Jorge A. Ruedas de la Serna, Los orígenes de la visión paradisíaca

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Reseñas
Jorge A. Ruedas de la Serna, Los orígenes de la visión paradisíaca de la naturaleza
mexicana. México, Colección Posgrado, UNAM, 1987.
El libro Los Orígenes de la Visión Paradisiaca de la Naturaleza Mexicana, primer libro publicado
por la Colección Posgrado de la Coordinación General de Estudios de Posgrado, es expresión de
una de las más importantes características de la empresa editorial universitaria: la de abocarse a la
publicación de trabajos de investigación de áreas y temas que, por su importancia para la
fundación y comprensión de una cultura nacional y liberadora, son dejadas de lado por las
publicaciones comerciales más atentas a las demandas concretas de consumo del aquí y ahora.
El texto que comentamos participa de las dos vertientes de la investigación universitaria
metódica y rigurosa: sigue los hilos conductores de la formación de una poesía nacional y
consciente de la importancia que ideológicamente tuvo el tema de la Naturaleza Paradisiaca del
nuevo mundo, como elemento fundante de la condición americana, Jorge Ruedas de la Serna lo
rastrea desde sus inicios en el siglo XVI hasta el siglo XIX, no sólo en los textos mexicanos, como
lo anuncia el titulo del trabajo, sino que fascinado por la cultura brasileña, continuamente se refiere
a ésta, de modo tal, que el texto más que la “Naturaleza Paradisiaca Mexicana” se debería de
llamar Naturaleza Paradisiaca en Brasil y México.
Al realizar su investigación Jorge Ruedas va encontrando las fuentes clásicas, medievales
y renacentistas del tópico, para luego confrontarlas con las peculiares maneras con las que el topoi
se concreta en la literatura mexicana y brasileña, fundamentalmente, en los poetas arcádicos.
Aunque en las primeras páginas del libro nos habla del discurso arcádico, creo que más que
discurso -es decir, el proceso de la enunciación literaria-, lo que el autor hace es la historia del
seguimiento de un tema o topoi, desde la antigüedad clásica en la que hace su primera aparición
hasta su reelaboración en América desde el siglo XVI hasta el romanticismo en el siglo XIX y así
dice: “El presente estudio constituye una hipótesis de trabajo que buscaría relacionar los tópicos
ideológicos del romanticismo con una tradición más amplia, en la cual ha ido modelándose y que a
pesar de la renuncia romántica a aceptar esa tradición se constituyen en un corpus de resistencia
frente al romanticismo”; declaración que había que ponderar, pues el autor mismo, señala que
cuando Altamirano invita a su joven interlocutora a leer en el “magnifico libro de la naturaleza”, no
sólo Altamirano no está repitiendo un topoi clásico medieval y renacentista, en el que el símbolo del
locus amoenus está citado literalmente, sino que también literalmente está citando todo un manejo
tópico de la naturaleza en el romanticismo alemán. Bastaría recordar entre otros a Hölderlin,
Novalis, Von Chamizo y Hoffman que nos invitan una y otra vez a leer en ese libro y escuchar sus
ocultas voces, como ya lo había hecho antes Bernardo de Chartres en la Edad Media.
En el capítulo Arcadia y Utopía, y tomando como figura principal a Ipandro Acaico, nombre
arcádico del Obispo Montes de Oca y Obregón, Ruedas de la Serna va perfilando “algunas
implicaciones que el discurso arcádico tuvo en la conciencia cultural latinoamericana del siglo
pasado”; para él, es evidente que el discurso arcádico es expresión de una evasión en la que a
través de la metaforización y la invención de una realidad bucólica perfecta, amable y gentil, se
huye de una realidad que se presenta hostil. “Nunca suspiramos tanto por la sencillez de
costumbres y felicidad tranquila de la Edad de Oro, como cuando, victimas de las pasiones de los
hombres no vemos en derredor, sino crímenes, engaños, traiciones; y ya que no podemos
transformar el mundo, nos complacemos en forjarnos otro mundo ideal, sea leyendo, sea
inventando nosotros mismos caracteres dulces e inocentes, de suaves y tiernos afectos, pintando
en nuestra mente los collados y vergeles los manantiales y las grutas que en vano buscamos en
torno nuestro”.
A esta idealización del mundo se comprometen los árcades y así cambian sus banales y
cotidianos nombres por los seductores de Licandros, Flavios y Febos del mundo de los pastores;
sus sobrios y frecuentemente talares trajes por lo sencillos y florecidos de los pastores para vivir su
vida noble y sin problemas. Ahora bien, esta aspiración no es sólo privativa de los árcades sino que
proviene desde la antigüedad, pues la exaltación del mundo natural es expresión de una aspiración
muy vieja que tradicionalmente se data desde el año 305 A.C. con Teócrito, cuyo escenario literario
fue la Sicilia “famosa por aquél entonces por la amenidad de sus bosques y la cordialidad de sus
habitantes”; la exaltación del paisaje y de la naturaleza va a devenir en un topus simbólico del
paraíso terrenal y así pasa de la antigüedad pagana a la Edad Media transformado en el locus
amoenus, que era el sitio del ocio y del placer. Ruedas de la Serna afirma que “el oficio predilecto
de los poetas era el de pastor, porque precisamente era esta la ocupación que más ocio podía
proporcionar al ser humano”. Pero si bien esto es cierto en la poesía renacentista, no lo es en el
locus amoenus medieval, basta para ello citar un texto fundamental: el Roman de la Rose, en su
parte más antigua que corresponde a la realizada por Guillaume de Lorris en la primera mitad del
siglo XIII (aprox. 1225). En la cual al locus amoenus ningún pastor puede entrar, porque es el
espacio de los nobles caballeros y de las gentiles damas y esta tradición se puede seguir desde
Guillaume de Sant Leidier (1150) hasta el Bestiario de amor de mediados del siglo XIII.
Tal como he contado, esas eran las imágenes que se veían por toda la pared, pintadas de
oro y azul. EL muro era alto y tenia forma cuadrada; dentro había un jardín en el que nunca había
entrado un pastor. El lugar era precioso. Le quedaría muy agradecido a quien me llevara dentro
mediante escalas o escaleras, pues a mi parecer, no se podía encontrar un gozo una alegría
semejantes a las que había en aquel jardín: el lugar era ni esquivo ni tacaño a la hora de albergar
aves y nunca hubo un sitio tan rico de árboles y de pájaros cantores, pues allí había tres veces
más que en todo el reino de Francia...
Cuando la doncella de hermoso cuerpo me abrió la puerta, le di las gracias con buenos
modales y le pregunté cómo se llamaba y quién era. No se me mostró altiva ni desdeñosa al
responder:
Me hago llamar Ociosa por mis conocidos.
Soy mujer rica y afortunada y llevo una vida agradable
pues de nada me ocupo sino en gozar y disfrutar,
peinarme y hacerme trenzas. Soy amiga íntima de
Solaz, el joven el agradable, dueño de este hermoso
jardín: él hizo traer de la tierra de Alejandría los
árboles que aquí están plantados: después, cuando
crecieron, hizo construir alrededor del vergel el muro
que habéis visto y ordenó que pintaran en la parte de
afuera las imágenes que hay, que no son ni bellas ni
agradables, sino dolorosas y tristes tal como acabáis
de ver.
Muchas veces vienen aquí a divertirse y a tomar la
sombra Solaz y sus seguidores, que viven en continuo
goce y alegría. Ahora debe estar Solaz ahí dentro,
escuchando el canto de los ruiseñores, de los mirlos y
de muchos otros pájaros; en este vergel se entretiene
y distrae con sus gentes: no podría encontrar un sitio
más bello ni un lugar mejor para disfrutar. Sabed que
las gentes más hermosas y graciosas que podráis ver
son los compañeros de Solaz, él los Ileva a su lado y
los guía.
Como podemos ver en la reelaboración medieval, los personajes que se mueven en el jardín de
Solaz no son pastores sino caballeros y doncellas de la nobleza, cultos, graciosos y gentiles,
vestidos con extraordinaria elegancia, que Guillaume de Lorris se deleita en describir; será más
tarde cuando el tema sea reelaborado por los renacentistas, cuando el mundo pastoril aflore. Por
eso creemos que afirmar que en el caso de Balbuena y Terrazas, poetas mexicanos del siglo XVI,
la influencia medieval es dominante, no deja de ser peligrosa porque su discurso poético los acerca
más al manejo pastoril renacentista que al de la tradición medieval, de la cual ellos están
literariamente tan lejanos.
Una parte muy sugerente del texto de Ruedas de la Serna es aquella en la que el autor
señala el carácter paródico del discurso arcádico comparándolo con el carnavalesco.
En el carnaval es el pueblo, el que por unas horas, se
apropia
paródicamente
del
discurso
cortesano,
entroniza a su rey momo y se disfraza de los
personajes encumbrados, de las damas y princesas.
En un instante de permisividad el pueblo asciende de
su mundo socavado a Ia esfera, remota en la vida
real, de la clase dominante. Este tránsito es mágico,
por un momento se produce el interregno: y los
despojados ocupan ese espacio, el pueblo reina, el
opresor se convierte en súbdito perplejo y regocijado...
el discurso arcádico es también una parodia, pero,
como dijimos, de la vida marginalizada, degradada en
la vida real y sublimada en el acto poético posee
también sus convenciones: la vestimenta del pastor y
el nombre arcádico. El personaje cortesano viste el
traje rústico y adopta el nombre pastoril. Este es su
antifaz y, gracias a él obnubila la identidad que lo
personaliza en la vida real. Despojado de la mascara
cortesana y del nombre que lo enajena a la rígida
jerarquía de la estructura social, crea también su
interregno, por un momento puede confraternizar con
sus semejantes también disfrazados de pastores
borrando temporalmente el protocolo guardado en la
vida cotidiana.
La analogía es sugerente, en ambos casos el disfraz o la máscara son los vehículos que permiten
a ambos evadirse de una realidad que les es ajena u hostil, pero si esto es cierto en el discurso de
los árcades, no lo es en el discurso de la naturaleza de los descubridores o en el de los románticos,
para los cuales la exaltación de la naturaleza americana es una forma de fundamentar la condición
humana superior y regeneradora del nuevo mundo y de sus hombres y que les servirá de soporte
ideológico en sus luchas contra las metrópolis amenazantes.
Rastreando el uso del tópico de la naturaleza americana, Jorge Ruedas muestra las
vicisitudes del topoi, sus banalizaciones y sus reelaboraciones creativas de carácter ideológico.
Esperamos tener pronto en las manos, su investigación sobre un análisis del discurso de la
naturaleza, para comprender y valorar las magníficas aportaciones que en el campo del arte ha
brindado el hombre americano.
E. Revueltas
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