¿QUÉ ES EL CEREBRO? Incluso para el individuo más profano en Ciencia que podamos imaginar, la idea de que tenemos un cerebro dentro del cráneo que controla una vastísima cantidad de funciones no es en absoluto ajena. Al alcance de todos está el conocimiento, más o menos básico, de esa cosa arrugada, rosa y complicada que descansa sin dormir nunca dentro de nuestro cráneo. Sabemos que regula cuestiones tan dispares como la respiración, el movimiento corporal o la recopilación de todo lo que accede a nuestros sentidos, y que, cuando algo se nos fastidia dentro, sin duda, alguna repercusión de ello veremos fuera. Pero, ¿conocemos cuál es la finalidad última y, a su vez, más básica y primitiva del cerebro? ¿Sabemos cómo lleva a cabo su labor, y que mecanismos neuronales lo permiten? Y, por qué no, ¿sabemos cómo sabemos lo que sabemos del cerebro? El cerebro no es más (ni menos) que una máquina sensoriomotora. Esto es: un mecanismo biológico que nos permite recopilar información externa a nosotros y relativa al medio en el que nos desenvolvemos y, de manera acorde a dicha información, poner en marcha pautas de movimiento y actuación, coordinando todos los sistemas que componen nuestro organismo, para adaptarnos lo mejor posible a dicho ambiente. Esta es la razón evolutiva por la cual el sistema nervioso apareció y se fue desarrollando en ciertas especies, y es el objetivo último de dicho sistema. No obstante, alguno de nuestros avezados lectores ya se estará preguntando cómo conjugar esto con la existencia de funciones y procesos tan sofisticados como, por ejemplo, la generación de hipótesis, con los que cuenta el ser humano. ¿Es, acaso, una floritura que nos permite nuestro rango evolutivo, o tiene, al igual que sus funciones primordiales, un por qué? La respuesta, como tantas veces, se encuentra en la propia evolución: del mismo modo que para nosotros nunca hubiera resultado útil (“adaptativo”, hablando en términos de evolución) el desarrollo de una potente lengua con la que alcanzar alimento a varios metros, los camaleones no han tenido la necesidad de desarrollar complejos procesos de generación de hipótesis para desenvolverse con eficiencia y eficacia en su medio. Las especies, pues, nos adaptamos a lo que nuestro medio nos exige. En el caso del ser humano, la interacción cada vez más compleja entre congéneres y la necesidad de anticipar eventos relevantes en nuestro entorno llevó a que aquellos individuos que nacieran con cerebros más sofisticados y que, por tanto, fueran capaces de desarrollar funciones como razonamiento abstracto, identificación y expresión emocional fina, inhibición y flexibilidad comportamental, se adaptasen mejor a estas nuevas contingencias ambientales y, por tanto, se reprodujesen y transmitiesen dichas mejoras entre su legado genético. El lento pero firme proceso de sofisticación cerebral ha llevado a que el ser humano goce de una posición preponderante en lo que a desarrollo nervioso se refiere y, por ende, en la naturaleza. No deja de resultar asombroso que precisamente esta posición sea la que nos ha llevado a preguntarnos sobre ciertas cuestiones (entre ellas, la que nos ocupa ahora mismo) y, finalmente, nos haya permitido conocer nuestra misma naturaleza y cómo el mundo y nuestro organismo funcionan. Está siendo, no obstante, un proceso arduo: durante cientos de años, un halo de misterio cubría todo lo relativo al cerebro. Tras una larga fase de aproximación precientífica (e incluso mística en ciertos periodos), fue el inicio del estudio sistemático y controlado (mediante la aplicación del método científico) lo que favoreció un conocimiento más firme del cerebro y sus funciones. A medida que la técnica biomédica va avanzando, vamos contando con nuevas y más poderosas herramientas, que, sin duda, nos brindarán más y mejores datos en un futuro próximo. Dedicaremos espacio en números posteriores a conocer los métodos más significativos en la investigación neurocientífica, sus bondades y el cariz imprescindible de los mismos. Nuestro cerebro, al contrario de lo que pueda parecer externamente, está compuesto de innumerables estructuras que se solapan. La manera más adecuada de aproximarse a él, precisamente por tratarse del modo en el que se fue desarrollando evolutivamente y en el que, además, aparece en el desarrollo fetal, es de dentro a fuera, y de abajo a arriba. La parte más primitiva del mismo, y que es la prolongación natural de la médula espinal (la hermana que no debemos olvidar de nuestro cerebro y junto con la cual compone el sistema nervioso central) es el tronco cerebral. Regula funciones básicas, como el control visceral, la respiración, la tasa cardíaca, la reproducción o los ciclos sueño-vigilia, y es lo que MacLean (1992) llamó, conjuntamente con el cerebelo, “cerebro reptiliano”. Rodeando la parte más superior del mismo, se disponen una serie de estructuras más avanzadas filogenéticamente que habilitan al ser humano para la conducta emocional, el control fino del movimiento y la capacidad de aprender, esto es, establecer, almacenar y recuperar nuevos conocimientos. Forman parte de este “cerebro mamífero” estructuras diencefálicas como tálamo e hipotálamo, la amígdala, el hipocampo o los ganglios basales. Por último, en lo que supone el culmen de la evolución del sistema nervioso, nos encontramos con la corteza cerebral, encargada del procesamiento sensorial más complejo, la planificación de acciones voluntarias, el control superior de la conducta y procesos como la atención y las funciones ejecutivas. Unas y otras estructuras se hayan en compleja interconexión, formando intrincados circuitos que, a su vez, componen sistemas especializados pero en relación. Además, a nivel celular, nuestro sistema nervioso está formado por unas células muy especiales (sin desmerecer a las glías): las neuronas, capaces de modificar su fisiología y su funcionalidad para, en definitiva, adaptarse a las demandas del ambiente y a la experiencia, concediendo a nuestra conducta una tremenda flexibilidad y plasticidad. Si bien apenas hemos arañado la superficie, ya se hace evidente por qué este órgano despierta tantísimo interés desde científicos y curiosos. Cómo nuestra conducta tiene una base fisiológica y química, si bien va dejando de ser un misterio, supone un excitante campo de estudio que vale la pena conocer. Santi Mora es licenciado en Psicología con master en Neurociencia cognitiva y del comportamiento, y ha trabajado en el departamento de Psicobiología de la Universidad de Granada. Para saber más: ·Pinel, J.P.J. (2007). Biopsicología. Pearson educación, Madrid.