enviado como refuerzo a Prusia Oriental. Fitz creía que eso podía ser un error. Los franceses todavía no habían terminado. No estaba muy seguro de los movimientos de los ingleses. La Fu erza Expedicionaria Británica era un grupo reducido: cinco divisiones y media, en comparación con las setenta divisiones francesas ya en el frente. Habían luchado con valentía en Mons, lo que llenaba a Fitz de orgullo; pero en cinco días habían perdido a quince mil de sus cien mil hombres y se habían batido en retirada. Los Fusileros Galeses formaban parte de la fuerza británica, pero Fitz no estaba con el los. Al principio le decepcionó que lo destinaran a París como oficial de enlace: anhelaba combatir con su regimiento. Estaba seguro de que los generales lo trataban como a un afi cionado que había sido enviado a otro lugar para que no pudiera perjudicar mucho al con junto. Sin embargo, él conocía París y hablaba francés, así que no se podía negar que es taba muy bien cualificado. Al final resultó que su cometido era más importante de lo que había imaginado. Las rela ciones entre los altos mandos franceses y sus homólogos británicos estaban peligrosamente deterioradas. La Fu erza Expedicionaria Británica estaba dirigida por un maniático demasiado susceptible cuyo nombre, ligeramente confuso, era sir John French. En un momento bastante inicial de la contienda, se sintió ofendido por lo que él consideró una falta de consulta por parte del general Joffre, y se enfurruñó. Fitz se esforzaba por mantener un flujo constante de información general y secreta entre los dos comandantes aliados pese a la atmósfera de hos tilidad. Todo esto resultaba embarazoso y un tanto vergonzoso, y Fitz, como representante de los ingleses, se sentía mortificado por el desdén mal disimulado de los oficiales franceses. Sin embargo, la situación había empeorado sobremanera hacía cuestión de una semana. Sir John había dicho a Joffre que sus hombres necesitaban dos jornadas de descanso. Al día siguiente cambió su petición y la aumentó a diez días. Los franceses se quedaron horroriza dos, y Fitz se sintió profundamente avergonzado de su propio país. Había mantenido una acalorada discusión con el coronel Hervey, un adulador asesor de sir John, pero sus quejas encontraron por toda respuesta la indignación y la negación. Al fi nal, Fitz habló por teléfono con lord Remarc, subsecretario del Ministerio de Guerra. Habían sido compañeros en Eton, y Remarc era uno de los chismosos amigos de Maud. Fitz no se sintió bien al actuar a espaldas de sus oficiales superiores de aquel modo, pero la lucha por París pendía de un hilo tan fino que creyó que debía tomar cartas en el asunto. Había apren dido que el patriotismo no era algo sencillo. El resultado de sus quejas fue explosivo. El primer ministro Asquith envió al nuevo minis tro de Guerra, lord Kitchener, a toda prisa a París, y el jefe de sir John le echó la bronca el día antes. Fitz tenía grandes esperanzas de ser sustituido en breve. Si eso no sucedía, al menos saldría de golpe del letargo en que se encontraba. No tardaría en descubrirlo. Volvió la espalda a Gini y apoyó los pies en el suelo. - ¿Te vas? -preguntó ella. Él se levantó. - Tengo trabajo pendiente. Ella se retiró la sábana de una patada. Fitz contempló sus senos perfectos. Gini captó su mirada, sonrió a pesar de las lágrimas y separó las piernas de forma provocativa. Él resistió la tentación. - Prepara café, chérie -dijo. La chica se puso un batín de seda de color verde claro y calentó agua mientras Fitz se vestía. La noche anterior había cenado en la embajada británica con el uniforme de gala de su regimiento, pero, después de la cena, había cambiado la guerrera militar de color 235