38-39 // DEBATE DEBATE // EL PAPEL DEL ESTADO mercado pasó a adquirir la primacía que durante más de 30 años, al menos en Europa, le había sido negada. El cuestionamiento en su raíz del Estado social nos deja aparentemente inermes ante el ingente empuje de una progresiva mercantilización del espacio social, lo que supone un manifiesto retroceso de los derechos de ciudadanía. La globalización neoliberal no sirve para vertebrar el nuevo orden internacional ni para acabar El Estado social constituye a la vez la superación del capitalismo liberal y del comunismo totalitario La sociedad, el mercado y el bien común FERNANDO ÁLVAREZ-URÍA Profesor de Sociología en la Universidad Complutense y coautor, con Julia Varela, de Sociología, capitalismo y democracia esde la primera crisis del petróleo hasta la actualidad se han sucedido en cadena toda una serie de transformaciones sociales que han alterado profundamente el orden sociopolítico y geoestratégico surgido de la Segunda Guerra Mundial. El desplome de la Unión Soviética, consolidada como gran potencia en tiempos de la dictadura de Koba el terrible, hizo surgir de ese imperio roto nuevas repúblicas independientes. Las guerras étnicas y religiosas fragmentaron la República yugoslava de Tito y dieron lugar a nuevos Estados y a profundos cambios en el mapa político europeo. El equilibrio entre los bloques, propio de la Guerra Fría, ha sufrido por tanto una importante mutación. La Unión Europea, surgida fundamentalmente como un mercado a partir de la CECA, avanza ahora lentamente –se podría incluso afirmar que con una lentitud desesperante para quienes soñamos con una nación europea– hacia una federación de Estados que permitan el nacimiento de una Europa social y po- D lítica. Algo, sin embargo, no ha cambiado: al igual que ocurrió en los años ‘30 y ‘40 del siglo XX, asistimos a una dura pugna entre liberales y socialdemócratas, un enfrentamiento que gira funda- El Estado social no destruye el espíritu de la iniciativa privada que se acomoda en los mercados, se basa en la búsqueda de la libertad mentalmente en torno a una manera diametralmente distinta de concebir el estatuto del mercado en la sociedad. Domesticar el mercado ¿Debe gozar el mercado de una posición hegemónica, de una posición de centralidad, o, por el contrario, debería estar subordinado a los intereses generales de la sociedad? El debate sobre el estatuto del mercado, y por tanto sobre el papel de las relaciones económicas y de las políticas económicas en las sociedades complejas, dividió a economistas y sociólogos durante los años ‘30 y ‘40 del siglo XX. El triunfo, al menos en Europa, tras la derrota del nacionalsocialismo y del fascismo, del modelo del Estado social keynesiano parecía dar definitivamente por zanjado el duro enfrentamiento que durante años mantuvieron los reformistas, tanto los cristianos sociales como los socialdemócratas, con las posiciones mantenidas por liberales, comunistas y fascistas. Sin embargo, la crisis del petróleo surgida en 1973, que coincidió con el derrocamiento de la Unidad Popular chilena, y la consiguiente dictadura militar del general Pinochet, así como el experimento pionero en Chile de políticas neoliberales promovidas entre otros por Milton Friedman, anunciaron un cambio de rumbo que se comenzó a materializar en los años ‘80 en la América de Ronald Reagan y en la Inglaterra de la Dama de Hierro. A partir de entonces la hegemonía norteamericana dictó su ley y tendencialmente el con la miseria del mundo. Más que solucionar los problemas, los agrava. El problema estriba por tanto en cómo domesticar el mercado en el marco de una sociedad caracterizada por la globalización económica. Esta cuestión resultará irrelevante para todos aquellos que, anclados en el dogmatismo de una economía sin sociedad, creen que la única vía para incrementar la riqueza y favorecer el progreso social pasa por la formación y el desarrollo de una sociedad de mercado, es decir, por una sociedad en la que tanto los trabajadores como la tierra y la naturaleza son convertidos en meras mercancías sometidas a la ley de la oferta y la demanda. La pregunta sobre cómo compatibilizar el libre desarrollo del mercado con el interés general, con el bien común, no es nueva, pero la persistencia del problema implica que su solución dista de ser sencilla pues el reto es poder conciliar la libertad de los individuos con la igualdad y la fraternidad. Una vez más, para afrontar los retos del presente contamos con experiencias contrastadas, pues entre el modelo de la sociedad de mercado, preconizado por el liberalismo y el neoliberalismo económico, y el modelo de una sociedad igualitaria en la que el mercado ha sido abolido, es decir, el modelo propuesto por el comunismo, surgió un tercer modelo reformista, democrático, que hizo posible el nacimiento y el desarrollo del Estado social. La hora de la socialdemocracia El Estado social no es el liberalismo, si identificamos éste con la sociedad de mercado; pero tampoco es el socialismo marxista que aboga por una completa socialización de los medios de producción y de la riqueza, por la abolición de la propiedad privada, el triunfo de la propiedad colectiva y la instauración del comunis- mo. El Estado social constituye por tanto, a la vez, la superación del capitalismo liberal y del comunismo totalitario pues, en paralelo a la propiedad privada y coexistiendo con ella, el gobierno del Estado elegido por la sociedad interviene en numerosos asuntos de interés común y asegura para todos, mediante una planificación democrática, sometida al control de los parlamentos, de la opinión pública y de los movimientos sociales, bienes de propiedad social. Un espacio común sirve de cobijo y protección ante los principales riesgos que amenazan a los individuos y las familias: el desempleo, la enfermedad, la ignorancia, la pobreza, el desarraigo. La propiedad social constituye un soporte de cohesión institucional y de integración social que en el interior de un Estado social y democrático de derecho, una República, puede servir de base a un camino de reformas propias de un socialismo democrático. Frente a un capitalismo salvaje, el reformismo socialdemócrata propone una sociedad democráticamente planificada en la que las políticas sociales y las instituciones públicas permitan orientar la lógica del capital guiada por el sentido de las posibilidades automáticas del mercado. El Estado social no destruye el espíritu de la iniciativa privada que encuentra acomodo en los mercados, –empezando por los mercados locales cuando éstos no son barridos por las grandes superficies–, se basa en la participación ciudadana, en el derecho al trabajo, en la búsqueda de la libertad y la igualdad, y por ello subordina los intereses privados, especialmente los de los poderosos, al bien común de la sociedad. En estos últimos 25 años, cuando los poderes financieros y las multinacionales instalados en la globalización económica aspiran a dictar la agenda de los gobiernos y de los organismos internacionales, las respuestas locales no pueden detener la lógica neoliberal. En los países europeos, y muy especialmente en España, las propuestas políticas de cambio social e institucional han quedado eclipsadas por las obsesiones identitarias, de modo que las viejas luchas por el socialismo democrático, articuladas en torno a las clases trabajadoras, en torno a las clases dominadas y explotadas, se ven ahora tendencialmente postergadas por los intereses de la pequeña burguesía y de las nuevas clases medias. El problema estriba por tanto en construir entre todos alternativas societarias que nos permitan reorganizar las instituciones y avanzar hacia un mundo en el que los valores democráticos nos liberen de una alicorta racionalidad económica en la que, desde hace décadas, estamos instalados, como si se tratara de una ratonera sin salida.