LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY Juan Manuel Fernández Soria* RESUMEN Tras el declive del «Welfare State» adquiere nuevo empuje el viejo asunto de las relaciones del Estado con la educación. Este artículo, en consecuencia, quiere contribuir a esa reflexión recogiendo, en primer lugar, los términos en que se plantea la crisis del Estado, para, en segundo lugar, y conscientes de la necesidad de su presencia, plantear el perfil del Estado reformado en la sociedad de nuestro tiempo, contornos que, en tercer lugar, están señalando las pautas de sus vínculos con la educación de nuestro tiempo. Concluimos abogando en este ámbito a favor de la sinergia del Estado y la sociedad civil, de lo público y lo privado. PALABRAS CLAVE: Estado, Educación, Estado del bienestar, Sociedad civil, Globalización, Tercera Vía, Política Educativa. After the declivity of Welfare State the old affair of the State relations with the education acquires a new push. This article, as a consequence, wants to contribute to that reflection, gathering, in first place, the ways in which the crisis of the State is put across, to, in second place, and conscious of the necessity of its presence, put across the outline of the reformed State in the society of our time. These outlines, in third place, are marking the guide lines of its link with the education of our days. We conclude, pleading in this ambit in favour of the combined action of the public and private, of the State and the civil society. KEY WORDS: State, Education, Welfare State, Globalisation, Civil Society, Third Way, Educational Policy. No hay novedad alguna en reflexionar sobre las relaciones entre el Estado y la educación. Como se sabe es un problema antiguo. Pero quizá en nuestro tiempo esta vieja preocupación adquiera una dimensión nueva de la mano de factores peculiares de una encrucijada de entresiglos, como el desarrollo de nuevas geometrías polarizadas en la tensión global-local, la emergencia de la sociedad civil y el surgimiento de nuevas individualidades y grupos diferenciados que conformarían ese «multiverso político» del que habla Giacomo Marramao (1999:108). En nuestros días unos perciben la necesidad del Estado en su misma presencia, mientras otros, que no comparten este argumento, creen que con su desorbitado crecimiento el Estado ha usurpado derechos y libertades sobrepasando no sólo «lo económicamen- TÉMPORA, 4; abril 2001, pp. 117-145 05.pmd 117 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 117 ABSTRACT te conveniente sino también lo políticamente lícito y lo moralmente admisible», de modo que el Estado ya no es la solución social sino «el principal problema de nuestro tiempo» (Rodríguez Braun, 2000: 13 y 66). Naturalmente, de esta polémica no escapa la educación una de las funciones más controvertidas del Estado. Me propongo, pues, en este artículo señalar la importancia del debate y los términos en que se plantea la debilidad del Estado en nuestros días así como las soluciones que se apuntan en orden a perfilar un tipo de Estado más acorde con la realidad y exigencias actuales, para terminar subrayando las direcciones en que se contempla la relación del Estado con la educación en nuestro tiempo. JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 118 1. LOS ROSTROS DE LA CRISIS DEL ESTADO La pretensión de fijar funciones y límites al Estado es vieja, al menos tanto como el Estado moderno. Desde su nacimiento han sido muchos los que han escrito sobre su papel en la sociedad, y desde entonces las funciones del Estado no han hecho más crecer si reparamos en los tres deberes que en 1776 le asignara Adam Smith en La Riqueza de las Naciones: defender la nación, administrar justicia y dotar al país de las obras e instituciones públicas que las relaciones comerciales necesitaban. El Estado del bienestar las ha superado con creces como lo evidencian los adjetivos que le acompañan: Estado benefactor, protector, asistencial, fiscal, empresario, patrón, cliente, etc., apelativos que hablan de un «megaestado» cuya hiperdimensión ha concitado las críticas de quienes defienden la antigua fórmula «más mercado y menos Estado». En definitiva, parece que no se ha avanzado mucho en la reflexión apuntada; de hecho hay quien argumenta —aunque apueste por una fórmula superadora— que aún hoy está vigente la doble bifurcación de la raíz contractualista del Estado moderno, la que, por un lado, arrancando de Kant, concede la supremacía a la ley sin reparar en las consecuencias sociales, y, por otro, la que, emanando de Rousseau, confiere la superioridad al contenido democrático e igualitario de las acciones del Estado (Flores y Mariña, 1999: 116-119). Sea como fuere, la reflexión sobre las funciones del Estado en la vida social tiene hoy, si cabe, más importancia que nunca precisamente por la expansión que ha alcanzado. Recuerda Emilio Albi (2000: 12-13) que, en momentos de clara recesión del Estado Providencia, en los países de la Unión Europea el gasto público medio supera el 47 por 100 del Producto Interior Bruto de todo lo que una nación produce anualmente; este dato por sí solo bastaría para que se prestara «una atención prioritaria al agente más importante de cualquier economía, que gestiona casi tantos recursos como el mercado». Lo mismo hay que decir del sector educativo. Desde que en 1770 la emperatriz María Teresa de Austria afirmara que en lo sucesivo la educación sería un asunto del Estado, y a pesar de las limitaciones que políticos y pedagogos le * Profesor del Departamento de Teoría e Historia de la Educación de la Universidad de Valencia. 05.pmd 118 08/03/2013, 9:39 05.pmd 119 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 119 señalaron en este terreno, el Estado se ha convertido en el mayor empresario en el sistema escolar si se compara la red pública con la privada, que en España alcanza una proporción del 70 y 30 por 100 respectivamente. La disolución del Estado en nuestros días cobra mayor predicamento gracias a las filosofías postmodernas, que, considerando al Estado-nación como un proyecto de la modernidad, ven en la globalización el culmen de aquella idea (Albrow, 1996: 7) como, por otra parte, parece haber puesto de manifiesto la caída del Muro de Berlín, un hecho que, para algunos, marcó el inicio de un nuevo orden mundial que suponía no sólo el derrumbe de sistema bipolar con el desmoronamiento del imperio soviético, sino también el cierre de la época del Estado-nación iniciada con la Revolución Francesa (Held, 1997: 107), a la vez que lo evidenciaba la mala salud de las economías planificadas y, por ende, del Estado regulador. Pero la importancia del tema que nos ocupa, no se agota en lo dicho; antes al contrario, viene incrementada por el deterioro del Estado que, según unos —entre los que figuran los teóricos del fin de la democracia—, incide en la crisis de esta forma de gobierno asociada al Estado moderno que, debilitado en su soberanía, como luego diremos, ya no puede actuar de aglutinante, lo que propiciaría la aparición de «un mundo «imperial»: de un pluriverso de comunidades tendencialmente centrífugas, mantenidas juntas por el gluten de la «tecnopolítica»» (Marramao, 1999: 108). Si, para unos, en el Estado se realiza la democracia (Held, 1997: 174), se define la gobernabilidad, el consenso y la legitimidad, cobran importancia los partidos políticos y se establece la relación primordial entre gobernados y gobernantes (Flores y Mariña, 1999: 151), ligando, en consecuencia, la crisis de la democracia y la del Estado, para otros, por el contrario, la vitalidad de la democracia está en relación inversa a la presencia del Estado en la vida social. Claro que en este último caso es necesario distinguir entre quienes exigen menos Estado para que el mercado y el individuo aislado tengan mayor protagonismo (neoliberales), y aquella parte de la izquierda que reclama políticas de emancipación que estarían siendo dificultadas por el «megaestado» o, concretando más, por el Estado del bienestar que, con su política asistencial y su paternalismo burocrático, crea «clientelas cautivas» restringiendo el protagonismo libre y democrático (Vallespín, 2000: 153). En este último argumento coinciden con los liberales cuando acosan al Estado providente tachándole de poner al ciudadano «en una situación de inmadurez e invalidez restándole dignidad» (Menem y Dromi, 1997: 78). En definitiva, la principal crítica de la izquierda apunta al escaso espacio que el Estado del bienestar deja a la libertad personal, a su carácter alienante y burocrático y al grado de dependencia que provoca, señalando, en suma, su carácter «esencialmente no democrático» (Giddens, 1999: 134). Quizás de ahí proceda la utopía que aboga por la desaparición del Estado al considerarlo como el último reducto autocrático de la política, el cual, como autocracia, prevalecería siempre sobre la democracia. Pero obsérvese la diferencia con el neoliberalismo: la presencia del Estado sería innecesaria si la política tuviera el máximo desarrollo democrático (Bilbeny: 1998). Por otra parte, la censura más significativa del neoliberalismo dimana de la polémica sobre la residencia de la soberanía, si en el Estado o en el individuo, reclamándola para éste el neoliberalismo con las implicaciones que ello JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 120 05.pmd conlleva: el orden espontáneo o la libertad y la defensa de los derechos individuales imprescriptibles, basamentos ambos que nos remiten al Estado mínimo que propugna el liberalismo —al que he caracterizado en otro lugar (Fernández Soria, 1999: 66-70)— que se define como protector de los derechos naturales del individuo y se basa «en la unanimidad de los individuos que respetan el derecho» así como «en el desarrollo espontáneo de las instituciones» (Lemieux, 2000: 129). Anotemos ya desde ahora que éste será uno de los fundamentos de la libertad de elección de centro escolar a la que nos referiremos más adelante. El acoso al Estado se produce también desde un socio fundamental del neoliberalismo, el capitalismo, lo que no deja de ser paradójico pues si históricamente su auge propició el surgimiento del Estado moderno, hoy, en una fase de mayor extensión, el capitalismo tiende a destruirlo en su particular pugna por minimizar las regulaciones públicas y por limitar la acción del Estado a los mínimos del liberalismo clásico. Este continuo hostigamiento tiene consecuencias perturbadoras para el Estado. La «sociedad financiera» —en expresión de Niklas Luhmann— con la internacionaliación de los mercados, está propiciando una crisis de identidad en el Estado que se ve obligado a replegarse en espacios subnacionales o regionales donde poder seguir actuando como agente político, activismo que parece no jugar en el mercado transnacional (Vallespín, 2000: 56-58); pero el Estado, quizás en su afán de supervivencia, se mueve también en otra dirección integrándose en unidades políticas transnacionales, a la vez que transfiere poder —sin abandonar el control— a nivel subnacional, lo que, en todo caso, no es sino una forma de reconocer su incapacidad por encima al no poder resolver problemas de amplio alcance, y por debajo al no ser capaz de solventar las necesidades individuales o grupales que sí resuelven mejor aquellas instancias políticas más próximas al ciudadano. Con este apunte estamos ya señalando algo que retomaremos más adelante: por un lado la vulnerabilidad de la integridad de los Estados nacionales y sus sistemas (el educativo entre ellos), y, por otro lado, la persistencia del Estado, aunque con otras formas, en el escenario de las decisiones políticas y económicas. La crisis de identidad del Estado conlleva secuelas sociales y provoca alternativas que luego referiré no sin antes señalar los términos de esa mutación identitaria. El primero de ellos, ya mencionado, guarda relación con el binomio «democracia y Estado-nación», una asociación que se presenta angustiosa si se analiza, como hace Fernando Vallespín (2000: 165), el contenido de la famosa definición de democracia que diera Lincoln en su discurso de Gettysburg: «Democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», alcanzando el proceso político tanto más éxito cuanto mayor sea la conexión entre cada uno de los elementos de la definición. Esto, como señala Vallespín, exige «un demos bien delimitado [gobierno del pueblo] capaz de instituir un orden institucional y de gobierno perfectamente representativo de los intereses de sus diferentes ciudadanos [por el pueblo, lo que habla de los mecanismos de participación mediante los cuales se producen los inputs], que encuentran también una adecuada y eficaz respuesta por parte de sus dirigentes» [para el pueblo, es decir, los resultados de las decisiones democráticas se refieren a los intereses del pueblo (output), beneficiario de las prestaciones políticas]. Y sabemos de la actual dificultad de identificar el demos que posibilita la democracia, un 120 08/03/2013, 9:39 05.pmd 121 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 121 demos que, tradicionalmente, estaba contenido en el Estado capaz de delimitar el territorio del demos y de fijar las condiciones del proceso democrático, capaz además de proporcionar la definición del grupo sobre el que revierten sus actuaciones (outputs) que emanan de los inputs; el Estado tradicionalmente proporcionaba el elemento identitario que perfilaba el interés común y gestaba el «sentido de pertenencia» necesario para la legitimidad política, pero ahora esa labor de integración se ve diluida por encima y por debajo del Estado que ha entregado capacidad de decisión y ha cedido parte de su soberanía. Por otra parte, junto a la proliferación y superposición de unidades de decisión política que merman el sentido y el contenido tradicional del Estado, encontramos notorias deficiencias en el sistema de mediación y de representación política que explican su progresiva tecnocratización así como las reservas manifestadas sobre la participación política transnacional, argumentando todo ello en favor de la relación de la crisis del Estado y de la democracia. Asociado a esta crisis se ha de anotar la exigencia del discurso neoliberal en el ámbito de la participación política prefiriéndola de baja intensidad y fundándola en el principio del consenso mínimo que implica la abstención, el conformismo y la pasividad necesarios para que el sistema pueda actuar. Por el contrario, los simpatizantes del Welfare State se resisten a abandonarlo a su suerte porque ven uno de sus fundamentos en el principio democrático de la participación política de la ciudadanía, que no acepta el statu quo y el «realismo» de los hechos, sugiriendo un proyecto de sociedad activo (Flores y Mariña, 1999: 125-126). Un segundo factor de cambio en la identidad del Estado viene dado por la incapacidad que parece mostrar el Estado-nación-soberano —que basa su existencia no en los sentimientos nacionalistas sino en la unificación del aparato administrativo dentro de fronteras territoriales perfectamente definidas (Giddens, 1987: 172)— para explicar y justificar toda la política; hay otros escenarios que le trascienden y que hacen que se vaya asentando un modelo político fundado en valores como la descentralización y la proximidad, la pluralidad y la cooperación, la tolerancia y la laicidad en materia de identidad nacional, valores que no son posibles en un modelo jacobino nacional-estatal, homogéneo, de identitarismo inmóvil y oferente de una única visión de la nación. El modelo de Estado soberano parece, pues, definitivamente agotado (Catalunya Segle XXI, 1999: 23). La crisis de gobernabilidad, muy aireada por el neoliberalismo —que, sin embargo, no tiene en cuenta, como recuerda Raúl Alfonsín (2000), que la ingobernabilidad también procede de «los intentos por mantener el control sobre pueblos y lugares que se encuentran marginados para participar en las decisiones que determinan sus vidas cotidianas»—, es otro elemento que desvanece la tradicional fisonomía del Estado. La inflación de demandas sociales (inputs) crea un exceso de expectativas que, alentadas sobre todo en los discursos electorales, no pueden ser atendidas, sobre todo en momentos de recesión económica, por un Estado muy sobrecargado en su labor asistencial. La ausencia o insuficiencia de las respuestas (outputs) remiten a la ineficiencia de la acción política y a la consiguiente crisis de legitimidad (pues una de sus funciones tradicionales es el bienestar) y de gobernabilidad (los outputs que emanan del Estado no guardan correspondencia con los inputs que proceden de la sociedad). JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 122 05.pmd Por otra parte, y estrechamente ligado con lo dicho hasta ahora, el Estado actual asiste a una progresiva pérdida de soberanía debido a los muchos factores que están redefiniendo la arquitectura del poder político asociado al Estado-nación, que están restringiendo la autonomía de los gobiernos, transformando los procesos de toma de decisiones políticas, cambiando las prácticas administrativas y el marco legal de los gobiernos y difuminando la responsabilidad de los Estados; todo esto permite sostener que «la operación de los Estados en un sistema internacional cada vez más complejo limita su autonomía (en ciertas esferas de forma radical) y menoscaba progresivamente su soberanía. Todas las concepciones que interpretan a la soberanía como una forma de poder público ilimitado e indivisible —materializado canónicamente en los Estados-nación individuales— resultan obsoletas» (Held, 1997: 168-169). El Estado actual se ve, sin duda, afectado por los dos grandes factores —globalización y localización— que mayor impacto potencial económico y político tendrán en el siglo XXI en opinión del Banco Mundial y que, en consecuencia, acaparan el protagonismo de su 22º Informe sobre el desarrollo mundial (1999-2000) (Banco Mundial, 2000). El Estado moderno, en efecto, se ve cada vez más atrapado en redes supranacionales por un lado, y, por otro, en los movimientos sociales que presionan también sobre el concepto tradicional del Estado: la unidad; y, forzado por ambos brazos de la tenaza, el Estado muestra serias dificultades para responder a la homogeneidad que trae consigo la globalización y a la creciente heterogeneidad social que emerge con fuerza en parte como rechazo a aquella misma uniformidad. Se están generando, en efecto, identidades nuevas y no sólo nacionalistas dentro de un mismo Estado —lo que evidencia el error de identificar Estado y nación— sino identidades colectivas como las culturales o de género. Surgen multitud de grupos diferenciados y de movimientos sociales (asociaciones, ONGs, etc.) que reivindican sus derechos, nuevos cauces de expresión y cotas de poder en la gestión de la política. Apurando la semejanza con las consecuencias de la Paz de Westfalia (1648) por la que el Estado había neutralizado a los causantes de las guerras civiles confesionales, Giacomo Marramao (1999:100103) afirma que en nuestro tiempo «vuelven a entrar en escena aquellas potestas indirectae, aquellas «potestades» socioinstitucionales autónomas, aquel multipolarismo conflictivo» que una «decisión soberana» había anulado, sólo que ahora los sujetos son otros y sus formas de manifestación no son teológicas; pero, en todo caso, estas potestades indirectas vendría a certificar la muerte del magnus homo, de la «megamáquina», de ese «gran organismo artificial» que el racionalismo moderno denominó Estado. Las consecuencias, como digo, son básicamente la fragmentación de la tradicional unidad del Estado y la emergencia de la sociedad civil con sus requerimientos de protagonismo social, algo que no sólo afecta a la soberanía del Estado sino también a la organización de la política, pues esa sociedad civil no le reconoce al Estado la representación de sus intereses. Por otra parte, no sólo se pone en tela de juicio la contraprestación que al Estado le era exigida por la teoría de Hobbes —es decir, su papel de garante de la paz social, la seguridad y la defensa— como lo evidencia, por ejemplo, su pérdida de soberanía, sino también que el Estado sea un eficaz mediador en la tarea de cohesionar a la sociedad. Esto es lo que percibe para los EE UU de Norteamérica James Davison Hunter (1999: 71) para quien una de las causas de la desconfianza 122 08/03/2013, 9:39 05.pmd 123 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 123 pública estriba en que el Estado ya no es ni quien sustenta el capital cultural ni el fusor donde se reconcilian los intereses individuales y el bien social general, teniendo que echar mano para justificar sus decisiones no de valores e ideales comunes, al parecer inexistentes, sino de normas procedimentales relativas a la legalidad y la constitucionalidad. Sin embargo en otros lugares, como Alemania Occidental y Japón, sucede el fenómeno contrario, son las macroinstituciones del gobierno y las organizaciones empresariales y sindicales las que han favorecido la pacificación y la cohesión social (Berger, 1999: 532, Kaufmann, 1999 y Sato, 1999). Con todo, se puede decir que el Estado está perdiendo terreno como institución de mediación capaz de generar orientaciones normativas comunes que vinculen a los individuos y que actúen a modo de cemento en la cohesión social sin dañar el pluralismo. El mayor riesgo es que el Estado deje de jugar ese papel fundamental para la cohesión social en una sociedad mundializada y al tiempo fraccionada y cada vez más plural en su composición social y mestiza en sus rasgos culturales; de ahí que sean muchos los que piensan que «seguramente deberá ser en el mantenimiento de esa función donde se haya de concentrar sus fuerzas en las próximas décadas, donde se juega su futuro» (Vallespín, 2000: 141). La crisis del Estado, pues, nos habla de un Estado que se des-nacionaliza (ya no es posible asociar nación y Estado), se des-territorializa (las fronteras actuales desbordan la tradicional territorialidad de los Estados) y se des-estataliza (en el sentido de que el Estado hoy ya no cumple sus funciones tradicionales). Esto no quiere decir, sin embargo, que haya que renunciar al Estado, sino que pone de manifiesto la necesidad de re-pensar y re-crear las funciones del Estado que ha devenido en demasiado pequeño para afrontar los grandes problemas de la globalidad y que resulta demasiado grande para atender las necesidades derivadas de lo local. Sin duda se aducen otras razones que abonan esta actitud antiestatista que, en opinión de Luís Ratinoff (1995:177) está propiciando un «terreno social y político fértil» previo a la instalación de la ideología anti-Estado y la consecuente desafección ciudadana de las instituciones que lo conforman, con un resultado previsible e indeseable, el «solipsismo político y social». En ellas podríamos señalar las muy conocidas, aunque no por ello menos sólidas, que hacen referencia a la ineficacia del Estado, a su elevado coste, a la rigidez de sus engranajes que obstaculizan el desarrollo de políticas ágiles en un mundo en constante transformación, a las situaciones de riesgo moral que provoca (hábitos sociales dependientes, fraude, cultura del subsidio...) o a las conductas inmorales y antisociales que alienta (conformismo, devaluación de la responsabilidad individual...). Las «políticas gubernamentales erróneas», asociadas a las mencionadas perversiones del sistema del Estado del bienestar, están para muchos en la base de las explicaciones de la «Gran Ruptura» de que habla Francis Fukuyama (2000: 101-105) (aumento del individualismo, pérdida de confianza social, inseguridad económica, retroceso de los valores compartidos, «miniaturización ciudadana», etc.). Pero, como digo, con ser importantes estos argumentos, hay otros, derivados de la misma crisis del Estado que venimos describiendo, que lo son tanto o más que los mencionados; me refiero a los «abandonos» en que ha incurrido el Estado, renuncias que empujan a los afectados por ellas a sumarse a esa corriente anti-estatalista de que hablaba Ratinoff. Los abandonos los JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 124 resumen Víctor Flores y Abelardo Mariña (1999: 156) en los siguientes: la «abdicación» del Estado en sus responsabilidades sociales que tradicionalmente explicaban la presencia de los poderes públicos; en segundo lugar la «abstención» del Estado en las tareas de regulación económica que deja al mercado toda la responsabilidad, ventajas y privilegios; y en tercer lugar el «olvido» de los valores públicos y la consiguiente preeminencia de los privados; la conclusión parece obvia: «la devaluación de la política y el encumbramiento de las acciones particulares como cimiento último de las sociedades». Si, como hemos visto, son muchos los argumentos que empujan al discurso neoliberal a plantear la reducción de las responsabilidades del Estado al tiempo que pide el freno en las exigencias de la ciudadanía a la que solicita mayor confianza en la capacidad autoorganizativa de la sociedad y menos en la estatal, tampoco escasean las razones que abogan por una presencia del Estado en la sociedad como cabe deducir de los abandonos apuntados y de la lectura que cabe hacer de ellos, o sea, que el Estado ha respondido a las críticas vertidas contra él tomando partido por el neoliberalismo, un giro que reclama una refundación del Estado, porque su defunción parecen no desearla ni los abanderados del neoliberalismo, como vemos en el Informe sobre el Desarrollo Mundial. 1997 del Banco Mundial dedicado al «Estado en un mundo en transformación». En él el Banco Mundial (1997: III y 1-3) estima que un Estado «mínimo» no sería de ninguna ayuda, mientras que un Estado eficaz, catalizador e impulsor del proceso, es necesario para alcanzar un desarrollo económico y social sostenible. Y es que, en efecto, la necesidad del Estado en cada tiempo se ha derivado del papel que estaba llamado a jugar en esa sociedad. Y la sociedad globalizada de hoy presenta perfiles y exigencias propias que claman por la presencia del Estado, como sostiene entre otros quien fuera presidente de Argentina, Raúl Alfonsín (2000), cuando dice que «el gran reto es aumentar la igualdad y, para ello, el Estado, que la globalización afirma haber derrocado, es vital», o el actual ministro de Comercio Internacional de Canadá, Pierre S. Pettigrew, al declarar que las empresas financieras y los propietarios del capital, que antes pedían la desaparición del Estado, ahora reclaman su presencia ante la constatación de que su retirada puede llevar al colapso a las economías como se ha demostrado en algunas crisis financieras. Parece imponerse un equilibrio —que la globalización amenaza— entre Estado y mercado, lo que no será posible sin redefinir el papel de las actuales instituciones sociales y políticas, sin «reinventar la política», como quiere Mr. Pettigrew. 2. REFORMAR EL ESTADO En efecto, el pensamiento político más extendido señala tanto la necesidad como la reforma del Estado. Aludiré, pues, aunque brevemente, a algunas de las razones que sustentan la primera para extenderme algo más en las características que se apuntan en la dirección transformadora del Estado. La permanencia del Estado en la sociedad de nuestro tiempo se justificaría por la exacerbación de algunas de las amenazas sociales que pondrían en serio peligro el logro de una sociedad mejor, tales como la polarización de la riqueza, la 05.pmd 124 08/03/2013, 9:39 05.pmd 125 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 125 creciente desigualdad, las notorias y visibles imperfecciones del mercado, la sociedad descohesionada, el surgimiento del individualismo y la insolidaridad, o también la presencia de lo que Susan Strange (1998: 6) llama «amenaza sin enemigos» como el desafío ecológico o los riesgos del derrumbe de los mercados financieros que podría propiciar el «atrincheramiento del Estado» —como también advirtiera el financiero Georges Soros temeroso de que el Estado volviera a caer en un exceso de proteccionismo y empeñara en ello medios de los que carece— y alentar algunas de sus peores consecuencias como el encono de los nacionalismos y la xenofobia. Aunque la autoorganización racional, la creación de normas generadas espontáneamente, de modo horizontal, está creciendo en nuestra sociedades erigiéndose —como señala Francis Fukuyama (2000: 242-248)— en una importante fuente de orden social, sin embargo tal autoorganización «sólo puede darse en ciertas condiciones y no constituye una fórmula que permita lograr siempre la coordinación en los grupos humanos» como sucede, por ejemplo, con lo que Garret Hardin denomina «tragedia de los comunes», es decir, con la explotación de los recursos comunes susceptibles de disfrute colectivo que requiere algún tipo de regulación coactiva; o sea, no siempre se puede alcanzar la autorregulación social, lo cual no quiere decir que ésta se deba desconsiderar sino más bien que el orden natural y espontáneo tiene limitaciones que ponen de manifiesto la necesidad de la autoridad legal racional conferida al Estado aunque en permanente interactuación con la autoorganización social. Y es que frente a quienes defienden la teoría del orden social espontáneo se alzan los que piensan que la sociedad no es una fuente de orden y de armonía espontáneos, que no carece en absoluto de intereses en permanente conflicto y de fuerzas cuya presencia en la pugna por la prevalencia del propio interés deja inevitablemente fuera de la sociedad a los individuos menos afortunados. La misma crítica vale para los defensores del buen funcionamiento de los mecanismos del mercado, cuyas imperfecciones han justificado y justifican aún hoy las intervenciones públicas. En estos casos el Estado debería proteger a los perjudicados por tales perversiones y a los «excluidos» en esta lucha de intereses y promover la inclusión, que A. Giddens (1999: 123) equipara a igualdad. Para el influyente sociólogo británico la inclusión —la igualdad— «se refiere en su sentido más amplio a la ciudadanía, a los derechos y deberes civiles y políticos que todos los miembros de una sociedad deberían tener, no sólo formalmente, sino como una realidad de sus vidas. También se refiere a las oportunidades y a la integración en el espacio público». Pero señala Giddens que la exclusión se manifiesta tanto en los que están abajo, «aislados de la corriente principal de oportunidades que una sociedad ofrece» (exclusión forzosa), como en los que están arriba («exclusión voluntaria») que eligen vivir separados del resto de la sociedad tanto en lo físico (viven en «comunidades fortificadas»), como en lo político, retirándose de las instituciones públicas y sistemas públicos de prestación social (sanidad, educación...). Es la «rebelión de las élites» que estudia Christopher Lasch (1996). Este doble mecanismo de exclusión, peligrosa para el desarrollo de la solidaridad y del espacio público, y porque con ella no hay organización posible, empuja a Giddens a abogar por el mantenimiento del Estado de bienestar, aunque reformado, pero mantenedor de los niveles de gasto público, interventor en la distribución de la riqueza común y fomentador de la JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 126 05.pmd igualdad y la justicia social —es una llamada al Estado a que procure la imprescindible eticidad comunitaria—, pues una sociedad desigual no sólo se priva de potenciales talentos sino que también puede amenazar la cohesión social, una función del Estado ésta que, como se ha apuntado más arriba, es la más amenazada en una sociedad mundial, plural a la vez que fraccionada, y especialmente falta de elementos unificadores y de integración. Este riesgo reclama una atención particular a dos vectores que inciden sobre la cohesión social: por un lado, buscar un nuevo papel al Estado-nación como fuerza estabilizadora, identitaria y creadora de pertenencia, aunque sin olvidar —para evitarlos— los potenciales efectos destructivos del nacionalismo, y, por otro lado, identificar —para combatirlo en tanto que obstáculo para la cohesión social e instrumento de una sociedad competitiva y depredadora— el individualismo que propicia el «hombre modular», en gráfica expresión de Z. Bauman, que va de «turista» o de «vagabundo» por la sociedad como dice Fernando Vallespín (2000: 75), adaptando sus piezas de manera temporal a las exigencias que otros seres o asociaciones le demandan en cada momento, que «no se interesa de forma definitiva, ni adquiere compromisos estables, no se incorpora a espacios y personas ni a políticas que exigen personas «totales»». El «hombre modular», egocéntrico y compartimentalizado, buscaría la solución a sus necesidades e intereses individuales, no en la provisión de un Estado protector, comunitario y solidario, sino en los servicios privados, con el riesgo subsiguiente para la cohesión social, el vínculo solidario y la responsabilidad de comunidad (Morin, 1997: 131). Naturalmente, la defensa del vínculo social no anula la existencia del interés individual, sino que aboga por el encuentro de ambos, un objetivo que deberá perseguir la reforma del Estado. Por otra parte, en un mundo global, donde confluyen los más diversos intereses y se dan cita grupos, comunidades e identidades plurales, donde los mercados alcanzan una expansión que la política no conoce, el Estado está llamado a cumplir funciones tan destacadas «que suponer que el Estado y el gobierno se han vuelto irrelevantes no tiene sentido» (Giddens, 1999: 62). Del papel del Estado en esta nueva sociedad quiero hablar a continuación. Se trata, efectivamente, de repensar, de re-crear las funciones del Estado, y de hacerlo no sólo en razón de las perversiones que ha generado su funcionamiento y que han contribuido en buena medida al acoso de que ha sido objeto en los términos sintetizados más arriba, sino también por la retórica que encierra el Estado «mínimo» auspiciado por el neoliberalismo, que se muestra «mínimo» en aquellas parcelas que favorecen la expansión del capital mientras que en otras, como la tocante al mantenimiento del orden interno necesario para sostener la disminución de derechos que conlleva la desregulación económica, resulta «uno de los Estados más dinámicos (y eventualmente represivos) de la historia contemporánea» (Flores Olea y Mariña Flores, 1999: 127). En definitiva, por sus disfunciones y excesos, por sus abdicaciones y potencial alineamiento junto al neoliberalismo, se hace perentoria la reforma el Estado, porque del Estado —y en esto la coincidencia es mayoritaria— ni se predica ni se desea su desaparición. El Estado-nación no es algo ficticio ni obsoleto; su poder e influencia, lejos de reducirse, se ha incrementado, sobre todo en los llamados Estados poderosos o 126 08/03/2013, 9:39 05.pmd 127 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 127 centrales (EE.UU o países de la OCDE). Cierto es, como se ha apuntado más atrás, que el Estado tradicional está conociendo importantes transformaciones que afectan a los conceptos de soberanía, territorialidad, control, identidad, etc., pero, ya sea integrándose en unidades políticas más amplias de corte transnacional o transfiriendo poder —no siempre capacidad de control— a nivel subnacional, el Estadonación no sólo no desaparece sino que su campo de acción de gobierno se expande siendo uno de los principales actores de la política nacional e internacional y la estructura política fundamental. Sostiene al respecto David Held (1997: 124 y 127) que la «persistente capacidad» del aparato estatal «para moldear la dirección de la política doméstica e internacional» es un argumento más para no dar por agotada la pervivencia del Estado-nación que todavía «sigue concentrando lealtad, como idea y como institución» y que sigue conservando en muchos casos —según el criterio de la Fundación Catalunya Segle XXI (1999: 27)— la suficiente capacidad de «movilización simbólica» y recursos —historia común, emblemas, tradiciones— «capaces de defender y despertar sentimientos de identificación colectiva», lo que explicaría la aspiración de algunas comunidades a conseguir su propio Estado nación. Prevé Giddens (1999: 45) que en el futuro probablemente cada vez más globalizado, el Estado-nación seguirá manteniendo un considerable poder económico y cultural tanto entre sus ciudadanos como en el exterior, claro que este poder sólo podrá ejercerlo en colaboración estrecha con los demás grupos y asociaciones políticas y sociales tanto intranacionales como internacionales. Es la idea de «colaboración» la que le lleva a emplear un concepto más pertinente para definir la acción del Estado que ya no es «el» gobierno sino algo de mayor alcance explicativo que denomina «gobernancia» o «gobernación» —«governance»—, un concepto éste que traduce mejor las facultades administrativas y reguladoras que caracterizarían la reforma del Estado. O, si se quiere, y para resumir, la reforma del Estado apunta hacia el ejercicio de una función básica: la intermediación. Conviene que desarrollemos esta idea que será nuclear para entender mejor las nuevas funciones del Estado en la educación que veremos en el apartado siguiente. Sintetizando mucho podemos afirmar que la forma de hacer política ha cambiado y con ella el papel del Estado como se puede extrapolar de las siguientes consideraciones. Estamos, como decía más arriba, ante un nuevo modelo político asentado en la descentralización, la pluralidad, la «laicidad nacional», que reclaman nuevos modos de gobierno; nos hallamos ante la aparición de organismos supranacionales que suponen una nueva fundación del Estado; nos encontramos ante la emergencia de un nuevo concepto de ciudadanía estrechamente ligado al tema del Estado, la ciudadanía «societaria» en expresión de Pierpaolo Donati (1999: 31 y 48-49), de la ciudadanía postmoderna ya no ligada al Estado-nación —ciudadanía moderna— sino a pertenencias que pueden ser más amplias —desde lo local a lo supranacional— pero que hacen referencia a identidades que no se adscriben al ius sanguinis tradicional sino a «subjetividades sociales políticamente relevantes para la consecución de bienes y metas colectivas comunes». Y si de la ciudadanía se dice que trasciende el ámbito del Estado-nación, de la nacionalidad se predica su carácter cosmopolita con el fin tanto de contrarrestar los efectos potencialmente divisivos del nacionalismo —«la identidad nacional sólo puede ser una influencia benigna JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 128 05.pmd si es tolerante con la ambivalencia o con la afiliación múltiple» (Giddens, 1999: 154)— como de promover la inclusión social, la igualdad y el fomento de los sistemas transnacionales de gobierno, instancias éstas desde las cuales los gobiernos pueden reafirmar su liderazgo y eficacia frente a los mercados (Giddens, 1999: 85-94). Transnacional por arriba quiere también Giddens (2000: 93) que sea la democracia ya que es una manera de contrarrestar el poder de los magnates financieros que sin ser elegidos ejercen, no obstante, un enorme poder que no puede ser neutralizado sólo desde la política nacional. El sistema de la Unión Europea le parece válido como modelo siempre que corrija los déficits democráticos que padece. Pero la democracia no sólo concita el adjetivo transnacional sino también el de «sectorial» «funcional» o «temática». El deterioro del sistema tradicional de mediación política ha propiciado el surgimiento de organizaciones afectadas por determinados temas políticos cuya evolución siguen y en los que toman parte bajo la rúbrica de asociaciones u organizaciones no gubernamentales. La participación política que tiene lugar es «temática», es decir, se refiere a las intervenciones de grupos de ciudadanos que participan directamente en función de problemas específicos y a menudo con instrumentos «no-convencionales»; estos «públicos temáticos» participan activa aunque intermitentemente escogiendo de manera selectiva los ámbitos políticos que les interesan, les afectan directamente y en los que están más informados. Esta forma de participación está movida por intereses y preocupaciones singulares y no empujada por el interés general o el bien común evidenciando con ello una cierta apatía por la política institucional y representantiva y la falta de la práctica de la virtud cívica (Catalunya Segle XXI, 1999: 48-49). En esta cuestión tercia Francis Fukuyama (2000: 120-123) cuando dice que el asociacionismo y la participación temática son la manifestación de la «miniaturización de la comunidad» y de la «miniaturización moral»; es decir, la proliferación de los grupos defensivos de radio pequeño aglutinados en función de intereses compartidos en un tema concreto y no por una amplia gama y coalición de intereses (como sería el caso de los partidos políticos), expresan una pérdida generalizada de la confianza social y un relativismo moral, cuestionando la autoridad de la comunidad que se basa en valores compartidos que generan una comunidad fuerte y generalizan la confianza social. Pero ahora no nos interesa tanto recalcar los defectos de estos tipos de democracia y de participación cuanto señalar que no han de ser menospreciados pues señalan una tendencia que reclama ser compatible con la democracia fuerte y la participación intensiva y que abunda en el cambio del papel del Estado insistiendo en su papel de intermediario entre los intereses individuales y la protección del interés general (Vallespín, 2000: 176). La democracia puede revestir también el modelo del «asociacionismo» voluntario situado fuera y a veces en contra del Estado que puede tanto cohesionar como erosionar la sociedad (Then, 1999: 19 y Berger, 1999: 530 y 550). No debemos olvidar tampoco que la sociedad está mostrando una gran capacidad de autoorganización —«sub-política» en expresión de Ulrich Beck (1997: 57-59)— hasta el extremo de que muchas cosas funcionan incluso a pesar del Estado por lo que se vuelve inservible el clásico concepto de Estado autoritario tanto en la toma de decisiones como en la acción. 128 08/03/2013, 9:39 Contrariamente a lo que había sido la pauta de la modernidad, en el mundo futuro probablemente habrá menos administración, pero más política, una política que ya no se construye a partir de su referencia ineludible con el «Estado», sino que deberá arraigarse también en importantes sectores de la sociedad civil, aunque al final dicha distinción será casi imperceptible; habrá de renunciar a su patológico impulso por el control y recuperar de un modo más explícito su nunca superada dimensión de contingencia. Esto significa (…) que habremos de dotar de una mayor importancia al liderazgo y a la capacidad de juicio de la ciudadanía (Vallespín, 2000: 158). Que el Estado adquiera nuevas funciones, como la representación de intereses diversos, la negociación ofreciendo incluso un foro donde se puedan conciliar las diferentes posturas, la cooperación con los distintos agentes y organizaciones sociales y con el mercado, no equivale, como dice Vallespín, a crisis de gobernabilidad o a debilidad de la política, sino que evidencia la transformación 05.pmd 129 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 129 Con estas observaciones queremos mostrar cómo las circunstancias que rodean la acción política del Estado son otras, que son numerosas las potestades indirectas y los grupos diferenciales surgidos, que la sociedad civil adquiere protagonismo en la vida social y, en fin, que la política tiene otros actores además del Estado que obligan a éste a adquirir un nuevo perfil, el del Estado intermediario entre los distintos intereses, el del Estado como espacio intermedio capaz de aglutinar las fuerzas disgregadoras que por abajo —localismos exacerbados— y por arriba —globalismo insolidario— amenazan la cohesión social, el del Estado definidor de problemas y facilitador de recursos y facilidades para que otros los resuelvan, lo que exige en opinión de Osborne y Gaebler (1997: 55-59) «una acción catalizadora en toda la comunidad»; en esto consiste la idea del «Estado timonel», lanzada por estos dos asesores norteamericanos, que lleva el timón de la nave, que conduce y toma decisiones políticas pero que no rema, es decir que no produce ni presta servicios directamente sino que asegura que éstos se presten; es el perfil de un «estado negociador», que dispone los escenarios y las conversaciones y dirige el espectáculo (Beck, 1997: 57-59), que gestiona y encauza el conflicto produciendo así no un ámbito de gobierno que, como aclara Vallespín (2000: 131-132), siempre presupone en quien gobierna —el Estado— la residencia de la jerarquía, de la norma y de la capacidad coactiva para hacerla cumplir, sino un ámbito en el que tiene lugar «la «gobernación» con el gobierno o el Estado, pero no por la acción directa del mismo». El Estado reformado conduce, pero no produce, negocia pero no gestiona de manera directa, empuja al acuerdo pero no coacciona, moviliza y no sólo regula a los ciudadanos, y todo ello para lograr el máximo bien común posible. Lo cual nada dice en contra de las competencias del Estado en materia de prestación (como servidor público pero que no monopoliza la provisión de servicios públicos), de regulación (estableciendo los principios y las reglas de la competencia social y el desarrollo individual) y de sanción (penalizando el exceso en los límites impuestos) (Menem y Dromi, 1997:132-134). No se cuestiona en general la necesidad de un Estado tutor del interés público y provisor de bienes públicos, redistribuidor de recursos y facilitador de las condiciones precisas para que la ciudadanía se implique en la satisfacción del interés común. Que no otra cosa es la política: JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 130 05.pmd del «paradigma de la acción de gobierno» que pasa por la «desjerarquización», por la cooperación social vista la capacidad de la sociedad reflexiva para autoorganizarse, por la mediación, por la dinamización de la sociedad civil... Estas funciones no las puede ejercer ni el mercado ni la sociedad civil. La cuestión, entonces, no reside como recuerda Giddens (1999: 88) ni en reducir ni en expandir el Estado, ni en que haya más o menos gobierno, ni en el estatismo ni en el desmantelamiento del Estado, sino en que éste se ajuste a las nuevas exigencias, en que su autoridad sea «positivamente renovada» y en que el Estado sea capaz de ser un referente para la sociedad, pues lo que cuenta no es el tamaño del Estado sino la influencia que sea capaz de ejercer en aquella. La Tercera Vía auspiciada por Tony Blair y su mentor Anthony Giddens, se identifica con este perfil del Estado. Blair (1998: 65-67) entiende que una política progresista exige un Estado que actúe como «fuerza habilitadora» que proteja a las colectividades y al voluntariado e incentive su desarrollo; no se trata a su entender de conseguir un Estado-empresario ni tampoco un Estado-absorbente, sino dinamizador, facilitador e incentivador de servicios públicos, que facilite el desarrollo de la economía para que el mercado sirva los intereses públicos, que no imponga sino que colabore con una sociedad capaz de asumir derechos y deberes y de practicar el valor de la responsabilidad, un Estado que interactúe estrechamente con la ciudadanía basándose en la colaboración y la descentralización, profundizando en la democracia y consultando frecuentemente a la ciudadanía. El Estado reformado no renuncia a sus responsabilidades básicas, pero es flexible a la hora de llevarlas a cabo en colaboración con otros sectores; es un Estado promotor de la participación social pero interventor a la hora de proteger a los débiles y de procurar que todos obtengan beneficio del progreso económico (pp. 80 y 95); es un Estado que pone en acción y gestiona eficazmente la «política del riesgo» (Giddens, 1999: 78) entendiendo por tal no sólo la protección y prevención del peligro sino también las oportunidades a él asociadas y la energía que mueve a las sociedades; es un Estado social inversor que, actuando en combinación con otros agentes, incluido el mundo financiero, ha de mantener los niveles de gasto público si quiere procurar la inclusión e igualdad que se señalaba más arriba, e invertir en capital social (valores morales y normas sociales compartidos que permiten la convivencia) y en capital humano entendido no sólo como un concepto económico sino también psíquico que atañe al estar-bien («bienestar positivo»): «El principio guía es la inversión en capital humano allí donde sea posible, más que la provisión directa de sustento económico» (Giddens, 1999: 139). Naturalmente, no todos estarán de acuerdo con este tipo de Estado, de ahí que su papel distribuidor choque con las distintas concepciones de la justicia distributiva sobre la que, como se sabe, hay posiciones opuestas como lo ilustran por un lado Nozick, partidario de un Estado mínimo que no tendría legitimidad para redistribuir la riqueza que haya sido adquirida justamente y, por otro lado, Rawls para quien sólo es admisible la desigualdad si mejora la posición de los peor situados socialmente uniendo así liberalismo y solidaridad; claro que esta falta de consenso social implica para Emilio Albi (2000: 22-29) el ejercicio de una autoridad legítima (el Estado) que adopte decisiones aunque, como es obvio, sujeta al control social. 130 08/03/2013, 9:39 05.pmd 131 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 131 Ciertamente hay quienes, partidarios del Estado mínimo y de la soberanía del individuo frente a la soberanía del Estado, le fijan limitaciones en la producción de bienes públicos. Tal es el caso, entre otros, de Pierre Lemieux (2000: 136-140), quien considera que hay soluciones privadas a la producción de bienes públicos, incluida la caridad, sin intervención alguna del Estado. La «empresarialidad» —mecanismo contractual de privatización de los bienes públicos— procurará que las demandas de los consumidores —las deseadas e incluso las que ignoran— queden satisfechas; y, si a pesar de todo, quedaran bienes públicos deseados pero ignorados por el mercado y por la cooperación libre, el Estado sólo intervendría si ese bien no puede ser financiado o producido de forma privada, si no se desea lo suficiente como para concitar la unanimidad para el citado asesor económico canadiense (tal sería el caso de los bienes públicos definidos vagamente como la cultura) y si ese bien es compatible con los derechos individuales que son anteriores a todo contrato, como los tradicionales derechos liberales del hombre de los que forma parte el derecho individual de la libertad que implica la soberanía del consumidor cuyo radio de acción se extiende, claro es, a la libertad de elegir educación y centro educativo. Este modelo de Estado mínimo parece estar haciendo fortuna si se considera la buena aceptación que tiene el nada novedoso principio de subsidiariedad o de proximidad que inspira, como se sabe, la política de las instituciones comunitarias europeas, y que se define por entregar mayor capacidad de gobierno al nivel más próximo al ciudadano. Esto implica por un lado la devolución del protagonismo a la sociedad capaz de autoorganizarse en la procura de sus propios intereses, pero, por otro lado, y hablando de bienes públicos que no afecten a los fines excluyentes del Estado como la defensa exterior, significa que su producción dependerá del escalón de gobierno más próximo al consumidor (gobierno regional o local) y que éste podrá elegir entre los provisores de un mismo servicio público. La subsidiariedad como principio válido en la prestación de un servicio público suele ser aceptada por los partidarios del neoliberalismo, aunque hay quien piensa que «ha edificado el mayor Estado de la historia del mundo libre, el Welfare State europeo», dado que este principio antes que frenar el expansionismo del Estado puede contribuir a animarlo ante el campo ilimitado de intervención que tienen ante sí las autoridades «con la excusa de complementar al sector privado o llenar aparentes vacíos que éste no puede cubrir» (Rodríguez Braun, 2000: 130). Claro que este principio es mejor admitido si va acompañado de otro que lo complementa: el principio de solidaridad que «exige la intervención compartida de actores de distinta naturaleza y distinto alcance» en aquellas decisiones que desbordan ámbitos localizados y que pueden afectar al ser humano, a la humanidad toda (Catalunya Segle XXI, 1999: 29). Pero tanto la subsidiariedad como la solidaridad exigen la presencia del poder público en la sociedad autorregulada; para Pierpaolo Donati (1999: 283 y 94-96) el problema entonces «debe ser planteado como exigencia de una adecuada relacionalidad entre «sistema político administrativo» y «sociedad autoorganizada», que sea capaz de perseguir objetivos de ciudadanía real mediante una configuración relacional del Estado social», un Estado conformado como ordenador general o «guía relacional» en una sociedad autorregulada «a partir de procedimientos vinculantes para todos». En esta compleja tesitura se sitúan las relaciones del Estado con la educación. JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 132 3. EL ESTADO Y LA EDUCACIÓN 05.pmd En efecto; si el intento neoliberal de someter la educación a la lógica del mercado tiene enemigos, el intervencionismo del Estado también los tiene, y si la tendencia autoritaria del Estado es severamente criticada no lo es menos la que propende a una sociedad civil mercantilizada. El acuerdo al que me adscribiré revestirá términos similares a los recién descritos que se proponen para la reforma del Estado; para llegar a él quizás convenga, primero, señalar con brevedad los argumentos que niegan el papel del Estado en educación, para referir a continuación algunas propuestas neoliberales, pasos ambos estrechamente relacionados. Ha sido usual explicar la intervención del Estado en la educación en función de las llamadas «externalidades» educativas, es decir, por los efectos que la educación tiene, intencionadamente o no, sobre el conjunto de la sociedad; así, la formación de las personas beneficiaría a la sociedad, estimándose que de ello se derivarían ventajas económicas, menos delincuencia o mayor cohesión social. Tales «externalidades» son negadas, entre otros, por Edwin G. West para quien ni hay relación clara entre educación y criminalidad como se creía antes —incluso duda que la educación estatal no sea un factor que predisponga a ella—, ni la educación política puede aducirse como argumento para la acción educativa del Estado por dos razones fundamentales: porque hoy son muchos los cauces para recibir esa educación siendo siempre mejor para la misma la diversidad de fuentes que el sistema de escuelas estatales como fuente única; pero además, la comunicación de valores comunes por parte del sistema estatal sólo podría ser aceptable para quien tuviera una concepción orgánica del Estado según la cual los individuos serían parte integral de ese ente superior; no la aceptarían, por el contrario, aquellos que consideran al individuo como la «realidad filosófica primaria» y como «la unidad estructural básica», siendo el Estado una mera suma de estas individualidades. Según este criterio, una democracia no puede defender la irradiación de valores comunes que no sean «aceptados por cada miembro o minoría de la sociedad»; si la educación no puede reflejar los deseos de la población entera, la difusión de valores debe ser una cuestión a decidir por cada miembro de la sociedad. Tampoco acepta la igualdad de oportunidades como razón que justifique la intervención del Estado en educación, no sólo por su mal «disimulado deseo de uniformidad absoluta», ni por dar por bueno que la igualdad sea un valor categórico que deba primar, por ejemplo, sobre la libertad, sino también porque el sistema estatal puede ser «la más importante fuente de desigualdad» dado que en opinión de West es innegable la existencia de privilegios en el sector público que pueden crear nuevas desigualdades, como el que haya escuelas estatales privilegiadas en razón de su ubicación geográfica (West, 1994: 59-77 y 92-107). A la vista de estas consideraciones no sorprende que para este profesor canadiense sea una falacia argumentar a favor de la intervención del Estado en la educación, debiendo éste, antes al contrario, limitarse a prestar ayuda financiera selectiva mediante bonos limitados a los más necesitados, a garantizar que a ningún niño se le prive «de un mínimo «razonable de educación»» en caso de dejación paterna y a proteger los derechos de las familias, las iglesias, asociaciones, etc., en este ámbito; 132 08/03/2013, 9:39 05.pmd 133 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 133 en conclusión, la presencia del Estado sería negativa, urgiendo la privatización de la educación y la devolución del protagonismo a los individuos y a las familias; no sorprende, pues, que West (p. 17) reivindique «una vuelta al sistema de precios en el mercado educativo, esto es, la abolición de la educación «gratuita»», que, dicho sea de paso, para muchos no es tal, ya que procede de los impuestos de todos, una idea a la que se suman destacados defensores del liberalismo como Rodríguez Braun (2000: 91) para quien la gratuidad de la educación no es una misión de justicia como se evidencia en los estudios universitarios cuya casi-gratuidad es injusta, pues las rentas más bajas subvencionan a los alumnos de las clases media y alta que podrían costearse su enseñanza; además, su escaso coste anima el consumo por encima de la demanda social obligando a perfilar una Universidad más docente que investigadora «algo que necesariamente conspira contra la excelencia universitaria». Por otra parte, la educación gratuita —añaden sus detractores— impediría la competencia al no permitir a los padres —puesto que no pagan la educación de sus hijos como harían en una escuela privada— retirarlos de una escuela pública, eliminando así la palanca que supone la presión que crean con su decisión de sacar a su hijo de la escuela para trasladarlos a otra de mayor calidad (West, 1994: 11-12). En términos parecidos y con fines similares se expresan otras opiniones polarizadas en torno al neoliberalismo cuando lanzan severas críticas al sistema público de educación y abogan por la desregulación educativa. Una buena y contundente síntesis de la doctrina educativa neoliberal y del papel que en función de ella ha de tener el Estado en la educación, la proporciona Paolo Gentili (1998: 106114) en cuya opinión para el neoliberalismo la crisis educativa es de eficiencia, de eficacia y de productividad —no hay correspondencia entre el gasto invertido y la mejora de la población en los niveles educativos—, lo que «expresa la incapacidad estructural del Estado para administrar las políticas sociales» a la vez que manifiesta «la crisis del centralismo y la burocratización propias de todo Estado interventor»; los males de la escuela procederían de haberla concebido como un ámbito político, público y estatal y no como un mercado escolar, privado y competitivo; la solución, pues, estribaría en racionalizar el sistema, lo que sólo puede hacer el mercado: «se trata, en definitiva, de transferir la educación de la esfera de la política a la esfera del mercado, negando su condición (real o hipotética) de derecho social y transformándola en una posibilidad de consumo individual, variable según el mérito y la capacidad de los consumidores»; la derivación que establece Paolo Gentili tiende a señalar las consecuencias del enfoque neoliberal hallando que si la educación se regula por el mercado, «no estaría ya protegida por los derechos sociales sino por los que rigen el uso y la disposición de la propiedad privada» siendo la educación un producto susceptible de compra y el ciudadano un consumidor-popietario del mismo. Los responsables de la crisis educativa no serían otros que el Estado interventor, los sindicatos que exigen más y constante intervención del Estado, y la misma sociedad que se habría acostumbrado a esperar del Estado el remedio a sus problemas, cuando las soluciones y la calidad de la escuela dependen más del esfuerzo individual que del Estado. El procedimiento, en fin, para salir de la crisis educativa, no sería otro que someter la educación a la competencia que dicte el mercado educativo —lo que conlleva la descentralización de funciones y responsabilidades— y buscar JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 134 05.pmd el asesoramiento en los auténticos expertos, que no pueden ser otros que los que tienen éxito, es decir, los hombres de negocios. En definitiva, según el nuevo liberalismo «no hay argumentos solventes para justificar el papel actual del Estado en el ámbito de la educación, que estriba en protagonizar directa y masivamente toda la enseñanza, hasta la universitaria, y por medio de cuerpos de funcionarios públicos» (Rodríguez Braun, 2000: 90-91). Es sobradamente conocido, y por ello no me extenderé en estas cuestiones, que en educación el neoliberalismo traduce su ideología en la libre elección de centro escolar y en la descentralización y autonomía de las escuelas. Los fundamentos de la libre elección que argumenta el neoliberalismo ya los conocemos por lo dicho en páginas atrás; se basan en el individualismo y en los derechos individuales naturales anteriores y superiores al Estado; ocioso es decir que la libertad individual es uno de esos derechos, de la que nace y en la cual se sustenta la participación como valor privado en la que el Estado nada tiene que decir y, consiguientemente, la libertad de elegir centro escolar: «La participación eficaz —dice Pierre Lemieux— es la libertad individual de construir la propia vida, de abandonar o no, o de cambiar de proveedor, lo cual es mucho más eficaz que depositar una papeleta en una urna, o sea, y como suele decirse, «votar con los pies»». El derecho individual de la libertad «implica la soberanía del consumidor y su ejercicio mediante contrato. La moralidad del contrato proviene del derecho del individuo a hacer sus propias elecciones para la búsqueda de sus objetivos» (Lemieux, 2000: 75 y 93). Y ya sabemos lo que esto significa a la hora de procurarse educación, un bien que el individuo obtiene contractualmente como consumidor con sus derechos inherentes como rescindir el contrato y cambiar de proveedor, es decir, de centro educativo. Prestación de servicios, libertad de elección, competencia y eficacia caminan ya juntas para el neoliberalismo. Naturalmente, —nos dicen— la educación, como servicio público, si quiere ser eficaz ha de someterse a la libre elección de los usuarios, como parece haberse demostrado en muchos casos. La autonomía escolar que faculta a profesores a dirigir su escuela, la descentralización del poder otorgándoselo mayor a los padres que sienten nacer así un sentimiento de propiedad respecto a su escuela, son también factores de éxito educativo (Chubb y Moe, 1990) que, sin embargo, no logran ocultar la utilización que se hace del «parents power» por sectores ávidos del control de la enseñanza (Fernández Soria, 1996: 293-302). Pero, sea como fuere, lo cierto es que se extiende el sistema de financiación estratégica basada en el rendimiento siendo bonificadas aquellas escuelas y maestros que más alumnos atraigan. Estas y otras razones sirven de argumento a quienes desean la reducción de la presencia del Estado en la educación, cosa que parece se está consiguiendo. Sin embargo, y aunque ciertamente hay quien opina que los Gobiernos están aceptando en pro de una mayor eficacia la lógica de la descentralización educativa, la autonomía y la devolución del poder a la comunidad, no está claro que en nuestro tiempo el Estado haya disminuido su poder en materia educativa, lo que hace que se hable de la retórica de la pérdida de poder del Estado en educación y de que los Gobiernos hayan tomado partido a favor del neoliberalismo. Veamos los términos de esta retórica que se compadece mal con un Estado que, como decíamos más arriba, es el más importante empresario por el volumen de 134 08/03/2013, 9:39 05.pmd 135 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 135 la oferta pública educativa, y que actúa a modo de «rector del sistema escolar» (Pedró y Puig, 1998: 101) conservando funciones tan importantes como la definición de los fines de la educación, los objetivos de los distintos niveles educativos, la administración y el gobierno del sistema, el establecimiento del curriculum, la evaluación, la formación inicial de profesores, etc., etc. Estos y otros aspectos hablan de un Estado interventor que, si bien en determinados asuntos es minimalista «en otros, es más poderoso e, incluso, autoritario», como sostienen Whitty, Power y Halpin (1999: 67, 36-37 y 48) en un estudio sobre cinco países (Inglaterra y Gales, Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda y Suecia), donde hallan que el Estado no ha perdido poder de regulación en el sistema educativo corroborándolo datos como los siguientes: las exigencias y enfoques que mantiene el Estado en la formación de profesores y en la habilitación de los directores; la imposición del currículum nacional, «el principal vehículo para la reafirmación del control estatal»; la evaluación e información y la creación de instituciones y mecanismos centrales a este fin; la inspección que proporciona al gobierno central una considerable vigilancia, influencia y grado de control sobre escuelas y profesores. En estos cinco países, los autores del trabajo aseguran que «se han implementado diversas políticas sectoriales orientadas a reestructurar la educación pública», visibles en la delegación del control de la gestión y financiero a municipios, distritos, regiones o escuelas, en el fomento de los derechos de los padres a elegir centro, en el establecimiento de nuevos modos de financiación (en los que «el dinero sigue a los alumnos»), en la introducción del concepto de «diversidad de provisión» en el sector público o privado...; pero, «no obstante, es evidente que estas reformas liberalizadoras se están implementando junto con otras que consolidan el poder de los gobiernos centrales en el nivel nacional o en el de los Estados. En concreto, cada vez es más corriente que las administraciones centrales definan los objetivos relativos a lo que deben enseñar las escuelas y a la forma de evaluar su actuación». Guy Neave (1988: 56) ya advirtió al escribir del «Estado evaluador» que la tendencia no era hacia la «fuga» del Estado sino hacia una retirada estratégica de éste que abandonaba la «oscura llanura de los detalles abrumadores» para dirigirse a las limpias y elevadas alturas de los «perfiles» estratégicos. En realidad se trata de una forma de control «sin manos» y sin responsabilidad si las cosas no van bien, en la que es el Estado el que regula, interviene y controla desde el rendimiento de los profesores hasta lo que se aprende. Nada indica, pues, que se esté debilitando el poder del Estado. Algunos de estos síntomas los interpreta Félix Angulo (1998: 25 y 30-31) como la expresión del reemplazamiento del «ciclo cuantitativo» o «el ciclo de la educación para la ciudadanía» propio del Estado del bienestar —cuya provisión universal de bienes públicos supuso la «consolidación cuantitativa de los sistemas de educación de masas»— por el «ciclo cualitativo» —«que organiza los discursos desde el poder alrededor de la idea de «calidad de los sistemas educativos»»— propio del neoliberalismo; entre tales parámetros de calidad destacan la extensión del ideal del cliente, la centralización del control y de la cultura y la desregulación escolar que suponen una concepción empresarial de la educación como servicio público que, ante la imposibilidad de privatizarlo directamente lo hacen de manera indirecta no JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 136 05.pmd afectando a la titularidad del servicio sino a su funcionamiento; es decir, el Estado sigue fijando los objetivos a lograr y los mecanismos de control/responsabilidad para conseguir tales objetivos; a partir de aquí ya puede tener lugar la des-regulación del sistema escolar, es decir, la desimplicación del Estado. Desregulación que se presenta como respuesta al supuesto fracaso de las políticas modernizadoras del Estado y al ahogo en que parecía tener al individuo. Pero las consecuencias de la desregulación no están resultando positivas, lo que hace que algunas miradas se dirijan de nuevo hacia el Estado y a las antiguas formas de administración educativa, algo que para Whitty, Power y Halpin (1999: 167-168) ni es deseable ni es ya factible de acuerdo con las críticas marxistas y neoliberales que no ven al Estado como árbitro ecuánime entre intereses enfrentados ni como «benigno distribuidor de recursos». Por otra parte, incluso, y como he descrito antes, los tiempos que corren no hacen viable esa vuelta. Esto, no obstante, no excluye que para muchos sea necesario un sistema educativo público. En efecto; la presencia de un sistema estatal o público de educación tiene también defensores, algunos de cuyos argumentos conviene también mencionar aquí, lo que haremos partiendo de una negación que hace el neoliberalismo. Para éste—como ya se ha señalado más arriba— y en contra de la opinión de otros, no sería una prueba válida para justificar la presencia del Estado en la educación el hecho de que el sistema escolar se legitime históricamente, entre otras razones, por ser «un sistema experto de gobernación cívica», de formación social de poblaciones enteras, de pacificación social, que atiende a la supervivencia y prosperidad del propio Estado. El sistema escolar estatal es un instrumento de gobierno y como una tecnología de gobierno que «es irreductible al Estado (como el principio de soberanía)» (Hunter, 1998: 22, 61-67 y 206). Pues bien, si hemos dicho antes que la soberanía integra hoy otros significados, habremos de sostener algo similar respecto al sistema estatal de educación, lo cual no quiere decir que se haya de rechazar el sistema público, del mismo modo que la redefinición de la soberanía no significa que ésta deje de estar en el Estado, sino que se comparte con otras instancias políticas. Por otra parte, gobernar —escribía Fernando Savater con motivo de la polémica suscitada por el Informe que sobre la enseñanza de la Historia hizo público en junio de 2000 la Academia del mismo nombre— es también cuidar que la educación del Estado no se fragmente, estribando la cuestión para el citado filósofo en educar a los ciudadanos «no para que sientan la obligación de dejar de serlo sino para que sigan siéndolo en armonía». Esto, a mi entender, apunta a una función esencial del Estado, si se admite que el buen gobierno tiende a procurar el bienestar social, que es procurar por la estabilidad de la sociedad, lo que hace de la educación un instrumento de cohesión comunitaria que irradia valores y virtudes sociales compartidos (capital social), y concibe el hecho de educar como una tarea societaria de la que, obviamente, ningún sector social está excluido siempre que se sujete a las prescripciones de los poderes públicos en este sentido. Esto mismo hace necesaria tanto la presencia de una educación pública de calidad cuanto la colaboración de una sociedad educadora en el logro de este capital social que no sólo tiene una valía ética sino también «un valor monetario tangible», 136 08/03/2013, 9:39 05.pmd 137 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 137 como dice Fukuyama (2000: 29) pues «cuando los miembros del grupo tienen el convencimiento de que los demás se van a comportar con formalidad y honestidad [valores entre otros que conforman el «capital social»] nace la confianza entre ellos, la confianza es como un lubricante que hace que cualquier grupo u organización funcione con mayor eficiencia». Rechazando por inaceptables algunas de las opiniones de Fukuyama —quien entre otras cosas dice que en algunos casos el sistema de enseñanza pública ha reducido las reservas de capital social al favorecer innovaciones como el bilingüismo y el multiculturalismo» que a su entender «levantan barreras culturales innecesarias entre los grupos» (p. 323)— no sería improcedente interrogar a los sistemas públicos de enseñanza sobre la atención que prestan al logro del capital social, una función que creo le toca de lleno y que justifica en buena medida la existencia del sistema público de educación. Quizá sea oportuno en este momento señalar que la crisis del Estado promovida desde el neoliberalismo es la crisis de lo público o, lo que es igual, la crisis del Estado y su articulación con la sociedad civil (incluso para algunos es éste el fin último perseguido), y que la educación está en medio de esa crisis porque —dice Carlos A. Cullen (1997, 161-167)— es uno de los medios fundamentales en los que se produce aquella articulación además de ser un factor que mide la calidad de lo público. Pero, como he dicho antes, la apuesta por una escuela pública no implica la vuelta a las tradicionales funciones educativas del Estado. En el terreno educativo se está produciendo más bien una corriente de opinión que aboga por la presencia de un Estado reformado con participación de la sociedad educadora y que apuesta por la cooperación social habida cuenta, por un lado, de la capacidad de autoorganización y autorregulación social, y, por otro, de la necesidad de que exista una autoridad legal racional conferida al Estado que evite las limitaciones que conlleva la espontaneidad social, no carente en absoluto de intereses partidistas, que evite los riesgos de exclusión y procure, en consecuencia, por la inclusión social. No es fácil argumentar contra la idea de que la educación genera inclusión e igualdad en el sistema social, pudiéndose afirmar sin dudas que entre las estrategias de inversión social figura la educación a lo largo de toda la vida, lo que exige la presencia de un Estado mantenedor de los niveles de gasto público en el que se contemplen programas educativos que comiencen en los primeros años de la vida y se prolonguen durante toda ella. Tony Blair y Gerhard Schröeder (2000) propagan su opinión sobre la necesidad de «gobiernos activos que no se limiten a llevar a cabo las reformas económicas, sino que también motiven y formen a los ciudadanos para conquistar el mercado laboral, ampliar sus capacidades y formar empresas propias. La educación y la formación continuada son la clave: la inversión en estos dos aspectos es prioritaria en todos los países». Por su parte Anthony Giddens (1999: 128-131) ve en la mejora de la educación pública uno de los resortes para hacer viable el «liberalismo cívico», o la recuperación del espacio público, en contraposición al «liberalismo económico», razón por la cual entiende que la educación y el aprendizaje se han convertido en la prioridad número uno para evitar las exclusiones. Este convencimiento le lleva a entender la inversión en educación como un imperativo para los gobiernos de hoy, JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 138 05.pmd la clave para la redistribución de posibilidades —aún reconociendo que las desigualdades han de ser atajadas en su origen—, y la llave para acrecentar la movilidad. Esta exigencia remite a una cualidad básica del Estado reformado en opinión de Giddens (1999: 150-151): la del «Estado social inversor», en el cual el gasto no se genera ni distribuye totalmente a través del Estado «sino por el Estado actuando en combinación con otros agentes, incluyendo el mundo financiero»; en este contexto la «sociedad del bienestar positivo» supera el ámbito de la nación por encima y por debajo de ella y extiende la responsabilidad —antes residenciada sólo en el individuo— a la sociedad toda, a todas las clases y a todos los grupos como corresponde al surgimiento de las muchas potestades indirectas y a la evidencia de que la política tiene hoy otros actores además del Estado que obligan a éste a ejercer el papel de intermediario y de aglutinante de los distintos intereses que en el ámbito educativo se dan cita. En general, los seguidores de la llamada «Tercera vía» —y a su cabeza Tony Blair (1998: 92 y ss)—, consecuentes con su idea de un Estado dinamizador e incentivador de servicios públicos competitivos y de colaboración estrecha con una sociedad civil capaz de asumir derechos y responsabilidades, entienden del modo descrito el papel del Estado en la educación. Evidentemente, un servicio público competitivo requiere un Estado que fomente la investigación, que cualifique a la ciudadanía, que gaste en capital humano e intelectual, que invierta prioritariamente en educación. Para la Tercera vía esto no significa una regulación absoluta, sino que el Estado, que no renuncia a la educación como una de sus principales responsabilidades, la regla «hasta donde sea necesario» introduciendo la competencia «hasta donde sea posible». La intervención del Gobierno es aquí necesaria, como también lo es en la prestación de otros bienes públicos, para la protección de los más débiles asegurando que ellos también puedan beneficiarse del progreso social y económico. Pero la injerencia del Estado se adjetiva de flexible y posibilitadora de la colaboración de los sectores sociales en la prestación de este servicio. Los límites que tiene el Estado en la esfera social no le impiden actuar como dinamizador y promotor de la participación social en la educación; esto es congruente con lo que decíamos más arriba, que la calidad de un Gobierno no estriba en su tamaño o en cuánto hace sino en cómo hace las cosas y en su capacidad de influir en la sociedad. No se trata, por tanto, de que el activismo ciudadano substituya la actuación del Gobierno, sino que la complemente; según lo cual podría decirse que la subsidiariedad se predica ahora no del Estado sino de la sociedad. No obstante la Tercera vía que propugna Tony Blair (1998: 120) parece contradecir esta afirmación cuando sostiene que la Administración en educación deberá seguir esta norma: «Intervención en proporción inversa al éxito»; es decir, si las escuelas y autoridades docentes fracasan, la Administración deberá intervenir, pero si desarrollan bien su labor la autonomía escolar deberá ser máxima. La presencia del pragmatismo es aquí patente hasta el extremo de enfatizar —como lo hace— más los objetivos y el control de su logro que los procesos. Quizá sea ésta, además de otras de corte más economicista, una de las razones por las que el premio Nobel de Economía Gary S. Becker calificó recientemente a la Tercera vía como «una vía de derechas». 138 08/03/2013, 9:39 05.pmd 139 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 139 Con todo, no son pocos los que, ante las horas bajas por las que parece estar pasando el crédito del Estado en particular y de lo público en general, abogan por «nuevas fórmulas capaces de introducir en el Estado el dinamismo del mercado y de reequilibrar el mercado con los criterios de justicia distributiva ya asumidos por el Estado» (Fernández Enguita, 1998: 172-173), porque lo público no está reñido con la eficacia, la competencia y la evaluación, sino antes al contrario, porque la «cultura de la indiferenciación» es nociva para lo público (Subirats, 1997: 76), y porque la competencia sin regulación hará que sufra la igualdad, lo que no es deseable para las escuelas públicas que, además de proporcionar educación, permiten comprender y empatizar con el diferente; si nuestra sociedad caminara en una dirección distinta «no tardaría en perder su capacidad para ocuparse de quienes necesitan ayuda. Dejamos de ser una comunidad para convertirnos en un mero conjunto de individuos» (Osborne y Gaebler, 1997: 155). La relación Estado-mercado nos remite de nuevo a la idea antes expuesta del Estado redistribuidor que, en educación, como en otros ámbitos, lleva el timón pero que deja que otros remen, que establece normativas mínimas, que refuerza metas como la integración y la igualdad social, que establece los necesarios mecanismos financieros para conseguir esos fines, que mide los resultados, pero que son las distintas organizaciones escolares (de maestros, de padres, organizaciones de la comunidad, etc.) las que deben remar, o sea, dirigir y gestionar el centro escolar; de este modo la autoridad estaría a nivel escolar disfrutando de una gran libertad para conformar el tipo de escuela que creen satisface mejor las necesidades de su entorno social (de sus clientes) si bien respetando los requisitos básicos del Estado en función de los cuales éste mediría y haría públicos los resultados obtenidos (Osborne y Gaebler, 1997: 427-428). Esta concepción de los «cuasi-mercados» —de eficacia dudosa para neoliberales radicales dadas las condiciones de funcionarización y burocracia de la empresa pública (Rodríguez Braun, 2000: 107)— rechaza la privatización de la educación o de cualesquiera otros servicios públicos, aunque la tendencia en educación se encamine a abrir el sector público a los mecanismos de la gestión privada buscando la complementariedad de ambos sectores y no la competencia o la substitución de uno u otro (Pedró y Puig, 1998: 112-113). Osborne y Gaebler (pp. 8283), por su parte, entienden que se pueden «privatizar funciones aisladas de conducción (esto es, de timonel), pero no el proceso entero de la gestión de gobierno. Si lo hiciéramos, no dispondríamos de mecanismo adecuado para tomar decisiones colectivas, ni modo de establecer las reglas del mercado, ni medio para imponer reglas de comportamiento. Perderíamos todo el sentido de la equidad y del altruismo: los servicios que no pueden originar beneficios (…) a duras penas existirían»; si se transfiriera toda la educación al mercado privado, y por mucha universalidad que alcanzara el sistema de becas, sin un sistema público de educación «perderíamos uno de los beneficios fundamentales de la educación pública, a saber: la oportunidad de que los niños mantengan estrechas relaciones con otros niños de muchos estilos de vida diferentes», con lo que se culminaría la segregación social. Como es obvio, una lectura más exigente se hace desde las posiciones de la democracia social; así, Luis Gómez Llorente (1999: 20-29 y 34) fundamenta en la JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 140 05.pmd exigencia de la integración social su crítica a la libre elección de centro educativo como producto del neoliberalismo, porque atenta a su entender contra el modelo comprensivo, contra la integración en la diversidad, contra la convivencia de un pueblo, algo que le lleva a pedir la intervención del Gobierno imponiendo por ley «límites a la libertad individual naturalmente orientada al bien particular, decidiendo democráticamente las opciones de estructura social más justas, es decir, aquellas que miran al bienestar general, del que forma parte la protección y compensación de los menos dotados». La educación no es sólo responsabilidad del Estado sino que lo es la mejor educación posible, una función y un compromiso de los que el Estado no puede abdicar «transfiriendo esa responsabilidad al libre juego de la oferta y la demanda». En manifiesta oposición al modelo de los «cuasi-mercados» —introducción de mecanismos privados y de mercado en la provisión de la educación y otros servicios públicos que en educación se refleja básicamente en la autonomía escolar, en la libre elección paterna de centro educativo, en una cierta rendición de cuentas y reglamentación gubernativa— como vía de reforma del Estado en general y, en particular, como manera de reconsiderar su papel en el sector educativo, posiciones más críticas respaldan una opción que sea capaz de contrapesar el Estado y de impedir que éste domine y atomice a la sociedad; esa nueva vía ha de contemplar «las posibilidades inherentes a una sociedad civil revitalizada», como dicen Whitty, Power y Halpin (1999: 169-173), desarrollar nuevas formas de democracia y experimentar «nuevas formas de asociación en la esfera pública, en las que puedan reafirmarse los derechos de los ciudadanos en la política educativa y en otros campos de la política pública»; estas nuevas formas se fundamentan en las políticas de «representación» y de «reconocimiento», en virtud de las cuales el nuevo ciudadano tiene «representación», «presencia», en la «política»; representación de sus intereses particulares, de sus identidades, etc., en los que se «reconoce», reconocimiento en torno al cual las asociaciones polarizan su presencia. El asociacionismo del que hablan los autores citados, que se opone tanto al colectivismo del Estado como al individualismo del libre mercado, se encarga de tantas actividades sociales como pueda, pero lo hace no dejando que las cosas ocurran sino provocando su acontecer; es la «política generativa» de Giddens la que lleva a cabo el ciudadano reflexivo integrado en movimientos sociales y asociado con otros representados por los mismos intereses; este nuevo ciudadano puede participar directamente en la toma de decisiones renovando el sistema político con su política de representación. Tales asociaciones voluntarias y movimientos sociales, que no han de ser construidas por el Estado sino por los mismos ciudadanos, presionarían al Gobierno para que mejore la educación al tiempo que piden su intervención con el fin de garantizar «que las diferencias entre los grupos no se conviertan en desigualdades»; las políticas educativas —advierten Whitty, Power y Halpin siguiendo a Fraser (1997)— han de reconocer y distribuir a pesar de que este proceso es difícil de realizar de manera simultánea pues «mientras la política de reconocimiento suele destacar y valorar las diferencias de los grupos», la «política de redistribución intenta reducir los fundamentos de las diferencias sociales». Nos interesa especialmente destacar los términos de esta tensión —reconocimiento y redistribu- 140 08/03/2013, 9:39 ción— pues señalan el camino a la actuación de los poderes públicos en la prestación educativa. El Estado, que carece de fronteras estables con la sociedad civil, y ésta, que se muestra cada vez más «reflexiva» —en el sentido que le otorga A. Giddens al término— y más dotada de altos niveles de autoorganización, están llamados a actuar como socios que ejerzan entre ellos labores de ayuda y de control mutuos; la colaboración entre ambos es una exigencia de nuestro tiempo debiendo, no obstante, el Gobierno estimular los mecanismos que propicien la toma consensuada de decisiones y la autonomía que la sociedad civil requiera para el ejercicio de su protagonismo educativo; esto no conlleva, como hemos dicho, la desaparición del papel regulador del Estado, pues ya sabemos que la sociedad no es una fuente de orden y de armonía espontáneos y que los intereses de los individuos, siempre presentes en la sociedad civil, deben ser protegidos por el Estado teniendo éste presente que tampoco puede transmutarse en sociedad civil. Giddens habla de «sinergia entre los sectores públicos y privados» que tenga siempre presente el interés público, lo que «requiere un equilibrio entre regulación y desregulación, tanto a nivel transnacional como nacional y local, y un equilibrio entre lo económico y lo no económico en la vida social» (Giddens, 1999: 97-98 y 120 121). Esta sinergia y este equilibrio señalan también a la corresponsabilidad del Estado con la sociedad civil tanto en la provisión de la educación como en el logro de eficiencia en sus resultados. Concretando algo más; cuando antes se aludía al papel regulador del Estado lo hacíamos teniendo presente la sociedad y sus capacidades de organización; es decir, como sugiere U. Beck (1997: 57-59) el Estado debe regular aquello que no sea «negociable», y en el ámbito educativo no parece negociable, por ejemplo, una educación susceptible de propiciar la cohesión social e impregnada de valores democráticos, de igualdad, de no discriminación, de respeto a la justicia, de solidaridad...; pero sí sería negociable la forma de proveer educación siempre que los principios «no negociables» se respeten en esa prestación. El Estado podrá financiar en todo o en parte aspectos educativos de cuya gestión se encargarían proveedores privados a cambio de respetar lo «no negociable» y de asumir contrapartidas y responsabilidades en los resultados. No puede ser de otro modo cuando estamos asistiendo, como ya señalara en 1993 Romero Lozano, al tránsito del Estado docente a la Sociedad educativa en el que ésta rescata la función y la responsabilidad de la comunidad en educación y el Estado retiene su irrenunciable poder regulador, orientador, galvanizador y articulador de la sociedad civil; la opción, pues, sería la de apostar por mayor libertad pero con control en sus efectos indeseados. Se trata, en suma, como decía en otro lugar (Fernández Soria, 1999: 75), de «redefinir las relaciones del Estado con la sociedad civil, lo que parece exigir una doble medida y, a primera vista, contradictoria: por una parte, democratizar y fortalecer el papel del Estado para que pueda actuar como elemento de compensación, planificación, regulación, inspección, información, 05.pmd 141 08/03/2013, 9:39 LA EDUCACIÓN Y EL ESTADO HOY 141 4. CONCLUSIÓN: LA SINERGIA DE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO JUAN MANUEL FERNÁNDEZ SORIA 142 evaluación y control y, por otra, potenciar la sociedad civil imprescindible para el sostenimiento de la democracia. Esto exige políticas nacionales de educación concertadas cuyos objetivos y valores básicos ‘no negociables’ deben ser definidos y compartidos por el Estado y la sociedad civil». La realidad —concluimos con Joan Subirats (1997: 77)— va obligando a concebir la figura del Estado provisor de servicios, o Estado del bienestar, vinculada de manera flexible y plural con otros proveedores y gestores de servicios públicos. De este modo se puede producir la asociación necesaria entre interés social y vínculo social, un objetivo que, en la política general y en la sectorial de la educación, debe estar presente en la reforma del Estado. Esto requiere tanto de la subsidiariedad como de la solidaridad, tanto de la intermediación del Estado como de su papel provisor y redistribuidor de recursos educativos, tanto de un Estado tutor del interés público como facilitador de las condiciones precisas para que tenga lugar el protagonismo social y la corresponsabilidad de lo público y de lo privado en la educación. 05.pmd 142 08/03/2013, 9:39 REFERENCIAS ALBI, E. (2000): Público y privado. Un acuerdo necesario. Ariel. Barcelona. ALBROW, M. (1996): The Global Age. Polity Press. Cambridge. ALFONSÍN, R. (2000): «La revuelta de los Estados». El País, 5 de octubre. ANGULO RASCO, J.F. (1999): «El neoliberalismo o el surgimiento del mercado educativo», en Escuela pública y sociedad neoliberal. Miño y Dávila Editores. Madrid. 2ª de. pp. 17-37. BANCO MUNDIAL (1997):Informe sobre el Desarrollo Mundial. 1997. El Estado en un mundo en transformación. Indicadores seleccionados del Desarrollo Mundial. Banco Mundial. 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