Estado, Mercado y Sociedad: políticas e instituciones de acción económica y social en América Latina desde 1900. Colin M. Lewis ABSTRACT: El Estado es conceptualmente distinto tanto de la economía como de la sociedad, con intereses inherentes por ampliar su campo de acción autónoma, defender el control sobre las interacciones económicas y sociales y estructurar la economía y las relaciones sociales. Estos intereses se derivan fundamentalmente de la preocupación del Estado por establecer y mantener la seguridad interna y externa, por generar ingresos y por lograr una hegemonía en las formas alternativas de organización social. Los Estados asumen la realidad empírica a través de los regímenes que intentan establecer el orden político, fijar los términos para la interacción política, asignar las posiciones de liderazgo y los recursos del poder y determinar la representación de los intereses dentro de los contextos de la toma de decisiones. Los regímenes procuran negociar e imponer reglas formales e informales sobre la manera en la que el Estado se relacionará con la economía y con la sociedad; los regímenes duraderos y legítimos tienen más capacidad para lograr estos aciertos que aquellos menos institucionalizados (Grindle [1996] 3-4). Introducción Las investigaciones más recientes de las ciencias sociales sobre América Latina se han enfocado en las instituciones que cambian el papel y el comportamiento del Estado. Convencionalmente, se identifican tres fases o ciclos en las configuraciones de mercado-estado estatal: primero, la construcción del Estado y la extrema pasividad del gobierno durante el periodo de mayor crecimiento basado en las exportaciones, que abarca desde 1870 hasta 1930; segundo, el estado económica y socialmente activo del periodo que va de los años 30 a los 60: esta es la fase del welfarismo y la industrialización “forzada”; tercero, el actual ciclo caracterizado por el hegemónico modelo de la nueva economía (ampliamente descrito como neo-liberal o neoconservador) y los “objetivos sociales limitados”. Tradicionalmente, cada una de estas frases se caracteriza por las estructuras específicas del “Estado” y el “mercado”: el Estado oligárquico del siglo XX se describe como el responsable de los esfuerzos iniciales para “formar” mercados; el Estado populista del segundo tercio del siglo veinte presidie al “desarrollo directo”; el “Estado más amigable con el mercado” (o neo-populista) se puede interpretar tanto como un mecanismo restaurador del mercado o, por primera vez en la historia de América Latina, como el que genera las condiciones para el funcionamiento de un mercado sin trabas. Este capítulo se basa en una serie de suposiciones: primero, a lo largo de casi todo el siglo XX, la mayoría de los Estados trataron de “encajar” en el mercado; este objetivo fue general para los estados oligárquicos de fines del siglo XIX, para los estados “desarrollistas” de mediados del siglo XX y para los regímenes que a fines del mismo siglo adoptaron una postura política neo-liberal; segundo, alrededor de los años treinta se aplicó una política social destinada a promover y sostener un cambio estructural; y, tercero, la acción económica y social del estado no fue percibida como incompatible con el objetivo fundamental de sostener el desarrollo capitalista “nacional”, aún durante el periodo de en que se implementó el Modelo de Sustitución de Importaciones. El incremento de las acciones gubernamentales en áreas como la seguridad social y la educación, paralelo a un papel más trascendental en la disposición de la infraestructura económica (particularmente en campos como el transporte y la energía), puede hacer suponer que las agencias sociales y el gasto favorecieron el desarrollo y el orden sociopolítico. Entre el Estado Oligárquico y el Populista: hacia la reconstrucción del mercado y la sociedad. En varios países, el Estado oligárquico estuvo bajo presión durante las primeras décadas del siglo XX. ¿Las demandas por el cambio, que emanan “desde abajo”, se dispararon precisamente por el tipo de desarrollo social que identificó Furtado en las repúblicas del River Plate [1977], o fue el reordenamiento de las instituciones políticas una reacción a esas demandas? Más aún, ¿fue el aumento en la volatilidad del sector externo la que minó los acuerdos políticos creados o sustentados por los flujos de los recursos que genera la inserción a la economía mundial? Sin duda, la economía internacional estaba cambiando: el precio de los productos estaba cayendo, la tasa de crecimiento en el volumen de exportaciones iba a la baja y los flujos de capital se volvían más inconstantes. Muchas de estas tendencias se exacerbaron con la Primera Guerra Mundial, lo que generó una consiguiente sobreproducción de productos primarios y desarticuló a los mercados que previamente habían consumido las exportaciones latinoamericanas. La Guerra también aceleró otros procesos que por fuerza desestabilizaron varias economías latinoamericanas, como el hecho de que EE.UU. haya sustituido al Reino Unido en su rol del líder internacional más importante y que haya debilitado el papel británico como el agente ecualizador de los flujos comerciales y financieros del mundo. Para América Latina, las consecuencias de estas tendencias se intensificaron durante y después de la Segunda Guerra Mundial y recordaron a los consumidores latinoamericanos, a quienes diseñan las políticas y a los pensadores cuáles eran los costos de la dependencia en la importación (Thorp [1998]; Cardoso y Helwege [1992]; Sheaham [1987]). En este punto, también hubo una mayor competencia ideológica; las ideologías combativas confrontaron a un Liberalismo que, en muchos aspectos, fue el paradigma dominante en el siglo XIX. Las ideas del conflicto entre las clases (o modelos que pretendieron adoptar la colaboración nacional) objetaron a las predicciones que los Whigs había hecho sobre el progreso. Anarquistas y socialistas rechazaron los ortodoxos conceptos liberales del Estado que después cuestionarían los Keynesianos. La derecha y la izquierda han reconsiderado el papel y la posición del Estado – tanto en la sociedad como en la economía (Love [1994]; Kay [1989]). Discutiblemente, muchas de las reevaluaciones más sofisticadas de los preceptos liberales se observarían en América Latina. En Uruguay, el batllismo consistió en enfatizar el distribucionismo social y el intervencionismo económico anterior a Keynes, así como del “reformismo” adoptado que más bien se asocia con la acción social Católica Romana (Finch [1981]). Procesos contemporáneos similares en la Argentina, sobre todo durante el primer periodo presidencial de Yrigoyen (1916-1922), y en México, durante el sexenio de Cárdenas (1934- 1940), fueron testigos cuando menos de la retórica de un Estado social y económicamente pro-activo. En estos países, el apoyo que dio el gobierno para expandir los servicios de la educación y aumentar la provisión del seguro social para los grupos salariales y de asalariados estratégicamente ubicados es ilustrativo. Las estrategias de apoyo estatal para los sectores productivos y el énfasis en la modernización de la infraestructura (lo que incluye la construcción de carreteras y la nacionalización de las vías ferroviarias) son igualmente esclarecedoras (Thorp [1998 y 1984]; Cardoso y Helwege [1992]; Weaver [1980]; Cardoso y Pérez Brignoli [1979]); aunque es cuestionable que esta acción pueda describirse como “proto-populista”. Lo que no se puede negar es el hecho de que estos regímenes exteriorizaron una propuesta para los desafíos sociales diferente a la de varios de sus antecesores. El antiguo orden fue el primero en colapsar y un buen ejemplo de ello tuvo lugar en México entre 1910 y 1911, donde hubo un cataclismo social de tal magnitud, que no puede comparársele con ningún otro en América Latina. El derribamiento del porfiriato se ha explicado como una especie de esclerosis del régimen, como la inercia burocrática y el error de cálculo ante la creciente oposición, la consolidación de una élite que se oponía al sistema, el nacionalismo multiclasista , la sed de tierras que tenían los campesinos, el descontento social y la pobreza denotados por décadas de una excesiva desigualdad compuesta por el costo de las políticas de ajuste asociadas con el cambio hacia el patrón oro (Knight [1986]). Aunque en distinto grado, otros regímenes también tuvieron dificultades similares, a pesar de que ninguno se enfrentó a una oposición campesina tan organizada como lo hizo el Porfiriato a principios del siglo XX. Quizás fueron el nacionalismo y las demandas de la tan numerosa clase media urbana por acceder al poder las fuerzas que en mayor medida apoyaron el cambio en muchas de las grandes economías. Esto fue muy marcado en el Cono Sur, y fue personificado por la administración de Batlle Ordóñez, en Uruguay, la ascendencia radical, en Argentina, y las presidencias Alessandri, en Chile (Skidmore y Smith [1992]; Weaver [1980]). Al haberse articulado con anterioridad, estas demandas parecieron adaptarse con más facilidad en Uruguay; por su parte, en Argentina y en Chile, las crisis del sector de exportador desarmonizaron los ajustes políticos. El Nacionalismo, aunque no necesariamente la xenofobia y la autarquía, se convirtió en una potente fuerza que, en las décadas de la guerra, iba en aumento por toda América Latina, y el que en varios países fue asociado con el indigenismo y la hispanidad. El Nacionalismo cimentó las alianzas proto-populistas en varios países y adquirió un tono más abiertamente antiliberal y anti-internacionalista a lo largo del continente en los años treinta; aunque esta tendencia no es exclusiva de América Latina (Love [1988]). Los programas que aplicaron los regímenes nacionalistas y desarrollistas de los años treinta estuvieron condicionados por la dislocación que se produjo a raíz de la Primera Guerra Mundial y por la depresión durante el periodo entre guerras, además de que fueron influenciados por las críticas que analistas, como Bunge y Encina, y pensadores radicales, como Mariátequi y Prado, hicieran a la economía y a las políticas de más alto crecimiento en las exportaciones (Abel y Lewis [1991]). El economista y estadista argentino Bunge ejerció presión para que se desarrollaran los recursos nacionales, la industrialización “natural” y los programas pro-natalidad diseñados para disminuir la dependencia en las importaciones y los flujos exógenos de capital y mano de obra. Las fuerzas armadas, los burócratas y los industriales se apoderaron estas ideas, mismas que fueron bien recibidas por los nacionalistas que estaban a favor de las estrategias destinadas a promover el incremento del consumo local de los productos con los que estaba comprometida la demanda exterior, la producción doméstica de artículos que ya no podrían ser importados y, posiblemente, la aplicación de medidas de bienestar ad hoc, destinadas a prevenir el futuro descontento social. Todo esto significaba una mayor participación del Estado – en los mercados de factores de producción – como productor, regulador y “árbitro social” (Thorp [1998]; Dornbusch y Edwards [1991]). Durante el periodo entre guerras, se crearon los bancos centrales (o las agencias existentes se transformaron en bancos centrales) en todas las economías grandes y medianas; también proliferaron otras instituciones financieras, como las agencias de crédito, las corporaciones reaseguradoras y los bancos comerciales. En los años treinta, el control cambiario se convirtió en la norma, se multiplicó “las juntas de control” – de los precios de productos, del comercio exterior y de las transacciones financieras (Thorp [1998]; Bulmer-Thomas [1994]; Cardoso y Helwege [1992]). Además, las políticas o programas sociales se instalaron (o se cambiaron) en la agenda política (Thorp [1998]; Dornbusch y Edwards [1991]; Mesa-Lago [1991 y 1978]). En este periodo, los debates sobre las políticas y desarrollo de las instituciones influenciaron las estrategias en el Modelo de Sustitución de Importaciones posterior a la Segunda Guerra Mundial. A mediados de los treinta, la relativamente rápida recuperación de la mayoría de las economías latinoamericanas ante el impacto de la depresión influenció de manera similar las ideas posteriores, al proyectar una competencia burocrática y un manejo macroeconómico efectivo. Aún así, sería un error que en este periodo se retomaran las expectativas y programas de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Durante los años treinta, la política económica se implementó gradualmente y estuvo dirigida hacia la sustitución exportaciones – “domestización económica” – en vez de la industrialización per se. De hecho, la extensa producción industrial doméstica fue un componente importante en este proceso, pero como parte en lugar de como un todo. A principios de los treinta, fue imposible convencer a quienes diseñaban las políticas de América Latina que la demanda exterior de exportaciones no recuperaría ni los mercados de capital extranjero ni la reapertura. Por lo tanto, la supremacía de la ortodoxia en muchas de las esferas de la política económica doméstica procura servir a la deuda externa y se esfuerza por proteger a los exportadores. ¿Cómo podría ser de otra manera, cuando los intereses de exportación son políticamente poderosos y cuando los recursos fiscales se derivaron en su mayoría de los impuestos del comercio exterior y los préstamos? Sólo después de 1936, las políticas económicas obtuvieron un carácter más emprendedor y heterodoxo – y desplegaron la voluntad de aprovechar la gran rivalidad de poder (Thorp [1998]; Abel y Lewis [1991]). Las respuestas a los desafíos del periodo variaron a lo largo del continente. Se pueden identificar tres categorías de estados: primero, aquellos que emplearon una ‘ideología’ o ‘proyecto nacional’ siguiendo la moda Gershenkroniana, con el fin de actualizar la legitimidad estatal y la competencia y, con ello, proyectar la imagen de un manejo eficaz en las relaciones domesticas y externas; segundo, los regímenes que, debido a que no lo necesitaban (o eran incapaces de hacer algo más), sólo instituyeron limitadas modificaciones en el status quo; finalmente, están los Estados que renuncian a un grado sustancial de independencia para sobrevivir a las inclemencias de la recesión global, crecientes tensiones nacionales e internacionales. Países como Brasil, Chile y México fueron buenos ejemplos del primer grupo. En Chile y Brasil, un proyecto nacional basado en el crecimiento industrial y en la regeneración económica regional acentuó la competencia que enfrentaba el Estado central en el manejo de las relaciones con los sectores e intereses (Sikkink [1991]; Weaver) [1980]; Bielschowsky [1988]; Wirth [1970]; Mamalakis [1976]; French-Davis [1973]; Muñoz [1968]; Cárdenas [1996]; Solís [1985];). En el caso de México, estos objetivos se resumieron en la “ideología” – y la iconografía – de la Revolución (Knight [1986]). La regeneración interna de la economía perteneciente a la fase destructiva de la Revolución y al impacto de la Depresión entre guerras culminó en el radicalismo del sexenio de Cárdenas, que presenció la acción masiva del Estado en el sector urbano y rural. A medida que aumentaban los retos para la administración central, las políticas nacionales y regionales se tornaron más violentas en Brasil y en Chile durante los años veinte y los treinta. Esta inestabilidad estaba vinculada con la debilidad de los sectores de exportación más importantes, situación que hizo más urgente y, posiblemente, también más exitosa la tarea de re-establecer la autoridad central. Resulta ilustrativo que, a pesar de las diferentes posturas que se presentaron al comienzo, los Estados centrales en Brasil, Chile y México hayan adoptado un rol tan intervencionista. En estos tres países, se intensificaron los programas de bienestar social (reformas educativas, extensión en los programas de seguridad social y legislaciones laborales). México y Chile fueron los primeros países de América Latina en implementar cuerpos oficiales que después emergerían como organismos nacionales de desarrollo (Nacional Financiera [NAFINSA] y CORFO, respectivamente); así mismo, proliferaron organismos de sustentación de precios de los principales productos domésticos y de exportación; de este modo, salvo contadas excepciones, los productos básicos estaban bajo el firme control del gobierno central . En Brasil y México, estos organismos exhibían distintas tenencias corporativistas, generando que trabajadores, empleados, productores, consumidores e incluso el Estado estuvieran “representados”. (Sikkink [1991]; Gordon-Asworth [1984]). El intervencionismo gubernamental en la comercialización de productos básicos desplazó a un sector privado que con frecuencia era extranjero; así mismo, la mayor participación del gobierno en el sector bancario facilitó la implementación de aventuradas estrategias monetarias, cambiarias y de deuda externa. Posiblemente, países como Argentina y Colombia sean un buen ejemplo del segundo grupo de Estados. En ellos, a pesar de las similitudes en el sector bancario y en el mercado de productos básicos, la “ideología” y el “proyecto” se presentaron en menor grado. En los años treinta, el compromiso con el liberalismo económico y el patrón prevaleciente en las actividades económicas era menos intrincado o, posiblemente, enfrentaba menos desafíos; tal vez la presión que se ejercía para llevar a cabo una redefinición radical que llegara el Estado era menor; quizás, las políticas nacionales eran demasiado equilibradas (o las fuerzas rivales demasiado balanceadas) como para permitir que emergiera la posibilidad de un cambio que resultara de la destrucción positiva de las obsoletas organizaciones o instituciones. Esto puede ser una lección de la creciente oleada de violencia política en Colombia en los años cuarenta, y la ruptura en la historia política argentina representada por el Peronismo en 1946 (Palacios [1980]; Peralta Ramos [1993]; Rock [1989]). Los tan exitosos esfuerzos a mediano plazo diseñados para preservar la esencia de los acuerdos institucionales existentes llevaron a re-configuraciones más violentas durante la década del cuarenta. El tercer grupo de Estados talvez esté mejor representado por Cuba y Nicaragua. Es posible que estos Estados hayan adquirido un cierto grado de integridad nacional y de organización a comienzos del siglo XX; sin embargo, durante el periodo entre guerras, se cedieron (o re-cedieron) elementos de soberanía a oficiales y negocios proconsulares norteamericanos, ya que se necesitaba de una abierta asistencia externa para mantener y reorganizar la autoridad dentro del territorio nacional (Dunkerley [1988]; Pérez [1988]; Domínguez [1978]). El Estado Populista: economía social para el desarrollo. Los niveles de desarrollo obtenidos durante el periodo entre guerras, las estructuras institucionales y el grado de apertura económica explican tanto la elección del momento adecuado como la forma de las políticas que desde entonces se implementaron. En su momento, el nivel de desarrollo, los factores determinantes en las políticas económicas y la capacidad del Estado para “negociar” con fuerzas tanto internas como externas estaban condicionados por la mezcla de productos básicos que había dado forma al patrón de crecimiento en las exportaciones previo a los años treinta. Al hablar de la adopción de un esquema de dotación de factores (agricultura de climas templados y tropicales, así como la extracción de minerales), Furtado [1977] se señala un mayor dinamismo en las estructuras asociadas con la exportación productos agrícolas de climas templados “democráticos”, como los cereales, un factor que hace que se multiplique el empleo nacional. La inmigración masiva, el relativamente fácil acceso a las tierras (aunque no necesariamente a su propiedad), la inversión sostenida en grandes proyectos de infraestructura socio-economica (requeridos para asegurar la competitividad internacional en el alto volumen de productos básicos a bajo precio) y la diversidad de los productos y del mercado propiciaron que los efectos de enlace fueran endógenos. Se observaron mercados domésticos con un mayor grado de profundidad, instituciones más progresivas y ganancias generalizadas en bienestar (incluyendo un modesto grado de igualdad social y políticas pluralistas). La exportación de los productos correspondientes a la agricultura de climas tropicales, en especial aquella que se valió del esclavismo durante el siglo XIX, adoptó estructuras sociales menos dinámicas. Con un más alto valor en sus exportaciones y, frecuentemente, con el beneficio que implica el estatus temporal semi monopólico, los exportadores de estos productos básicos no se vieron tan obligados a ser productores eficientes, a menos que la tecnología les impusiera un reto competitivo. Como consecuencia, prevalecieron las estructuras sociales arcanas y se limitó la dispersión doméstica de las ganancias asociadas con la inserción económica al mercado internacional. Cuando los shocks tecnológicos se absorbían en el ámbito nacional propiciaban un cambio progresivo y, de no ser así, favorecerían la penetración extranjera o el colapso económico. La producción de café en el sur de Brasil y, posiblemente, el azúcar cubana durante el cambio de siglo fueron las excepciones para una regla que estaba muy bien representada por los países de América Central y el Caribe, exportadores de plátanos y caña de azúcar. Furtado fue especialmente pesimista en lo que respecta a los efectos de la dinámica interna en la exportación de minerales (a menos que un Estado en modernización pudiera capturar un porcentaje de las rentas de la exportación). Materiales no-renovables, los depósitos de minerales frecuentemente se localizaban en áreas físicamente aisladas, limitando así los efectos secundarios. Tanto la limitada inversión en infraestructura física, como la naturaleza intensiva en capital de la explotación de los recursos no-renovables aún más reduci la tranformación de la economía nacional. La tecnología estaba no-tranferable y concentrada en las manos de pocos, era cara y normalmente importada, además de reforzar los enclaves y exteriorizar la naturaleza de la producción y de la actividad económica en general. Cardoso y Faletto [1997] presentaron una clasificación distinta, aunque no totalmente disímil, que se basa en la capacidad de los organismos nacionales para capturar – e interiorizar – los flujos de ingreso que genera la producción para exportaciones. Indicaron que en las economías sostenidas por las plantaciones y la minería la propiedad de los recursos era rápidamente enajenada, limitando así la participación doméstica de los beneficios. Al igual que Furtado, ellos también reconocieron los elementos que mutuamente se refuerzan en las estructuras sociales arcaicas (en especial, la desigualdad socio-política), la brecha tecnológica que favoreció la penetración externa y el boom que lleve al fracaso del a veces condicionante ciclo productivo (que a su vez interactúa con el cambiante monopolio y con el especulativo acercamiento a la inversión). También influenciados por Furtado, Cardoso y Faletto aceptaron que la producción de las exportaciones de la agricultura de clima templado en River Plate, presidida por una modernizante oligarquía rural que monopolizó y retuvo el control de la tierra, fue la que promovió la acumulación doméstica. La modernización comunal y el refuerzo del bienestar fueron el resultado de ganancias inesperadas que asociaron a la presencia de un “golpe” de oferta de factores de producción (aparentemente, la oferta ilimitada de tierra fértil, la inmigración masiva y la inversión extranjera) que permitió que se maximizaran las ganancias de los productos básicos y la diversificación del mercado. Sin embargo, la sostenida rentabilidad de los productos de exportación provenientes de climas templados se transformó en un compromiso demasiado fuerte y en un modelo de dependencia orientado hacia el crecimiento de las exportaciones – y acceso libre a los mercados globales. Infelizmente, cuando se cambió la política económica mundial en los años treinta, se cerró el mercado internacional para productos primarios y los productores eficientes rioplatenses faltaban otras opciones. Para Cardoso y Faletto, los productores de café en el sur de Brasil tipifican el modelo más dinámico de desarrollo exportador. Al igual que los estancieros argentinos, los fazendieros paulistas aseguraron su participación de los beneficios cuando retuvieron el control de la tierra. Junto a sus contemporáneos argentinos, también fueron maximizadores de ganancias y disfrutaron el beneficio adicional del predominio de Brasil en las exportaciones globales de café; así mismo, su comportamiento estuvo condicionado por las propiedades biológicas del café. Los altos costos de la puesta en marcha (asociados a la preparación de la tierra y al periodo de siembra de las tierras, ya que deben pasar 5 años para alcanzar el máximo de producción), junto con la naturaleza intensiva en mano de obra en el cultivo del café, forzaron a los productores conocidos como paulistas a invertir en actividades industriales (asociados a agricultura) y a experimentar con el trabajo asalariado. El ciclo productivo del café también impidió que la oferta respondiera adecuadamente a los cambios de la demanda en el corto y mediano plazos. De este modo, cuando, a fines del siglo XIX, los precios del café empezaron a bajar, los productores tenían garantizada la entrada de flujos, aunque también fueron alentados a diversificar el portafolio de inversiones y los intereses económicos. Además, dado su posicionamiento mundial en el mercado del café, Brasil fue capaz – al menos durante un tiempo – de modular el debilitamiento de los precios (Bates [1997]; Peláez [1961]). Por lo tanto, las ganancias del café, que al principio se invirtieron en tierras y esclavos, fueron redirigidas hacia inversiones en infraestructura ferroviaria, hacia áreas complementarias al café (al igual que tierras) y, finalmente, hacia actividades bancarias y manufactura. Los mecanismos de la producción de café y las tendencias a largo plazo en los precios facilitaron la generación de ganancias y trajeron la diversificación (Suzigan [1986]; Cano [1997]). El café indujo un dinámico pero dependiente circuito de acumulación. Desencadenado por los factores externos y las fuerzas nacionales de la las décadas de los trenita y los cuarenta, algunos de los débiles, disfuncionales y altamente personalizados Estados del continente (que típicamente se asocian con los países de América Central, el Caribe y el interior de América del Sur) experimentaron una serie de reclamaciones por parte de individuos o grupos organizados, aunque fueron capaces de ignorar las esporádicas protestas populares, sin importar cuán violentas fueran. Sin embargo, al igual que subalterno Estado cubano, fueron incapaces de construir políticas activas de respuesta ante las crisis. En otras partes, a pesar de enfrentar terribles dificultades, estados como el mexicano, el brasileño y, posiblemente, el chileno tuvieron la capacidad de interiorizar los conflictos (a la Oszlak [1981]), y demostrar su capacidad para diseñar un programa económico autónomo y, con el tiempo, desplazarse desde las medidas re-activas hacia las proactivas. Como ya se ha dicho, este grupo de Estados empleó las políticas sociales y los programas como un mecanismo conciente, destinado a reconsolidar el orden nacional. Aún así, hubo Estados que implementaron pragmáticas políticas domésticas dentro de una estrategia económica internacional que ha cambiado poco. Como se expresa anteriormente, el estado argentino es quien mejor caracteriza esta respuesta semi-pasiva: se combinaron medidas altamente innovadoras en materia económica, diseñadas para contrarrestar los efectos de la crisis, con una propuesta bastante ortodoxa de las relaciones comerciales y financieras externas. El resultado fue un proyecto intervencionista, aunque no concientemente desarrollista (Abel y Lewis [1991]). Es discutible que estas reformas se reflejen mayormente en la postura social del Estado, especialmente en la segunda mitad de los treinta. Aunque el momento preciso para poner estas reformas en marcha varía entre cada país, en casi todos los Estados del continente se estaban haciendo más activas en este punto – tanto en lo social como en lo económico–. Aunque el sexenio de Cárdenas empezó en 1934, los años que comprenden la etapa intermedia de su gobierno fueron los más aventurados en términos sociales. Igualmente, en 1937 fue lanzado el Estado Nôvo en Brasil, que hizo aspavientos de su nuevo convenio con EE.UU., y que fue precedido por la agitación política de 1936, un año en el que los precios del café de nuevo estaban a la deriva. Posiblemente, no es coincidencia que los países que se embarcan en programas más explícitos en pro de la manufactura también hayan deseado establecer un vínculo entre el trabajo urbano y el régimen. (Dornbusch y Edwards [1991]; Sikkink [1991]). En México y Brasil, tanto un régimen de políticas sociales en uniones controladas por el Estado como el perfeccionamiento del bienestar se unieron a una estrategia macroeconómica en la que se hizo más explícito el apoyo a la manufactura. Un poco más modesto, el programa de “revolución en marcha” que lanzó el presidente liberal Alfonso López Pumarejo (1934-1948) en Colombia propagó los elementos del programa cardenista. Al igual que en México, el objetivo fue que el trabajo organizado presentara un mayor grado de tolerancia – esta retórica era de unionismo independiente – y que las medidas reforzaran los derechos de los trabajadores. Se propusieron reformas fiscales y crediticias y, en 1936, se consolidó una nueva ley agraria, que parecía favorecer los derechos de los pequeños propietarios de tierras y limitar el latifundismo; de ahí el creciente énfasis que se le daba a la seguridad social antes mencionada. En los sesenta, casi toda la fuerza laboral del Uruguay, más del 70% de la población económicamente activa de Chile, el 55% en la argentina, alrededor del 25% en Perú y Costa Rica, el 23% en Brasil y el 16% en México estaba inscrita en los esquemas de seguridad social (Mesa-Lago [1991]). Debido a las considerables diferencias de desarrollo en las instituciones sociopolíticas que Argentina y Brasil presentaban en este punto, la aparente similitud en el énfasis que se hizo en las políticas sociales, especialmente en el seguro social de los años treinta, es instructivo. A principios de siglo había una actualización limitada de los esquemas de seguridad para los grupos de ocupación privilegiada, que venía acompañada de la abundancia en la auto-ayuda y las iniciativas de las organizaciones caritativas y privadas en ambos países, lo que fue seguido por periodos de acelerada expansión en las organizaciones de bienestar pertenecientes al Estado. En Brasil, este fenómeno alcanzó su punto máximo entre 1930 y 1945; en la Argentina, entre 1944 y 1955. En consecuencia, los cincuenta, sesenta y setenta presenciaron la consolidación, reestructuración y continua expansión de la provisión de bienestar en el sector público. Las categorías clave que clasifican a los trabajadores como de cuello blanco y de cuello azul habían sido incorporadas en los sistemas de seguridad social a principios de los veinte. En Argentina, los años previos al advenimiento del régimen peronista de 1946 presenciaron la creación de las nuevas cajas de seguridad social que beneficiarían a marinos, trabajadores de la industria publicitaria y comerciantes. De este modo, la manufactura fue cubierta hasta 1946 y, en 1954, se establecieron fondos destinados al auto-empleo y a los grupos profesionales; por su parte, los trabajadores rurales y del hogar fueron los últimos en incorporarse al sistema. Aunque las cajas originalmente fueron creadas en 1950 para estos dos grupos, generalmente se ignoraban las provisiones, ya que los trabajadores rurales y del hogar eran elementos marginales para las políticas. La relación con los empleadores era altamente personalizada y de alta sensibilidad política, por lo tanto, la adhesión entre empleador y obrero a los regímenes de seguridad social no fue una asunto fácil de tratar. En Brasil, los trabajadores de las compañías de transporte y de servicios públicos (como tranvías, agua y luz) también estuvieron entre los primeros grupos que organizaron sociedades mutuas y, en consecuencia, fueron los primeros en tener una cobertura formal de pensiones (después de los funcionarios públicos y los militares). La historia de la seguridad social en Brasil normalmente data de 1923, cuando Eloy Chávez estableció las caixas (cajas) para los trabajadores ferroviarios. En 1926 los trabajadores de los puertos y los marinos fueron contemplados en el rango de la legislación; dos años más tarde, lo hicieron aquellos que trabajan en las compañías de telégrafos y radio. Sin embargo, la característica más notable del sistema brasileño es la dramática incorporación de los grupos urbanos en la década del treinta, y las caixas proliferaron durante los primeros años del gobierno de Vargas (1930-1945). Como en Argentina, los trabajadores rurales y los empleados domésticos del Brasil fueron los últimos en ser favorecidos. La cobertura del crecimiento y las reorganizaciones administrativas asociadas a él se han explicado de muchas maneras; aún así, no se ha aclarado si estos cambios fueron manejados desde “arriba” o desde “abajo”. Existe un grado de desacuerdo similar en cuanto a cuáles fueron los factores ideológicos y fiscales que propiciaron la amplificación de la seguridad social y las redes de seguridad. A pesar de que MesaLago [1978] y Malloy [1979] presentan el crecimiento del sistema en términos altamente políticos, los factores financieros económicos, fiscales y demográficos también tuvieron un papel muy importante. Lewis [1993] sostiene que los incrementos periódicos en la cobertura estuvieron grandemente influenciados por las consideraciones fiscales. Las crisis financieras “generacionales” de los cuarenta y los sesenta explican la extensión de la cobertura que en ese momento había en Argentina; lo mismo ocurre en Brasil en las décadas de los sesenta y los ochenta. Las reorganizaciones administrativas de los sesenta, diseñadas para garantizar un mayor control central, tuvieron mucho que ver tanto con generación de ingresos como con la integración de políticas de sociales y económicas. Comprometidas con el rápido crecimiento y la baja inflación, las administraciones militares del Brasil posteriores a 1968/1969 favorecieron la consolidación institucional y la expansión masiva del régimen de seguro social en aras de expandir los mecanismos de ahorro forzado (Baer [1989]; Malloy [1979]). El lenguaje de este periodo también evocó aquél de los primeros conceptos del ciudadano productivo: había que ganarse estos derechos sociales y el régimen militar premiaba a los grupos dóciles, que no reclamaban sus derechos políticos (Malloy [1979 y 1976]). Por lo tanto, tras la máscara de una política social pro-activa, la extensión de la cobertura servía a otros objetivos. Traer nuevos grupos de contribuyentes generaba ingresos fiscales extras, al tiempo que tiempo que cubría el déficit de los fondos existentes (Centro de Estudios Monetarios Latinoamericanos [1963]). No obstante, Mesa-Lago y otros siguen argumentando ávidamente que las uniones laborales más poderosas y varios de los grupos privilegiados tuvieron la posibilidad de imponer sus demandas al Estado (Ross [1989]; Mesa-Lago [1978]). A la inversa, hay quienes interpretan el hecho de que se haya establecido una caja para los trabajadores ferroviarios argentinos, así como una caixa para sus contrapartes del Brasil y de que se presentaran huelgas especialmente perjudiciales como un elemento que indica que era el Estado mismo quien había tomado la iniciativa y había buscado co-optar por las secciones estratégicas del movimiento laboral (Isuani [1988]; Rocha da Costa [1998]). Los abusos generalizados y mal manejo financiero en los sectores privados y mutuos también pudieron haber incentivado la acción del gobierno brasileño (Goncalves Menicucci [1990]). Malloy [1976] señala que los programas son resultado de la inspiración estatal más que de la presión de los trabajadores: Malloy centra su atención en la relativamente pequeña dimensión y debilidad política de las clases trabajadoras en ciudades tales como São Paulo. Los programas co-optativos de seguridad social se hicieron parte de la ideología de modernización con la que se comprometieron los regímenes brasileños sucesivos, sin olvidar al Estado Nôvo y las administraciones militares posteriores a 1964. Sin embargo, Araujo de Oliveira y Fleury Teixeira [1986] refutan este argumento, alegando que la implementación de esquemas de seguridad fue consecuencia de la creciente división entre las facciones de élite conservadoras y las más modernas. Las secciones privilegiadas del trabajo urbano pudieron forjar alianzas con progresivas facciones de élite y de este modo forzar la legislación de seguridad. En muchos aspectos, el principio de la Segunda Guerra Mundial hizo un énfasis más marcado en pro de la industria y del Modelo de Sustitución de Importaciones para las políticas, del mismo modo en que dio prioridad a lo económico (Thorp [1998]; Love [1996]; Weaver [1980]). Esto puede haber señalado el éxito de la expansión industrial en los treinta, aunque un proceso de este tipo no fuera el primer objetivo de la acción estatal en la gran mayoría de los países. Para la década de los cuarenta, el empresariado industrial había logrado una considerable masa crítica y, posiblemente, la confianza suficiente como para dirigir la atención del Estado; al menos, ya existía una base más extensa sobre la cual construir. Como se indica arriba, durante el último periodo del Estado Nôvo, el apoyo a la industria pesada fue aún más explícito en Brasil (Draibe [1985]; Wirth [1970]) En México, el gobierno de Ávila Camacho, quien asumió en 1940, promovía de igual manera los negocios que la industria (Cárdenas [1996]; Solís [1984]). En 1943, el grupo armado que dio fin al desacreditado régimen de “concordancia” en Argentina (probablemente entrenado por los eventos en Brasil) estaba determinado a promover la industrialización estratégica y pesada (Peralta Ramos [1993]; Potash [1980 y 1969]). Además, hacia fines de la década de los cuarenta, la ideología dignificó la presencia de un sustitución de importación pragmático y ad hoc. La CEPAL (Comisión Económica para América Latina) dio una justificación intelectual para la puesta en marcha de un programa coordinado de industrialización forzada (Thorp [1998]; FitzGerald [1994]; Prebish [1950]). En 1948, los análisis y prescripciones cepalistas cayeron sobre suelo fértil, ya que en ese el momento fue cuando se estableció la comisión en Santiago. Aprendiendo sobre la marcha mientras duró la Segunda Guerra Mundial, y ya que muchos de los países en América Latina habían resuelto los problemas de la depresión de manera mucho más efectiva que los países de Europa, varias de las administraciones estaban preparadas para adoptar una propuesta aún más inversionista. La CEPAL proporcionó tanto la justificación como el diseño para hacerlo. Las reservas de divisas que se acumularon durante la Segunda Guerra Mundial, el rápido crecimiento de la producción manufacturada que se produjo entre 1930 y principios de 1940 en varias de las economías, un modesto crecimiento del tratado intra-regional durante la guerra (particularmente en el Cono Sur) y la proliferación de organismos estatales fueron factores que generaron confianza. Las reservas acumuladas, temporalmente sostenidas por los altos precios de las exportaciones, que se unieron a la suposición de que países como México y Brasil seguirían gozando de la ayuda de los EE.UU. en el periodo inmediato de la posguerra, prometieron facilitar la transición que implica cambiar de un patrón de crecimiento a otro. Los instrumentos más importantes de las políticas económicas asociados al desarrollismo de la CEPAL fueron el control de divisas (que regularmente se manifestaba en múltiples tasas cambiarias que daban preferencia al sector de la manufactura), el proteccionismo (las barreras no arancelarias para el comercio y las regulaciones cambiarias fueron utilizadas conjuntamente con las preferencias y las tarifas discrimiantorias) y los ahorros forzados. Sobrevaluadas, aunque no necesariamente estables, las tasas cambiarias prevalecieron durante gran parte del periodo y, en consecuencia, fueron aplicadas en provecho del sector industrial. Mientras que sólo México consiguió defender una tasa cambiaria estable a través del periodo clásico del ISI, las repetidas devaluaciones que ocurrieron en otras partes no beneficiaron en mucho los sectores tradicionales de exportación , ya que las devaluaciones venían acompañadas por impuestos inesperados para los exportadores. Esto coincidía con la teoría cepalina de comercio, la cual argumentaba que los mercados para exportaciones no eran sensibles a los precios. Las “retenciones” (impuestos especiales sobre las exportaciones) también fue coherente con el régimen cambiario, la nacionalización de los beneficios de las exportaciones y la distorsión de los términos domésticos de comercio a favor del sector industrial urbano. Al ser la principal fuente de divisas, aunque no necesariamente de acumulación, los organismos estatales explotaron fuertemente al sector exportador. La inflación fue el principal (aunque no el único) mecanismo de ahorro forzado. El sistema más sofisticado de ahorro forzado fue ideado en Brasil durante los años del milagro, un periodo en el que la inflación fue relativamente baja porque todos los trabajadores del sector formal se vieron obligados a contribuir con los fondos de seguridad social, el Banco Nacional de Habitação (BNH, Banco Nacional de Viviendas) y cuentas proprias (indexadas) de ahorros. Del mismo modo en que Vargas había saqueado los fondos de pensiones para financiar el desarrollo de un planta de acero y hierro integrada en Volta Redonda, en los años sesenta y setenta, los gobiernos desviaron los recursos del instituto de seguridad y del BNH para financiar inversiones en infraestructura (Malloy [1979]). Como se sugiere, los regímenes de Brasil y otros países aprendieron a ordeñar – tanto política como económicamente – el sistema de seguridad social. Mientras tuvieron excedentes, los fondos fueron una importante fuente de ahorro forzado. No obstante la importancia de la inversión directa de las compañías transnacionales (CTNs) en los sesenta y el préstamo masivo del Estado en los setenta en los mercados de capital de Europa y los EEUU, mecanismos tales como la inflación y el seguro social aseguraron que la mayor parte del capital se acumulara nacionalmente. Sin embargo, no debe subestimarse el elemento welfarista en el desarrollismo de la CEPAL, como lo confirma la mejora en los indicadores sociales. El gasto en bienestar (lo que incluye alimentos, subsidios al combustible y la expansión educativa) constituyó una parte integral de la estrategia del “desarrollo estabilizador” (Maddison [1992]; Dornbusch y Edwards [1991]; Urrutia [1991]). La inversión en infraestructura social, al igual que en infraestructura económica, fue crucial para la sustentabilidad de la alianza urbana a favor de la industria y para servir a los objectivos keynesianos. Además, para subrayar las suposiciones de la competencia burocrática implícita en las medidas socio-económicas que se identifican anteriormente, las recomendaciones de las políticas cepalistas también predicaron que había que creer en la existencia de un heroico empresariado nacional. Como ideología, el cepalismo puede haber sido intervencionista y estadista, pero no se oponía a los negocios. El rol del Estado era el de aislar y nutrir al talento empresarial de su país. El Estado debía servir como intermediario entre los nuevos negocio y el ambiente desfavorable, resguardando a las compañías de la competencia desigual y proveyendo el acceso a las entradas esenciales, sin hacer a un lado el capital y la tecnología, y servir como conducto de la ayuda proveniente de los organismos internacionales. A pesar de que se asumieron una forma concreta de forma subsiguiente, la orientación del mercado en el desarrollismo de la CEPAL también fue confirmado por proyectos tales como la integración regional y la reforma agraria (Prebisch [1970]). La integración regional, comprimida junto con el cierto grado de éxito en las dóciles repúblicas de América Central de los años cincuenta, se arraigó en los conceptos de eficiencia y competitividad. La integración económica facilitaría el nacimiento de eficientes empresas a gran escala y, aunque estuvieran expuestas al rigor de la competencia de los productores en los países vecinos, el conglomerado extranjero las seguiría protegiendo de la competencia desleal dentro del mercado regional. Aislados dentro los pequeños mercados nacionales, los negocios no podían alcanzar su tamaño óptimo ni lograr la eficiencia. El énfasis que se hizo en la reforma agraria reconoció, entre otras muchas cosas, que el crecimiento y la eficiencia estaban restringidos por el tamaño del mercado, a pesar de que en este caso el acento se puso en la profundización cualitativa más que en la expansión cualitativa. La reforma agraria atraería más consumidores hacia este mercado y también despejaría los cuellos de botella de la oferta en la disponibilidad de productos alimenticios; esta fue una preocupación que creció durante los sesenta, cuando la migración desde zonas rurales hacia áreas urbanas hizo que millones de ex campesinos dependieran del mercado y de las lentas respuestas de la producción agrícola que alimentaban la inflación y desgastaban el ingreso disponible para el gasto en manufactura (Prebisch [1981 y 1970]). Re-configuración del Mercado y la Sociedad: el neo-liberalismo y el neoestructuralismo En muchos países, el Modelo de Sustitución de Importaciones empezó a tener problemas a fines de los cincuenta y a principios de los sesenta (Sunkel [1993]; Fajnzylber [1990 y 1983]; Prebisch [1981]). Con una percepción retrospectiva, se pueden distinguir dos respuestas distintas frente al agotamiento de la fase sencilla del modelo ISI (y la inestabilidad política y económica resultante): el neoliberalismo y el neo-estructuralismo (Sunkel [1993]; Bitar [1988]). En algunos países existió el firme compromiso de adoptar, desde el principio, una pauta; en otros, las políticas dieron tumbos en varias direcciones. Sin embargo, en la década del 70, y gran parte de la del 80, se categorizaron claramente las economías latinoamericanas que aplicaban estrategias neoliberales o neo-estructurales. Esta categorización ignora las incertidumbres tempranas (u oscilaciones en las políticas) y pasa por alto las características que ambos modelos comparten. La incertidumbre inicial como última dirección de la política económica está muy bien ejemplificada por los regímenes militares argentinos de los sesenta y los setenta. A pesar de que no se usaba este término, el gobierno militar de Onganía (1966-1969) estaba comprometido con la profundización industrial. Éste hablaba de la necesidad de llevar a cabo un cambio estructural y aumentar la eficiencia (Peralta Ramos [1993]; Di Tella y Dornbusch [1989]; Mallon y Sourouille [1975]). El régimen también indicó que la “reforma” social y económica también tendría preponderancia en la “reforma” política – el regreso al reglamento civil sólo sería contemplado cuando los resultados de la reestructuración económica aseguraran una democracia estable y disciplinada.– La genialidad del “onganato” – y mucho de su lenguaje – prefiguró a aquél del golpe militar de 1976, con el que se derrocó al desacreditado gobierno de Isabel Martínez de Perón (1974 – 1976) y se instituyó “el proceso de reorganización nacional”. El grupo militar de 1976 estaba igualmente comprometido con la reestructuración económica y con la sociedad, y claramente rechazó el terrorismo de Estado hasta el final. Aún así, y considerando que el régimen de Onganía había favorecido la profundización industrial, muy a pesar del instrumento de las CTNs (en boca de los opositores a los oficiales nacionalistas), el proceso se avocó a las reformas neoliberales (Peralta Ramos [1993]; P. Lewis [1990]; Di Tella y Dornbusch [1989]). Para los militares en “el proceso” de persuasión, la burguesía nacional no había logrado obtener una industrialización eficiente y sostenida. Firmemente comprometidos con la doctrina de seguridad nacional, las fuerzas armadas argentinas de los setenta estaban convencidas de que la industrialización forzada había generado la pérdida generalizada del dinamismo económico, lo que había desencadenado tensiones sociales y abierto la posibilidad de que entraran elementos políticamente peligrosos. Como ya se indicó, hubo similitudes sustanciales entre el neo-liberalismo y el neoestructuralismo: la primera característica en común fue el neo-autoritarismo (Sunkel [1993]; Kay [1989]; Rouquier [1987]; O’Donnell [1973]). Los regímenes militares tecnocráticos que en muchos países tomaron el poder, y que en otros dominaron las políticas, parecían suscribirse a la antigua máxima del Porfiriato que dice: “más administración y menos política”. Se dio por hecho que el cambio hacia un modelo más acumulacionista se lograría más fácilmente dentro un ambiente político cerrado y altamente regulado; así, el diseño de la políticas debía ser despolitizado y la estrategia económica debía estar menos enfocada en lo social (Buxton y Phillips [1999]; Skidmore y Smith [1992]; Rouquier [1987]). La segunda característica fue la compresión salarial; la tercera, la reinserción internacional – claramente manifiesta en el gran monto de la deuda externa y, en menor grado, en el crecimiento de las exportaciones.– Hubo una terrible simetría entre estos rasgos. La violencia estatal – no puede olviado “los desaparicidos” – y las tácticas de shocks económicos redujeron la efectividad en las respuestas de los trabajadores e intimidaron algunas secciones de la burguesía industrial de la nación. La compresión de los salarios fue útil para la acumulación (de crítica importancia si la inflación ya no iba a usarse como mecanismo de ahorro forzado) y redujo los costos de producción. Al reducir los costos y la demanda nacionales de producción, la compresión salarial hizo una doble contribución a la reinserción global o competitividad internacional y posibilidad de exportar. Las diferencias entre los regímenes que aplican el neo-liberalismo y los que emplean el neo-estructuralismo son igualmente claras (Sunkel [1993]; Sunkel y Zuleta [1990]; Bitar [1988]; Ffrench-Davis [1988]). Las medidas neo-estructurales se aplicaron marcos políticos ligeramente menos violentos que en el caso de las neoliberales; o, posiblemente, la fase de represión fue más corta y menos brutal. Además, mientras todos regímenes neo-autoritarios justificaban el recurso de la coerción como herramienta para promover el crecimiento y la estabilidad, las administraciones que aplicaron tratamientos neo-estructurales tuvieron que construir casi de inmediato un nuevo consenso político a favor de la “reforma”. El crecimiento no fue la única fuente de legitimidad: también hubo referencias explícitas en la política social; sin duda, estos fueron los rasgos del milagro brasileño (Baer [1989]; Skidemore [1988]). En otros lugares, los pactos sociales reaparecieron gradualmente en las agendas (Teitel [1992]). Para el neo-estructuralismo, la cohesión social era un asunto relativo a las políticas y reducía la desigualdad con objetivos a largo plazo; de hecho, se creía que un menor grado de desigualdad contribuiría al desarrollo sustentable. El neoliberalismo reconocía que los altos niveles de pobreza absoluta restringían el crecimiento del mercado y representaban ineficiencia sistémica, pero supuso que el progreso social se generaría a partir de los efectos de “pasar abajo” del crecimiento. Los neo-liberales exaltaron las virtudes de la terapia shock con la finalidad de llevar a cabo distorsiones y cambiar las expectativas y las actitudes; en contraste, los neoestructuralistas favorecieron las reformas por fases. Las medidas neoliberales se centraron en lo micro – la eliminación de los elementos que inhibían los impactos de las señales reales de los precios – y apostaron por los mecanismos del mercado. Los neo-estructuralistas, inevitablemente, estaban más preocupados por el desequilibrio sectorial y la ineficiencia institucional; así, sostenían que los mercados estaban lejos de ser perfectos y que había muchos ejemplos en la falla de los mercados de América Latina: el Estado podía y debía generar y asignar factores de forma efectiva. Por lo tanto, a pesar de que los neo-estructuralistas y los neo-liberales aceptaron la necesidad de tener un Estado eficiente, fueron los neo-estructuralistas quienes afrontaron un rol gubernamental continuo e indicativo; por su parte, los neo-liberalistas dieron por sentado que la acción económica del gobierno debía ser minimalista y neutra. Para la década del ochenta, los neo-estructuralistas, sin dejar a México de lado, argumentaban que la inversión creciente en eficiencia era la antesala de la apertura internacional y retaban las suposiciones neoliberales que postulaban que, una vez que se le dejara funcionar, el mercado por sí mismo adoptaría una asignación eficiente de los recursos y las ganancias en productividad (Cárdenas [1996]; Roett [1992]). Por sobre todas las cosas, los neo-estructuralistas percibían la industrialización como un elemento esencial para el desarrollo económico; en cambio, los neoliberales estaban más preocupados por maximizar las ventajas comparativas y pensaron que la producción manufacturera crecería con el regreso a la estabilidad macroeconómica, en paralelo con la recuperación de otros sectores. Las conexiones entre el neo-autoritarismo y la liquidez internacional en los setenta siguen siendo materia de conjeturas (Griffith-Jones y Sunkel [1986]; Thorp y Whitehead [1987]). Los regímenes que siguen las estrategias neo-estructuralistas y neo-liberalistas pidieron grandes préstamos y promovieron el crecimiento. La desindustrialización en las repúblicas del Cono Sur implicó que resurgieran las exportaciones tradicionales y una mezcla diversa de productos básicos; más al norte, hubo un errático crecimiento en la participación de los manufactureros en las exportaciones, lo que puede ser interpretado como una respuesta directa a las políticas o una la consecuencia “natural” del desarrollo estructural que puede ser cuestionada. Menos abierta a debates interpretativos, fue la aguda contracción en las exportaciones manufacturadas que siguió a la abrupta apertura de la economía de países como Chile y Argentina. Este hecho, junto con las consecuencias sociales de la des-industrialización, promovió la búsqueda, sobre todo en los regímenes en proceso de re-democratización, de una solución alternativa al rompecabezas de la integración social y la eficiencia económica de los años ochenta. Hasta cierto punto, el neo-autoritarismo de los setenta explica el apoyo a la heterodoxia de los ochenta. Al analizar el paquete de ortodoxas medidas estabilizadoras promovidas por el FMI durante las décadas del cincuenta y del sesenta, y las medidas neoliberales de los setenta, los defensores de la heterodoxia descubrieron que se había erosionado la legitimidad del Estado y evaporado el compromiso del régimen con la implementación de políticas. Los partidarios de la estrategias heterodoxas aseveraron que los programas económicos que reducían el gasto estatal mediante el corte de los subsidios a productores y consumidores, y que cargaban el precio real a los servicios, los factores y las divisas, llevaban a la recesión. Esto ocasionó protestas populares y de hombres de negocios, y redujo la voluntad política de llevar el paquete de medidas a una conclusión lógica (Frenkel y O’Donnell [1994]). Estas propuestas no fueron atractivas para los nuevos gobiernos democráticos, así como tampoco lo fueron para los regímenes autoritarios que intentaban abrir el diálogo con la oposición. Como resultado, y a pesar de que los diseñadores de políticas heterodoxos compartían con sus predecesores ortodoxos la sabia idea de estabilizar la economía, la tarea que ellos mismos se impusieron consistía en una estabilización con crecimiento y no una estabilización con recesión. Los análisis heterodoxos también contemplaron la inflación de modo distinto en comparación con los defensores de la ortodoxia y el estructuralismo; sus puntos de vista en cuanto a las causas de la inflación eran más cercanos a los de los estructuralistas, quienes argumentaban que la inflación estaba manejada por los cuellos de botella de la oferta, aunque sus soluciones estaban en deuda con la “terapia de shock” neoliberal. Tras varias décadas de inflación, habían emergido mecanismos y estructuras internos, lo que significaba que la inflación estaba encriptada en el sistema. La inflación inercial no podía ser abordada a través de los convencionales medios ortodoxos, ni tampoco mediante los paliativos estructuralistas; de ahí que las medidas de shock fueran vistas como el medio más efectivo para lidiar con las expectativas inflacionarias encriptadas. Quedaban muchas lecciones por aprender del éxito inicial y de la última falla en la estabilización heterodoxa; primero, al igual que con la estabilización de los noventa, la recuperación de la confianza no gatilló el crecimiento fuerte del ahorro, como lo predijeron quienes diseñan las políticas, sino un consumo de ostentación que fatigó tanto la capacidad productiva doméstica como la posición de la reserva. Las economías que se establecieron “tardíamente” en los años noventa fueron alteradas de acuerdo a la necesidad de protegerse ante el boom de los consumidores, como había ocurrido en Brasil y Argentina en los años ochenta. Las estabilizaciones heterodoxas, tales como el Plan Austral y el Plano Cruzado, habían ocasionado una rápida (aunque de corta vida) recuperación en la confianza del consumidor, que tomó por sorpresa a los diseñadores de las políticas y a los productores y que, finalmente, terminó por menoscabar la estabilidad (Thorp [1988]; Dornbucsh y Edwards [1992]; Teitel [1992]). Los reformadores neo-liberales de la década del noventa estaban por lo tanto conscientes de la necesidad de fortalecer la posición de la reserva adelantándose a la estabilización. Reservas sustanciales facilitaron tanto la expansión de la capacidad productiva en el mediano plazo y de las importaciones en el corto plazo que reducir la presión inflacionaria que se asocia a la oleada en la demanda. Una vez dicho esto, los proyectistas de los noventa pensaron que para ellos sería mucho más fácil acumular reservas que para sus predecesores de los ochenta, cuando los precios de los productos básicos estaban deprimidos a causa de la recesión y cuando los mercados internacionales de capital estaban deprimidos como consecuencia de la dimensión de la deuda y manifestaron un sesgo contra América Latina. La segunda lección que se aprendió de las fallas de los ochenta fue la necesidad de tomar prontas acciones para resolver el déficit fiscal. Los regímenes que aplicaron políticas heterodoxas en los ochenta estaban más preocupados por el déficit político y social que por la situación fiscal, y trataron de expandir la inversión social y económica. Tal vez, para la década del noventa, las primeras fallas habían inducido un mayor grado de realismo o tolerancia por parte de los electorados. El Nuevo Modelo: eficiencia económica y sociedad Las crisis ocasionadas por la deuda y la falla de los programas de estabilización heterodoxa allanaron el terreno para la hegemonía del neoliberalismo de la década del noventa. En muchos aspectos, las crisis por deudas o préstamos definieron el diseño de las políticas económicas y sociales contemporáneas de América Latina (Buxton y Phillips [1999]; Teitel [1992]; Thorp y Whitehead [1987]; Griffiths-Jones y Sunkel [1986]). Tanto la crisis como el vació ideológico que resultaron del colapso de la heterodoxia generaron la formación de un nuevo ambiente institucional para las políticas, uno que se caracterizaría como la constante lucha por salvaguardar las formas democráticas. El paso al neoliberalismo también fue dirigido por la ayuda condicional de los organismos internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, y las presiones ejercidas por Washington. Las presiones externas se capitalizaron gracias a los defensores nacionales del cambio – y fueron desplegadas para capturar la agenda de las políticas – (Geddes [1995]; Haggard y Webb [1994]). Esta tendencia lentamente se consolidó en la última parte de la década, aunque ya en 1982 el Banco Interamericano de Desarrollo aplaudió que Costa Rica hubiera introducido reformas de seguridad social, el segundo país en hacerlo– después de Chile – (BID[1982]). Bolivia ha sido el más fiel adherente a la nueva ortodoxia y ha seguido este rumbo desde mediados de los ochenta (poniendo en práctica una sucesión de fallidos paquetes de estabilización semi-heterodoxos entre 1982 y 1985). Sorpresivamente, inclusive la oportunidad de la adopción de la reforma estructural chilena no pasa sin ser contendida. Fue por estos años cuando Chile se implementó la “segunda etapa” de la reestructuración neoliberal. Si las estrategias que aplicaron los “Chicago Boys” (quienes virtualmente monopolizaron las decisiones económicas del mercado entre 1974 – 1982) estabilizaron la economía, la sobrevaluada tasa cambiaria y el creciente monto de la deuda (privada) estuvieron entre las consecuencias no anticipadas, cuyo resultado se tradujo en una severa depresión que afectó a muchos de las características de la estagflación. Además, al igual que en Argentina durante el periodo del “proceso”, el giro monetarista para encoger el sector estatal se enfrentó a la resistencia de los militares, quienes se negaban a favorecer la privatización de los bienes del Estado considerados como estratégicos (normalmente las corporaciones controladas directamente por las mismas fuerzas armadas). En el conflicto que había entre los ideólogos monetaristas y los intereses de los uniformados, fueron las fuerzas armadas quienes salieron victoriosas. El shock que se presentó entre 1983-1985, lo que incluye el colapso económico de la re-nacionalización (el Estado tenía que respaldar al sector bancario), las protestas políticas y la renovada represión demostraron que la estabilidad misma no produciría un cambio estructural y, así mismo, que el crecimiento no erradicaba la pobreza. Este modelo macroeconómico chileno de crecimiento, estabilidad macroeconómica y desarrollo estructural, del que tantos se jactan, data de los años 1985 y 1986, más que del periodo entre 1973 y 1974. ¿Cuándo fue que México tomó el camino hacia el neoliberalismo? ¿Fue acaso hacia fines de 1982, cuando el presidente de la administración entrante, De la Madrid, heredó el caos que había dejado el régimen de López Portillo (que había culminado con la devaluación y la nacionalización de la banca que pertenecía a privados) junto con los tan denunciados delitos fiscales y el populismo financiero? Si esto fue así, es porque ya había pasado muchos pasos para atrás. Sin embargo, durante el sexenio de Miguel De la Madrid, México accedió al GATT (lo que implicó el abandono del proteccionismo). La “victoria” de Salinas de Gortari (quien se supone fue el arquitecto de la estrategia económica de Miguel De la Madrid) en las elecciones presidenciales de 1988 parecía confirmar esta tendencia. La pieza clave de la segunda mitad de la administración salinista fue el tratado de libre comercio – el TLCAN – que se firmó con Canadá y EE.UU. en 1993 (Cárdenas [1996]; Roett [1996]; Solís [1990]). La apertura económica – y la privatización – pueden haber estado en la agenda económica de Argentina de mediados de los setenta y, nuevamente, en la de mediados de los ochenta, pero sólo alcanzaron su efecto total en la última parte de la primera administración de Menem, tras las intensas sacudidas que sufrió el neoestructuralismo hacia finales de los ochenta. Existe poca evidencia que demuestre la existencia de un neoliberalismo cuidadoso y en marcha en los gabinetes de Menem que comprenden el periodo 1989-1990 (Acuña [1995]; Lewis y Torrents[1993]). En Perú, el apoyo al neoliberalismo se formó en la elección presidencial de 1990. La saliente administración de Alan García (1985-1990) había puesto en práctica la ortodoxia y el “colectivismo estatal”. Mientras la campaña electoral estaba en marcha, este país experimentó una hiperinflación. El candidato favorecido, Mario Vargas Llosa, quien ganó la primera vuelta, defendía la transparencia de la estrategia neoliberal, mientras que el candidato que finalmente salió victorioso, Alberto Fujimori, implementó un programa de “monetarismo–populista” (Crabtree y Thomas [1988]). Para Brasil, el paso al neoliberalismo fue aún más lento y más indeciso que para la Argentina, y se asoció con el programa que Enrique Cardoso lanzó en 1990, primero como ministro de economía y después como presidente (Willumsen y Gianetti de Fronseca [1996]). Hoy en día, los rasgos del neoliberalismo están bien establecidos. La característica que lo define es la disciplina fiscal: el gasto estatal debe estar cubierto por los ingresos (o préstamos limitados) y no por la monetización del déficit, lo que implica reformas fiscales y presupuestarias; así, para muchos regímenes ha sido más fácil reducir el gasto que aumentar los ingresos adicionales. En muchos países, el sistema de impuestos se ha simplificado y el sistema de recolección de impuestos ha mejorado, sin olvidar los esfuerzos por erradicar la evasión. Cada vez más, la reforma presupuestaria implica la devolución de gastos (y la distribución de ingresos) a los niveles más bajos de gobierno. En algunos países, el rol del Estado central también ha sido limitado por la reforma constitucional, que ha deslindado las responsabilidades del gasto social a las provincias (o, en el caso de previsiones para los pensionados, al mercado). La segunda característica en importancia es la desregulación. Internamente, esto se ha traducido en la necesidad de asegurar que el mercado sea quien determine los precios: la legislación ha ido inhibiendo progresivamente el rol fijador (o indicador) del Estado en el precio de los factores, bienes y servicios. Externamente, esto significa la apertura del mercado: reducir aranceles, simplificar los regímenes arancelarios y eliminar las barreras no arancelarias del comercio; liberar las divisas y los mercados financieros; estabilizar la moneda, ya sea a través de una paridad flexible con el dólar norteamericano (lo que significa la “libre flotación”) o mediante la “quasi dolarización”. El tercer rasgo más distintivo del neoliberalismo es la privatización. El tamaño del Estado, y su rol en la economía, se reduce considerablemente cuando se dispone de las corporaciones estatales. Gracias a la reducción del Estado y a la capacidad del mercado para tomar decisiones libres, la privatización ha ayudado a que se cumplan una gran cantidad de objetivos; ha eliminado uno de los principales factores de presión en el gasto – el déficit operacional de las corporaciones estatales fue en buena parte el responsable del déficit fiscal.– La privatización también ha sido utilizada para aligerar la carga de la deuda y ha fortalecido el proceso de apertura económica, ya que los consorcios extranjeros han adquirido la antiguas empresas estatales. En lo anterior queda implícito que la apertura económica (reinserción global) es el cuarto rasgo más importante. Este proceso ha sido institucionalizado no tanto a través de las reformas arancelarias unilaterales, sino, como se ha planteado, a través de la privatización y los tratados internacionales – lo que incluye la membresía a la organización Mundial de Comercio (OMC) y la adhesión a bloques regionales de libre comercio tales como el MERCOSUR/L, el Grupo Andino y el TLCAN.– Una característica final y mucho más reciente en muchos países han sido las políticas de seguridad social (o despliegue de la retórica del reformismo social) – lo que implica modificaciones a los regímenes de seguridad social y salud, así como al código laboral (BID [1997]). Una vez más, estas medidas son coherentes con los otros “elementos del paquete”. Transformar la legislación y los regímenes de seguridad social implica reducir el rol que tiene el Estado al determinar el precio (o mejor dicho, el costo) del trabajo. Al disponer de las empresas estatales, las pensiones de financiamiento y la salud (junto con la educación estatal) representaron los elementos restantes que ejercieron presión sobre el presupuesto. La “reforma” de seguridad social (esencialmente la reforma a las pensiones) está ahora muy presente en la agenda política y probablemente continuará siendo del mismo modo, ya que se percibe como un elemento crucial para los proyectos neoliberales de ajuste estructural en el así llamado nuevo modelo económico (Barrientos [1998]). Con demasiada frecuencia, las reforma de seguridad social es presentada como uno de los componentes de la reforma fiscal, de la profundización de los mercados de capitales y la desregulación del sector financiero. Aún así, los sistemas de seguridad social pueden desempeñar un rol muy importante en la compensación de los costos sociales de las reformas económicas (Herring y Litan [1995]; Mesa-Lago [1994 y 1991]). Chile y Costa Rica fueron los primeros países en enfrentar los problemas de solvencia, entrega y equidad que generaron los antiguos regímenes de pensiones, y lo hicieron de modos radicalmente opuestos. En la década del noventa, Argentina, Brasil, Colombia, Perú, México y Uruguay se encaminaron hacia la reforma. Ahora existen varias alternativas al modelo chileno (Barrientos [1998]; A. Arenas de Mesa y Bertranou [1997]; BID [1996]; Mesa-Lago [1996]), entre las que se incluyen: un régimen competitivo en el cual fondos privados y estatales compitan por hacer negocios; un acuerdo complementario donde las cajas del Estado proporcionen una pensión básica – normalmente muy básica y fondos privados que estén por encima; un acuerdo residual/transitorio en el que, como en México, el Estado mantenga un sistema público que sea exclusivo para que aquellos que ya estén enlistados (los trabajadores que ahora entren al mercado laboral serán provistos por el sector privado). Hasta ahora, sólo Chile a llegado a un sistema de capitalización completa, en el cual la pensión final que se les paga a los individuos está determinada por inversión de ingresos que se deriva de las primas que deposita el asegurado durante su vida laboral en una cuenta específica. En la perspectiva neoliberal (o neo-conservadora) de lo social y lo económico, las políticas están arraigadas en las suposiciones de los beneficios de “opción”, “responsabilidad” y “fortalecimiento individual”. Incluso aquellos que tienen que ver con la igualdad, y que defienden la continuación de rol del Estado, aceptan la necesidad de mayor eficiencia y flexibilidad en los recursos, esto con la finalidad de asegurar la entrega de pensiones de retiro e invalidez capaces de mantener con dignidad a sus beneficiarios (OIT [1992]). En términos macroeconómicos, la reforma a la política social fortalece los mercados nacionales de capital e incrementa las tasas de ahorro doméstico – ambas vitales para la consolidación del nuevo paradigma de desarrollo.– La retirada del Estado y la despolitización en la toma de decisiones sociales y económicas constituyen la dimensión política del discurso neoliberal. Por lo tanto, mucho del lenguaje de la reforma está estrechamente relacionado con la eficiencia administrativa dentro del contexto de la estabilidad macroeconómica, fortaleciendo al individuo como ciudadano (responsable) y exaltando la calidad del capital humano. Conclusiones North [1990] presenta dos escenarios en los que podría ocurrir el cambio institucional; el primero implica un shock profundo en el sistema, un shock que podría originarse desde dentro (por ejemplo, la Revolución mexicana) o desde fuera (como la Primera Guerra Mundial); el segundo ocurre cuando las organizaciones están de acuerdo en que el orden institucional existente ya no funciona y que el cambio es esencial. En el último caso, el cambio puede ser consecuencia de la reconstrucción de las relaciones entre organizaciones o del nacimiento de nuevos grupos. La formación del Estado oligárquico en tercio de en medio de la mitad del siglo XIX puede ser descrito como el resultado de la formación de un nuevo consenso entre los grupos existentes – la comprensión de que el orden institucional existente ya no sirve. La formación del Estado populista posterior al treinta tradicionalmente se ha presentado como señal de ruptura: el antiguo orden fue destruido por el periodo de depresión entre guerras, el cual deterioró las organizaciones oligárquicas y permitió que nuevas formaciones sociales se establecieran sobre la nueva estructura, aunque esta visión puede ser refutada. El Estado proto-populista más bien debe ser comprendido como el ajuste que los grupos existentes hicieron para ajustarse y absorber los vestigios del antiguo orden. Hubo una apariencia de cambio en el orden institucional, pero el elenco de jugadores, al menos en el inicio, continuó siendo esencialmente el mismo. ¿Cómo puede el orden neo-autoritario (que sentó las bases para el orden neoliberal) ser comprendido? Discutiblemente, el orden neo-autoritario reflejó el último esfuerzo que hicieron las poderosas organizaciones nacionales por preservar la esencia del antiguo sistema, mientras que el neoliberalismo representa el creciente predominio de la perspectiva de las organizaciones existentes, el cual plantea que la antigua estructura institucional no pudo mantenerse, por lo que tuvo que acordarse una nueva. No puede negarse que la efectiva integración al sistema global transformó a América Latina, promoviendo cambios institucionales en varios frentes. Algunos de estos fueron anticipados y bienvenidos, o relativamente bien ajustados, mientras que otros no. El nacimiento de la economía a fines del siglo XIX y principios del XX generó oportunidades y representó retos para los Estados latinoamericanos. Sin embargo, ni todos los sectores ni todos lo países compartieron las ganancias de la inserción internacional de manera equitativa. ¿Acaso esto se debió a que algunas áreas no estaban perfectamente bien integradas a la economía mundial?, ¿fue debido a que los mercados internacionales eran inherentemente inestables y se movían en contra de los productores de América Latina? ¿o fue a causa de que las reglas del juego perjudicaban a los participantes latinoamericanos? Ciertamente, hubo diferencias considerables en la exportación y el desempeño económico general de las economías latinoamericanas durante el periodo del liberalismo oligárquico. Suponiendo que las condiciones internacionales fueran muy similares en todos los países, la diferencia en el desempeño puede explicarse a través de escenarios institucionales domésticos asociados con la composición de exportaciones y el momento de la entrada en el sistema global. Los países que se integran a la economía global de forma “temprana” tuvieron más posibilidades de salir beneficiados que los países que lo hicieron “tardíamente” y algunas de los productos básicos fueron más “democráticos” que otros. Sin embargo, algunos Estados estaban mejor posicionados que otros para sacar provecho de las oportunidades. Los Estados fuertes, como el chileno y brasileño (que emergieron como entidades institucionales coherentes inmediatamente después del periodo de independencia), pudieron maximizar las ganancias nacionales a través de la inserción internacional. Otros, como Argentina y México, sólo lograron la estabilidad institucional con la “globalización” del siglo XIX. En contraste, otros Estados estaban tan debilitados por la independencia y las fuerzas centrífugas que desencadenó, que la globalización pareció ser una amenaza más que una oportunidad. En el siglo XIX, los Estados fuertes pudieron adoptar un capitalismo nacional moderno; los débiles, por su parte, fueron menos capaces de socorrer a los organismos locales que, en consecuencia, se encontraban agobiados – o absorbidos – por los actores externos. Desde 1930 hasta la década del 60, los Estados fuertes se fueron haciendo cada vez más activos. En términos económicos, hubo una tendencia a expandir el espectro de los precios – de factores, servicios, artículos y productos – que serían “administrados” o “fijados” por el Estado. Estos rasgos no fueron exclusivos de América Latina, pero sólo en las economías socialistas de Europa de Este y Asia el sector estatal era más grande. En muchos países, la administración de las políticas también se fue incrementado, ya sea por civiles o por regímenes militares. Hubo partidos políticos (y uniones comerciales) del Estado y organizaciones políticas que se comportaban como si fueran el Estado. La economía y la política se tornaron estatalistas y nacionalistas: las fronteras entre lo público y lo privado se desvanecieron. Aunque hubo excepciones, estas tendencias abarcaron casi todo un continente. En sociedades más grandes y pluralistas, las tendencias se institucionalizaron y se formalizaron. En el caso de América Central y el Caribe, los regímenes cleptocráticos se personalizaron. El estatismo latinoamericano trajo consigo la unión del gobierno con el sector privado; inicialmente, confinada a los negocios nacionales privados, esta alianza subsecuentemente indujo las corporaciones trasnacionales (CTN). En algunas repúblicas, el trabajo organizado también fue incluido dentro de la unión, pero siempre como “socio asociado”. El balance del poder entre el Estado y los hombres de negocios varió a lo largo del continente y se fue transformando con el paso de tiempo. El sector privado tuvo mayor influencia en Colombia y México, mientras que en Brasil el gobierno fue quien asumió el rol directivo más fuerte, muy claramente en los setenta. Así, entre fines de los cuarenta y fines de los sesenta, la industrialización fue el objetivo principal de las políticas gubernamentales a lo largo de la región, incluso en las economías “pasivas” y agrícolas de América Central. En los casos de Brasil, México y las repúblicas del Cono Sur, la industrialización bien pudo haber sido puesta en marcha antes de que el proceso se dignificara con el sello de aprobación que proveyó el cepalismo. Otros países como Colombia y Cuba llegaron tardíamente y solo absorbieron la ideología de los sesenta. Para la mayor parte de las economías, los rasgos más importantes del periodo de “desarrollo estabilizador” (de muy rápido crecimiento) fueron las ganancias en bienestar y la inflación. No obstante, la progresiva volatilidad en las cuentas externas y fiscales, así como la creciente inflación, suscribieron la sacudida hacia el neo-estructuralismo y el neoliberalismo de fines de los sesenta y principios de los setenta. El desarrollo estabilizador fue percibido como el desestabilizador social de la volatilidad macroeconómica. Las manifestaciones más obvias de esto fueron: el terrorismo urbano en Argentina y Uruguay, el descontento rural en muchas regiones, el miedo a una Guerra civil en Chile en 1973 y el conflicto en América Central cuando los desacreditados gobiernos de la región se dieron cuenta de que era imposible refrenar las protestas de los excluidos políticos. La petición emergente del neoliberalismo posterior a mediados de los ochenta también fue asociada con la violencia, particularmente la violencia económica desencadenada por la fallida heterodoxia. La hiperinflación, incluso en mayor medida que el terrorismo institucionalizado de las fuerzas armadas de los setenta, destruyó las alianzas que habían conseguido el desarrollismo posterior a la Segunda Guerra Mundial y los proyectos neo-desarrollistas. A fines de la década del ochenta, el ambiente internacional también había cambiado; el aparente fin (o aminoramiento) de las crisis de la deuda y el colapso del comunismo en Europa y África parecían validar el sistema capitalista global. Ciertamente, la influencia de los “organismos de Washington” se incrementó. Los temas de la eficiencia y la competitividad internacional ahora dominan el debate de las políticas: el nuevo marco ideológico se enfrenta a un estado pro-activo que está siendo desplazado por un estado más amigable con el mercado que se caracteriza por las “privatizaciones” y la despolitización en el diseño de las políticas sociales y económicas. Desde 1930, el crecimiento ha beneficiado de manera desproporcionada a las clases altas y medias y al trabajo organizado, el sector urbano y los interese de la manufactura. ¿Será el neoliberalismo capaz de producir ganancias absolutas (si no es que relativas) para un amplio espectro de la población? Los defensores del nuevo modelo económico sostienen que la inflación es la causa principal de la pobreza y la desigualdad. Si esto es así, sería lógico que la eliminación de la inflación ha impedido que las condiciones se deterioren aún más. Auque cabe preguntarse: ¿cuándo mejoraran las condiciones para las masas de población y por cuánto tiempo más el electorado será paciente? – particularmente los más pobres, quienes han sido agobiados por los regímenes neoliberales (o neo-populistas).– el crecimiento sin igualdad forzará q que los regímenes consideren políticas sociales más pro-activas, políticas que permitan que los pobres se reconecten con el mercado, tanto en lo político como en lo económico. Esta reconexión es esencial para la legitimidad y la institucionalidad de los Estados o, en pocas palabras, para sostener la economía política actual. Bibliografía: C. Abel & C..M. Lewis (eds.) Welfare, Poverty and Development in Latin America (London 1993). C. Abel & C..M. Lewis (eds.) Latin America, Economic Imperialism and the State: the political economy of the external connection from Independence to the present (London 1991). C.H. Acuña (ed.) La nueva matriz política argentina (Buenos Aires 1995). 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