Conciencia moral y libertad de conciencia en Locke*

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Conciencia moral y libertad
de conciencia en Locke*
Locke on Moral Conscience and Liberty of Conscience
Manfred Svensson**
Universidad de los Andes – Santiago, Chile
Resumen
John Locke es célebre como defensor de la libertad de conciencia, pero no ofrece
una concepción robusta de la conciencia moral. Se busca realizar una exposición
completa de la discusión que lleva a cabo Locke sobre ambos problemas, y se plantea
la necesidad de tratarlos en conjunto para evitar la banalización de la libertad
de conciencia.
Palabras clave: J. Locke, conciencia moral, libertad de conciencia.
Abstract
Locke is known for his place in the history of the liberty of conscience, but he
is not known for any significant theory of moral conscience. This article aims at
clarifying his views regarding both problems, and argues for the need to discuss
both of these questions simultaneously, in order to avoid the trivialization of
liberty of conscience.
Keywords: J. Locke, liberty of conscience, moral conscience.
Artículo recibido: 26 de agosto de 2010; aceptado: 05 de noviembre de 2010.
* El presente trabajo es parte de una investigación financiada por el Fondo Nacional de
Desarrollo Científico y Tecnológico, FONDECYT, proyecto n.º 11090189. “La distinción
entre cosas indiferentes (adiaphora) y necesarias: un paradigma de la modernidad
temprana en la obra de Melanchthon y Locke”. Agradezco la lectura crítica de Daniel
Mansuy, Enzo Solari y Andrés Vergara.
** msvensson@uandes.cl
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Introducción
Mientras que nadie parece dudar de que Locke ocupa un sitial de
honor entre los impulsores de la libertad de conciencia, la cuestión
del lugar ocupado por la conciencia en su pensamiento moral parece
mucho menos clara. Yolton ha dado voz autorizada a dicha duda, escribiendo que el término no es usado con frecuencia por Locke, sino
que sólo aparecería en los escritos tempranos, para desaparecer después de 1690 (cf. Yolton 49). Extrañamente, las dos preguntas –por la
conciencia y la libertad de conciencia– no suelen ser planteadas en
conjunto, como si “conciencia” funcionara en estas dos expresiones
como mero homónimo. Pero tal tendencia a separar las preguntas
debe ser resistida: defender la libertad de algo que se tiene por una
quimera, o por lo cual no hay interés, sólo puede redundar en una
desvalorización de la libertad de conciencia.
El momento crítico para la unión o separación de estas dos preguntas
es el siglo XVII, que se caracteriza en varios países por un significativo
avance de lo que se hacía llamar “libertad de conciencia”. ¿Pero va esto
de la mano de un más fuerte énfasis en el papel desarrollado por la conciencia entre los restantes factores relevantes de la vida moral? En otras
palabras: ¿es siempre por respeto a la conciencia que se otorga libertad de
conciencia? Ciertamente no. En numerosos casos se trata simplemente
de que la función del gobierno se ve modificada en dirección a versiones
minimalistas; de este modo, no es que se respete más la conciencia, sino
que el gobierno, dada su limitación a la seguridad y la protección de la
propiedad, no llega siquiera a toparse con la conciencia. En otros casos, la
ampliación de la libertad de conciencia va a la par con un intento por explicar la conciencia como un mero epifenómeno. Spinoza –quien en una
obra defiende la libertas philosophandi y la libertas sentiendi (Spinoza 1979
466), y en otra ofrece una explicación de la conciencia desde un reduccionismo naturalista (Spinoza 1980 288)– puede en este sentido valer como
un caso paradigmático. ¿Pero podemos generalizar a partir de este caso,
y afirmar que el proceso de ilustración, al mismo paso que hace avanzar
la libertad de conciencia, carcome la idea de que esta conciencia exista?
Locke, como autor tal vez más representativo que Spinoza, puede
ser un buen caso para plantear la pregunta. Ciertamente ha habido
una Locke obsession (Nederman & Laursen 2-4) a la hora de identificar
las fuentes de la tolerancia moderna, y los intentos contemporáneos
por superar la usual identificación de la libertad de conciencia con
el liberalismo moderno constituyen una corrección aún en estado
embrionario.1 Pero tal ampliación del horizonte hacia la tradición
1 Al respecto véase Nederman (1996 y 2000) para la discusión medieval, Remer para el
renacimiento y Murphy para una relectura del siglo XVII.
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premoderna de discusión sobre la tolerancia permite también releer a
los modernos con ojos más abiertos. En tal lectura, Locke desde luego no es un craso naturalista, pero tampoco defiende la libertad de
conciencia porque reconozca en la conciencia una instancia intocable.
El presente artículo busca establecer exactamente qué lugar ocupa la
conciencia en su pensamiento político y moral.
Esta pregunta por el vínculo entre conciencia moral y libertad de
conciencia será planteada a los escritos de Locke siguiendo un orden
cronológico. Al tratar la cuestión desde esta perspectiva, la investigación se inserta en varios aspectos de la investigación contemporánea
sobre Locke. Las últimas décadas, en efecto, han dado lugar a la publicación de numerosos escritos inéditos de Locke, y entre estos destacan
no sólo bosquejos del Essay Concerning Human Understanding, sino
también escritos previos a la provechosa relación con Shaftesbury
–como son los ensayos sobre la ley natural y los Two Tracts– y tardíos
escritos teológicos. Estos últimos, en su mayor parte, han circulado
también con anterioridad. Pero las décadas recientes no sólo han
añadido algunos textos, sino que ante todo han añadido seriedad al
trato con dichos textos teológicos, recuperando la centralidad de la
teología para la comprensión del pensamiento de Locke (cf. Dunn;
Marshall). La presente investigación, aunque filosófica, hace suya dicha aproximación, particularmente pertinente para la exploración de
un concepto como la conciencia, cuyo nacimiento se debe en gran
medida a la compenetración de filosofía y teología (cf. Potts; Bosman).
Por otra parte, entre los tópicos recurrentes de la investigación contemporánea sobre Locke, se encuentra el énfasis en su evolución
intelectual y en los problemas de coherencia entre su obra filosófica
y su obra política.2 Mi posición al respecto puede ser sintetizada del
siguiente modo. Por lo que respecta a los escritos previos a la relación
con Shaftesbury, usualmente vistos como textos de “Locke antes de
volverse lockeano”, estos desempeñarán aquí un importante papel,
pero no serán tratados como mero “antecedente” del posterior Locke
maduro. Esto es, si bien reconozco los variados puntos en que hay
una evidente evolución, me parece que precisamente la conciencia,
un tópico en el que tal evolución sería esperable, es un campo en que
los Tracts presentan ya rasgos importantes de la posición definitiva de
2 Normalmente, tal problema surge más bien en torno a la noción de ley natural (véase
por ejemplo Laslett, en Locke 1988 79-92). Pero si la consistencia de Locke es abordada desde el no muy alejado tema de la conciencia, los problemas que surgen son los
mismos. Se llega a encontrar a autores que celebran “el legado de Locke” por haber
“deconstruido la conciencia” y “simultáneamente haber defendido la libertad de la
misma”, por haber librado a la libertad de la conciencia del “sospechoso concepto de
conciencia” (cf. Andrew 91).
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Locke. Si las conclusiones a las que así arribamos son correctas, también la coherencia entre los escritos políticos y filosóficos de Locke es
mayor que lo que se suele afirmar. Con todo, creo que la imagen coherente que así obtenemos por resultado confirma la necesidad de beber
de fuentes distintas de Locke para pensar tanto sobre la conciencia
como sobre su libertad.
La conciencia de los Two Tracts a los Two Treatises
De toda la producción de Locke, los textos que más detenidamente tratan sobre la conciencia son los Two Tracts. Se trata de dos tratados
que nunca publicó, pertenecientes a su etapa “autoritaria”3. Redactados
en 1660-1661, estos dos breves tratados constituyen una respuesta a
un congregacionalista –esto es, un puritano que no busca la reforma
del establishment, sino comunidades reformadas independientes–,
Edward Bagshaw, quien había escrito un tratado defendiendo la libertad de conciencia. La respuesta de Locke constituye un punto ideal
para enterarnos no sólo sobre su propia concepción de la conciencia
y su relación con la autoridad política, sino también sobre las concepciones sobre ella de mayor circulación en su época, y del modo como
dichas concepciones pueden haber impedido que la conciencia desempeñara un papel decisivo en el pensamiento moral tardío de Locke.
En efecto, Locke inicia su segundo Tract describiendo un clima en que
cada partido en pugna, llevado por el entusiasmo, apela a su “opinión,
esperanza o conciencia” como instancia inapelable (cf. 1967 185). El
magistrado, la ley y el orden son tenidos por nada, “siempre que se
marche bajo las banderas de la libertad y de la conciencia, esas consignas maravillosamente eficientes para ganar apoyo” (id. 186). Así,
quienes saben armar la ignorancia de la multitud con la “autoridad
de la conciencia”, levantan un fuego capaz de consumirlo todo (ibid.).
Locke es enfático en señalar cómo esta concepción “entusiasta” de la
conciencia puede ser utilizada en cualquier dirección, reclamando libertad para esta, o bien en nombre de la misma conciencia, pidiendo
conformidad total de los ciudadanos a la religión estatal (id. 140).
3 Resulta aquí de importancia precisar la naturaleza de dicho autoritarismo, que tiene significativas diferencias respecto del autoritarismo del establishment anglicano.
Rose ha mostrado que, con todo lo que ambos autoritarismos tienen en común, se
diferencian en que Locke ya en esta obra temprana defiende una coerción que sólo
busca conformidad externa, que anula toda diferencia entre adiaphora civiles y religiosos, y que quita todo papel de importancia a los clérigos. Si en el presente artículo
sostengo una continuidad entre las distintas etapas del pensamiento de Locke, se
trata precisamente de una continuidad del Locke “liberal” respecto de este autoritarismo. Se trata, de hecho, de añadir a la lista de Rose una determinada concepción de
la conciencia.
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A lo largo de toda la producción literaria de Locke, hay indicios
que nos permiten aclarar en qué consiste exactamente esta concepción
de la conciencia que está criticando, la cual, para efectos del presente
artículo, calificaré como concepción entusiasta de la conciencia. Con
este fantasma del “entusiasmo”, Locke se había familiarizado tempranamente en el clima de la Guerra Civil Inglesa. Pero si bien la acusación
de entusiasmo es por supuesto común en la época de Locke, puede hoy
requerir una explicación. Aquí se entenderán como entusiastas, no
posiciones iluministas en general, sino específicamente la idea de la
conciencia como una voz captada de modo inmediato, sin mediación
racional, y sin estar vinculada de un modo significativo con otras instancias de la vida moral. Tal modo de entenderla implica por supuesto
que lo afirmado en conciencia sea a su vez resistente a una ulterior
revisión racional. Es una actitud que en su obra de madurez Locke
describirá en los siguientes términos: “la firmeza de la convicción se
presenta como causa de la creencia y la confianza de estar en lo correcto es tenida por argumento de la verdad” (1975 IV, 19, §12). Aunque
tales palabras de Locke nos mueven naturalmente al asentimiento, es
importante notar el rango tal vez excesivamente amplio de posiciones
que podrían ser calificadas de entusiastas desde la óptica de Locke,
cubriendo todo el espectro desde los cuáqueros (The Correspondence
of John Locke [Correspondence] I, cartas 30, 59, 68, 81 y 96) hasta los
platónicos de Cambridge (id. II , cartas 684, 687, 688, 690, 693, 695 y
696). Como lo ha señalado James Tully (cf. 20-21), Locke rechaza por
igual el entusiasmo propiamente tal y cualquier otra concepción disposicional de las facultades humanas.
En cualquier caso, el escepticismo de Locke respecto de este
género de apelación a la conciencia atraviesa su obra como un hilo
conductor, y sobre esta materia se podrían citar sin distinción textos
del Essay Concerning Human Understanding, junto a textos de los Two
Tracts, con un mismo temple, y que traslucen de la madura obra de
epistemología y del temprano libelo autoritario. Pero las pretensiones
de su adversario Bagshaw suenan tan modestas que cuesta entender
el temor de Locke. Pues la libertad que defiende Bagshaw en su escrito es respecto de cosas “indiferentes”. Como cosas indiferentes se
clasifica –desde los estoicos– a lo que no es ni bueno ni malo, y en la
época de Locke esta categoría es sobre todo utilizada para designar
ceremonias religiosas o doctrinas no fundamentales. En tales cosas,
sostenía el escrito de Bagshaw, debe haber libertad para la conciencia
individual. Es decir, se trata de una libertad concedida en materias
sin importancia decisiva, entre quienes ya comparten un acuerdo en
lo fundamental –un antecedente remoto de los proyectos contemporáneos de ética mínima–. Pero Locke sabe que cualquier cosa puede
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ser calificada de indiferente, y que, por lo tanto, es riesgoso proponer
sin más libertad en el campo de lo indiferente. Y tiene razón si se
considera el modo en que esta noción de lo indiferente, de limitado
uso anteriormente,4 se expande durante su siglo. Hay un potencial
anárquico en el vínculo entre la libertad y lo indiferente, y Locke, que
durante toda su vida conservó buen olfato para identificar fenómenos
con tal potencial, está aquí atento.
Ahora bien, se podría lidiar con esta concepción entusiasta de la
conciencia y su potencial anárquico, si se discute acerca de qué es la
conciencia y se contrastan concepciones rivales. Pero Locke –y esto
es significativo para todo su desarrollo posterior–, al comprender con
claridad lo inadecuada que es la concepción entusiasta de la conciencia, no la rechaza para reemplazarla por una distinta, sino que intenta,
como a continuación intentaré mostrar, domesticarla. En su escrito de
respuesta a Bagshaw, entiende la conciencia como “nada más que una
opinión respecto de la verdad de cualquier posición práctica” (Locke
1967 138). Lo que lo distingue de sus adversarios en este temprano escrito no es tanto una concepción rival de la conciencia, sino más bien una
concepción rival de lo que constituye una violación injustificada de ella.
Como no puede ser aceptada toda opinión respecto de cosas prácticas
–cosa que Bagshaw desde luego concedería–, muchas de estas pueden
ser rechazadas. El magistrado puede hacer esto legítimamente, imponiendo a las conciencias obligaciones de todo tipo, tal como recauda
impuestos. Lo que no es lícito es “imponerse a las conciencias” (imposing on conscience), pero Locke considera que eso sólo ocurre cuando
a los hombres se les imponen “ciertas doctrinas o leyes como si fuesen
de origen divino, como necesarias para la salvación y como algo que
en sí mismo obliga a la conciencia, siendo que en realidad no son sino
ordenanzas de los hombres y productos de su autoridad” (id. 138-139).
Con tales palabras, lo que hace Locke es apropiarse del esquema de su
propio adversario: la común estrategia de la época de distinguir cosas
fundamentales (en este caso especificadas como de origen divino y ne4 No faltan antes las invitaciones a usar esta categoría para resolver problemas conflictivos. Véase, por ejemplo, cómo Buenaventura, en In Sent. II d. 39 a. 1 q. 3 afirma
que hay obligación de seguir la conciencia errónea, pero sólo en el campo de lo indiferente (praeter legem Dei). Tal propuesta es rechazada por Tomás de Aquino en Ver.
q. 17 a. 4 Pero el motivo del rechazo se puede resumir precisamente en el hecho de
que Tomás de Aquino no posee una concepción romántica de la conciencia: afirmar
que hay que seguirla siempre, responde a Buenaventura, no implica afirmar que eso
volverá buena la acción que se sigue de ella. Entonces resulta innecesario limitar el
deber de seguirla a una categoría de acciones indiferentes; debe, por el contrario,
ser seguida también en acciones que en sí mismas son malas. Aunque eso –he ahí el
punto antientusiasta– no hará buena la acción.
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cesarias para la salvación) de cosas indiferentes.5 Pero en lugar de usar
la distinción para conferir libertad en estas últimas, en ellas también
puede haber obligación, afirma Locke, con la condición de que no se
presenten como algo que en sí mismo obliga a la conciencia. Esto es,
en tanto que las cosas se impongan en calidad de indiferentes –y en
dicho ámbito Locke reclama para el gobernante “un poder absoluto y
arbitrario” (id. 123)–, no se viola la conciencia de los súbditos.
La posición que hemos reseñado es parte del primero de los dos
Tracts, dedicado a una refutación línea por línea de Bagshaw. En el
segundo tratado, de carácter más sistemático, Locke se explica con
más detalle. Ahí ofrece una clasificación de los distintos tipos de ley,
dividiéndola en divina (1), humana (2), fraternal o de la caridad (3), y
monástica o privada (4). Tal división parece en algunos sentidos seguir criterios tradicionales. Así, la ley divina es dividida en natural o
positiva, según se trate de lo conocido por la razón o lo recibido por
revelación, mientras que de la ley humana Locke afirma que esta puede actuar reforzando la ley divina –como cuando prohíbe el robo–,
pero también legislando sobre cuestiones indiferentes que la ley divina haya dejado abiertas. Esta sería la materia propia de la ley humana,
dado que el mero acto de reforzar lo ya establecido por la ley divina
podría ser superfluo. La ley fraternal, en cambio, es aquella por la cual
nos abstenemos de hacer algo que tanto la ley divina como la ley civil
permiten, pero que podría ofender a un hermano más débil. Tras esto
viene la ley privada, que es el lugar en el que Locke habla sobre la conciencia. Esta es definida aquí de un modo distinto al que Locke utilizó
en su primer tratado, y se trata en apariencia de una definición más
tradicional de la misma: no ya una mera opinión, ni un mero acto de
la voluntad, sino “un juicio fundamental del intelecto práctico respecto de cualquier posible verdad de una proposición moral sobre cosas
que deben ser hechas en la vida” (Locke 1967 196). Esta concepción,
aparentemente más robusta de la conciencia, se ve confirmada por el
hecho de que Locke habla “sobre una luz de la naturaleza” que nos ha
sido implantada por Dios como “un legislador interior” (ibid.) –terminología clásica que pone la conciencia más allá de una mera opinión–.6
5 Para el papel desempeñado por la idea de artículos fundamentales en el paso a la
Ilustración, véase Klauber, quien lo discute en relación a Jean LeClerc, uno de los
principales difusores de Locke en el continente. El vínculo de Locke con esta idea
se acentúa si se considera además de LeClerc a van Limborch. Al respecto, véase
Svensson.
6 La diferencia entre las dos definiciones no ha sido notada con anterioridad y puede
parecer implausible, dado que aún nos encontramos en tratados emparentados y pertenecientes a una misma etapa. Con todo, y a propósito de otros detalles, un ocasional
cambio de tono entre los dos Tracts ya ha sido detectado por Marshall (cf. 45), quien
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Pero si se presta atención al contexto, lo que ha hecho Locke es describir la conciencia en términos más robustos, pero reduciendo para
esto severamente su campo de acción. Pues cada uno de los tipos de
ley que ha discutido tiene por campo de acción aquello que el tipo
anterior ha dejado sin sancionar, esto es, aquello que ha permanecido
como indiferente. La ley humana tiene por objeto propio aquello que
la ley divina ha dejado abierto en calidad de indiferente, y lo mismo rige para la ley fraternal respecto de la humana, así como para la
privada –la conciencia– respecto de cada una de las anteriores: “sólo
cuando todas las anteriores guardan silencio, debe seguirse los mandamientos de la conciencia” (Locke 1967 198). Es difícil encontrar en la
historia de la filosofía un texto en el que la conciencia sea restringida
a un campo de acción tan estrictamente delimitado.
El primer tratado contiene pues una denuncia de la concepción
entusiasta de conciencia, mientras que el segundo tratado ofrece una
versión levemente modificada de la conciencia en cuanto a su definición, pero muy reducida en cuanto al campo de acción. Desde esta
jerarquía de los tipos de ley, Locke puede fácilmente responder a
Bagshaw y a otros independentistas: casi todos estos órdenes son reconocidos por ellos –pues saben que no se puede apelar a la conciencia
contra la ley divina ni contra la caridad–, sólo les falta reconocer que
tampoco pueden hacerlo contra la autoridad del gobernante (cf. Locke
1967 197-198). Locke ha encontrado así un lugar para la conciencia que
le permita existir, pero sin que sea una fuente potencial de conflicto.
¿Qué ocurre con esto si dirigimos la mirada a aquella obra de
espíritu radicalmente distinto que Locke habría de componer 25 años
más tarde? Comparando los Two Tracts con los Two Treatises, Laslett
ha llamado la atención sobre la magra discusión sobre la conciencia
en la obra de madurez, comparándola con el modo en que “lo había
preocupado en su juventud la cuestión de la conciencia y la obligación
política” (Laslett en Locke 1988 85). Como hemos visto, Yolton postula una evolución similar. ¿Se puede constatar tal decrecimiento del
papel de la conciencia? Tal tesis descansa, desde luego, sobre la idea
de que esta habría desempeñado un papel bastante significativo en la
obra temprana de Locke. Pero si la lectura que aquí hemos ofrecido es
correcta, dicha preocupación temprana por la conciencia llevaba en
los Two Tracts a una discusión más extensa, pero no a un papel más
relevante de ella. Así, ya tenemos un motivo para relativizar las tesis
también ha documentado las lecturas de Locke entre los dos tratados, lecturas a las
que se podría deber tal cambio. Yolton (cf. 49) nota que al menos las dos definiciones se distinguen en que la segunda vincula la conciencia más exclusivamente con
cuestiones morales.
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de los mencionados autores. Continuaremos ahora con dicha relativización desde la obra madura.
Laslett (en nota a Locke 1988 I, §105) ha señalado que en los Two
Treatises la discusión sobre la conciencia se concentra de modo exclusivo en un punto: para que la conciencia pueda estar tranquila, hay
que saber a quién obedecer. Esto es discutido sobre todo en el primer
tratado: ya que Filmer ha quitado a los hombres todo, sería justo que
en tal esclavitud al menos reciban argumentos claros y evidentes que
indiquen que toda potestad ha sido dada a los príncipes herederos de
Adán, “para que sus conciencias puedan ser convencidas y los obliguen
a someterse de modo pacífico a tal dominio absoluto” (1988 I, §10).
Tal punto es retomado extensamente en I, 105-126, pero sin añadir
mucho que sea significativo. Pero el §81, similar en lo restante a estos
parágrafos, nos da algo de información sobre el trasfondo. Aunque
estuviésemos persuadidos de que tiene que haber un gobernante, si
no hay criterios (marks) para distinguirlo de otros, podría tratarse
incluso de nosotros mismos. Por tanto, “un hombre nunca puede ser
obligado en conciencia a someterse a un poder, si no se le puede indicar satisfactoriamente quién es el que tiene derecho a ejercer poder
sobre él” (1988 I, §81). Tras afirmar esto, Locke escribe que si no se da
la condición indicada, “no habría distinción entre piratas y príncipes
legítimos” (1988 I, §81). No es difícil identificar un trasfondo para tal
afirmación. En un célebre pasaje del De Civitate Dei, san Agustín se
pregunta si acaso hay algo que permita distinguir reinos de cuevas de
ladrones cuando falta la justicia (CIV IV 4). Es improbable que Locke
conociera esto directamente de Agustín, pero también en Agustín se
trata de herencia ciceroniana (De Re Publica III, 14) que puede haber
llegado a Locke por cualquiera de sus múltiples vías de apropiación
de Cicerón. Locke, de hecho, ya había usado la comparación entre
piratas y gobernantes legítimos en una ocasión anterior, al mencionar,
en el sexto ensayo sobre la ley natural, el fundamento distinto con
que obedecemos a un rey o a un pirata que nos tiene cautivos (Locke
2007 184).7 Y ese temprano pasaje contiene también una referencia a la
conciencia, la cual aprueba nuestra sumisión al pirata para mantenernos en vida. Locke vincula pues de modo continuo la conciencia con
la pregunta por el gobierno legítimo. Hay entonces un cambio desde
los Tracts, donde la pregunta por la legitimidad del gobernante no era
planteada –y nadie querrá minimizar la importancia de que ahora tal
pregunta sí aparezca–. Es más, lo que Laslett ha escrito sobre el vínculo
de la conciencia con la legitimidad de origen, puede hacerse extensivo
7 El vínculo entre este texto y el del First Treatise parece ser pasado por alto en toda la
literatura secundaria.
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a la pregunta por la legitimidad de ejercicio: tal preocupación es manifiesta en la discusión lockeana sobre el derecho de rebelión, aunque
en tal contexto nunca aparezca la palabra conciencia. Ahora bien, lo
decisivo es que entonces la conciencia aparece sólo in extremis: no
hay, por ejemplo, nada semejante a un llamado a tener siempre una
conciencia despierta ante las acciones del gobernante, sino sólo ante
el origen y el quiebre de la legitimidad.
En ese mismo sentido hay que leer una referencia a la conciencia
ignorada por Laslett, pero también vinculada a un tópico central de
los Two Treatises. Es un punto central de la filosofía política de Locke
el describir la vida política (en contraste con la pre-política) como un
modo de vida en el que es posible la apelación a un juez en común
(Locke 1988 II, §13 y 22, por ejemplo). Pero el mismo Locke sabe que
también en la vida política se llega a instancias en que no existe tal
juez –conflictos irresolubles entre el poder ejecutivo y el legislativo,
por ejemplo–. Al tratar tales situaciones, Locke cita con frecuencia
la historia vetero-testamentaria de Jefté, contenida en Jueces 11-12.
Las abundantes referencias en los Two Treatises a esta historia veterotestamentaria (id. II §21, 176 y 241) han sido objeto de investigación,
sobre todo por parte de quienes se dedican a estudiar la influencia
judía en la filosofía política de la modernidad temprana, pero los resultados son de interés más que histórico.8 Jefté es citado por Locke
como ejemplo de alguien que “clamó al cielo” al no haber juez en la
tierra al cual apelar. ¿Pero qué implica tal apelación al cielo? En contraste con la historia de Jefté, de la que curiosamente se vale, Locke
deja muy claro que no se trata de clamar efectivamente esperando
una intervención divina; la apelación al cielo consiste en actuar aquí
según lo que en tal situación nos indique la conciencia, esperando ser
juzgados de modo positivo al final de los tiempos: sobre lo que hay que
hacer “sólo puedo juzgar yo en mi propia conciencia, por la cual tendré que responder en aquel gran día ante el Juez Supremo de todos los
hombres” (id. II §21). Estamos ante un caso más de la conciencia como
instancia de resolución de conflictos extremos. En efecto, la conciencia se encuentra siempre vinculada a un conflicto: se trata en algunas
ocasiones de resolver un conflicto –saber a quién y hasta dónde obedecer–, y en otras ocasiones de impedir un conflicto mayor. Apelar
a la conciencia –parece estarnos advirtiendo indirectamente Locke–,
incluso si tiene la forma de un clamor al cielo, debe ser para impedir
8 El estudio más incisivo es el de Rehfeld, quien llama la atención respecto de cómo
la narrativa de Jefté en realidad parece contradecir punto por punto las principales
tesis de Locke, pues tiene no sólo intervención divina tras apelación al cielo, sino
gobernantes establecidos por la divinidad, poder legislativo delegado a terceros,
permisibilidad de parricidio, etc.
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una intervención divina. En la narrativa bíblica de Jefté, donde de hecho se da tal intervención, sigue más bien caos que paz.
¿Qué balance se puede sacar de la relación entre estos textos con
la doctrina que hemos visto en los Two Tracts? En dichos tratados
tempranos, así como en los textos sobre la tolerancia que discutiré
más adelante, hay una concepción de la conciencia que –correcta o
incorrecta– es al menos coherente y claramente identificable. En contraste, aquí se trata de un concepto bastante más elusivo: tal como se
suele notar respecto de las referencias a la ley natural, las referencias
a la conciencia, en los Two Treatises, parecen apuntar a algo por todos
conocido, que no requiere justificación ni explicación. Con todo, y si
bien de un modo menos sistemático, nuestras conclusiones se pueden
ver reforzadas: la conciencia no desempeñaba un papel fundamental
en la obra temprana, y tampoco lo desempeña aquí. Y si bien hay aspectos importantes en que vemos una evolución, la posición de los dos
textos no es mutuamente excluyente: los Two Tracts llamaban a seguir la conciencia sólo cuando toda otra ley calla; lo que ocurre en los
Two Treatises de ningún modo elimina tal precepto, sino que muestra
algo más de sensibilidad por las ocasionas en que las otras leyes, si
bien no callan, se anulan mutuamente. Ahí se nos llama a actuar en
conciencia; esta sigue siendo un lugar bastante marginal.
La conciencia en el desarrollo de la filosofía moral
y la epistemología de Locke
Lo que hemos visto a partir de escritos políticos de 1661-1662 y
1685-1689, lo veremos a continuación sobre otras materias en escritos de 1663-1664 y 1677-1689. Pues de modo paralelo a su presencia en
los escritos políticos, los escritos de filosofía moral y epistemología
de Locke –en particular los Essays on the Law of Nature y el Essay
Concerning Human Understanding– nos hablan de la conciencia. A
diferencia de los textos que ya hemos visto, en los cuales el problema
central es el de la relación entre la conciencia y la obligación política,
en los ensayos sobre la ley natural Locke usa el término para designar
un conocimiento moral, pero casi siempre de un modo que está vinculado también a un conocimiento respecto de Dios. En ocasiones se
trata de que la conciencia sirve de vía de acceso al conocimiento sobre
Dios –aunque Locke refiere tal opinión más bien con escepticismo
(2007 55)–, mientras que en otros casos se trata de que la conciencia
y el conocimiento de Dios pueden cumplir una misma función antianarquista. Así, en el primero de los ensayos, Locke se pregunta si
acaso el hombre está sin ley en este mundo, y responde que “nadie
pensará así, si ha reflexionado acerca de Dios omnipotente, el invariable consenso de los hombres en todo tiempo y lugar, o incluso sobre sí
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mismo o su conciencia” (id. 109). Conocer a Dios o a la conciencia nos
mostraría que estamos sujetos a una ley. Pero lo que queda en duda
en estos ensayos es precisamente que estos dos tipos de conocimiento
se encuentren universalmente difundidos. Locke afirma, ciertamente,
que debemos fijarnos, no en el modo en que los hombres de hecho actúan, sino en lo que ocurre en sus almas, donde la ley natural negada
por sus actos aparece “reconocida por sus conciencias, y los mismos
hombres que actúan perversamente sienten rectamente” (id. 167). Pero
en el mismo contexto apunta que ahí donde se realiza una acción viciosa, pero positivamente incorporada en las costumbres del propio
pueblo, esto ocurre sin remordimientos de conciencia (id. 169).
La idea de que la ausencia de remordimientos demuestra que
no hay tal cosa como una conciencia, es, en efecto, algo que Locke
sostendrá como argumento concluyente, no sólo en estos tempranos
ensayos, sino también en las polémicas a las que diera lugar su obra
de madurez (cf. 1887 40). Pero esto se uniría, en el Essay Concerning
Human Understanding, a otras tesis que ya entre los primeros lectores
de Locke causaron fuerte reacción ([Correspondence] IV, cartas 1301
y 1309). En Essay II 28 §7-12, la ley es dividida en ley divina, civil y
filosófica; la primera es medida del pecado y del deber, la segunda,
medida de los crímenes y de la inocencia, y la tercera. medida de la
virtud y del vicio. Pero precisamente esta tercera, la que Locke llama filosófica, es algo que no puede identificarse con una ley natural
común a los pueblos, ni con una voz de la conciencia, sino que los
nombres ‘virtud’ y ‘vicio’ sólo designan “aquellas acciones que, según
cada país y sociedad, gozan de reputación y descrédito” (1975 II 28 §10).
En este aspecto, sus lecturas de viajes lo habían vuelto un antropólogo
cultural escéptico, capaz de citar abundantes ejemplos de lo que en
distintas culturas es realizado “sin un toque de conciencia” (touch of
conscience), “remordimiento” ni “escrúpulos” (id. I 2 §10). Tal posición
es sostenida de manera consistente desde el comienzo del ensayo, en
el contexto de la discusión sobre la ausencia de principios prácticos
innatos. Si la existencia de la conciencia fuese prueba de que existen
tales principios, escribe, “los principios innatos podrían ser contrarios
entre sí, dado que algunos hombres buscan con un mismo empeño de
conciencia (bent of conscience) lo que otros evitan” (id. I 2 §8).
Pero el término conciencia aquí ni desaparece ni tiene un sentido
del todo distinto del que tenía en la obra temprana. Pues en el Essay,
Locke deja caer una definición de la conciencia similar a la que había
presentado en los Two Tracts: “una opinión o juicio respecto de la depravación o rectitud moral de nuestras propias acciones” (1975 I 2 §8).
Pero aquí, más claramente que en la obra temprana, esto implica una
aclaración respecto de lo que la conciencia no sería. Tal aclaración,
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Conciencia moral y libertad de conciencia en Locke
sin embargo, no la encontramos en la obra misma, sino en las notas
que Locke hiciera al margen de un escrito crítico de Thomas Burnet
sobre el Essay. Este ciertamente no es un crítico a la altura de Locke,
pero su pregunta viene al caso: lo que Burnet echa en falta es que, si la
conciencia es definida exclusivamente como tal juicio, debe haber otra
instancia que sea la regla o medida del juicio. El mismo Burnet apela
a una “conciencia natural”, término equivalente a la sindéresis de los
medievales. Pero precisamente porque ocupa el término conciencia
para designar esas dos instancias distintas, a Locke le resulta fácil responder enrostrándole incapacidad para entender la función específica
de la conciencia (1887 38-39). Con todo, la superioridad intelectual de
Locke sobre su contradictor podría aquí fácilmente ocultar el hecho
de que este no recibe respuesta a la pregunta planteada, sino sólo una
enfática repetición del papel al que Locke limita la conciencia: “no el
hacer una distinción entre el bien y el mal, sino sólo el juzgar si una
acción es conforme a lo que ella tiene por regla del bien y del mal”
(id. 35). Si acaso Locke da en otro lugar una respuesta clara respecto de
cuál sea dicha regla, es por supuesto algo muy discutido y discutible,
a pesar de la amplia literatura que lo presenta como no problemático,
como un iusnaturalista. Por lo demás, esta concepción de la conciencia es algo a lo que ni siquiera el propio Locke se atiene estrictamente.
En una nota de 1698, escribe que “un arador analfabeto no es tan ignorante como para carecer de una conciencia, la cual, en los pocos
casos en que es relevante para su actuar, le dice lo que es correcto y
lo que está mal” (1997 347). Ahí está hablando sobre la conciencia,
no sólo como un juicio sobre actos concretos, sino como una fuente
de conocimiento moral. Esto da algo de ambigüedad a lo que he expuesto, pero confirma, por otra parte, el recurso a la conciencia como
estrategia para salir de situaciones o preguntas conflictivas.
Conciencia y libertad de conciencia en los escritos
sobre la tolerancia
Sigue habiendo, sin duda, tensiones entre lo que Locke sostiene
en sus escritos políticos y en sus escritos de filosofía teórica, pero hay
una misma tendencia a mantener y marginalizar la conciencia. Ahora
bien, hay dos lugares en los que esto podría haber adquirido un perfil
más decidido, y donde Locke podría haber buscado dar coherencia
definitiva a su doctrina sobre la conciencia. El primero hubiera sido
una Ética; pero, como sabemos, su propósito en este sentido no se
cumplió (cf. Marshall 263). El otro lugar adecuado habrían sido sus escritos teológicos. The Reasonableness of Christianity tiene discusiones
sobre contribuciones específicamente cristianas a la ética, y sus paráfrasis y comentarios a varias cartas paulinas habrían dado ocasión
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para desarrollar este tema desde una de las fuentes principales para la
reflexión sobre la conciencia. Pero tanto en The Reasonableness como
en A Paraphrase, la conciencia brilla por su ausencia. Queda, con todo,
algo cercano a una ética, y son sus escritos sobre la tolerancia. En ellos
me detendré para hacer una revisión de estos problemas, examinando
sobre todo el ensayo no publicado, y luego atender a la célebre carta.
a) An Essay Concerning Toleration
El Essay Concerning Toleration es el primer producto de la cercanía de Locke a Shaftesbury. A diferencia de la célebre Epistola de
Tolerantia, escrita posteriormente, el ensayo no comienza con el término tolerancia, sino que se refiere a “la cuestión relativa a la libertad
de conciencia” (Locke 2006 269), que se discutía en ese momento.
Pero al redactar este texto, Locke parece haber considerado equivalentes los términos, ya que, en el primer borrador del ensayo, la misma
línea habla de “la cuestión de la tolerancia” (id. 303). En efecto, en
ambos textos –el Ensayo y la Carta– la tolerancia, no la libertad de
conciencia, es la expresión que guía la discusión. Así, la primera línea del ensayo es un indicio de que Locke sigue una tendencia de su
época a usar de modo intercambiable los dos términos. Tal ausencia
de distinción ha de ser lamentada, pues, por una parte, hace perder a
la tolerancia el componente de rechazo que le es esencial –se tolera lo
que se percibe como malo (Forst 32-34)–, y, por otra, dificulta determinar si un autor ha discutido meramente sobre la permisibilidad de
algo, o si, de manera positiva, ha defendido la libertad de conciencia
como un bien –tesis, esta última, que Schochet ha defendido como
una innovación lockeana–.9
Ahora bien, ¿qué papel desempeña la conciencia en esta temprana
discusión acerca de la libertad de conciencia o la tolerancia? Así como
la autoridad para imponer es mencionada en el ensayo como la gran
prerrogativa de los gobernantes, la libertad de conciencia es tratada
9 Murphy (xii) nota cómo ambos usos del lenguaje se encuentran presentes, por ejemplo, en la obra de William Penn. Pero en Locke podría defenderse que estamos no
sólo ante un uso intercambiable de los términos, sino ante una (deliberada o no)
confusión conceptual. Pues las primeras líneas de la Epistola usan tolerantia como sinónimo de charitas, mansuetudo y benevolentia (Locke 1968 58), con lo cual se pierde
toda la especificidad del concepto de tolerancia como actitud ante lo percibido como
malo. Schochet (cf. 150-151) sugiere que, a pesar del lenguaje de Locke, estaríamos ante
una defensa, no de la tolerancia, sino de la libertad religiosa, sólo que lamentablemente no habría tenido otro lenguaje a la mano. Nosotros nos inclinamos más bien
por sostener que promueve un programa de mera tolerancia, pero que, por su confuso lenguaje, ha promovido involuntariamente la “apertura”, esto es, una concepción
de tolerancia en la que se oculta el componente de rechazo que le debe ser esencial.
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Conciencia moral y libertad de conciencia en Locke
como “el gran privilegio de los súbditos” (Locke 2006 280). ¿Respecto
de qué tienen tal privilegio? Tal como en los textos tempranos, en
este ensayo y en la posterior carta, la distinción entre lo necesario y
lo indiferente desempeña un importante papel. Pero, además de esto,
hay en el ensayo una subdivisión tripartita del actuar humano que
sirve para trazar el campo de lo tolerable. Hay a) opiniones puramente
especulativas y acciones relativas al culto a Dios (que no dicen relación alguna con la sociedad), b) acciones que guardan relación con
la vida social del hombre, pero que por su propia naturaleza no son
buenas ni malas, y c) acciones que guardan relación con la vida social del hombre y que además son buenas o malas. El primer campo
es el único en el que Locke, en 1667, está dispuesto a defender una
tolerancia ilimitada (cf. id. 275), y es ahí donde se encuentra la primera mención de la conciencia. Dar culto a Dios de un modo u otro,
según el rito de los católicos o el de los calvinistas, es algo que “si es
hecho con sinceridad y siguiendo a la conciencia (out of conscience)”,
no me puede hacer peor súbdito ni peor conciudadano, afirma Locke
(id. 274). Pero hay que recordar que tal libertad para un actuar por
conciencia se encuentra aquí dada por la peculiar caracterización que
Locke hace de este conjunto de acciones: está tratando de opiniones
puramente especulativas y de partes del culto divino, que “de ningún
modo se relacionan con el gobierno, ni con la sociedad” (id. 271). Con
eso se inserta, pero de un modo singular, en la tendencia, fuertemente
impulsada por autores como Erasmo (Remer 74-75), a considerar lo
especulativo como indiferente. La indiferencia consiste aquí simplemente en que lo teórico (esto es, las creencias respecto de Dios) no
guarda relación alguna con la sociedad. Tal vez no existan creencias
tan indiferentes, como lo asume Locke. Pero al menos está claro que
esta primera mención positiva de la conciencia no dice nada sobre lo
que sería una apelación a ella en cosas que nos vinculen a los restantes
seres humanos –esto es, no dice aún nada sobre su papel en el pensamiento político de Locke–.
Para encontrar algo al respecto, hay que dirigir la mirada al siguiente conjunto de acciones, las que en sí mismas no son buenas ni
malas, pero sí afectan la vida social. Tal categoría de lo indiferente se
encuentra en este texto –a diferencia de lo que ocurre en las obras publicadas– asombrosamente ampliada por Locke, al extenderse desde
el comer o no comer pescado hasta las concepciones rivales sobre el
divorcio o la poligamia (Locke 2006 275-276, 289)10. En todo esto hay
también tolerancia, si bien bajo la condición de que no se perturbe la
10 La inclusión del divorcio y poligamia no debe sorprender a quien conozca la posición
expresada por Locke en los Two Treatises (cf. 1988 II §80-81). De modo análogo, en
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paz del Estado, ni se cause gran inconveniente. Con todo, Locke se
apura a aclarar que “ninguna de estas opiniones tiene derecho a tolerancia por el motivo de que sea una cuestión de conciencia” (id. 276).
Esto no puede ser así, escribe Locke, porque “la conciencia, o una convicción (persuasion) sobre la materia, no puede de modo alguno ser
la medida por la que el gobernante dé forma a sus leyes, las que deben
acomodarse al bien de todos sus súbditos, no a las convicciones de una
parte” (ibid.). Como advierte a continuación, “no hay nada tan indiferente” como para que el escrúpulo de alguno no se detenga ante ello
–preocupación que arrastra desde los Tracts–, y, por tanto, tolerar que
se abstengan de todo aquello ante lo cual sus conciencias los frenan,
“sería quitar todas las leyes civiles” (ibid.). En este segundo conjunto
de acciones estamos pues en un campo –el de lo indiferente– en el
que hay libertad para la conciencia, pero no porque las acciones correspondientes guarden relación con ella, sino sencillamente porque
la materia es indiferente; e incluso dentro de eso hay límites, porque,
mediante algo indiferente, también podría perturbarse la paz civil.
Pero no es sólo la conciencia del súbdito la que es así descartada como
fuente de la libertad, sino que lo mismo ocurre con la conciencia del
gobernante. En sus actos personales, afirma Locke, el gobernante está
“obligado a someterse al dictado de su conciencia”, pero no en sus
actos como gobernante (id. 277), porque respecto de sus actos personales será juzgado por Dios según haya seguido su conciencia, pero
respecto de sus actos como gobernante será juzgado –¿también por
Dios?– según los haya ajustado al fin propio del gobierno: la preservación y la paz de su pueblo.11
Conviene, por un segundo, detenerse a evaluar la continuidad y
evolución respecto del Locke autoritario. Si bien hay cambios significativos, puesto que el gobernante deja de tener jurisdicción sobre
cosas indiferentes o especulativas que no guarden ninguna relación
con la vida práctica y social de los hombres, en lo restante, la continuidad con el Locke joven es en realidad sorprendente. Pero lo
decisivo es precisamente lo restante: nuestra vida práctica en cuanto
tiene influencia sobre la vida de los demás seres humanos. También
ahí, es cierto, hay un cambio respecto de los Two Tracts, por cuanto
Paraphrase (cf. [Works] VIII 109-110) afirma que, según el sentido de San Pablo, la
fornicación podría ser mala para los cristianos, pero indiferente para otros.
11 La cuestión acerca del fin del gobierno ha sido tradicionalmente discutida a partir de
las dos concepciones de propiedad que parece haber en Locke, una restringida y una
amplia (the general name of property, 1988 II §123); en esta última, cabe vida, libertad,
etc. Es bueno notar que en el ensayo sobre la tolerancia la cuestión parece igualmente
vaga: el fin del gobierno oscila entre, por una parte, el bien, la preservación y la paz
del pueblo (cf. Locke 2006 269), y, por otra parte, “riqueza y poder” (id. 290).
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Conciencia moral y libertad de conciencia en Locke
el criterio dado por el nuevo fin asignado al gobierno limita no sólo
al ciudadano, sino también al gobernante. Pero el cambio consiste,
entonces, no en una ampliación de la consideración tenida por la conciencia, sino en que también la del gobernante se vea limitada. Desde
luego que con eso la del súbdito puede en algunos casos encontrarse
más a salvo, pero no porque ella misma sea objeto de consideración,
sino por la vía indirecta de limitar la del gobernante.
¿Hay lugar en este esquema para la objeción de conciencia? ¿Qué
debe hacer el súbdito si su conciencia le impide seguir un dictamen del
magistrado en materias que son en sí mismas indiferentes? La posición
de Locke es que, en tal escenario de conflicto, los súbditos deberán
seguir, no al gobernante, sino a sus conciencias, “hasta donde pueda
hacerse sin violencia”, pero, además, “aceptando pacíficamente los castigos que la ley penal imponga a tal desobediencia” (Locke 2006 279).
Lo permitido es, pues, una desobediencia pasiva y dispuesta a cargar
con las consecuencias. A ojos de Locke, tal respuesta al dilema tiene la ventaja de permitir al súbdito mantener en pie cada una de sus
lealtades: ser leal a Dios siguiendo su conciencia, y ser leal al rey sometiéndose al castigo. En cambio, quien no está dispuesto a poner en
juego su propiedad, su libertad o su misma vida, “sólo finge estar actuando en conciencia” (only pretends conscience) y busca en realidad
algún otro fin mundano (id. 279-280). La idea romántica, según la cual
todo lo que ocurre bajo el título de conciencia debe dotarse de inmunidad, es pues una idea tan ajena al Locke temprano como al maduro.
Pero este llamado a obrar en conciencia, aunque implique traer castigo
sobre el agente, se presta, en un autor como Locke, para una segunda
lectura. Pues precisamente cuando escribe esto, él está comenzando a
desarrollar una moral hedonista según la cual nadie elige voluntariamente pasar por el dolor: de donde parece seguirse que nadie optará
por actuar en conciencia, en la situación descrita por Locke.
Queda un tercer conjunto de acciones, aquellas que en sí mismas
son buenas o malas. ¿Qué decir sobre el papel de la conciencia en
materias propiamente morales? Ni para Locke ni para nadie resulta problemático decir que la conciencia se encuentra especialmente
presente en este campo. Los problemas podrían más bien comenzar
cuando preguntamos con qué campo de la vida humana se relacionan
estas acciones propiamente morales, porque para Locke es fundamental una estricta delimitación y separación de Iglesia y Estado,
separación que naturalmente llevará a la pregunta respecto del campo al que le compete la preocupación por la moral. Mi tesis es que
no hay una respuesta uniforme de Locke a dicha pregunta, pero su
pensamiento sí es uniforme en cuanto a no dar lugar a la conciencia allí donde pueda causar conflicto. Aquí, en el Ensayo, la cuestión
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se resuelve estableciendo un fuerte vínculo de la moral (y así de la
conciencia) con la religión. La moral es “la parte vigorosa y activa de
la religión, y en ella la conciencia está muy fuertemente implicada”
(Locke 2006 280). Locke afirma expresamente esto respecto de la segunda tabla de la ley –que equipara con “las virtudes morales de los
filósofos”–, pero no con respecto a los deberes de la primera tabla, que,
según podemos suponer, considera suficientemente cubiertos por el
primer ítem de su clasificación tripartita del actuar humano. También
el gobernante, según escribe a continuación, puede tener que promover ciertas virtudes o reprimir ciertos vicios, pero sólo en la medida
en que perturben la paz pública. Si pudiese mantenerse tal paz sin que
la moral fuese en modo alguno medio para ello, ella “quedaría en manos de la conciencia de su pueblo” y “sería una preocupación privada
y suprapolítica entre Dios y el hombre” (id. 281). Pero en el primer
borrador del mismo texto escribía que, si bien “la convicción sobre
la verdad de una opinión, o sobre la bondad o maldad de una acción
obliga a la conciencia”, “la preocupación por el todo de la sociedad es
conferida al poder del gobernante, y la parte moral de esta tarea está
suficientemente asegurada” (id. 304). Así, el péndulo parece moverse
de un lado a otro, poniendo la moral, ora en manos del gobernante,
ora en las de la religión, siempre de modo tal que nada preocupante
pueda ocurrir. En medio de eso hay preguntas que desde luego no
logran salir a la luz, como la pregunta por el modo en que debiera
reaccionar la conciencia si un gobernante ordena algo inmoral que
no perturba la paz pública. Detrás de estos silencios se encuentra una
ingenuidad (probablemente genuina), debido a la cual sostiene: “la
distinción entre el vicio y la virtud es perfecta, y ciertamente conocida por toda la humanidad” (ibid.). En efecto, en la versión final del
mismo ensayo, Locke mantiene la idea de que las cuestiones morales
“constituyen sólo una pequeña parte de las disputas sobre la libertad
de conciencia” (id. 280). En esto tenía tal vez razón respecto de su
propio tiempo, en el que la disputa se centraba en cómo lidiar con la
diversidad religiosa, y no en el terreno moral. Pero sobre tal base no es
posible hoy ser lockeano.
¿Con qué balance dejamos entonces el Essay Concerning
Toleration? Locke se ha referido a la conciencia en cada uno de los
tres campos en que ha dividido el actuar humano. Pero en cada una
de esas ocasiones ha sido enfático en cuanto a limitar su papel: en el
primer caso ha dicho que la conciencia y la sinceridad bastan para
volver legítimo cualquier culto, porque cree que en ese campo las acciones no nos ponen de modo alguno en relación con otros hombres;
en el segundo caso también afirma que hay libertad para la conciencia
–pero no porque se actúe en conciencia, sino sólo porque la materia
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Conciencia moral y libertad de conciencia en Locke
en cuestión es indiferente–; en el tercer caso, aunque escribe que la
conciencia está fuertemente implicada en las acciones morales, tal
afirmación descansa sobre la tesis de que la moral es un campo no
conflictivo. Ninguna de estas tesis invita a ver la conciencia como
algo en alguna medida sagrado, cuya violación deba horrorizarnos.
Resulta de hecho insólito que algo semejante se atribuya con frecuencia a Locke. Aunque algo de eso haya tal vez en la letra del texto que
consideraremos a continuación.
b) Epistola de Tolerantia
En general, la Epistola de Tolerantia presenta un uso más positivo
de la noción de conciencia que el texto recién analizado. En un tono
que parecería poder compararse al de Abelardo, Locke escribe: “ningún camino seguido contra mi conciencia me llevará a las mansiones
de los bienaventurados” (1968 98). Sólo un ateo, añade, podría seguir,
sin hacer violencia a su conciencia, los preceptos de los diversos y recientes gobernantes ingleses en materia religiosa. Por convencidos
que estemos de la verdad de nuestra religión, afirma en esta carta, hay
que renunciar a la coerción y “dejar al otro hombre consigo mismo
y con su conciencia” (id. 100), para así estar más preocupados por la
propia conciencia ante Dios, que por obligar a las conciencias ajenas
mediante leyes humanas (cf. id. 148). Pero vale la pena preguntarse
¿qué ocurre al analizar este texto, si lo desvestimos de su retórica?
¿En qué medida este papel más prominente de la conciencia coincide
con una concepción modificada de la misma? Después de todo, lo que
escribe Locke aquí se enmarca también de modo fundamental en una
estrategia de reducción de conflictos: si se aceptara el principio de que
nadie debe sufrir coerción en materia de religión, escribe, “se quitaría
todo fundamento a las querellas y tumultos por motivos de conciencia” (id.136). En su desdén por tales “motivos”, el latín de Locke resulta
en realidad más claro que la traducción que he ofrecido aquí. Porque
se trata de evitar los tumultos amparados nomine conscientiae, en
nombre de la conciencia, en el título de conciencia. Tal expresión sigue el hilo que viene desde los Two Tracts, y que hemos visto también
en el Essay Concerning Toleration, sólo que ha cambiado la estrategia
de domesticación: en lugar de restringir la conciencia a un campo limitado de acción, ahora se le da una libertad que la deje sin pretexto
para tumultos. Con todo, este pasaje ha sido uno de los más aptos para
ser entendidos en la dirección inversa, pues la traducción inglesa que
Popple publicara en 1689 incluye una referencia a la necesidad de que
las iglesias enseñen que “la libertad de conciencia es un derecho natural de todo hombre” (teach that liberty of conscience is every man’s
natural right) (Locke 1983 95); pero esta línea se halla completamente
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ausente del original latino de Locke, tan ausente como la “libertad
absoluta” que Popple reclama en su prólogo.12
Ahora bien, la sospecha de Locke sobre quienes se amparan en la
palabra conciencia puede ser justificada en muchos casos, y esto nos
obliga a examinar con más detalle el papel asignado a la conciencia en
la Epistola. Lo haremos a partir del problema de la jurisdicción sobre
las acciones en sí mismas malas o buenas. Aquí se vuelve a plantear la
pregunta del ensayo que acabamos de discutir, pero con una respuesta
que hace explícita la “doble filiación” de la moral. En efecto, Locke
comienza afirmando que si bien la rectitud moral es “una parte no menor de la religión y de la sincera piedad, también guarda relación con
la vida civil” (1968 122). La salvación no sólo de las almas, sino también
de las repúblicas, depende de esta moralidad, “y, por lo tanto, las acciones morales pertenecen a ambos tribunales, tanto al externo como al
interno” (ibid.). Tal respuesta se vincula de un modo muy directo con
uno de los tópicos centrales de la Epistola, la separación entre Iglesia
y Estado. Locke advierte que en ello se ha de poner cuidado, porque
si se violan los límites antes establecidos, surgirá una contienda entre el guardián de la paz y el guardián del alma. Pero es difícil ver
cuáles serían en este caso los límites, cuando Locke está afirmando
que estamos ante una materia que cae bajo una doble jurisdicción. El
pasaje resulta más oscuro aún si se considera que sólo uno de los dos
tribunales es exterior: no son sencillamente Estado e Iglesia los que se
reparten la materia moral, sino, según las palabras textuales de Locke,
el gobernante y la conciencia. ¿Son coextensivos estos campos: la esfera de la conciencia y la esfera de la Iglesia? En el más fino análisis
que se ha hecho de este pasaje, John Perry nota que “Locke ha evitado
cuidadosamente describir al imaginario objetor de conciencia en términos religiosos” (Perry 279). Perry llama además la atención sobre un
pasaje paralelo en los Critical Notes sobre Stillingfleet, donde Locke
está dedicado a redefinir la religión de un modo tal que en ella se trate
sólo de “acciones referidas a Dios que no guarden relación con mi prójimo, ni con la sociedad civil, ni con mi propia preservación” (Locke
2002 74; discutido en Perry 278-279). Si la religión no guarda relación
con nada de esto, entonces las palabras de Locke deben ser tomadas de
12 El punto, hasta donde he podido constatar, no ha sido incorporado en las discusiones
sobre la fidelidad de la traducción de Popple. Si bien hay consenso en que no se trata
de una traducción del todo fiel a la letra de Locke, Montuori (cf. 149) ha defendido que
sería incluso más original al espíritu del pensamiento de Locke que el texto latino. En
el marco de mi interpretación del pensamiento de Locke, esta adición sería más bien
un indicio en sentido contrario. Nótese, por lo demás, que esta adición se encuentra
también en la traducción al castellano de Carlos Mellizo (Locke 1999). No así en la de
Román de Villafrechós (Locke 2001).
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Conciencia moral y libertad de conciencia en Locke
modo literal y en sentido excluyente: es la conciencia, no la religión, la
que se reparte con la autoridad política la preocupación por la moral.
Se puede reforzar esto aún más si volvemos al Essay Concerning
Toleration y a la preocupación que Locke muestra ahí por la formación de la conciencia. Porque allí se encuentra, hasta donde he podido
constatar, la única referencia en toda la obra de Locke a la necesidad de
que el hombre se preocupe por la formación de su propia conciencia.
Pero el punto en que Locke se centra con exclusividad es el riesgo de
que estemos tomando por necesario lo que en realidad es indiferente.
Al respecto, escribe que tanto el gobernante como el hombre privado deben cuidarse para que su conciencia no los haga errar (Locke
2006 280). Pero no hay referencia de Locke a la posibilidad contraria,
es decir, que estemos tomando por indiferente lo que en realidad es
necesario, ni tampoco al papel que en la formación de tal conciencia
podría tener alguna instancia distinta del hombre privado o del gobernante. Locke ha logrado la supervivencia de la conciencia gracias a
su total aislamiento respecto de cualquier otra instancia.
Conclusiones
La historia de la noción de conciencia moral merece un estudio
tan detenido como la de la libertad de conciencia. A lo largo de dicha
historia, la reflexión filosófica se ha visto constantemente asediada
por la concepción de la conciencia como un oráculo distinto de la
razón: San Jerónimo la describía como un águila que sobrevuela todas
las partes del alma, incluida la razón, para corregirlas cuando desvarían. En los siglos anteriores a Locke, tal concepción de la conciencia,
si bien no desterrada, es mantenida a raya mediante discusiones sobre
si es un hábito, un acto, una parte específica del alma o un acto de otra
parte de ella, etc., preguntas que, fueran cuáles fueran las respuestas de cada autor, permitían mantener un vínculo entre la razón y la
conciencia moral. En la época del propio Locke, en cambio, conviven
grosso modo dos tendencias. Por una parte, el establishment anglicano, que mantiene –con diversas variaciones– la discusión escolástica,
pero que la combina con intentos (tampoco muy originales) de forzar
la conformidad con la religión oficial. Por otra parte, la posición de
quienes siguen más bien la concepción de la conciencia como oráculo –los que he descrito como “entusiastas”– y que combinan esto
con una defensa de la libertad de conciencia. Locke puede ser descrito como un autor que busca escapar a esta disyuntiva, defendiendo
con el segundo grupo la libertad de conciencia, pero sumándose al
primero en un prudente recelo ante los oráculos.
¿Pero se trata de una vía media lograda? Si con ello nos referimos a una vía media en la que se mantenga en pie una concepción
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robusta de la conciencia, la respuesta tendrá que ser negativa. Más
bien tendremos que concluir, con James Tully, que la epistemología y
la filosofía política nacientes en Locke consistían en un arte que tiende a reemplazar a la conciencia (cf. Tully 13). Porque no parece que se
pueda adherir de modo cabal a la común afirmación según la cual
habría una inconsistencia entre el Locke “político”, que basa su teoría
en la conciencia, y el Locke “filósofo”, que desmantela la apelación a
ese tipo de principios. Seguir el rastro a la conciencia en su obra lleva
más bien a la conclusión de que en esto él es más coherente que lo
que creen sus lectores: ni en los escritos filosóficos, ni en los políticos,
la conciencia ocupa un elevado sitial. Sus escritos han contribuido,
desde luego, al fenómeno que acostumbramos llamar “libertad de
conciencia”, pero no hay muchos puntos en que el origen de esto deba
buscarse en un alto respeto por la conciencia misma.
Los textos de Locke son, pues, razonablemente coherentes unos
con otros. Con lo que no son coherentes es con la imagen que tenemos
del papel de la conciencia en el liberalismo. El tono a ratos liberador
y radical de Locke no nos debe cegar aquí al fortísimo componente
de sumisión que encontramos página tras página: tanto los escritos
filosóficos como los políticos trabajan en la dirección de mantener la
conciencia, pero asignándole un lugar inofensivo; ella sigue disponible en el inventario conceptual, pero como aquello a lo cual se acude
para resolver conflictos, es decir, tan revolucionaria como una válvula
de escape. Pero esto significa que Locke no logró deshacer del todo
la concepción entusiasta de conciencia que siempre lo irritó. Así, en
lugar de modificar dicha concepción de la conciencia, intentó controlarla al darle un lugar limitado, un restringido campo de acción en el
que no pudiera causar problemas. En esto los Two Tracts no son un
texto “pre-lockeano”, sino que nos introducen a lo que será la posición
de este autor también en su obra madura. Si acaso este tipo de exorcismo logra ser exitoso, o si la conciencia entusiasta no acaba finalmente
saliendo de su encierro, es una pregunta que el tipo de apelación a la
conciencia que encontramos en las sociedades liberales herederas de
Locke nos obliga a volver a abrir.
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