MARTES 23 21’30 h. EL CUARTO MANDAMIENTO (1942) EE.UU. 88 min. Título Orig.- The Magnificent Ambersons. Director.- Orson Welles (y no acreditados: Robert Wise & Fred Fleck). Argumento.- La novela homónima de Booth Tarkington. Guión.- Orson Welles (y no acreditados: Joseph Cotten & Jack Moss). Fotografía.- Stanley Cortez (y no acreditados: Jack McKenzie & Orson Welles) (B/N). Montaje.- Robert Wise (y no acreditados: Jack Moss & Mark Robson). Música.- Bernard Herrmann & Roy Webb. Productor.- Orson Welles. Producción.Mercury Productions para R.K.O. Intérpretes.- Joseph Cotton (Eugene), Dolores Costello (Isabel), Anne Baxter (Lucy), Tim Holt (George), Agnes Moorehead (Fanny), Ray Collins (Jack), Richard Bennett (mayor Amberson), Erskine Sanford (Roger Bronson), Don Dillaway (Wilbur Minafer), Mel Ford (Fred Kinney), Orson Welles (narrador). v.o.s.e. 4 candidaturas a los Oscars: Película, Actriz de reparto (Agnes Moorehead), Fotografía y Dirección Artística en blanco y negro (Albert S. D’Agostino, Roland Fields y Darrell Silvera) Música de sala: Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) de Orson Welles Banda sonora original de Bernard Herrmann Conversaciones de Orson Welles con el crítico y director Peter Bogdanovich: ORSON WELLES: EL CUARTO MANDAMIENTO es la única de mis películas que he visto después de terminada y estrenada. PETER BOGDANOVICH: ¿ Cuándo? O.W.: Una noche, cuando la exhibieron en una sesión especial en París, André Gide, que me había invitado a cenar, me dijo que después iríamos a verla, de modo que me vi atrapado. Fue muy desagradable. Hubiera sido más feliz sabiendo de oídas sin conocer personalmente lo que habían hecho con ella. Durante cinco o seis rollos las cosas no fueron tan malas. ‘Bien -pensé-, la cosa no está tan mal. No han hecho demasiados estropicios, sólo unos pocos pequeños cortes estúpidos.’ Y entonces se abrió el infierno... Era una película mejor que Ciudadano Kane si la hubieran dejado como yo la hice (…) P.B.: ¿ Cómo llegaste a hacer la película EL CUARTO MANDAMIENTO? O.W.: Bien, tuvimos una gran éxito con ella en la radio; le pasé una grabación del programa a George Schaefer y éste accedió. Tarkington es un escritor extraordinario. P.B.: Ahora está pasado de moda. O.W.: Injustamente. Se merece ser tomado mucho más en serio. Si la película EL CUARTO MANDAMIENTO tiene alguna calidad se debe, en gran parte, a Tarkington. Lo que no procede del libro es una cuidadosa imitación de su estilo. Lo único que es completamente mío es un tercer acto que conduce la historia a una dimensión más oscura y más dura. El problema está en que mucho de este material -particularmente en relación con los chicos- ahora ya está pasado de moda. Los chicos han cambiado mucho. P.B.: ¿Te refieres a las historias “Penrod”? O.W.: Ahora ya no podemos seguir imaginándonos niños así. Pero las historias en sí son maravillosas, enormemente divertidas. P.B.: Entonces, ¿por qué Mark Twain no está de moda? O.W.: Porque Twain no escribía sobre niños en un ambiente de clase media. Los situaba en un mundo anárquico inventado donde los valores de la clase media sólo existen en parodia y están en la periferia de las cosas, en los campos, en los ríos y en las cuevas y no en la calle mayor de una ciudad bajo las sombras de los olmos. Además, Twain es un gigante y Tarkington no. Twain escribió más basura que Tarkington y las únicas que han perdurado son sus obras maestras. El resto no puede leerse..., ¡yo no puedo! Pero se pueden leer con placer todas las obras de Tarkington. Tienen mucho encanto. P.B.: Eso es lo que tú más admiras, ¿no es así? Eso y la galantería. ¿ No es EL CUARTO MANDAMIENTO la historia del fin de la caballería tanto como Campanadas a medianoche? O.W.: Lo que a mí me interesa, Peter, es la idea de esas antiguas virtudes, pasadas de moda. Y el porqué todavía parecen seguir hablándonos cuando, por lógica, son irremediablemente irrelevantes. Ésa es la razón por la que durante tanto tiempo estuve obsesionado por Don Quijote. (…) P.B.: El personaje de Tim Holt, que representa la plutocracia agonizante, es bastante desagradable; y Eugene (Joseph Cotten), el representante de la era mercantil de la máquina, es muy simpático. O.W.: Bien, eso es porque aunque él traiga consigo todo el apestoso infierno de la edad del automóvil, eso no tiene por qué significar que no sea un amable ser humano. Reconoce que lo que estaba haciendo podía ser algo malo. Era así como mi padre pensaba del asunto. Fue uno de los pioneros del automóvil pero lo abandonó muy pronto. P.B.: ¿Por qué razón? O.W.: Supongo que se cansaría de ellos. Después inventó una lámpara para bicicleta... ¡que resultó que estaba ya, prácticamente, en todos los automóviles del mundo! Mi padre fue amigo de Tarkington y en ese personaje de la película hay mucho de mi padre. Uno de los aficionados al automóvil de los primeros tiempos con una profunda sospecha de lo que acabaría por traernos ese chisme... Fascinado por él, pero asustado por lo que llegaría a hacerle al mundo. Cotten representa el papel a la perfección, creo. P.B.: En su gran discurso durante la escena de la cena, ¿fuiste tú quien le dio instrucciones de juguetear con la cuchara mientras hablaba? O.W.: Me extrañaría. Más bien creo que fue cosa suya. Ese tipo de cosas, por lo general, salen de los propios actores. P.B.: ¿Sabes? Hasta que no vi la película por cuarta o quinta vez no aprecié ninguna alusión social. O.W.: Ni siquiera se debe tener conciencia del autor como conferenciante. Cuando las cuestiones sociales o morales se subrayan demasiado, yo siempre me siento incómodo. P.B.: En EL CUARTO MANDAMIENTO la observación social forma una parte tan integral de la historia de sus personajes que nunca molesta. O.W.: Hay que tener mucho cuidado con ello. Los únicos puntos que no me importa subrayar son los que se refieren al personaje. P.B.: Realmente, el personaje de Tim Holt está tratado de modo muy ambiguo..., lo que no es excepcional en las que se conocen como tus grandes películas. O.W.: Excepto que, en cierto modo, él es también el héroe trágico. P.B.: Porque su amor por su madre es genuino, acaba por destruirla… Pero no se le juzga. Ni siquiera su madre. O.W.: No me gustan mucho los juicios. Limitan y no dan buen resultado. Cuando uno de los personajes hace un juicio sobre otro, le señalo con fuerza al público que no deben tomarlo como una indicación de la intención del autor. (…) P.B.: Un crítico, Andrew Sarris, señala que hay más en común entre tú y Ford de lo que se pensaría a primera vista, porque los dos tenéis un respeto y gran amor por el pasado. O.W.: Pero estamos enganchados en distintos pasados, como es natural. Yo estoy interesado en el mito del pasado como mito. John Ford es uno de los hacen esos mitos. (…) P.B.: La influencia de la radio se hace muy patente en EL CUARTO MANDAMIENTO. O.W.: ¿Te refieres a la narración? Me gustaría que hubiera más en las películas. P.B.: ¿Utilizando a un narrador que no sea un participante? O.W.: Sí, que aparezca sólo para contar la historia. Eso me gusta mucho. (…) P.B.: El guión de EL CUARTO MANDAMIENTO es uno de los más cerrados nunca escritos. El prólogo establece todos los caracteres en tres o cuatro situaciones, establece el período de la acción y el vestuario de la época, y todo eso dentro de los primeros minutos. O.W.: No me gusta descansar sobre las cosas. Esa es una de las razones por las que me aburre tanto Antonioni…la creencia de que cuando un plano es bueno será mejor porque se alargue y se siga insistiendo en él. Antonioni ofrece un plano completo de alguien que anda por una calle y uno piensa: “Bien, no va a seguir filmando a esa mujer durante toda su marcha por la calle”. Pero él lo hace. Y la mujer se va y él nos hace seguir contemplando la calle después de que la mujer ya se ha ido. P.B.: ¿Escribiste tú sólo el guión de EL CUARTO MANDAMIENTO? O.W.: Sí. Una gran parte de él la escribí en el yate de King Vidor, en las costas de Catalina. El resto, en México. Con Molly Kent, la script de Ciudadano Kane, realizando el trabajo de secretariado -la mejor script que jamás existió-. Después lo ensayamos más tiempo de lo que jamás ensayé otra cosas de mis películas. Este film requería un reparto relativamente pequeño y todo el mundo trabajó muy duro. Creo que estuvimos cinco semanas ensayando, no en los platós, ni nada parecido, tan sólo ensayando. Después registramos todas las escenas como referencia, para que pudieran oír la forma como habíamos decidido que fuera la banda sonora, incluso aunque fuéramos a cambiar nuestras ideas más adelante. P.B: ¿Sirvió eso para ahorrar tiempo? O.W.: Debió ser así pero nuestro cámara Stanley Cortez era tan lento que tardamos más tiempo en filmar esa película que ninguna otra de las que he hecho. P.B.: ¿No pudiste conseguir a Toland de nuevo? O.W.: Gregg Toland se había ido con Goldwyn con un contrato a largo plazo. Nos enteramos de ello en el último momento, así que tuvimos que hacer, también, un cambio de última hora. P.B.: El prólogo que abre la película tiene un tono ligeramente burlón mezclado con nostalgia. O.W.: Creo que nuestra tendencia era contemplar retrospectivamente el pasado inmediato, el pasado que aún no es historia sino que sigue siendo un leve recuerdo, ligeramente cómico. Es una actitud norteamericana. Recuerdo cómo mis padres se reían cuando veían las ropas que vestían en viejas fotografías. P.B.: ¿Porque te burlabas de los trajes de los hombres y no de los de las mujeres? O.W.: Porque los trajes de los hombres eran ridículos y no ocurría así con los de las mujeres. Las ropas de las mujeres eran bellas. P.B.: ¿Tuviste que estudiar ese período? O.W.: Fue un período real para mi padre y mi madre... y yo sólo estaba a un paso de ellos. Es mucho más fácil hacer una película de esa época porque pueden encontrarse ropas y accesorios para ella en las guardarropías. Es mucho más difícil hacer una película del siglo XVIII porque las ropas, las pelucas y los muebles no suelen ser correctos. P.B.: ¿Entonces no hubo que estudiar la época? O.W.: Se hace para la película, pero eso lo hemos venido haciendo durante toda nuestra vida, si estamos interesados en esas cosas, como lo estoy yo. Películas de época tienen más éxito cuando están apoyadas en una tradición que se mantiene viva en el teatro. Ésa es la razón por la que las películas japonesas son tan buenas: proceden directamente del Kabuki, es decir, saben lo que hacen. Puede creerse que uno se encuentra, verdaderamente, en el siglo XVIII del Japón; del mismo modo que uno no puede creer que está en la Francia del siglo XVIII, cuando aparecen las pelucas de Max Factor, las bocas a lo Westmore, las espaldas con hombreras y todas esas cosas (…) P.B.: La escalera es lo que parece dominar nuestro recuerdo de EL CUARTO MANDAMIENTO. O.W.: El corazón de aquella pomposa casa era su pomposa escalera. Se pretendía imitar un palacio. Esa gente no tenía que realizar ningún desfile real, pero se negaban a admitirlo. Yo tenía tías abuelas que vivían en casas iguales a aquella. Una casa que tenía un salón de baile en el piso superior, exactamente como los Ambersons. P.B.: ¿El piso superior? O.W.: El tercer piso, no el ático. En algunas ocasiones, la sala de baile fue convertida en un campo de mini-golf. Recuerdo aquellos terribles montículos verdes construidos sobre el suelo del salón de baile. P.B.: Tim Holt estuvo fantástico en aquella película. O.W.: Extraordinario... Es uno de los actores más interesantes de todos los tiempos en el cine norteamericano. P.B.: Su papel en EL CUARTO MANDAMIENTO fue el más largo que había interpretado hasta entonces... Y Anne Baxter... También su actuación en la película fue uno de sus primeros papeles de protagonista. O.W.: Sí. ¿Sabes que es la nieta de Frank Lloyd Wright? P.B.: ¿Ah, sí? O.W.: Sí. El viejo acostumbraba a visitarnos siempre que estábamos filmando y hacía comentarios sobre los decorados. Yo seguía diciéndole: “Pero señor Wrigth, todos estamos de acuerdo con usted. Eso es lo que importa”. Sin embargo nunca fue capaz de comprender lo horrible que resultaba vivir en ese tipo de casas. ¡Dios mío, qué anciano más maravilloso! ¡Qué artista y qué actor! P.B.: ¿Cómo fue que contrataste a Dolores Costello? O.W.: Había pensado en Mary Pickford. Hablé mucho con ella y estuve a punto de conseguirla... ¡Pero ahora me siento feliz de que no aceptara! No creo que hubiera estado bien. Después pensamos en la señorita Costello y la sacamos de su total retiro. Podría pensarse que no estaba a la altura de lo que queríamos de ella. En los ensayos quiero decir. Parecía como poco concentrada, nada malo, simplemente como si no quisiera ser una actriz. P.B.: ¿Era hija del primer actor del cine mudo, Maurice Costello? O.W.: Sí, que trabajó como extra en Ciudadano Kane. Y también era la ex-esposa de John Barrymore, como sabes. P.B.: ¿Te hizo Barrymore algún comentario sobre ella? O.W.: Sí, algo así como “tu peregrina idea del reparto”, o algo por el estilo. P.B.: Que momento más conmovedor ese en el que muere la madre de George. Tú se lo dices haciendo que la tía Fanny lo abrace y le diga: “Ella te amaba, George...”. Seguido de inmediato por un fundido. O.W.: Pero estropeado por el hecho de que cortaron varias de las escenas precedentes. P.B.: Algunas todavía están. O.W.: Pero de modo arbitrario. La versión completa hace que ese agudo final sea mucho más efectivo. P.B.: Recientemente he leído una entrevista en la prensa con Joseph Cotten en la que dice que habías pensado en rodar un nuevo final para EL CUARTO MANDAMIENTO dado que el antiguo fue destruido. O.W.: Sí, tuve una oportunidad marginal de acabarlo de nuevo, hace sólo un par de años, pero no llegué a hacerlo. El individuo que iba a comprar la película desapareció de vista. La idea era tomar a los actores que aún seguían con vida -Cotten, Baxter, Moorehead, Holt- y hacer un final totalmente nuevo para la película veinte años más tarde. Quizá de esa manera hubiéramos podido conseguir una nueva distribución y una mayor audiencia que la primera vez. La intención fundamental era hacer el retrato de un mundo dorado -casi un mundo de recuerdo- y después mostrar en qué se había convertido. Después de haber escenificado esta ciudad soñada de “buenos tiempos pasados”, el punto básico consistía en mostrar cómo el automóvil lo destruía todo, no sólo la familia sino también 1a ciudad. Todo eso se ha perdido. Sólo quedan los primeros seis rollos Hay una especie de caída de telón arbitraria con una serie de estratagemas torpes y precipitadas. Ese mundo perverso y negro se supone que es demasiado para la gente. Todo mi tercer acto se pierde debido a todo ese histérico intento de arreglar las cosas. Y fue histérico. Todo el mundo estaba haciendo cortes... P.B.: ¿Cuándo grabaste la narración? O.W.: La noche en que salí hacia América del Sur para comenzar It's all True. Me fui a la sala de proyección a eso de las cuatro de la mañana, hice todo el trabajo y tomé el avión para Río. (…) Como Orson salió para Río de Janeiro escasamente una semana antes del término del rodaje de EL CUARTO MANDAMIENTO, tuvo que dirigir el montaje desde allí, por teléfono y telegrama. No era una situación ideal, pero Orson tenía que filmar el Carnaval de Río para It’s all true, que comenzaba precisamente en esos días. No había forma de posponer una fiesta nacional y, en consecuencia, retrasar la fecha de comienzo del rodaje. Del montaje se encargaba Robert Wise. (…) El primer pase previo se realizó el 17 de marzo, en el Teatro Fox de Pomona, California. En esos momentos, su duración era de poco más de dos horas, después haber cortado tres escenas originales de Welles. Se pasó después de The Fleet’in, un musical de Dorothy Lamour, es decir, ante un público que no tenía el estado de ánimo más apropiado para ver una película como EL CUARTO MANDAMIENTO, pese a lo cual, de las 125 tarjetas en las que los asistentes expresaban su opinión, 53 fueron positivas. Pero fueron las 72 negativas y la mala reacción expresada en voz alta y que todos pudieron oír lo que más impresionó a los ejecutivos asistentes.(…) Las exhibiciones previas, por lo general, no son de fiar como sondeo de la verdadera respuesta del público. Sin embargo, muchos productores aún conservaban ese ritual sagrado. (…) Tras hacer nuevos cortes a la película, se celebró un segundo pase, el 19 de marzo, en el Teatro U.A. de Pasadena, tras la presentación de Captains of the Clouds, una historia de aviación interpretada por James Cagney. La película había sido acortada en 17 minutos, respecto del original de Welles, y su proyección duró 115 minutos. En esta ocasión sólo 18 de las 85 tarjetas fueron desfavorables. Si la película hubiera conservado esta forma, aún habría estado bastante cerca de la versión de Welles; pese a la pérdida de esos 17 minutos el espíritu de la obra no se había visto afectado. Sobre todo, no se habían filmado nuevas escenas y el crucial “último acto” seguía intacto. Pero, evidentemente, nada pudo borrar el recuerdo de la primera proyección previa y se impuso el pánico. Conjuntamente con las copias de las tarjetas de la proyección previa, Welles recibió una carta de Schaefer, fechada el 21 de marzo, amable pero alarmante, en la que se le describían ambas proyecciones previas. (…) Después de esta las cosas no hicieron más que empeorar. Entre el 23 al 25 de marzo, hubo un amplio intercambio de cablegramas entre Welles y Jack Moss, en los que éste detallaba exactamente los cortes que se hicieron para las dos proyecciones previas y anunciaba nuevos cortes más drásticos sugeridos por Wise, Joseph Cotten y él mismo. (…) El 27 de marzo Orson envió un cable de ocho páginas en las que explicaba detalladamente los cambios, a veces muy pequeños, que estaba dispuesto a hacer, muchos de los cuales eran drásticos si tenemos en cuenta lo que en aquellos momentos sentía al respecto. (…) Muchas de sus instrucciones no fueron incorporadas. Orson incluso envió el texto para un par de nuevas escenas que debían hacerse, así como las instrucciones de cómo debían ser rodadas, todo ello en un desesperado intento de conservar la forma y la esencia de la película. (…) Nunca fue filmado así. Orson continuó tratando de mejorar el filme, dando las instrucciones típicas del trabajo posterior a la producción (…) P.B.: ¿Por qué tu mismo, desde Río, sugeriste tantos cortes? O.W.: Estaba tratando de proteger algo. Allá abajo me sentía atrapado. No podía marcharme y lo único que seguía recibiendo eran aquellas terribles señales sobre la horrible película que había hecho. No era sólo la RKO la que corría asustada sino mis propios amigos. P.B.: ¿Te afecta lo que tus amigos piensan o sienten? ¿Llegaste a hacer temblar su confianza? O.W.: Puedes apostar lo que quieras. Incluso recuerdo que Cotten me escribió a América del Sur. Ahora que ellos habían visto la película completa, y con audiencia, me dijo, yo no tenía idea de lo terrible y horripilante que resultaba realmente la última parte del film. Incluso aquellas personas que sentían un profundo interés por mí tenían la impresión de que había ido demasiado lejos. Yo no lo creía así. Y aún sigo sin creerlo. (…) P.B.: A mí me parece que una gran parte de los cortes impuestos por ti eran en cierto modo demasiado drásticos. O.W.: Estaba regateando: “Yo te doy esto si tú me das aquello”. Estaban muy asustados a causa de la mala acogida de las proyecciones previas…y que en el caso de Kane no hubo. ¡Pensemos lo que le hubiera sucedido a Kane si las hubiese habido! En Pomona y una noche de sábado... ya puedes imaginarte. P.B.: Hay algunas escenas con redacción de cartas, que tú escribiste en América del Sur y que fueron filmadas por Robert Wise. ¿Por qué las escribiste? O.W.: Para tratar de cubrir algunos de aquellos cortes salvajes que estaban haciendo. (…) Sus desesperados esfuerzos por salvar la película se fueron haciendo cada vez más inútiles. La R.K.O. y la representación en Hollywood de la Mercury perdieron los nervios. Las conexiones telefónicas eran terribles, lo que no hizo más que incrementar el desastroso fracaso de la comunicación entre todas las partes involucradas. Después de recibir un cable de Schaefer el 9 de abril que se refería a los nuevos planos, Welles no pudo recibir nuevas aclaraciones hasta un cablegrama del 14 abril (…) Orson no pudo llegar a ponerse en contacto con nadie. El teléfono no funcionaba. Al mismo tiempo, estaba teniendo terribles problemas con su película de Río. (…) Orson envió otras doce páginas más, escritas a un espacio, con instrucciones para precisar cómo debía quedar EL CUARTO MANDAMIENTO. La mayoría de ellas fueron ignoradas porque, en Hollywood, el pánico no había hecho más que aumentar. La R.K.O. comenzó a invitar a “expertos” para que vieran la película y dijeran cómo se la podía salvar. Uno de ellos fue el productor Bryan Foy. Después de haber pasado la película -todo esto de acuerdo con Jack Moss- Schaefer, Koerner y otros ejecutivos del estudio se congregaron alrededor de Foy. -¿ Qué es lo que piensas, Brynie? -preguntaron. Foy los mantuvo en suspenso durante unos momentos, masticando reflexivamente la punta de su cigarro. Al fin, dio un veredicto razonado: -¡Joder, es demasiado larga! Los ejecutivos se acercaron aún más: -¿Pero dónde, Brynie? Foy aclaró: - Toda la maldita película. Demasiado larga. Debes cortar cuarenta minutos. -Está bien, Brynie, ¿qué debemos cortar? -le preguntaron. Foy apenas vaciló: - Tirad al aire todo el metraje y recogedlo todo menos cuarenta minutos, no importa nada lo que cortéis. Pero eliminad cuarenta minutos. Definitivamente fueron eliminados más de cuarenta y cinco minutos del metraje original de la obra de Welles (…) Finalmente la película fue exhibida en agosto de 1942; como varias secciones se sustituyeron por escenas que Welles no había escrito o dirigido, en realidad el trabajo de Welles quedó en minoría en los ochenta y ocho minutos a los que quedó reducido el metraje final de la película. (…) P.B.: Probablemente el más estúpido de los cortes que detecto se produce en una toma que se sostiene largo tiempo durante el baile, cuando dos de los personajes hacen unas observaciones sobre las aceitunas, un fruto que era completamente nuevo en Estados Unidos en los años del cambio de siglo. O.W.: Sí. El espectador no llega a ver el chiste con las aceitunas porque un incapacitado mental dijo “¿Qué tienen que ver las aceitunas con esto?”. Ésa es una de las cosas que solían hacer, cortar lo que no entendían. También cortaron veinte segundos de tiempo de proyección, partiendo en dos nuestra toma de la grúa, que debía durar todo un rollo sin un solo corte. Demasiado malo. Me gustan las digresiones. Fíjate en Gogol. Lee de nuevo unas pocas de las primeras páginas de ‘Almas muertas’ y podrás ver cómo una digresión, loca y reducida, puede dar brillo y densidad a la narrativa corriente. P.B.: Quizá lo mejor en tus películas son las digresiones. O.W.: Tal vez ésa es la razón por la que he sufrido tanto con los cortes. P.B.: En todo caso el corte de las aceitunas mató tu escena. O.W.: Quizá no la mató del todo, pero es una especie de vergüenza ese corte después de haber trabajado tan duro: cuatro habitaciones con todo lo necesario... Un triunfo absoluto de la ingeniería técnica por parte de todos. P.B.: Debió ser bello ver cómo sucedía todo aquello. O.W.: Lo fue. Realmente lo fue. (Las supresiones fueron en realidad más largas de lo que Orson recuerda) P.B.: En la novela cantan el himno americano (The Star-Spangled banner) durante el paseo sobre la nieve, lo que hoy posiblemente sería motivo de disgusto. ¿Por qué la cambiaste por “El hombre que hizo saltar la banca de Montecarlo”. O.W.: Parcialmente eso guarda relación con mi padre, que realmente logró hacer saltar la banca en Montecarlo, o al menos siempre se jactó de ello. De todos modos sus viejos compadres se complacían cantándole aquella canción. Fue en parte por esa razón que yo me decidí a usarla. P.B.: ¿Dónde filmaste la secuencia de la nieve? O.W.: Toda ella está filmada en interiores. En la “nevera”, un estudio de sonido refrigerado en la ciudad vieja de Los Ángeles. Nuestra escena de la nieve en Ciudadano Kane fue filmada en su totalidad en el Plató 4 de la R.K.O., con copos de palomitas de maíz. Lo que me preocupó fue que no se veía el vaho que se produce cuando se respira en un aire frío. P.B.: Es obvio que, de niño, tú viste muchas películas mudas, y me pregunto si el bello ‘cierre de iris’ con que termina esa secuencia fue un homenaje al cine mudo. O.W.: No sabíamos nada de homenajes en aquellos días, gracias a Dios. Me parece una lástima que ya no se use el ‘cierre de iris’. Es un bello recurso. Hay muchas cosas del cine mudo que deberían ser resucitadas. P.B.: Podría decirse que dado que el ‘cierre de iris’ procede de los días inocentes del cine, tú lo usabas como final de los días de inocencia de los personajes en la película. O.W.: Puedes decirlo así. (…) P.B.: Todo aquel que conozca algo sobre tu trabajo puede decir que tú no dirigiste la última secuencia de EL CUARTO MANDAMIENTO, que es la única de toda la película en la que los actores aparecen en primero planos y el fondo queda desenfocado. Después, los actores salen del encuadre y el fondo queda enfocado. O.W.: Es un estilo que vuelve. En aquellos días se hacía continuamente. Nosotros lo dejamos de lado. (…) P.B.: Me gusta mucho la narración que acompaña el final de los títulos de crédito y en particular tu firma al final: “Mi nombre es Orson Welles”. O.W.: Tuve que soportar un verdadero infierno por aquello. La gente cree que se trata de culto al yo. La verdad es que no hice más que hablar a un público que me conocía de la radio y por eso empleé la misma forma que la gente acostumbraba a oír en nuestros programas. En aquellos días teníamos un público enorme -de millones- que nos oía todas las semanas, así que no me pareció pomposo terminar con nuestro estilo radiofónico. (…) Unos meses más tarde de estas charlas, en la suite de un hotel de Beverly Hills, Orson estaba manipulando los mandos del televisor, como solía hacer, cuando captó una de las primeras escenas de EL CUARTO MANDAMIENTO. Casi antes de que la pantalla se iluminara del todo, cambió rápidamente de canal, pero yo me di cuenta de lo que había visto y le pedí que volviera a ponerlo. Se negó en firme, pero todos los que estábamos en la habitación insistimos en que nos dejara ver la película -uno de los presentes no la había visto antes- y finalmente, exasperado, volvió a poner, canal y se marchó de la habitación. Todos nos sentimos muy mal y le pedimos que volviera. Él nos respondió, gritando y en broma, que se iba a “la sala insonorizada”. Vimos la película un rato y pronto Orson apareció en la puerta y se apoyó contra el marco para mirar el televisor con aire desdichado. Todos hicimos como si no hubiéramos reparado en su llegada y seguimos viendo la película. Pasaron unos minutos. Orson, como de modo casual, cruzó la habitación y se fue a sentar al borde de un sofá desde donde siguió mirando la película con interés pero, al mismo tiempo, con una especie de desesperación, combinada con una terrible ansiedad. La película continuó y Orson anunció en voz alta la pérdida de ciertas escenas trucadas. Algunos minutos más tarde se levantó, nos volvió la espalda y se dirigió a la ventana donde se puso a jugar con la persiana veneciana. El resto de nosotros intercambiamos nuestras miradas. Todos nos dimos cuenta de que había lágrimas en sus ojos. (…) Algo así como un año más tarde -estábamos en París- le pregunté a Orson sobre lo ocurrido aquella noche. Le dije que en aquella noche tuve la impresión de que le resultaba muy doloroso ver su película mutilada como si hubiera pasado por la mesa de un carnicero. “No, no fue eso lo que me emocionó, en absoluto. Mira... Sólo hizo que me sintiera furioso. Me emocioné porque aquello era el pasado..., algo que ya ha quedado atrás.” Texto: Orson Welles & Peter Bogdanovich, Ciudadano Welles, Grijalbo, 1994. Orson Welles siempre se mostró mucho más respetuoso con Booth Tarkington, autor de la novela en que se basa EL CUARTO MANDAMIENTO, que los apologistas de su cine. “Tarkington fue un gran amigo de mi padre, y en parte el libro se refiere a mi padre, uno de los primeros que se interesaron por los automóviles. Era una novela maravillosa. Nadie lo cree así y Tarkington no tiene una gran reputación, se le considera un escritor comercial. Creo que es un error. Por poner un ejemplo en cine, creo que los críticos no toman en serio a William A. Wellman. Y ese es el caso de Tarkington en literatura. Estoy seguro de que será nuevamente descubierto. Ha escrito mucho y bueno para el teatro”. Ahora no recuerdo dónde, pero hace unos años llegué a leer una despectiva referencia cinéfila a la novela de Tarkington diciendo que era un folletín, ignorando que, por poner un ejemplo, las obras de Charles Dickens nacieron precisamente como folletines; tal vez quien lo dijo no había leído a uno ni a otro. Pero Welles no fue un buen profeta. De acuerdo en que El cuarto mandamiento es una novela espléndida; sin embargo, su predicción sobre el descubrimiento del escritor ha fallado, al menos hasta el momento y en lo que se refiere a España, a los cuarenta y cinco años de sus declaraciones. (¿Cabía mayor ingenuidad, por otra parte, que imaginar un futuro en el que la sociedad se interesara realmente por la literatura?). Ignoro si la reedición de El cuarto mandamiento a cargo de Alfaguara en el año 2004 sirvió para que el libro tuviera los lectores que merece, aunque temo que no, tanto por el motivo que acabo de apuntar entre paréntesis cuanto porque la colección donde apareció, “Clásicos modernos” (junto con obras de, entre otros, Joseph Sheridan Le Fanu, Stendhal, Wyndham Lewis, Blaise Cendrars y Jean Lorrain), ha dejado de existir y eso es una señal del fracaso general de la tentativa. Así, pues, mientras Welles consideraba que Tarkington había sido “excelente en la descripción de la pequeña ciudad de provincias norteamericana al final del siglo pasado (...), pero como fue un escritor comercial que colaboraba en el ‘The Saturday Evening Post’, no se le tiene en cuenta; en literatura, al que se le tacha de comercial no se le presta atención, no es como en el cine”, los críticos cinematográficos lo desdeñaban en el nombre de su adaptador para, así, tratar de hacer más grande el nombre de éste. EL CUARTO MANDAMIENTO es un bello ejemplo de “cine-novela”, cuestión que el propio Welles confesó que despertaba en él mucho interés: dijo que le habría gustado rodar más films en su línea. “Intenté demostrar que la narración puede ser muy importante en cine. Algún día haré otro film en el que sea tan fundamental como en los Ambersons. Se ha hecho poco ‘cine-novela’ y querría hacer otro film así, de esa densidad. Me gusta que las historias transcurran en cuarenta y ocho horas o que tengan lugar a lo largo de varios años”. Esa tendencia hacia lo novelesco por parte de Welles se pone de manifiesto repasando la lista de sus actividades radiofónicas para la CBS, “The Mercury Theatre on the Air”, entre las que, aparte de su archifamosa hasta la náusea versión de La guerra de los mundos (Herbert George Wells), puso en antena obras de Robert Louis Stevenson, Gilbert Keith Chesterton, Jules Verne y Charles Dickens, e incluso Los 39 escalones, de John Buchan, y Drácula, de Bram Stoker. Para Welles, 1942 fue un año de intensa actividad cinematográfica, pero también supuso el comienzo de sus tropiezos con la industria: It's All True, que iba a ser su primera película en color, a rodar en Brasil, Argentina y México, no llegó a ser acabada, con el pretexto de que el material rodado no podía ser montado, por caótico, y EL CUARTO MANDAMIENTO sufrió numerosos cortes a manos de la R.K.O., hasta alcanzar un total de cuarenta o cincuenta minutos. No satisfechos con ello, los dirigentes del estudio hicieron rodar un final añadido que pudiera servir de broche a lo filmado: la conversación de Eugene Morgan (Joseph Cotten) y la tía Fanny (Agnes Moorehad) por el pasillo del hospital al salir de visitar a George Ambersons (Tim Holt), secuencia que al parecer fue rodada por uno de los montadores, Robert Wise. Las supresiones afectaban al último período de la decadencia de la familia Ambersons. Años después (en 1965), Welles todavía hablaba de impresionar más película y suprimir el final: “basta con veinte minutos para conseguir que el final tenga sentido, el de ahora es estúpido. Se trataría de los Ambersons supervivientes y de los Morgan, veinte años después, utilizando los mismos actores tal como están hoy y con la ciudad completamente transformada. De esta forma, el film tendría ese final duro, negro, que las imágenes actuales han ido preparando mientras asistimos a la parte romántica de la historia. Este epílogo se centraría más en Fanny sobreviviendo en una sórdida pensión de solteronas, que en George, reducido a unas breves apariciones, y eliminaría esa escena de la reconciliación que tanto molesta hoy en el film”. La indignación del cineasta resulta comprensible: suprimir tanto metraje dedicado a la agria decadencia familiar a cambio de incorporar una breve escena de reconciliación en la que, quizá, los personajes sonríen demasiado, es excesivo; pero debo decir que el final no me resulta tan molesto como a Welles y a buena parte de sus críticos. Y el final “rosebudiano” de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), esa falsa magdalena proustiana, no me parece mucho mejor que el añadido de los Ambersons, por más que sirviera para que algunos lo utilizaran para pretender adoctrinar sobre el superior valor de las cosas pequeñas sobre las grandes, a la manera de un discurso parroquial. De todos los films realizados por Welles, EL CUARTO MANDAMIENTO es el que mejor ha articulado la poética del realizador y el que depende más profundamente de ella. Se trata de una bella historia sobre amores difíciles, o más bien frustrados, que se pretenden recuperar en vano al mismo tiempo que entra en agonía una época para dar paso a otra. Dos cuestiones simultáneas en las que las pasiones amordazadas conviven con las represiones alimentadas por las costumbres y con una transformación urbana y social. “¿Qué se dicen dos corazones cuando se aman? Nada. Pero nuestros ojos lo expresaban todo”, escribió Isidore Ducasse en su tercer canto de “Maldoror”. En EL CUARTO MANDAMIENTO, la cámara movida con suntuosidad, o fija ante las confesiones personales, estén expresadas a través de diálogos o de miradas, es el espejo donde se miran los personajes y suplanta a los ojos febriles del poeta maldito. El film tiene además una ventaja con respecto a Ciudadano Kane. Viendo éste se tiene la molesta sensación de que todo está subordinado a la originalidad, ya sea pretendida o cierta, del hallazgo visual: véase la secuencia de la tentativa de suicidio de la esposa de Kane, la cual sirvió de soporte analítico para André Bazin; ofrece en un plano secuencia lo que, hasta entonces, los directores de cine ofrecían fragmentado en varios planos, pero a costa de una construcción artificiosa y enfática: el corpus dramático devenía corpus teórico; véase asimismo el encadenado de sucesivos desayunos del matrimonio Kane, que van mostrando el progresivo deterioro de sus relaciones. En definitiva, lo molesto, como ya apuntó bien Jean-Paul Sartre, es la sensación de que los personajes están allí constantemente subordinados al esfuerzo de una demostración, en ocasiones brillante, no cabe duda, de inteligencia ilustradora. Sin embargo, eso no sucede en EL CUARTO MANDAMIENTO. La crónica social cinematográfica perdió así efectismo y la industria ganó una víctima para engrosar la fila de ilustres maltratados (David Wark Griffith, Erich von Stroheim...), pero el cine, en cambio, se hizo con un gran título; los personajes, vivos, están perfectamente adheridos a un mundo que se desintegra con ellos paso a paso, unas veces con cadencia musical (la fantasmal fiesta en la mansión de los Ambersons), y otras con una suerte de deslizamiento poético visual pocas veces tan conseguido en cine como en la secuencia de la carta que Eugene Morgan le escribe a Isabel (Dolores Costello): la voz over de Eugene acompaña la escritura de la carta sentado a la mesa de su despacho mientras la cámara retrocede en un lento travelling para, luego, mostrar en fundidos-encadenados el salón desierto de la casa de los Ambersons, con el encuadre levemente inclinado y siempre con el fondo sonoro de la voz del personaje, y a Isabel leyéndola en una estancia sumida en la penumbra; la mirada de la actriz transmite delicadamente la tristeza del momento, y con él la evocación del pasado. “No destruyas mi vida por segunda vez, querida, ahora no lo merezco”, le dice Eugene, rogando una respuesta no necesariamente verbal. Fue Alberto Savinio quien apuntó que el amor se parece a la música dramática, que canta suplicando “una respuesta” (de otra voz, de otro instrumento). Todo va apoyado melancólicamente por una música que parece reprimirse a sí misma, como sucede con algunos pasajes musicales de Claude Debussy que, más que desdramatizar, como suele comentarse, resaltan por contraste la tibia delicadeza de su reprimida herencia romántica. La forma con que Welles soluciona la escritura y lectura de la misiva es muy elegante; le basta, además, con intercalar oportunamente un plano del salón desierto para sugerir la recepción de la carta y que ésta, atravesando invisiblemente un espacio decadente, enfermizo, sombreado por el veneno del tiempo, no tiene otro destinatario que esos ojos fulgurantes que se expresan sin la compañía de la palabra. Diciéndolo con brevedad, aquí Welles no sirve a Welles sino a los Ambersons. El protagonista de EL CUARTO MANDAMIENTO no son los Ambersons ni los Morgan, sino el tiempo, cuyo paso por la vida de los personajes los deja bañados de una delicadeza intimista como contrapunto de una atmósfera brillante y suntuosa, pero ante todo barroca, sensual y romántica (y, por lo tanto, desesperada), como esa imagen de los músicos que flanquean el vals noble y sentimental que une a Eugene e Isabel en un salón donde ya se detectan señales de un inminente desmoronamiento, explícitas en lo asfixiante del decorado, en la abundancia de sombras que insinúan un mundo cerrado y en la propia presencia de Eugene, uno de los impulsores de la transformación social que va a experimentar una pequeña ciudad en la que, según se dice al inicio de la película, había tiempo de sobra para todo, antes de que la llegada del automóvil introdujera la prisa en el perezoso discurrir de la existencia de sus habitantes; una ciudad en la que hasta entonces el paso del tiempo se reflejaba en los cambios de moda del vestuario y donde la mansión de los Ambersons era considerada el centro y el orgullo de la comunidad. En la brillante secuencia de la fiesta de los Ambersons Welles juega con tres elementos temporales en un mismo tempo cinematográfico: el presente, representado por el vals (Eugene lleva puesto el abrigo y se adivina que está a punto de abandonar la casa, lo cual hace que el instante tenga por su parte algo de deseo de retener el tiempo que huye); el pasado que se desprende de la armonía de sus movimientos, que no pueden ser fruto de una fugacidad amorosa; y el futuro, al fondo del encuadre, configurado por la joven pareja George Minafer Ambersons y Lucy Morgan (Anne Baxter) sentada en los primeros peldaños de la escalera del salón. Los numerosos planos secuencia, más emotivos y menos mecánicos que en Ciudadano Kane, cultivan también, como los encuadres con profundidad de campo, la idea del paso del tiempo, lo que éste deja como legado a los personajes después de un suceso que los ha marcado. Hay uno de casi cuatro minutos de duración que combina todos los elementos surgidos hasta entonces en el film. George, luego de la muerte de su padre y ya conocedor de la precaria situación económica en que ha quedado la familia, cena con glotonería en la cocina (una reacción ante la muerte y ante los problemas que se avecinan) mientras Fanny conversa con él tratando de extraerle información sobre Eugene; aparece tío Jack (Ray Collins) y, enseguida, los dos hombres se burlan del amor frustrado de tía Fanny por Eugene, obteniendo una reacción histérica de ésta, que rompe a llorar y los deja solos: decadencia, altanería, mezquindad y represión se unen, con el fondo del pasado y el presente, en un plano secuencia que se abre con el sonido de una tormenta y, tras haberse mantenido fijo durante tres minutos y medio, se cierra con una pequeña panorámica a la izquierda cuando Jack comenta la tristeza de Fanny (el único movimiento de la cámara en un plano secuencia hasta entonces fijo, que se da precisamente cuando uno de los personajes muestra al fin un rostro humano, subrayando así la inmutable, la inmóvil insensibilidad de George). “En cuanto a la felicidad, casi tiene un solo fin: hacer posible la desdicha”, escribió Proust en A la sombra de las muchachas en flor, el segundo volumen de En busca del tiempo perdido. Diríase que, así, del mismo modo, los personajes de EL CUARTO MANDAMIENTO parecen empeñados en vivir la desdicha (y la tristeza) a través de espejismos de felicidad, quizá conscientes de que ésta no existe y para no derrumbarse deben aprovechar su apariencia. Son pocos los momentos felices, por así decirlo. Unos aparecen conjugados en presente (el enfrentamiento del viaje en el trineo y el viaje en el coche sin caballos), preñadas de falsa alegría, pero en el fondo de ellos late la tensión (George ha intentado dar una lección a Eugene y su automóvil), y aunque la secuencia concluye con el coche alejándose al fondo del encuadre mientras sus ocupantes cantan, es imposible olvidar la expresión humillada de George al verse obligado a empujar el vehículo que conduce el hombre a quien detesta, el hombre que ama a su madre. Otros están conjugados en pasado, cual destellos fugaces entre la ácida atmósfera del presente; son los que hacen referencia a la antigua relación de Eugene e Isabel, explícita por medio del vals crepuscular o mediante los dos planos de la conversación de ambos al aire libre (ella apoyada contra el tronco de un árbol a la derecha del encuadre; él a la izquierda, sobre un fondo blanco; la diferencia de fondos ayuda a hacer más precisa la sugerencia de que las esperanzas de Eugene no se ven correspondidas por Isabel, quien conoce a su hijo, George, mucho mejor que él); o la alegría de Eugene al oír la noticia de que Isabel ha regresado de París, empañada en el acto al enterarse de que está gravemente enferma... Los personajes no tienen tiempo para disfrutar de tales relámpagos de aparente felicidad: el final del viaje en coche, con los viajeros cantando, encadena con la muerte del marido de Isabel, Wilbur Minafer (Don Dillaway), explícita por el plano de una corona mortuoria colocada en la puerta de la vivienda y en la sombra de Eugene proyectada sobre ella; Isabel regresa a la ciudad para morir en una casa en la que sus habitantes parecen embalsamados con los ungüentos y esencias de épocas pasadas. EL CUARTO MANDAMIENTO está construido con tanto sentido de la belleza, tanto ánimo crítico y, a la vez, tanto sentimiento que hace inútil considerar una por una las secuencias cuya fluida conjunción consigue ese espesor que lo caracteriza. Es una obra compacta a la que el paso del tiempo hace olvidar su virtuosismo y retener de ella lo esencial, o, por recurrir a Paul Valéry en una reflexión hecha desde la madurez: “Vuelvo a ver ahora algunos centenares de rostros, dos o tres grandes espectáculos y tal vez la sustancia de veinte libros. No he retenido ni lo mejor ni lo peor de las cosas: queda lo que ha podido quedar”. Entre eso que “ha podido quedar” de esta bellísima película novelesca están los rostros en sombra de los personajes, que parecen proteger un secreto; la discreta elegancia descriptiva del ambiente cerrado de la pequeña ciudad, con sus costumbres, sus miserables egoísmos y sus relaciones sociales; una continua disposición de seres y cosas sometidos a la mirada del tiempo (“todo cambiará a causa del automóvil” -dice Eugene en cierta ocasión); algunas consideraciones visuales y verbales sobre lo efímero de la existencia y el poder (el plano fijo sobre el rostro surcado de arrugas del mayor Ambersons/Richard Bennett, iluminado parcialmente por el crepitante fuego de la chimenea; “la vida y el dinero se escapan como bolitas de mercurio entre los dedos”, afirma tío Jack); travellings y panorámicas sobre escaleras sombrías, salones desiertos o llenos de bailarines fantasmales, columnas y búcaros con flores marchitas; esa tristeza de estar viviendo en un tiempo sintiéndose espiritualmente de otro, que tiñe la imagen con el apagado resplandor del cadáver de la luz en medio de las sombras: la gran dificultad de fotografiar en cine los momentos de supuesta felicidad (King Vidor sería una excepción) y la felicidad para mostrar la desdicha. Esa es la entraña del melodrama. Texto: José María Latorre, “Decadencia familiar y transformación social: El cuarto mandamiento”, en dossier “Orson Welles” (primera parte), Dirigido, junio 2010. Aunque no hay ninguna constancia de que Luchino Visconti leyera El cuarto mandamiento, y tampoco de que manifestara la intención de (volver a) llevar la novela a la pantalla, uno tiene la tentación de imaginar cómo habría contado esta breve saga de capitalistas americanos. Más tacitas de café, más figurillas ornamentales, más pausas, más música, más escenas sin diálogo, la comida familiar habría sido más larga, habría habido más escepticismo hacia la burguesía industrial en ascenso, más morbo en los celos del hijo con respecto a la madre (a quien impide frecuentar a su antiguo pretendiente), más ecos de “Los Buddenbrook”, Alida Valli o Silvana Mangano en el papel de la madre, Helmut Berger en el del hijo, Massimo Girotti como el industrial de los automóviles. Continuemos el juego imaginando la misma historia ilustrada por Vincente Minnelli en los años cincuenta: frenética, convulsa, más eufemística y melodramática, y quizá más intensa en el tratamiento del triángulo edípico, en colores y con vestuario de Cecil Beaton (Deborah Kerr habría sido ideal para el papel de la madre). Si se tiene el deseo de hacer la historia (del cine) con los Ambersons es como reacción ante algunos vacíos del film, ante algunas faltas de acabado: el personaje de la madre, que parece resignada con demasiada facilidad a la renuncia, queda desenfocado, y lo mismo se puede decir de su cortejador (el industrial del automóvil); y en el declive de los Ambersons se advierte algo de querido, de algo casi dado por descontado. Tanto más cuando se tiene dificultad en distinguir una jerarquía, una perspectiva entre los personajes, cuatro o cinco de ellos situados en el mismo nivel. La idea genial (de Booth Tarkington, autor de la novela, antes que de Orson Welles) fue poner en el centro de la saga al personaje más estúpido, un concentrado de provincianismo y arrogancia, fruto, como se hace entender, del privilegio familiar y la indulgencia materna. Es él quien toma todas las decisiones equivocadas y quien hace que todos sean infelices, incluido él mismo. Pero quizás el auténtico protagonista sea el tiempo, que amenaza y maltrata a los Ambersons burlándose de sus ilusiones (la más ilusa y la más infeliz de todas, la que inspira más piedad, es la tía soltera, magistralmente interpretada por Agnes Moorehad). Orson Welles traduce el fluir variando las distancias emocionales de la historia y de los personajes. Del irónico tono arcádico de la infancia al dinamismo de los travellings en la fiesta del baile, o a la red de sombras expresionistas que poco a poco envuelve a personajes, techos, muebles y escaleras de tal modo que la casa forma parte de la familia, a la fisicidad violenta, hiperrealista, del plano secuencia en la cocina donde la inmovilidad hace crecer la tensión y parece que estemos allí (es cuando la tía no consigue contener su ira), a la sencillez de ciertas intervenciones de la voz fuera de campo: vemos al viejísimo mayor con la mirada perdida en el vacío y la voz explica: “Debía prepararse para entrar en un país desconocido donde ni siquiera era seguro poder ser reconocido como un Ambersons” (prefiero, si la comparación es lícita, el momento en que el príncipe de Salina comenta, en una pausa del baile, el cuadro sobre la muerte del justo en El Gatopardo/Il Gattopardo, Luchino Visconti, 1963). Se hace referencia a los vacíos y no siempre resulta fácil comprender cuáles son imputables a Welles y cuáles a la producción, que cortó alrededor de cuarenta minutos: parece que en la versión íntegra estaba más presente el subfondo económico urbanístico y el declive, más allá de la familia, de la propia casa, que al final era transformada en una mansión de reposo. Pero, en el fondo, es el film mismo el que se asemeja a un palacito de estilo ecléctico que nadie ha pensado en restaurar y donde no es sencillo distinguir las figuras esculpidas en relieve de las pintadas en trampantojo. Por lo demás, todas las películas de Welles, también las mejores, tienen a la vez algo de incompleto, de, si se me permite, “careado”, y algo de grande, incluso La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1948), donde la debilidad se encuentra en el marinero sonámbulo, o Sed de mal (Touch of Evil, 1958), con el leñoso Charlton Heston y con las complacientes divagaciones sobre el thriller (el episodio del motel). Pero aquel abogado parapléjico que hace condenar a su cliente en el primer film, y aquel grueso policía antigarantista en el segundo, son figuras irrenunciables del cine negro. ¿Y por qué, se puede preguntar, somos tan indulgentes con Raoul Walsh y tan exigentes con Orson Welles? Entre los que amamos el cine norteamericano somos pocos quienes alimentamos un prejuicio negativo en sus confrontaciones, unido a la general sobrevaloración que ha disfrutado Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), donde el virtuosismo del lenguaje parece esconder la débil humanidad del personaje, un titán no bastante titánico en su ascensión ni patético en su caída. De ahí proviene la predilección por EL CUARTO MANDAMIENTO, el más sobrio si no el más clásico de sus films, si no por otra cosa porque Welles, y no sólo por su voluntad, renunció a colorear todo el cuadro y a expresar todos los efectos de la historia. A comenzar por lo que habría obtenido interpretando personalmente el papel del protagonista (como en la versión radiofónica). En lugar de ello, es sólo la voz narradora, casi un locutor radiofónico que se concede la coquetería de firmar su nombre al final sobre las imágenes de un micrófono; “Mi nombre es Orson Welles”. Probablemente, la más sobria e impersonal de las películas de Welles sea El extraño (The stranger, 1946), una especie de “noir” sobre un detective (el inspector Wilson: Edward G. Robinson) en busca de un criminal nazi (Franz Kindler/Charles Rankin: Orson Welles) que vive oculto en Connecticut, donde trabaja como enseñante y va a casarse con la hija de un juez de la Corte Suprema. Entre los momentos notables del film figura el final, en clave expresionista, en el que el criminal es ensartado por un ángel de hierro del campanario, y la frase (“Marx no era alemán, sino hebreo”) que traiciona la identidad oculta y de la que el detective se acuerda en el corazón de la noche (“Sólo un nazi podía decir eso”). Pero la historia y los personajes resultan bastante convencionales, tanto más si se comparan con los de EL CUARTO MANDAMIENTO. Evidentemente, la sobriedad no lo es todo. Texto: Oreste de Fornari, “La sobriedad provisional de Orson Welles: El cuarto mandamiento”, en dossier “Orson Welles” (primera parte), Dirigido, junio 2010.