La evolución de la fabricación industrial de todo tipo de productos

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La evolución de la fabricación industrial de todo tipo de productos, así como la
limitada disposición de recursos naturales y materias primas ha llegado a un punto
en el que respecto al diseño de cualquier nuevo producto debería planear una
pregunta capital, sobre la que debería bascular la decisión relativa a la fabricación
de ese producto: ¿Es sostenible ecológicamente?. La cuestión puede parecer trivial
a primera vista, pero en realidad, además de poner en evidencia un
posicionamiento ético en el diseño, obedece a la realidad de los datos que
diariamente afluyen en los medios de comunicación sobre el cambio climático de la
Tierra y la influencia que los procesos industriales causan en éste.
La necesidad, pues, de adoptar un punto de vista ético-ecológico-sostenible es en el
estado actual, indiscutible. Si repasamos la historia del diseño, veremos que esta
perspectiva ha sido ignorada sistemáticamente hasta la actualidad. Bien es cierto
que no existía la conciencia sobre la escasez de recursos y ni tan siquiera sobre
algo como el despilfarro energético y material. Las décadas de los 40, 50 y 60 del
pasado siglo son un buen ejemplo de derroche y malversación de recursos en el
diseño de todo tipo de productos industriales. Desde vehículos que consumían
toneladas de combustible hasta la fabricación de todo tipo de ingenios mecánicos
que servían de escaparate a una modernidad industrial cuyo ego parecía no tener
fin. En cualquier caso, la ciencia ha dado la voz de alarma y, como consecuencia de
ello, la biblia del diseñador del siglo XXI, no debería empezar por la relación de
materiales a utilizar en la fabricación de un producto, ni por su atractivo estético y,
aunque parezca un contrasentido, ni siquiera por su utilidad. La primera pregunta
que debe hacerse ese diseñador actual es: “¿Puedo diseñar y fabricar este producto
de manera sostenible?, añadiendo a continuación el resto de cuestiones
relacionadas con el proceso de fabricación, cuestiones que deberían incluir
aspectos tan fundamentales como la gestión de residuos, por ejemplo.
Por el contrario, lo que actualmente se conoce bajo la expresión de “obsolescencia
programada” pone de manifiesto una falta total de compromiso ético con el planeta
y supone una dilapidación gratuita e inútil de recursos, un uso aberrante del
diseño al servicio de la codicia humana, prescindiendo incluso de la utilidad,
puesto que lo útil, tradicionalmente, también es duradero.
Desde otro punto de vista, y enlazando con lo anterior, el diseñador debería
reprogramar el concepto de utilidad. Actualmente se fabrican millones de objetos
que no sirven absolutamente para nada, y hay que resaltar la rotundidad de la
expresión para poder reinstaurar un poco de cordura, coherencia y pragmatismo
en los procesos industriales. Por ejemplo, en las conocidas como “tiendas de
chinos” podemos hallar miles de objetos cuya inutilidad sólo es igualada por
nuestro asombro al descubrir que alguien ha invertido recursos energéticos,
materiales y mano de obra humana en fabricar algo así. Lo mismo sucede en las
catedrales del consumismo que llamamos centros comerciales, dónde existen
también un buen número de ejemplos de todo ello. Dicho de otra forma, nuestro
tren de vida industrial nos lleva al colapso planetario, un argumento definitivo
para instaurar una ética del diseño que tenga en cuenta la huella ecológica global
del producto y sirva para rechazar todo aquello cuya única finalidad es el engorde
de nuestra vanidad o, peor aún, para satisfacer las ansias de un capitalismo
galopante cuya avaricia parece no tener fin.
El inacabable e insostenible engreimiento industrial se aprecia también en los
productos de consumo y uso diario. Realmente, por ejemplo, ¿es necesario
envolver doce yogures que ya están envueltos en plástico, en una caja de cartón
que se nos vende con la presunción de mejorar nuestra comodidad?. Si la respuesta
es afirmativa, la conclusión es que nuestra comodidad es culpable de dilapidar una
buena parte de recursos naturales para un fin que es rotundamente improductivo
(¿Cuántos árboles son necesarios para fabricar el cartón que envuelve los millones
de yogures que se venden en miles de supermercados de decenas de países? Y sólo
estamos hablando de yogures!). Otro ejemplo de desperdicio gratuito lo podemos
observar en los llamados restaurantes de comida rápida. Primero nos dan una
bandeja con un salvamanteles de papel que luego se tira a la basura, no va al
reciclaje, ni mucho menos. Encima del salvamanteles hay una hamburguesa
envuelta en una caja de material procedente de derivados del petróleo o de cartón,
cuyo coste energético de fabricación en ambos casos es casi equivalente al del
contenido que envuelve, y cuyos restos irán a parar, igualmente, a la basura, no al
reciclaje. Al lado de la hamburguesa un vaso de plástico con su pajita
correspondiente envuelta en un papel, contiene una bebida cuyo coste de
fabricación es inferior al del recipiente. Los restos de ambos, vaso, pajita, y
envoltorio de pajita, también irán a la basura. Alternativamente, al lado de la
hamburguesa y del vaso de refresco podemos encontrar unos sobres que
contienen mostaza, kétchup u otros condimentos alimentarios que sufrirán el
mismo destino que los envoltorios anteriores y cuyo coste de fabricación
energético es igualmente injustificado. Por último, al lado de todo ello
encontraremos una, dos o más servilletas de papel, el uso indiscriminado de las
cuales raya en la obscenidad ecológica, y cubiertos de plástico, también de un solo
uso y fabricados con derivados del petróleo. Es decir, la huella ecológica global de
una comida estándar en un restaurante de comida rápida no la paga realmente el
consumidor, que se limita a pagar una cantidad ínfima de lo que realmente le
cuesta su comida al planeta, que es quién realmente está pagando la factura.
En conclusión, al hilo de los ejemplos relacionados, y dando por supuesto que
seguiremos alimentándonos y consumiendo bienes y servicios, hay que darle al
diseño la importancia que, en cierto sentido, siempre ha tenido, y que le ha sido
robada por el capitalismo desmedido. El diseño, puede, y debe, buscar soluciones
que sean más sostenibles sin dejar de buscar a la vez, de algún modo, una mayor
comodidad. No hay ningún contrasentido en ello, sólo debe hacerse un mayor
esfuerzo para buscar la compatibilidad entre ambos conceptos. Nuestro planeta, y
nosotros mismos, lo necesitamos.
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