Máster en Derechos Fundamentales – Curso 2011/2012 Asignatura: Concepto de derechos fundamentales en la Constitución española Materiales para el estudio, Bloque 2 Preparados por: Ignacio Gutiérrez Gutiérrez – Jorge Alguacil González-Aurioles Introducción histórica SUMARIO 1. Panorámica general sobre la evolución del concepto de derechos fundamentales 2. El originario aspecto objetivo de los derechos fundamentales 3. La garantía de la reserva de ley como contenido de los derechos fundamentales 4. El principio de constitucionalidad como garantía de los derechos fundamentales 5. La garantía de los derechos fundamentales a través del recurso de amparo 6. STC 86/1985: los derechos fundamentales integran hoy diversos aspectos que se han acumulado a lo largo del tiempo 1. Panorámica general sobre la evolución del concepto de derechos fundamentales Una exposición sintética del contenido de este apartado ha sido ya formulada entre nosotros, en términos que seguramente no es inoportuno comenzar repitiendo. Antonio López Pina, Ignacio Gutiérrez Gutiérrez, Elementos de Derecho público, Marcial Pons: Madrid/Barcelona, 2002, Capítulo IV, apartado 1.1: “La doctrina constitucional de los derechos fundamentales. Evolución histórica” (págs. 99 a 103). Extracto El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes El art. 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 afirma, ya lo hemos visto, que “toda Sociedad en la que los derechos fundamentales no están establecidos ni la separación de poderes garantizada carece de Constitución”. Desde sus mismos orígenes, pues, los derechos fundamentales forman parte de la noción de Constitución: una Constitución sin derechos no es tal. Pero, a la vez, no hay derechos fundamentales sin Constitución, sólo son fundamentales los derechos reconocidos por ella (Cruz Villalón); el ordenamiento podrá reconocer cuantos derechos subjetivos estime oportuno, pero, de entre ellos, sólo son fundamentales los que se recogen en la norma suprema del ordenamiento jurídico. En la misma Declaración de Derechos se añade que “la preservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre es el fin de toda asociación política”; de acuerdo con el art. 4 de la Constitución de Cádiz, “la Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”. Las tareas públicas en el Estado constitucional vienen así al menos parcialmente determinadas por la necesaria garantía de los derechos constitucionales, y la teoría de la Constitución, la de los derechos fundamentales y la de las tareas públicas cobran unidad en adelante irrevocable. Ahora bien, ¿qué significa el reconocimiento constitucional de unos derechos y en qué‚ consiste, consecuentemente, la preservación de los mismos? La respuesta varía a lo largo de la Historia, al paso del desarrollo del tipo ideal Estado constitucional. En el momento revolucionario, la Constitución tuvo el alcance político máximo de 1 servir como ariete contra la estructura de poder del antiguo régimen. Las declaraciones de derechos prefiguraban el orden constitucional en su conjunto, y los valores encarnados en las mismas determinaban el programa político según el cual el legislador había de configurar las relaciones sociales. Al Estado le corresponde así una intervención inicial para consolidarlos también como derechos privados frente a la maraña de privilegios, arbitrios y cargas que configuran la sociedad estamental. La aprobación de los grandes códigos (civil, penal, mercantil) pertenece al programa de tareas del primer Estado constitucional. Sólo después de ese momento fundacional hubieron de dejarse las relaciones sociales abandonadas a su libre desenvolvimiento. Las leyes naturales que rigen la esfera de libertad espiritual, social y económica aseguran a la sociedad civil un orden en el cual el Estado no debe interferir, porque, alterado su equilibrio, el propio Estado pierde su justificación vicaria. El concepto liberal de los derechos se refleja en la igualdad de oportunidades, cuya raíz mercantilista evoca la lucha darwiniana para maximizar lucro: la igualdad de oportunidades es igualdad para competir (Gómez Llorente). Pero la libre competición en el mercado presupone no sólo la reducción de las libertades reales de los otros a mercancías, sino igualmente aceptar que en último extremo dependan del resultado de una lucha competitiva el acceso a los bienes imprescindibles para una existencia digna, muy en particular el derecho al trabajo. El supuesto mérito de unos deja a otros a merced de una política meramente asistencial, sin la autonomía imprescindible para vivir dignamente. Se renuncia, en aquel momento inicial, al Estado-providencia benefactor; la mínima incidencia del Estado como garante de la seguridad pública conlleva sólo ciertas acciones coyunturales para restaurar el equilibrio eventualmente roto en las relaciones sociales. Tal intervención en los derechos sólo puede ser autorizada por sus propios titulares; en la práctica, por la representación soberana de la Nación en el Parlamento. Por eso, tras aquel momento inicial, la eficacia jurídica de los derechos fundamentales se agota en la delimitación del ámbito material de la reserva de Ley; esto es, simplemente acota la esfera privada en la cual la intervención administrativa requiere autorización parlamentaria. Los derechos fundamentales, en esta versión llamada clásica, lo hubieran podido ser verdaderamente sólo frente a la Administración, que tendía a personalizar el Estado, y sólo cuando el legislador no hubiera autorizado la intervención en ellos. Los derechos son fundamentales en cuanto dotados de la garantía sustancial de participación de sus titulares, los ciudadanos, en la determinación de sus límites. El Estado liberal, más allá de la garantía general de la libertad y de la propiedad que proporcionaban Derecho y jurisdicción civiles y penales, no renunció tampoco a la propia gloire, por utilizar la clásica contraposición de Montesquieu; y al efecto desarrolla políticas y tareas de diversa índole. Pero el principio monárquico y la doctrina de las relaciones especiales de sujeción las mantiene al margen de la eficacia de los derechos constitucionales. La vigencia efectiva de unos derechos así concebidos resultaba por demás limitada. Los propios fundamentos del régimen liberal postulan la superación de tales límites trazados por la dogmática conservadora; la libertad corresponde sólo al hombre real en su conexión con la totalidad de lo real. La crítica se dirige especialmente frente a la 2 inmaterialidad de los derechos formalmente reconocidos (el Manifiesto Comunista es particularmente expresivo en la denuncia del formalismo que supone el reconocimiento del derecho de propiedad a las masas de no propietarios); o, en otros términos, frente a la radical vinculación de la teoría clásica de los derechos fundamentales a sus supuestos materiales (la estructura de poder económico). Pues se reconocían sólo los derechos que interesan a la burguesía y en los términos que interesaban a la propia burguesía. Esta perspectiva trasciende al plano político cuando se desarrolla el principio democrático mediante la introducción del sufragio universal masculino (1867 para la Inglaterra de Disraeli y la Prusia de Bismarck), que, al menos en principio, coloca a los Parlamentos en condiciones de quebrar la dependencia de la superestructura legalrepresentativa respecto de la infraestructura económico-social. Las decisiones del Parlamento democrático no tienen por qué responder a los intereses de las clases económicamente dominantes. Frente a los derechos de la burguesía, que en el mejor de los casos valían como garantía formal frente a la Administración, los Parlamentos democráticos podrán desde ahora fomentar el disfrute efectivo de los derechos por parte de todos. Y es que, en el contexto democrático, el tradicional orden jurídico y económico capitalista sólo resulta sostenible a partir de su transformación; con la democratización de los regímenes políticos, la llamada parte orgánica de las constituciones deja de suponer una garantía segura para él. Los derechos dejan de ser entonces ante todo un freno para el poder del Estado, y su efectividad se constituye en estímulo para el desarrollo legislativo que transforma la realidad anterior. Se convierten, de derechos de defensa frente al Ejecutivo, en normas de atribución de competencias al poder público y de ordenación de las relaciones sociales: de nuevo asignan tareas. No estamos ante un simple progreso en la garantía de los clásicos derechos fundamentales, sino ante una alteración de su sentido. Se produce así, de un lado, una transformación de las relaciones jurídico-privadas, en particular mediante una diferenciada intervención pública que relativiza el dogma de la autonomía de la voluntad y quiebra la unidad del Derecho privado liberal. De otra parte, se incrementa la capacidad de acción del Estado, impulsada como tutela activa de la libertad. La ciudadanía incorpora de ese modo un contenido social. El poder público realiza positivamente valores sociales, y con la eficacia de su acción se legitima a sí mismo. Frente a la idea económica de la libertad cabe una idea igualitaria de la libertad que tenga en cuenta las necesidades de los seres humanos; frente a la distribución ajustada al éxito en la lucha competitiva se asume una política equilibradora de redistribución de recursos a partir de la cooperación solidaria. Por ello los derechos suponen un poder público regulador del mercado y redistribuidor de las rentas, un poder fiscal que sostenga servicios universales de sanidad, educación o cultura, transporte público, comunicación, seguridad social, vivienda o medio ambiente. La procura pública universal de las iguales condiciones materiales de existencia, por encima del principio de la libre competencia en el mercado, cohesiona un territorio y a una sociedad: ciertos bienes tienen que ser garantizados a todos. Mas precisamente entonces surge, al mismo tiempo que el debate sobre el Estado social, la controversia sobre la posibilidad, oportunidad y límites del principio de constitucionalidad. En rigor, a las medidas legislativas orientadas a la procura de condiciones materiales para el ejercicio de los derechos se opone el propósito de limitar jurídicamente al legislador y someterle al control de los tribunales, especialmente para 3 vincularle a los institutos y derechos que habían permitido el desarrollo del sistema económico; derechos e institutos que directa o indirectamente se elevan a la categoría de principios constitucionales fuera del alcance del legislador. También desde esta perspectiva, el resultado objetivo es que los derechos ya no son sólo un límite para el ejecutivo, sino que constituyen Estado y Sociedad, son orden fundamental para ambos; porque la Constitución pretende no sólo limitar el poder público, sino también asegurar las posiciones subjetivas que fundan el orden social. Los derechos fundamentales se sustantivan así frente al legislador, pues precisamente se trata de impedir que mediante la Ley sustituya el orden social fundado en los derechos. En cuanto sistema de posiciones subjetivas sustantivas indisponibles por Ley, la garantía fundamental de los derechos deja de ser la participación democrática de los ciudadanos, para centrarse en la tutela judicial. Las garantías procesales adquieren tal relevancia que conducen a la descomposición del sustrato político de los propios derechos fundamentales, a desligarlos de la idea de libertad y de la dignidad humana, y a confundirlos con los demás derechos subjetivos que cohabitan con los derechos fundamentales en el ordenamiento jurídico. Ahora éstos últimos se consideran atribuidos a cualquiera que esté procesalmente en condiciones de invocarlos; por tanto, no sólo a los ciudadanos, sino a personas jurídicas privadas e incluso públicas, a la propia Administración. 2. El originario aspecto objetivo de los derechos fundamentales Que los derechos fundamentales comenzaron sirviendo como proyectos de acción legislativa, para que luego, una vez asentado el orden jurídico característico de la sociedad burguesa, pudiera colocarse en primer plano su aspecto subjetivo, lo ha descrito mejor que nadie Dieter Grimm, un muy reconocido especialista en historia del Derecho público del que extractamos un texto recogido en una obra que contiene, además, otros estudios fundamentales de dicho autor, especialmente sobre la conexión histórica entre constitucionalismo y derechos fundamentales. En efecto, en la época originaria en la que el Estado material de Derecho se oponía al régimen feudal, resultaba decisivo conformar legalmente las relaciones sociales de acuerdo con los principios objetivos de la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Estos derechos fundamentales, pues, no se daban por sobreentendidos en el ámbito del Derecho positivo, dejando abierta a la ley la posibilidad de limitarlos; más bien, la acción del legislador era reclamada justamente para lograr la proyección de dichos derechos sobre el conjunto del ordenamiento jurídico. Dieter Grimm, “¿Retorno a la comprensión liberal de los derechos fundamentales?”, en D. Grimm, Constitucionalismo y derechos fundamentales, Madrid: Trotta, 2006, págs. 155-173. Extracto. El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes 4 II. ¿Es la defensa frente a la intervención la función clásica de los derechos fundamentales? En la forma moderna de entender el término, los derechos fundamentales son obra de la revolución americana. Los colonos americanos reaccionaron oponiendo estos derechos al característico déficit de los derechos de libertad ingleses, anclados exclusivamente en el plano de la ley ordinaria y que, por tanto, no constituían defensa alguna contra las limitaciones de la libertad decididas en el parlamento. Estos tenían más bien la condición de autolimitaciones del titular de la libertad y no podían dar lugar a infracción jurídica alguna. Los colonos americanos lamentaban la carga impositiva antiigualitaria del parlamento británico, en el que no estaban representados, y la intransigencia de aquél les forzó a romper con la metrópoli apelando al derecho natural y a constituir un poder estatal propio. En este contexto, como consecuencia de las experiencias con el parlamento inglés, los derechos de libertad ingleses vigentes en las colonias fueron elevados al rango constitucional, con escasas modificaciones de contenido, y antepuestos al poder legislativo. Su importancia jurídica se hallaba en que desde hacía mucho tiempo protegían un orden social liberal contra abusos estatales como el que se experimentaba en ese momento, y lo hacían concediendo al afectado un derecho a exigir la omisión judicialmente imponible. De ahí que la historia del surgimiento de los derechos fundamentales en su país de origen abogue, de hecho, por la defensa frente a la intervención como función originaria de los derechos fundamentales. Mas cuando se dirige la mirada a Francia, el país europeo donde se originan los derechos fundamentales, la imagen se modifica. La Revolución francesa se asemeja a la americana en que eliminó el poder estatal hereditario de manera revolucionaria y erigió uno nuevo, asimismo sobre la base de una constitución escrita que definía las condiciones de legitimidad del poder político al tiempo que fundaba y limitaba sus atribuciones. Pero ambas revoluciones se diferencian en el punto de partida y en la meta: mientras las colonias americanas ya disfrutaban en el siglo XVIII de un orden social considerablemente liberal, que sólo de forma muy ocasional era perturbado por la metrópoli, el orden social en Francia no se caracterizaba por la libertad ni por la igualdad sino por deberes y obligaciones, límites estamentales y privilegios. De ahí que la revolución americana se agotara en el cambio del poder político y en la adopción de precauciones frente a su abuso, mientras que para la francesa el cambio del poder político no constituyó sino el medio para la postergada reforma del orden social. La verdadera meta de la Revolución se hallaba en la reorganización de aquél en torno a las máximas de libertad e igualdad. Su realización, por tanto, exigía una renovación radical de los derechos civil, penal, procesal, etc., mientras que nada sabemos de tales grandes reformas tras la revolución americana. A la vista de esta situación, sorprende que la Asamblea nacional francesa, con considerable mayoría, se decidiese a comenzar su obra reformadora no con la reorganización del derecho común, sino con la elaboración de un catálogo de derechos fundamentales, mientras que el derecho feudal-estamental del Ancien Régime, propio de un Estado-policía, sólo posteriormente sería sustituido por el liberal-burgués. Esta secuencia revela por sí sola que los derechos fundamentales no pueden concebirse aquí como derechos subjetivos de protección; esta función habría sido contraria a la meta de la Revolución, inmunizando precisamente contra la transformación en sentido liberal al viejo orden jurídico considerado injusto. En tales circunstancias, los derechos fundamentales 5 hicieron más bien las veces de principios supremos conductores del orden social, llamados a dar firmeza y continuidad a la trabajosa y complicada reforma del derecho. Por consiguiente y ante todo, no señalaban límites al Estado sino que se dirigían a él con un mandato de actuación. Los derechos fundamentales eran, por definición, guías para que el legislador llevase a cabo la reforma del derecho ordinario conforme a ellos: pero esto no es otra cosa que la función jurídico-objetiva de tales derechos. Sólo después de haber concluido la transformación del orden social en términos de libertad e igualdad pudieron replegarse en Francia, como desde el principio había ocurrido en América, a su función negativa. En Alemania, donde a comienzos del siglo XIX surgieron en diversos estados constituciones con catálogos de derechos fundamentales (no conseguidas por la vía revolucionaria, sino otorgadas libremente por los monarcas [...], lo que hizo que quedaran rezagadas con respecto a los derechos fundamentales americanos y franceses en su contenido y alcance), aquellas tropezaron con un orden jurídico que había comenzado su transformación desde los orígenes feudal-estamentales a los liberal-burgueses, aunque sin completarla. En esta situación, a los derechos fundamentales les correspondió un doble papel: por una parte, se extendieron sobre las conquistas alcanzadas para asegurarlas; por otra, prometieron la continuación de las reformas. Puesto que estas últimas se demoraban en el clima restaurador posterior a 1820, la doctrina del derecho público sostenida en el Premarzo 1, de orientación profundamente liberal, dio prioridad al carácter objetivo y de mandato de los derechos fundamentales sobre su significado negativo y los interpretó como principios objetivos a los cuales debía adaptarse el derecho ordinario. Materializar los derechos fundamentales mediante la legislación de derecho privado, penal, procesal y de policía fue también el tema prioritario de los parlamentos del Premarzo. Sólo en la segunda mitad del siglo, cuando la libertad prometida mediante los derechos fundamentales se asentó ampliamente en el derecho ordinario, comenzó la reducción de éstos a su función negativa, que hoy se hace pasar por clásica. Ciertamente, este desarrollo estaba previsto en la lógica del liberalismo, de cuya ideología brotaron los derechos fundamentales. Una vez establecidas jurídicamente la libertad y la igualdad, ambas debían producir de forma automática la prosperidad y la justicia mediante el mecanismo del mercado. En tales circunstancias, cualquier intervención estatal en la sociedad que no sirviera a la protección frente a cualquier clase de perturbación, sino que persiguiese ambiciones de gobierno, no podía sino desfigurar el libre juego de las fuerzas y cuestionar el acierto del sistema. Por ello, la función capital de los derechos fundamentales en la sociedad burguesa ya materializada consistió en trazar una línea de separación entre Estado y sociedad. Considerados desde el punto de vista del Estado, eran límites a su actuación; desde el de la sociedad, derechos de protección. En este punto aparece el componente jurídico-objetivo, como estadio de transición a la concepción liberal-burguesa de los derechos fundamentales. Al final, solo el efecto 1 Alude aquí Dieter Grimm a la revolución de marzo de 1848, que comienza el día 1 de dicho mes en Baden. Durante la misma se reunió la primera Asamblea Nacional alemana en la Iglesia de San Pablo (Paulskirche) de Frankfurt del Meno; allí se elaboró la Constitución del Reich, aprobada y promulgada el 28 de Marzo de 1849, entre cuyos postulados está el Gobierno liberal y popular, la libertad de prensa, la libertad para el desarrollo del foro público, la extensión del derecho de sufragio, los procedimientos judiciales públicos y la convocatoria de un Parlamento Nacional alemán. Sin embargo, el 23 de julio de 1849 se cerrará, de nuevo en Baden, el ciclo revolucionario. 6 negativo sobreviviría; pero el significado jurídico-objetivo, lejos de desaparecer por ello, permaneció latente. Persistió, por así decirlo, en posición de espera, presto a irrumpir de nuevo cuando hubiera amenaza de desviaciones respecto al objetivo o el automatismo fuera perturbado. Eso hace que sólo en muy escasa medida pueda hablarse de la función negativa de los derechos fundamentales como de su función clásica. 3. La garantía de la reserva de ley como contenido de los derechos fundamentales Como señala Manuel García Pelayo (Derecho constitucional comparado, Madrid: Alianza, 1984, págs. 55 s.), “una vez asentado y asegurado el régimen liberal burgués, tal teoría ya no precisaba --como en los tiempos en que el nuevo régimen pugnaba por afirmarse frente a los poderes históricos— ser un medio de conocimiento al servicio de una transformación (...), sino simplemente un medio de explicación de una realidad cuyo contenido aparecía como indiscutible y definitivamente afirmado. Ahora bien, es claro que toda evidencia en el contenido conduce, en principio, a un resaltamiento de la forma; toda evidencia en lo sustancial, a una doctrina desustancializada”. Del Estado material de Derecho, presidido por los principios objetivos de la libertad y la igualdad, se pasa al Estado formal de Derecho, en el que la libertad y la propiedad han devenido meros derechos subjetivos frente a la Administración, susceptibles de ser limitados por ley formal (parlamentaria). La conexión entre los derechos fundamentales y la reserva de ley o, por mejor decir, la equivalencia funcional entre ambos principios, es también una creación específica de la dogmática alemana del siglo XIX. De las múltiples exposiciones que el tema ha merecido, optamos por reproducir aquí una de las que a nuestro juicio pueden resultar más claras. José María Baño León, Los límites constitucionales de la potestad reglamentaria, Madrid: Civitas, 1991. Capítulo I, apartado IV (“La construcción alemana del principio de reserva”), págs. 42 a 61. Extracto. El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes 1. La fundamentación original del principio (...) La construcción de O. Mayer, a quien se suele imputar la paternidad de la reserva de ley, parte como es conocido del análisis de la situación en la Constitución del Reich de 1871, Constitución que aunque no es tributaria del principio monárquico, sí está muy influida por la tradición de las Constituciones de los Estados alemanes del siglo XIX basadas en el principio monárquico. El Kaiser ostenta un ámbito reservado de atribuciones que abarca justamente todas las esferas a las que la ley no alcanza. O. Mayer, muy influido todavía por el dogma de la división de poderes que la Constitución francesa de 1879 intentó en vano aplicar ortodoxamente y, por tanto, por la idea de que la ley como expresión de la voluntad popular es el único instrumento susceptible de afectar directamente a la libertad y a la propiedad de los ciudadanos, y ante el hecho de que la Constitución no reconoce una cláusula general de libertad y propiedad, utiliza las 7 competencias que la Constitución concede al Bundesrat, al órgano clave de la Federación —el Estado alemán en 1871 es, al menos formalmente, un Estado federal— para hacerlas corresponder con las que aseguran los bienes fundamentales de los ciudadanos (la libertad y la propiedad); la reserva a la ley de esos ámbitos sirve entonces para garantizar la misma función que en la Constitución francesa asegura la declaración de derechos. La reserva de ley suple así la ausencia de una declaración de derechos, pues para que el poder público .pueda intervenir en la vida o en la hacienda de los particulares necesita del instrumento de la ley. Es la famosa cláusula de la libertad y propiedad (Freiheit und Eigentum). De ella hace la doctrina alemana piedra angular de la construcción dogmática del Derecho público, y sus manifestaciones llegan incluso a la Ley Fundamental de Bonn. Pero junto a esta función de garantía, la reserva de ley tiene una repercusión político-organizativa manifiesta: sirve a la distribución de competencia entre el poder ejecutivo (la Monarquía) y el poder legislativo (los representantes del pueblo, o al menos de un sector del mismo). Las Cámaras no tienen una competencia universal, sino limitada a las materias que la Ley Fundamental les reserva. El resto corresponde originariamente al Monarca: un poder residual pero no, desde luego, derivado. Esta división fundamental del poder político, bien alejada de los postulados que inspiran la Revolución francesa, es, obvio es subrayarlo, fruto de un compromiso político entre la burguesía industrial y comercial y la monarquía, un pacto que alcanza dimensiones distintas según los Estados alemanes y que vendrá a corroborar la Constitución del Imperio alemán (Reichsverfassung). La construcción originaria de la reserva de ley está, pues, condicionada por entero por el principio monárquico (...) 2. Los elementos característicos de la reserva de ley en su formulación clásica (...) a) La ley como proposición jurídica (Rechtssatz): el concepto material de ley Lo que la reserva de ley sea depende muy estrechamente de lo que se entienda por ley. Para que pueda considerarse que el legislador tiene asignado un ámbito exclusivo es necesario que podamos acotar un concepto material de ley. La teorización de Laband sobre la ley en sentido formal y material no es sólo el servicio prestado por su genio jurídico a la polémica prusiana sobre la Ley de Presupuesto; es también una construcción lógica que encaja en el resto del mecanismo institucional: la ley es la única norma jurídica, aquélla que puede constituir derechos e imponer obligaciones. De lo que se sigue: los particulares, los ciudadanos, no pueden ser afectados en sus situaciones o posiciones jurídicas más que por la ley. La ley es la única norma originaria. El resto de las normas, los reglamentos o las meras circulares administrativas, o bien reciben su fuerza de obligar de la ley o afectan sólo al ámbito interno del Estado. De ello también se sigue el carácter no jurídico de las normas de organización. Lo que pertenece al ámbito interno del Estado, lo que no afecta a los ciudadanos en sus relaciones generales con los poderes públicos no es en puridad jurídico y queda a la libre disposición del poder (...). 8 b) La influencia del concepto de ley en la determinación de las potestades administrativas Como la ley tiene asignadas unas materias en la Constitución, la posición del ejecutivo y de la Administración es necesariamente residual. Aquellos ámbitos que no corresponden al legislador pueden ser abordados por la Administración. Por ello, la Administración no necesita de la autorización de la ley para actuar sobre aquellas materias no reservadas al legislador. No es extraño, por ello, la definición de la Administración (de la función administrativa) por sustracción. Administración es lo que no es función legislativa ni jurídica. También la configuración de un ámbito discrecional de la Administración no fiscalizable resulta coherente con la idea de un ámbito particular o privativo de la Administración. La doctrina de la vinculación negativa de la Administración respecto al principio de legalidad es, en fin, una lógica consecuencia de la concepción que el constitucionalismo alemán decimonónico tiene de la división de poderes. c) La reserva de ley no afecta a las relaciones especiales de sujeción Tampoco es ajena a la concepción general de la reserva de ley la exclusión de las relaciones especiales de sujeción de su ámbito. No es asimismo casual que el primer gran sistematizador de la reserva de ley (Otto Mayer) sea quien formule la teoría de las relaciones generales y especiales de sujeción, porque esta figura dogmática deriva directamente de la reserva de ley. La reserva sólo afecta a las relaciones generales de sujeción, a las que se entablan entre el Estado y los ciudadanos en cuanto tales; lo que la reserva protege es el ámbito material de la propiedad y la libertad de los ciudadanos o aquellas medidas organizativas que son instrumentales de esas garantías (el proceso judicial o la organización de los Tribunales de justicia, por ejemplo). Pero cuando el ciudadano está en una relación especial de sujeción o de deber con el Estado, cuando forma parte de su. aparato organizativo (funcionario) o tiene especiales relaciones con él (reclusos, soldados, escolares, etc.), entonces no opera la reserva de ley. En la relación especial de sujeción o de poder (besondere Gewaltverhältniss) la Administración no requiere de la previa autorización de la ley; no estamos ante el ámbito privado de un particular, sino en el seno mismo del aparato estatal; en puridad, no hay derechos fundamentales en la relación especial de sujeción y la protección jurídica está capitidisminuida o es inexistente. La reserva de ley no opera en la relación especial de sujeción porque ésta es una relación ad intra del propio Estado. La Administración actúa aquí con sus instrumentos propios, se basta con el reglamento y las instrucciones o circulares. Estamos ante normas que no tienen carácter jurídico ad extra (...). Los rasgos fundamentales del panorama dogmático expuesto revelan claramente una coherencia interna y una concepción global del papel del Estado (y dentro de él, de los distintos poderes) y de la sociedad. Sin embargo, sería probablemente una desconsideración con la verdad histórica entender que esa situación se produjo así en la práctica. Lo que hemos expuesto es el balance de una situación constitucional muy compleja visto con perspectiva histórica, no la descripción de un acuerdo doctrinal. Por el contrario: la doctrina alemana del siglo XIX sobre el Reglamento está dominada por concepciones antagónicas o al menos dispares. Tal como ocurre en Francia, lo que está en juego, la distribución del poder, es un asunto del suficiente interés como para justificar 9 posiciones jurídicas y constitucionales muy distantes. 4. El principio de constitucionalidad como garantía de los derechos fundamentales Se nos permitirá que para describir el surgimiento de los derechos fundamentales como garantías frente al legislador volvamos a remitirnos a la primera de las obras citadas en este mismo texto. Sin embargo, no podemos dejar de citar igualmente el estudio que en España se considera canónico en la materia, el artículo de Pedro Cruz Villalón “Formación y evolución de los derechos fundamentales”, REDC 25, págs. 35 a 62, disponible ahora en internet (http://www.cepc.es/es/Publicaciones/Revistas/listado_revistas.aspx). Antonio López Pina, Ignacio Gutiérrez Gutiérrez, Elementos de Derecho público, Marcial Pons: Madrid/Barcelona, 2002, Apartado 1.4 (“La sujeción del legislador a los tribunales”) del Capítulo III (“Creación y aplicación del Derecho”), págs. 81-86. Extracto. El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes Para comprender las modificaciones de sentido que han afectado en los últimos dos siglos al principio de constitucionalidad es preciso remontarse a la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. En su art. 16 afirma que “toda sociedad en la que los derechos fundamentales no están establecidos ni la separación de poderes garantizada carece de Constitución”. La llamada precisamente Monarquía constitucional redujo en el siglo XIX la operatividad de ambos principios a la reserva de Ley: la intervención del poder ejecutivo en los derechos fundamentales debe ser autorizada por el Parlamento mediante una Ley previa. El legislador de la época, por cierto, podía autorizar la intervención administrativa en los derechos con entera libertad; en cuanto representante de los ciudadanos titulares de los derechos, disponía sobre ellos como sobre cosa propia. Ello, que excluye naturalmente todo control sobre la Ley, concordaba con el art. 6 de la propia Declaración, que proclama la Ley como expresión de la voluntad general, pero algo menos con los arts. 4 y 5, que imponen ciertos límites a la Ley misma justo en el momento de reconocer el principio de legalidad. El principio de constitucionalidad en sentido estricto, que permite el control de la Ley con la Constitución como parámetro, desarrolla el Estado de Derecho. En efecto, si éste postula la limitación del poder a través del Derecho, se llega ahora hasta el extremo de limitar jurídicamente al legislador e imponerle el control de los Tribunales, especialmente para que aquél respete también los derechos fundamentales. Ahora bien, para ello es preciso asumir que la Constitución recoge la voluntad de un poder superior al del legislador parlamentario, y se imputa su creación al mismo pueblo. Por eso la teoría de la jurisdicción constitucional va indisolublemente ligada a la doctrina democrática del poder constituyente, que costosamente se perfila al hilo de las convulsiones del parlamentarismo liberal. Y también por ello la tarea de reformar la Constitución queda diferenciada de la que es propia del legislador: la Constitución, que debe ser rígida, sólo puede ser actualizada por el propio pueblo. Todo ello era inconcebible en el momento en que dominan las teorías de la soberanía compartida del doctrinarismo o, más aún, el principio 10 monárquico. Para articular el principio de constitucionalidad convergen la bisecular experiencia americana con las que se originan en Austria en 1920 y en Italia y Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. Pero las tres deben ser diferenciadas. En los Estados Unidos, la superioridad de la Constitución se desprende de un razonamiento jurídico-práctico al que es forzado el aplicador del Derecho, encargado de construir en cada caso la coherencia del ordenamiento jurídico. El presupuesto básico consiste en considerar la Constitución no como una mera ordenación de los actores del proceso político estatal, sino como una norma jurídica susceptible de ser aplicada, al igual que cualquier otra Ley. En caso de contradicción entre la Constitución y otra norma cualquiera, incluidas las Leyes aprobadas por el Congreso, el juez Marshall entiende, ya en 1803, que la Constitución debe primar como norma superior, por ser su creación imputada al pueblo. Mediante el sistema de recursos (...), tal inaplicación singular puede convertirse en jurisprudencia sentada de manera estable por el Tribunal Supremo. En cualquier caso, el solo hecho de que la esclavitud fuera abolida tardíamente, y no ciertamente a través de una decisión del Tribunal Supremo, sino de una guerra civil, muestra hasta qué extremo están alejados los criterios de normatividad que entonces operaban y de legitimidad que ahora se atribuyen a aquella experiencia. Debe observarse también que, en la práctica, el control del Tribunal Supremo sobre el legislador no adquirió verdadero relieve hasta que se exacerbó frente a la política reformista del New Deal, impulsada como respuesta a la crisis de 1929 en una dirección próxima a lo que hoy conocemos como Estado social; se utiliza entonces el principio de constitucionalidad como freno de las reformas políticas y sociales. Hay que esperar a las Administraciones demócratas de los años sesenta, y con un amplio movimiento popular a sus espaldas, para registrar cierto activismo judicial a favor de los derechos civiles. La segunda tradición relevante parte de un problema de teoría del Derecho, el que plantea la determinación de la validez de las normas jurídicas. Según la construcción kelseniana, cada norma funda su validez en el hecho de haber sido aprobada por el órgano declarado competente por una norma de rango superior y de acuerdo con los procedimientos previstos en ella. El problema teórico fundamental se plantea, ciertamente, al suspender la cadena en un punto, que Kelsen sitúa en la Constitución, por encima de la cual es preciso postular la célebre norma hipotética fundamental. Pero será necesario también que un Tribunal pueda comprobar si la Ley ha sido verdaderamente aprobada de acuerdo con el régimen de competencias y los procedimientos constitucionalmente previstos. Tal tarea no es la de aplicar el Derecho al caso concreto; el Tribunal Constitucional es más bien un legislador negativo que, en su caso, desaprueba la Ley (...) La noción de Constitución como límite procedimental de la Ley lleva, por ejemplo, a entender las violaciones de los derechos contenidos en la Constitución como inadecuaciones del procedimiento; esto es, se anula la Ley simplemente porque no ha seguido el procedimiento adecuado para suprimir los derechos, que sería el de reforma de la Constitución (...). La tercera raíz del principio de constitucionalidad prende en Italia y Alemania tras la Segunda Guerra Mundial, y se extiende a Portugal, España o Grecia tras el ocaso de los respectivos regímenes dictatoriales. Nace de un problema político de primera magnitud. En 11 efecto, son sociedades que, por razones históricas complejas, no han sabido destilar la cultura política necesaria para que funcionen adecuadamente los principios políticos del Estado constitucional, para que la tensión entre legislador y derechos fundamentales se resuelva en una garantía efectiva de estos derechos, de la democracia y de la división de poderes. Ello se pone de manifiesto de modo dramático, primero en Roma y a continuación bajo la Constitución de Weimar; tras Auschwitz, la tradicional desconfianza hacia el poder, incluso hacia el democráticamente legitimado en su origen, cobra dimensiones radicalmente distintas a las conocidas, y del mismo modo se piensa en nuevos modos de limitarlo. La incapacidad de estas sociedades para sustentar el Estado democrático de Derecho es suplida mediante la juridificación de los procesos políticos; la Constitución normativa aparece como sucedáneo de los principios políticos del Estado constitucional, sustituidos por el principio jurídico de constitucionalidad. Su articulación práctica, con algunas variantes, es la del modelo kelseniano, pero las diferencias sustantivas son evidentes. Se trata, ciertamente, de garantizar la supremacía de la Constitución sobre la Ley, el principio de constitucionalidad. Pero, en primer lugar, también se incorpora la noción americana de Constitución, que supera su mera identificación como límite de la Ley y la impone como norma directamente aplicable, en particular en cuanto reconoce a los ciudadanos ciertos derechos. Ello fuerza un modo de concebir la relación entre Constitución y Ley radicalmente distinto, marcado por el valor de la jurisprudencia que emana del Tribunal Constitucional como intérprete supremo de la Constitución; esta jurisprudencia forma con la Constitución un cuerpo único, algo que tendrá enorme transcendencia en la vida efectiva del ordenamiento jurídico. Y, sobre todo, la Constitución quiere garantizar frente al legislador no la integridad de unos procedimientos, sino unos contenidos valorativos que se identifican precisamente con los derechos fundamentales, y que se proyectan sobre todo el ordenamiento jurídico. Al efecto, es relevante que en España como en Alemania se haya instaurado un recurso específico para la tutela de los derechos que amplía el ámbito de la jurisdicción constitucional más allá del control de las Leyes. 5. La garantía de los derechos fundamentales a través del recurso de amparo Por último, resumiremos, de nuevo mediante breves extractos de sendos textos doctrinales, el sentido específico del recurso de amparo constitucional en el actual momento de evolución histórica de los derechos fundamentales. Dos textos que resultan especialmente significativos porque abrieron en la doctrina española un importante debate sobre un tema concreto (la llamada “objetivación” del recurso de amparo) que, en cualquier caso, no procede aquí desarrollar; se apoyan al efecto, en cualquier caso, en una diferente valoración de la trascendencia que debe otorgarse a la garantía que incorpora el recurso de amparo a la hora de caracterizar los derechos fundamentales. Pedro Cruz Villalón, “El recurso de amparo constitucional”, en VV.AA., Los procesos constitucionales, Madrid: CEC, 1992, págs. 117-122, extracto. El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes 1. En relación con la situación presente del recurso de amparo constitucional (en adelante, RAC) la divisa habría de ser: «Menos amparo frente al juez, más amparo frente al 12 legislador.» I 2. La regla: En un Estado de Derecho, el amparo constitucional es, prácticamente por definición, amparo frente al juez. Pues el RAC no sustituye a la protección judicial, sino que la presupone (subsidiariedad) (...). 3. El RAC no es un elemento típico de la justicia constitucional, sino más bien una singularidad de determinados ordenamientos (Alemania, Austria, Suiza). 4. El sentido o justificación del RAC es, sobre todo, histórico, inaugural de un determinado ordenamiento constitucional, con dos vertientes: a) Orgánica (institucional o subjetiva): Desconfianza hacia la identificación constitucional de un Poder Judicial «preconstitucional». b) Funcional (u objetiva): Ausencia de una doctrina, de una jurisprudencia sobre la norma constitucional, muy en particular de su parte dogmática (especialmente importante a la vista de las notas distintivas de la Constitución como norma). 5. Conforme el argumento histórico se debilita, tanto en una como en otra vertiente, se debilita la posición del propio RAC. Se trata de salvar la vertiente objetiva, la defensa objetiva del ordenamiento, pero para ello la estructura misma del amparo es un obstáculo: Pues sólo permite reaccionar frente a los jueces por defecto, no por exceso (...). 6. A la pérdida de sentido se suma su propia crisis funcional: La multiplicación del número de RAC incide muy negativamente sobre tres elementos: a) El propio RAC, cuya tramitación se dilata hasta hacerlo irreconocible (...). b) Los restantes procesos constitucionales, que constituyen la razón de ser de la justicia constitucional, comienzan a sufrir un retraso de seis años. c) La propia justicia «ordinaria», en cuyas «dilaciones indebidas» colabora paradójicamente el RAC. (...) II 14. La excepción: En el ordenamiento constitucional español el único amparo constitucional frente a vulneraciones no imputables —activa o pasivamente— al juez es el amparo frente a vulneraciones que el juez no se encuentra en situación de corregir. Estas no son sino las vulneraciones imputadas directamente al legislador. Y precisamente éste es el único supuesto en el que el RAC hasta ahora no cabe. 15. Esta restricción o excepción no es característica de los sistemas de justicia 13 constitucional que introducen el recurso de amparo. Por el contrario, la regla podría formularse: Allí donde hay amparo hay amparo frente a leyes. 16. Bien es cierto que el sistema español no carece totalmente de mecanismos que permitan intentar la defensa, por parte de los ciudadanos, frente a una ley contraria a la Constitución. De hecho, existen tres tipos de sustitutos: a) La protección indirecta y objetivamente limitada, con ocasión de los actos de aplicación de leyes (implícita en el art. 55.2 LOTC). b) La protección indirecta, general y mediatizada de la cuestión de inconstitucionalidad (art. 163 CE). c) La legitimación del Defensor del Pueblo (art. 162.1.a CE). 17. Los citados mecanismos, sin infravalorar sus posibilidades (...), no alcanzan a cubrir una laguna que, en cuanto no derivada directamente de la Constitución, puede resultar «contra constitutionem» ex art. 24 CE. En efecto: a) El RAC sólo cubre —y ello indirectamente— los derechos fundamentales de la Sección primera. A esta insuficiencia objetiva se suma el problema de las leyes que se imponen al ciudadano sin mediación alguna («autoaplicativas»). b) La cuestión de inconstitucionalidad se configura como un acto (o una omisión) libre y discrecional del juez, no revisable, en cuanto al fondo, por ningún otro órgano. Sobre todo, el mismo deber de fundamentar esta iniciativa judicial (o su omisión) no aparece claramente perfilado. c) La mediación del Defensor del Pueblo, por último, puede ser descartada, a efectos de tutela judicial, por el propio carácter del órgano. (...) 22. Sin perjuicio de los problemas que conlleva el RAC, lo que sí habría que decir es que, en la medida en que hay RAC debe haber amparo frente a leyes (...). Luis María Díez-Picazo Giménez, “Dificultades prácticas y significado constitucional del recurso de amparo”, REDC 40, págs. 9-37, extracto El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes Cabe afirmar que el recurso de amparo resulta ser un elemento, si no típico en una perspectiva comparada, sí básico dentro del sistema español de justicia constitucional. Cuatro órdenes de razones abonan esta aseveración. Ante todo, el recurso de amparo, al igual que sus equivalentes en otros ordenamientos, es el mecanismo que en el modelo concentrado de justicia constitucional permite que el carácter normativo de la Constitución se traduzca en la existencia de 14 genuinos derechos subjetivos accionables por los particulares sin necesidad de intermediación alguna. Ello no es necesario en el modelo difuso de justicia constitucional, ya que, a efectos de su justiciabilidad, la Constitución no presenta diferencias con respecto a los demás tipos de normas. Es invocable, como fuente de derechos subjetivos, en cualquier proceso y puede y debe ser aplicada por todos los Tribunales. La supremacía constitucional, de este modo, consiste en la mera superioridad jerárquica y la consiguiente prioridad aplicativa de la Constitución. En el modelo concentrado de justicia constitucional puro o típico, en cambio, la Constitución sólo es justiciable en cuanto canon de validez de las normas con fuerza de ley, para lo que existen cauces procesales específicos (recurso de inconstitucionalidad, cuestión de inconstitucionalidad). La supremacía constitucional no se manifiesta como prioridad aplicativa de la Constitución en cualesquiera procesos, sino como límite frente al legislador que ciertos órganos del Estado pueden hacer valer ante el Tribunal Constitucional. De aquí, que los derechos fundamentales, entendidos como derechos proclamados en el texto constitucional, vean disminuida o neutralizada su condición de derechos subjetivos, para transformarse en valores objetivos que circunscriben las posibles opciones legislativas. Incluso admitiendo que, en la lógica de dicho modelo puro o típico, quepa hacer derivar ciertos derechos directamente de la Constitución, su justiciabilidad última —excepto en los raros supuestos en que un derecho fundamental no se haya visto afectado por desarrollo legislativo alguno— no depende de la sola voluntad de sus titulares, sino de una iniciativa judicial. Esta es precisamente la insuficiencia que viene a subsanar el recurso de amparo: respetando el criterio de procesos específicos para la justiciabilidad de la Constitución propio del modelo concentrado de justicia constitucional, otorga un agere licere autónomo a los ciudadanos para impetrar la tutela de los derechos que la propia Constitución les ha reconocido. (...) Por último, la razón más importante por la que el recurso de amparo es un elemento básico del sistema español de justicia constitucional tal vez radique en que el modelo concentrado de justicia constitucional puro o típico ha dejado de ser consistente con las características estructurales de los ordenamientos contemporáneos. En efecto, el esquema austríaco-kelseniano, en virtud del cual el control de la constitucionalidad se ejerce exclusivamente sobre las normas con fuerza de ley, era consistente con un tipo de ordenamiento en que la ley ocupaba una posición central e incontestada; máxime cuando las normas legales eran relativamente escasas, estables y bien sistematizadas. El modelo concentrado de justicia constitucional puro o típico, en otros términos, representaba probablemente el modo más adecuado de dotar de supremacía normativa a la Constitución en la Europa surgida de la codificación. Pero, en una época de descodificación y, más aun, de deslegalización de los ordenamientos jurídicos, así como de creciente relevancia práctica de la creación judicial de Derecho, simplemente no es realista intentar proteger la supremacía normativa de la Constitución tan sólo a través del control de constitucionalidad de las normas con fuerza de ley. Baste un dato a este respecto. A veces, se oye decir que en Italia la cuestión de inconstitucionalidad hace frente, en la práctica, a los mismos problemas que el recurso de amparo en España; pero se omite siempre cualquier reflexión sobre el papel real que desempeña el legislador en cada uno de ambos ordenamientos. En 1992, las disposiciones estatales con rango de ley aprobadas en Italia fueron 431, mientras las de naturaleza reglamentaria fueron 147; durante el mismo año, en España, las instituciones centrales del Estado aprobaron 50 disposiciones con fuerza de ley y 400 decretos (...). Ello pone de 15 manifiesto algo que era sabido: indiferente a algunas rigurosas construcciones jurisprudenciales y dogmáticas, el ámbito real y efectivo de la reserva de ley en España es más bien restringido y la actividad normativa llevada a cabo por las Administraciones públicas de ningún modo responde a los criterios del constitucionalismo clásico. Como es obvio, la actividad creadora de los Jueces es mucho más difícil de cuantificar. Si la observación que se acaba de hacer es correcta, la conclusión es clara: hoy día, la batalla por la supremacía constitucional se juega también en sede reglamentaria y judicial. El principio de constitucionalidad ya no se agota en el control de la interpositio legislatoris. Frente al clásico Derecho constitucional de la ley, se alza en la actualidad el reto de un Derecho constitucional de los derechos fundamentales; y frente a la tradicional lucha por la observancia objetiva de la Constitución y la pureza del sistema normativo, se presenta el desafío de dotar a los ciudadanos de remedios efectivos contra las violaciones de sus derechos fundamentales. El recurso de amparo es el proceso constitucional adecuado a esta nueva tarea. En cierta ocasión, Oliver Wendell Holmes dijo que la Constitución de los Estados Unidos, tal como había sido hasta entonces entendida, podría sobrevivir sin la facultad del Tribunal Supremo de declarar la invalidez de leyes federales, mas no sin la de declarar la invalidez de leyes y disposiciones de los Estados. Análogamente, yo creo que la Constitución española, tal como ha sido aplicada hasta ahora, sería reconocible sin el recurso o la cuestión de inconstitucionalidad; pero no sería la misma sin el recurso de amparo. 6. STC 86/1985: los derechos fundamentales integran hoy diversos aspectos que se han acumulado a lo largo del tiempo Esta evolución histórica, como es evidente, no actúa por sustitución, sino por acumulación. Esto es, la comprensión de los derechos fundamentales como reservas de ley no anula la función promocional ínsita en el aspecto objetivo de los derechos fundamentales; y la protección frente al legislador no suprime la reserva de ley, aunque pueda modificar su función. De todo ello hablaremos en los apartados siguientes, pero quizá quepa anticipar un par de textos ilustrativos extraídos de la jurisprudencia constitucional española. En primer lugar, la STC 86/1985 del Tribunal Constitucional, que trae causa del recurso de amparo interpuesto por el Ministerio Fiscal contra la Sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 24 de enero de 1985, que estimó en parte los recursos contencioso-administrativos interpuestos contra tres Ordenes del Ministerio de Educación y Ciencia de 16 de mayo de 1984, sobre régimen de subvenciones a Centros docentes. STC 86/1985, extracto http://www.boe.es/aeboe/consultas/bases_datos/doc.php?coleccion=tc&id=SENTENCIA1985-0086 16 II. Fundamentos jurídicos 1. (...) La segunda de las cuestiones previas antes aludidas concierne a la legitimación que cabe reconocer para promover este recurso al Ministerio Fiscal y se concreta en una petición de inadmisión del mismo formulada por los demandados, en la que se aduce que, ejerciendo esta acción, el Ministerio Público no habría interpuesto, en rigor, un recurso de amparo, sino una acción «en interés de ley», en la que no se concreta la identidad de los supuestos agraviados en sus derechos fundamentales a causa de la Sentencia impugnada y en la que, por otra parte, se viene a desconocer el carácter de este recurso cuando lo promueve el Ministerio Fiscal, supuesto éste en el que no se puede pretender, como aquí se hace, la anulación de una Sentencia que, justamente, amparó a quienes comparecen hoy como demandados en sus derechos fundamentales. La legitimación para recurrir en amparo que la Constitución atribuye al Ministerio Fiscal en el apartado 1 b) de su art. 162 y que aparece igualmente recogida en el punto 1 b), del art. 46 de la LOTC, se configura como un ius agendi reconocido a este órgano en mérito a su específica posición institucional, funcionalmente delimitada en el art. 124.1 de la norma fundamental. Promoviendo el amparo constitucional, el Ministerio Fiscal, defiende, ciertamente, derechos fundamentales, pero lo hace, y en esto reside la peculiar naturaleza de su acción, no porque ostente su titularidad, sino como portador del interés público en la integridad y efectividad de tales derechos (…). (...) De otra parte, la no identificación individualizada en la demanda de los sujetos singularmente agraviados en sus derechos fundamentales por la resolución judicial impugnada (...) [no] bastaría, por sí sola, para concluir, anticipadamente, en la inexistencia de las lesiones de derechos argüidas, porque, sin perjuicio del examen de fondo de la pretensión, aquella determinación subjetiva puede no ser posible en ciertos supuestos, según se admite claramente en el art. 46.2 de nuestra Ley Orgánica. Tampoco puede compartirse la tesis adelantada por la defensa de los demandados en orden a cómo, al recurrirse por el Ministerio Fiscal una Sentencia estimatoria que basó su fallo en los derechos fundamentales de aquéllos, se habría desnaturalizado el cauce del amparo constitucional. De tal premisa, y como consideración sólo preliminar, no cabe derivar dicha conclusión porque, como es obvio, el reconocimiento de derechos fundamentales en una resolución judicial ordinaria no es obstáculo para la consideración, si así se pide, de las hipotéticas lesiones de los derechos y libertades de otros que tal acto haya podido deparar, posibilidad ésta que no es descartable, de principio, cuando la decisión judicial hizo aplicación, como en este caso, del principio de igualdad. 2. (...) En el presente caso, (...) la Sala sentenciadora procedió a contrastar directamente con la Constitución las Ordenes ministeriales que ante ella se recurrían, de manera que su decisión se proyecta directamente sobre éstas, sin la mediación del legislador (...). Es cierto que, en toda su actuación y más especialmente en aquellos casos en los que, en conexión con los derechos fundamentales que ella garantiza, la Constitución contiene una específica reserva de ley, los Tribunales del orden contencioso-administrativo han de anteponer el examen de legalidad al de constitucionalidad, pues si falta la norma habilitante o 17 el tenor de la reglamentación la contradice, no procede ya, sólo por eso, el contraste directo de esta última con la Constitución y si, por el contrario, el precepto reglamentario que se considera lesivo de un derecho fundamental es concorde con la ley (sea cual fuere el motivo de la concordancia) será la ley misma el origen de la lesión y habrá de cuestionarse ante nosotros su constitucionalidad (...). Los codemandados han argüido que las mencionadas Órdenes ministeriales se habían producido sin la necesaria cobertura legal y, por tanto, implícitamente, en violación de la reserva de ley que impone el art. 27.9 de la C.E. Tal argumento, de ser cierto, ofrecería una base para la impugnación de esas órdenes por infracción del principio de legalidad y, en cuanto se entendiese que el mencionado precepto consagra un derecho fundamental, también ante nosotros en esta vía de amparo (…). 3. En la demanda de amparo y en el acto de la vista se ha sostenido la infracción por la Sentencia recurrida de los derechos fundamentales declarados en los arts. 14 y 27.1 de la Constitución, en lo relativo, este último precepto, al reconocimiento del derecho de todos a la educación (...). El rasgo común, con todo, a uno y otro de estos motivos de la queja constitucional, viene dado por el argumento que sirve de base a todo el recurso, esto es, el de que la Sentencia impugnada incurrió en conculcación de los citados derechos fundamentales al invalidar algunas de las condiciones y criterios para la adjudicación de subvenciones que, en las Ordenes ministeriales entonces enjuiciadas, venían a distinguir a determinados Centros; los mismos que, una vez anulados aquellos requisitos y criterios, verían hoy mermadas sus posibilidades de acceso a las subvenciones y a la consecución de éstas en la medida suficiente. La pretendida vulneración del principio de igualdad de que en este punto nos ocupamos se conecta así con una concreta reglamentación del sistema subvencional a la educación y, por consiguiente, su análisis requiere algunas precisiones sobre la relación que media sobre los distintos preceptos incluidos en el art. 27 de nuestra Ley fundamental, pues mientras algunos de ellos consagran derechos de libertad (así, por ejemplo, apartados 1, 3 y 6), otros imponen deberes (así, por ejemplo, obligatoriedad de la enseñanza básica, apartado 4), garantizan instituciones (apartado 10), o derechos de prestación (así, por ejemplo, la gratuidad de la enseñanza básica, apartado 3) o atribuyen, en relación con ello, competencias a los poderes públicos (así, por ejemplo, apartado 8), o imponen mandatos al legislador. La estrecha conexión de todos estos preceptos, derivada de la unidad de su objeto, autoriza a hablar, sin duda, en términos genéricos, como denotación conjunta de todos ellos, del derecho a la educación, o incluso del derecho de todos a la educación, utilizando como expresión omnicompresiva la que el mencionado artículo emplea como fórmula liminar. Este modo de hablar no permite olvidar, sin embargo, la distinta naturaleza jurídica de los preceptos indicados. El derecho de todos a la educación, sobre el que en buena parte giran las consideraciones de la resolución judicial recurrida y las de quienes hoy la impugnan, incorpora así, sin duda, junto a su contenido primario de derecho de libertad, una dimensión prestacional, en cuya virtud los poderes públicos habrán de procurar la efectividad de tal derecho y hacerlo, para los niveles básicos de la enseñanza, en las condiciones de obligatoriedad y gratuidad que demanda el apartado 4.° de este art. 27 de la norma fundamental. Al servicio de tal acción prestacional de los poderes públicos se hallan los instrumentos de planificación y promoción mencionados en el núm. 5 del mismo precepto, así como el mandato, en su apartado 9.°, de las correspondientes ayudas públicas a los Centros 18 docentes que reúnan los requisitos que la Ley establezca. El citado art. 27.9, en su condición de mandato al legislador, no encierra, sin embargo, un derecho subjetivo a la prestación pública. Esta, materializada en la técnica subvencional o de otro modo, habrá de ser dispuesta por la Ley -exigencia que, como antes decimos, invocada en la vista por la defensa de los demandados, no fue argüida en el recurso contencioso-administrativo ni tomada en cuenta por el Tribunal a quo-, Ley de la que nacerá, con los requisitos y condiciones que en la misma se establezcan, la posibilidad de instar dichas ayudas y el correlativo deber de las administraciones públicas de dispensarlas, según la previsión normativa. El que en el art. 27.9 no se enuncie como tal un derecho fundamental a la prestación pública y el que, consiguientemente, haya de ser sólo en la Ley en donde se articulen sus condiciones y límites, no significa, obviamente, que el legislador sea enteramente libre para habilitar de cualquier modo este necesario marco normativo. La Ley que reclama el art. 27.9 no podrá, en particular, contrariar los derechos y libertades educativas presentes en el mismo artículo y deberá, asimismo, configurar el régimen de ayudas en el respeto al principio de igualdad. Como vinculación positiva, también, el legislador habrá de atenerse en este punto a las pautas constitucionales orientadoras del gasto público, porque la acción prestacional de los poderes públicos ha de encaminarse a la procuración de los objetivos de igualdad y efectividad en el disfrute de los derechos que ha consagrado nuestra Constitución (arts. 1.1, 9.2, y 31.2, principalmente). Desde esta última advertencia, por lo tanto, no puede, en modo alguno, reputarse inconstitucional el que el legislador, del modo que considere más oportuno en uso de su libertad de configuración, atienda, entre otras posibles circunstancias, a las condiciones sociales y económicas de los destinatarios finales de la educación a la hora de señalar a la Administración las pautas y criterios con arreglo a los cuales habrán de dispensarse las ayudas en cuestión. No hay, pues, en conclusión, y como dijimos en el fundamento undécimo de nuestra Sentencia de 27 de junio, un deber de ayudar a todos y cada uno de los Centros docentes, sólo por el hecho de serlo, pues la Ley puede y debe condicionar tal ayuda, de conformidad con la Constitución, en la que se enuncia, según se recordó en el mismo fundamento jurídico, la tarea que corresponde a los poderes públicos para promover las condiciones necesarias, a fin de que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas. Pero, justamente porque el derecho a la subvención no nace para los Centros de la Constitución, sino de la Ley, la Sentencia impugnada, al modificar las condiciones y criterios para la subvención, no ha incurrido, sólo por ello, y sea cual sea la corrección constitucional de su juicio (...), en vulneración alguna de derecho fundamental, inexistente en nuestro ordenamiento como pretensión subjetiva a la prestación pública en favor de los Centros docentes privados (...). 4. Se alegó también en el acto de la vista, como derecho igualmente vulnerado, el que ostentan todos a la educación, de acuerdo con el art. 27.1 de la norma fundamental. Este derecho sólo podría considerarse violado, o bien integrando en su contenido un hipotético derecho a la subvención, o bien tras de apreciar que, por los cambios en los criterios y condiciones subvencionales deparados por la Sentencia que juzgamos, se habría provocado la privación actual y efectiva del derecho de algunos a la educación gratuita. Del primero de estos supuestos nada hay que añadir ahora a lo expuesto en el fundamento que antecede, siendo del todo claro que el derecho a la educación -a la educación gratuita en la enseñanza 19 básica- no comprende el derecho a la gratuidad educativa en cualesquiera Centros privados, porque los recursos públicos no han de acudir, incondicionadamente, allá donde vayan las preferencias individuales. Tampoco, desde otro punto de vista, es determinable ahora jurídicamente una privación de aquel derecho a la educación, a resultas de los cambios introducidos por la Sentencia en la normativa reguladora de la adjudicación administrativa de subvenciones. Una tal hipotética lesión sólo sería apreciable al término del procedimiento administrativo que se considera y no sería constitucionalmente relevante, de otro lado, sino por referencia al eventual desconocimiento por la Administración de los principios constitucionales que, como se ha dicho en el fundamento anterior, orientan y limitan la asignación del gasto público. En tal supuesto, distinto al del que hoy conocemos, quedarían abiertos a los interesados los remedios jurisdiccionales aptos para el control del actuar administrativo y, en su caso, esta misma vía del amparo constitucional. En el contexto de su respuesta al caso planteado, pues, el Tribunal alude a tres cuestiones que aquí, desde el punto de vista de esta introducción histórica, nos pueden resultar de particular interés: a) De un lado, al tratar de la legitimación del Ministerio Fiscal, queda claro que, en materia de derechos fundamentales, no cabe disociar radicalmente la preservación de los derechos subjetivos individuales, que presupone la concreción de sus titulares y el perjuicio efectivo en su derecho, y el interés público que mira a “la integridad y efectividad de tales derechos”; una perspectiva ésta que, sin duda, parece guiada por una concepción de los derechos que los percibe como elementos centrales del ordenamiento jurídico, en conexión con la función que se les atribuía originariamente de orientar el desarrollo del ordenamiento jurídico en su conjunto. b) En segundo lugar, y en conexión con ello, la sentencia señala que el art. 27 de la Constitución contiene distintos preceptos, algunos de los cuales consagran derechos de libertad, mientras que otros garantizan instituciones o derechos de prestación, atribuyen competencias a los poderes públicos o imponen mandatos al legislador. La distinta naturaleza jurídica de los preceptos indicados hace del derecho a la educación un complejo que incorpora, “junto a su contenido primario de derecho de libertad, una dimensión prestacional, en cuya virtud los poderes públicos habrán de procurar la efectividad de tal derecho y hacerlo, para los niveles básicos de la enseñanza, en las condiciones de obligatoriedad y gratuidad que demanda el apartado 4.° de este art. 27 de la norma fundamental. Al servicio de tal acción prestacional de los poderes públicos se hallan los instrumentos de planificación y promoción mencionados en el núm. 5 del mismo precepto, así como el mandato, en su apartado 9.° de las correspondientes ayudas públicas a los Centros docentes que reúnan los requisitos que la Ley establezca”. Estamos, pues, ante un mandato de configuración legislativa que va más allá de la simple función de los derechos fundamentales como garantías subjetivas frente a la intromisión desproporcionada del poder público. Y ello es así especialmente porque “el mandato al legislador, no encierra, sin embargo, un derecho subjetivo a la prestación pública. Esta, materializada en la técnica subvencional o, de otro modo, habrá de ser dispuesta por la Ley (...), Ley de la que nacerá, con los requisitos y condiciones que en la misma se establezcan, la posibilidad de instar dichas ayudas y el correlativo deber de las administraciones públicas de dispensarlas, según la previsión normativa”. En ello se aprecia la escisión entre contenido subjetivo del derecho constitucional y mandato al legislador. 20 c) En tercer lugar, y por último, aparece en la sentencia la reserva de ley, conforme a la cual el poder ejecutivo sólo previa mediación legislativa puede incidir en los derechos fundamentales, en este caso a través de un reglamento. Si se infringe la reserva de ley, la regulación del ejecutivo es por ello sólo contraria a la Constitución, que en primer lugar garantiza que las intervenciones en el ejercicio de los derechos fundamentales tengan amparo legal. Una intervención que, recogida en una ley, podría encontrar justificación constitucional, es sin embargo contraria a la Constitución si está recogida en una disposición o en un acto administrativo privado de respaldo legal suficiente. Este examen formal “de legalidad” se antepone al juicio material de constitucionalidad, que contrasta la medida limitadora concreta con el contenido del derecho constitucionalmente garantizado. En tal sentido señala la sentencia que, “en toda su actuación y más especialmente en aquellos casos en los que, en conexión con los derechos fundamentales que ella garantiza, la Constitución contiene una específica reserva de ley, los Tribunales del orden contencioso-administrativo han de anteponer el examen de legalidad al de constitucionalidad, pues si falta la norma habilitante o el tenor de la reglamentación la contradice, no procede ya, sólo por eso, el contraste directo de esta última con la Constitución y si, por el contrario, el precepto reglamentario que se considera lesivo de un derecho fundamental es concorde con la ley (sea cual fuere el motivo de la concordancia) será la ley misma el origen de la lesión y habrá de cuestionarse ante nosotros su constitucionalidad (...). Los codemandados han argüido que las mencionadas Órdenes ministeriales se habían producido sin la necesaria cobertura legal y, por tanto, implícitamente, en violación de la reserva de ley que impone el art. 27.9 de la C.E. Tal argumento, de ser cierto, ofrecería una base para la impugnación de esas órdenes por infracción del principio de legalidad y, en cuanto se entendiese que el mencionado precepto consagra un derecho fundamental, también ante nosotros en esta vía de amparo”. 21