La teoría sociológica ante la estructura social: una mirada desde las nuevas sociologías del individuo (Primer borrador, texto en proceso de elaboración) Jose Santiago 1. Introducción El concepto de estructura social sigue siendo de uso recurrente en sociología a pesar de su enorme carga abstracción y ambigüedad. Su amplia utilización ha hecho de él una caja negra que los sociólogos damos por sentado sin cuestionarnos en la mayoría de las ocasiones qué se esconde en su interior. ¿Qué es la estructura social? ¿Realmente existe la estructura social en nuestras sociedades de modernidad avanzada? ¿Debemos seguir haciendo uso de ese concepto como parte de nuestro instrumental analítico? ¿Y si no fuese una más que una de esas “categorías zombies” (Beck et al., 2003) con las que los sociólogos nos empeñamos con terquedad en dar cuenta de un mundo que ha dejado de ser el nuestro? O si, por el contrario, acordásemos que todavía es una categoría útil para la teoría sociológica, entonces ¿cómo se manifiesta la estructura social en la sociedad actual? Este artículo profundiza en esta problemática a la luz de los desarrollos de las nuevas sociologías del individuo, que, a pesar de ser poco conocidas aún en España, son una de las aproximaciones de mayor valor en el panorama sociológico actual. De hecho, estas sociologías se han originado a partir de la crítica de la concepción clásica de la estructura social, estrechamente vinculada con la idea de sociedad. En las páginas que siguen, vamos a ver cómo el estallido y la disolución de la estructura social, tal y como ha sido concebida por la tradición sociológica, sitúa al individuo como el auténtico protagonista de la vida social actual. Un proceso al que los sociólogos no podemos seguir dando la espalda y que nos debe conducir a reorientar nuestro oficio apostando decididamente por una sociología de (y para) los individuos. Para el desarrollo de la argumentación, esta ponencia se estructura en tres partes. En primer lugar, indagaré en el concepto de estructura social, mostrando sus rasgos definitorios y centrando mi atención en las dos grandes tradiciones teóricas que han 1 dado cuenta de la estructura social, que podemos entender como las dos grandes concepciones de la estructura social: la concepción cultural o institucional y la que concibe la estructura social como estructura de clases. En el primer caso, la estructura social, en línea con los planteamientos de Durkheim y Parsons, descansa en los valores y normas que regulan la acción social y en la que las instituciones de socialización ocupan un lugar preponderante. En el segundo caso, la estructura social viene definida por la relación entre las posiciones de clase. Esta interpretación de la estructura social, que tiene sus orígenes en la obra de Marx, alcanzó su máximo apogeo en la obra de P. Bourdieu, a la que prestaré especial atención en la medida en que a partir de ella toda la vida social se nos presenta como estructura social, ya sea de forma externa y objetivada o incorporada en los individuos. Tomando la obra de P. Bourdieu como referencia, a continuación me centraré en las críticas de las sociologías del individuo a las dos visiones de la estructura social. En tercer lugar, prestaré atención a la obra de Randall Collins que, en línea con las antiguas sociologías del individuo, pone en entredicho la concepción bourdieusiana de la estructura social haciendo especial hincapié en el desacoplamiento de esta con respecto a la interacción en los encuentros microsituacionales. Será el momento de preguntarnos si esta crítica a este tipo de concepciones de la estructura social, debe conducir a la sociología a privilegiar la interacción social como objeto de estudio en línea con los planteamientos de R.Collins y las antiguas sociologías del individuo. ¿No participa dicha crítica de la misma concepción de la estructura social que es criticada? ¿Cómo dar cuenta, en definitiva, de la estructura social en las sociedades de la segunda modernidad que han visto declinar la idea de sociedad? Para indagar en estas cuestiones, en el apartado cuatro profundizaré en las propuestas de tres de los más destacados representantes de las nuevas sociologías del individuo, François Dubet, Bernard Lahire y Danilo Martuccelli. Y ello con un doble propósito. Por un lado, mostraré las críticas a las concepciones clásicas de la estructura social y las consecuencias que de ello se derivan al hacer del individuo el principal foco de atención de la sociología. Por otro lado, se trata de dar cuenta del modo en que podemos concebir la estructura social o los nuevos condicionamientos y lógicas estructurales que constriñen las acciones de los individuos tras la disolución de la idea de sociedad. 2 2. La estructura social y la idea de sociedad 2.1. ¿Qué es la estructura social? La estructura social es un concepto recurrentemente utilizado en sociología, sin ser definido en la mayoría de ocasiones. Como señalaban N. Abercrombie et al., (1986: 103), la estructura social “es un concepto que se usa frecuentemente en sociología pero que raras veces se presenta por extenso”. Este uso tan extendido conduce a E. Lamo de Espinosa (1998: 272) a señalar que “quizás no hay concepto más confuso y enredado en todas las ciencias sociales que el de estructura, debido, sin duda a su extensa utilización”. Podríamos, por tanto, decir que nos encontramos ante una caja negra, un concepto que los sociólogos damos por sentado sin explicitar la mayoría de las veces a qué nos referimos en concreto. No obstante, dada su alargada presencia en el ámbito sociológico, los diccionarios, manuales de la disciplina y obras dedicadas a dicho concepto nos ofrecen, ciertamente no en todos los casos, definiciones más o menos explícitas y sistemáticas de la estructura social. La diversidad es tan amplia que resultaría imposible delimitar una definición que pudiera ser consensuada. En efecto, mientras que para algunos hablar de estructura social es tanto como hablar de sociedad, para otros el concepto debe ser utilizado de modo más delimitado para dar cuenta de la desigualdad o de la estratificación social. No obstante, a pesar de esta diversidad de formas de entender la estructura social, lo cierto es que la mayoría de los sociólogos convenimos que al utilizar dicho concepto nos estamos refiriendo a ideas como coherencia, estabilidad, orden, relación entre elementos, etc. Como señalaba R. Boudon (1973:14): “Quien dice estructura quiere decir sistema, coherencia, totalidad, dependencia de las partes respecto al todo, sistema de relaciones, totalidad no reducible a la suma de sus partes, etcétera”. Por ello, al margen de cómo se sustanciara posteriormente, la mayor parte de los sociólogos no pondría mayor reparo en suscribir una definición de mínimos como la que sostiene que “la estructura social se refiere a las relaciones duraderas, ordenadas y 3 tipificadas entre los elementos de la sociedad” (Abercrombie et al., 1986: 103). El consenso se quebraría al establecer cuáles son los elementos más importantes de la sociedad de cuya relación nace la estructura social, ya fueran las clases sociales, los roles, etc. Es así que podemos distinguir las que han sido las dos grandes interpretaciones de la estructura social, la institucional o cultural y la relacional o posicional (Bernardi et al., 2006). En el primer caso, la visión de la estructura social remite a una cultura compartida, a unos valores y normas que gracias a las instituciones conforman la personalidad de los individuos a través de los roles. Desde esta visión institucional o cultural, la estructura social se definiría atendiendo al patrón de relaciones y posiciones que constituyen el esqueleto de la organización social, entendiendo que “(l)as relaciones se dan siempre que las personas se implican en patrones de interacción continuada relativamente estables, y la mutua dependencia (ejemplos: matrimonios, instituciones educativas o los sistemas de cuidado de la salud a mayor escala)” mientras que “(l)as posiciones (a veces denominadas estatus) consisten en lugares reconocidos en la red de relaciones sociales (madre, presidente, sacerdote) que suelen llevar aparejadas expectativa de comportamiento (roles)” (Calhoun et al., 2000: 7). Por su parte, la visión relacional o posicional de la estructura social se fundamenta en las relaciones entre diferentes posiciones, especialmente las clases sociales. Pero debe quedar claro que desde esta perspectiva la estructura social no remite sin más a la jerarquía entre clases, a la desigualdad o la estratificación. En efecto, frente a la recurrente identificación de la estructura social con la desigualdad y la estratificación, debemos enfatizar que “no es suficiente que haya desigualdades sociales, grupos arriba, grupos abajo, y grupos en medio, para que se pueda hablar de estructura social; además este conjunto debe constituir un sistema legible, una estructura social. Debemos distinguir claramente el problema de las desigualdades del de la estructura social con el fin de preguntarnos si estas desigualdades forman un mecanismo que permite explicar la vida social” (Dubet, 2009: 49). Efectivamente, el concepto de estructura social remite a algo de mayor calado teórico que desborda a la estratificación y a las desigualdades. Hace referencia al hecho de que estas desigualdades estén ordenadas formando un sistema legible que nos ayude a 4 explicar la vida social1. En ello reside la enorme relevancia de este concepto. Durante mucho tiempo, la estructura social no sólo nos ha servido para dar cuenta de la organización de la sociedad, sino que nos ha permitido además explicar la acción social. De ahí que la concepción clásica de la estructura social haya sido deudora de la idea de “la sociedad (que) descansa sobre dos pilares: la estructura social y el ajuste de la acción a esta estructura” (Dubet, 2009: 107). ¿Pero a qué hace referencia la idea de sociedad? Con ella se busca dar cuenta de una determinada concepción de la vida social que considera la sociedad como una totalidad, un sistema organizado funcional y coherente. De forma más específica se puede señalar que “(l)a idea de sociedad caracterizó la vida social a través de una representación, orgánica o sistémica, como una serie de niveles imbricados unos dentro de otros y regidos por una jerarquía que establecía una correspondencia entre los estratos superiores y los inferiores. La idea de sociedad supone así los diferentes ámbitos sociales interactúan entre ellos, como las piezas de un mecanismo o las partes de un organismo, y que la intelegibilidad de cada una de ellas es dada justamente por su lugar en la totalidad” (Martuccelli, 2013). 1 R. Boudon (1973) se refería a las definiciones efectivas de la estructura como aquellas en las que ésta se identifica con un orden inteligible de un determinado conjunto de fenómenos que se nos muestra a partir de un modelo teórico. 5 2.2. La estructura social, la socialización y las instituciones La tradición sociológica deudora de la obra de Durkheim concibió la moderna vida social a partir de la idea de sociedad en tanto que sistema organizado y funcional en el que cada elemento cumplía un papel o una función en la totalidad, a partir del cual se hacía inteligible. En La división del trabajo social este sistema derivaba de “la estructura de las sociedades en las que la solidaridad orgánica es preponderante” la cual se organiza como “un sistema de órganos diferentes, teniendo cada uno un rol principal y que están formados por partes diferenciadas” estando todos ellos “coordinados y subordinados unos a otros alrededor de un mismo órgano central que ejerce sobre el resto del organismo una acción reguladora” (Durkheim, 1987). No obstante, la constatación de que la división del trabajo social se desviaba de “su dirección natural” en tanto que productora de solidaridad orgánica, hizo que Durkheim fuera dando creciente importancia a los valores y normas como medio para asegurar la integración de las sociedades modernas. Frente a las sociedades de estructura social segmentaria en las que una conciencia colectiva “extensa y fuerte” cubría a todos los individuos que compartían una gran “similitud de las conciencias”, el proceso de diferenciación trajo consigo un mayor espacio para la iniciativa y la reflexión individuales. Ante ello Durkheim entendía que tenían que crearse nuevos valores y normas que permitieran la continuidad entre la sociedad y el individuo, entre el sistema y el actor. Su concepción de la vida social se fue desplazando así hacia una idea de sociedad en tanto que sistema integrado a partir de unos valores centrales que los individuos debían interiorizar por medio del proceso de socialización que garantizaba así la continuidad entre la sociedad y el individuo. De igual forma que Durkheim, Parsons también pensaba “que existe una continuidad funcional y formal entre la cultura (los valores), la sociedad (los roles), y las personalidades (los motivos de la acción). La socialización tiene por función asegurar esta continuidad entre la estructura social y la personalidad” (Dubet, 2006: 52). En efecto, desde esta perspectiva la socialización se convierte en el elemento fundamental que permite la continuidad entre la sociedad y el individuo, ya que con dicho proceso éste incorpora los valores y normas de aquella por medio del desempeño de unos roles. De tal modo que los procesos de socialización y subjetivación se confunden al ser, por así decirlo, las dos caras de la misma moneda. Las encargadas de llevar a buen puerto ese proceso de socialización fueron las instituciones, especialmente la escuela, la iglesia y la familia, mediante las cuales las 6 sociedades conformaron a los individuos al transformar los valores en normas, y éstos en roles que conformarían las personalidades de aquellos. De este modo, estas instituciones de socialización actuaron “como dispositivos prácticos y simbólicos cuya finalidad es producir al actor y, más todavía, al sujeto de la sociedad” (Dubet, 2009: 86). El peso que tuvieron estas instituciones en su objetivo de instituir ha conducido a F. Dubet a hablar de un programa institucional, en tanto que “proceso social que transforma valores y principios en acción y subjetividad por el sesgo de un trabajo profesional específico y organizado” (Dubet, 2007: 32). Este programa institucional, que tiene un origen religioso, se ha transferido a las principales instituciones de la modernidad, y ha conformado la profesión de profesores, médicos, enfermeras, trabajadores sociales, etc., que han sido los encargados de realizar un “trabajo sobre los otros” mediante el cual la sociedad socializaba a los individuos2. Un trabajo basado en valores y principios sagrados, ya fueran religiosos o laicos3, administrado en “santuarios” por medio de individuos vocacionales y que tenía como objetivo lo que en principio parecería una paradoja, socializar a los individuos al mismo tiempo que se les conforma como sujetos, o, dicho de otro modo, acceder a la autonomía y libertad individual a través de la disciplina racional4. En este programa institucional, el rol es el que define al individuo al que este queda sujeto. La personalidad se adecúa al rol y las relaciones se ven condicionadas y limitadas por roles sociales específicos. Así, la relación no “tiene autonomía propia ya que todo se enlaza en torno a una definición precisa del rol de los otros al que apunta el programa institucional. Me dirijo al alumno, la enfermo, al pobre, sin rebasar ese rol. Eso no quiere decir que en ese programa el profesional ignore a la persona y personalidad de los otros, sino que accede a esa dimensión más íntima y más difusa por el cauce de una definición precisa del rol” (Dubet, 2006: 385). 2 Dubet muestra para el caso francés la influencia de este programa institucional en las profesiones de docentes, catedráticos de educación media, formadores de adultos, enfermeras, trabajadores sociales y mediadores (Dubet, 2007). 3 La concepción durkheimiana de la secularización como transformación de lo sagrado (Durkheim, 1982) nos permite entender esa transferencia del programa institucional, originado en la Iglesia, a otras instituciones como la escuela o la medicina, que con la llegada de la primera modernidad se revierten de un carácter sagrado, al igual que sus representantes vocacionales, los maestros y los médicos que gozan de una gran autoridad moral en tanto que representantes de los valores sagrados de la razón y la ciencia. 4 Para profundizar en las características de este programa institucional ver Dubet (2007: 29-62). 7 2.3. La estructura social como estructura de clases La otra gran concepción de la estructura social es la que deriva de una idea de sociedad según la cual la vida social se organiza y por tanto se hace inteligible a partir de unas clases sociales que son concebidas de manera relacional formando el sistema o la estructura de la sociedad. Es por ello que durante un gran periodo del desarrollo de la teoría sociológica, las clases sociales devinieron una suerte de “objeto sociológico total”, al ser tanto el explanandum como el explanans que permitía dar cuenta la vida social (Dubet, 2004: 12). El enorme valor analítico de dicho concepto derivaba de la articulación de cuatro dimensiones: una posición, una comunidad o estilo de vida, una acción colectiva y un mecanismo de dominación (Dubet y Martuccelli, 1999: 93-125). Los orígenes de esta concepción de la estructura social se encuentran en la obra de Marx, pero alcanza su cenit en el “núcleo duro” de la obra de Pierre Bourdieu, para el cual la vida social solo se puede entender si damos cuenta de las estructuras sociales, tanto las externas (campos) como las interiorizadas (habitus). En ella, como en pocas otras, se deja notar el peso de la idea de sociedad y los dos pilares en los que ésta descansa: la estructura social y el ajuste de la acción a esta estructura. Este ajuste entre la estructura social y la acción deriva del hecho de que en el marco de la sociología de Bourdieu, esta última es explicada a partir de la posición que ocupa un elemento en la estructura social, tal y como él la concibe. De ahí la importancia que para él tienen los campos en tanto que espacios de relaciones objetivas entre posiciones, a partir de cuyo conocimiento, delimitación y posición concreta que en él ocupan los agentes podemos captar mejor sus tomas de posición. Para dar cuenta de la acción es por tanto un paso necesario dar cuenta de las posiciones ocupadas por los individuos en los campos, entre ellos el espacio social (en tanto que estructura de clases) que P. Bourdieu concibe como una hoja de papel. En él las distintas posiciones estructurales, en las que quedan encuadrados los individuos, son fijadas de forma relacional en función del volumen total de capital y de su composición (relación entre el capital económico y el capital cultural, los dos principios de diferenciación de las sociedades modernas avanzadas.). Son esas mismas posiciones estructurales las que le llevan a construir unas “clases teóricas” u “objetivas”, pues P. Bourdieu se cuida mucho para no caer en la ilusión intelectualista de entender esas clases teóricas como clases reales, es decir, grupos reales constituidos como tales en la realidad (Bourdieu, 1997:22). Esas 8 clases teóricas, que P. Bourdieu construye teniendo en cuenta la proximidad de las posiciones en el espacio social, le permiten construir un modelo predictivo de las representaciones y prácticas de los individuos. En efecto, la socialización en unas determinadas condiciones de existencia, determinadas por la posición social, da lugar a la incorporación de una serie de disposiciones, habitus, a partir de los que los individuos están inclinados o predispuestos a llevar a cabo unas prácticas u otras. Estos habitus son propios de cada individuo pero la delimitación de unas clases objetivas permite hablar de habitus de clase en tanto que “forma incorporada de la condición de clase y de los condicionamientos que esta posición impone” (Bourdieu, 2012:16). De este modo, si bien las experiencias individuales pueden ser de lo más diverso, lo cierto es que el hecho de compartir la misma clase social impone una alta probabilidad a la hora de compartir una condiciones de existencia homogéneas: “Si está excluido que todos los miembros de la misma clase (o incluso dos de ellos) hayan hecho las mismas experiencias y en el mismo orden, es cierto que todo miembro de la misma clase tiene probabilidades más grandes que cualquier miembro de otra clase de encontrarse confrontado con las situaciones más frecuentes para los miembros de esta clase” (Bourdieu, 1980: 100). De ahí que, en línea con una fuerte idea de sociedad, la concepción que tiene Bourdieu de la estructura social no sólo le conduzca a mostrar la forma en la que se organiza la sociedad, sino que además le permite explicar la acción de los individuos, al entender que existe una “relación entre las posiciones sociales (concepto relacional), las disposiciones (o los habitus) y las tomas de posición, las “elecciones” que los agentes llevan a cabo en los ámbitos más diferentes de la práctica, cocina o deporte, música o política” (Bourdieu, 1997: 16). Dicho de otro modo, “el espacio de las posiciones sociales se retraduce en un espacio de tomas de posición a través del espacio de las disposiciones (o de los habitus)” (ibídem: 19). La relación tan estrecha que hay, según Bourdieu, entre la posiciones, las disposiciones y las tomas de posiciones sociales es posible en la medida en que los habitus, se nos presentan como “sistemas de disposiciones duraderas y transponibles, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes, es decir, en tanto que principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones (…) Bourdieu, 1980: 88-9). En la medida en que el habitus hace referencia a la transferibilidad de unas disposiciones de unos ámbitos de la vida social a otros, dicha 9 categoría permite “dar cuenta de la unidad de estilo que une las prácticas y los bienes de un agente singular o de una clase de agentes (…) El habitus es ese principio generador y unificador que retraduce las características intrínsecas y relacionales de una posición en un estilo de vida unitario, es decir un conjunto unitario de elección de personas, de bienes y de prácticas” (1997: 19). Para Bourdieu, por tanto, la estructura social está incorporada en los individuos en forma de habitus, como fruto de la posición ocupada en el espacio social y en otros campos. Las prácticas de los individuos deben ser explicadas como fruto de estos dos tipos de estructura. Recordemos en ese sentido su ecuación de La distinción: Habitus (capital) + Campo= Práctica. (Bourdieu, 2012: 115). 3. De la estructura a la interacción: la crítica de las antiguas sociologías del individuo ¿Podemos seguir sosteniendo la existencia de una estructura en nuestras sociedades? ¿Están las sociedades actuales organizadas ya sea a partir de una estructura social que encuadra a los individuos en posiciones estructurales conforme a sus recursos y capitales o mediante una estructura institucional que instituye a los individuos a través de la socialización en unos valores, normas y roles? Y en relación con ello, ¿se puede, por tanto, sostener que existe una continuidad entre la estructura social y la personalidad y acción de los individuos? Intentar dar respuesta a estas preguntas es tanto como retomar uno de los grandes debates que atraviesa la historia de la teoría sociológica, me refiero al debate estructura-acción. ¿Hasta qué punto la posición que ocupan los individuos en la estructura social y la influencia que sobre ellos puedan tener las instituciones de socialización nos permiten dar cuenta de sus representaciones y prácticas? En el siguiente apartado me detendré en las aportaciones de algunas de las más significativas nuevas sociologías del individuo que se vienen desarrollando en Francia en los últimos años5. Pero para entender en toda su medida estas aportaciones, atenderé a continuación a la visión de la estructura social por parte de uno de los mayores 5 Una excelente panorámica de estas nuevas sociologías del individuo que se vienen realizando en Francia en los últimos años puede encontrarse en D. Martuccelli y F. de Singly (2012). 10 representantes actuales de las antiguas sociologías del individuo, como es Randall Collins. Para este autor, reflexionar sobre la vida social en términos de estructura social no tiene sentido alguno, si no se es capaz de mostrar de qué modo ésta influye en las realidades microsituacionales de la experiencia vivida por los individuos, que, según entiende, son el nivel elemental de la acción social y de toda evidencia sociológica. Según este planteamiento, no podemos sostener la existencia de una estructura social a menos que ésta se traduzca en la interacción social, en los encuentros microsituacionales de los individuos. Dicho de otro modo, y como respuesta a la concepción de la estructura social de P. Bourdieu, ¿hasta qué punto el capital económico y el capital cultural que pueda tener un individuo condiciona su interacción en determinados situaciones y encuentros micro? R. Collins se muestra muy crítico con estas concepciones macroestructurales de la sociedad, que, como la de Bourdieu, quieren dar cuenta de las representaciones y prácticas de los individuos a partir de la posición ocupada en la estructura en función de la categoría socio-profesional o el nivel de estudios. ¿Poseer este tipo de capital les concede a los individuos algún tipo de ventaja en las interacciones? O ¿por el contrario habría que sostener que entre la posición estructural y la interacción microsituacional hay un abismo? R. Collins así lo cree y por ello considera que dar cuenta de la vida social a partir de datos agregados sobre la posesión de determinados tipos de capital no es una buena forma de hacer sociología. Frente a ello nos propone que “en lugar de aceptar los datos agregados a nivel macro como inherentemente objetivos, empecemos a traducir todos los fenómenos sociales como distribuciones de microsituaciones” (Collins, 2009: 352). Con este propósito nos invita a llevar a cabo investigaciones situacionales dando cuenta de las interacciones en las que se ven inmersos los individuos en su vida cotidiana. De este modo la etnografía debería desplazar a la estadística como herramienta para mostrar la estratificación de nuestras sociedades. En su gran obra Cadenas de rituales de interacción 6 , en concreto en el capítulo “Estratificación situacional”, R. Collins pone las bases para este giro con el que quiere dar cuenta de la estratificación de nuestras sociedades. Para ello propone traducir al nivel micro las categorías weberianas de clase, estatus y poder. 6 En castellano contamos con una excelente versión traducida y con proemio de Juan Manuel Iranzo en la editorial Anthropos. Ver Colllins (2009). 11 Según R. Collins, en la actualidad las clases sociales no están desapareciendo, sino todo lo contrario, como se puede evidenciar a nivel macro-estructural si prestamos atención al crecimiento de la desigualdad de la distribución de la renta y la riqueza tanto a escala nacional como internacional. Pero, ¿hasta qué punto podemos sostener que esta desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza se traduce en una desigualdad en la distribución de experiencias vitales? Frente a algunas sociologías del individuo, para las que la clase social ha dejado de ser un operador analítico, R.Collins todavía le reserva un cierto papel para dar cuenta de la estructura social contemporánea, y -lo que es más importante para lo que aquí me interesa- de cómo esta condiciona las experiencias de los individuos. Es decir, no sólo se limita a definir las clases como estratos con más o menos capital o renta, sino que además considera que éstas operarían condicionando los encuentros microsituacionales que tendrían lugar en los “circuitos de Zelizer” que son los que, según entiende, configuran las clases sociales en las sociedades actuales. Dicho de otro modo, las clases sociales se podrían concebir a partir de los diferentes circuitos de intercambio monetarios que existen en las sociedades contemporáneas, los cuales se caracterizan, entre otras cosas, por tener “una cultura distinta, siempre que se recuerde que una ‘cultura’ no es una entidad reificada, sino una manera abreviada de referirnos al estilo de los encuentros microsituacionales” (Collins, 2009: 359). De este modo, R. Collins distingue siete clases sociales o “circuitos de clase”: la élite financiera, la clase inversora, la clase empresarial, los famosos, multitud de circuitos de clase media/trabajadora, circuitos de mala reputación y la clase social más baja, que se encontraría al margen de cualquier circuito social de intercambio. No es este el momento para detenerme en cada una de estas clases sociales. Lo que me interesa destacar es que esta cartografía de las clases sociales, basada en el nivel micro de la experiencia, se opone a la concepción macro-estructural que defienden autores como Bourdieu. En efecto, “la traducción a nivel micro de la clase económica no muestra un tótem de clases, neta y jerárquicamente apiladas unas sobre otras, sino circuitos de transacción solapados, de amplitud y contenido muy diversos” (Collins, 2009: 360). Dicho de otro modo, en términos de la relación entre la clase social y la acción individual, aquella solo se traduciría en ventajas interaccionales dentro de cada uno de los circuitos de intercambio. Fuera de estos circuitos la influencia de la clase social en las interacciones sería casi insignificante. 12 El desacoplamiento entre las grandes categorías con las que los sociólogos hemos pensado la estructura social y las experiencias individuales, también se deja notar cuando nos centramos en las categorías weberianas de estatus y poder. Por lo que se refiere a esta última, R. Collins considera que la definición weberiana de poder basada en la idea de imponer la propia voluntad contra toda oposición no se ha visto reflejada en estudios microsituacionales. Cuando atendemos a este nivel micro, el poder se manifiesta de manera diferente a como se nos muestra cuando atendemos a nivel macroestructural. Así la desigual distribución de este recurso cuando prestamos atención a la estructura jerárquica de una organización no se traduce en una desigual distribución del poder real acorde con dicha jerarquía. R.Collins propone por ello distinguir entre “poder-D” en tanto que poder de mando o de recibir deferencia y “poder-E” como poder efectivo. A partir de estas categorías estamos en mejor disposición de dar cuenta del gran poder efectivo que pueden tener individuos que sin embargo ocupan posiciones estructuralmente subordinadas. Un claro ejemplo es el caso de la “jerarquía en la sombra” del personal auxiliar administrativo en organizaciones burocráticas, que reciben órdenes y prestan deferencia a sus superiores jerárquicos, pero que cuentan con un poder invisible fundamental para hacer funcionar u obstaculizar el funcionamiento dichas organizaciones. Frente a la imagen macro-estructural que ha privilegiado el análisis del poder-D, para R.Collins en nuestras sociedades dicho poder se ha fragmentado y ha quedado limitado a algunos ámbitos en los que todavía podemos encontrar relaciones de micro-obediencia del tipo “ordeno y mando”, si bien mucho más suavizadas que en otros tiempos. Dicho poder se ha desacoplado del “poder-E”, de tal manera que incluso se renuncia al “poder D” con objeto de ganar “poder-E”. El poder situacional todavía existe en las organizaciones tanto privadas como públicas, pero al igual que sucede con las clases sociales, el poder sólo opera dentro de esas organizaciones, sin que fuera de ellas los individuos puedan traducirlo en ventajas interaccionales. Por lo que respeta a la categoría de estatus, la obra de R.Collins nos invita a pensar en dos cuestiones que considero de gran relevancia para el objeto de este artículo: ¿existen, y, en tal caso, cómo se delimitan los grupos de estatus en la estructura social de las sociedades actuales? ¿hasta qué punto la imagen macro-estructural y jerárquica a partir de la que la sociología ha pensado la estratificación social basada en el honor o el prestigio se ve reflejada en la interacción de los individuos? 13 Recordemos que Weber concebía los grupos de estatus como comunidades reales que comparten un estilo de vida. R. Collins destaca la importancia que tienen los rituales formalizados para poder constituir un grupo de estatus, tal y como Weber los entiende, de tal modo que estos solo pueden existir cuando la vida cotidiana está excesivamente formalizada, creándose así las condiciones de posibilidad para que las personas vivieran en términos de identidades categoriales. Es por ello que en las sociedades actuales, en los que encontramos una vida social menos formalizada, los grupos de estatus son en su mayoría invisibles, salvo en el caso que marca la frontera que permite distinguir lo que R. Collins define como “cuasi-grupos de estatus” de los jóvenes y los adultos. Lo que me interesa destacar de la argumentación de R.Collins es el hecho de que en la actualidad la desigual distribución de estatus, entendiendo en este caso esta categoría como la capacidad de recibir deferencia en el comportamiento microsituacional, guarda muy poca relación con las identidades categoriales y, por el contrario, depende cada vez más de la reputación personal7. Dicho de otro modo, la posición social que ocupa un individuo en la estructura social, concebida como un espacio jerárquico, no se traduce de forma inmediata en su prestigio social. De ahí que las escalas de prestigio ocupacional que han sido utilizadas por los funcionalistas para medir esta categoría no sean de gran interés ya que dichas jerarquías no se traducen en la distribución de experiencias que derivan de los estatus microsituacionales. ¿Gozan las profesiones consideradas más prestigiosas de ventajas interaccionales en sus encuentros a lo largo del espacio social? De nuevo R.Collins nos invita a pensar en el estatus como una categoría que opera en determinadas redes y situaciones, más allá de las cuales una posición jerárquica en el nivel macro-estructural no asegura una mayor deferencia. Con la única excepción de los famosos que sí pueden gozar de una deferencia transsituacional más allá de redes u organizaciones específicas, “la gente recibe hoy poca deferencia categorial; la mayor parte de la que consigue proviene de su reputación personal, que depende de mantenerse inserto en la red donde se le conoce personalmente” (Collins, 2009: 373). 7 No obstante, para el caso de Estados Unidos, R. Collins señala una excepción en este proceso general de sustitución de las identidades categoriales por las reputaciones personales. En efecto, si, como sostiene, las identidades categoriales encuentran su condición de posibilidad en rituales que limitan la interacción entre grupos, el mutuo desprecio de la “ley del guetto negro” y el “código público goffmaniano blanco” permite el mantenimiento de una de las pocas identidades categoriales que todavía permanecen. 14 De su concepción de la estructura social y de su desacoplamiento con la interacción en los encuentros micro-situacionales, R. Collins concluye de la siguiente forma: “La estructura social actual genera una experiencia vital en la que la mayoría de los individuos puede guardar distancias con las relaciones macro-estructuradas –como mínimo de manera intermitente, y, en algunos caso, casi por completo” (Collins, 2009: 390). 4. De la idea de sociedad al individuo y las nuevas lógicas estructurales: las nuevas sociologías del individuo El llamamiento de R. Collins para no dar por sentado que la estructura social se refleja en la interacción debe ser atendido por los sociólogos, marcando así distancias con planteamientos como los de P. Bourdieu que ven una clara continuidad entre posición (en el espacio social), disposición (limitada a habitus) y toma de disposición que se refleja en los contextos de interacción. Pero esa llamada de atención, no tiene por qué conducir al privilegio de la interacción como foco para el análisis sociológico ni a la renuncia de la búsqueda de los condicionamientos estructurales de la acción de los individuos. En efecto, no es tan evidente, como R. Collins nos quiere hacer ver, que la interacción deba ser el nivel elemental del análisis sociológico. De hecho la sociología como disciplina científica se configuró poniendo distancia con esas realidades perceptibles de la interacción y privilegiando, por el contrario, los hechos sociales y las estructuras sociales que no se pueden captar mediante el trabajo etnográfico, sino a la luz de un aparato estadístico que nos da cuenta de los condicionamientos estructurales que tienen poder de incidencia en la interacción. Ahora bien, eso es lo que R. Collins precisamente pone en entredicho, que la estructura se vea reflejada de forma directa en la interacción. Y ciertamente su crítica es muy pertinente en referencia a las teorías, que como la de Bourdieu, dan cuenta de la estructura social a partir de su idea del espacio social en el que los individuos se distribuyen ocupando posiciones en función del volumen y la estructura del capital que poseen. Una forma de entender la estructura social estrechamente unida a la idea de sociedad, que, como hemos visto, ha estado en la base de la tradición sociológica y que hoy día está en declive. En este apartado voy a retomar las propuestas de las nuevas sociologías del individuo que ponen en entredicho esta concepción heredada de la estructura social y a partir de las cuales la mirada 15 sociológica debe desplazarse poniendo el foco de atención en el individuo y las nuevas lógicas estructurales que condicionan su acción. 4.1. De la institución y el rol a la experiencia del individuo Retomemos en primer lugar una de las preguntas que planteaba, ¿pueden en la actualidad las instituciones de socialización “estructurar” las personalidades de los individuos tal y como hemos visto que tenía como objetivo el llamado programa institucional? Las nuevas sociologías del individuo coinciden en señalar que las sociedades modernas han experimentado en las últimas décadas del siglo XX unos fuertes procesos de cambio que marcan una gran cesura en la modernidad, permitiendo distinguir entre una primera y una segunda modernidad o una modernidad avanzada. Uno de esos procesos de cambio ha sido la desinstitucionalización y el declive del programa institucional. La desinstitucionalización se podría definir como el proceso por el cual las instituciones han ido perdiendo la capacidad para socializar a los individuos en unos principios o valores ‘transcendentales’, de tal modo que las principales instituciones, familia, escuela e iglesia, han dejado de funcionar “según el modelo clásico, como aparatos capaces de transformar los valores en normas y las normas en personalidades individuales” (Dubet y Martuccelli, 1999: 201). La desinstitucionalización, tal y como nos la describen estos autores, no significa la pérdida de relevancia de la escuela, la familia y la iglesia en tanto que organizaciones. En efecto, con la excepción de la iglesia, no se puede sostener que la escuela y la familia hayan perdido relevancia social, podríamos incluso señalar alguno indicadores que nos muestran lo contrario. Nunca como ahora los individuos han pasado más tiempo escolarizados y nunca como hoy han sido tan conscientes de la importancia de la educación para su incorporación al mercado de trabajo. De igual forma diversos indicadores nos muestran la importancia de la familia para los individuos. En el caso español, su modelo de Estado de Bienestar de tipo mediterráneo hace de la familia uno de los principales recursos para el sostenimiento de los individuos como se está apreciando ahora más que nunca con la crisis. Por otro lado, como nos muestran los estudios del CIS, la familia es el valor por el que la gran mayoría de los españoles (sin distinción apenas de clase, edad, ideología, religión, etc.) estarían dispuesto a darlo todo, incluso la vida. Por último podríamos señalar la importancia de la familia en tanto que 16 ámbito donde los individuos pueden encontrar a los “otros significativos” (de Singly). Pero aunque la familia y la educación sigan teniendo un papel en la vida social, han perdido esa capacidad de socialización que tuvieron en la primera modernidad. Este proceso de desinstitucionalización no sólo afecta a los individuos que eran objeto de dicha socialización, sino también a los representantes de esos principios o valores, como profesores o médicos, que aquellos debían interiorizar. Con dicho proceso el programa institucional va declinando y las instituciones basadas en el “trabajo sobre los otros” van perdiendo la legitimidad y centralidad que tuvieron en la primera modernidad. ¿Qué consecuencias tiene este proceso de desinstitucionalización y declive del programa institucional para entender las relaciones entre la estructura y la acción? La respuesta es inmediata: la pérdida de continuidad entre la estructura y la personalidad del individuo. O dicho de otro modo, “la desinstitucionalización provoca la separación de los procesos que la sociología clásica confundía: la socialización y la subjetivación” (Dubet y Martuccelli, 1999: 201). En la medida en que las instituciones de socialización han ido perdiendo la capacidad de transmitir unos valores y normas que se reflejaran en roles, estos últimos han quedado relegados a un segundo plano a la hora de conformar la personalidad de los individuos. Los roles que mediaban entre la estructura de la sociedad y la acción de los individuos dejan un vacío que ya no puede ser administrado por la sociedad, sino que debe ser gestionado por los individuos. Se produce “una transferencia de las instituciones a los individuos, de los roles y los estatutos hacia las personas” (Dubet, 2009: 102). La acción ya no puede ser explicada como un simple reflejo del sistema, haciéndose más compleja en la medida en que articula diferentes lógicas que deben ser administradas por los individuos. Este cambio es el que conduce a François Dubet (2010) a apostar por una sociología de la experiencia, entendiendo esta última como el trabajo sobre sí mismo que debe hacer el actor para articular y dar coherencia a las que considera las tres lógicas de la acción (integración estrategia y subjetivación). Dicho de otro modo, los individuos deben hacer frente a la búsqueda de la pertenencia a una comunidad, a la defensa de sus intereses compitiendo en los mercados y al desarrollo de una actividad crítica8. La desinstitucionalización de la vida 8 Para profundizar en los fundamentos de esta sociología de la experiencia y las diferentes lógicas de la acción que articula ver La sociología de la experiencia de François Dubet, libro que a pesar de ser ya un clásico contemporáneo no es muy conocido en España. Desde 2010 contamos con una excelente traducción realizada por Gabriel Gatti gracias a una nueva editorial coeditada por la Universidad Complutense de Madrid y el Centro de Investigaciones Sociológicas. Ver Dubet (2010). 17 social sitúa al individuo como el auténtico protagonista de la vida social en la segunda modernidad: “A medida que la sociedad se desinstitucionaliza, el sujeto es, cada vez de manera más “heroica”, fuente de producción simultánea de su accionar y del sentido de su vida. En la medida en que crece su libertad, disminuyen su solidez y sus certezas, y la socialización garantiza cada vez menos la subjetivación” (Dubet y Martuccelli, 1999: 238). 4.2. De la estructura social a las desigualdades multiplicadas Como se ha señalado en el primer apartado, en la teoría sociológica el concepto de estructura social remite a una ordenación de la vida social, a una forma de ver la realidad social que la hace inteligible. Remite también a la desigualdad que hay en nuestras sociedades en la medida en que esta se nos presente de manera estructurada. Recordemos que desde la perspectiva que apela a la existencia de una estructura de clases “lo esencial es postular que existe una estructura objetiva suficientemente estable y coherente para que la sociedad sea percibida como un sistema. Así, desde el punto de vista de las clases sociales, las desigualdades no son solamente una jerarquía, más o menos justa, ellas también son una estructura” (Dubet, 2009: 51). Y no sólo eso, las clases sociales en la medida en que conforman la estructura de la sociedad nos permiten explicar las prácticas y representaciones de los individuos. Como hemos tenido oportunidad de ver, la concepción de la vida social en la obra de P. Bourdieu es un claro ejemplo de esta forma de concebir la estructura social. ¿Podemos seguir sosteniendo esta concepción de la estructura social? ¿Se nos presenta la desigualdad en las sociedades actuales en forma organizada y estructurada, en tanto que estructura de clases como armazón de la sociedad? ¿Nos permiten las clases sociales explicar las prácticas y representaciones de los individuos? Las grandes transformaciones que ha traído consigo la segunda modernidad han hecho poco plausible esta forma de concebir la estructura social, que descansaba en la clase social en tanto que “objeto social total” que articulaba cuatro dimensiones: una posición, un estilo o modo de vida, una acción colectiva y un mecanismo de dominación. Como señalan F. Dubet y D. Martuccelli (2000), cada una de estas dimensiones se desdibuja y, lo que es más importante, la articulación entre ellas se quiebra. Así, como se puede 18 constatar siguiendo los eternos debates sobre las clases sociales, los criterios para fijar las posiciones sociales se han multiplicado pasando a ser cada vez más multidimensionales (de la propiedad o no de los medios de producción se ha pasado a criterios como las oportunidades en el mercado, los bienes de cualificación, los bienes de organización, el capital cultural, la autoridad en las asociaciones, los cierres sociales, etc.). En línea con visiones más multidimensionales de la estructura social, como la de Weber (1944), los sociólogos han recurrido a nuevos criterios (género, edad, etnia, etc.) para dar cuenta de las posiciones y condiciones de existencia de los individuos que ya no pueden ser reducidas a la clase social. De este modo “mientras que la estructura de clases enmarcaba las desigualdades en un conjunto relativamente estable y legible, nosotros entramos en un sistema de desigualdades múltiples” (Dubet, 2009: 69). La multiplicación de las desigualdades trae consigo que cada vez sea menos plausible explicar la acción colectiva en términos de intereses objetivos de clase. Lo mismo puede decirse de las prácticas y lo gustos, y el estilo de vida al que darían lugar. Así lo ha constatado B. Lahire en La cultura de los individuos, con el que ha querido mostrar que las relaciones entre los habitus de clase y las prácticas culturales no son tan evidentes como P. Bourdieu las presentaba en La distinción. Frente a su modelo, B. Lahire (2006) muestra que la frontera entre la “alta cultura” y la “baja cultura” no es tan definida, ya que una mayoría de individuos de diferentes clases sociales tienen perfiles disonantes que asocian prácticas culturales que van desde las más a la menos legítimas. Según concluye, “dos individuos de la misma clase social, del mismo subgrupo social, o incluso perteneciendo a la misma familia tienen todas probabilidades de que parte de sus prácticas y gustos difieran, por no haber sido estrictamente sometidos a los mismos marcos socializadores” (Lahire, 2006: 737). De todo ello se extrae la conclusión a la que apunta D. Martuccelli (2006: 371): “Se quiera o no, la noción de clase social se transforma entonces en lo que nunca quiso ser: a saber, una yuxtaposición de escalas de estratificación y una lista más o menos piramidal de desigualdades sociales que no forman ya sistema”. Con este estallido de las desigualdades, que ya no se dejan atrapar en la estructura social, el individuo pasa a ser el auténtico protagonista de la vida social al que la sociología debe prestar especial atención: “Cuando la unidad de la vida social no es dada por la sociedad, por la adecuación del sistema y de la acción, de una estructura y de una cultura, la sociología 19 debe partir de individuo, de la forma en la que metaboliza y que le produce” (Dubet, 2009: 173). 4.3. Del habitus y el campo a la pluralidad de disposiciones y contextos de acción: los múltiples “pliegues” de la estructura social Una forma alternativa de pensar la estructura social en el marco de las nuevas sociologías del individuo es la que defiende B. Lahire, para el que cada individuo es resultado de los múltiples pliegues de la estructura social que en él se incorporan. Por ello se muestra también crítico con el interaccionismo de Collins por considerar que los hechos macrosociológicos son menos reales y verdaderos que las interacciones observables9. Ciertamente, como P. Bourdieu señalaba, “la verdad de la interacción no está entera en la interacción”, pero frente a este, B.Lahire (2012: 286) añade que “tampoco lo está en el espacio social global, ni en la organización, ni incluso en el campo que, a veces pero no siempre, contribuyen a estructurarla”. En efecto, para este autor la interacción debe ser explicada dando cuenta del pasado incorporado de los individuos que en ella participan así como del contexto en el que tiene lugar, sin que estos puedan quedar reducidos a las categorías de habitus y campo tal y como Bourdieu las utilizaba. La obra de B.Lahire nos aporta una forma de concebir la estructura social que complejiza y enriquece la interpretación de P.Bourdieu. Los múltiples condicionamientos estructurales que constriñen la acción de los individuos no pueden ser explicados a partir de categorías como el habitus y el campo. En primer lugar, debido a las limitaciones del habitus en tanto que, como veíamos más arriba, este concepto, tal y como Bourdieu lo teorizaba, parte de la idea de la transferencia de las disposiciones socialmente construidas, de tal manera que estas formarían un sistema a partir del cual los individuos serían considerados de forma coherente y homogeneizadora 10 . Para B. Lahire defender la transferibilidad generalizada de las disposiciones resulta muy problemática y requiere ser investigada empíricamente. Frente al trabajo de P. Bourdieu, este autor indaga de otro modo: “Y si en lugar de un 9 Frente a estas posturas interaccionistas, B. Lahire señala que E. Goffman admitía la existencia de diferentes niveles de realidad, para sí afirmar que no se sostiene que los hechos macrosociológicos sean más o menos reales que las interacciones, al no haber una jerarquía entre ellos (Lahire, 2012: 279-285). 10 Al menos en las primeras obras de P.Bourdieu. 20 mecanismo de transferencia de un sistema de disposiciones, se tratara de un mecanismo más complejo de adormecimiento/puesta en acción o de inhibición/activación de disposiciones que supone, evidentemente, que cada individuo singular sea portador de una pluralidad de disposiciones y atraviese una pluralidad de contextos sociales” (Lahire, 2005: 161). Frente al privilegio que P. Bourdieu otorgaba a la posición ocupada en el espacio social para dar cuenta de las disposiciones de un individuo, B. Lahire considera que se debe ser más exhaustivo y mostrar los múltiples procesos de socialización de un individuo, los cuales hacen que se incorporen disposiciones que no sólo no tienen por qué ser coherentes y homogéneas, sino que en ocasiones pueden ser todo lo contrario, incoherentes y contradictorias. El habitus sería por tanto sólo una forma específica del modo en que se incorpora la estructura social en los individuos, y en sociedades crecientemente diferenciadas no es más que un caso particular de un fenómeno más plural. En segundo lugar, la crítica que B. Lahire dirije a la teoría del campo de P. Bourdieu, o, mejor dicho, a su pretensión de convertirla en una teoría general, nos permite profundizar en el modo en que la estructura social se manifiesta no ya de forma incorporada, sino en tanto que formas objetivas y externas que condicionan los diferentes contextos de acción. Al igual que con el habitus, B.Lahire no niega el gran valor del concepto de campo para dar cuenta de la vida social, pero considera que tiene un estatuto limitado si pretende ser utilizado de forma generalizable en todos los contextos de la acción. No pretendo aquí dar cuenta de forma exhaustiva de los elementos sobre los que se despliega la crítica sistemática que B.Lahire viene haciendo de la teoría del campo en los últimos años11. Me interesa únicamente señalar los dos que considero más relevantes para mi argumentación. Por un parte, la constatación de que no todos los contextos de acción se nos presentan como campos, de tal modo que estos no se extienden más allá de una parte de los dominios de actividad profesional y o pública, los más legítimos, y no conciernen a la poblaciones sin actividad, entre ellas una buena parte de las mujeres (Lahire, 2012: 168). Por otro lado, la crítica que apunta a señalar que la explicación de lo que acontece en el campo debe estar contenida en el campo y no fuera de él: “El principio estructural (relacional) que lleva a pensar una obra en tanto que ‘toma de posición’ en relación al conjunto de otras ‘tomas de posición’ es 11 Ver Lahire (2005 b). Recientemente Lahire (2012) ha vuelto a mostrar los límites del concepto de campo, esta vez con un mayor respaldo empírico tras sus trabajos sobre la condición y creación literaria. 21 una manera de suponer un cierre del campo sobre sí mismo. Es considerar que nada de lo que sucede en el campo estaría determinado por fuerzas exteriores al campo en cuestión” (Lahire, 2012: 221). Ahora bien, este planteamiento no lleva consigo el abandono de la perspectiva relacional: “no se trata de volver a poner en cuestión el principio relacional de explicación, sino de extender por el contrario su aplicación considerando que el creador es definible por otros vínculos que los que ha podido entablar y otras experiencias que las que ha podido tener dentro del campo” (Lahire, 2012: 221). Al extender el peso de las disposiciones más allá de los habitus y los contextos pertinentes de acción más allá de los campos, B. Lahire defiende una sociología indisociablemnte disposicionalista y contextualista con la que podemos pensar de otro modo el peso de la estructura social en las prácticas de los individuos. Frente a la ecuación de P.Bourdieu según la cual Habitus (Capital) + Campo= Práctica, B.Lahire (2012) propone sustituirla por la siguiente: Pasado incorporado+ Contexto de acción presente=Práctica. El hecho de que los individuos lleven a cabo sus prácticas en diferentes contextos y que incorporen una pluralidad de disposiciones hace de ellos individuos “multisocializados y multideterminados”. B.Lahire hace hincapié en ello para marcar distancias con otras sociologías del individuo a las que acusa de haber quedado presas del discurso de la obligación que tiene el individuo “de ser libre”, “construirse a sí mismo”, etc., olvidando el poder que tienen las instituciones (familiares, escolares, culturales) y los colectivos (grupos, clases sociales) para condicionar el comportamiento de los individuos12. La diversidad de socializaciones y determinaciones de los individuos hace necesario la elaboración de “una sociología a la escala del individuo, que analice la realidad social teniendo en cuenta su forma individualizada, incorporada, interiorizada; una sociología que se pregunte como la diversidad exterior es hecha cuerpo, como las experiencias socializadoras diferentes, y a veces contradicitroias pueden (co) habitar (en) el mismo 12 Frente a sociologías del individuo, como la de F. Dubet que como vimos centra su argumentación en el declive del programa institucional, B.Lahire señala que “no hay menos instituciones hoy que ‘en otro tiempo’, no menos socialización, no menos coacciones objetivas con las que los individuos han de componerse (sin siempre percibirlas como tales) y los que lo creen confunden una trasnformación de los funcionamientos institucionales, de los modos de socialización y de los tipos de coacción con una desaparición o un borrado de estos” (Lahire, 2013:43) 22 cuerpo, como tales experiencias se instalan más o menos durablemente en cada cuerpo y como ellas intervienen en los diferentes momentos de la vida social o de la biografía de un individuo” (Lahire, 2013: 113). 4.4. Del personaje social a las pruebas: entre posiciones estructurales y estados sociales Los numerosos casos de falta de correspondencia entre la posición ocupada en la estructura social, entendida al modo de P.Bourdieu, las disposiciones y las tomas de posición no pueden ser ya vistas como anomalías, excepciones que confirmarían la regla, del modelo. Por el contrario, lo que D. Martuccelli califica como “metástasis de los desajustes” nos debería hacer ver que lo que falla es el modelo y que, frente a las afirmaciones teóricas de P.Bourdieu que destacan el ajuste ontológico entre habitus y campo, habría que dar cuenta, siguiendo los trabajos del propio Bourdieu, del primado de los desajustes (Martuccelli, 1999: 141). Lo mismo habría que decir con aquella vieja pretensión de explicar la experiencia de los individuos a partir de los roles. En ambos casos lo que ha entrado definitivamente en crisis es la noción de “personaje social” que “no designa solamente la puesta en situación social de un individuo, sino mucho más profundamente la voluntad de hacer inteligibles sus acciones y sus experiencias en función de su posición social” (Martuccelli, 2007: 6). Y con ello ha entrado en crisis una muy extendida forma de concebir el oficio de sociólogo que, más allá de escuelas o tradiciones, ha sido parte constitutiva, y en buena medida lo sigue siendo, del pensamiento sociológico. Pero el hecho de que la posición social haya dejado de ser un buen utillaje analítico para “se impone la necesidad de reconocer la singularización creciente de las trayectorias personales, el hecho de los actores tengan acceso a experiencias diversas que tienden a singularizarnos y ello aun cuando ocupen posiciones sociales similares” (Martuccelli, 2007: 10). ¿La falta de plausibilidad de la noción de personaje social y de la posición social como útiles analíticos y la creciente singularización de las trayectorias individuales deben llevar consigo la renuncia a cualquier pretensión de postular la presencia en nuestras sociedades de estructuras que condicionan las representaciones y prácticas de los 23 individuos? Lejos de una visión tan extrema, más vinculada a las viejas sociologías del individuo que se centraban en la interacción, las nuevas sociologías del individuo dan cuenta de cómo operan las estructuras sociales si bien de forma muy diferente a como lo hacía el modelo basado en la noción de personaje social y en la categoría analítica de posición social. Así, al igual que Dubet sostiene que en la segunda modernidad la experiencia de los individuos viene condicionada por la necesidad de gestionar tres grandes lógicas de la acción que la sociedad produce estructuralmente, Danilo Martuccelli nos habla del carácter estructural de las “pruebas” a las que los individuos deben hacer frente. Pero entendiendo el concepto de estructura no en la lógica del sistema, por la que se mostraría el agenciamiento necesario entre los elementos, sino como “la presencia de un condicionamiento activo. La estructura designa menos una trama establecida que fuerzas particularmente activas. Dicho de otro modo, reconocer la existencia de factores estructurales lleva a distinguir, entre la diversidad de fuerzas e influencias que existan en un momento dado, aquellas que son particularmente activas, constrictivas y significativas” (Martuccelli, 2010: 150). Este autor nos invita a sustituir la posición social por la noción de “prueba” en tanto que “operador analítico central (…) permitiéndonos relacionar los procesos estructurales y los lugares sociales con los itinerarios personales. Las pruebas son el resultado de una serie de determinantes estructurales e institucionales, que se declinan diferentemente según las trayectorias y los lugares sociales” (Martuccelli, 2006: 10). 5. Bibliografía ABERCROMBIE, N. et al. (1986): Diccionario de Sociología, Cátedra, Madrid. ARAUJO, Kathya y MARTUCCELLI, Danilo (2011): “La inconsistencia posicional: un nuevo concepto sobre la estratificación” en Revista Cepal, nº 103, Abril, pp.165-178. 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