Ávila muestra en su fisonomía, como las vecinas Arévalo y Madrigal de las Altas Torres, su glorioso pasado y el viejo poderío de Castilla, del que los abulenses están orgullosos. La Abula que los romanos edificaron sobre la Obila celtíbera se halla emplazada a orillas del río Adaja, al amparo de su magnífica y antiquísima muralla. En el año 714, los musulmanes se adueñaron de ella tras arrasar las fortificaciones romanas y vencer a los visigodos. En 1090, Alfonso VI la reconquistó y ordenó a Raimundo de Borgoña su repoblación y la construcción de las murallas, que aún hoy pueden admirarse. La ciudad de Ávila es la más meridional de las capitales de Castilla y León y también la situada a mayor altitud de todas las capitales de provincia españolas (1.131 metros), circunstancia esta última que determina su clima riguroso, de inviernos muy fríos y fuertes vientos. Al viejo dicho que la define como “tierra de cantos y de santos”, Ávila añade desde 1985 el honor y la responsabilidad de haber sido declarada por la Unesco Ciudad Patrimonio Cultural de la Humanidad. Un patrimonio que consta de infinidad de palacios, conventos e iglesias, y que evoca por doquier las figuras de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, los poetas místicos por excelencia del Siglo de Oro que en ella vivieron. Otros parajes repletos de historia son los de la comarca de La Moraña, al norte de la provincia, entre Arévalo y Madrigal de las Altas Torres, foco del mudéjar abulense y cuna de Isabel la Católica, respectivamente. A escasos kilómetros al sur de la capital, se alzan los primeros contrafuertes de Gredos, la sierra más abrupta y elevada del Sistema Central, entre cuyas cumbres se esconde, sin embargo, uno de los paisajes más dulces de la vieja Castilla: la laguna Grande de Gredos. Allende la sierra de Gredos, en tierras ya de la meseta meridional, se extiende la comarca más templada y feraz de la provincia de Ávila, cuyo rincón más risueño y hermoso es el barranco de las Cinco Villas. Ciudad de Ávila Consideradas el mejor ejemplo de fortificación medieval que se conserva en Europa, las murallas de Ávila definen un recinto rectangular de más de 2.516 metros, con 90 torreones, ocho puertas de acceso y varias poternas. La mejor vista de las mismas se disfruta desde el paraje de los Cuatro Postes, en la carretera de Salamanca. Se puede subir al adarve. Una gran torre en la muralla, con almenas y matacanes, es la que forma la cabecera fortificada de la catedral (estilo románico ojival, de los siglos XII-XIV, obra inicial del maestro Fruchel). El uso del granito y su papel de fortaleza explican su austeridad exterior, solamente aliviada por los ventanales calados, la ornamentación de bolas en los contrafuertes de la torre y los pináculos, y la decoración escultórica de las portadas. En el interior, destacan el trascoro y la sillería platerescos, los dos púlpitos –uno renacentista y otro gótico–, el sepulcro del Tostado –Alonso de Madrigal, teólogo y obispo de Ávila en el siglo XV– y la sacristía del siglo XIII. El segundo templo más sobresaliente de la ciudad, la basílica de San Vicente, fue construido entre los siglos XII y XIV fuera de las murallas, en el lugar donde se supone que sufrieron martirio en el siglo IV San Vicente y sus hermanas Sabina y Cristeta. Es de estilo románico, pero las bóvedas son ya góticas. Su fachada occidental es una joya del primer estilo. Dentro se encuentran un admirable cimborrio (siglo XIV) y el sepulcro de los santos titulares, obra maestra de finales del siglo XII. Otras visitas imprescindibles son la iglesia de San Pedro –románica, con insinuaciones góticas– y el monasterio de Santo Tomás (siglo XV), que fue residencia de los Reyes Católicos y Universidad. Entre las muchas bellezas que atesora este último, descuellan tres: el mausoleo del infante don Juan (1512), el pequeño claustro del Silencio y el retablo de Santo Tomás, que fue realizado hacia 1495 por Pedro de Berruguete. Numerosos lugares de Ávila recuerdan a la que fue la figura cumbre de la mística española, Santa Teresa de Jesús (1515-1582). La cripta del convento de Santa Teresa, construido en el emplazamiento de su casa natal, acoge el museo más completo dedicado a la misma. También son de interés los museos de los conventos de San José y de la Encarnación. Por último, Ávila ofrece a la admiración del visitante un catálogo interminable de palacios, entre los que destacan el de los Velada, el de los Verdugos, el de Polentinos, el de Oñate, el de Núñez Vela y el de los Dávila. Arévalo y Madrigal de las Altas Torres Mencionada en las crónicas como una de las ciudades con más solera de Castilla, Arévalo (a 51 km. al norte de Ávila), que hoy rezuma historia por sus cuatro costados, se convirtió en la capital y cabecera de la comarca de las tierras de La Moraña y en foco del arte mudéjar abulense. Ese estilo, el mudéjar, convive con el románico en edificios como el castillo (siglo XIV), situado en la carretera a Zamora; el arco de Alcocer y las iglesias de San Juan, San Martín, Santo Domingo –de ábside bizantino–, San Miguel – edificada sobre una antigua mezquita– y Santa María la Mayor, esta con pinturas castellanas de la escuela flamenca. En su casco antiguo, declarado conjunto histórico artístico, destacan además las mansiones de los Sexmos, los Sedeño y los Cárdenas; los puentes medievales de Valladolid, Medina y los Barros, y la plaza de la Villa, porticada en época de Isabel II. Aunque todos los pueblos de los alrededores poseen iglesias de estilo mudéjar, la de mayor importancia es la de La Lugareja –en Gómez Román, a 2 km. de Arévalo–, que tiene su origen en un convento templario del siglo XII y es monumento nacional. A 29 kilómetros de Arévalo se alza Madrigal de las Altas Torres, cuyo nombre le viene de las 82 torres que llegó a tener en la Edad Media, si bien la mayoría son solo un recuerdo. De su pasado esplendor, a esta tranquila ciudad le quedan contados restos, como la iglesia de San Nicolás –donde fue ajusticiado el Pastelero de Madrigal, que se hizo pasar por el rey don Sebastián de Portugal–, la de Santa María del Castillo y el hospital. Su monumento más sobresaliente, al menos desde el punto de vista histórico, es el que fue palacio Real y cuna de la reina Isabel la Católica, actualmente convento de clausura de las agustinas. Laguna Grande de Gredos Esta joya lacustre del tamaño de 16 campos de fútbol, enmarcada por un grandioso circo de granito sobre el que señorea la más alta cumbre de Gredos y del Sistema Central –Almanzor, 2.592 metros–, constituye sin duda el paisaje más bello de Castilla, de ahí que cientos de excursionistas la visiten todos los fines de semana aprovechando sus cómodos accesos. Hoy a la laguna Grande se sube andando sin dificultad, en dos horas y pico, desde la plataforma de Gredos, sita a 1.770 metros de altura, al final de una carretera de 12 kilómetros que nace en el pueblo abulense de Hoyos del Espino. Pero antaño, cuando la ventaja del asfalto no existía y esas dos primeras leguas debían cubrirse a pie o en burro –tal cual hacían, obligados por su oficio, los vaqueros o los estraperlistas que cruzaban la sierra por el cercano puerto de Candeleda–, no era un plan tan regalado, y seguramente por eso las gentes se inventaban mil pretextos para no acercarse a la laguna. Había la leyenda –recogida por Cela en Judíos, moros y cristianos– de una alta dama de la Vera de Plasencia, embrujada por un mal querer, que vivía en el fondo de la laguna haciendo desenamorarse a las doncellas que se miraban en sus aguas. Corría la hablilla –consignada por Baroja en La dama errante– sobre bestias acuáticas capaces de devorar a un buey y no dejar de él “más que los bofes, que sobrenadaban en la superficie del lago”. Y se contaba –como anotó el explorador Gregorio Aznar en 1834– que la laguna se comunicaba subterráneamente con el mar, lo que sin duda era una convincente razón para no arrimarse a un lugar donde, de un resbalón, podía uno acabar en mitad del Atlántico. Del gran aparcamiento –capaz para más de cien coches– que hay en la plataforma, se sale caminando por una senda enlosada cual calzada romana que sube zigzagueando hacia el puerto de Candeleda. A los diez minutos, no obstante, se presenta un desvío evidente a mano derecha, que atraviesa el llano herboso del prado de las Pozas, cruza la garganta del mismo nombre por un puente de cemento y se encarama culebreando al ingente espolón rocoso de los Barrerones. Como a una hora y media del inicio, y al poco de trasponer la divisoria de los Barrerones por la cota de los 2.160 metros, se ofrece a la vista un panorama grandioso de cumbres y portachos: el Morezón (2.365 m.), los Tres Hermanitos, la portilla de los Machos –cabríos, se entiende–, el Casquerazo (2.437 m.), el cuchillar de las Navajas, la portilla Bermeja, el Almanzor (2.592 m.), el cuchillar de Ballesteros, la Galana (2.568 m.)... Este es, en definitiva, el vertiginoso circo de Gredos, la Plaza del Moro Almanzor o, al decir de los pastores lugareños, el Recuenco de Almanzor, a cuyos pies yace –visible también desde este mirador– la laguna Grande que los mismos pastores bautizaron, en atención a su forma, Riñón del Recuenco. “La laguna de Gredos”, escribió Cela, “es un inmenso riñón de agua nítida y bien filtrada, de agua tan bella y pura que casi dan ganas de bebérsela”. Emplazada a 1.950 metros de altura –a una hora escasa bajando por un camino empedrado desde los Barrerones–, la laguna tiene una longitud máxima de 600 metros, una profundidad de 40 y ocho hectáreas de superficie. Las truchas, y endemismos como el sapo de Gredos y la salamandra del Almanzor, son las bestias, no muy fieras, que la habitan. Y los únicos seres hechizados son los montañeros que ocupan todos los sábados el refugio Elola, en la orilla occidental, soñando con la ascensión del día siguiente al Almanzor, que ya es harina de otro costal. Complemento necesario de la ruta a pie es otra en coche por la umbría de este macizo central de Gredos, siguiendo al recién nacido río Tormes por las poblaciones de Navarredonda, Navacepeda –la más pintoresca del valle–, Bohoyo y El Barco de Ávila, famosa esta por sus judías. El Barranco de las Cinco Villas Mombeltrán, San Esteban de Valle, Santa Cruz del Valle, Villarejo del Valle y Cuevas del Valle son las cinco poblaciones que salpican y dan título a este barranco situado en la vertiente meridional de la sierra de Gredos, al pie del puerto del Pico y a una altitud media de tan solo 700 metros; un valle soleado y feraz que forma parte de esa avanzadilla de la provincia abulense en la meseta sur conocida como el Ávila andaluza. Mombeltrán (a 71 kilómetros de Ávila por la N-502), la más populosa y monumental de las cinco, tomó su nombre del privado de Enrique IV don Beltrán de la Cueva, que la recibió en recompensa por los muchos favores que le había hecho a su rey (y también a su reina) y la embelleció construyendo un bonito castillo junto a la villa, en la parte más baja del valle. No es muy defendible, la verdad, pero ¡qué vistas! Allá arriba, se ve la mole piramidal del pico Torozo (2.026 metros) y, a poniente de esta, la hendidura del puerto del Pico (1.352 metros). A media altura, las otras cuatro villas. Y en derredor, mil olivos, higueras, castaños, chopos, vides..., cultivos todos que justifican lo ya dicho sobre el Ávila andaluza. Después de Mombeltrán, destaca en el capítulo monumental San Esteban del Valle, con su masiva iglesia del siglo XV y su colosal picota. Al sur de San Esteban, cae Santa Cruz del Valle, cuyas paredes blancas exhiben grandes copias murales de la Gioconda, el Guernica y otras obras que ganan mucho con el alto decorado de Gredos como telón de fondo. Y más arriba, hacia el puerto del Pico, quedan Villarejo del Valle y Cuevas del Valle, aldea esta última que es, con sus balconcitos y sus soportales de madera, la más cuca del barranco de las Cinco Villas. Además, Cuevas es buen punto de partida para seguir a pie un tramo de cuatro kilómetros de la calzada romana que se construyó a finales del siglo II a. C. para facilitar el transporte de tropas y hierro entre ambas vertientes de la sierra, a través del puerto del Pico. Aunque muy restaurada, mantiene su trazado original y su empedrado, duro como su pendiente media del 15 por ciento. Comenzaremos el paseo frente al cementerio del pueblo –Pax, reza un letrero en la ciclópea portalada, que parece enteramente obra de romanos–. Y lo haremos enfilando por un trecho empinadísimo de la calzada, que enseguida se allana, desaparece bajo el cemento de la calle llamada Calzada Romana y, tras cruzar el arroyo del Puerto –o río Cuevas–, vuelve a surgir para no perderse ya ni aposta en lo que resta de subida. Deberemos atravesar un par de veces la carretera N-502, que asciende trazando infinitos zigzags, y luego nuevamente el arroyo – agua saltarina, recién nacida de las nieves del Torozo–, antes de coronar, como a dos horas del inicio, el puerto del Pico, donde se anuncia el mirador de las Cinco Villas, aunque lo cierto es que toda la calzada es una balconada. Pese a que vacas y ovejas siguen usando esta anciana vía en sus vaivenes estacionales –la calzada forma parte de la Cañada Real Leonesa Occidental–, son la cabras monteses el gran reclamo para los amantes de la naturaleza. Por cientos se cuentan las que cruzan en un solo día la calzada buscando los jugosos pastos del puerto y del valle. En 1905, solo quedaba media docena en todo Gredos. Algo más de un siglo después, la población ronda los 10.000 ejemplares. Un eficiente servicio de guardería la declaración de parque natural regional y la caza controlada han sido sus paradójicos socorros. Hoy se paga entre 1.200 y 5.800 por abatir un cabrón. Evidentemente, la única dificultad de esta práctica estriba en el precio, pues incluso los potentes machos, de 120 kilos y con cuernos de un metro, los mismos que alivian sus celos a horrísonos testarazos, se quedan mirando mansamente para el hombre a tan corta distancia que igual de letal que una bala sería un sartenazo. En un recorrido más amplio por estas estribaciones sureñas de Gredos, no deben dejar de visitarse Arenas de San Pedro y su castillo de la Triste Condesa, el cercano monasterio franciscano de San Pedro de Alcántara y los hermosos caseríos serranos de Candeleda y Guisando, con sus toros, cuatro recias esculturas de granito fechadas entre los siglos II y I a. C. Son una de las mejores manifestaciones artísticas de la España prerromana, concretamente de los vettones, un pueblo ganadero que esculpió estas figuras con una finalidad, que aún se desconoce.