Ponencias transfusión, cuantificando solo los efectos adversos de estas consecuencias y no las vidas salvadas o los buenos resultados obtenidos en el uso de los componentes sanguíneos. Hemos sido muy buenos creando una conciencia social de que la transfusión puede tener consecuencias indeseables, pero no lo hemos sido tanto en demostrar que la transfusión es efectiva. Históricamente muchos estudios acerca de la correcta prescripción de componentes sanguíneos se han centrado en el análisis comparativo entre prácticas transfusionales conservadoras frente a liberales, centrándose por lo general en la clásica pregunta de cuantas deberían ser las unidades que transfundir sin tener en absoluto en cuenta las características y particularidades del paciente cuando. En realidad, la administración de cada componente debería ser una decisión clínica independiente. La indicación transfusional, en lugar de fundamentarse en criterios de evidencia clínica, se basa a menudo en números, en un marco regulatorio muy restrictivo y punitivo, en el recelo del prescriptor contra posibles reclamaciones y en un exceso de las expectativas en cuanto a seguridad y calidad que entre todos hemos generado en la sociedad en caso de tener que transfundir. La decisión del prescriptor para indicar correctamente una transfusión no solo debe basarse en números (cifras de hemoglobina, hematocrito, recuento de plaquetas, etc.), debe tener en cuenta también las características individuales del paciente para el cual se requiere la transfusión, como su edad, sexo, peso, comorbilidad, estado general, volemia, tolerancia a la infusión de líquidos, medicaciones asociadas, antecedentes de reacciones adversas a la donación, etc., todo ello para evaluar correctamente la relación riesgo-beneficio en la que esta indicación concreta en este paciente específico pueda comportar en términos de administración de componentes sanguíneos. Esta decisión es compleja e importante y se deben sopesar los riesgos y beneficios asociados a la transfusión frente a aquellos derivados del contexto clínico del paciente relacionados con la anemia, plaquetopenia o coagulopatía que pudiera presentar, en caso de no ser transfundido. En espera de disponer de unos criterios de actuación más uniformes, las guías de consenso serán el elemento en el que basar nuestra decisión transfusional. Por ello es necesaria la creación de guías y manuales basados en la evidencia y centrados en el paciente con el fin de definir claramente las indicaciones sobre el uso de componentes sanguíneos y para identificar y reducir aquellas situaciones que comporten una mala indicación o un uso inadecuado de los mismos. Una transfusión correcta y segura debería fundamentarse en: • U na decisión individualizada centrada en un paciente específico. • Una indicación basada en la situación clínica del paciente. • La selección del componente sanguíneo más idóneo según los requerimientos del paciente. • La dosificación adecuada del componente sanguíneo indicado. • La administración correcta y segura por personal capacitado y entrenado para ello. Estos factores apoyan la necesidad de promover una práctica clínica transfusional segura y basada en la evidencia. La introducción del patient blood management (PBM), definido en términos académicos como la aplicación idónea de los conceptos médicos y quirúrgicos basados en la evidencia diseñados para mantener los niveles de concentración de la hemoglobina, optimizar la hemostasia y reducir al mínimo la pérdida de sangre en un esfuerzo para mejorar la clínica del paciente, o, definido en términos menos profesionales, como el uso científico de técnicas médicas y quirúrgicas seguras y eficaces para prevenir la anemia y disminuir el sangrado en un esfuerzo para mejorar la clínica del paciente, muestra que la necesidad de transfusión puede ser minimizada en muchos pacientes mediante la implementación de procesos reflexivos comenzando días, o incluso semanas, antes que la decisión real de transfundir se haya realizado. La implementación de dichos programas de PBM mediante el manejo adecuado de los pacientes se ha traducido en muchos países en una reducción sustancial de hasta un 30% de los componentes sanguíneos administrados. Ahora bien, los aspectos quizá más controvertidos de estos programas son la reducción del número de componentes sanguíneos transfundidos, las reacciones o efectos adversos inherentes a su administración y los costes asociados a la transfusión, pero no el aumento en la incidencia de las transfusiones apropiadas. La evolución de la medicina transfusional ha transcurrido de un énfasis en la seguridad de los componentes a la toma de decisiones centradas en los pacientes, focalizándose actualmente en el manejo del paciente de forma integral, incluyendo los métodos necesarios para reducir al mínimo la necesidad de transfusión y, por lo tanto, minimizar el riesgo de los eventos adversos relacionados con ella. En este contexto, la balanza de la ecuación riesgo-beneficio de la transfusión se ha desplazado al lado del beneficio. ¿Son los supuestos beneficios de la transfusión universales, o están limitados solamente a una población bien definida de pacientes? ¿Qué cifras dintel deben utilizarse como indicadoras de la necesidad de transfundir y cuándo deben realizarse las transfusiones? ¿Qué dosis de componente sanguíneo es suficiente y/o necesaria para conferir un beneficio clínico? Las respuestas a estas preguntas se han buscado en múltiples ensayos clínicos aleatorizados. El siguiente I 121 I