COLOMBIA NO ESTÁ EN AMÉRICA LATINA Carlos Eduardo Maldonado Los pueblos y las sociedades son muchas veces lo que los gobiernos y los dirigentes deciden, piensan, hacen y les agrada. En eso consiste la importancia y la tragedia de la política y el gobierno. Históricamente ha existido una especie de desconfianza de los países y sociedades de América Latina hacia Colombia. Las élites gobernantes en el país nunca se han hecho respetar o querer en el contexto latinoamericano. A diferencia de sus escritores y pintores, de sus artistas y cantantes, de sus poetas, estudiantes y académicos, notablemente. Geográficamente, Colombia pertenece a América Latina, pero no más. Emocional y afectivamente nunca lo ha estado. Culturalmente le sucede tener etnias e idioma semejantes con otros países de la región, pero no más. Exceptuando a Bolívar (¡y eso!), desde la independencia de 1810 y 1819, las élites colombianas siempre han mirado a otras geografías, como referentes y enseñanzas, como modelos y ejemplos, y nunca a América Latina. A no ser, como muy recientemente, varias empresas y bancos, como beneficio, mercado y oportunidades de ganancias. Y ello en marcado contraste con otros países que sí están y han estado social, cultural y políticamente en Latinoamérica. Las élites colombianas jamás se han identificado con la idiosincrasia cultural de la región con la sorpresa de que para Europa Colombia apenas sí es relevante, y que para los Estados Unidos se trata simple y llanamente de su patio trasero. En otras palabras, jamás ha habido reciprocidad de parte de las sociedades y estados europeos y estadounidense como pudiera haberse imaginado y como lo hubieran anhelado siempre los gobernantes nacionales. A la tragedia de que nuestros pueblos precolombinos jamás tuvieron los desarrollos, historia y alcances de otros pueblos aborígenes en el continente se suma el hecho de que la cultura colombiana no tiene ni ha tenido un referente sólido, un símbolo claro, o un signo destacado que defina algo así como su identidad, a semejanza de lo que sucede en otros países. La cultura en Colombia ha sido considerada en este sentido como lo otro de la historia nacional y dejado de lado, subvalorado, como un asunto incluso de cuño izquierdista – como si eso fuera negativo. Manifiestamente, la cultura ha sido un asunto marginal que jamás ha impregnado a la política y al gobierno, a la administración pública, al derecho y a la economía. Formalismo y extranjerismo desde arriba, dependencia y sumisión, contra contenido y riqueza, marginación y diversidad desde abajo. Pues bien, exactamente en este sentido, la política y la historia colombiana ha consistido en las tensiones entre el centralismo de Bogotá, y la vida de las regiones, atávicamente llamadas como “provincia” hasta el día de hoy. La historia y la política ha consistido en el formalismo de y desde Bogotá y el caciquismo regional como una expresión concreta de las culturas de los Departamentos y Municipios. En fin, la política y la historia en el país ha consistido en la distancia entre las élites y la base de la sociedad sin que haya habido en el más preciso y fuerte de la palabra un conocimiento y diálogo real y horizontal entre un lado y otro. Ni siquiera las izquierdas tradicionales lograron superar el modelo político, la mentalidad y las actitudes de las élites desde siempre hasta hoy. Pues sus referentes siempre fueron y han sido extranjeros: Moscú y Pekín, la Habana y Berlín, por ejemplo. Tampoco para la izquierda tradicional Colombia ha formado parte de América Latina; sólo lo ha sido, en el mejor de los casos, de manera tibia y ocasional. Visto desde arriba, Colombia está en América Latina sólo formalmente, nunca en sus raíces, en su emocionar, en su sensibilidad e idiosincrasia. He aquí, por decir lo menos, una oportunidad, un bache necesario de ser superado si de veras el estado y la sociedad quieren y pueden mirar, honesta y francamente, hacia el futuro. Pues simple y llanamente no es posible el futuro sin América Latina, y sin la real, verdadera y auténtica comunicación horizontal y en todos los niveles con los pueblos, sociedades y gobiernos del continente latinoamericano. Esto lo han entendido ya, hace lustros, hace decenios, otros países, pueblos y sociedades de la región. Pero no en el país. Tanto menos de cara al multilateralismo, al reconocimiento de la diversidad y diversificación cultural, de cara a los procesos de integración regional –ojo: ¡integración, después de quinientos años de descubrimiento y conquista!-, a esa posibilidad de cerrar las venas de América Latina, tradicionalmente abiertas y desangradas. En Colombia, el Estado no sabe de región ni de territorio, pues lo propio de ambas es que son móviles y vivos, adaptativos y cambiantes. Y enraízan siempre en la ecología y la antropología, en la sociología y la historia, jamás en el formalismo del derecho (positivo), la economía y las finanzas, y la administración pública, todas ellas veleidades rígidas, fronteras formales frente a la cultura, en la acepción al mismo tiempo más amplia y fuerte de la palabra. Que en el país, históricamente la mayoría de los profesionales sean administradores, médicos, abogados, ingenieros y educadores significa que formaciones como la sociología y la antropología, la filosofía y la historia, los estudios culturales y sociales son y han sido políticamente incorrectos. Como corresponde. La complejidad de la política estriba, para decirlo rápidamente, en la conjunción entre el pasado y el futuro, entre lo local y nacional con lo regional y lo internacional. Algo que la historia política colombiana desconoce ampliamente. Pues lo verdadero ha consistido en el seguidismo y el desarrollismo, en el acatamiento y la entrega, en la sumisión y la complacencia de las élites colombianas hacia la Metrópolis, por encima, muy por encima, del conjunto de América Latina. Puede ser posible que Colombia se integre a Latinoamérica, pero si ello llega a suceder es al costo del reconocimiento y valoración de acendrados valores e historia culturales en las que lo local, lo regional y lo nacional pueden llegar a ser tomados en toda su significación. Esto es, en la que la cultura llegue a tener voz y a ser vista. Esa historia acallada, silenciada, ignorada e invisible hasta la fecha. Y entonces la cultura popular podrá tener, por primera vez, una valía propia, a la par, exactamente a la par de la cultura intelectual y elitista, tradicionalmente de corte eurocéntrico. Al fin y al cabo la cultura no son edificios, construcciones y calles. Además son estilos de vida, creencias, músicas, danzas, comidas, prácticas y ritualidades. El llamado al futuro y a las posibilidades de progreso del país ha sido enfocado, no sin buenos argumentos, en la ciencia, la tecnología y la innovación. Pero ello no debe dejar pasar por alto la importancia y el significado de las ciencias sociales y humanas, de la cultura y las historias plurales del país y las regiones, y la innovación social, que son, todas éstas las que le otorgan contenido a la política, la educación y la investigación. Sencillamente, no es posible hacer ciencia, si no tiene raíces en la cultura, pues lo contrario es simple y llanamente transferencia de conocimientos. Otra forma de dependencia y colonialismo.