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Cocinero de los reyes, rey de los cocineros; por Sinar
Alvarado
Sinar Alvarado · Tuesday, September 29th, 2015
Antonin Carême, el padre indiscutido de la cocina francesa moderna, alimentó a las
grandes figuras de la realeza europea a principios del siglo XIX. Pero fue, también, el
chef que sacó a la alta gastronomía de su encierro para ponerla en las mesas de la
nueva burguesía, y luego en los platos del mundo entero. Ahora se cumple doscientos
años desde la publicación de sus primeros libros de cocina.
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Intervención de ilustraciones de Magdalena Santa Cruz
Mil doscientos comensales, huéspedes nobles del príncipe Talleyrand, paladeaban
sabores sofisticados en el banquete que esa noche ofrecía en honor de Alejandro I, zar
de Rusia. El anfitrión quería sorprenderlos a todos y ufanarse de su gusto exquisito.
Por eso desplegó música, manteles, cubertería. Y coronó la fiesta con esa desmesura
alimentaria.
Más tarde, complacido, el zar pidió a Talleyrand que lo llevara a conocer su palacio de
verano. Durante el recorrido Alejandro I quiso conocer también los fogones, y el
príncipe lo llevó a una enorme cocina humeante donde más de doscientos cocineros se
descubrieron las cabezas apenas lo vieron entrar. Todos hicieron la debida reverencia,
menos uno: el chef. El hombre que estaba erguido junto a las cacerolas, que llevaba
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un uniforme elegante y mantenía en su lugar, con arrogancia, un alto sombrero blanco
bordado con flores de oro.
Alejandro I, ofendido, interrogó al dueño de casa:
— ¿Quién es este insolente?
Talleyrand respondió con la verdad magra:
— La cocina, Majestad.
Primero fue el hambre. Marie Antoine Carême, llamado Antonin, nació en 1784, en los
años convulsos que precedieron a la Revolución Francesa. El país vivía una crisis
severa; miles de familias soportaban la miseria y la desesperanza. No había trabajo, el
alimento escaseaba y el padre de Antonin, angustiado, con quince hijos, un día tiró la
toalla y dijo no más: antes de ver al niño muerto de hambre bajo su techo, decidió
llevarlo a la calle, donde tendría alguna oportunidad de sobrevivir. Antonin, de nueve
años, caminó de la mano de su padre y escuchó argumentos que hablaban de una
situación difícil. En una esquina de París, sin mayor ceremonia, el viejo lo abandonó
dejándole su única herencia: “El ánimo para que me labrara un destino”.
En el futuro, Carême recordaría sin odio este momento. Incluso llegó a elogiar la
inteligencia y el carácter práctico de su padre.
Aquel día vagó por las calles deprimidas de la ciudad, y frente a la taberna La Fricasé
de Lapin, rendido, se tendió sin fuerzas sobre la acera. El dueño lo descubrió por la
noche, a la hora del cierre, y le ofreció trabajo a cambio de comida y techo. Allí
aprendió los primeros rudimentos del oficio: desde la selección y el tratamiento de los
ingredientes, hasta el manejo del cuchillo y el uso del agua caliente en la esforzada
tarea del lavaplatos.
Más tarde, a los 16, el joven empleado tuvo su gran oportunidad: consiguió un puesto
como aprendiz de repostero en el equipo del reconocido Chez Bailly. Así empezó su
largo romance con dos amantes fieles: la harina y el azúcar.
Yo era su primer tourtier. Este buen maestro se interesó vivamente por mí:
me facilitó mis primeras salidas para ir a dibujar al Cabinet des Estampes. Me
confió la confección de las piezas montadas destinadas a la mesa del primer
Cónsul (Napoleón). En su casa, yo me hice inventor. Allí conocí la pastelería
del ilustre Avice; su trabajo me instruyó, el conocimiento de sus procesos de
elaboración me enardeció e hice todo para seguirle, pero no para imitarle,
llegando a ser capaz de realizar todas las partidas del obrador, consiguiendo
cosas extraordinarias. Pero, para llegar hasta aquí, ¡cuántas noches pasé en
vela!
Junto a Bailly, Carême se convirtió en un especialista de las piezas montadas. Es decir,
disponía todos los platos del menú en elaboradas estructuras. Eran los tiempos del
servicio a la francesa: en los banquetes se servía toda la comida al mismo tiempo, se
exhibía la abundancia en mesas repletas de fuentes. Se erigían altares a la gula que
reflejaban la magnificencia de los monarcas obesos. Y en esos despliegues el artista
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encontró la oportunidad de emocionar a sus comensales a través del sabor y el
ornamento. Carême entendió pronto que la cocina también podía ser un espectáculo, y
sedujo de igual modo el paladar y la vista.
Más tarde Carême conoció al mejor cliente del Chez Bailly, el exquisito príncipe
Talleyrand, que solía contratar al famoso pastelero para suplir sus festines con las
mejores creaciones. Talleyrand notó la mística de los cocineros en el equipo de Bailly,
pero sólo en el joven Carême reconoció el brillo del genio. Y lo contrató. En las cocinas
del príncipe, durante once años, Carême viviría su etapa de formación más profunda.
Su nuevo patrón pertenecía a la alta nobleza de Francia; ejercía la sofisticación como
algo natural, y la entendía casi como un deber ético. Talleyrand era un gastrónomo y
un erudito de la alimentación que jamás cocinó. Él educó a Carême, lo inició en un
estilo culinario que conservaba los métodos clásicos y admitía además las
innovaciones de la naciente cocina moderna. Talleyrand fue el primer formador de su
gusto, y Carême, agradecido, le dedicó mil veces el mayor de los elogios: “Tenía el
mejor paladar que he conocido”.
Y él conoció a los grandes. Entre 1802 y 1813 el joven cocinero trabajó con varios
maestros de la época: Avice, Feuillet, Lecoq, Lasnes y Laguipière. Fue jefe de cocina
en la corte de Jorge IV, en la corte de Viena y en la embajada de Inglaterra en París.
Entre 1816 y 1819 estuvo al servicio del príncipe de Gales en Brighton. En 1821 fue
contratado por el príncipe Sterhazy, embajador de Austria en París. Cocinó para
Napoléon durante su destierro en Santa Elena (cuando todos lo habían abandonado) y
para el zar Alejandro I, que apreció también su talento y lo invitó a cocinar en San
Petersburgo (el encargo duró poco: la suciedad de las cocinas rusas ahuyentó al
escrupuloso Carême). También sirvió a Francisco I, emperador de Austria y, por
último, al Barón de Rotschild y a su familia.
La destreza de Carême para las piezas montadas era hija de su habilidad como artista
visual. En su único libro traducido al español, El gran arte de los fondos, caldos,
adobos y potajes, el prologuista Néstor Luján habla del temprano idilio que tuvo el
cocinero con otra de sus grandes pasiones: la arquitectura. “A él, antes que a Anatole
France, se atribuye la frase según la cual la arquitectura es una de las bellas artes, y
la pastelería ‘su rama principalísima’”.
Algunos piensan que Carême dio demasiada importancia a la decoración, que perdió
en ella un tiempo valioso. Antonio Pasquali, investigador y chocolatier, es uno de ellos.
“Carême fue desde el fondo de su alma un gran pastelero prestado con sumo éxito a la
cocina salada. Su equivocada obsesión por una gastronomía hija de la arquitectura lo
llevó a pasar días enteros fabricando elaboradísimas construcciones, sobre todo
dulces, que ilustran sus obras hoy pasadas de moda”. Esta supuesta obsesión estéril
no hizo mengua en la obra del chef. “Ninguno de los cocineros de ese tiempo tuvo su
talla. Carême fue realmente único en su opulencia, brillo, conocimientos y vanidad.
Fue el rey de la cocina en el siglo XIX, la época tal vez más grandiosa en la historia de
la gastronomía. Era inteligente, un nacionalista estudioso y trabajador. Carême
codificó la cocina francesa reconociendo el aporte de otras latitudes, y llegó a dominar
su arte como pocos en la historia”.
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Quisiera yo que en nuestra bella Francia todo ciudadano pudiese comer
suculentos manjares. Eso quisiera.
Antonin Carême fue de los primeros en comprender que la nueva aristocracia
francesa, surgida del Consulado (período autocrático de cinco años, de 1799 a 1804,
que tuvo a Napoleón como líder), también aspiraba al lujo y la etiqueta que solía
reservarse la monarquía disuelta. Con el triunfo de la Revolución, y luego durante la
hegemonía de Bonaparte, los grandes cocineros se encontraron ante una disyuntiva: o
se marchaban con sus patrones nobles rumbo al exilio, o permanecían en Francia
gestando una profunda conversión profesional. Muchos eligieron lo segundo, y dieron
el impulso definitivo al nuevo negocio de la restauración. Los grandes cocineros, antes
encerrados en los palacios, con su bienestar asegurado, tuvieron que ganarse el favor
de los nuevos señores, que ya consolidaban su poder económico y político. Y sobre
todo: tuvieron que abrirse y adaptarse a los nuevos tiempos.
En esta época Francia, después de Italia, vive su propio renacimiento culinario. Lo
dice Bill Buford en su deliciosa crónica Calor: “Esta revolución gastronómica
culminaría tras la caída del Antiguo Régimen en los impresionantes banquetes de
Antonin Carême: áspics de lo más sofisticados, salsas que tardaban días enteros en
hacerse, postres arquitectónicos…”.
En el nacimiento de esta nueva etapa, las denominaciones culinarias empiezan a
volverse sistemáticas, el método aporta rigor a la cocina como disciplina, y se afianza
el rol educativo de algunos personajes. El maitre de hotel, por ejemplo, se convierte
en la figura central del restaurante, cuya tarea consiste en orientar a la nueva
burguesía en el arte de vivir la verdadera aristocracia.
José Rafael Lovera, gastrónomo venezolano, fundador del Centro de Estudios
Gastronómicos de Caracas, ve en Carême un ejemplo: “El más grande cocinero en la
historia de Occidente. Trabajando para Talleyrand, Carême conoce a Napoleón y a
muchos de los grandes estadistas y aristócratas europeos. Dicen que Napoleón no
apreciaba la buena comida, pero sí entendía, como buen estadista, su importancia
para tejer alianzas y facilitar negociaciones políticas. Él sabía que el hombre indicado
para colaborar en sus objetivos era Carême. Por eso lo contrató”.
En 1810 Napoleón buscaba aliados en Europa. Se casó con María Luisa de Austria, de
la poderosa familia Habsburgo, y buscó con ella el heredero varón que Josefina no
pudo darle. A Carême le encargaron el pastel de bodas, pero esta petición lo ofendió:
¿Sólo el pastel? Un artista de su categoría debía encargarse de todo el banquete.
Napoleón aceptó, y el cocinero se lució con una receta llamada Gateau Mont-Blanc:
una mezcla extravagante de merengue ligero y quebradizo, cubierto con crema de
castañas y decorado con castañas confitadas. En aquella versión para la boda, Carême
preparó merengues en forma de cisnes de dos metros de altura.
Al año siguiente se cumplió el deseo de Napoleón: María Luisa le dio un varón,
llamado Napoleón II, Emperador de los franceses y Rey de Roma. Con el nacimiento
de un nuevo heredero del trono se selló la alianza política, y el pastel del bautizo, una
vez más, fue obra del cocinero de los reyes.
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Carême, siempre cerca del poder, fue el primer chef que entendió el impacto social de
su oficio. Lovera: “Supo mirar hacia un horizonte lejano; era ambicioso y sus intereses
iban más allá de los fogones. Carême fue el primer sintetizador de la cocina. Los
recetarios, por ejemplo, no tenían el orden que él implementó. Con él se profesionaliza
el oficio. Demostró que un cocinero podía tener grandes conocimientos y se ganó su
puesto a punta de esfuerzo y talento. Un esfuerzo que va de la nada a la gloria. Si
Mozart estaba poseído por la música, Carême lo estaba por la cocina. Y si en ella
existe la perfección, él la consiguió. La evolución que lleva a la cocina actual pasa por
Escoffier, y Escoffier pasa necesariamente por Carême”.
¡Oh, ignorantes! ¡Qué oscuridad les rodea! Y, sin embargo, ¡qué jactancia es
la suya! Pero sus esfuerzos serán vanos. El charlatán mismo, por mucho que
intente imponerse al público, será siempre desenmascarado por hombres de
valor como los hay entre los profesionales de las cocinas, que vengarán la
ciencia con trabajos honorables para la gastronomía del siglo XIX.
En aquel momento la nueva literatura gastronómica reveló a los nuevos amos el placer
de la buena comida. En este oficio se destacaron hombres como Brillat-Savarin, que
publicó su Fisiología del gusto en 1825 (Carême lo criticó: “No es un verdadero
gastrónomo”), y Grimod de la Reynière, que editó el Almanaque de los golosos de
1803 a 1812. Ambos figuran como los inventores de la crítica gastronómica. Pero
Carême sólo reconoció a Vincent de la Chapelle, que sirvió en la corte de Luis XV y
publicó su libro Le cuisinier moderne en 1742: “Es el único libro digno de atención
entre todos los que se imprimieron antes del Imperio (1804)”.
Animado por Bailly, su primer maestro, el joven Antonin había aprendido a leer siendo
casi un adulto: pasó las tardes de su adolescencia estudiando Literatura e Historia del
Arte en las bibliotecas de la ciudad. O dibujando y ensayando la técnica del grabado,
que sería otra de sus grandes pasiones. Más adelante, en la cúspide de su carrera,
también él dedicó grandes esfuerzos a la escritura de libros para el gran público: “Mis
libros, pues, no han sido escritos sólo para las grandes casas. Por el contrario, quiero
que se conviertan en algo de utilidad general”. Según Alain Kélépikis, antiguo
propietario de un restaurante en Saint Rémy-De-Provence, “por primera vez en
Francia un cocinero profesional, de casa aristocrática, al escribir un tratado
monumental pensó en los no profesionales”.
Uno de los principales objetivos de Carême era describir en un libro el estado de su
profesión en la época en que vivió. Y lo hizo con su obra monumental L’art de la
cuisine au XIX siècle (1833), escrita en cinco volúmenes, tres de los cuales publicó en
vida, y otros dos que completarían, después de su muerte, algunos de sus discípulos.
El antiguo niño analfabeto pudo leer a Plutarco, a Racine, a Buffon, a Chateaubriand y
a tantos otros. Y luego, hecho una gloria, se convirtió en un escritor prolífico y
polémico. Su obra, opina Néstor Luján, “presenta limpidez, perfección de lenguaje y
énfasis retórico”.
Pasquali, sin embargo, piensa que el tiempo ha reducido el alcance de esos textos. “El
lector que no sea historiador encontrará que sus libros no son fáciles de leer hoy. No
son puros y simples recetarios, ni textos importantes de historia de la cultura. El
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lector de hoy podría encontrarlos por momentos deleitosos o aburridos. Pero hay que
decir que Carême, un autodidacta, llegó sin embargo a manejar la pluma con gran
soltura y un dominio total de su materia”.
En todo caso fue el primer cocinero profesional cuyos libros de recetas se volvieron
éxitos de ventas. Fue casi un grafómano. Escribió Le pâtissier royal parisien (1815),
publicado en dos volúmenes, que incluye 41 ilustraciones realizadas por él mismo,
buen dibujante y arquitecto empírico. Después Le patissier pittoresque (1815),
también ilustrado por Carême con 128 planchas. Le siguen Le maître d’hôtel francais
(1822), en dos volúmenes, construido según el orden de los menús y publicado en
París, San Petersburgo, Londres y Viena; y luego Le cuisinier parisien (1828). Por
último el mencionado L’art de la cuisine au XIX siècle (1833). A esta cuenta se suman
sus libros no gastronómicos. Apasionado de la arquitectura, Carême escribió los
ensayos Recueil de’architecture y Projets d’architecture, dedicados a numerosas obras
en París y San Petersburgo, publicados entre 1821 y 1826.
Imaginad una cocina enorme mientras se sirve una gran cena. Contemplad a
veinte chefs corriendo de un lado para otro dentro de un caldero hirviendo.
Pensad en una gran masa de carbón vegetal de un metro cúbico para cocinar
los segundos platos, otra para preparar las sopas, las salsas y los estofados, y
otra para las frituras y los baños María. Añadid a esto un montón de leña para
cuatro asadores que no dejan de girar: uno con un solomillo de entre cuarenta
y cinco y sesenta libras, otro con un trozo de ternera de entre treinta y cinco y
cuarenta y cinco libras, y otros dos para las aves y la caza. En ese horno todo
el mundo se mueve a gran velocidad; no se oye el menor ruido: el chef es el
único que puede hablar y, cuando lo hace, todos obedecen. Para colmo, las
ventanas están cerradas para que el aire no enfríe los platos mientras éstos se
sirven. Y de ese modo pasamos los mejores años de nuestra vida. Tenemos
que obedecer incluso cuando nos flaquean las fuerzas, pero lo que nos mata
son las ascuas de carbón. ¿Acaso importa? Cuanto más breve la vida, mayor la
gloria.
Infatigable, siempre creando, Carême llevó el frío a la cocina, inaugurando esa técnica
de conservación para impedir que los guisos perdieran su sabor original. Fue el
inventor del popular vol-au-vent (“volován”: pastel de hojaldre relleno), donde se unen
sus dos destrezas, la de cocinero y pastelero. También elaboró, según el registro del
Marqués de Cussy, no menos de 196 sopas francesas y 103 extranjeras. Clasificó en
cuatro categorías las llamadas “salsas madres”: la bechamel (harina, mantequilla y
leche), la alemana o parisina (reducción de caldo oscuro, yemas de huevo y gotas de
limón), la española (mantequilla, cebolla, zanahoria y caldo de carne reducido) y la
velouté o aterciopelada (harina, mantequilla y caldo claro). Y demostró que era posible
jerarquizar todo el “sistema francés de salsas” partiendo de este canon.
Pero más allá de los platos, Carême fue el gran codificador, el hombre que convirtió
en disciplina profesional una artesanía que desde sus inicios informales había pasado
el conocimiento como anécdota de maestro a alumno. Al final, alejado de los fogones,
se dedicó a escribir y a enseñar su oficio. Rediseñó los uniformes y las herramientas.
Reformó baterías y utensilios, sartenes, cacerolas y vajillas. Y promovió normas de
salubridad que aún hoy rigen la industria de la restauración.
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Marie Antoine Carême, llamado Antonin, el niño abandonado, el rey de los cocineros,
trabajó de forma incansable hasta coronar la cumbre. Y una tarde de 1833, a los
cincuenta años, retirado y enfermo, dedicó su último suspiro a corregir las albóndigas
que un alumno había cocinado. Después se apagó, como dijo Laurent Tailhade,
“consumido por la llama de su genio y por el intenso fuego de sus hornos”.
♦
Este texto se publicó originalmente en la revista El Malpensante.
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