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Casa de Aramberri 1026
Carnicería de Gabriel
Penitenciaría del Estado
Mercado Juárez
Restaurante La Superior
5. Hospital González
Actual espacio de la
Macroplaza
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Hugo Valdés
El crimen de la
calle Aramberri
Fotografías por cortesía de
El Porvenir,
Monterrey, N.L.
CONTEMPORÁNEOS
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Valdés, Hugo
El crimen de la calle Aramberri / Hugo Valdés. —
México : Jus, 2008.
256 p. ; 23 cm.
Serie : Contemporáneos
ISBN 978-607-412-008-0
1. t.
M863.44 VAL.e
Biblioteca Nacional de México
José Antonio González Treviño
Rector
Jesús Áncer Rodríguez
Secretario General
Rogelio Villarreal Elizondo
Secretario de Extensión y Cultura
Celso José Garza Acuña
Director de Publicaciones
Biblioteca Universitaria Raúl Rangel Frías
Alfonso Reyes 4000 norte, Planta principal
Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64440
Teléfono: (5281) 8329 4111 / Fax: (5281) 8329 4095
e-mail: publicaciones@seyc.uanl.mx
Página web: www.uanl.mx/publicaciones
Primera edición, agosto de 2008
Primera reimpresión, noviembre de 2008
©
Universidad Autónoma de Nuevo León
©
Hugo Valdés
d.r. © 2008
Editorial Jus, S.A. de C.V.
Donceles 66, Centro Histórico
06010 México, D.F.
Comentarios y sugerencias:
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Se prohíbe la reproducción
parcial o total de esta obra
—por cualquier medio—
sin el permiso previo y
por escrito del editor.
Diseño de portada: Victor Ortíz
Fotografía del autor: Juan Rodrigo Llaguno
ISBN 978-607-412-008-0
Impreso en México • Printed in Mexico
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A Sandra
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El homicidio es además un misterio porque
la muerte está más allá de la experiencia de
todo ser humano vivo. Al intentar desentrañar el misterio de la muerte la tememos
(aunque muchos la desean), pero no podemos concebirla como el fin último y definitivo. Nos sentimos atraídos por ella, como
algo desconocido, anhelamos vislumbrarla
—descubrir lo que se oculta en esa penumbra de sombras y niebla—. Al mismo tiempo, aterrorizados, deseamos alejarla de nuestra mente. Pero la temamos o no, la muerte
sigue incitando nuestra curiosidad. Sin
embargo, a pesar de nuestros esfuerzos más
ingeniosos, la muerte guarda su secreto, y
este secreto constituye en parte la razón de
la fascinación que el homicidio nos produce.
David Abrahamsen: La mente asesina
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PRIMERA
PARTE
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Uno
Sin que nadie te lo dijera ya lo sabías, Inés: los asesinos
eran conocidos, amigos —¿familiares acaso?— de las
mujeres victimadas. ¿Por qué, Inés, por qué creías saberlo? No hubo indicios de que alguien forzara la entrada,
y como atrancaron la puerta de la cocina, sin que hubiesen puesto mano en el travesaño, sólo pudieron salir por
la que daba a la calle. ¿Quién más haría las cosas con
tanta naturalidad sino gente cercana a las víctimas?
El propio don Delfino (un hombre bajo de cuerpo y
complexión delgada, hoy adolorido y deshecho, en permanente estado de postración y, no obstante, con la ira
atravesada en el rostro) aseguró a la policía que por las
noches acostumbraba revisar todas las puertas: la del
pasillo, la de la recámara y la de la cocina —cada una de
las cuales comunicaba al patio— y, por supuesto, la de la
calle. Al salir esa mañana repitió el ritual de seguridad
revisando los travesaños, salvo el del acceso que miraba
hacia Aramberri: su mujer, al terminar de despedirlo, se
encargaría de poner la tranca por dentro.
Los asesinos tocaron a la puerta y alguna de las dos
mujeres les franqueó la entrada. ¿Cuál de las dos, la
señora o la joven? La señora, por supuesto, en vista de
la ropa que usaba. Empezaste a llamarlos asesinos, así
en plural, por una razón que ya el esposo y padre de las
víctimas había advertido a la prensa: no había manchas
de sangre en los lugares donde hurgaron para buscar el
dinero, ni una sola, a pesar de que las dos mujeres fueron halladas como reses dentro de una carnicería. Uno
o varios se dedicaron a buscar mientras otro o tal vez
dos hombres más las mataban. ¿Las iban a vender, carajo, a ofrecer por pedacitos? ¿Por qué tanta saña en
matar así a dos personas que ni siquiera tenían dinero
bastante, dinero de verdad como para comprarse una
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quinta en el Obispado? ¿Lo sabías, estabas ya en la
pista?
Te había costado trabajo vencer la barrera humana,
las vallas de curiosos, policías, reporteros y familiares
de las víctimas que llenaban el pasillo, la sala —en
semioscuridad porque don Delfino impidió que se corriesen las cortinas— y la recámara. Era ese olor, que sentiste al penetrar en la recámara, lo que aguzó tu curiosidad,
tu morbo. Sobre todo tu curiosidad. ¿Cómo, exactamente, mataron a las mujeres?, fue lo que empezó a obsesionarte desde ese momento.
Hubieras querido un minuto de silencio para horadar el vocerío enloquecedor de tanto curioso dentro de
la casa, una pausa para pensar y embridar los pensamientos sin que los rumores se filtraran en ellos ocupando su lugar, sin que dejaran la odiosa impresión de que
ya no pensabas por cuenta propia sino por obra de la
indignación de los demás. Pero no podías callarlos, y te
dio vergüenza sólo de imaginarte allí frente a todos
pidiendo un momento de su atención para invitarlos al
silencio, un minuto nada más, un minuto que sirviera
para honrar la memoria de las muertas y para que pudieras pensar.
No lo sabías porque lo hubieras visto, ¿o sí?, o lo
viste y ya no lo recordabas, pero tuvo que ser un reportero quien cogió el borde de las cortinas para llamar la luz
de la tarde, y fue don Delfino quien detuvo el impulso
y dejó todo como estaba, al menos como lucía cuando
llegó de su trabajo. Era demasiada la gente, y a muchos
no había necesidad de saludarlos apretándoles la mano:
se había declarado esa intimidad propia de tertulias y
lugares colmados de personas en que basta tocarse o
darse palmaditas en los hombros o los brazos para decirse que se sabían todos reunidos.
Viste al reportero José Manuel Plowels con una cámara Agfa colgándole del cuello y una falsa expresión de
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apuro y mortificación que ocultaba apenas la sonrisa por
el gusto de tener delante un buen tema, de seguro el
mejor de su carrera, para realizar un reportaje. A nadie le
importaba, al menos en la primera visita al lugar de los
hechos, inventariar el interior de la casa; pero había que
contar a Plowels entre las excepciones: libreta en mano,
se tomó la molestia de describirla, lo mismo que parte de
su mobiliario, cuando ya se había enfangado bien en el
horror de la escena, pareciéndole al cabo la cosa más
natural de la Tierra.
Situada en la acera sur de la calle Aramberri, la casa
tenía una sola puerta y dos ventanas. La puerta, bajo
cuyo montante se veía el número 1026, comunicaba a un
pasillo de, a lo sumo, cuatro metros en cuadro. Este pasillo tenía dos puertas más: una, en la pared sur, daba hacia
el patio, y la del poniente se abría a la sala a través de
una puerta de dos hojas. Enseguida de la sala estaba la
recámara donde se cometieron los asesinatos, y luego una
pieza pequeña que tenía funciones de cocina y comedor,
donde había una chimenea y una ventana enrejada desde
la cual se avistaba el gallinero. Los servicios sanitarios se
encontraban en el centro del patio.
Y tú, Inés, ¿viste la casa con tanto detalle como el reportero? Recordabas la castaña de donde se llevaron el
dinero y una repisa bajo un cuadro religioso, pero sobre
todo ese olor, ese maldito olor de carnicería, de sangre
abierta al mundo, nueva, cruda, muerta, ese olor pegajoso cuyo gusto hipnotizaba el olfato retándolo siempre a
adivinar su semejanza con otros olores.
Al fin viste los cuerpos. Qué pequeñas se veían las
dos mujeres, particularmente la señora. Ambas fueron
encontradas y, por lo visto, asesinadas en sus respectivas
camas. Te hubiera asombrado aquella simetría ritual de
no haber deducido que la muchacha dormía cuando
comenzó el ataque —pues se le descubrió sólo en ropa
interior—, y que por lo tanto fue muerta en el mismo
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lugar donde despertaba apenas mientras a un par de
pasos victimaban a la señora Lozano.
La primera a la que vieron los gendarmes y luego el personal del Juzgado fue a la señorita Florinda Montemayor,
soltera de veintiún años de edad, debido a que la cabecera de su lecho coincidía con la puerta que comunicaba a la
sala. Estaba en posición horizontal y en la misma dirección
de la cama, tendida sobre su costado izquierdo con la cabeza al oriente —como mirando hacia la puerta de la cocina—, los pies al poniente y las piernas algo flexionadas.
Al retirarle la colchoneta con la que se le halló cubierta, pudo observarse que tenía las manos atadas por
detrás, fuertemente, con un cordel de ixtle en apariencia
usado. Los médicos cirujanos que hicieron su autopsia
registraron en el parte forense una gran lesión en la zona
anterior del cuello causada por algún instrumento cortante, que casi desprendió la cabeza del tronco. El instrumento interesó la piel, tejido celular, algunos músculos y
las dos carótidas y yugulares. El cadáver de Florinda
yacía sobre sangre ya coagulada que atravesaba el colchón, formando una mancha bajo la cama.
A la señora Antonia Lozano de Montemayor, de cincuenta y cuatro años de edad y originaria de Zuazua, se
le halló en la otra cama, situada en el ángulo sureste de la
pieza. Su cadáver estaba atravesado, con los pies fuera de
la cama; aunque no tenía los zapatos puestos, por el vestido y las medias negras que llevaba podía inferirse que
había iniciado su día de labores cuando sucedió el crimen.
La herida que los cirujanos certificaron en su cadáver era
semejante a la que presentaba el cuerpo de Florinda, sólo
que con mayor profundidad en el lado izquierdo que en el
derecho. Sobre su cama había dos pesos de plata del cuño
mexicano, uno de ellos con ligeras manchas de sangre.
Cuando acabaste de apreciar la escena estabas seguro
de que la muchacha y tal vez hasta la propia señora fueron violadas. ¿Por qué lo pensaste, si en los días que
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siguieron la prensa se empeñó en afirmar que no se cometió violación a ninguna de las dos mujeres? Porque era
muy probable que la prensa mintiera, y quedaba sobrentendido que nadie diría lo contrario aunque las hubieran
ultrajado, como seguramente lo hicieron las bestias que
las dejaron con una muerte tan horrenda que ni siquiera
se les pudo velar como a todo mundo, con las ventanillas
de sus ataúdes en alto.
Al pasar a la cocina, advertiste un picoteo contra la
madera de la caja que estaba cerca de la puerta. Mientras
llegabas a ella oíste de nuevo aquel granizar telegráfico.
En cuclillas pudiste ver una emplumada masa blanca que
se movía de un lado para otro seguida por un insistente
piar de hambre. Claro, era seguro que no comieron nada
desde una noche atrás. Alzaste la caja y, enseguida, al
abrir la puerta, los pollos corrieron al patio con su andar
precipitado poniéndose a salvo de que los machacaran de
un pisotón. Abriste la reja del gallinero y la gallina entró,
alborotada y rápida, en busca de granos.
Dos
Al otro día de haberse cometido el doble asesinato te presentaste muy temprano en la casa de Aramberri. Como
Delfino presumía que las muertes ocurrieron luego de que
fuera entregada la leche, a juzgar por el frasco de medio
litro que encontró intacto sobre la mesa del comedor, era
muy importante cuanto dijera el muchacho que hacía los
entregos. Mientras lo aguardaban viste en la cocina,
junto a la puerta que daba a la recámara, dos o tres kilos
de cemento amontonados al pie de un trastero.
—¿Usted dejó así el cemento? —preguntaste a
Delfino Montemayor.
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—No, estaba en un saco. Yo creo que se lo llevaron
para poder cargar el dinero.
—Inés —interrumpió Liborio García—, ya llegó el
lechero.
—Pásenlo. Discúlpeme, don Delfino. Si necesito preguntarle otra cosa, al rato lo vuelvo a molestar.
Lechero era un mote inapropiado para aquel muchacho sorprendido y de cabello lacio que dijo trabajar en el
establecimiento de unas señoritas Treviño.
—Es aquí a media cuadra —señaló hacia el este: el
negocio se hallaba también por Aramberri, entre Diego
de Montemayor y la calle siguiente, H. I. Cairo, que se
iniciaba desde Colón, al norte de la ciudad, y concluía en
la propia Aramberri; más al sur las manzanas se volvían
el doble o triple de grandes y algunas incluso afectaban formas trapezoidales.
Dijo asimismo haber hecho su entrego como de costumbre, a las seis y media y por la ventana de la izquierda, al tiempo que veía alejarse a don Delfino hacia la
Maestranza, en la Fundidora; aún había sombras en
la calle. Luego regresó a las doce y media, pero nadie fue
a abrirle aunque se cansó de tocar.
—Cómo iba yo a saber que habían matado a doña
Toña —Delfino lo miró con dureza; después sabrías que
Antonia Lozano acostumbraba enmendar al chamaco
cuando la llamaba de ese modo: “No ves que doña Toña
suena igual que una rima”.
—Perdóneme, don Delfino: doña Antonia.
A pesar de que pronto acabaría el velatorio, un gran número de peatones y toda clase de automóviles seguían
pasando frente a la casa: Plymouths, Oldsmobiles,
Studebakers; Terraplanes, Overland Whippets, vehículos Willis Knigth. Inclusive un camión del Círculo
Azul —de aquellos que traían su emblema en el vidrio
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delantero derecho y a mitad de cada costado— se desvió
de ruta para satisfacer el morbo de sus tripulantes.
Fuiste a echar un vistazo a la recámara mientras los
cuerpos de Antonia y Florinda reposaban en el par de
ataúdes que los familiares dispusieron en la sala. Era
curioso que muchas amistades y parientes de las difuntas
quisieran permanecer en aquella pieza; si pretextaban la
falta de espacio, ¿por qué no salían a la calle? Estaban
allí por la fascinación de la sangre, por asomar la nariz
en la mancha formada bajo una de las camas, por tocar
con la mirada y el olfato toda esa sangre que impregnaba
las colchas y ropas de cama que alguno de los agentes
amontonó ayer en un rincón.
Pobre hombre, te dijiste al ver al señor Delfino
Montemayor rodeado de policías y civiles. Y pensar que
pasó la noche aquí mismo. Te miró como ido, como si
viera un fantasma con sombrero de jipijapa que, bajo el
saco de color claro, simulase llevar oculta una pistola.
—Mire —oíste que contestó a uno de los agentes en
tanto que, ávidos, a un tris de dar la tarascada, los reporteros escribían apresuradamente—: aquí adentro encontré esta colchoneta y una cobija.
Delfino colocó la mano sobre la castaña donde guardaba el dinero y continuó:
—Para tomar el dinero las sacaron y las dejaron allí
fuera. No hay una sola mancha de sangre. Sobre el otro
ropero —a una indicación del mentón todos volteamos
hacia el otro ángulo de la sala—, donde también hay ropa
mía, removieron la ropa para apoderarse de quince o
veinte pesos que dejé ahí, y tampoco hay sangre.
En el ropero de la recámara, destinado a Florinda,
estaban aún las alhajas, el reloj de Delfino y el de su hija.
El señor Montemayor mostró su reloj de oro; suponía
que el cajón fue abierto y que aun viendo el reloj no se lo
llevaron. El viejo tenía razón, pensaste. Si los asesinos
empeñaban las alhajas era más fácil seguirles la pista.
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Sólo querían el dinero, por eso es que no perdieron su
tiempo buscando en los armarios.
Liborio se acercó y te dijo con un susurro que había encontrado una tarjeta-carta en el secreter de la muchacha.
—Hoy no vamos a interrogar más a don Delfino
—dijiste mientras observabas la tarjeta. En la cubierta
del sobre, blanco y sin timbre postal, se leía únicamente
“A Florinda”.
—Creo que unas parientas adelantaron algo sobre el
fulano que envió la carta —te confió Liborio—. Es un
tal Guillermo y según dicen vive en esta misma cuadra.
—Habrá que averiguar el nombre completo y saber
cuál es su domicilio —consideraste con calma aquel indicio—; ya nos daremos tiempo para interrogarlo.
El cortejo fúnebre partió a las nueve y media de la
mañana. El mayor Jacinto Villarreal acompañó a los deudos y les encargó a ti y a Liborio que continuaran la
investigación.
De nueva cuenta revisaron el patio. Tu compañero se
acercó a la noria y preguntó con un grito si había alguien
adentro. Se agachó para coger una piedra y luego la arrojó al pozo. Oíste bien el chasquido, como si la noria
tuviese una lengua al ras del agua. Luego jaló de la cuerda para sacar el cubo.
—Aquí no hay nada, Inés —dijo Liborio García soltando el cubo.
Al asomar tu rostro a la boca de la noria se te veía
serio desde allá adentro, y era ¿lo sabías? porque a pesar
de que existiese un reflejo que diera cuenta de ti no podías verte en él como frente al espejo, al que solías presentar diariamente tu mejor cara: la mirada con cierto
aire de fatalidad pero suavizada por una pizca de languidez, la nariz recta, los labios ligeramente gruesos.
Prendiste un Monte Carlo y luego caminaste hacia el
fondo. Las tapias de sillar alternaban con hileras de
tablas de poco más de metro y medio de altura; casi todas
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estaban semidestruidas y tenían el mismo color del lodo
seco. Tu mano izquierda fue a apoyarse contra uno de los
tablones para, inmediatamente, hacer presión. Fácil, pensaste, tan sencillo que era saltar por allí, pero, sobre
todo, tan posible que era desbaratar la cerca si alguno
ponía la mano sobre el filo y luego encaramaba el pie para
completar el salto.
Lo que al día siguiente publicaría el periódico acerca
de las huellas estaba mal dicho. Sí, las había, como se lo
hiciste notar a Liborio, pero no eran de alguien que
hubiese echado el brinco desde el otro patio. Las pisadas
debían ser de la misma gente de la casa. Tu compañero
acabó de revisar y se aproximó hasta ti; llevaba un saco
gris de casimir y un sombrero chico, de fieltro, color
plomo claro. Trabajaban en silencio, para no interrumpir
los pensamientos de cada uno. Ahora les tocaba indagar
en los patios de las casas de junto. Antes de entrar a la
cocina te detuviste un momento frente al gallinero; recargada sobre el cuerpo de la chimenea, una escalera ascendía hasta el pretil del techo.
Liborio te miró sin comprender nada. A lo mejor
pensó: “Inés González, gente de buena familia, a quien
le da vergüenza tener animales de granja en la casa, mira
una gallina como si hiciera mucho tiempo que no hubiera visto alguna”. Pero si Liborio pensó así se equivocaba.
Engarfiaste una mano en los agujeros de la tela gallinera
mientras te dedicabas un rato a pensar con un nuevo
cigarro entre los labios.
Tres
—Vamos a buscar en la calle —le dijiste a Liborio sosteniendo el sombrero en la mano.
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Solicitaron permiso a la señora que vivía al costado
oriente del número 1026. Don Delfino desconocía a las
personas que ocupaban aquella casa. Conocía, en cambio,
a la familia que habitaba al costado poniente y al profesor avecinado por la calle Modesto Arreola.
Sobre la mesa de la cocina había un frasco de salsa
Búfalo y otro de crema de la Granja Sanitaria. Un niño
de algunos siete años se acercó a la mujer y ella, poniéndole la mano en el hombro, lo apresuró hacia el cuarto
que miraba a la calle. Oíste que le dijo “vete a jugar allá
afuera” cuando tú y Liborio salían al corral. Junto a la
cerca no había huellas de alguien que hubiera querido
brincarse al patio de la otra casa, y la cerca, propiamente,
como ya lo habías visto desde el otro lado, no mostraba
señales de averías. Lo importante era ver las piletas, los
pozos, las norias, todo lugar posible donde los asesinos
pudiesen lavar las ropas llenas de sangre o donde las ocultasen para salir a la calle con la vestimenta limpia y ajenos a la sospecha. Pero nada hallaron y pasaron de nuevo
por los dos cuartos hacia la calle no sin que antes le agradecieran a la mujer su buena disposición.
—¿Echamos un ojo por Doblado? —sugirió Liborio.
Por allí había un solar frontero a los patios que limitaban con el de la casa número 1026. Pero tampoco
encontraron huellas y ni aun más tarde, en la casa situada hacia el poniente del domicilio de los Montemayor.
Anduvieron despacio por Aramberri hasta la esquina,
donde hacía tiempo existió un comercio de fierros viejos
y en el que hoy no había gente. Observaste el indio dibujado en la parte superior de El Azteca, el billar-lechería
de la otra acera.
—Mire —señalaste a Liborio el dibujo—, ese indio
tiene más de sioux que de mexicano.
Tu compañero asintió con su sonrisa acostumbrada, hacia la cual tu simpatía era tan poca como mucho el recelo de Liborio hacia ti por considerarte un bien nacido.
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—A ver que nos dicen allí —dijiste.
Arqueaste el cuerpo junto a una de las mesas manteniendo una pierna en el aire para alcanzar la bola de billar
que luego deshizo el racimo triangulado de las otras. De
espaldas a ti mientras interrogaba al encargado, Liborio
no pudo ver tu expresión desde el lado opuesto de la
mesa: cierto gozo infantil en los ojos, cierta delectación
asomando casi imperceptiblemente por la boca cuando un
pincelazo de lengua te pintaba el labio superior.
Además de que el encargado dijo haber visto la noche
del martes a un fulano que se detenía cerca de la ventana de la familia Montemayor en actitud de acecho, sin
poder precisar su estatura y complexión —lo mismo le
parecía robusto que delgado, bajo que medianamente
alto—, sacaron en claro el nombre del joven que mandó
a Florinda la tarjeta de felicitación. Se trataba de
Guillermo Cavazos de la Garza, un joven honrado con
empleo en la Fundidora pero, según se sabía en el barrio,
muy poco del gusto de don Delfino. ¿Salían juntos
Florinda y Guillermo? No, jamás le tocó verlos. Ni
siquiera creía que se vieran a escondidas: no era el modo
de la muchacha. ¿Coincidían aquí?, ¿mandaba la señora
Lozano a su hija Florinda a comprar la leche en el establecimiento? Muy pocas veces, pero su papá venía siempre con ella. ¿Algún guiño entre los muchachos, algún
gesto de entendimiento si Guillermo se encontraba también en el local? No, mucho respeto, Florinda parecía
muda cuando venía con su papá a surtir la leche.
Siguieron buscando, pero con muy poco éxito en el
vistazo que dieron a la siguiente cuadra, comprendida
entre las calles de Modesto Arreola y la de Washington,
no obstante tocasen puertas e hicieran preguntas en los
domicilios de una y otra acera.
Te detuvo el paso un perro que olisqueaba la banqueta un par de metros adelante de ti. Viste el animal sin
mirarlo, preciso en tu campo de visión a diferencia del
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entorno difuso contra el que se recortaba. ¿Qué tanto
podía oler ese perro? Encendiste un cigarro pensando en
el montón de cemento que habías visto en la cocina; el
saco, pues, había servido a los asesinos para cargar el dinero y serviría también, en caso de encontrarse, como
prueba. Cuando se consumió el tabaco tiraste la colilla: la
viste caer despacio, como una mota de algodón. Y, junto
a ella, viste también unos pequeños puntos. Te acercaste
con sigilo, como quien se encuentra un billete tirado en
la vía pública y se apresura a ocultarlo bajo el zapato
mientras se retiran los transeúntes. Gotas pequeñas pero
bien visibles, Inés, gotas rojas que iniciaban un reguero.
—Venga, Liborio —llamaste a tu compañero—. Mire
esto de aquí.
Liborio no hizo comentarios sino que, contigo, siguió
el curso de la huella. Los condujo hacia un tejabán situado a mitad de la cuadra. Sereno, con esa tranquilidad con
que disfrazaba su desconfianza, Liborio dio varios golpes
a la puerta. Escucharon un ruido de pasos y enseguida el
deslizarse de una aldaba. Abrió un fulano de dientes desperdigados a quien Liborio conocía en virtud de sus
vicios y malos antecedentes.
Había algo, ¿intuición?, ¿prejuicio contra el tipo de
asesino que hubieses querido encontrar?, algo gracias a lo
cual te era posible saber si existía o no culpa en determinado sospechoso. Éste, para empezar, estaba realmente
sorprendido. Por lo menos ahora no mentía: contestó a
las preguntas sin rodeos e incluso aseguró, con cierta
rudeza en la voz, contar con testigos que lo acompañaron
muy temprano la mañana del miércoles. De cualquier
modo procedieron a arrestarlo: había que hacerse de sospechosos para captar cualquier información respecto al
crimen.
Pero, a fin de cuentas, ¿qué sacarían de este hombre?
Y, lo más importante, ¿qué tenía que ver el rastro de
puntos rojos con el doble asesinato de la calle Aramberri?
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¿Se hirió alguno de los asesinos y, muy quitado de la
pena, con una suerte tal que nadie se percató de su presencia, se dirigió a pie hasta su casa desangrándose en el
camino?
¿O se fue chorreando sangre de sus víctimas? ¿Es que
estábamos todos tan ciegos en Monterrey como para no
darnos cuenta de nada?
Cuatro
Ese día por la tarde volviste a la casa del crimen. Uno de
los agentes que habían asignado de guardia te dijo que
durante la mañana las vecinas no salieron a barrer las banquetas. Qué malestar sentía el vecindario, qué incomodidad de salir a la calle para hacer sus tareas cotidianas.
Entonces viste un puntito rojo en el pasillo, junto a la
puerta que comunicaba a la sala, otro al bajar del pasillo
a la calle, en la banqueta junto a las escaleras, y unos dos
en dirección a la esquina, conformando un itinerario que
horas atrás sólo advirtieron a partir del cruzamiento de
Diego de Montemayor con Washington. La prisa, el
entregarse a un falso optimismo por creer que su primer
detenido podría facilitarles indicios, les impidieron a
Liborio y a ti ocuparse más detenidamente en la huella
¿Seguía hacia algún otro punto desde la casa del sospechoso? Es decir: ¿formaba parte de un trazado más largo?
Estabas feliz, como para sacar la pistola y disparar al
aire, a los pájaros, al sol abrileño de la ciudad de Monterrey, y te dispusiste, pues, a seguir el zigzag de la huella.
Intervalos más o menos largos de gotas no muy visibles,
acaso de sangre, marcaban este derrotero: al llegar al
cruzamiento de Aramberri y Diego de Montemayor
doblaba por ésta rumbo al sur; en la esquina volteaba por
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Modesto Arreola al poniente; se angulaba al llegar a la
calle Arista para pasar hacia el sur; se orientaba por un
tramo de Washington hasta llegar a Diego de Montemayor —donde encontraron primeramente el rastro—, y
de allí enfilaba al sur para dar vuelta hasta 15 de Mayo
al poniente y continuar por la calle Doctor Coss directamente hacia el sur, cuadra tras cuadra, hasta concluir en
la parte posterior de catedral.
¿Cuánto rato te llevó realizar el recorrido obedeciendo el capricho del fino reguero? ¿Treinta, cuarenta minutos? Quién sabe, lo único que recuerdas es tu paso enfebrecido, como de lunático, que te hacía perder un poco
la estampa pero nunca la fortaleza ni el vigor.
Luego de volver los pasos a la casa de Aramberri y de dar
aviso del hallazgo, se presentaron varios agentes y tú en
el barrio de artesanos que prosperaba a espaldas de la
catedral. Habían recorrido el trayecto a pie y observaron
cómo la huella se desvanecía gradualmente hasta perderse en el cruzamiento de Abasolo con la calle Coss. En la
otra cuadra, entre las calles de Ocampo y Guillermo
Prieto, se localizaba un expendio de carnes. Nada más
consecuente que las manchas de sangre señalaran una carnicería. ¿Curioso? ¿Simbólico hasta cierto grado? El caso
es que el dependiente del negocio no pudo evitar demudarse cuando los vio a todos ustedes. Habían llegado
seguros y serios, volteando a los lados de la calle para
comprobar que la discreción no era el fuerte de los vecinos. Ni modo, siempre se sabría cuando ustedes llegaran,
y más precisamente ahora en que el impacto del crimen
sobresaltaba a la ciudadanía volviéndola tan desconfiada
como morbosa. Nadie, pues, que viera arribar a los gendarmes en la casa de junto iba a perderse la escena.
Para contrarrestar la intromisión de los curiosos, los
agentes crearon desde esa tarde un sistema cuyo
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funcionamiento consistía en asomarse primero a las casas
donde no pensaban realizar cateos; de esa forma intimidaban a los inquilinos manteniéndolos con los nervios de
punta bajo la amenaza de que fueran a registrar sus
viviendas en vista de una sospecha. Al poco rato sólo uno
o dos agentes hacían guardia en las banquetas y casi
nadie del vecindario se aventuraba a pararse por allí.
Se sentía fresco dentro del local. Avanzaste enseguida de los policías, dejándoles a ellos la responsabilidad
del interrogatorio. Había dos sujetos tras la barra del
mostrador. Uno, el más robusto, de nombre Gabriel, respondía a las preguntas concentrándose en la mirada del
interlocutor. Parecía no querer salirse de su atención para
no mostrar nerviosismo. ¿Mentía? Habría que acercarse
y escucharlo, pero tú preferiste permanecer en la periferia del grupo formado por los policías. Querías participar
como una conciencia abierta que escudriñara la pieza, sus
ruidos, las palabras que allí se decían, sin predisponer tu
opinión observando minuciosamente al personal de aquel
negocio.
Cuando interrogaron al otro te hallabas a espaldas de
los agentes, a punto de tirar la colilla del Monte Carlo a
la calle ahora que te separabas de tus compañeros para
comprobar, alargando medio brazo bajo el sol, que el
calor no penetraba a la carnicería. El que hablaba,
Emeterio, se decía nativo de Higueras, y era alto y delgado, con una pinta de inquieto imposible de disimular.
Detrás de él —se hallaba a la derecha del otro, quien se
dijo oriundo de la Villa de Zuazua— colgaban grandes
trozos de carne de los garfios que pendían de una vigueta de hierro sostenida por dos postes. El individuo flaco
movía la cabeza como la mueven los pájaros, mirando ora
hacia ti, ora hacia tus compañeros.
El interrogado tenía por fuerza que repartir su atención entre los agentes y cualquier aviso que le mandara el
mundo exterior; no se podía estar quieto —nunca tomó
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el cuchillo del mostrador que estaba a su alcance—, a
diferencia de la forma en que se reconcentraba el otro, el
carnicero fortachón, en el rostro de quien le hacía cada
pregunta. Ahora, ocupado su compañero en responder,
miraba hacia ti. No había reto, sino más bien curiosidad
por ese detective de buen porte que se paseaba por la carnicería con la calma de quien va a echar novia en la
Quinta Calderón.
Y aquello, tanto como la imposibilidad del carnicero
delgado por estar al corriente de todo a su alrededor,
dividido en contestarles a los gendarmes y en ver qué
maquinabas con tu ir y venir, te produjo la sensación de
un poder distinto al que llevabas guardado bajo el saco,
colgando en la funda sobaquera. No se trataba de un
poder físico y abrumador, sino de esa lenta y dosificada
violencia que hay en la tortura, sobre todo en ese
momento, descubierta una primera falla en los sospechosos y de la cual podían cogerlos para joderles el rato:
Liborio advirtió que la carne estaba marcada con sellos
falsos, por completo distintos a los autorizados por el
degüello para su venta.
—Muéstrenos la casa —le dijo Liborio al carnicero
grueso con aquella malicia que apestaba, irradiaba como
un olor acre—, a ver qué otra sorpresa nos tiene —su
sonrisa era hiriente y la mirada húmeda, rijosa.
—Usted —ordenó el suboficial Antonio Martínez al
individuo delgado—, lléveme al patio.
Liborio siguió al carnicero fortachón, quien daba a
sus pasos una afectada lentitud tal vez con el afán de
ganar tiempo.
—¿Y todas estas ropas? ¿Son suyas? —junto a un
lavadero situado en un rincón de la otra pieza, amontonados y como para lavarse, Liborio encontró unas prendas y un saco de cemento, ambos manchados de sangre;
mientras esperaba la respuesta se dirigió al patio.
—No todas. Hay unas que son de un ayudante.
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—¿Aquí matan los animales? —preguntó Antonio al
carnicero delgado observando los tapiales del corral sin,
en apariencia, prestarle mucha atención a su guía—. El
municipio no les va a perdonar la multa.
Antonio Martínez caminó hacia el fondo del corral;
en un rincón, cubierta muy bien con botes viejos, encontró una cabeza de vaca.
—Se me hace que les va a ir muy mal —le dijo.
—Yo no le estoy preguntando por esa ropa...
—Liborio se refería a dos prendas húmedas, una yompa
y un pantalón de mezclilla azul, que en ese justo momento, ajena al aparato policiaco, una señora que trabajaba
en la casa ponía a secar sobre una soga—. Pero de una
vez tráigamela. Sí, usted —le confirmó a la mujer con
ademán imperioso—. Ya veremos de a cómo les toca.
Cinco
Liborio García alzó el bulto de ropa frente a todos ustedes. Su sonrisa no fue más lejos: dejó de herir a los carniceros y, de seguro en contra de su deseo, no expresó lo
que tú también pensaste, lo que sobrevoló tu mente
cuando viste el color acentuado de la ropa por la humedad: siquiera hubieran lavado bien las ropas, carajo, hayan
matado un cerdo, como sostenían, o un cristiano, como
sospecharon tú y tus compañeros. Siquiera hubieran dejado remojar más rato el pantalón de dril y aquella camisa
a cuadros dentro de la cubeta y luego los hubieran tallado a conciencia en el lavadero; pero no eso, Inés, no esa
cochinada de mierda, no ese trabajo chambón.
Acaso gran parte de la sangre embarrada en la ropa,
así como la que había en el costal, se hubiese disuelto en
el remojo. Pensaste que eso no les quitaba lo sucios, y
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de pronto, hallándote cara a cara con los carniceros
—Antonio Martínez había vuelto del corral con el individuo delgado—, te asaltó la convicción de que estaban
mintiendo, que querían engañar a los agentes dándoles
explicaciones torpísimas. ¿Cómo cabrones aseguraban que
la ropa tenía tal cantidad de manchas por haber matado
un marrano? ¿Cómo decían que el saco lo habían utilizado para traer a Monterrey el puerco que mataron de contrabando, fuera de la ciudad para evadir la fiscalización
del rastro, si en la segunda pieza de la carnicería, junto a
las latas de manteca, vieron costales nuevos de yute, limpios y mucho más grandes que el aludido donde a lo sumo
cabían unos veinte kilos de carne?
Pero se trataba de su versión de los hechos y a ella
debían atenerse a la hora de las contradicciones.
Entonces vino tu interrogatorio. ¿Los viste bien, memorizaste sus caras, leíste algo en ellas mientras respondían
a preguntas que sólo habías hecho para escuchar cómo
hablaban los carniceros?
—¿Puede hacerse un análisis de esta ropa para ver si
la sangre es humana? —preguntó Liborio entretanto a
uno de los agentes.
—Allá en Salubridad deben saber —contestó uno.
Los carniceros debieron oír mentar la palabrita esa,
pero estabas seguro de que no creyeron mucho en ella, y
que tal vez pensaron, mirándose con sorna —o, más bien,
Gabriel mirando con serenidad a Emeterio para desvanecer sus dudas—, que los policías los estaban chanceando
y que nada más hablaban así para jugarles el dedo en la
boca y ver si con esa mentira tan boba soltaban prenda,
declarando su culpa o, por lo menos, evidenciándose con
un gesto que los traicionara: la palidez mortal en el rostro, la mirada de pánico.
Pero ninguno soltó prenda, porque de seguro creían
que lo del análisis ése era una mentira que ni los niños se
tragaban, y ambos, sin descomponerse, vieron cómo los
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agentes cargaban con las ropas: el flaco, Emeterio, bajando
la cabeza, los ojos acuosos y en apariencia mansos, de conquistador de barrio, contrastando con su inquietud de
pájaro mostrada momentos antes de que los agentes avistaran las ropas; y Gabriel, apellidado Villarreal, el sujeto
fortachón, con la mirada fija en ti y hasta cierto punto
con el propósito de mantenerse ecuánime.
Y de pronto, no supiste cuándo, un vago temblor
subió al rostro de Gabriel, quien logró controlarlo y darle
forma de un repetido asentir hasta que, de nuevo, fijó la
vista y oyó como sin creerlo lo que acababas de pedirle:
que te despachara un kilo de carne, de la pulpa esa que
tenía tan buena cara. ¿Qué te pasaba, Inés?, parecían
preguntarse todos los agentes, en especial Liborio García, quien pese a lo extraño de la situación (al señorito se
le ocurría hacer sus compras precisamente cuando debían
detener al propietario del negocio por infringir el reglamento del rastro) se tragó su asombro y dejó que montaras la escena.
Gabriel se quedó quieto al principio, suspenso en la
idea de que lo estuvieras probando, pero enseguida recuperó el celo profesional y caminó hacia los trozos colgados en los garfios y con la mano derecha prendida al
borde de la carne dijo que mejor te iba a despachar de
esa pieza porque estaba más fresca que la otra. El cuchillo se deslizó con limpieza, como la aleta de un tiburón
en la superficie del mar, y seccionó un pedazo ancho,
jugoso y al rojo sangre, que acercó al tronco que se hallaba a un lado del mostrador. ¿Pensaste que no te iba a
cobrar para dárselas de buenazo y desviar así la sospecha? Lo más seguro fue que él haya pensado algo parecido a lo que pasó por tu cabeza, pero no se decidió tan
pronto para cobrarte y esperó a que tú preguntaras cuánto le debías.
Emeterio acercó unas hojas de papel de pita para que
Gabriel envolviera la carne que había partido, pero lo
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pensó más y tomó un periódico de debajo del mostrador.
También sucedió en cuestión de instantes, como el temblor en el rostro de Gabriel, pero ahora te resultó muy
difícil captar qué acción se paralizó, qué dejó de hacerse
en ese momento en que, tomando aquel grueso papel
color tierra, Gabriel decía:
—Déjalo, Emeterio, lo voy a envolver con la pita.
Y es raro, Inés, pero al pasarte la carne encima de la
cubierta de lámina del mostrador ambos, tú y Gabriel, se
entendieron bien el juego que jugaban, cuando con una
sonrisa samaritana le dijiste al carnicero: negocios son
negocios. Porque una cosa era venir a buscar indicios y
de pura casualidad descubrir un bulto de ropas ensangrentadas, y otra bien distinta comprar un kilo de pulpa
jugosa.
—Ahora si nos disculpan, y si no le parece mal a nuestro amigo Inés, Gabriel Villarreal se queda aquí detenido
mientras llegan los inspectores del Ramo de Carnes
—dijo Liborio, relajándose con un hondo suspiro.
Tú y Liborio se dirigieron al Buick mientras dos de
los agentes aguardaban en el negocio. Con ánimo de reconvenirte, Liborio García comentó que Gabriel, reputado entre los inspectores del ramo como contrabandista de
carne, tenía en su abono la muerte de Román de los
Santos. A pesar de haberse defendido y de que gracias a
la pericia del leguleyo gozaba de libertad bajo caución, y
en términos legales sólo pesaba en él verse involucrado en
el hecho, para muchos Gabriel fue quien le disparó a
Román luego de sacarlo con engaños de aquella kermés
que se realizara en General Zuazua casi dos años atrás, el
mes de mayo de 1931. ¿Para qué jodidos tenías que andar
comprándole carne a semejante joyita?
—No me crea loco, Liborio, yo sé por qué hago las
cosas —dijiste.
Más tarde, al llegar a la casa y entregarle el paquete
de carne a tu mujer, te rondaría aún el recuerdo preciso
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del carnicero en el momento de hacer el corte mientras
afianzaba el trozo con la mano derecha.
Seis
Aún no partía y todos esperaban ya, con gran ansiedad,
la vuelta del doctor Enrique Flores. El vicepresidente del
Consejo de Salubridad saldría el sábado 8 en el tren vespertino para trasladarse a Laredo, Texas, y adquirir allá
el reactivo con el cual podía realizarse el análisis de la
sangre.
La ciudad transpiraba, rezumaba de voces, rumoraba
tantas versiones acerca de los asesinos que era un desconcierto producido por sordos, por hombres locos de la
boca, decidores a mares, sin empacho de que sus conclusiones no amarraran con las recién confirmadas, hablando
hasta por los codos desde el miércoles, todavía llenos de
espanto, asombrados de que el mundo pudiera llegar al
sábado y aún gravitar bajo un sol como ése después de que
se cometiera un asesinato tan siniestro en pleno centro.
Decían de todo, y no faltó el chistoso que aventuró
en la taberna la hipótesis de que en realidad se trataba de
un suicidio dúplice, en el que ambas mujeres, hartas de la
vida triste que les daba don Delfino, se rebanaron mutuamente el cuerpo a cuchilladas, con la obvia condición de
rematarse sola la que le sobreviviera a la otra. Era un mal
chiste, un chiste deveras pendejo, pero que sirvió para
relajar un rato la tensa pulsación citadina. Y no lo eran
tanto, al menos porque en franca apariencia no asomaba
el humor en ellas, las demás versiones sobre la identidad
de los matoides; pero entre éstas y el chiste del suicidio todos te parecieron una punta de cuentos igual de
pendejos.
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Porque, ¿a quién en su justo juicio se le ocurría inventar unos albañiles cuando era evidente que no se ejecutaba en la vivienda ningún trabajo de albañilería? ¿O qué
caso tenía inculpar a don Basilio Trejo, el anciano reumático que llevaba el portaviandas con la comida que doña
Antonia Lozano hacía todas las mañanas para su marido?
Por la mañana emprendiste tú solo una diligencia.
Faltaba visitar un domicilio en la calle Diego de Montemayor, del cual salió solícita una señorita pidiéndote
que revisaras la casa aledaña, por causarles a una servidora y sus hermanas desazón bastante en vista de que el
inquilino aún no se había presentado con ellas, en su calidad de renteras, para decirles si continuaba ocupando la
vivienda o se mudaba a otro lado. Te dijo que decidieron
condenar la puerta de la casa en cuestión con un par de
trancas claveteadas por dentro para evitarle el paso a
fulanos que en un descuido podían resultar todo menos
unas personas decentes.
Te hizo entrar por el patio; se mostró muy amable
contigo, al extremo de ofrecerte una silla para que saltaras la tapia desde un patio a otro. Los cuartos estaban
sucios y llenos de tierra, sin más mobiliario que un catre
con los resortes reventados y una mesa-extensión, ambos
bastante maltrechos que, luego sabrías, las señoritas
arrumbaron allí, al cabo de bien servirse de ellos, valiéndose del pretexto samaritano de facilitarle la vida al
arrendatario ausente.
Advertiste que nadie había vivido allí desde varias
semanas, o meses atrás, y que nadie tampoco entró a la
casa cruzando esa puerta según lo confirmaban las telarañas que se pegaron a tus dedos al pasar la mano por encima del intacto tablón superior. Nada, pues, nada que sirviera de indicio.
Qué confusión, qué revoltijo era este caso. ¿Y lo llamabas así, caso nada más, como a cualquier robo? Del
modo que lo nombraras, la cuestión sobrepasaba no sólo
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tu capacidad para hacerle cara al horror, sino algo que no
habías imaginado siquiera: este crimen era sólo el primero en una ciudad creciente; si dabas con los asesinos la
nombrada ola roja no se detendría, salvo por un tiempo,
algunos meses, acaso un año, aun dándoles un buen
escarmiento a los culpables.
¿Y por qué dolía tanto este crimen? ¿Lo sabías? Tal
vez porque era como matar a alguien de la propia familia
y porque, en apariencia y paradójicamente, no había
motivos pasionales: mataron para llevarse el dinero. Pero
no sólo recaía en una familia, sino en todo Monterrey.
Esta ciudad despertaba hacia la comodidad, pero también hacia el crecimiento anónimo: entre más creciéramos como cifra tanto más sencillo sería perdernos el
respeto. Cualquier individuo de otro lugar podría confundirse fácilmente en las calles y hacerse de un botín y
marcharse después tan tranquilamente como llegó. Tal
vez fuera ésa la razón. Lo que deveras creíste es que la
ciudad iba a ser otra a partir de la matanza de la calle
Aramberri. Puesto que todos aquí nos conocíamos como
quien mora bajo un mismo techo, los asesinatos, de pronto, cortaron de tajo la confianza que sentíamos unos
hacia otros. Ahora nadie, Inés, nadie en Monterrey estaba seguro de que los criminales no vivieran en la casa de
junto.
Siete
Empezaron a detener sospechosos, a identificarlos entre
la escoria que solía esconderse tras un empleo como cualquier persona de provecho. Pero nada habían conseguido
interrogando incluso a algunos fuereños, procedentes de
Tamaulipas y Coahuila, que al carecer de recursos para
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pagarse un hospedaje solían pasar la noche en los bailes
que se daban en el mercado del Norte.
Entonces fue salir a los pueblos, a empolvarse bajo el
sol de abril para ver qué señas les daban los vecinos y ver
qué sospechosos detenían. ¿Qué podían tener los pueblos en especial como para ir a buscar bandidos? ¿Se realizaban ceremonias como las de los masones, cultos
raros? No, detective, los pueblos no tenían nada de eso.
Lo único que tenían era gente con mucha hambre, con
la miseria hasta el cuello, sin un trabajo en qué ocuparse. No era necesario ir tan lejos, sólo revisar en la periferia y preguntarle al alcalde y al jefe de la policía.
No te tocó a ti, porque andabas por el rumbo de
Higueras, pero tus compañeros supieron que por el camino que conducía a Los Ramones se ocultaban dos individuos, tomando las veredas y luego separándose de ellas
para no ser vistos. Los rastrearon un día desde la mañana y se daban ya por vencidos tus colegas cuando al
atardecer los vieron iniciando una fogata. De tan desconcertados, tan hartos de buscar, los agentes fueron a
encontrarlos no por atender al ruido de sus pasos en la
hierba o al de sus voces, sino por fuerza de casualidad,
apartando las ramas de un huizache con la misma inocencia de quien descorre una cortina, y les gritaron “alto
ahí” mientras les apuntaban con sus armas.
Pero los sospechosos ni se movieron: se quedaron allí
muy quietos viendo la llamita entre las ramas, quietos y
con la respiración tranquila pero sin ponerse en pie ni pronunciar palabra, hasta que uno de los agentes adelantó el
paso y preguntó los nombres de aquellos pobres individuos
hambrientos, más tristes que miserables, más tranquilos
que nunca viéndose así cercados y sin ánimo de pensar en
quejarse por la manera como se presentaba la justicia encarnada ante dos sujetos, ellos, sin mayor culpa que haber
sido repatriados del vecino país del norte, expelidos por
la miseria norteamericana ese difícil año de 1933.
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Ocho
Las señas de ninguno de los dos coincidían con las del
individuo que dos meses atrás ocupó la casa en la que
ahora vivía el sacristán del templo de La Luz. Dicho individuo era también uno de los muchos repatriados que la
crisis norteamericana devolvía a nuestro país igual que las
mareas regresan a la playa las pertenencias de tierra firme.
Un par de días antes, los agentes y tú vieron en él un sospechoso viable que encajaba sin problema en el perfil del
asesino. Todos andaban alborotados buscándolo, con la
plena seguridad de estar ya en la pista del culpable.
La mayoría de los elementos policiacos tenía un pensamiento en común: nadie mejor para atribuirle el crimen
que a un repatriado, entonces sinónimo de la miseria y el
desempleo. ¿Estarían ocultos los matoides en medio de
una caravana hambrienta, cuyos desplazamientos de ciempiés los llevaran de pueblo en pueblo sin encontrar más
que un silencioso repudio donde esperaban empleo, trabajo a destajo para merecerse el pan triste de cada uno de
sus días?
El fulano habitó escaso tiempo en la casa de junto a
la del crimen y era posible, según imaginaste, que doña
Antonia y él, y aun la señorita Florinda, se viesen de
patio a patio, pues entre uno y otro sólo mediaban unos
lienzos de tablas bajas casi podridas por la humedad. Tu
imaginación comenzó a darle forma a una versión más del
asesinato, y diseñaste una teoría por la que en realidad
apostabas muy poco: el tal individuo, un sujeto vago, sin
ocupación por no hallar trabajo en la ciudad ni aun en las
caleras instaladas en el lecho del río Santa Catarina, se
dio cuenta al poco tiempo de vivir allí que la familia de
junto tenía dinero guardado.
Algún comentario indiscreto de la señora al ver el
fastidio en el rostro de Florinda mientras correteaba a la
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gallina que sacaban en las mañanas al patio, algún “no te
apures, hija, con el dinero que ahorra tu padre no tendrás más luego que perseguir gallinas ni sacar el cubo de
la noria porque tendrás suficiente para aspirar a otra
clase de vida”, fue tal vez la indiscreción que cometió la
señora y oyó el sujeto que vivía al lado. Y entonces,
Inés, el hombre decidió dejar la casa algunas semanas
antes de realizar el crimen para que nadie pensara en él,
errante entre una docena de fulanos con catadura patibularia, en el momento en que la policía iniciara las
pesquisas.
¿Lo creías, detective, te daba la espina de que hubieran acontecido así los hechos que desembocaron en la
sangrienta mañana del miércoles 5 de abril? La detención
de los dos repatriados dio al traste con tu teoría: era muy
aventurado, al grado de tomar visos de burla, sospechar
de hombres macilentos como aquéllos, hambrientos, sí,
pero no con la sangre fría ni el conocimiento de la ciudad
y de las víctimas que requirió el doble crimen.
Los asesinos eran gente de casa, pájaros de cuenta con
algunas visitas al establecimiento penal. Días más tarde de
haber localizado a los dos primeros, se descubrió que el
repatriado que fuera vecino de los Montemayor se radicó
en el municipio de Marín tan pronto dejó Monterrey. Los
lugareños lo conocían bien y sobraban quienes ofrecieran
su declaración para atestiguar su inocencia. En la mañana
del crimen aquel hombre laboró en compañía de varios
más limpiando una acequia.
Nueve
Durante casi un mes se te vio atento, serio, con cara de
no quebrar un plato, colaborando con los agentes de la
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Inspección de Policía y el personal del procurador, entre
los que se estableció un torneo para ver quién descubría
primero a los asesinos. Te había comisionado el gobernador y de ningún modo aparecías como un colado en la
escena que la prensa montaba día con día en las columnas.
Tenías la pinta de alguno de esos pollos que iban a matar
su hastío en los camerinos de las actrices cuando llegaban
a la ciudad. Pero que no te vieran apuntando con una pistola, o, mejor, acertando en cualquier blanco remoto o
engañoso a la vista, atinando justo, como si la voluntad
estuviera en tu mirada y el brazo sólo la dirigiera por
intermedio del arma.
Y eso te daba gusto, pero no a tu familia, porque eras
una contradicción viva, un problema hecho persona, una
mala pasada del destino. Porque ¿cómo, Inés, cómo carajos se te ocurrió nacer no sólo rico, sino además en
Monterrey y con tal puntería, en lugar de una torta bajo
el brazo, que ya la hubiera querido el mismo general
Rodolfo Fierro? El problema iba todo junto: tal vez sin
dinero en la bolsa y con esa puntería hubieras sido un
buen agente policiaco, pero con centavos y un destino
dispuesto por tu familia —y siempre, menos para bañarte, con la pistola lista en la funda sobaquera—, eras sin
duda un sujeto de cuidado. Por eso te escogió el gobernador Francisco Cárdenas: encaminado en la pista, tan
sólo con que los asesinos sintieran que pisabas la mierda
que dejaban a su zaga, la estela marcada en el polvo
caliente, tan sólo de saberlo, se iban a zurrar en los pantalones.
Te impusiste una calma de hielo para emprender con
buen tino las averiguaciones. En eso habías dado un excelente paso. Porque entre mayor fuera la pasión con que
mirases el asunto, menor sería la percepción objetiva que
tuvieras sobre las pistas y los sospechosos. En los días
que siguieron al crimen se fue trazando dentro de tus
hábitos el itinerario que recorrería entonces el Buick:
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desde tu casa de Garibaldi 930 sur hasta el oriente de la
calle Aramberri; y de allí, con dirección poniente, hasta
la Inspección General de Policía.
Por lo pronto los vecinos de la barriada de Aramberri
y Diego de Montemayor ya sabían distinguirte. No se
trataba de que los demás agentes fuesen incapaces de
mostrar cortesía o amabilidad al momento de abrir un
interrogatorio, o que les hubiesen faltado el respeto a los
asustados civiles que vivían en las casas de una y otra
acera o a los dependientes del molino de nixtamal o de la
lechería-billar de la esquina. No tenía que ver con ninguna de estas cuestiones sino, más bien, con la confianza
que les inspirabas, debido a tu prestancia y los buenos
modales, el que te mirasen con mejores ojos que a los
otros detectives y fueras reconocido tan pronto bajabas
del coche. Entonces te parecía muy consecuente que
alguna vecina dijese “buenos días, don Inés”, mientras se
encaminaba al molino cargando una cubeta llena de nixtamal.
Diez
El martes 11 de abril fuiste a recabar más informes en
la barriada de Aramberri. Por alguna razón te imaginaste entrando al domicilio del crimen para saludar a don
Delfino, como si te lo dictase una pena compartida. Pero
aquello fue sólo una vaga ocurrencia, porque ese día lo
que principalmente deseabas era hablar con el vecindario antes que cumplir con las fórmulas sociales. A fin de
cuentas, las visitas de los policías solían producirle a don
Delfino más inquietud y desolación que consuelo o esperanza.
Era a media mañana, y el sol ardía despacio sobre el
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caserío regiomontano. A los rostros subía un calor húmedo que llamaba al pañuelo a salir a cada rato de la bolsa.
A pesar de ello no echabas el sombrero hacia atrás. Para
qué arruinar la percha si de cualquier forma ibas a sudar
a causa de ese viento suave que lo llenaba todo, como una
gasa tibia hinchada de humedad que nos cubría igual que
una placenta sedosa y acariciante, con ese mismo poder
de resistencia del agua puesta a entibiar que uno advertía cuando pasaba los dedos por ella. Pero ahora era el
viento, tibio, suave, poderoso, el que pasaba sus dedos
p0r nosotros.
El encargado del molino te dijo que era voz general
entre el vecindario que un chamaco, quién sabe si hijo del
sacristán que vivía a un costado del número 1026, había
escuchado el grito de alguna de las víctimas la madrugada del miércoles 5 de abril. Mejor vaya y pregunte a la
tienda, te rogó, y allí verá como le dicen más de lo que
yo pueda contarle.
Te compadeciste por el temblor en la voz, pero encima de todo porque incuestionablemente estabas espantando a su clientela: mujeres en su mayoría, secreteándose un rumor bajito y uniforme, bien embridado por el
temor de que les ganara la voz y se soltaran a hablar
como si no hubiera un policía adentro del negocio.
Nunca como en esos días te asombró tanto la expresión
cercana al terror que dominaba en los ojos de la gente.
Lo acabaste de comprobar en el tendajo, mientras
interrogabas al propietario. Apenas si quería dejar que su
mirada se las viera a solas con la tuya. Entonces tuviste
esa revelación paradójica, ese hallazgo que te hizo sonreír en secreto mientras sacudías la cabeza de aquella
manera suave y condescendiente como hacemos todos, en
señal de desacuerdo, cuando se nos cree capaces de realizar acciones ajenas a nuestra naturaleza. Así como cuando el tendero te miraba igual que a un malhechor, con
extrañeza y sumo recelo, muy seguramente —y ésta era
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la revelación— por saberte metido en los mismos atolladeros que los matones, por saber que eras el reverso de
aquellas presencias sombrías de cuya destreza para despachar cristianos tú no andabas muy lejos.
¿O eran tus nervios, detective, tu percepción predispuesta lo que hacía que te creyeras capaz de dar esos vistazos profundos a las personas y los lugares; era tal vez
eso? El tendero quiso disimular su cautela pero, al cabo
de varias preguntas, se rindió. Te llamó la atención su
nariz; se derretía en sí misma hasta formar una plasta carnosa que no coincidía con la posición del tabique, sino
hacia su lado izquierdo. Pero no te repugnó, e incluso te
causó simpatía el resto del dibujo facial: el bigote cano de
abuelo bonachón, la boca gruesa y una impresión neutra
de aseo. Al fin lo oíste hablar. El chamaco tenía entre
seis y siete años, y dijo que había oído gritar “no me
mates, Gabriel”.
El tendero estaba enterado porque el chamaquito
solía jugar con sus niños. ¿Se los confió a ellos como un
secreto, como algo que ya no aguantaba para traerlo él
solo? No, patrón, no como secreto: los niños no tienen la
conciencia tan pesada como uno para andarla descargando a cada rato. El tendero se lo escuchó al chamaquito
mientras todos formaban palomilla, jugando a los balazos, a perseguirse, quién sabe, señor, a lo que juegan los
niños.
Y la historia te causó la misma risa, ya no secreta porque lo permitía el momento, y el mismo gesto de suave y
condescendiente reprobación, y sacudiste la cabeza sin
imaginar siquiera que años más tarde lo seguirías haciendo, reírte un poco y reprobar, cuando la frase hubiera de
volverse una muletilla para comenzar y dar por concluida
una broma cuyas palabras actuaban como un ensalmo
contra la agresión. Uno de sus niños se había acercado al
chamaquito del sacristán y, ante el ademán de desbaratarlo a golpes, éste se defendió diciendo “no me mates,
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Gabriel”. Entonces el tendero suspendió la tarea que realizaba y salió al patio para preguntarle por qué había
dicho aquello.
—Eso es todo lo que yo sé —te dijo, por último, el
hombre—. No puedo asegurarle nada porque se lo oí
decir a un niño que ni siquiera es mío. ¿Por qué no va y
pregunta en la casa del sacristán?
Once
—Ya le dije lo mismo que al reportero que me visitó hace
rato —dijo en son de reclamo la mujer del sacristán; era
de estatura mediana, de cabello castaño y piel blanca, y
en su mirada refulgía una sensualidad no saciada.
—¿Quién era?
—Uno de apellido muy curioso. Algo así como Póuer,
Póuels.
—¿Se acuerda usted de mí?
—Cómo no. Es el mismo que vino la semana pasada,
¿verdad?
—Inés González, para servirle.
—También su nombre es raro. Para un señor, digo.
Aunque hay otros que se llaman Refugio, o Guadalupe;
hasta Nohemí he oído. En fin, perdóneme usted la lengua.
Pero ¿qué más podía ella decirte, además de que allí
vivía el sacristán del templo de La Luz y que el niño del
que le hablaste no guardaba vínculos con el sacristán ni
con ella, y que lo habían asistido en muestra de agradecimiento a la madre de aquél —de la que nunca después
tendrías la menor noticia—, con la que vivieron una temporada y quien se dedicaba ahora a encontrar otra casa
donde alojarse?
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—Yo vi un chamaco aquí el jueves de la semana pasada, cuando vine con el otro agente.
—Dice bien, señor, pero se lo llevaron ya por la
tarde.
¿Por qué sentiste extrañeza en el lugar? ¿Fue desde la
vez anterior, o era una nueva predisposición contra aquella mujer por el llano hecho de mentirte? En ningún
momento te ofreció una silla; incluso su nombre te lo dijo
en un balbuceo, con pena de llamarse así o, más bien, con
toda la intención de que no te lo aprendieras.
—Ocultando así al chamaquito no nos ayuda en nada,
señora. Dígame dónde está y le prometo que yo personalmente me encargaré de protegerlo.
—Ya le dije. Su mamá vino por él y se lo llevó. Si no
cree lo que le digo busque dondequiera.
—¿Debajo de la cama también?
—También allí, señor, ¿qué gano yo con engañarlo?
Sin pensarlo mucho te hincaste para ver y convencerte de que bajo el lecho no había un niño ni nada
parecido, pero sí algo que preferiste ni siquiera tocar para
que la mujer no estuviera al tanto de tu hallazgo: un alzacuello.
—¿No quiere ver en los rincones del patio?
—Si no está donde ya lo busqué, me imagino que es
muy difícil esconderlo en otro lugar —ya por salir, a un
paso de la puerta, le tendiste la mano—. Y disculpe mi
desconfianza. Mire —señalaste las rodillas empolvadas
sin abandonar la sonrisa—, ya me llevé mi castigo por
curioso.
Camino al templo de La Luz te preguntaste qué tenía
de raro encontrar un alzacuello en la casa donde habitaba un sacristán. Fue entonces cuando empezaste a sentir
el ansia imperativa de escuchar una poca de verdad, hoy
que costaba tanto como las nuevas instalaciones de gas
butano, sin concesión para el bolsillo ni aun por vivir días
de crisis. La verdad derecha, sin recovecos que entorpe44
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cieran su curso; la verdad sin malear, no como ella te la
entregó, contradiciéndose con la otra verdad que te dijera ¿su amasio?, ¿su protector? Porque mientras ella
comentaba que el jueves 6 de abril la madre del niño se
presentó para llevárselo a la vivienda que había conseguido, allá por el rumbo del Topo Chico, el sacristán te diría
otra cosa:
—El jovencito es muy chico, señor, tal vez ni oyó
nada, usted sabe, cosas de niños —respondió con expresión cansada; por el dibujo de sus párpados parecía que
los ojos hubieran sido antaño más grandes y ahora se
redujesen en el diseño de su cara.
—¿Usted ha oído eso de que los niños y los borrachos...
—...no suelen nombrar mentira? Pero quién sabe.
¿Tiene usted hijos? Perdone que me entrometa. ¿Le digo
algo? Así como los grandes inventamos cosas, a los niños
les da desde luego por inventar las suyas.
Además el sacristán no sabía más al respecto porque
su trabajo lo obligaba a salir de la casa a las seis de la
mañana, lo mismo que su vecino el señor Montemayor.
—La mamá del chamaquito vino por él cuando pasó
lo del crimen. Sí, fue tres días después cuando vino por
él, el sábado —te dijo.
Doce
Todos, incluso tú, esperaron con cierta impaciencia el
regreso del doctor Enrique Flores. El periódico, cuyas
páginas semanas antes se ocupaban principalmente de
los acontecimientos mundiales —el ascenso de Adolfo
Hitler a la Cancillería alemana, por ejemplo—, habría
de dedicar un importante espacio a la serie de pesquisas
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que se desarrollaban en torno al crimen de la calle
Aramberri.
Por esa misma impaciencia, o tal vez por no tener presente que las ediciones noticiaban sucesos del día anterior, Plowels decía el domingo que se esperaba al médico
Flores un día atrás, acaso por la noche, justo cuando apenas abordaba el tren que lo llevaría a Laredo. La medida
más prudente que pudimos tomar fue aguardarlo hasta el
domingo. Pero el doctor volvió a la ciudad el lunes 10 de
abril; la razón de su tardanza fue que de Laredo tuvo que
desplazarse a San Antonio para adquirir los reactivos,
que ni siquiera allí consiguió.
Sólo hasta el otro día, al decir de la fuente oficial,
podría conocerse el resultado del análisis. Para el espectador común y corriente, que seguía paso a paso la crónica
del crimen desde las columnas policiales, esto significaba
enterarse vía el periódico no el martes sino el miércoles 12
de abril, cuando la edición de ese día diera cuenta de todo
lo que aconteció veinticuatro horas antes. Pero ni aun el
miércoles se tendría cabal noticia de los resultados.
Tampoco tú, Inés, tuviste conocimiento del análisis
—sin realizar todavía a falta del reactivo, mandado traer
desde Nueva Orleans—, salvo la sospecha de que el agente del Ministerio Público quería jugar cerrada aquella
carta para sacarle más información a los detenidos, que
en este caso podrían ser los carniceros del local de
Ocampo y Coss. Los días te otorgaron razón, porque al
cabo de la semana, el sábado 15, el doctor Enrique Flores
se reservó hacer comentario alguno a propósito del resultado del análisis de las manchas de sangre que aparecían
en las ropas y el costal de cemento encontrados en la carnicería. ¿Tenía ya el dictamen en sus manos?
Quedaba pendiente la cuestión de las huellas de sangre:
éstas no tenían que ser necesariamente de alguien que
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resultó herido en la lucha. Tal vez se trataba de la aportación de un testigo ocular, temeroso de involucrarse,
quien al observar la salida de una o más personas de un
domicilio cuya familia no solía recibir visitas a una hora
tan temprana, y mucho menos en ausencia del señor
Delfino Montemayor, señaló a la justicia la ruta del asesino por medio de esa línea roja.
Era muy simple y, tal vez por eso mismo, pasó desapercibida a ojos suspicaces: la huella fue marcada por
alguien que vio salir a los asesinos de la casa número
1026 el miércoles 5 de abril aproximadamente a las 6:45
o 6:50 de la mañana, y la hizo con pintura o con las vísceras de un animal, y tal vez no el mismo día del crimen
sino el jueves muy temprano, antes de que el ajetreo, el
movimiento de los carros de policía vigilando el lugar y
el de los vehículos particulares que pasaban frente a la
casa con el peregrino fin de satisfacer la curiosidad de sus
tripulantes, impidieran trazar con libertad el derrotero
de la huella.
Además de que esto era evidente más allá de toda
conjetura, por razones tan simples como el hecho de que
no hayas visto la huella el miércoles en la tarde, sino en
el transcurso del jueves 6 de abril en que distinguiste los
puntitos rojos y echaste el paso hasta hallarte a espaldas
de la catedral. Entonces te obligaste a callar, evitando la
tentación de sonreír frente al fogonazo de las cámaras y
al asedio reporteril. Te le negaste incluso a José Manuel
Plowels, quien te buscaba a toda hora para sonsacarte
cualquier miga de información, la que fuera, con tal de
que el día no pasara en blanco sin darles algún trozo
de carroña periodística a sus buenos lectores. Uno no
podía decirle al periódico todas las ideas que pasaban por
la cabeza; un crimen era un tema muy delicado para
hablar de él a la ligera.
Aunque te reprocharas por cuanto había de inseguridad en el asunto, no ibas a extenderte en una teoría que
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apenas formulabas. Del indicio sí estabas seguro, y te
dijiste “cállate, Inés, guarda tus conclusiones”.
¿Qué concluiste, que tenías y debías callar? La pista
muy probablemente la marcó un testigo, pero ustedes
debían movilizarse como si no lo supieran, creyendo, más
bien, que alguno de los asesinos se hirió durante la
matanza. De esa manera, harían que se sintiesen confiados y evitarían represalias inmediatas en contra del testigo, quien era, estabas seguro, un vecino de la barriada.
Como dato importante para la investigación contabas
con el hecho de que Gabriel Villarreal, el dueño de la carnicería, se hubiese presentado el miércoles 12 en el despacho del secretario general de Gobierno y más tarde con
el procurador de Justicia a fin de sincerarse. Desde que
la prensa relató el hallazgo de las ropas en su negocio, de
paso refrescó la memoria de los lectores refiriendo el
suceso en el que presumiblemente Gabriel dio muerte al
hijo del doctor Román de los Santos.
Este hombre de tez blanca y un metro ochenta de
estatura manifestó suma extrañeza al ver que el periódico no tenía empacho en relacionarlo con los responsables
del reciente crimen. Su sinceridad lo orilló incluso a decir
que se hallaba dispuesto a responder los cargos que se le
imputaran y a probar su inocencia ante las autoridades.
Gabriel buscó enseguida al reportero José Manuel Plowels para pedirle que tuviera a bien aclarar la suposición
que atraía todas las sospechas hacia él. Aceptaba que fue
detenido por vender carne matada de manera clandestina, pero como cualquier otro civil pagó al municipio la
multa correspondiente, veinticinco pesos, al cabo de lo
cual consiguió salir libre en dos días.
Todo esto, que apareció en el periódico el jueves 13
de abril, lo publicó Plowels sin añadir otros comentarios.
¿Creyó en lo que dijo Gabriel?
Por lo pronto, del miércoles de marras al domingo
próximo, o, más bien, desde el miércoles anterior, el día
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5 de abril cuando ocurrió el crimen, hasta el domingo 16
—sin tomar en cuenta el par de días que estuvo preso—,
Gabriel Villarreal tendría tiempo de sobra para jugar sus
propias cartas, en caso de que él fuese el asesino que buscabas, tanto para inculpar a otros como para ocultar el
botín.
Trece
¿Sospechar de don Delfino? ¿Estabas seguro de dar bien
el paso incriminando a ese hombre que viste envejecer a
raíz del crimen?
Olvidaste por un momento su postración, su humanidad herida. Esos ojos vidriados por el dolor y esa voz
dura, tensa, pronta para abofetear con un verbo la malicia de cualquier interlocutor, podían mentirte, a ti como
a todos los otros agentes que ya lo hubiesen interrogado.
Te olvidaste, pues, de su estampa y te dispusiste a recordar y analizar los datos que se contradecían en torno
suyo. Tenías presente cómo creyó desaparecida la dentadura de su mujer siendo que la había hallado junto a un
cachirul y un zapato, al entrar a su casa por la tarde y
descubrir la carnicería en la recámara. Delfino dijo que
como tuviera que salir apresuradamente para dar aviso a
sus familiares, al regreso no vio la dentadura. ¿Era una
clave, una pista que el asesino trató de ocultar porque lo
señalaba de modo implacable? ¿Qué creíste, detective
González, especialmente de lo que no dijo Delfino: por
ejemplo, que al salir atragantándose la respiración en la
boca, como quien respira sapos, dejó abierta la puerta de
su casa?
No había que adelantarse, sino tomar tiempo para
pensar con claridad: cualquiera, a lo mejor tú también, si
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