04. Loredo - Stoa Social

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El pancalismo de James Mark Baldwin.
Estética, psicología y constructivismo
JOSÉ-CARLOS LOREDO Y JOSÉ-CARLOS SÁNCHEZ
Universidad Nacional de Educación a Distancia (Madrid); Universidad de Oviedo
Resumen
En este artículo nos proponemos realizar una exposición crítica del “pancalismo”, denominación que dio el
psicólogo funcionalista James Mark Baldwin (1861-1934) a la ontología que corona su psicología evolucionista y su epistemología genética. Defendiendo que el pancalismo constituye uno de los mejores frutos del constructivismo, presentamos sus filiaciones teóricas generales, discutimos sus interpretaciones metafísicas –en las
cuales el propio Baldwin cayó– y apuntamos algunas de sus implicaciones actuales.
Palabras clave: James Mark Baldwin, pancalismo, constructivismo.
James Mark Baldwin’s Pancalism:
Aesthetic, psychology and constructivism
Abstract
The aim of this paper is to undertake a critical review of “Pancalism”. Functionalistic psychologist James
Mark Baldwin (1861-1934) called Pancalism the ontological theory which culminates his Evolutionary
Psychology and Genetic Epistemology. We sustain that this theory is one of the best products of constructivism.
For this purpose, we present its general theoretical genealogies, we discuss the metaphysical interpretations of
Pancalism –that Baldwin himself suggested– and we discuss some of its current implications.
Keywords: James Mark Baldwin, Pancalism, constructivism.
Agradecimientos: Este trabajo ha disfrutado de la financiación recibida de la Dirección General de Enseñanza
Superior para el Proyecto de Investigación MCT-00-BSO-0484.
Correspondencia con los autores: José Carlos Loredo. Facultad de Psicología (Despacho 1.33). UNED. Apdo. de
correos 60.148. Juan del Rosal, 10. 28040 Madrid. E-mail: jcloredo@psi.uned.es
Original recibido: Mayo, 2004. Aceptado: Julio, 2004.
© 2004 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-9395
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la imaginación sólo puede liberarse en la medida en que reconoce
la naturaleza práctica de la emoción de lo sublime.
[...] (E)l sentido de lo sublime no puede ser impotente;
al contrario, nos arranca de la impotencia (Toni Negri, 2000)
Introducción
La psicología evolucionista de James Mark Baldwin (1861-1934) formó parte
de un intento por integrar componentes teóricos que aún hoy encontramos dispersos en la mayoría de los planteamientos que se consideran a sí mismos constructivistas. Su herencia intelectual, fragmentada y relegada durante décadas, ha
resurgido en el torbellino de problemas contemporáneos ligados a cuestiones
aparentemente tan dispares como la crisis del neodarwinismo, la inteligencia
artificial y la vida artificial, la relación entre evolución y aprendizaje, la naturalización de la epistemología, la reivindicación de Vygotsky o la “moda” del constructivismo en psicología y ciencias sociales. Ha llegado a ser tópico referirse a la
recuperación de Baldwin desde los años 70 (Broughton, 1981; Cairns, 1992;
Cairns y Valsiner, 1984; Wozniak, 1999). Ciertamente hay pruebas, incluso
cuantitativas, para sostener ese tópico (Loredo y Lafuente, 2000), pero en sentido
estricto la recuperación sólo podemos valorarla desde un punto de vista teórico.
Precisamente su rasgo más destacado es que tiene lugar en ámbitos teóricos
«calientes», fronterizos entre disciplinas, áreas u orientaciones distintas (Loredo
y Sánchez, 1997). Sin embargo, en ninguno de ellos se restituyen todas las
dimensiones de la obra baldwiniana. No es sólo que en cada uno se prioricen
algunos de sus componentes; es que, además, al mosaico que obtenemos si reunimos todos esos ámbitos le faltan algunas piezas fundamentales. Una de ellas es el
pancalismo, la teoría ontológica que confiere coherencia a la obra de Baldwin.
En este artículo presentaremos el pancalismo en el contexto de dicha obra y
expondremos sus filiaciones teóricas más generales. A continuación describiremos sus características básicas y, por último, defenderemos algunas tesis respecto
al sentido y proyección del pancalismo. Sugeriremos que, una vez realizada la
crítica a la interpretación metafísica del mismo en la que el propio Baldwin cayó,
mantiene su vigencia como marco conceptual de una determinada forma de
entender el constructivismo.
La obra de Baldwin
Pueden encontrarse buenos resúmenes de la obra de Baldwin en los trabajos
de Broughton (1981), Broughton y Freeman-Moir (1982), Cairns (1992), Kahlbaugh (1993), Richards (1987), Russell (1978) o Wozniak (1982). Ahora es
suficiente con presentar sus conceptos clave para ubicar en ella el pancalismo.
Baldwin (1902) asume la pretensión funcionalista de entender la actividad
psicológica como acción adaptativa en el contexto de la competencia durante la
vida de los organismos, y supone que es a través de esa actividad adaptativa como
tiene lugar la progresiva coordinación entre sujeto y objeto (Sánchez y Fernández, 1990; Sánchez, Fernández y Loy, 1993). Su teoría de la selección orgánica concibe la evolución de tal manera que otorga a la actividad psicológica una función
filogenética sin recurrir a la herencia de los caracteres adquiridos. Las adaptaciones logradas por los organismos durante su vida permiten la supervivencia, de
modo que si se mantienen a lo largo de varias generaciones se convirten en determinantes del curso de la evolución, pues permiten que se propaguen las variaciones genéticas (que en sí mismas son aleatorias e independientes de las adaptaciones). Es el comportamiento el que pone a prueba las variaciones genotípicas con
que el organismo nace, canalizando así el curso evolutivo (Sánchez, 1994).
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Baldwin (1894) teoriza el comportamiento a través del concepto de reacción
circular. Se trata de una idea de la función psicológica similar a las que subyacen
al ensayo y error, el principio de Spencer-Bain o la Ley del Efecto, pero a diferencia de éstas es inseparable de un punto de vista genético (de «génesis»). La reacción circular cambia a lo largo del desarrollo. No se mantiene idéntica a sí
misma. Es un principio genérico, no general. Consiste en el esquema según el
cual toda actividad tiende a repetirse para reconquistar la estimulación conseguida, pero de modo que en cada nueva acción surgen nuevas dimensiones del objeto que se incorporan a la estructura de hábitos en funcionamiento (es decir, son
asimiladas), una estructura que a su vez se transforma y enriquece haciéndose más
potente, más capaz de enfrentarse funcionalmente a nuevas dimensiones del
mundo (es decir, se acomoda).
Baldwin (1897) extiende su punto de vista genético a la psicología social.
Aquí su perspectiva se basa en la dialéctica entre herencia social e imitación. Lo cultural aparece en términos de conquistas adaptativas de la especie con las cuales el
sujeto tiene que contar. El yo es algo constituido socialmente, pero no porque sea
un mero reflejo de su cultura, sino porque la individuación consiste en asimilar
la herencia social y transformarla a través de un permanente toma y daca con los
demás sujetos. Este proceso es la imitación, entendida como especificación social
de la reacción circular. Individuación y socialización aparecen, pues, como dos
transformaciones conjugadas.
El compromiso funcionalista de Baldwin (1906-11) le obliga también a identificar psicología y teoría de la adaptación hasta el punto de convertir la psicología en una teoría del conocimiento entendido como proceso natural. Si no existe
una realidad en sí previa a la actividad orgánica ni una mente preformada que
deba reflejarla, entonces el conocimiento sólo puede ser un proceso constructivo,
operatorio. Para dar cuenta de esto Baldwin adopta una perspectiva epistemológica basada en lo que denomina lógica genética. En tanto que teoría general de la
evolución del pensamiento, la lógica genética no considera la realidad como algo
primario ni el pensamiento como vehículo suyo, sino que concibe el desarrollo
del conocimiento como la producción misma de la realidad. La historia del conocimiento es la historia de la vida. La lógica genética es, entonces, el recorrido por
todo el proceso de construcción del conocimiento, un proceso a la vez histórico e
individual.
Pues bien, el pancalismo, como inmediatamente veremos, supone la “contemplación” conjunta de todo ese conocimiento construido. En este sentido el pancalismo es el último escalón de la lógica genética. Ya no se trata de analizar el
proceso de producción del conocimiento, sino de reconocer la existencia de todo
un conjunto de objetos construidos e instituidos ellos mismos como condiciones
del propio proceso de construcción posterior –es decir, objetivados–. Si la lógica
genética definía la epistemología baldwiniana, el pancalismo define su ontología.
El pancalismo dentro de la obra de Baldwin
«Pancalismo» es un neologismo acuñado por Baldwin que remite a los términos griegos que significan “todo” y “bello”. Etimológicamente, pues, el pancalismo es la doctrina según la cual todo es bello. Baldwin llegó a colocar la expresión
griega Το καγον παν como lema inicial de alguno de sus últimos libros.
El propio Baldwin (1915, pp. vii-viii) se autocita en el libro donde desarrolla
la doctrina del pancalismo, Genetic Theory of Reality, para mostrar cómo en una
obra suya anterior aparecía definido éste. La cita procede de los Fragments in Philosophy and Science, publicados en 1902:
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El universo de la ciencia es [...] un cosmos que no es sólo verdadero, sino también bello, y en
cierto sentido bueno. La ciencia nos dice qué es verdad [...]. La filosofía introduce entonces sus
cuestiones: ¿cómo puede esa verdad ser además buena, bella, vivible? [...] Es buena y verdadera
porque es bella (cursivas del autor).
Genetic Theory of Reality se estructura como un peculiar tratado de ontología
genética. Las interpretaciones de lo real históricamente dadas se clasifican y se
disponen en orden diacrónico y a la vez lógico, un orden que corresponde a
unos determinados estadios en el individuo y en la historia humana. La interpretación estética de la realidad aparece como la última etapa, teorizada en términos de la doctrina del pancalismo. Esta doctrina presenta la realidad no
como una sustancia o un contenido, sino como «un modo de subsistencia en
un control particular», es decir, un determinado estado de cosas tal como aparecen en un cierto estadio del conocimiento y bajo ciertas condiciones históricas. Baldwin se pregunta si existe algúna modalidad de la realidad que recapitule y reúna, superándolas, las demás modalidades, constituyéndose entonces
en una realidad que podríamos considerar «absoluta» o independiente. La respuesta es afirmativa. Se trata de la realidad en sentido estético: «nos damos cuenta de lo real alcanzando y disfrutando de la belleza» (1915, p. 277, cursivas del
autor).
[El pancalismo es] la teoría según la cual el modo estético de la realidad existente, aprehendido
en la contemplación de la belleza, es omnicomprehensivo y absoluto.
Ejemplo: al contemplar un objeto en tanto que bello y disfrutar completamente de él, aquello
de lo que uno se da cuenta incluye todos los aspectos bajo los cuales ese objeto puede encontrarse como realmente existente y poseedor de un valor real; en tal sentido, carece de toda relación
[...] con cualquier cosa ajena a él mismo (Baldwin, 1915, p. 318).
Así pues, Baldwin toma como referencia la experiencia del sujeto ante el objeto artístico (que sintetiza todas las dimensiones del mismo y lo «libera» de ellas)
y la generaliza a la realidad en su conjunto. Por tanto, estamos ante una especie
de ontología estética: el único modo de dar coherencia a la realidad es considerándola desde el punto de vista estético, porque sólo así deja de ser relativa a
algún contexto determinado a partir del cual haya sido construida. Desde cualquier perspectiva no estética (sino científica, ética, epistemológica...) la realidad
aparece como algo fragmentario o incoherente. Sin embargo, el punto de vista
estético ofrece la única imagen posible de una realidad reconciliada consigo
misma y con el sujeto.
Según Baldwin (1906-11, vol. III; 1915) el pancalismo representa una síntesis superadora de todos los estadios evolutivos anteriores. Como última fase de la
lógica genética, concilia la validez lógica y el origen práctico del conocimiento,
dado que el sujeto se reencuentra con los objetos construidos, objetivados, y se
somete a ellos reconociéndolos a la vez como propios. A través de esta experiencia estética el sujeto ingresa en un adualismo muy diferente del adualismo primario, es decir, de la indiferenciación ontogenética inicial entre sujeto y objeto.
Al principio del desarrollo ni sujeto ni objeto estaban constituidos como tales,
sino que comenzaban a estarlo disociándose el uno del otro mediante toda una
serie de dualidades que definen la historia de la ciencia y la cultura
(cuerpo/mente, sujeto/objeto...). Ahora, en cambio, la “admiración” de los objetos –término elegido por Baldwin– es resultado de una contemplación conjunta
de todos los dualismos previos (y necesarios), de todos los aspectos parciales de la
realidad construida1.
El pancalismo, por tanto, no es una teoría estética, sin prejuicio de que se
nutra de una determinada definición del fenómeno estético y pueda repercutir, a
su vez, en una mejor comprensión del mismo. Quizá la única fuente secundaria
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publicada sobre el pancalismo, un trabajo de Michael Parsons (1982) incluido en
el volumen editado por Broughton y Freeman-Moir que certificó la recuperación
de Baldwin, presenta esta doctrina como una teoría del desarrollo estético. Tal
interpretación olvida que Baldwin se limita a elegir la experiencia estética como
referencia para definir el adualismo final que cierra o da unidad al proceso de
construcción del conocimiento. A lo sumo, podríamos decir que el pancalismo
versa sobre la vivencia estética, la cual tiene en el arte un referente, pero no el
único.
En definitiva, la lógica genética constituye una manera de enfrentarse al
hecho de que las opciones ontológicas del siglo XIX basadas en dualidades como
razón/realidad o sujeto/objeto –cuyo origen último remite a las antinomias formuladas por Kant– no resuelven el problema de la realidad en ninguno de sus
extremos.
Sin embargo hay un problema de fondo que el propio Baldwin hace explícito:
si el constructivismo niega la existencia de una realidad preexistente a los sujetos, ¿no incurrimos en contradicción al considerar el pancalismo como descripción de un estadio de desarrollo definitivo caracterizado por la contemplación de
la auténtica «realidad real» (en expresión del propio autor)? Baldwin anticipa
que tal contradicción echaría por tierra su planteamiento si entendiéramos el
pancalismo como una teoría realista o estática.
Recordemos el carácter genérico y no general de la reacción circular, al que
aludimos más arriba. Pues bien, al igual que la reacción circular, el pancalismo
implica una teoría genérica, no general. Se trata de una teoría de la experiencia
estética como manera de estar en el mundo, pero esa experiencia tiene en cada
caso sus propios referentes (no necesariamente artísticos). La experiencia estética
es antes un límite que una detención de la actividad. Baldwin subraya que el
pancalismo supone una unidad inestable, dinámica, que de inmediato se rompe
y da paso a una nueva fase (superior) de pluralidad y construcción. Aunque la
experiencia estética supere los demás modos de realidad y los reinstale en su
lugar apropiado, ella misma avanza en la medida en que esos otros modos de
experiencia avancen moviéndose hacia el ideal de la integración estética, es decir,
hacia síntesis más profundas. Nunca hay clausura definitiva de la realidad. Este
es un principio constructivista elemental. No existe un mundo más allá del
mundo efectivamente construido e integrado en la totalidad «estética» que se
haya logrado establecer.
Antes de profundizar un poco más en el modo como Baldwin se enfrenta a
este problema básico del constructivismo, y con el fin de tener una perspectiva
más amplia, nos vamos a detener un momento en el contexto histórico general
del pancalismo.
El contexto del pancalismo
Desde luego, a principios del siglo XX no se concebía la estética como una
disciplina ajena a la psicología o a la epistemología. Las discusiones en torno al
conocimiento o la experiencia incumbían a todos aquellos que, como por ejemplo Dewey o Peirce, se preocupaban por dilucidar problemas psicológicos que
sólo más tarde se llegaron a presumir competencia de una ciencia institucionalizada. El propio Baldwin (1915, p. 231) afirma que sus ideas sobre las últimas
fases de la lógica genética son deudoras de Ribot y de Lipps, quienes se preocuparon por este tipo de temas.
Marta Morgade (2000) ha mostrado que la psicología del desarrollo tomó de
la estética su concepto de empatía como fenómeno por el cual un sujeto reconoce
a otro como sujeto. En estética, empatía es el fenómeno de satisfacción emocio-
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nal ante la obra de arte. El puente entre la empatía en sentido estético y psicológico son las emociones. El conocimiento está siempre mediado por las emociones, por la afectividad. Baldwin (1898, p. 21) mismo aclara que el sujeto no es
una máquina de conocer, sino que es protagonista de su actividad de conocimiento. El sujeto no asiste a su propia vida como un espectador. No la contempla; está implicado en ella. Por eso siente emociones. Pues bien, para Lipps la
experiencia estética, entendida desde la empatía, se basa en la imitación antes que
en la contemplación, tomando el término en un sentido similar al baldwiniano.
El sujeto se apropia de las habilidades ajenas reproduciéndolas, de modo que en
dicha reproducción reconstruye al otro como sujeto diferente a él y se construye a
sí mismo como un yo.
Las concepciones estéticas de autores como Lipps o Baldwin no son ajenas al
romanticismo entendido como corriente de pensamiento postkantiana. Desde
una sensibilidad típicamente romántica, ambos afirman que, como valor, la
belleza está por encima no sólo de la bondad, sino también de la verdad. La
empatía acompaña siempre a la construcción de la verdad y al reconocimiento
del otro como sujeto moral.
Como es sabido, Kant acude a la estética para intentar resolver el problema de
la relación sujeto-objeto. Gracias al juicio estético el sujeto se reconcilia con el
objeto. El sujeto contempla el objeto y lo siente como producción suya, como si
estuviera construido a su servicio. Esta idea de la experiencia estética se encuentra evidentemente detrás del pancalismo, cuyo paso adelante respecto a Kant
pasa por demostrar, a través del naturalismo darwiniano, que sujeto y objeto no
se reconcilian mediante un mero sentimiento estético que en último término es
inexplicable, sino porque su propia génesis es conjunta, porque su constitución
es recíproca (Sánchez, 2002).
Kant hace pivotar su estética en torno a la idea de lo sublime. El origen de
este concepto se remonta a un tratado de retórica del siglo I atribuido a Longino,
y recorre un largo camino hasta ser reconocido y sistematizado por él, quien lo
lega al romanticismo como su seña más característica (Assunto, 1989). El tratado Sobre lo sublime defiende una retórica que no sólo convenza al público sino que
por encima de todo lo cautive. La idea fue rescatada por autores románticos como
Schlegel y desarrollada por Edmund Burke, de quien Kant la toma. Burke teoriza lo sublime como contrapuesto a lo bello, y en este sentido lo acerca a lo pintoresco, dado el matiz de imperfección que comparten ambos, pero diferenciándolo por sus connotaciones inquietantes. Lo pintoresco, que definió la reacción
anticlasicista del gusto rococó (Assunto, 1989), es una versión de lo placentero,
mientras que lo sublime rebasa el placer estético clásico o contemplativo y provoca en el espectador emociones de sobrecogimiento y hasta dolor. Ahora bien,
en Kant late todavía la necesidad de un creador que respalde el sentimiento de
que la naturaleza, el objeto, aparezca ante el sujeto como algo dispuesto teleológicamente. Kant usa la experiencia estética como garantía (intuida, no demostrable) de que sujeto y objeto, libertad y naturaleza, están conectados. Pero esta
conexión o bien es inexplicable o bien requiere la existencia de un creador que la
garantice. Por su parte, el romanticismo ya no admite la idea de un creador o
supone que el creador es el propio sujeto. Del otro lado sólo queda un universo
imponente, y el derrumbe de la naturaleza entendida como obra divina arrastra
también a las formas lógicas propias de la razón humana. El sujeto ya no aparece
como algo dual –materia y espíritu–, sino absorbiendo el objeto en un sentido
irracionalista
Si para Kant lo sublime se debía a que la experiencia sobrepasa siempre al
sujeto, para los románticos es el sujeto quien debe sobreponerse a la experiencia
(aunque de hecho no puede, de ahí cierta actitud trágica). Para Baldwin, en cam-
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bio, la experiencia sobrepasa al sujeto sólo en el sentido de que éste debe seguir
actuando, está condenado a actuar, o mejor (lejos de Baldwin cualquier tentación
existencialista), tiene derecho a ello. Sujeto y objeto se coordinan porque la génesis de ambos es recíproca, y es la propia actividad constructiva la que se sobrepasa
a sí misma contínuamente2.
Pancalismo, pragmatismo y constructivismo
Para Baldwin, una de las virtudes del pancalismo era que evitaba las debilidades del pragmatismo, corriente en la cual él mismo se incluía. Para comprender
por qué constituye además el marco conceptual del constructivismo, merece la
pena detenerse en su artículo de 1904 titulado justamente «Los límites del pragmatismo», donde caracteriza esta corriente filosófica como una negación del
dualismo pensamiento/realidad, según la cual la realidad se determina a través
del pensamiento, pero entendido éste como dinámico (en evolución) e intrínsecamente ligado a la práctica, es decir, instrumental, adaptativo. Baldwin plantea
entonces el problema del valor objetivo de aquello a lo que el pensamiento se
adapta: el «entorno». Salvo que concibamos la actividad psicológica como cerrada sobre sí misma, hemos de suponer la existencia de algún tipo de control externo a ella. De lo contrario, el sujeto sería un mero espectador de la adaptación y no
alguien implicado en ella, con deseos e intereses que a cada paso encuentran obstáculos.
Tres son, a juicio de Baldwin, los problemas conceptuales donde el pragmatismo se topa con sus límites. Primero, el de las realidades que van más allá de
los procesos psicológicos que las originan, como las estructuras lógicas. Baldwin
acusa al pragmatismo estricto de caer en una contradicción: si las verdades lo son
por su eficacia práctica, ¿cuál es la eficacia de la creencia en un mundo objetivo?:
el pragmatista debe tragarse el sapo de un entorno real que la función cognoscitiva pueda
entonces reflejar tanto adecuada como erróneamente, o bien debe encontrar alguna garantía
sobre la realidad de los principios mentales que no sea rein pragmatisch3. Este último es el mejor
rumbo, y el autor [Baldwin] lo adopta como limitación de su propio pragmatismo. Como
método psicológico y lógico, el punto de vista instrumental es cierto e inevitable para el pensamiento evolucionista actual, pero debe encontrarse un modo de preservarlo sin desarrollarlo
hacia una metafísica unilateral que lo anularía (Baldwin, 1904, p. 44).
El segundo problema se refiere al estatuto de la realidad construida pragmáticamente. Para los pragmatistas ortodoxos hay una organización progresiva del
conocimiento a través del pensamiento, pero éste no se concibe como una objetivación o estabilización que impone las condiciones para el futuro conocimiento.
Los principios estructurales del conocimiento permanecen sin explicarse, salvo
que se suponga un innatismo que remitiría a un idealismo subjetivo. También
puede suponerse una construcción social del conocimiento, pero entonces habría
que explicar cómo el sistema de significados lógicos comunes es puesto a prueba
tanto por la sociedad como por el individuo. En tercer y último lugar, Baldwin
critica al pragmatismo por no ofrecer criterios de validez de la puesta a prueba
práctica del conocimiento. Acudir a situaciones empíricas concretas no sirve para
explicar la organización conceptual de la cual esas situaciones no son más que
casos particulares:
Si los modos normativos de aprehensión del pensamiento tienen un origen pragmático, entonces es justamente el propio pragmatista quien debe conferirles validez como intérpretes de
aspectos reales de las cosas y los eventos, y es la última persona que puede –cuando fallan los
criterios prácticos– rechazar esas categorías y recurrir al subjetivismo o al puro nominalismo.
Tienen utilidad –como él dice– en tanto que modos de interpretrar la experiencia, pero es precisamente en virtud de tal interpretación por lo que resultan ser modos de realidad. La conse-
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cuencia es que esos modos de pensamiento han de llevar consigo, en su propio ejercicio, los
medios para validar su pretensión de organizar de manera esencial la experiencia más allá de su
realización en curso (Baldwin, 1904, pp. 54-55).
Dado que el problema nuclear de la filosofía es conciliar la validez lógica y el
origen práctico del conocimiento, el hecho de que el sujeto –cuna de ambos– se
desarrolle como un todo permite pensar en algún tipo de experiencia que reconcilie esas dos dimensiones. Esa experiencia –concluye Baldwin– no es otra que la
experiencia estética.
Pues bien, algunos autores coetáneos, como Moore (1907), criticaron a Baldwin justamente por defender una perspectiva genética excepto para ese cierre del
ciclo que es el pancalismo, un problema que ya hemos mencionado y sobre el
cual debemos volver ahora. Ciertamente, la teorización de la experiencia estética
es oscura y el propio Baldwin parece mostrarse a veces ambiguo al respecto.
Podríamos decir que aquí nos encontramos con el límite superior de su perspectiva, como después comentaremos.
Baldwin (1915, p. 278 y ss.) distingue cuatro maneras en que un tipo de realidad puede ser relativa (no-absoluta): la transversal (de un término de una dualidad respecto a otro), la longitudinal (de una cosa respecto a las anteriores y posteriores de su serie genética), la lógica (de una proposición respecto a su negación)
y la epistemológica (del objeto respecto al sujeto). La principal preocupación de
Baldwin es mostrar que la realidad estética no es relativa en ninguno de esos cuatro sentidos.
Respecto a la relatividad transversal, la experiencia estética se libra de ella justamente por su carácter de síntesis de términos opuestos. El objeto estético pierde cualquier tipo de anclaje práctico o intelectual. Cada objeto estético es singular (por eso es imposible comparar dos auténticas obras de arte). En cuanto a la
relatividad longitudinal, el objeto estético es autoevidente, intuido, sin un antes
ni un después: es como un fin en sí mismo. Por lo que toca a la relatividad lógica,
Baldwin sostiene que lo bello no admite contrario o negación: lo feo queda fuera
del campo de lo estético, no tiene realidad o existencia estética. Finalmente, a
propósito de la relatividad epistemológica, Baldwin afirma que la obra de arte
tiene el mismo significado para cualquier observador competente: su validez no
es algo privado o cuestión de gusto subjetivo; al contrario, ante ella el sujeto se
siente mero órgano de contemplación o vehículo del gusto estético.
La perspectiva estética sería la del sujeto cognoscente cuando alcanza una validez absoluta, esto es, cuando la experiencia despliega toda su función reflejando
en forma de presencia completa aquello que otros sólo han discernido de manera
parcial. Pero el punto de vista estético no es subjetivo, pues ni es individual ni se
opone a lo objetivo. Es un punto de vista sui generis:
[La realidad equivale a] todos los contenidos de conciencia en tanto que organizados o susceptibles de organización en forma artística o estética. La conciencia individual es entonces órgano
de la realidad. La realidad en su conjunto sería la experiencia completa de una conciencia capaz
de aprehender y contemplar esa realidad como un todo estético (Baldwin, 1915, p. 303).
Según Baldwin, la única alternativa a una perspectiva pancalista es un pluralismo radical, un relativismo que se limite a constatar la diversidad de lo real y
contemple los diferentes ámbitos de construcción del conocimiento tal como se
dan, sin integrarse en estructura lógica alguna. Baldwin opone dos objeciones al
pluralismo. Primero, que extraer de la experiencia sus resultados construidos,
objetivados, sin tener en cuenta la experiencia misma de la que derivan, equivaldría a negar incluso el conocimiento como proceso psicológico, que tiende a síntesis cada vez más potentes. Y segundo, si rechazamos la concepción estética del
mundo, rechazaríamos también la organización de los demás modos de experien-
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cia: «si el mundo puede ser artístico, bello, no puede ser incoherente, desorganizado,
radicalmente pluralista» (Baldwin, 1915, p. 308, cursivas suyas). De lo contrario,
caeríamos en la crítica que el propio Baldwin rechazaba, referida a la incompatiblidad entre pancalismo y constructivismo. Recordemos el problema una vez
más: ¿puede teorizarse la realidad como un todo sin dejar de ser constructivista,
es decir, sin dejar de reconocer que las estructuras cognoscitivas tienen sentido
únicamente en el contexto de los procesos prácticos –siempre parciales– a resultas de los cuales han cristalizado tanto histórica como individualmente?
Ahora estamos en condiciones de entender por qué los límites de la perspectiva baldwiniana se compendian en el pancalismo. Definir la experiencia estética
como estadio absoluto equivale realmente a dejar en suspenso la perspectiva
genética. ¿Es compatible un constructivismo radical con un estadio de desarrollo
definido como experiencia contemplativa donde sujeto y objeto se refunden cancelando todas las contradicciones? En este contexto es muy significativa la justificación baldwiniana de la autonomía de lo estético. Se basa en que lo feo queda
fuera de su esfera, como ya hemos visto. Ahora bien, ¿no es esta idea bastante
poco constructivista? En cierto sentido, la propia historia del arte superó a Baldwin. Nuestro autor escribe justo antes de la explosión de los «ismos», de las vanguardias artísticas. Su idea de la estética hereda la concepción tradicional de la
belleza como algo puro o formal. Las vanguardias artísticas, sin embargo, acabaron mostrando que lo bello incluye dialécticamente lo feo, algo que siempre ha
estado detrás de la idea de lo sublime.
Los límites de Baldwin como marco del constructivismo
Los problemas de fondo del pancalismo remiten a una concepción ontológica
de carácter monista paralelista. Sabemos que Baldwin fue influido intensamente
por la filosofía de Spinoza (Wozniak, 1982). De hecho, el pancalismo puede
verse como una especie de monismo donde el «doble aspecto» de la realidad desplegado en las anteriores fases del desarrollo (los dualismos) se reintegra, se
funde, deja de ser «doble». Esto da pie justamente para lecturas como la de
Wozniak, uno de los mejores estudiosos actuales de Baldwin, quien parece asumir como válido el desarrollo paralelo de «mente» y «realidad» y defiende el
paralelismo psicofísico, e incluso parece considerar que la génesis no es más que
una progresiva adecuación o coordinación de sujeto y objeto:
Los eventos mentales han de suponerse concomitantes con un grupo específico de eventos físicos de una alta complejidad biológica, y coexistiendo junto a éstos en una unidad psicofísica
(Wozniak, 1993, p. 99).
Si el límite superior del constructivismo baldwiniano viene dado por el pancalismo, su límite inferior nos retrotrae al concepto de reacción circular y tiene
que ver con la cuestión del paralelismo. Las dificultades de definición de la reacción circular equivalen a lo que José Carlos Sánchez (1994) ha denominado
«problemas límite del concepto de función». Baldwin teoriza el primer tipo de
reacción circular (la que se da en el origen del desarrollo, similar a las coordinaciones sensomotoras innatas de la tradición piagetiana) como reacción circular
primaria u orgánica, aún sin memoria del objeto. Se caracteriza por una suerte de
adualismo tal que sujeto y objeto están fundidos pero necesitando a la vez una
dualidad incipiente entre las dimensiones activas, funcionales, psicológicas
(sujeto), y las dimensiones receptivas, pasivas, sensoriales (objeto). Sin esta dualidad no hay coordinación sensomotora. Estamos, pues, ante una especie de paralelismo psicofísico forma-función. Sin embargo, este paralelismo se rompe automáticamente desde un punto de vista evolucionista. De acuerdo con la teoría de
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la selección orgánica, la reacción circular primaria se asienta en una estructura
heredada que a su vez ha sido fijada filogenéticamente en virtud de las actividades de los antecesores. Los dos planos, psicológico y material, son necesarios, y
ninguno adquiere preponderancia o va por delante. No es posible dar prioridad a
la conciencia sobre los procesos fisiológicos ni viceversa. Baldwin llega incluso a
afirmar que el problema del paralelismo es irresoluble planteado como tal: es una
especie de condición trascendental del entendimiento.
La perspectiva baldwiniana se aleja, entonces, del paralelismo en sentido clásico o spinoziano, porque la conciencia ya no es captación de la realidad ni adecuación a ésta, sino «producción» (individual y social), una producción de condiciones de existencia que revierten sobre ella misma y la transforman. No hay discurrir paralelo de vida psíquica y mundo material porque ni una ni otro están
predeterminados.
Hay un trabajo de Baldwin (1902, cap. XVIII), titulado «El origen de una
‘cosa’ y su naturaleza», donde los límites superior e inferior de su perspectiva se
encuentran frente a frente. Estos dos límites vienen a definir el marco de todo
constructivismo, que no puede ir más allá de ellos porque se traicionaría a sí
mismo suponiendo algún tipo de realidad por delante o detrás de la efectivamente construida, en un «antes» (como realidad cosmológica en sí, previa a la
historia natural) o bien en un «después» (entendido como meta o fin de la historia). Baldwin se plantea de nuevo el problema del origen y la validez del conocimiento. Afirma que los objetos se construyen genéticamente, desde un origen,
pero a la vez requieren, para ser conocidos como tales, unas categorías de conocimiento estabilizadas, una estructura lógica. Tal como mostraba en su denuncia
de ciertas tendencias del pragmatismo, el origen es necesario, pero la validez es
irreductible. Aun cuando los objetos de las ciencias físicas puedan agotar su significado en el origen (esto es, en su comportamiento empírico), los objetos de las
ciencias de la vida –que suponen crecimiento, génesis– deben entenderse también en términos de la validez, es decir, de estructuras objetivadas que pautan su
desarrollo. Nunca hay un estado definitivo en la organización biológica. Los
fenómenos vitales siempre incluyen algún grado de incógnita. Baldwin califica
este hecho con la expresión de «referencia prospectiva», por oposición a la «referencia retrospectiva» de las ciencias físicas, donde basta con reducir los objetos a
su historia empírica, esto es, a sus componentes elementales. Baldwin advierte
de que su idea de referencia prospectiva rechaza el punto de vista teleológico
acerca de la naturaleza –como también el reduccionista–, puesto que quienes lo
defienden se basan en la improbabilidad empírica de las formas orgánicas, con lo
cual adoptan un mero punto de vista prospectivo:
Considerada como categoría de la experiencia, soy incapaz de percibir la fuerza del supuesto
tácito de los positivistas, y también tácitamente admitido por sus antagonistas, según el cual la
causación ha de verse enteramente, a fin de cuentas, bajo construcciones retrospectivas tales
como ‘conservación de la energía’, etcétera. Tales construcciones implican una serie retrospectiva interminable. Y eso es como decir que el problema del origen es en última instancia irresoluble (Baldwin, 1902, p. 280).
Así pues, la perspectiva adecuada es la que une referencia retrospectiva y referencia prospectiva. Desde ella se advierte que los orígenes tienen lugar contínuamente. La realidad como tal carece de retrospección y de prospección. Sólo metodológicamente estamos obligados al juego constante de mirar hacia atrás y hacia
delante.
Baldwin se queda a un paso de reconocer que el problema sólo puede resolverse desde un punto de vista evolutivo, colocando la serie sujeto-objeto-sujetoobjeto... en una escala genética. Lo producido (el objeto) surge siempre de la pro-
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ducción (el sujeto), pero sabemos en cada momento que ésta tuvo que surgir a
partir de otros productos, y así sucesivamente. Cuando más avancemos hacia
delante, más «avanzamos» hacia atrás. No hay otra manera de entender el problema que entender sus condiciones, y para ello debemos obstinarnos en entender el proceso mismo de la construcción del conocimiento. Quizá la dificultad
radica en que la propia idea de tiempo es una construcción operatoria. Nosotros,
como organismos, instauramos la serie temporal disponiendo los objetos progresivamente “hacia atrás”. El tiempo no es un a priori. El tiempo depende de la
memoria, y no al revés. Pretender un respaldo ontológico (una verdadera realidad) más allá de nuestras operaciones significa seguir sufriendo la nostalgia de
un Dios que garantice la estructura inteligible del mundo. No hay, como dice
Baldwin (1906-11, vol. III, p. 55), una auténtica “realidad real” o preoperatoria.
Baldwin acepta que el conocimiento es un despliegue de estadios de la conciencia, aunque no sea una conciencia trascendental sino empírica: la del sujeto
de carne y hueso que refleja y al mismo tiempo participa en el desarrollo histórico. Sin embargo, Baldwin (1897, cap. 13) concibe la historia como un progreso
armónico donde los individuos y las instituciones actúan en concordia y sin conflictos entre clases sociales. En su teoría social los sujetos no aparecen enclasados.
John M. Broughton (1981) ha lanzado sobre él una cierta acusación de individualismo. Reclama, con razón, que la epistemología genética se complete con
una teoría dialéctica de la historia y la sociedad que dé cuenta de la influencia de
las instituciones sociales y las estructuras de poder sobre los individuos, cuya
actividad psicológica aparecería, así, inserta en un marco de conflictos esencialmente políticos.
Conclusión
El pancalismo constituyó uno de los esfuerzos llevados a cabo a principios del
siglo pasado para eludir el intelectualismo racionalista sin caer en las contradicciones del pragmatismo. Se trataba de problemas candentes en la filosofía y la
psicología de la época. La posición de Baldwin respecto al racionalismo entendido al modo positivista es explícita4. Así se expresa en su autobiografía (1926, vol.
II, p. 174):
Supóngase que nos es concedido el don de conocer perfectamente todo lo que hay por conocer.
Por sí sólo, el resultado de tal conocimiento constituiría el repertorio completo de aquello que
existe –un repertorio más allá del cual nada quedaría por conocer–. Pero con ello no habría o no
tendría por qué haber ni la más mínima satisfacción emocional o moral. Nada de fe ni amor de
que alimentarse. Nada de realización personal ni ideales por cumplir. No habría nada que se
pudiera considerar digno de aprobación o desaprobación, admiración o rechazo, amor u odio. A
no ser que estuvieran presentes otros fines, la verdad por sí misma ‘no nos haría libres’; nos
dejaría neutrales e indiferentes.
Este es el mundo que el racionalista nos ofrecería.
Mal negocio hacemos con ese mundo, a fin de cuentas. Un mero sistema de globos dando vueltas en el espacio, y sistemas de sistemas de átomos que se atren y repelen unos a otros, con
millones de personas sabiéndolo todo pero sin preocuparse por nada –las cosas simplemente
existen, no tienen otra misión ni finalidad: es un mundo de verdades sin alma–. Podemos imaginar haciendo eso mismo a una inteligencia lógica, una máquina lógica viviente. Pero nosotros estamos hechos de otra manera. Más de la mitad de nuestra vida es esfuerzo, deseo, búsqueda. La verdad por sí sola no es nuestra meta, sino un medio que utilizamos, un instrumento
para sacarle más partido a la vida, para satisfacer nuestras pasiones. Debemos, pues, reconocer
otras experiencias, situaciones más ricas, las cuales, proporcionándonos verdades para informarnos y guiarnos, nos ofrecen también fines valiosos para nuestros esfuerzos, ideales para nuestros
logros y belleza que admirar.
El constructivismo de Baldwin, que hunde sus raíces en una perspectiva evolucionista y comparada y que teoriza las formas como los diversos organismos
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construyen sus innovaciones adaptativas –y correlativamente sus objetos, su realidad–, desemboca en el problema de la vida humana, es decir, el problema de
los modos y niveles de la experiencia humana, y el de las distintas formas de
organización o perfiles que la realidad adquiere correlativamente a cada uno de
esos modos de experiencia. El pancalismo, deudor de la maquinaria conceptual
hegeliana (la gradación genética y la dialéctica), nos invita a considerar las limitaciones de todos los modos de experiencia tradicionales: los míticos y religiosos,
desde luego, así como los “subjetivos” o egocéntricos (a este respecto su herencia
se proyecta sobre su discípulo Piaget), pero también los intelectualistas, ligados
tradicionalmente a un realismo que el constructivismo comenzaba a socavar
–incluyendo la idea de un Dios subyacente, constructor de la realidad–. El pragmatismo había reaccionado contra este realismo, y apuntaba a una opción relativista e irracionalista. Baldwin reaccionó contra el pragmatismo (en concreto contra lo que él llamaba “pluralismo”) tratando de articular una idea constructivista
de verdad, que no fuera realista ni pragmatista. Y aún así, con independencia del
éxito que le podamos reconocer en tal empeño, renunció a aceptar ese nivel de la
experiencia como definitivo. El pancalismo nos plantea al mismo tiempo que la
verdad científica es necesaria, deseable y posible –si se entiende como construcción–, y que sin embargo es insuficiente. La experiencia, en su grado estético,
donde las cosas no se nos aparecen sólo (aunque también) como verdaderas, sino
como bellas, es para Baldwin el modo definitivo, el más profundo ontológicamente.
La crítica al intelectualismo y la necesidad de hacerse cargo de la experiencia
estética es a nuestro juicio esencial, sobre todo cuando tenemos presente la metafísica ligada al intelectualismo y cuando afrontamos –todavía como psicólogos–
el problema del sentido de la experiencia humana para unos seres humanos que
ya no pueden buscar el consuelo en un Dios. Pero en la propuesta concreta de
Baldwin perviven demasiados ecos y lastres del XIX, imposibles de asumir ya,
nos parece, por parte de quien desea seguir pensando el papel desempeñado por
la experiencia estética. Son ecos de absolutismo hegeliano: la concepción de la belleza o la experiencia estética como algo absoluto, perfecto, cerrado y final; como
una fusión perfecta de sujeto y objeto –frente a todas las relaciones imperfectas
anteriores antre ambos–, donde no tiene cabida lo feo, ni siquiera dialécticamente. Son ecos también de clasismo y clasicismo: la experiencia estética ligada prioritariamente a las bellas artes, al disfrute y contemplación, por parte de espíritus
cultivados, de los objetos artísticos, antes delicados que provocadores. Y, por
último, son ecos de conservadurismo progresista: la concepción de la sociedad humana como una totalidad homogénea, en progreso gracias al avance del conocimiento y del orden social, donde la convulsión no juega papel histórico alguno
ni –menos aún– su sentido puede impregnar el arte. Baldwin es un autor conceptualmente premarxista. Su flirteo con la idea de una realidad armónica o
absoluta va ligada a su idea de la sociedad como una totalidad distributiva u
homogénea. Cuando desarrolla los temas de su psicología social, Baldwin presenta la sociedad como una totalidad armónica e incluso deja traslucir una concepción peyorativa de los procesos revolucionarios. No es que sea un conservador
en sentido tradicional. Defiende que la sociedad progresa y debe progresar a través de una dialéctica entre las instituciones y los individuos. Pero, desde luego,
no divide la sociedad en grupos asimétricos de sujetos ni mucho menos encomienda su progreso al conflicto entre clases o grupos sociales5.
Ya en el momento mismo en que Baldwin expone el pancalismo, la Primera
Guerra Mundial inaugura toda una serie de convulsiones históricas a partir de las
cuales todo ha de ser replanteado. Recordemos hechos como la revolución soviética, la descolonización, las vanguardias artísticas, el fascismo, la Segunda Guerra
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Mundial, la guerra fría… Las propias vanguardias artísticas, aunque realizaron la
crítica al arte como representación –lo cual podría haber compartido perfectamente un constructivista como Baldwin–, llevaron a cabo además una tarea de
reconstrucción crítica que ha dejado atrás el esteticismo de Baldwin, revisando el
sentido del arte, distanciándose radicalmente de su vieja función decorativa, preciosista y de consuelo, invitándonos incluso al horror, al escándalo moral, a la
participación en la angustia, mostrándonos nuestra hipocresía, sugiriendo nuestra represión, afirmando la belleza de una máquina o del objeto cotidiano, o de lo
efímero, o de lo despreciado.
El arte, al menos a lo largo de la primera mitad del siglo XX, ha sido militante y no se ha sentido como un fin absoluto, sino como momento (y catalizador)
de una transformación de las sociedades, de los sistemas de producción, de los
grandes conflictos y propuestas políticas. El arte ha dejado muy claro, en fin, que
existe como actividad vinculada a las preocupaciones éticas, políticas, científicas,
filosóficas; y que forma parte del proceso histórico de transformación del sentido
estético, del valor de unos u otros modos de vida, de la transformación del modo
de mirar y sentir las cosas del mundo, la forma y funcionalidad de la casa, la plaza
y la ciudad, el mobiliario y el vestido, el cuerpo y sus usos, las zonas de sombra y
miedo…
Lo más curioso de todo es que el propio Baldwin, a través de su psicobiología
genética, nos ofrece una buena herramienta para comprender que la experiencia
estética nunca puede entenderse como “posterior” en sentido psicológico. Nosotros hemos tratado de utilizar esa herramienta precisamente para distanciarnos
críticamente de los ecos y lastres decimonónicos que laten en el pancalismo.
Diríamos, pues, que la experiencia estética está a la base de la experiencia artística humana, pero es genérica al funcionamiento psicológico de los organismos en
tanto que ligada a la dimensión emotiva imprescindible para la construcción y
reconstrucción funcional de cualquier objeto (el “juicio de valor”). En ese sentido
la experiencia estética se halla necesariamente presente en todo momento del
desarrollo, mediando las transformaciones. Por ello es siempre un fin momentáneo y limitado (Sánchez, 2002). Y, aunque a otro nivel, se puede considerar de la
misma manera a la experiencia estética específicamente artística: como un “juicio de valor”, una experiencia holista sobre el significado del objeto, ahora en el
contexto de un sujeto humano actual ante un objeto artístico. Esa experiencia o
juicio apelan al valor vital del objeto en el sentido más amplio posible: el valor
para vivir, que sin duda puede implicar dimensiones de placer sensorial, de justificación racional, de valor ético y significado político, y que supone por tanto
una intensa experiencia de reconocimiento del yo en el objeto así definido y reconocido –y que implica, en el mejor de los casos, un profundo disfrute, una experiencia de placer pleno de sentido–.
Diríamos, pues, con Baldwin, que el arte forma parte de la construcción de la
realidad humana, y de un modo especial, pues trabaja en la reconstrucción continua de sentidos y valores. Pero diríamos además, en contra de Baldwin, que este
modo especial no es absoluto ni en sentido ontológico ni cronológico, porque no
lo es en sentido psicológico. Como hemos visto, no es ontológicamente absoluto
porque, aunque sea “superior” por su carácter holista, utiliza como materia prima
la dimensión emocional de las cosas, y en ella se funden valoraciones muy diversas, que incluyen aspectos éticos y políticos, pero también símbolos culturales,
señales identitarias, etcétera. Una determinada experiencia artística –y, más en
general, una determinada vivencia estética– no es especial por ser absoluta, sino
por ser particularmente amplia o profunda –más que otras, corrigiendo a otras,
implícitamente referida a otras–. No hay pureza ni absoluto, sino compromiso,
contraste y riesgo en la apreciación de lo que las cosas son y valen para vivir.
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Notas
1
P. Kahlbaugh (1993) subraya acertadamente la diferencia entre el adualismo del último período de desarrollo según Baldwin y el
«dualismo» que conlleva la definición piagetiana del pensamiento adulto en términos lógico-formales (en el sentido de la máxima disociación sujeto/objeto, al modo del pensamiento científico).
2
Por lo demás, la teoría de la selección orgánica asegura que la naturaleza misma es –en un sentido muy preciso– una producción
orgánica a la cual pertenecen los propios sujetos, y no una creación divina o una realidad en sí.
3
«Puramente pragmática» (en alemán en el original).
4
La tentación de leer el pancalismo como una forma extrema de racionalismo –una especie de hegelianismo naturalizado o de
monadología darwinista– permanece en autores como Florentino Blanco (2002), quien lo trae a colación vinculándolo a la fusión
entre belleza y verdad que efectúa Pico de la Mirandola, y se refiere a él como una variante más de la “obsesión normativa y armonicista del racionalismo” (p. 46). Pues bien, lo que Blanco critica realmente es el monismo de Baldwin, y con él se carga el racionalismo. Curiosamente, Baldwin hacía una operación análoga: criticaba el relativismo, pero con él se cargaba el pluralismo. Creemos que la proyección teórica adecuada del espíritu de la obra de Baldwin pasa por rechazar tanto el monismo como el pluralismo
relativista, adoptando una versión constructivista del pluralismo.
5
En cierto modo, criticar a Baldwin sin renunciar a lo mejor de su propuesta exige distinguir entre su monismo y su constructivismo. En su obra el mundo aparece como una totalidad en desarrollo que, si no es armónica como en Spinoza, sí tiende a la armonía.
Conciencia y materia aparecen como dos realidades en constante ajuste recíproco. Esta actividad de ajuste interminable constituye
un paso adelante respecto al mero paralelismo psicofísico, desde luego, pero la ontología de Baldwin está al borde del monismo, al
cual se ve abocado cuando intenta preservar el racionalismo sin caer en lo que él denomina pluralismo y hoy seguramente llamaríamos relativismo. De hecho, recordemos que es buscando una dimensión de la realidad claramente libre del pluralismo relativista
como acude a la experiencia estética en tanto que “cierre” de la realidad. Nosotros deseamos insistir, sin embargo, en que desde un
punto de vista constructivista no es la realidad como tal lo que debe quedar clausurado, sino los objetos (científicos, filosóficos,
éticos...). Denominar “realidad” al conjunto de objetos construidos no añade nada a ese conjunto. Frente al monismo al que tiende
Baldwin, el constructivismo es ontológicamente pluralista. Y paradójicamente el propio Baldwin (1906-11, vol. III, p. 55, cursivas suyas) lo explica mejor que nadie: “Es evidente que cada significado objetivo que se descubra [...] como ‘real’ de suyo desde el
punto de vista del proceso [cognoscitivo] que lo elaboró es automáticamente real en ese sentido y para ese modo. Un ser que tenga sólo
conciencia perceptiva tendrá su ‘mundo real’ perceptivo. [...] Intentar ir más allá de [...] la experiencia y preguntar qué es realmente
real –ontológicamente real o real «en sí mismo»– es sencillamente volver a pretender hacer lo que cada uno de los modos ya ha
tratado de hacer: construir toda la experiencia en un modo de lo real. [...] En lugar de eso, nuestro método debe ser más bien el comparativo: tenemos que descubrir todo lo que podamos acerca de los modos, considerando que cada uno de ellos opera de acuerdo con
sus propios procesos e instaura su propia ‘realidad’”.
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