viaja por Bélgica y Francia
invadidas. Le impresiona el poderío militar alemán, pero no deja de advertir que la
batalla de Gran Bretaña dista de resolverse a favor del Reich. Antes de volver a Madrid
acuerda una próxima entrevista entre Franco y Hitler en el sur de Francia. De todas las
divagaciones y bravatas del Führer, guarda el recuerdo de una frase terrible y canallesca
que el dictador repetiría en Hendaya: «Soy el dueño de Europa. Tengo a doscientas
divisiones bajo mi mando. Es preciso obedecerme». Diez de aquellas divisiones
permanecen estacionadas en la Francia ocupada, al pie del Pirineo8.
en Alemania, en Speer, 110-111. El encuentro de Serrano con Hitler, tres años después, en Entre Hendaya
y Gibraltar, 270-276; Garriga, La España de Franco, 184-192; ibíd., 80-82 y Preston, Franco. «Caudillo
de España», 473-477. También varias conversaciones con Serrano Suñer acerca de Hitler y Ribbentrop.
La frase de Tovar en el Club de Prensa de Berlín, acerca de la imposibilidad de que España entrara en la
guerra si no asesinaban previamente a Serrano, me fue citada y comentada por Garriga y Serrano.
También la referiría Garriga a Rafael Borràs, Heleno Saña y Antonio Padilla.
8
Pata el break de Alfonso XIII, con sus sacudidas y goteras; la verdadera demora del tren en Hendaya;
los encuentros de Franco y Serrano con Hitler; el protocolo secreto y las confrontaciones del ministro con
el embajador de España en Berlín, véanse Serrano Suñer, Entre el silencio y la propaganda, la historia
como fue, 283 -308 y 311-315; Garriga, La España de Franco, 209-213; ibíd., Franco-Serrano Suñer, 8284; Preston, Franco. «Caudillo de España», 491-498; Detweiler, 56-62 y Burdick, 50-54. También mi
artículo «En torno de la entrevista de Hendaya».
HENDAYA
Franco llega a Hendaya con una convicción inamovible. En junio de aquel año
petulantemente ofrecía sus servicios al embajador británico, sir Samuel Hoare, para
tramitar un pronto armisticio. Sin embargo, un informe de su agregado naval en Roma –
Álvaro Espinosa de los Monteros, hermano del embajador en Berlín- vino a mudarle el
tornadizo criterio. Un Goering desengañado y deprimido había confesado a Espinosa la
ineficacia de los bombardeos sobre Inglaterra. Persistía la fe de Franco en el triunfo de
Hitler: la victoria de la nietzscheniana voluntad de poder, la habría llamado la cineasta
Leni Riefenstahl. Pero el fracaso de la Blitzkrieg hacía inevitable una contienda
indefinida y duradera.
Pese a un informe del Estado Mayor detallado la imposibilidad de intervenir en
la Guerra Mundial, cuando la Armada, las Fuerzas Aéreas y el Ejército carecían de
combustible, unidades apropiadas e imprescindible mecanización, junto con un pueblo
famélico y reacio a soportar mayores sacrificios, Serrano mantendrá la intuitiva
certidumbre de que Franco se habría unido a un ataque a Gibraltar, de haber accedido
Hitler a sus pretensiones africanas. Nadie podía asumir entonces que un sarcástico
destino le obligaría a ceder el protectorado español, en mayo de 1956, llegada la hora de
la descolonización y sólo mes y medio después de abandonar Francia su propio
Marruecos. Mientras, en vísperas de su vuelta a Madrid, diría Antonio Tovar en el Club
de Prensa de Berlín que España no intervendrá en la contienda si no asesinan antes
Serrano Suñer.
En el break o vagón de cuatro ruedas de Obras Públicas, que fue de Alfonso XIII
y prendieron a un tren presuntamente restaurado para el viaje, llegan a Hendaya Franco
y Serrano a las tres y media de la tarde del 23 de octubre de 1940. Hitler y Ribbentrop
llevan diez o quince minutos aguardándolos en el andén. Para desazón del Caudillo, le
impone una mínima demora el desastroso estado del tendido ferroviario. No obstante, su
retraso no alcanza la hora larga que le atribuirá Paul Schmidt, intérprete de Hitler para el
francés e inglés, que acude a Hendaya aunque allí no actúe. Sólo ejercen de traductores
Gross y el barón Luis de las Torres.
Tan deplorable es el tren del Generalísimo que una sacudida casi lo estrella
contra el andén de Hendaya, cuando se inclina reverencioso y sonriente hacia Hitler en
la plataforma abierta. Poco antes, en nombre de una trivial cortesía, le repetía lo que dijo
aquella tarde: «Si un día el Führer me necesita, sepa que siempre me tiene a su
disposición», frase que en ninguna de las dos ocasiones tradujo Gross,
momentáneamente distraído. De tal modo arranca la locomotora, que sólo el general
José Moscardó, jefe de la Casa Militar, alcanza a prender a Franco por el faldón de la
guerrera y le impide caer de bruces por los peldaños del estribo. De vuelta a San
Sebastián, donde Franco y Serrano se alojarán en el palacio de Ayete, un chubasco
otoñal abre goteras sobre su mesa de trabajo.
A las cuatro menos veinte de la tarde empiezan las conversaciones en el tren de
Hitler. Subraya el Führer la importancia de aquella reunión, recién vencida Francia y en
la víspera de su encuentro con Pétain en Montoire. Enseguida deriva hacia la hipotética
Europa del «nuevo orden», en la que corresponderá a España el puesto que merezca su
participación en la victoria. Es de imperativa urgencia que sepa el Reich cuándo y hasta
qué punto cuenta con la participación bélica española, para proporcionar al país la
debida ayuda táctica y estratégica.
Reafirma Hitler su mentirosa certeza de que la batalla de Gran Bretaña toca su
fin y el Reino Unido se dispone a rendirse. Apresuraría el triunfo la ayuda española en
un ataque conjunto a Gibraltar. Si Franco desperdicia semejante oportunidad de hacerse
con el peñón, jamás tendrá otra parecida. Reconoce el Führer «el derecho histórico
español» sobre todo Marruecos y el Oranesado, pero añade cínicamente carecer de
autoridad en el imperio colonial francés. Acerca de las Canarias se muestra menos
brutal que Ribbentrop. Cree que los Estados Unidos no atacarán el archipiélago, porque
todavía carecen de afán intervencionista (lo cual es cierto por cuanto se refiere al
aislacionismo del Congreso, muy opuesto a la política de Roosevelt ante la guerra).
Termina como empezó, pidiendo que España obtenga su participación en la Europa del
porvenir con su pronta entrada en la lucha.
Con su característico falsete chillón, que pronto exaspera o aburre a Hitler
emprende el Caudillo su prolija respuesta. Como ha pasado de la neutralidad a la no
beligerancia, gustosamente combatiría España junto a Alemania si no se lo impidiera la
penuria económica. Agradece la oferta de moderno armamento para la conquista de
Gibraltar, pero la caída del peñón no mejoraría el abastecimiento español. A modo de
ejemplo se refiere a mil toneladas de trigo adquiridas en Suiza y ahora almacenadas en
Portugal. Si el Führer dispone su entrega a España, a cambio de otro trigo para la
Confederación Helvética, aliviará en gran manera las hambres nacionales. Hitler
promete su ayuda, pero jamás atiende aquella propuesta.
Reincide Franco en la demanda del Marruecos francés, sin olvido del Oranesado.
«Gobiernos liberales y masones» de la monarquía cedieron aquellos territorios a Francia.
Con buena lógica argumenta que su entrega a España obligaría a reforzar los efectivos
franceses, impidiendo o dificultando un alzamiento gaullista. En cualquier caso, la
partici8pación de España en la guerra haría indispensable un previo compromiso sobre
el problema marroquí. De manera definitiva, replica Hitler, se propone todo acuerdo
colonial hasta después de la victoria del Eje. Franco ni siquiera parece escucharle.
Vuelve la hoja y exagera las cifras, con el previo asentimiento de Serrano, para concluir
que la intervención de su empobrecido país se supedita a una masiva transferencia de
recursos.
Indiferente a la mal contenida ira de Hitler, emprende Franco una exposición
militar de la Guerra Mundial. Habla el Caudillo como si el Führer –amo de Europa con
sus doscientas divisiones- fuese todavía lo que en verdad había sido durante la Primera
Guerra Mundial: un cabo mensajero en el frente francés. También expresa el
Generalísimo su supuesto asombro ante la resistencia británica, y Hitler vuelve a mentir,
diciendo aguardar la capitulación incondicional en cualquier momento. Pero ya Franco
retorna a las Canarias. No ve allí mayor peligro de un desembarco británico, aunque
reconoce la escasez de defensas locales. Le ataja Hitler con la promesa de unas baterías
costeras de largo alcance, que naturalmente jamás enviará.
Franco se muestra agradecido, pero argumenta que sin la conquista de Suez -«la
otra llave del Mediterráneo»- sería en balde la toma de Gibraltar. Ni siquiera la invasión
de las islas británicos daría al traste con la guerra, puesto que el Reino Unido la
proseguiría desde Canadá con la ayuda encubierta de Roosevelt. Colmada su cólera, se
pone en pie Hitler y da la sesión por concluida. En tanto abandonaban el saloncillo,
siente el barón de las Torres cómo el Führer se queja a Ribbentrop: «Mit diesen Kerlen
kann man nichtsmachen» («Con esta gente no hay nada que hacer»).
Para sobresalto de los españoles, Ribbentrop entrega entonces a Serrano un
protocolo que los alemanes trajeron de Berlín. Exigen que España se una al Eje en
guerra, en cuanto el Tercer Reich lo juzgue oportuno. Franco se indigna. Repite que
Hitler y Ribbentrop les imponen semejante viraje político y tamaño sacrificio sin
compensarlos con «lo que debería ser la base de nuestro imperio». Vuelve Serrano al
tren de Ribbentrop y dice ser inaceptable el protocolo en el texto original. Pero promete
inmediatas enmiendas.
Mejor actor o transformista que Franco, Hitler es todas mieles en la cena que
ofrece a los concuñados. Sin embargo, tampoco desatasca las diferencias otra reunión de
dos horas, desde las diez a la medianoche. En el palacio de Ayete, Franco y Serrano
trabajan hasta las tres de la madrugada. Sus mayores enmiendas se refieren al Pacto
Tripartito, firmado el 27 de septiembre entre Alemania, Italia y Japón. España sólo se
adhiere secretamente a la alianza, hasta que sea oportuno hacer pública su renovación.
El país se compromete a intervenir en la guerra cuando la situación general lo permita y
den cumplimiento a todas sus demandas. Puesto que Franco y su concuñado son mancos
para la mecanografía, como diría Serrano mucho después, Enrique Giménez-Arnau,
director general de Prensa, transcribe a máquina las rectificaciones.
Apenas clarea la mañana cuando comparecen en Ayete Espinosa de los
Monteros. Despierta a Serrano y le espeta que él no es quién para enajenar al Caudillo la
amistad del Führer y el pueblo alemán. Suplica y exige que se firme el protocolo, tal
como lo entregó Ribbentrop. «De lo contrario, puede ocurrir cualquier cosa.» Serrano
reprime el coraje, despierta a Franco y le dice que sería absurdo conceder ahora lo
negado antes, para que Espinosa se gane el aprecio personal de Hitler. Aconseja
devolver al embajador a Hendaya con las manos vacías.
Agobiado, Franco se encoge de hombros. Mejor será entregar los documentos
que acaban de mecanografiar. Aquella madrugada resume toda la Conferencia de
Hendaya con un viejo adagio gallego: «Hoy somos yunque, mañana seremos martillo.»
Tan erróneamente convencidos viven los concuñados (después de apartado del Régimen,
Serrano llamará siempre a Franco «mi pariente») de haber evitado la guerra y la
invasión, que el 30 de octubre Franco se permite escribir una larga carta al Führer. No
menciona el protocolo secreto ni la posible o imposible intervención. Pero vuelve a
insistir, monótonamente, en las reclamaciones del Oranesado y el Marruecos francés.
Muerto Franco, buscará Serrano el protocolo de Hendaya en el Ministerio de
Asuntos Exteriores. Le dicen que lo enajenaron y posiblemente destruyeron. Se ignora
quién lo hizo desaparecer y parece asentir Serrano cuando le recuerdan que sólo Franco
tenía autoridad para dar ausencia a tamaño desafuero. Llegadas a Roma las fuerzas
estadounidenses, en septiembre de 1943, hallan en el Ministerio degli Esteri otra copia
del protocolo únicamente firmada por Ciano. La publicará el Departamento de Estado
en 1960 (Documents on German Foreign Polito (1918-1945)) junto con otros
documentos de política internacional, que dos años después devuelven los Estados
Unidos a la República Federal Alemana.
A Espinosa de los Monteros lo cesan el 14 de julio de 1941, tan pronto aprueba
Ribbentrop el nombramiento de su sucesor, José Finat, un mes antes, el 22 de junio,
Hitler había anunciado su declaración de guerra a la Unión Soviética. A Ramón Garriga,
el tartamudo corresponsal de la agencia Efe, le admira comprobar cómo repite el Führer
casi todos los catastróficos errores de Napoleón. En otro registro tampoco dejan de
asombrarlo las salidas de tono de Espinosa. Será el único embajador que no comunique
inmediatamente a su Gobierno la proclama de Hitler. Aguarda veinticuatro horas por si
cupiera en ello algún error, hasta que un exasperado Ribbentrop le confirma la rotura de
hostilidades.
El 19 de julio, ya cesado pero no sustituido, ofrece Espinosa una recepción para
conmemorar el glorioso Alzamiento Nacional. Lee un discurso increíble en el que
afirma que lo dimitieron por ser un hombre de honor. Promete un pronto regreso, en
cuanto haya en España un nuevo ministro de Asuntos Exteriores. Semejantes
extravagancias, tan ajena al lenguaje diplomático, sorprenden a los invitados, pero las
olvidan enseguida, puestos a limpiar en un santiamén las bandejas de canapés y a
beberse el jerez y el vino español que ofrece el calderoniano mílite 9.
BERCHETESGADEN
A los 20 días de firmado el protocolo de Hendaya, el embajador Von Stohrer
comparece en el palacio de Santa Cruz y entrega a Serrano un telegrama de Ribbentrop.
EL ministro alemán ruega a su homólogo que se persone cuanto antes en Berchtesgaden
–refugio de Hitler en los Alpes bávaros- para entrevistarse con el Führer y Ribbentrop
No sin ciertas vacilaciones, acuerdan Franco y Serrano aceptar el requerimiento,
pero Serrano solicita una previa reunión de los ministros militares que Franco convoca
aquella misma tarde. En representación de las Fuerzas Aéreas, el ejército y la Marina
acuden a El Pardo Juan Vigón, Enrique Varela y el almirante Salvador Moreno. Al
principio aconseja Varela desentenderse del telegrama, pero todos acceden cuando les
dice Serrano que si él rechaza el encuentro con Hitler, cualquier día pueden amanecerles
los alemanes en Vitoria.
El 18 de noviembre llega Serrano Suñer a Berchtesgaden con Tovar y el barón
de las Torres. En Alemania se les une Espinosa de los Monteros, sin saber todavía que
9
Acerca del intervalo que separa la Conferencia de Hendaya del viaje de Serrano al Berhof, así como la
reunión de los ministros militares con Franco y Serrano, véase Serrano Suñer, La historia como fue, 305306; Garriga, La España de Franco, 227; ibíd., Franco-Serrano Suñer, 89-90; Saña, 202-206 y Preston,
Franco. «Caudillo de España», 502-507.
Las conversaciones de Serrano con Hitler en Berchtesgaden, en Serrano Suñer, La historia como fue, 306308; Garriga, La España de Franco, 227 -229, y Franco-Serrano Suñer, 91-93. También diversas
conversaciones con Serrano Suñer. Como se lo contará Serrano a Garriga, la víspera de su partida del
Berhof le dice el barón Luis de las Torres: «Me quedaré en vela hasta que amanezca, escuchando la radio,
por si algún comunicado especial nos anuncia la invasión de España por los alemanes.»
Acerca de Canaris, su fallida entrevista con Franco -malogro que ya esperaba y deseaba el almirante-, así
como la carta que también en vano escribe Hitler a Franco, urgiéndole la entrada en la guerra, en Höhne,
440-441; Garriga, La España de Franco, 232-234; ibíd., Franco-Serrano Suñer, 93-98 y Saña, 210-219.
Ya el 12 de septiembre de 1939, dos años antes de su entrevista con Franco en El Pardo, Canaris había
protestado ante Keitel por las atrocidades alemanas en Polonia. Le repuso Keitel que el Führer tendría
todo aquello muy presente (Shirer, 873).
La carta de Hitler a Franco, en Saña, 211-219 y Garriga, La España de Franco, 260-263.
dentro de ocho meses van a destituirlo. Seis días antes había aprobado Hitler el llamado
“Plan de Operaciones Félix”, elaborado por el general Alfred Joel, adjunto del mariscal
Wilhelm von Keitel en el mando supremo de las fuerzas alemanas. Después de cruzar
España la Wehrmacht, la aviación germana atacaría Gibraltar desde los aeródromos
franceses. Conquistado el peñón, se ocuparía Marruecos y se cerraría el estrecho. Por su
parte, y aunque ya empezaba a convertirse en un drogadicto, emergía Goering de sus
depresiones con otro proyecto, absurdo y extravagante, que pedía la ocupación de
España, Marruecos y Túnez, la conquista de Tripolitania desde Italia, la toma de Suez y
el desembarco en los Dardanelos.
En la entrevista de Serrano con Ribbentrop, previa al encuentro con Hitler,
asiente Espinosa a todo cuanto afirma Ribbentrop, para exasperación de Serrano. En un
aparte, y en tanto aguardan la audiencia del Führer, un irritadísimo Serrano dice al
embajador: “Cuando habla el ministro alemán y todavía no lo hizo el español, para
mostrar su conformidad o desacuerdo, es elemental que se calle el embajador y no haga
gestos de adhesión con lo que dice el otro”. Responde Espinosa haberse limitado a
afirmar con los cabezazos su perfecta comprensión de cuanto exponía Ribbentrop.
Un agresivo Hitler abre las negociaciones en Berchtesgaden. “Decidí atacar Gibraltar y
la operación fue minuciosamente preparada. Fijaremos la fecha de su entrada en la
guerra.” Imperturbable, al menos en apariencia, replica Serrano carecer de autoridad
para firmar ningún acuerdo. Como ya dijo en Berlín, a Franco le corresponden las
resoluciones definitivas. También reitera y expande los pretextos de Berlín y Hendaya.
España pasa hambre y aguarda cuatrocientas mil toneladas de trigo canadiense. Una
frase anodina del comunicado de Hendaya, sobre su reforzada amistad con el Eje,
bloqueó otras trescientas mil toneladas de los Estados Unidos. Tampoco Alemania
envió el material bélico imprescindible para poner a la nación en pie de guerra. Le
interrumpe Hitler y dice esperar la rotura de hostilidades el 10 de enero de 1941, tan
pronto desembarque el trigo de Canadá.
Abandona Serrano el guión establecido y se sorprende exponiendo la absoluta
imposibilidad de entrar en la contienda para aquella fecha, en términos patéticos y
vehementes. Ya sea por fatiga o frustración, a Hitler humilla la cabeza y asegura
comprender muy bien lo que le traducen. Da el encuentro por concluido y llevan a
Serrano a la sala de mapas de Berhof, donde Jodl le muestra los preparativos para la
Operación Félix. No deja de impresionarle la exposición del general, pero su mayor
inquietud, así como la de Tovar y las Torres, es pensar si no irán a prenderles como
rehenes, mientras las divisiones alemanas invaden su país, al igual que antes lo hicieron
con el presidente checo Emil Hacha y el canciller austriaco Kart von Schuschnigg.
No volverán a verse con Hitler Serrano y Franco, pero no deja el Führer de urgir
al Caudillo la declaración de guerra al Reino Unido. Escoge como mandatario al
Canaris y se equivoca de medio a medio al elegirlo. Informado el almirante de la
proyectada invasión de la URSS, en la próxima primavera, dice a sus íntimos
colaboradores que los británicos creerán ahora que Hitler los tiene por invencibles y
Alemania sufrirá en las estepas rusas el mayor desastre militar de toda historia. También
manda a uno de sus agentes, Joseph Müller, para que prevenga a Franco de que no
abandone la neutralidad –o la no beligerancia-, diga lo que diga Canaris cuando
comparezca en El Pardo el 7 de diciembre.
En aquel encuentro repite el almirante las exigencias de Berchtesgaden. España
debe invertir en la contienda el 10 de enero siguiente, para da pie a la toma de Gibraltar.
Como quien recita el mejor aprendido y más rutinario de los discursos, se opone Franco
con sus consabidas razones. Pregunta Canaris si puede adelantar el Generalísimo otra
fecha para la intervención. Ni que decir tiene, no puede. Los dos hombres se despiden
amistosamente.
El 6 de febrero de 1941, al mes de dispuesto el ataque al peñón que nunca tendrá
lugar, Hitler despacha una airada carta a Franco. Recientes acontecimientos –en Libia el
mariscal Archibald Wavell ha desbandado a las divisiones italianas- modifican
sensiblemente todo lo negociado. El Reich sostiene ahora una lucha a muerte, y en la
Guerra Civil sólo su intervención impidió que las democracias destruyeran a España. Ha
llegado la hora de saldar aquella deuda. Franco no parece muy impresionado. Recurre a
sus conocidos pretextos, sin pararse a pensar en lo poco convincente de aquellas
reiteraciones10.
Seis días después, empujado Mussolini por órdenes conminatorias de Hitler, el
Duce y el Caudillo se encuentran en Bordighera, por primera y única vez en su vida. Se
supone que tiene que determinar Mussolini la fecha de la intervención española y el
asalto a Gibraltar. Sin embargo, el Duce acude a Bordighera con ánimo inseguro y
pésima conciencia. En 1939 había dispuesto la ocupación de Albania y la entrega de su
corona al Rey de Italia. El 28 de octubre de 1940 desencadenó un estúpido ataque a
Grecia, detenido por la resistencia de los griegos que enseguida invadieron y ocuparon
Albania. Desde Madrid trataría en vano Canaris de negociar la paz entre Grecia e Italia.
A los argumentos de Hitler, repetidos por Mussolini en Bordighera, replica
Franco con algunas variantes de sus viejas razones. Faltando a la verdad, asegura haber
estado dispuesto a tomar Gibraltar por sus propios medios en 1940, después de destruir
las fortificaciones británicas y bloquear el puerto de entrada. Una pésima cosecha y la
falta de ayuda por parte del Reich impidieron tan ambiciosa operación. Todos reafirman
su fe en el Eje y la convicción de que el Reino Unido capitulará en los próximos meses.
Luego se despiden Mussolini, Serrano y Franco.
Puntualmente resume el Duce a Hitler las conversaciones de Bordighera. Franco
asegura que su incorporación a la “causa mundial fascista” más depende de Alemania
que la propia España. El país se unirá a la lucha contra el Reino Unido en cuanto
proceda el Reich a abastecerlo. No obstante, aunque Alemania transfiera a Franco toda
la ayuda solicitada, su exportación exigiría varios meses. En aquellas circunstancias, el
Eje debería considerar a España como a un mero aliado político, incapaz de ser
beligerante.
EL EPÍLOGO DE HENDAYA
El 25 de marzo dice Hitler a Ciano en Viena: «Entre un torrente de lindezas y
falsas promesas, Franco me anuncia que nunca declarará la guerra a Gran Bretaña.» De
hecho, la Operación Barbarroja –nombre clave de la invasión de la URSS- casi ha
desplazado todo su interés por la toma de Gibraltar. Pero Barbarroja tendrá que
10
Para el encuentro de Franco y Serrano con Mussolini en Bordighera, Serrano Suñer, Entre Hendaya y
Gibraltar, 343 -345; Garriga, Franco-Serrano Suñer, 100-101; Preston, Franco. «Caudillo de España»,
525-526 y García Lahiguera, 343-345.
demorarse un mes, para enfurecimiento del Führer. La campaña italiana en Grecia
bordea con el desastre y hace imprescindible la intervención de Alemania. Un
imprevisto golpe de Estado, con ardiente apoyo popular, amenaza con impedir en
Yugoslavia el paso de las divisiones del Reich hacia Grecia. Goering bombardea
salvajemente Belgrado y deja un rastro de diecisiete mil víctimas. Yugoslavia capitula
once días después y el 27 de abrir los tanques alemanes entran en Atenas. Ahora está
Barbarroja plenamente decidida, pero Hitler ha empezado a perder la guerra, aunque
todavía lo ignore. O bien como dirían los coros de Eurípides, ya terminaron de
enloquecerlo todos los dioses11.
La suerte individual de los protagonistas de Berlín, Hendaya y Berchtesgaden
resulta muy distinta por parte española y alemana. Serrano Suñer sobrevive a todos los
demás y en los años de la transición se refiere extensamente a la Conferencia de
Hendaya, tanto sus memorias como en entrevistas concedidas a diversos autores. El 23
de junio de 1941 una propuesta de Dionisio Ridruejo, aceptada por todo el Gobierno, da
pie a la formación de la llamada División Azul, luego incorporada a las fuerzas
alemanas en Rusia. Al día siguiente saluda Serrano una manifestación falangista que
reclama Gibraltar y grita desde la Jefatura de Falange: «Rusia es culpable de nuestra
Guerra Civil y su exterminio es exigencia de la historia y del porvenir de España.» Los
manifestantes apedrean la embajada británica y las palabras de Serrano, impresas en
octavillas, amanecen pegadas a las ventanas de los tranvías.
Encuadrada la división en XVIII Ejército alemán, primero toma su mando el
general Agustín Muñoz Grandes y luego el general Emilio Esteban Infantes. En agosto
de 1943, a insistentes demandas del embajador estadounidense en Madrid, Carlton J.H.
Hayes, Franco retira del frente la casi totalidad de sus efectivos. Galeazzo Ciano y
Benito Mussolini, testigos de los cargos de Hitler contra la deslealtad de Franco, mueren
ejecutados o asesinados. Con pleno consentimientote su suegro, fusilan a Ciano en
Verona en enero de 1944. El 28 de abrir del año siguiente, un oficial de los partisanos
comunistas, Walter Audisio, ametralla a Mussolini. « ¡Ésta es la justicia que yo hago en
nombre del pueblo de Italia!»
Por complicidad en el atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944, ahorcan a
Canaris el 9 de abrir de 1945, en la prisión de Flossenbürg, cuando ya los soldados
estadounidenses acampan a ochenta kilómetros de aquel presidio. El 30 de abrir Hitler
se vuela los sesos en su búnker de Berlín, condenados como criminales de guerra,
Ribbentrop, Keitel y Jodl suben al patíbulo en Nuremberg. Goering burla al verdugo
suicidándose con una cápsula de cianuro. En el verano de 1945 Serrano Suñer y Ramón
Garriga coinciden en Ginebra. Juntos acuden a un cine que ofrece un documental
soviético con millares de prisioneros alemanes, macilentos y depauperados en sus
uniformes descoloridos, en tanto marchan hacia la Plaza Roja y un tanque cisterna
11
Para la formación de la Divisi6n Azul -División 250 de la Wehrmacht-, el discurso de Serrano a los
manifestantes y el ataque a la embajada del Reino Unido, Hoare, 103-104; Beaulac, 143-144; Saña, 249251 y Garriga, La España de Franco, 101-103.
La significativa conversación de Serrano Suñer y Garriga, mientras presenciaban el documental soviético
en el cine de Ginebra, me ha sido citada y parafraseada por Serrano y Garriga, juntos y por separado, en
Barcelona en 1981.
Los insultos y diatribas de Hitler contra Serrano, en Hitler, 422, 461, 493 y 561; Saña, 211-219. Antes de
revelárselos yo en «En torno de la entrevista de Hendaya», Serrano desconocía los violentos improperios
del Führer. Nunca habían sido traducidos ni comentados en España, ni volverían a serlo hasta que los
recapituló Saña.
desinfecta la avenida, asperjándola después de su paso. En voz baja invierte Serrano su
discurso del 24 de junio de 1941, mientras señala la pantalla diciéndole a Garriga: «Por
allí quería desfilar Muñoz Grandes con paso de vencedor.»
Antes de todo esto, poco tiempo después de Berchtesgaden, el odio rencoroso de
Hitler hacia Serrano es casi inimaginable. Supera en violencia verbal el menosprecio
que le inspira Franco. Ya el 7 de junio de 1942, meses después de la derrota alemana a
las puertas de Moscú, mal pertrechado el ejército nazi para un invierno ruso con el que
nadie contaba, afirma Hitler que Franco no puede librarse de la influencia de Serrano,
aunque éste sea la personificación de una política clerical y un traidor al Eje. «Desde mi
primer encuentro con él me infundió un sentimiento de profunda repulsión, aunque
nuestro embajador- el barón Von Stohrer-, con abismal ignorancia, me lo había
presentado como el más ardiente germanófilo entre todos los españoles.»
A la vuelta de dos meses asegura el Führer: «La verdadera tragedia de España
fue la muerte de Mola; él era el único cerebro, el auténtico dirigente. Franco llegó al
poder como Poncio Pilatos entró en el Credo.» También lamenta entonces que la Iglesia
se valga de «un cerdo jesuítico» como Serrano para intrigar y devolver el trono a los
Borbones. Pero los curas sólo serán capaces de provocar otra guerra fratricida, en la que
perecerán todo ellos.
El 5 de septiembre, a la caída de Serrano Suñer, reitera Hitler que de haber
seguido en su ministerio se las habría ingeniado para restaurar la monarquía y destruir la
Falange. Se felicita, creyendo que con alguno de sus discursos aceleró personalmente el
cese de Serrano. El 7 de septiembre de 1943, cuando la Guerra Mundial ya había
cambiado de signo después de El Alamein, Stalingrado y el desembarco estadounidense
en el norte de África, el general Jodl se reúne con los gauleiters o altos mandos políticos
del Reich y plagia a su Führer llamando a Serrano «jesuítico ministro español».
También mantiene entonces que el concuñado de Franco impidió la intervención
española y la toma de Gibraltar. Reitera los mismos extremos en su diario privado. La
entera responsabilidad de todos los desastres alemanes debe achacarse al «artero
clericalismo» de Serrano Suñer. En parecidos términos acerca de Gibraltar, aunque sin
mencionar a Serrano, se expresará Goering en el juicio de Nuremberg.
En realidad las manifestaciones y exabruptos de Jodl y de Goering son notas al
margen de los discursos mayores de Hitler y Ribbentrop frente al discurso conjunto de
Franco y Serrano ante la crisis de Hendaya, con su prólogo en Berlín y el arranque de su
epílogo en Berchtesgaden. Aunque ambos resulten altamente repetitivos, el discurso de
Hitler y Ribbentrop, dentro de los monstruosos parámetros del Tercer Reich, es el más
consistente.
Reiteradamente pretendan Hitler y Ribbentrop que rompa Franco las hostilidades
con Reino Unido. La beligerancia española resulta indispensable para que los alemanes
crucen la península y asalten Gibraltar, siguiendo un modus operandi muy semejante al
de Napoleón en 1808. Sin olvidar de aquellas bases en Canarias que Ribbentrop pidió
por primera vez en Berlín. Asimismo, en el supuesto de que se concediera a España
Gibraltar y Ceuta, es de presumir que el Reich exigiría otros asentamientos en
Marruecos, precisamente donde había iniciado Franco su alzamiento en la Guerra Civil.
Aunque coherente, no deja de ser circunstancial el discurso alemán. No habría
tenido razón de ser, de no incurrir Hitler y Goering en dos equivocaciones capitales. Fue
la de Hitler imaginar que el Reina Unido capitularía, o se avendría a iniciar
conversaciones para un armisticio, después de conminarle el Führer desde el Reichstag
el 19 de julio de 1940. No menos irrevocable, el error de Goering se produjo a creer que
la Luftwaffe rendiría a Gran Bretaña con sus bombardeos o haría posible el desembarco
en Inglaterra.
El discurso de Franco es más inconsistente, pero en un punto se pronuncian
terminantemente él y Serrano: el rechazo de toda concesión a una base militar alemana
en territorio nacional. Debería haber advertido Ribbentrop la incongruencia de pedir un
asentamiento en las Canarias, al tiempo que se ofrecía la devolución de Gibraltar a
España, pero también parece incomprensible que Franco y Serrano reiteren el hambre y
la ruina españolas como impedimentos para incorporarse a la guerra, mientras la
retórica del Régimen, sobre todo parte de la prensa del Movimiento, vocea la voluntad
de imperio –hacia Dios por añadidura-, como si aquellos sueños coloniales del
franquismo fuesen inmediatamente realizables.
Al margen de los imperios aleatorios, la idea de Serrano Suñer acerca de un
Franco que hipotéticamente habría declarado la beligerancia, de tener la certeza de que
Alemania le entregaría el Marruecos francés, presenta visos plausibles. Sin embargo, y
puesto que también manifestó Serrano en diversas ocasiones no haber mediado
significativas discrepancias entre él y Franco en materia de política exterior, queda por
saber si el mismo serrano se habría plegado a la intervención en tales circunstancias. O
si los dos, el Caudillo y su concuñado, habrían aceptado una hipotética cláusula al
perdido protocolo de Hendaya, en la cual se anticipase la fecha del despojo del imperio
colonial francés en aras del futuro “Imperio hacia Dios”. Siempre tan imposible como el
desembarco alemán en Inglaterra.
No se comprende por qué sostiene Franco una fe retórica y aparentemente
entusiasta en el triunfo del Reich si oculta el convencimiento de que nunca le entregarán
el Marruecos francés ni Gibraltar por no haber intervenido en la guerra junto a
Alemania. Por lo demás, y si bien Franco y Serrano firmaron el protocolo de Hendaya
coaccionados y en contra de sus convicciones –“Hoy somos yunque, mañana seremos
martillo”-, tampoco sabremos nunca si Franco mandó destruir aquel documento antes o
después del suicidio de Hitler. Posiblemente lo hizo tan pronto vino a convencerse el
Caudillo de la inevitable victoria aliada.
Hendaya, la primera gran crisis internacional del franquismo, se resolvió a favor
del sistema, puesto que Franco y Serrano mantuvieron al país al margen de la Guerra
Mundial. De haberse unido al Eje, como les obligaba el protocolo en el Régimen
franquista como lo hicieron en Bulgaria, Hungría y Rumania. Pero frente de su nuevo
orden. En una de sus conversaciones de sobremesa, el Führer llegó a afirmar que uno de
los errores más graves del Tercer Reich fue el apoyo prestado a Franco contra la
República Española.
Siempre en la suposición de lo que no fue pero pudo haber sido, y solapando
este capítulo con el siguiente, es de suponer que la cesión a Alemania de noviembre de
1942, el desembarco de Eisenhower en aquel Marruecos francés que Franco reclamaba
en vano a Hitler junto con el Oranesado. También la España del Generalísima, atacada e
invadida esta vez por los aliados y no por Alemania, se habría visto finalmente
arrastrada a la Guerra Mundial a despecho de todos los esfuerzos de Franco y Serrano
en Berlín, Hendaya y Berchtesgaden. Por añadidura, el destino sentenciaría
conjuntamente al franquismo con el Eje a la hora del inevitable triunfo aliado, que
lúcidamente predijo Ramón Garriga el día de la caída de París.
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