Introducción - Centro de Estudios Cervantinos

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Lisuarte de Grecia, edición de Emilio José Sales Dasí (2002)
INTRODUCCIÓN
Feliciano de Silva, una vida llena de claroscuros
Cuando en 1514 se edita por vez primera el Lisuarte de Grecia, libro séptimo del Amadís
de Gaula, poca cosa sabemos de su autor, si exceptuamos lo que dicen las últimas líneas del
Prólogo de la obra. En ellas se dedica la crónica al arzobispo hispalense don Diego de
Deza, personaje al cual se siente agradecido el anónimo autor por «la criança e mercedes
que su casa tuve e recebí» (f. 3v). Tendrán que pasar dieciséis años, hasta la aparición del
Amadís de Grecia, noveno de la saga, para que se resuelva la incógnita. Esta nueva
continuación también lleva una dedicatoria del autor: Feliciano de Silva, a don Diego de
Mendoza. Aquí el regidor de Ciudad Rodrigo, después de manejar los tópicos más
frecuentes del género (manuscrito encontrado, traductor-corrector, …), echa la vista atrás
para reivindicar la paternidad del Lisuarte: «sin pensar, a mi poder vino […] esta gran
corónica del esforçado Amadís de Grecia, la cual en estraña lengua con la antigüedad de él
todo se perdiera si con la afición que a sus padres tuve [se refiere al Lisuarte], que con no
menor trabajo su corónica en mi niñez passé e corregida la suya, no corrigiera e sacara»1.
Por si queda alguna duda sobre la autoría del séptimo del Amadís2, el propio Feliciano,
molesto por la aparición del Lisuarte de Grecia de Juan Díaz, finge convertirse en «el
corretor de la emprenta» y reafirma que «el séptimo [libro] que es Lisuarte de Grecia y
Perión de Gaula, [fue] hecho por el mismo auctor de este libro» (f. 3v). Algo debe de haber
ocurrido para que en el lapso temporal de 1514 a 1530 Feliciano de Silva se haya decidido a
salir del anonimato. Lo más seguro es que el mirobrigense, después de comprobar la
aceptación de su primera creación caballeresca, se siente confiado en sus propias facultades
literarias y desde el Amadís de Grecia defenderá abiertamente su posición en clara rivalidad
con otros continuadores de la familia amadisiana. No extraña entonces que en su segunda
obra se remita a su Lisuarte como «sexta parte» de la historia del Amadís, pasando por alto
la existencia del Florisando de Páez de Ribera.
Pero, ¿quién es este Feliciano de Silva cuyas continuaciones del Amadís de Gaula y La
Celestina ocupan un lugar destacado en el panorama literario de la primera mitad del siglo
xvi? En torno a su figura se ciernen muchas sombras, suposiciones y datos ambiguos que
tienden a mitificar su biografía personal. Una existencia que de forma directa e indirecta
está vinculada a los principales acontecimientos históricos de su época. Su familia ocupa
una posición privilegiada en la vida mirobrigense. Su abuelo, Hernando de Silva, fue justicia
mayor y corregidor de Ciudad Rodrigo. Su padre, Tristán de Silva, regidor de la misma villa
y poseedor del mayorazgo de los Silvas, estuvo muchos años al servicio de los Reyes
Católicos, participando posiblemente en la empresa de la conquista de Granada. Con estos
precedentes tan favorables, Feliciano nace en 1486 (Marín Pina, 1991: 119, n.6), aunque
también se propusieron en el pasado fechas como 1480 (Alonso Cortés, 1933: 384), 1491
(Cravens, 1976: 22) o 1492 (Cotarelo, 1926: 135). Es muy probable que estudiara en la
Universidad de Salamanca, hipótesis no demostrada que le permitiría entrar en contacto
con las corrientes literarias del momento y le serviría de punto de partida para su afición al
estudio y la lectura. Hacia 1507 ya está documentada su participación en el gobierno de
Ciudad Rodrigo (Cravens, 1976: 23), ocupación que compartió con la de árbitro en los
tribunales o representante del Cabildo en el Concilio de Salamanca (Hernández Vegas,
1982: 104). Siguiendo el ejemplo de su hermano mayor, es muy posible, según señala Mª
Carmen Marín basándose en F. Sierro Malmuerca, que ciertos problemas económicos le
impulsen a embarcarse en la expedición de Pedrarias Dávila al Darién, en el istmo de
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Panamá; aventura de la que regresará en 1515 para sembrar nuevas incógnitas en su historia
(1991: 119).
Tal y como reza su Testamento, entre 1515 y 1530 pudo prestar sus servicios al emperador
Carlos v durante dos años. En principio, su destitución como regidor y el juramento que
tuvo que realizar en 1520 en la Iglesia de San Juan dejan entrever cierta afinidad de Silva
con la causa comunera. No obstante, ya en 1523, días antes de la batalla de Villalar, la villa
de Ciudad Rodrigo y sus regidores son leales al emperador (Fernández, 1977). Es así que
las palabras de Silva en la dedicatoria de su Cuarta Parte del Florisel a la infanta María, hija
de Carlos v, en las que compara los éxitos militares del emperador contra los luteranos en
Ingolstadt en 1546 y la batalla contra los comuneros, sugieren que efectivamente Feliciano
colaboró de algún modo activo con su rey.
Vuelven los problemas para el escritor cuando intenta contraer matrimonio en la década de
1520 con Gracia Fe. Parece ser que la familia de Feliciano se opone a su boda con una
joven que, a pesar de criarse y educarse en casa de doña Catalina de Sandoval, marquesa de
Cerralbo, es hija del converso Hernando de Caracena, si bien el regidor intentará disfrazar
esta mácula de su amada relacionándola con el duque del Infantado, don Diego de
Mendoza, del cual proclama que es su hija (Cotarelo, 1926: 133-134). De su matrimonio
con Gracia Fe, del que alguien ha llegado a dudar que llegara a tener efecto, nacieron siete
hijos: tres varones y cuatro mujeres. En esta prolija descendencia se superponen las
fortunas y las adversidades. Mientras su hija María de Silva casó con un miembro de la
familia real española, don Fadrique de Toledo, sus hermanas Aldonza e Isabel pasaron
serios apuros económicos.
En síntesis, los vaivenes familiares vienen a reproducir los mismos contrastes que
caracterizan la trayectoria vital de Feliciano. Es paradójico que según la posición social que
ostentaba el escritor tuviera que recurrir, de acuerdo con la suposición de Cravens, a la
venta de sus propiedades para fomentar sus gustos literarios. Su economía dependía del
dinero que le enviaba su hijo Diego de Silva desde el Perú y de la venta de sus obras (1976:
29). Alonso Cortés incide sobre este asunto y, basándose en el testamento de Feliciano y el
inventario que se hizo de sus bienes a su muerte, concluye que su fortuna estaba bastante
mermada hacia 1554, año en que muere el regidor (1933: 392-393).
Siendo más o menos ciertos los problemas económicos de Feliciano, lo que es indudable es
la fama que se forjó entre sus coetáneos. Mantuvo estrechas relaciones con escritores como
Alonso Nuñez de Reinoso y Jorge de Montemayor. Y es más que probable que los
contactos de Silva se extendieran hacia Portugal, llegándose a afirmar que fue el propio
regidor quien introdujo a Reinoso en la órbita de un famoso grupo de poetas lusitanos:
«Certainly Silva introduced him, by letter or in person, to a group of Portuguese poets
headed by Francisco Sá de Miranda and Bernandim Ribeiro, with whom he established a
deep friendship» (Hubbard Rose, 1983: 93). Estas amistades contribuyeron a la difusión de
su fama. Montemayor y Reinoso no sólo incluyeron en sus obras, Los siete libros de la
Diana y la Historia de los amores de Clareo y Florisea, motivos tomados de relatos como el
Amadís de Grecia o el Florisel de Niquea (Cravens, 1978); su admiración hacia la figura de
Silva quedó patente en algunos versos de sus obras. Montemayor elogiaba su honra en el
«Epitafio a la sepultura de Feliciano de Silva». Por su parte, Reinoso describe en una
epístola al regidor mirobrigense destacando su dedicación al estudio:
Tus horas tienes todas muy medidas,
leyendo de contino en Cicerón
y lo más primo de lenguas floridas (Cravens, 1976: 29, n. 28).
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Según este breve retrato Silva fue un buen hombre y un ávido lector. Pero no debe
olvidarse otra faceta que seguro contribuyó a su afición por las caballerías. En su Ciudad
Rodrigo son habituales las prácticas caballerescas y los torneos que se celebraban en la
Plaza Mayor, en los cuales incluso se tuvieron que tomar precauciones para que no
participaran los clérigos. En este ambiente Feliciano se movía como pez en el agua.
Cotarelo recoge de la Miscelánea de Luis Zapata unas curiosas noticias sobre el escritor:
Yo vi en mi juventud, [...] que Feliciano de Silva, un caballero de Ciudad Rodrigo, hacía
esto. Decíanle: «Fulano y fulano combatieron» (que entonces se usaban mucho los desafíos
y campos) y echaba sus cuentas, y pensando un poco decía: «Venció hulano», y jamás en
esto erraba (1926: 130, n.3).
Este personaje con tan extrañas habilidades debió conocer en este ambiente donde la
realidad se mezclaba con la ficción al enigmático escritor del Palmerín de Olivia y del
Primaleón. Tales contagios pudieron ser el caldo de cultivo idóneo para que Feliciano se
decidiera, como dice en el Prólogo del Lisuarte, en «su niñez» a probar sus cualidades como
escritor de libros de caballerías. Así que, terminado su Lisuarte, lo dejó en manos de su
hermano Juan de Silva para que gestionara su publicación. Tras obtener la aprobación del
público, el caudal creativo del regidor se prolongó durante años y años. En 1530, ya se ha
dicho, se edita su Amadís de Grecia; las dos primeras partes del Florisel de Niquea en 1532
(Amadís x); su Segunda comedia de Celestina en 1534; en 1535 la Tercera parte del Florisel
(Amadís xi) y, finalmente, la Cuarta Parte del Florisel (Amadís ¿xiii?)3 en 1551. Todas estas
obras alcanzaron en total la nada despreciable cifra de treinta y cuatro ediciones a lo largo
del siglo xvi. Como defiende Fernando Arrabal, ante la contundencia de estos datos, cabrá
concluir subrayando la importancia que tuvo este autor en su tiempo, valoración que se vio
oscurecida por el racionalismo oficial de la Contrarreforma y las críticas que sobre su estilo
realizó Cervantes en el primer capítulo del Quijote: «Feliciano de Silva es el autor maldito
por excelencia, tan ultrajado hoy como célebre en vida [...] Sus novelas cautivaron a muchas
de las cabezas más capaces de su época» (1988: 11). Así las cosas, bien valdrá la pena
concederle a Feliciano la oportunidad de que se defienda a partir de obras como lo que a
continuación estudiamos.
La herencia amadisiana ¿y celestinesca?
Aunque la primera edición del Lisuarte se imprime cuatro años después de que se publicara
el Florisando, Feliciano de Silva ignora por completo el argumento del sexto de la saga y se
aparta totalmente de la orientación ideológica con la que Ruy Páez de Ribera quiso
reformular la ficción caballeresca. En lugar de seguir el rumbo doctrinal y cristianizante de
su antecesor, el de Ciudad Rodrigo elige de los cinco primeros libros de la serie, los
refundidos y escritos por Garci Rodríguez de Montalvo, aquellos elementos que más se
avienen con un sentido de la literatura que, si bien no está todavía muy definido, tiene muy
poco que ver con presupuestos docentes. Como demostrará posteriormente en otras
continuaciones, Silva es ante todo un escritor que gusta de la literatura imaginativa y
pretende que los lectores se diviertan con sus relatos. Lo que ocurre en el Lisuarte es que su
inventiva está totalmente mediatizada por la influencia del Amadís de Gaula y las Sergas de
Esplandián. Posiblemente la propia lectura de estos textos fue la que impulsó a Silva a
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aventurarse en la ficción caballeresca, de ahí que la dependencia con respecto a ellos que
revelan varios episodios de su obra sea tan significativa.
Para empezar, tal y como ya se ha dicho en otro trabajo4, el Lisuarte empieza en el mismo
punto donde Montalvo dejó su historia del Esplandián. Amadís de Gaula, su hijo
Esplandián y los reyes y reinas más importantes de la saga han quedado encantados en la
Ínsula Firme merced a las dotes mágicas de Urganda la Desconocida. Con ellos fuera de
circulación, Silva no necesita establecer el relevo generacional en el seno del estamento
caballeresco recurriendo a un individuo que no desciende directamente del tronco
amadisiano, caso de Florisando, personaje cuya misma existencia va a cuestionar en el
Amadís de Grecia: el sexto libro de la serie «paresce claro ser fabulado, porque en toda la
grande historia del rey Amadís no parece don Florestán tener ni aver tenido fijo de
Corisanda» (2ª parte, cap. cxxix, f.227v). Sus nuevos protagonistas, Lisuarte de Grecia y
Perión de Gaula, pertenecen a la línea heroica principal: el primero es hijo de Esplandián y,
por tanto, nieto de Amadís, mientras que el segundo es hijo del de Gaula y hermano de
Esplandián. Cuando estos dos jóvenes son investidos caballeros y realizan sus primeras
aventuras, el discurso les pondrá frente a la gran empresa militar de la defensa de
Constantinopla ante el nuevo asedio de un poderoso ejército pagano. Este asunto,
constituido como núcleo aglutinador de la primera parte del relato, reincide en una guerra
similar narrada en las Sergas y, precisamente, a este fondo argumental se remitirán diversos
episodios del Lisuarte. Por citar sólo algunos ejemplos: si en el quinto libro se retrasa el
enfrentamiento entre cristianos y paganos mediante la irrupción de nuevos personajes,
pensamos en la reina Calafia de la Ínsula California, o el planteamiento de unas lides
individuales provocadas por el deseo de los desafiadores de adquirir fama, así como ocurre
en la justa que Calafia y Radiaro, soldán de Liquia, solicitan a Amadís y Esplandián, en el
séptimo nos volvemos a encontrar con una reina amazona, Pintiquinestra, que llega a
Constantinopla para ayudar a los paganos, y que junto al rey Armato y al rey Grifilante de la
Ínsula Salvagina desafían, respectivamente, a Calafia, al Emperador de Trapisonda y a
Amadís de Gaula. En ambas obras, el desembarco de las tropas paganas en las costas
griegas da lugar a varias escaramuzas entre sitiadores y defensores, batallas tras las cuales
los primeros están a punto de adentrarse tras los muros de la ciudad imperial. Cuando todo
parece estar perdido, sólo entonces5, se producen las llegadas triunfales de las flotas
cristianas que acuden en auxilio del Emperador de Constantinopla, refuerzos que llegan en
las Sergas desde la Gran Bretaña y en el Lisuarte de toda la Cristiandad y de la Ínsula Firme,
lugar de donde proceden los héroes que finalmente han sido desencantados.
Estos paralelismos podrían extenderse a otros motivos, e incluso a la afinidad que guardan
ambos relatos en la descripción de las contiendas6 o la utilización de frases y giros
expresivos delatan una familiaridad más que sospechosa. Pero el influjo literario de
Montalvo no se detiene aquí. Desde el momento en que la invasión pagana ha sido anulada
merced al arrojo y al saber hacer de los viejos y los nuevos protagonistas, el relato adquiere
un sesgo diferencial que sitúa la segunda parte de la obra en relación con el Amadís de
Gaula. Eso sí, curiosamente en el capítulo L, en la misma mitad de la obra, se produce esta
transición con una aventura que recuerda los esfuerzos de Rodríguez de Montalvo por
reescribir el supuesto final trágico del Amadís primitivo. Tanto en las Sergas como en el
Lisuarte se reitera el motivo folklórico del enfrentamiento entre el padre y el hijo, duelos
que en ambas obras están motivados por el empeño de los viejos héroes por revitalizar su
renombre y su fama frente a las cuotas de popularidad que están alcanzando sus
descendientes. Así como en el quinto libro Amadís le defiende el paso de un puente a
Esplandián (cap. xxviii) fingiendo cumplir una promesa, ahora serán Amadís y Esplandián
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quienes «por mandado de sus señoras» (f. 51r) dicen estar obligados a guardar un paso al
que llega un numeroso séquito de caballeros acompañando al rey Grasandor y la reina
Mabilia. Después de varias justas en las que los antiguos paladines se deshacen de sus
rivales, les tocará el turno a Lisuarte y Perión, personajes que darán buena cuenta de sus
posibilidades materializando el relevo generacional en el seno del estamento militar.
Relegadas a un plano secundario las disputas de carácter religioso y colectivo, y confirmado
el protagonismo de Lisuarte y Perión, las aventuras se hacen más individuales. Al mismo
tiempo, el nuevo héroe deviene un digno émulo sentimental de su abuelo Amadís. Como
él, el joven caballero va a ser víctima de los celos infundados de su amada Onoloria por la
mala interpretación de sus sentimientos hacia Gradafilea de un tercero. Al igual que su
modelo, Lisuarte aceptará los desaires de su señora dejándose llevar por la postración y sin
manchar en ningún momento la lealtad que le profesa. Con el Cavallero Solitario,
sobrenombre que adopta el protagonista tras abandonar Constantinopla, Silva resucita la
figura de Beltenebros. Uno y otro se alejarán de la corte en busca de la soledad, uno y otro
se verán prisioneros de una tristeza descomunal que les arrebata sus fuerzas7. Ambos, en
fin, defenderán a ultranza la devoción hacia su dama, un sentimiento que les ennoblece y
que llegará a inspirar al hidalgo de la Mancha en su retiro a Sierra Morena.
La descripción del protagonista como amante al estilo cortés conlleva el mayor empaque de
la temática amorosa en toda la obra y especialmente en lo que consideramos segunda parte.
Esta orientación no sólo influye en el desarrollo argumental de las relaciones entre Lisuarte
y Onoloria, y Perión y Gricileria. De forma similar al Amadís de Gaula, Silva vuelve a
plantear a través de la magia unas ordalías que ponen de relieve la superioridad bélica y
amorosa de la pareja Lisuarte-Onoloria. El episodio más significativo es el de los príncipes
encantados que el viejo gobernador de Sicilia Fristión acompaña primero a la corte de
Londres (cap. lxxix) y posteriormente a la de Trapisonda (cap. xc) para buscar al caballero y
la dama que logren romper el hechizo instaurado por Medea. Se trata de una aventura
destinada exclusivamente para quienes están enamorados y que, según el mismo Fristión
declara, es una empresa en cierto modo parecida a aquellas del Arco de los Leales
Amadores y de la Espada en el libro segundo del Amadís de Gaula. El triunfo de Lisuarte y
Onoloria en esta prueba subrayará la excepcionalidad de los amantes, justificando la
perentoria necesidad de la unión definitiva entre ellos. Y efectivamente, los esponsales
secretos entre Lisuarte y Onoloria, y Perión y Gricileria acontecen acto seguido (cap. xcvi).
El desarrollo de la ceremonia no tendría que guardar dependencia alguna con modelos
literarios precedentes. Sin embargo, es muy posible que el de Ciudad Rodrigo tuviera en
mente el encuentro narrado en el capítulo primero del Amadís entre el rey Perión y
Helisena. En ambos casos los enamorados se encuentran al abrigo de la noche, mientras
todos duermen. Si a Juan de Valdés le pareció un descuido que los progenitores del de
Gaula se contemplasen «a la lumbre de tres hachas» (l.I, cap.ii, p. 239), ¿qué hubiera dicho
cuando en el Lisuarte, «estando todo muy escuro, Lisuarte abriendo su manto, de su rica
espada salió tanto resplandor que quedó la cámara tan clara como si veinte hachas
encendidas estuvieran» (f. 109r)? Tras la promesa formal de matrimonio, las consecuencias
serán idénticas para las damas: Helisena, «quedando de allí adelante dueña»; Onoloria y
Gricileria, «aquellas que hasta allí donzellas avían sido fueron hechas dueñas» (f. 110v).
Con total seguridad Silva leyó los cinco libros del Amadís y se apropió de los motivos y
mecanismos narrativos que más se identificaban con sus presupuestos creativos. A punto
de finalizar el libro, el Emperador de Trapisonda, Lisuarte, Perión y Olorius son víctimas
del engaño de unas doncellas que, obedeciendo las órdenes de una dueña desconocida, los
transportan a un lugar indeterminado donde son hechos prisioneros. Mientras esto ocurre,
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Onoloria y Gricileria dan a luz a dos hermosos vástagos sin saber nada del paradero de sus
respectivos maridos. La historia queda proyectada hacia una nueva continuación. ¿No
ocurrió lo mismo cuando en los capítulos postreros del Amadís el rey Lisuarte fue también
burlado por una doncella que tras solicitar su ayuda lo traicionó?
A partir de la lectura Silva aprendió cuáles eran los resortes básicos de lo que se estaba
convirtiendo en una literatura cíclica. Pero este escritor no sólo habría sondeado para las
fechas de su Lisuarte en la tradición amadisiana. Algunos años después demostrará conocer
ampliamente otro de los textos capitales de la literatura peninsular con su Segunda
Comedia de Celestina. La influencia de Rojas le pudo llegar tiempo después de haber
escrito su primer relato caballeresco. No obstante, a pesar de que las huellas de La Celestina
no son tan fácilmente reconocibles, hay en el texto ciertos ecos que nos trasladan en esa
dirección. El más relevante estriba en la labor que como tercera ejerce Alquifa, una joven
que inicialmente parece corresponderse con la fiel Carmela de las Sergas, pero que de
manera paulatina toma a su cargo el acercamiento físico entre las dos parejas protagonistas.
Asimismo podrían aportarse semejanzas entre los encuentros nocturnos de Lisuarte y
Perión con sus respectivas amadas, y aquellos de Calisto y Melibea. Sin embargo, esta es
una cuestión que rebasa los límites de este trabajo8.
Aportaciones novedosas
Por mucho que se quieran significar las deudas del Lisuarte para con el Amadís y las Sergas,
no es menos cierto que en esta obra ya se apuntan algunos elementos que Silva desarrollará
en sucesivas continuaciones. Se trata de motivos puntuales que en primera instancia pueden
carecer de interés, pero que contextualizados en el conjunto de la narrativa de Silva
adquieren un sentido pleno. En el capítulo vi llega a la corte de Trapisonda una hermosa
doncella, cuya identidad descubre capítulos después el narrador, y previa petición de un
don se lleva consigo a Lisuarte. Gradafilea cumple órdenes de Melía, la cual desea vengarse
del Emperador de Constantinopla secuestrando al futuro héroe. Tras cumplir su empresa la
joven infanta se entera de que ha sido utilizada para perpetrar una traición en el caballero
del cual se ha enamorado rápidamente. Por eso, arrepentida de su participación en el
engaño y conocedora de la intención de Melía de matar a Lisuarte, decide liberarlo.
Mientras en el real pagano que se ha asentado en las inmediaciones de Constantinopla
todos duermen, Gradafilea se introduce en la tienda donde duerme su amado y le propone
la huida. Para ello, Lisuarte acaba disfrazándose con las ropas de la infanta, de forma que
cuando sale de la tienda ninguno de sus guardianes adivina el ardid (cap. xxv). Así, al
adoptar la personalidad de una apuesta doncella, Lisuarte se convierte en el primero de los
caballeros de Silva que por diversas circunstancias usan del travestismo, un recurso del que
el autor se va a servir para que sus personajes finjan tener un sexo distinto (caballero
disfrazado de mujer) o aparenten pertenecer a otro nivel social (caballero disfrazado de
pastor). En otro sentido, la aportación de Gradafilea, aunque es más decisiva en posteriores
continuaciones, también es digna de resaltar. Al igual que ocurría en las Sergas con
Carmela, Gradafilea apunta a ser una rival para Onoloria, pero en todo momento aceptará
deportivamente que su amado no la elija a ella sin renunciar nunca a la pasión que siente
por él. La importancia de esta fémina reside en su lealtad, pero también en que es una
criatura que Silva utiliza para complicar el desarrollo de las relaciones sentimentales de la
pareja protagonista, una tendencia que en libros posteriores conduce al planteamiento de
diversos triángulos amorosos con los consiguientes conflictos que ellos desencadenan.
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Una rápida ojeada a los personajes secundarios permite comprobar que Silva se muestra
netamente tradicional en la descripción de algunos tipos actanciales que tendrán gran
predicamento años más tarde en sus obras. Después de recibir la carta airada de su querida
Onoloria, Lisuarte cabalga hacia donde quiere llevarle su caballo. Cerca de una fuente,
vio tres pastores que a la fuente venían tornar fuyendo como lo vieron. Él los llamó
diziéndoles que no oviessen miedo. Ellos, con aquello assegurándose, fueron a la fuente e,
sentándose, sacaron de comer de lo que para sí traían. Dixeron al cavallero si quería comer.
Él, que bien menester le era, más por no se dexar morir que por voluntad que lo tuviesse,
dixo que sí. Ellos le dieron de lo que para sí tenían. Él gelo agradesció [e] comió d’ello, pero
no mucho. Los pastores lo miravan muy espantados de su grandeza y hermosura. De que
ovieron comido, beviendo del agua de la fuente, se despidieron del cavallero (f. 58r).
Los pastores de Silva son todavía simples personajes de encuentro, cuya ascendencia social
determina su cobardía. No gozan todavía de la trascendencia que a partir del Amadís de
Grecia poseerán criaturas como Darinel. Por el contrario, sí que podemos hallarnos con un
personaje anónimo que tiene una participación breve pero interesante. Lisuarte navega en
una barca hasta llegar a la Ínsula del Castillo de la Roca. En la costa se topa con una
embarcación de cristianos medio anegada y con sus tripulantes ahogados. La curiosidad le
lleva a inquirir más datos del suceso. Los conseguirá gracias a la información que le
suministra un villano, según el cual los jayanes del Castillo de la Roca han llevado presos a
su fortaleza a un rey y a algunos miembros de su séquito. Mientras el caballero está ansioso
por acometer una nueva empresa en la que la verdad prevalezca sobre la traición, su
interlocutor no sólo intenta disuadirle de su empeño, sino que le indica el camino más
idóneo para llegar hasta el alcázar. Así las cosas, Lisuarte inicia la ascensión en la áspera
peña cuando se apercibe de que también él está siendo víctima de un engaño. El que se
había comportado como generoso informante, ahora resulta ser un ladrón de caballos e
individuo burlón:
E apeándose de su cavallo, dexando la lança, tanta gana llevava de saber quién era el rey
que preso iva que en poca pieça subió por los passos fasta la mitad de la peña. Allí llegando,
oyose dar bozes de abaxo. Él miró por ver qué sería, e vio el hombre que allí lo guiara
encima de su cavallo que le dixo:
-Cavallero, si allá os preguntaren por mí, dezid que en vuestro cavallo voy a dar nuevas
de vuestra locura (f. 64r).
Puesto que no es momento para abandonar su tarea para castigar al infractor, Lisuarte
aparca momentáneamente este affair y llega al castillo donde logrará liberar al rey Amadís y
a la reina Oriana. Una vez ha cumplido su misión, regresa a su barca y cuál es su sorpresa
que vuelve a toparse con el ladrón que, no contento con el caballo que le ha robado, sigue
hurgando en sus pertenencias:
El cavallero anduvo tanto que, llegando a la orilla de la mar, vio su cavallo estar a la costa y
el hombre que lo traxera dentro en su barca furtando de lo que en ella venía. Él fue tan
alegre de verlo como si ganara un castillo. E poniéndose mano a la espada, saltando en la
barca muy presto le dixo:
-Don villano, yo os amostraré a burlar a otros tales como vós e no a los cavalleros que
van a fazer lo que deven.
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El villano con el miedo quísose echar en el agua, mas él le alcançó con la punta del
espada por las espaldas que todas gelas abrió. El villano murió luego (f. 66v).
El episodio se resuelve con la muerte del burlador, un personaje cobarde que en cierto
modo preludia a ese cuatrero ladrón de caballos que en la Tercera parte del Florisel de
Niquea llevará de cabeza con sus ardides y engaños a los principales caballeros de la obra.
Eso sí, Fraudador de los Ardides se destacará por su astucia y por unos actos que dan pie a
la risa y el humor. De momento, el villano del Lisuarte no posee todavía estas
potencialidades narrativas y acaba muriendo. Por el contrario, años después, tras percatarse
de la dimensión humorística de Fraudador, Silva no castigará sus fechorías con la muerte,
sino que las burlas y castigos se irán sucediendo y alternando en una atmósfera donde el
infractor no necesariamente debe ser eliminado.
Aparte de los aspectos citados, el elemento quizás más novedoso del relato estriba en la
dimensión lúdico-cortesana de varios de sus episodios. Si a lo largo de sus aventuras los
caballeros arriesgan su vida, también hay ocasiones en que el ejercicio de las armas tiene
una finalidad deportiva. Tras su llegada a la Gran Bretaña, sabedores de la celebración de la
festividad de Pentecostés en la corte del rey Amadís, Lisuarte y Perión se presentan de
incógnito ante el monarca y le proponen lo siguiente:
que nosotros dende el día de Pentecostés después de comer hasta el domingo venidero
adelante por honrar la fiesta que a estos buenos cavalleros que has de armar quieres hazer,
mediante este tiempo nosotros mantendremos justa a todos los cavalleros que con
nosotros quisieren justar (ff. 80r-81v).
Los protagonistas están dispuestos a «honrar la fiesta» de la mejor forma que saben. Esto
es, plantean unas justas en las que la voluntad conmemorativa y el objetivo de divertir a los
cortesanos prevalecen sobre cualquier otra motivación. Prueba de ello es el título del
capítulo siguiente (lxviii), en el cual queda patente que los personajes se hallan involucrados
en un ambiente festivo: «De cómo estando el rey Amadís con los cavalleros, el Solitario y el
Alemán, con todos los otros grandes señores entendiendo en la fiesta, entró el príncipe
Olorius de España e …». Situados en este contexto, las justas tienen lugar durante el día en
el palenque preparado ex professo para ellas. Pero, también es posible que la noche guarde
alguna sorpresa más. En los palacios de Fenusa se presentan dos paladines, que luego
reconocemos como Calafia y Pintiquinestra, acompañados de un séquito singular de
músicos y arqueros. Su intención está clara. Como no han podido llegar antes, ahora
solicitan poder probarse con Lisuarte y Perión, de modo que la aventura sirva para
«regozijar la fiesta de la sala e dar que ver a estas señoras» (ff. 85r-86v). Poco a poco los
acontecimientos cobran un sesgo espectacular que se confirma cuando, aceptada la lid, los
contendientes toman sus armas y:
el cavallero qu’el bastón traía los hizo hazer una muela, tomando en medio los cuatro
cavalleros, bueltas las espaldas hazia ellos, los arcos frechados con sus saetas, empeçaron
andar como en dança dando muy grandes alaridos. Las trompas e los clarines todavía
sonando, los cuatro cavalleros començaron luego su batalla de las espadas, andando la
muela de los arqueros como tengo dicho con grandes alaridos. Los cuatro cavalleros se
ferían por todas partes con tanta priessa e fuerça que parecía ser batalla de veinte
cavalleros. No hazían otra cosa sino darse muy grandes golpes unos a otros, que de las
espadas e yelmos fazían salir llamas de fuego tanto e tan continuo que parecían quemarse.
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El ruido que los cuatro cavalleros hazían sin cessar e con las bozes que los de la muela
davan andando todavía en torno la sala toda hazían estremecer. Los reyes e reinas e
cavalleros que en la sala estavan a la lumbre de las muchas antorchas los miravan y estavan
todos como atónitos. ¿Qué vos diré?, qu’el ruido fue tan grande que en poco espacio todos
los más de la villa fueron allí juntos (f. 86v).
Ya no sólo se trata de suscitar el interés mediante la demostración del ardimento
caballeresco, sino que se recurre al concurso de la música y la danza para magnificar las
dimensiones lúdicas del combate armado, de una justa que en todo caso «más se haze para
plazer que para enojo» (f. 86r). La gratuidad del suceso queda patente. Y de la misma
manera cabrá intrerpretar la metamorfosis del propio sabio Alquife en un caballero con
armas verdes durante el último día de las justas. A punto de que éstas lleguen a su fin, este
extraño personaje logra derrotar consecutivamente a Perión, a Lisuarte y al rey Amadís.
Después de su éxito,
De donde los cavalleros se combatían pareció una nuve tan negra y espessa que no podían
ver cosa alguna ninguno de los que los miravan, assí los cavalleros que se c[o]mbatían
como el rey Amadís y el Cavallero Alemán que cabe ellos estavan por mirar la batalla. Pero
en un punto la nuve fue desfecha, el rey Amadís e los dos cavalleros parescieron en sus
cavallos cavalleros, y el cavallero verde tornado aquel honrado viejo Alquife encima un
palafrén blanco […]. Todos los que los miravan e assí ellos mesmos les tomó una gran risa
viendo la burla que se les avía hecho (f. 89v).
A ser posible, Silva echará mano de todos aquellos efectos que contribuyan a la diversión
de unos entes ficcionales que gozan de los actos de heroísmo, pero que, al igual que los
hombres del renacimiento español, también se apasionan por la burla y la risa. En esta
tesitura la magia adquiere una dimensión teatral evidente. Como artificio e ilusión visual
que suscita las más distintas reacciones ante un público que se distrae en su contemplación,
las connotaciones escenográficas de la maravilla asumirán un mayor predicamento en los
relatos posteriores del escritor de Ciudad Rodrigo. No obstante, en el Lisuarte ya queda de
manifiesto la estrecha conexión entre ambos elementos. Por eso, cuando terminan las
justas de las que Lisuarte y Perión han salido victoriosos, el rey Amadís se dirige a la maga
Urganda y le ruega lo siguiente:
Lo que yo quiero que por mí hagáis es que mostréis aquí alguna cosa de vuestro saber con
que nos deis a todos plazer e autorizéis nuestra fiesta (f. 89r).
La imaginación y la inventiva de los magos se convierte de pronto en medio idóneo para la
diversión. Los sabios encantadores devienen improvisados maestros de ceremonias y
artífices de un fasto teatral que impregnará tanto la literatura caballeresca como las
manifestaciones festivas que tendrán lugar en muchas cortes y palacios aristocráticos
durante el siglo xvi peninsular9.
Estructura
A diferencia de las continuaciones inmediatas del Amadís, esto es, las Sergas de Esplandián
y el Florisando, el Lisuarte de Grecia se presenta desde el mismo título con una
característica distintiva: no hay un sólo protagonista sino dos, Lisuarte y su tío Perión de
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Gaula. Este hecho afectará a la estructura del relato, al tiempo que arroja cierta luz sobre la
conciencia creadora del autor. Mientras Rodríguez de Montalvo reescribió la versión o
versiones medievales del Amadís llevado por una voluntad unificadora que acabaría
materializándose en las Sergas con la existencia de un único protagonista, alrededor del cual
giraba la gran parte de su argumento, Silva procede de forma diferente. El final abierto del
libro quinto de la saga le permitía retomar a su antojo los hilos que quedaban pendientes.
El encantamiento de Amadís, Esplandián y los principales monarcas de los cinco libros
anteriores en la Ínsula Firme posibilitaba la irrupción de un nuevo caballero que volviera a
reeditar hazañas pasadas, pero el de Ciudad Rodrigo no se conformó con esto e introdujo
un segundo héroe. Entonces se le presentaba un problema al que ya habían tenido que
responder los autores medievales de extensos ciclos caballerescos. Ante la dificultad de
enlazar las aventuras de sus numerosos personajes, escritores de obras como La búsqueda
del Santo Grial recurrieron a soluciones como esta: «After all, we cannot reasonably be
expected to make every adventure more dificult than the previous one when their number
runs to several thousand. The principle of gradation was thus replaced by the principle of
textual variety. In accordance with this principle, each Knight’s character asumes a
differentiating function: each biographical line has some distinctive coloring»10. Silva, por
su parte, no renuncia a ninguna de las estrategias aludidas. Por un lado, deja patente la
superioridad de Lisuarte sobre Perión en varias ocasiones. Así, por ejemplo, la gradación
entre ambos se establece cuando durante la batalla en Constantinopla contra los paganos
dice el narrador que mientras Lisuarte mata a sus adversarios de quince en quince, Perión lo
hace de doce en doce (f. 33v). Esta ventaja se puede traducir implícitamente en otros
episodios. Si la investidura de Perión apenas alcanza algún relieve, la de Lisuarte, descrita y
narrada con mayor profusión, sirve, además, para deshacer los encantamientos de la Ínsula
Firme. O, más aún, Lisuarte consigue el éxito total en la Aventura de los Príncipes
Encantados, posibilidad que se le niega a su tío11. Pero Lisuarte no sólo es superior a
Perión, ellos también son diferentes en el plano sentimental. Como ya se ha dicho, Lisuarte
no quiebra en ningún momento su dependencia de Onoloria, aunque ella dude de su
lealtad. Por el contrario, Perión se sitúa del lado del Galaor de los primeros libros del
Amadís y goza durante un tiempo de los favores sexuales de la Duquesa de Austria dejando
en suspenso las obligaciones contraídas con Gricileria.
Este doble protagonismo ¿cómo afecta a la estructura del relato? Lógicamente en una
menor cohesión y unidad narrativa, algo a lo que también contribuye la voluntad de
amplificar la historia con la irrupción de nuevos personajes o la reaparición de otras figuras
de libros anteriores12. Aun así es posible encontrar en el discurso una cierta lógica interna
que describe un vaivén de movimientos climáticos seguidos de su correspondiente
anticlimax, organización estructural heredada del Amadís de Gaula13 y desarrollada con
menor destreza. La primera parte del Lisuarte es la más uniforme en tanto que tiene un
núcleo aglutinador, el asedio pagano de Constantinopla, del que dependen la mayor parte
de los movimientos actanciales. Con dicho motivo argumental como referencia, Lisuarte y
Perión intentan aproximarse, pero no lo consiguen porque la intervención de dos doncellas
impide tal posibilidad. Mientras Alquifa se lleva consigo a Perión (cap. i) para ser ordenado
caballero en Trapisonda y posteriormente liberar al mago Alquife (cap. v), Lisuarte llega a
Trapisonda en busca de su tío, pero, tras solicitar un don, la hermosa infanta Gradafilea
protagoniza involuntariamente su secuestro (cap. vii). Se trata de la primera crisis biográfica
del futuro héroe que cae prisionero de la sabia Melía. Cuando está a punto de ser quemado
por los paganos, el hijo de Esplandián recupera la libertad gracias a la actuación de
Gradafilea, asimismo enamorada del protagonista (cap. xxv). Tras escapar a la grave
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situación en que se hallaba, Lisuarte es investido caballero en Constantinopla, coincidiendo
con el inicio del asedio de los ejércitos infieles a la ciudad imperial (cap. xxvii). A partir de
aquí, con algunos episodios bélicos intercalados con carácter retardatario, el relato sigue de
cerca el desarrollo de una gran contienda colectiva en la que Lisuarte y Perión se revelan
como elementos imprescindibles para la supervivencia de la propia Cristiandad (caps.
xxviii-xlix).
Más que necesarios, los protagonistas se convierten en los líderes de la caballería en el
capítulo l derrotando a sus padres respectivos en un paso de armas que estos fingían
mantener. Al consumarse el relevo generacional, pasamos al segundo bloque argumental de
la obra. Las aventuras se tornan más individuales y los hechos de Lisuarte y Perión, ya se
desplacen juntos o por separado, se engarzan de forma más arbitraria, siendo ahora más
notable la tendencia a la acumulación y la yuxtaposición de acontecimientos. Si la victoria
cristiana en Constantinopla se constituía en un clímax narrativo, la postración amorosa de
Lisuarte en el capítulo lii abre un proceso de rehabilitación que se desarrolla en tres
aventuras consecutivas con un denominador común: la liberación de tres personajes con
cierta trascendencia narrativa. Después de que el destino o la magia le tienen reservadas
unas armas nuevas y una barca en la que desplazarse, el héroe adopta el sobrenombre del
Caballero Solitario. En alta mar combate con unos corsarios que llevan prisionera a Alquifa
y libera a su doncella. Acto seguido, la embarcación lo conduce hasta la Ínsula de las
Sierpes (cap. liv), lugar en cuyo castillo rescata a Gastiles y Tartario, víctimas de los engaños
de una dueña sobrina del rey Armato. Poco después, también vía marítima, es transportado
hasta otra ínsula, en este caso la del Castillo de la Roca, paraje en el que, tras pelear contra
unos jayanes, logrará liberar al rey Amadís, a Oriana, a Gandalín y a Angriote de Estraváus.
La progresión de las tres aventuras es netamente ascendente, según la condición de los
beneficiarios, y evidencia la recuperación del caballero después de haberse llegado a
plantear la posibilidad de retirarse del mundanal ruido.
Las hazañas de Lisuarte se alternan a continuación con las aventuras de Perión cuya
colaboración ha solicitado la Duquesa de Austria. Los capítulos lix-lxi suponen un pequeño
bloque narrativo que sirve de contraste con los anteriores, en tanto que las andanzas
amorosas de Perión con la duquesa ponen de relieve la integridad amorosa de Lisuarte. Una
vez ha quedado constatado el carácter diferencial de los protagonistas, estos se vuelven a
juntar después de un encuentro fortuito en el que ambos pelean sin reconocerse (cap. lxii).
A partir de este instante, juntos y en compañía de Alquifa, el desarrollo de la obra responde
a una motivación externa que se concreta mediante el recurso de las tormentas en alta mar.
Aunque los dos caballeros pretenden viajar hasta Trapisonda para ver a sus amadas, la
fortuna los llevará primero a la Gran Bretaña (cap. lxiv), y luego al puerto de Cartago (cap.
lxxxii), precisamente en el momento en que más se necesita de su auxilio, ya que las tropas
africanas del Miramamolín de Marruecos pretenden conquistar España.
Cuando finalmente Lisuarte y Perión arriban a Trapisonda y se reúnen con sus amadas, el
discurso se dirige hacia un nuevo clímax. Solucionado el malentendido que había
provocado la postración amorosa de Lisuarte, este caballero y su tío alcanzan la tan
esperada recompensa a sus cuitas sentimentales. El matrimonio secreto de ambos con
Onoloria y Gricileria (cap. xcvi) hace presagiar un típico happy end. Sin embargo, como ya
se ha dicho en otro lugar, Silva aprendió de Montalvo algunas tácticas novelescas que el
género caballeresco cultivará hasta la saciedad. Durante una cacería, el Emperador de
Trapisonda y Perión primero, y Lisuarte y Olorius después, caen en las redes de una dueña
anónima. Son aprisionados y conducidos hasta un lugar desconocido. El movimiento
anticlimático, sin embargo, se proyecta con visos de futuridad. Onoloria y Gricileria han
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quedado embarazadas y dan a luz, con la ayuda de unas doncellas, a dos hermosos
donceles. Mientras la actitud temerosa de Garinda da pie a que el hijo de Lisuarte, Amadís
de Grecia, caiga en manos de unos corsarios, Silva ha creado unas virtualidades que
deberán desarrollarse en una crónica posterior.
Aunque tuvo que transcurrir más de una década hasta la impresión del Amadís de Grecia,
el final abierto del Lisuarte responde a un designio claro del autor de continuar con la saga
amadisiana14. Cuando en las líneas finales de la obra alude el narrador a la tristeza de
Onoloria y Gricileria por la extraña ausencia de su padre y sus amados, «que les turó mucho
tiempo, según que en la grande historia de Amadís de Grecia complidamente parescerá»,
debemos entender este adelantamiento como un ardid propagandístico de un autor que, al
tiempo que escribe, se atribuye una mayor responsabilidad como historiador de la
verdadera historia del linaje amadisiano. Es por ello que, después de conocer del éxito de su
primera continuación, en el Amadís de Grecia acusará a Páez de Ribera y a Juan Díaz de
haber alterado la verdad de la historia en el Florisando y el Lisuarte de Grecia. Aquél que
empieza imitando a Montalvo, cada vez más se identifica como el único continuador serio
del medinés, y tal como ocurrirá años más tarde se reserva el derecho de rivalizar
directamente con su maestro.
Temática
Como ocurre con la mayoría de los textos caballerescos es posible estudiar el Lisuarte a
partir de tres grandes bloques temáticos: el hecho de armas, el motivo sentimental y el
componente fantástico y maravilloso. Un breve análisis de estos temas completará la visión
parcial que hemos ofrecido hasta aquí, contextualizando por lo demás aspectos ya aludidos.
En cuanto a la aventura caballeresca, desde el primer momento se evidencia que el séptimo
de la serie es un libro que se desmarca de la propuesta de una caballería ortodoxa esbozada
en las Sergas y en el Florisando. Lisuarte y Perión no son ni mucho menos caballeros
cruzados, únicamente inspirados por una voluntad de combatir o convencer al infiel. Es
verdad que uno y otro colaboran decisivamente en la victoria de los ejércitos cristianos en
Constantinopla contra las tropas del paganismo, es verdad que su participación junto a tres
príncipes más en Córdoba contribuye de manera destacada en el triunfo de los españoles
contra los ejércitos invasores del Miramamolín de Marruecos, pero estas empresas contra el
infiel no van acompañadas de un programa de actuación que tenga como objetivo
primordial la cruzada y la guerra religiosa contra el pueblo pagano. Buena prueba de ello es
que los protagonistas no emprenden ninguna campaña santa en territorio enemigo15, ni
mucho menos lideran a un grupo de caballeros con una idéntica vocación militante. Uno y
otro piensan rivalizar con sus progenitores en la ansiada búsqueda de la fama, pero su estilo
caballeresco no presenta rasgos distintivos que aporten alguna novedad. Ellos son
caballeros andantes cuya misión en el universo de la fábula es castigar las infracciones
contra el orden social, y cuando no se trata de resolver cuestiones ajenas se dedican a
exhibir su destreza en torneos públicos que ponen de relieve su superioridad.
Antes incluso de ser armados caballeros, Lisuarte y Perión dejan constancia de su carácter
altruista. Serán sendas doncellas las que requieran sus servicios conduciéndolos por
caminos muy diferentes. Mientras Alquifa se lleva consigo a Perión para que, después de
recibir la investidura a manos del Emperador de Trapisonda, intente rescatar al sabio
Alquife, Lisuarte será víctima de una traición maquinada por Melía y que tiene a Gradafilea
como instrumento involuntario. La conducta cortés de los protagonistas les puede llevar a
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situaciones extremas; sin embargo, el peligro es consustancial a la existencia del caballero.
Por tanto, Lisuarte y Perión asumen su rol conscientes de las dificultades que se verán
obligados a soportar a lo largo de sus andanzas. Así las cosas, el Lisuarte de Grecia nos
devuelve la figura del caballero andante cuyo movimiento viene determinado por la
actuación de algún mago, las inclemencias de la fortuna o las imprevistas aventuras que le
asaltan en su camino. Auxiliando al viejo emperador griego, al rey Amadís, a la Duquesa de
Austria, a Alquifa y a tantos otros personajes que pueblan la ficción, los protagonistas
cumplen con ese código ético ancestral de la caballería y se labran un renombre que les
permitirá rivalizar con la fama de sus antepasados. Este último parece ser el objetivo
principal que guía los pasos del hijo de Esplandián, aunque hay un momento en que el
amor influye de forma determinante en su trayectoria. La confusión que provoca el enfado
de Onoloria está a punto de abocarlo al abandono total. Durante unos capítulos Lisuarte se
plantea renunciar a la caballería, llora angustiado por la enemistad que le promete su dama y
se deja llevar casi por la inercia. Es entonces cuando el personaje emula a su abuelo Amadís
y se conduce como caballero enamorado: fiel a los designios de la amada y defensor de la
superioridad femenina. Superada esta crisis sentimental, serán otras las razones que separen
la faceta amorosa y caballeresca del héroe, un individuo que Silva describió como imitador
del modelo por excelencia de la saga.
De acuerdo con lo expuesto, el motivo amoroso juega un importante papel en la obra.
Lisuarte y su tío están enamorados de las dos princesas de Trapisonda, las hermanas
Onoloria y Gricileria. En ambos casos la pasión surge a primera vista, y paralelamente los
dos caballeros obtienen el premio anhelado hacia el final de la obra en un matrimonio
secreto o de palabra que contraen juntas ambas parejas. Eso sí, hasta llegar a ese momento
la trayectoria sentimental de los enamorados no siempre discurre por la misma senda. En
principio, el tema sentimental se describe según los dictados de la retórica cortesana
imperante, muchas veces de forma tópica, en estos libros. Si bien el amante no experimenta
un proceso purificador que le ennoblezca progresivamente, ya que los personajes apenas
cambian a lo largo de la obra, sí que es posible advertir elementos característicos del amor
cortés. Tal vez, los más importantes son los que se reflejan en el ejemplo siguiente. Lisuarte
asiste al oficio de la misa junto con sus compañeros. Allí contempla ensimismado la belleza
de Onoloria y de sus damas de compañía. Entonces,
Lisuarte que las mirava dixo a Florestán:
-Buen amigo, ¿qué vos paresce de aquellas donzellas?.
-Parésceme, -dixo él-, lo que nunca vi, que pienso que en el mundo no se hallarían otras
tales.
-Escusado es hablar en esso, -dixo Parmíneo-, que si pagano fuera, yo pensara ser estos
los dioses que ellos adoran.
Lisuarte se sonrió e dixo entre sí:
-Aunque yo no lo soy, por tal tengo yo a mi señora (f.12v).
Del mismo modo que otros famosos personajes literarios como Calisto, Lisuarte proclama
abiertamente su dependencia de la amada a quien convierte en una diosa a través de la
hipérbole sacroprofana. Una devoción y un culto que podrían tener un carácter herético
desde que el caballero pronuncia su deseo en un lugar sagrado. Pero nada más lejos de la
realidad. La obediencia del protagonista es equiparable a la de Amadís16, un paralelismo
que se pone de manifiesto, tal y como se ha dicho anteriormente, cuando Lisuarte sufre
como su abuelo las iras de su amada y como él reacciona retirándose de la corte para
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refugiarse en la soledad de los montes. La postración está a punto de convertir al caballero
en uno de esos locos enamorados que en otras continuaciones de Silva serán objeto de
burla17. Aquí, sin embargo, la desesperación de Lisuarte, lejos de ridiculizarle, enfatiza su
idílica actitud, la de un decidido defensor de las virtudes femeninas. Esta conducta
contrasta con la de su tío Perión, quien cede con presteza a los arrebatados impulsos
sexuales de la Duquesa de Austria, apartándose de las normas cortesanas al contravenir la
obligada lealtad a la dama. A pesar de que Perión dice corresponder inicialmente a la
Duquesa de Austria movido por un sentimiento de generosa piedad, el relato no deja lugar
a dudas y durante cierto tiempo el caballero disfruta carnalmente con ella, abandonándola
cuando considera que su relación con Gricileria puede estar en peligro. Algo que nunca
ocurrirá, porque para eso está en la obra el personaje de Alquifa. Esta activa doncella
asume diversos papeles, desde sanadora hasta camarera, pero principalmente embajadora,
confidente y tercera. Los caballeros le confían sus secretos y ella suple la distancia que a
ellos les separa de sus damas o la timidez que a veces expresan mediante una constante
iniciativa. Su colaboración es decisiva para que la empresa sentimental de los protagonistas
llegue a buen puerto. A pesar de su juventud, sus habilidades permiten catalogarla en la
distancia como personaje celestinesco. Eso sí, su actuación siempre será desinteresada y no
planteará en ningún momento cuestiones de interés pecuniario.
Gracias a la intervención de Alquifa la comunicación entre las dos parejas nunca se
interrumpe, y gracias a sus solicitudes los caballeros pueden citarse por la noche con sus
amadas, viéndose secretamente detrás de unas rejas. En los postreros capítulos de la obra,
cuando todo ya está encauzado, Lisuarte dejará a un lado su timidez y ofrecerá su palabra a
Onoloria para obtener la esperada recompensa a sus cuitas. Finalmente, los suspiros, las
lágrimas, toda la faceta más femenina del caballero, queda olvidada merced a la
consumación física del amor.
Silva ha recobrado el espíritu que alentaba en los primeros libros del Amadís, pero sin
olvidarse de la trayectoria amorosa de Esplandián. De la conjunción de ambos universos ha
resultado la figura de Lisuarte: confesado servidor de su amada y amante tímido en
ocasiones que necesita del auxilio de una tercera para acercarse a su diosa. De nuevo, la
labor de síntesis se revela en este tema una tarea básica, afirmación que trasladaremos al
análisis de los motivos maravillosos de la obra.
El componente fantástico de la obra está íntimamente relacionado con la sabiduría y la
intervención de diversos sabios. Algunos de ellos han aprovechado sus facultades
adivinatorias para instituir desde un remoto pasado unos encantamientos y unas pruebas
destinadas a glorificar a los protagonistas. El sabio Apolidón, artífice de los prodigios de la
Ínsula Firme en el Amadís, dará nueva muestra de sus habilidades cuando durante la
ceremonia de investidura de Lisuarte se sucedan unos hechos espectaculares que ponen a
prueba al héroe, al tiempo que contribuyen a acabar con todos los hechizos hasta entonces
vigentes en la ficticia geografía del discurso. También se remontan a un pasado
indeterminado las prácticas de la legendaria Medea, responsable de la aventura de los
príncipes Alpatracio y Miraminia, ordalía que a la postre servirá para celebrar la ejemplar
superioridad en amores de Lisuarte y Onoloria.
De las Sergas de Esplandián procede la figura de Melía, infanta pagana que «era tan vieja,
que más por sus encantamientos bivía que por razón ni natura» (f. 35r). Se trata de una
mujer violenta que actúa como instigadora del nuevo asedio infiel sobre Constantinopla y
desea matar al que sus pronósticos le dictan que será su principal enemigo, de ahí que
maquine el secuestro de Lisuarte. Confiada en sus poderes, le envía al Emperador de
Constantinopla una carta de desafío con una espada ardiente que se levanta en el cielo
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griego para quedar allí suspendida. Sin embargo, sus deseos pronto se ven truncados.
Durante su investidura Lisuarte arranca la espada que un león tiene atravesada en sus
pechos y Melía, metamorfoseada en horrible vestiglo, muere para siempre. Su desaparición
es un claro síntoma de que esta crónica discurre por caminos distintos a los de las Sergas. Si
allí la oposición entre cristianos y paganos se veía complementada con la dualidad Urganda
vs Melía, en este relato la oposición religiosa deja de ser operativa desde la perspectiva
temática y argumental, de modo que Melía muere porque carece de una funcionalidad
definida. En su lugar cobra protagonismo un nuevo sabio: Alquife. La descripción de este
personaje reincide en aspectos que ya habían sido utilizados en libros anteriores, pero, a su
vez, posibilita el empleo de un recurso del que se servirán otros autores para singularizar a
sus magos. Por un lado, a pesar de las facultades todopoderosas de Alquife, este viejo
encantador de larga barba blanca no puede controlar totalmente la realidad, entre otras
cosas porque, como señala la propia Urganda, por muchas que sean sus habilidades estos
seres nunca podrán compararse con Dios, que «es más poderoso e sabe mejor lo que haze
que acá lo que hazemos» (f. 36v). Por eso, al igual que Urganda en el Amadís o las Sergas,
Alquife no puede evitar que el gigante Brutillón lo capture y lo conduzca encadenado en un
carro. Sus carencias propiciarán la intervención de Perión en su auxilio, tarea tras la cual
Alquife va a poner sus conocimientos al servicio de los protagonistas. En otros episodios
Alquife sigue siendo una repetición de Urganda. Mientras ésta provocaba la admiración de
los personajes en el Amadís y las Sergas con la invención de la fusta serpentina, Alquife
hará lo mismo con una carraca «hecha a la manera de la Ínsula Firme» (f. 34r) que
transporta hasta Constantinopla a los reyes que en dicho lugar fueron encantados en el
libro quinto, y con otra nao excepcional en la que arriba a la corte de Amadís la maga
Urganda (cap. lxxi). Si ella tiene su morada en la Ínsula no Hallada, Alquife es señor de la
Ínsula de la Ximia, otra isla singular así llamada porque sus habitantes son monos que el
mago recluta para convertirlos en hábiles marineros que le acompañan a él o a su hija
Alquifa.
La originalidad del mago estriba en la aparente superioridad que mantiene sobre Urganda.
Del mismo modo que los escritores enfatizaron distintos rasgos para diferenciar a sus
héroes, los magos contrastan por su sexo (encantador/encantadora), por su orientación
religiosa (cristiano/pagano) o por el lugar que ocupan en una imaginaria jerarquía que se
encarga de establecer el escritor. Esto último es lo que nos dice Urganda cuando, después
de relatar su viaje a la Ínsula de la Ximia, se identifica como discípula y admiradora de
Alquife, aquél del que «ninguno puede pensar cuánto es el su saber»:
Allí estuve dos meses hablando con él muchas cosas, faziendo muchas esperiencias muy
agradables de ver e no menos espantables, donde yo que tenía pensado que no podía aver
más saber de lo que yo tenía, aprendí tanto que me parece que nada no sabía (f. 84v).
En tanto que esta opinión procede de un personaje altamente autorizado en los saberes
mágicos, su testimonio merece toda la credibilidad posible, aunque este hecho venga a
modificar las expectativas de los demás seres de la ficción:
Todos quedaron espantados de lo que oyeran dezir a Urganda, porque todos pensavan que
por nascer estava quien pudiesse igualar al su saber.
En virtud de las facultades que le atribuye Silva, este sabio es junto a Urganda un auxiliar
reputado de los caballeros protagonistas. Con sus dotes adivinatorias y su facilidad para
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metamorfosearse interviene en situaciones donde la vida de los héroes corre un serio
peligro o en momentos en que debe encaminar la trayectoria de alguno de ellos por el
camino más adecuado. Durante la gran batalla en Constantinopla contra los paganos se le
aparece milagrosamente, bajo la forma de un anciano, al rey Amadís para avisarle de que
sus hijos y su nieto están en un grave aprieto (cap. xliv). Capítulos después aparece envuelto
en una nube para separar a Amadís y Esplandián de Lisuarte y Perión que están enzarzados
en un duelo que parece tener funestas consecuencias (cap. l). Asume la forma de un doncel
para animar a Lisuarte en su postración amorosa y dirigirlo hacia el lugar donde el caballero
encontrará unas nuevas armas y una barca que le transporte (cap. liii). Bajo ese mismo
disfraz, le vaticina a Amadís durante una cacería próximas desgracias para los miembros de
su linaje (cap. lxxxii). Así pues, siempre incansable ayudante de la familia amadisiana, este
mago va acaparando poco a poco el protagonismo del que Urganda disfrutaba en libros
anteriores. A pesar de ello, Silva no está dispuesto a renunciar a la figura de la Desconocida
y por ello imagina una curiosa solución narrativa que situará a los dos sabios a un mismo
nivel. En agradecimiento a los servicios que ellos le han prestado, Amadís decide casar a
Alquife y a Urganda (cap. lxxviii). Aquí no importa tanto el sentimiento amoroso entre la
vieja pareja de encantadores, sino la recompensa que ambos obtienen y que les convierte al
mismo tiempo en eternos aliados de la caballería. La simbiosis entre el mundo de las armas
y el mundo de la magia es casi total. De ahí que no deberá sorprender, como se ha dicho en
páginas anteriores, que los magos pongan sus conocimientos al servicio de la diversión
cortesana o utilicen sus prodigios para sorprender y admirar a los demás.
Con un carácter eminentemente literario, la maravilla campea a sus anchas por las páginas
del Lisuarte: naves que parecen arder, espadas fabulosas, serpientes de dimensiones
colosales, salvajes, unicornios, personas que temporalmente aparecen convertidas en
estatuas de piedra, manos que vuelan sin brazos que las dirijan, encantamientos todos que
seguro serían agradables a los lectores, cuya respuesta favorable a la publicación de este
libro animó al escritor de Ciudad Rodrigo a proseguir en sus continuaciones futuras con
más y más quimeras y hechizos inauditos.
Narrador, historiador y manuscrito encontrado
Aparte de las reflexiones del autor sobre la «fama perecedera» y aquella más meritoria de la
«eterna gloria», en el Prólogo del Lisuarte hay argumentaciones interesantes sobre
historicidad de las crónicas. Del mismo modo que ya hacía Montalvo, también Silva
reconoce la ficcionalidad de muchas historias: «pues muchas historias tenidas por
verdaderas, en la verdad son compuestas e fabulosas» (f. 3v). Sin embargo, esta condición
no siempre es un demérito. En principio, «porque las crónicas que por verdaderas tenemos,
aprovadas en la realidad de la verdad, passaron no tan ciertas como leemos escriptas
muchas cosas d’ellas, e otras cosas d’ellas que admirables parecen e por razón duras de
creer, son verdaderas». Pero, principalmente, porque Silva entiende «que todas las cosas
donde buenos exemplos se puedan tomar no se deven dexar de oír, puesto que fabulosas
sean», y porque las fábulas sabrosas están escritas en un estilo que permite reconocer los
«buenos exemplos» tanto «a los dotos como a los que no son».
Basándose en el provecho que pueda extraerse de la literatura y subrayando de antemano la
dimensión ficticia de su obra, Silva se acoge al tópico del manuscrito encontrado y finge
convertirse en su traductor y corrector: «creyendo sólo aquello que su santa fe nos manda,
acordé la presente crónica del famosíssimo cavallero Lisuarte de Grecia, que nuevamente
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fue hallada en Londres, de emendalla de algunos vocablos que por la mucha antigüedad
estavan corruptos, e no tan bien como se pudiera hazer, mas como mi flaco juizio alcançó a
saber». Ciertamente, en este aspecto el de Ciudad Rodrigo no es muy original, ya que
prefiere delegar la responsabilidad de lo contado en un supuesto historiador18, dando
entrada de paso a diversos motivos que el libro de caballerías recogió de la tradición
historiográfica.
Para empezar el cronista de la historia es un personaje que, como él mismo reconoce,
posee unas aptitudes especiales para dar perfecto testimonio de todo lo ocurrido. El sabio
Alquife y Urganda reciben a los protagonistas en la Ínsula de la Ximia. Tras hacerles
partícipes de diversos encantamientos y efectos visuales, el mago los conduce hasta su
librería y allí manifiesta lo siguiente:
Mis buenos señores, por muchas mercedes e honras que de vos he rescebido, pues yo
mejor que nadie lo puedo hazer y sé las cosas todas como passan, tomo dende aquí cargo
de escrebir todas las cosas que por vos passaren e han p[a]ssado, porque no es razón que
queden en olvido. Pero tanto os sé dezir, que después que sean escritas, que passarán más
de mil años que estarán escondidas, pero en fin de más d’estos mil años, e aunque diga de
mil e trezientos no mentiré, ellas serán publicadas, aunque fasta entonces como en tinieblas
ayan estado, [e] la luz de vuestras cosas en todo el mundo dará lumbre (f. 100v).
Junto al anuncio de la futura recuperación y publicación de la crónica, Alquife pasa a
formar parte de la larga nómina de ficticios historiadores que posibilitarán la ilusoria
veracidad de los libros de caballerías. Al igual que la cronista del Amadís de Grecia, la sabia
Zirfea, Alquife es un ser sumamente cualificado merced a sus feéricos poderes. Sin
necesidad de andar detrás de los caballeros, sabe «las cosas todas cómo passan» y además
Silva le atribuye la capacidad de trascender a la propia realidad textual para conocer
aproximadamente cuando se publicará la historia. Pero esta omnisciencia no sólo deriva de
los conocimientos mágicos de Alquife. En la formación de este personaje hay un
componente libresco que le ayudará en su tarea. Ante la hipotética duda de cómo este
cronista pudo conocer todos los hechos ocurridos en los libros anteriores del Amadís, a los
cuales se remonta en varias ocasiones, Silva responde diciendo que Alquife guarda en su
librería los textos donde se recogen las principales profecías de los magos que ya han
intervenido en la saga:
Allí le[s] mostró Alquife la profecía de Apolidón de la imagen de la corona y gela declaró de
la forma que Lisuarte la aventura declarara; assí mesmo les mostró en otro libro de la
Donzella Encantadora la profecía de la espada que Esplandián ganara, y en otros libros de
Apolidón la profecía del Arco de los Leales Amadores y de la espada e capilla de las flores,
y cómo Amadís avía de ser encantado por Arcaláus, e cómo Urganda lo avía de
desencantar. Assí mesmo les mostró otra profecía del mesmo Apolidón, cómo el
encantamento de Urganda avía de ser desfecho, aquel que hizo al rey Amadís e a sus
hermanos en la Ínsula Firme, pensando que en ello les servía. Assí mesmo les mostró entre
otros muchos libros con muchas e diversas profecías uno de la infanta Medea en que estava
la profecía del rey e reina encantados que traían el yelmo e corona.
Junto al anuncio de la futura recuperación y publicación de la crónica, Alquife pasa a
formar parte de la larga nómina de ficticios historiadores que posibilitarán la ilusoria
veracidad de los libros de caballerías. Al igual que la cronista del Amadís de Grecia, la sabia
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Zirfea, Alquife es un ser sumamente cualificado merced a sus feéricos poderes. Sin
necesidad de andar detrás de los caballeros, sabe «las cosas todas cómo passan» y además
Silva le atribuye la capacidad de trascender a la propia realidad textual para conocer
aproximadamente cuando se publicará la historia. Pero esta omnisciencia no sólo deriva de
los conocimientos mágicos de Alquife. En la formación de este personaje hay un
componente libresco que le ayudará en su tarea. Ante la hipotética duda de cómo este
cronista pudo conocer todos los hechos ocurridos en los libros anteriores del Amadís, a los
cuales se remonta en varias ocasiones, Silva responde diciendo que Alquife guarda en su
librería los textos donde se recogen las principales profecías de los magos que ya han
intervenido en la saga:
Allí le[s] mostró Alquife la profecía de Apolidón de la imagen de la corona y gela declaró de
la forma que Lisuarte la aventura declarara; assí mesmo les mostró en otro libro de la
Donzella Encantadora la profecía de la espada que Esplandián ganara, y en otros libros de
Apolidón la profecía del Arco de los Leales Amadores y de la espada e capilla de las flores,
y cómo Amadís avía de ser encantado por Arcaláus, e cómo Urganda lo avía de
desencantar. Assí mesmo les mostró otra profecía del mesmo Apolidón, cómo el
encantamento de Urganda avía de ser desfecho, aquel que hizo al rey Amadís e a sus
hermanos en la Ínsula Firme, pensando que en ello les servía. Assí mesmo les mostró entre
otros muchos libros con muchas e diversas profecías uno de la infanta Medea en que estava
la profecía del rey e reina encantados que traían el yelmo e corona.
Según se ve, el lector debe confiar en el testimonio de Alquife, ya que cuando sus propias
facultades no se lo permitan, será la información recibida por vía indirecta la que le
permitirá ofrecer una visión más o menos completa de los sucesos. Ahora bien, esta
superioridad del historiador queda comprometida cuando se echa mano de la adtestatio rei
visae, tópico habitual en la historiografía clásica19 y del que Montalvo se sirvió
frecuentemente en las Sergas. En el momento en que el historiador parece ser un testigo
directo de los acontecimientos narrados, su grado de conocimiento es menor y abandona
momentáneamente su omnisciencia. Durante el relato de los combates en Constantinopla
entre cristianos y paganos, se lee que la gran muchedumbre de los combatientes impide al
cronista registrar todos y cada uno de los actos de heroísmo:
E, a pesar de los otros, fizieron cavalgar en cuatro cavallos a los dos cavalleros e a las
reinas, que por ser mucha la priessa no podemos dezir particularmente lo que todos estos
buenos cavalleros allí fizieron (f. 49r).
La utilización del tópico del historiador testigo pronto muestra sus deficiencias. No
obstante, debe reconocerse que el contexto literario en el que se mueven los autores de
libros de caballerías determina el empleo de determinadas estrategias. De la cultura
medieval han heredado su carácter libresco y de acuerdo con él todo lo escrito puede ser
verdadero20. En base a este principio de autoridad de la escritura, la mejor forma de
inmortalizar las gestas heroicas es fijándolas sobre el papel. Por eso, cuando Alquifa se
presenta delante del Emperador de Trapisonda, mostrándole la cabeza de la gran serpiente
que mató el Cavallero Solitario y relatándole todo el suceso, la reacción ante hazaña de tal
magnitud es la siguiente:
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El emperador mandó tomar la cabeça de la serpiente e colgarla ante la puerta de sus
palacios, e a petición del Cavallero de la Espera mandó historiar allí toda la batalla e lo que
en el Castillo de las Serpientes el Cavallero Solitario passara (f. 67v).
Los éxitos caballerescos se historían y, al mismo tiempo, el universo ficcional adquiere una
existencia autónoma que se extiende más allá de los límites materiales de la escritura. Según
se ha dicho, los hechos de Lisuarte y Perión han sido registrados por Alquife, pero otros
caballeros también gozan del privilegio de poseer su propia crónica. Aunque en este caso
no sabemos quién es el historiador ni cuál es el título de la obra, se alude a un libro que
habla de las aventuras de Florestán y Parmíneo:
Cavalgando a Florestán e a Parmíneo en sus cavallos a mucho afán, se despidieron d’ellos e
se fueron a un castillo cerca de aí, hablando mucho en la bondad de los dos cavalleros,
diziendo no ser otros tales en el mundo ni de más cortesía. Assí se fueron al castillo que
dicho es que cerca de aí era, do fueron muy bien curados. Mas en este libro poco hablará
d’estos cavalleros, porque su historia dize de sus cavallerías complidamente (f. 77v).
Así las cosas, entre tantas crónicas, el papel que asume Silva como narrador puede ser muy
simple. Gracias al artificio del manuscrito encontrado, se trata de un narrador que está
fuera de la historia y cuenta en tercera persona todo aquello ya relatado por un narrador
interno (Alquife). Esta ilusoria convención contribuiría a la desaparición del traductor o
segundo narrador. Pero no ocurre así. Si bien Silva no aprovecha la fábula para irrumpir
constantemente con sus consejos moralizantes como hicieron Montalvo, Páez de Ribera o
Juan Díaz, su presencia se detecta fácilmente. En una ocasión llega a opinar sobre un
determinado episodio:
Luego fue hecho, assentados a las tablas con mucha alegría (por cierto, pienso yo, que
nunca comer fue en que tantos grandes señores uviesse con tantos e tales cavalleros que en
el mundo no los uvo mejores. E por cierto, bien se podría dezir que todo el mundo era
junto en la tienda de Amadís, e assí era la verdad) (f. 39r).
Sin embargo, su intervención más destacada consiste en guiar al lector a cada paso
mediante la utilización de unas fórmulas textuales heredadas de la tradición caballeresca
anterior y de la historiografía. Así podemos encontrar esas expresiones que la retórica
clásica englobaba bajo el término de la abreviatio, y a través de las cuales el narrador realiza
una selección omitiendo aquellos datos que cree innecesarios para evitar que la prolijidad
cause el fastidio en el lector: «Si oviéssemos de contar las cosas que allí passaron […] sería
nunca acabar» (f. 52r).
Aparte de estas fórmulas características de la tópica de la brevedad, el narrador siempre está
presente para informarnos del paso de una a otra esfera de acción o para advertirnos de
cualquier alternancia espacial. Para ello recurre a una serie de nexos internos que suelen
aparecer al final de los capítulos: «Mas agora dexémoslos ir su vía, e tornemos a hablar de
lo que a Perión avino» (f. 4r). Junto a estas transiciones el narrador puede intervenir
explícitamente cuando considera necesaria alguna aclaración sobre el argumento, de modo
que la historia no discurre de forma natural sino que el orden del discurso está mediatizado
por una voluntad superior. Tras la llegada a Constantinopla de una gran flota cristiana,
capitaneada por los reyes que encantó Urganda en la Ínsula Firme, que acude en auxilio del
emperador griego, dice el narrador: «E assí mesmo a los que en la flota venían, que muy
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inocentes d’ello estavan, como agora oiréis, porque quiero que sepades la causa de su
desencantamiento antes que hablemos en cosa ninguna» (f.35v).
Si las fórmulas anteriores poseen una función metalingüística, también pueden registrarse
otras expresiones que apuntan a la intención del narrador de reducir la distancia que le
separa del lector e involucrarle en el desarrollo de la historia. Se pretende mantener el
contacto con unas marcas de nexo externo cuyo origen juglaresco nos hace pensar en que
también los libros de caballerías eran leídos en voz alta. Estas llamadas al lector-oyente se
concretan mediante la utilización del imperativo en su segunda persona del plural «Sabed»,
o más frecuentemente a través del uso del pronombre personal átono «vos» en función de
complemento de los verbos «dezir» y «contar», o la conjugación de la segunda persona del
plural de verbos como «saber» y «oír»: «vos ha contado», «como avéis oído». Según el lugar
que ocupen estas marcas en cada capítulo, se constituyen como sintagmas con valor ilativo
que poseen un valor organizador, ya sean retrospecciones que refuercen la dependencia con
lo ya dicho o anticipen nuevos asuntos: «como agora oiréis».
Finalmente, el narrador suele echar mano, también de manera repetida, de unas expresiones
que tienden a destacar los acontecimientos relatados. En este caso la interpelación al lector
para persuadirle de la altura de la historia tiene una finalidad apelativa y se vincula con las
fórmulas típicas de la tópica de lo indecible, aspecto éste del que hablamos en el siguiente
apartado.
Estilo
La imagen que la crítica tradicional suele ofrecer de Feliciano de Silva está íntimamente
ligada al estilo conceptuoso y rebuscado de algunas de sus continuaciones del Amadís. Es
así que las afirmaciones de Cervantes en el primer capítulo de su inmortal novela en las que
responsabiliza al estilo artificioso del mirobrigense de ser una de las causas que
desencadenaron la locura del hidalgo de la Mancha, se han convertido con los años en un
duro anatema contra la narrativa de Silva. Sin embargo, éste es uno de tantos lugares
comunes que deben relegarse al olvido, porque como todo escritor Silva evoluciona y lo
mismo podrá decirse de su estilo. Es bien cierto que en algunas de sus últimas
continuaciones el de Ciudad Rodrigo parece querer emular la obra de fray Antonio de
Guevara, autor cuya afectación logró introducirse en los círculos cortesanos; es cierto que,
como aquél, Feliciano de Silva contó muy pronto con encarnizados detractores21, pero el
regidor no siempre escribió del mismo modo, ni en cualquier caso deberá afirmarse que el
gusto por el artificio sea un demérito.
Como muy bien señala S. Cravens, el Lisuarte es una obra donde predomina un estilo de
fácil acceso para cualquier lector22. Es a partir del Amadís de Grecia donde, a partir de la
mayor experiencia y madurez del autor, se intensifican una serie de registros que
desembocarán finalmente en el alambicamiento del Florisel de Niquea, especialmente en su
tercera y cuarta parte. De momento, según ya se ha dicho anteriormente, podemos
extender a la estilística del séptimo de la saga las mismas apreciaciones realizadas sobre la
juventud del escritor a la hora de redactar este texto. En principio, Silva escribe pensando
en la huella que dejaron en su imaginación los cinco de libros de Montalvo y la admiración
que siente hacia ellos se convierte en un afán desmedido por contar. A veces, el autor
quiere decir tantas cosas y relatar tantas aventuras que se precipita en su escritura y debe
volver hacia atrás porque ha dejado sin terminar los períodos sintácticos. Entonces se
repite la muletilla «tornando al propósito». Dicha forma de proceder sería relacionable con
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la tendencia de los escritores del género a la amplificación, no obstante, hay otros datos
lingüísticos que apuntan a que este es el primer libro de un escritor que da sus primeros
pasos. Así se explica la monótona reiteración de frases con gerundio equivalentes a
oraciones subordinadas. Así debe entenderse la repetición de frases similares o de las
mismas palabras en pocas líneas, hecho que puede hacer pensar en una pobreza léxica, pero
también en la precipitación del que escribe. La utilización masiva de expresiones del tipo «A
esta sazón», «A esta hora» con valor ilativo, se dan la mano con el uso de un léxico poco
preciso. De ahí que Silva suele recurrir de manera redundante a calificativos como «bueno»
o «estraño», y sustantivos como «cosas» o «plazer» cuando se trata de destacar algún hecho
insólito o que merece ser resaltado.
Los parlamentos de los personajes son breves, a no ser que se trate de exponer una
embajada o realizar una retrospección, y en la mayoría de las ocasiones no logran
individualizar a los interlocutores, ya que muchos de ellos dan cabida a expresiones con una
simple función fática. Aquí nos encontramos lejos todavía de la riqueza de algunos diálogos
en textos posteriores, pensemos por ejemplo en el Amadís de Grecia. Algo similar se dirá
de la estructura oracional, aspecto éste en que si bien se pueden encontrar algunos períodos
con el verbo pospuesto al final de la frase o determinados hipérbatos, las alteraciones
sintácticas no alcanzan el grado de manierismo que será habitual en sucesivas
continuaciones. En el Lisuarte Feliciano de Silva carece de la madurez lingüística de que
hará gala años más tarde, cuando sea capaz de exprimir las distintas posibilidades
semánticas de un mismo vocablo o construya una retórica que sólo puede ser asumida
mediante el ingenio.
Mientras la experiencia estilística en esta obra puede ser el reflejo de la preparación del
autor, no está de más subrayar la facilidad con la que Silva se apega a las fórmulas y
expresiones características del género, tal y como habían sido usadas en libros anteriores.
Dejando de lado las marcas aludidas en el apartado anterior, digamos que en esta obra son
muy frecuentes los giros hiperbólicos, hecho habitual en un género literario que busca por
todas las vías posibles la excepcionalidad. En este contexto, Silva recurre a «ciertas
expresiones ponderativas de origen épico, cuyo antecedente está en las series iniciadas con
veríades»23: «e allí viérades la más brava e cruda batalla que se oyó dezir» (f. 34v). Las
contiendas bélicas entre grandes ejércitos le brindan al narrador la oportunidad de
ejercitarse en la exageración. El ardimento y la furia de los caballeros en la contienda se
subraya mediante expresiones que describen al héroe como un individuo hiperbólicamente
airado: «[Lisuarte] cobró tanta saña que parecía fumo salirle por el visal del yelmo» (f. 97v);
«Lisuarte tenía tanta saña […] que sangre le salía por los ojos» (f. 99r)24. Igualmente
justificado parece el uso del superlativo absoluto cuando se refiere la guerra entre cristianos
y paganos en Constantinopla: «la más brava batalla que nunca se vido» (f. 34r)25. Tales
afirmaciones están basadas en una serie de motivos largamente trillados en multitud de
textos medievales. Silva, al igual que hizo Montalvo, recalca los aspectos de la batalla cuya
descripción produce un mayor efectismo: «El ruido era tan grande e la priessa por todas
partes que no se podían oír los unos e los otros» (f. 49r); las imágenes reproducen la
singularidad del suceso y nos devuelven el recuerdo de antiguos fragmentos de la épica:
«Sabed que las saetas e las piedras eran tantas e tan espessas que las unas a las otras se
encontravan» (f. 39v), «lançan sobre ellos una avenida de saetas que al sol quitavan la vista»
(f. 34v), «lançávanse tantas de saetas los unos a los otros, tan continas y espessas, que no
parecían sino granizo» (f. 33r). Después del sonoro estruendo de los gritos, los golpes de las
armas y la plasticidad de las flechas que cubren el cielo o se las compara con el granizo, no
suele faltar la referencia a las dramáticas consecuencias de la batalla: «Ya los campos
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estavan cubiertos de muertos de ambas partes» (f. 49r). Ante espectáculo de tamañas
dimensiones sólo vale la obligada pregunta retórica que resume la escena: «¿Qué os
diremos?» (f. 49r). En ocasiones como ésta los hechos muestran la imposibilidad del
lenguaje humano para apresar una realidad que lo desborda, que es indecible. Así las cosas,
Silva retomará el tópico para narrar los hechos de armas, pero asimismo para describir las
reacciones de los personajes ante encuentros inesperados: «La reina Sardamira no vos
podríamos dezir el gozo que con sus hijos ovo» (f. 38v), «No vos podríamos dezir ni contar
el alegría …» (f.37v) o «contarse ni escrevirse el gozo que con alegres nuevas ovieron no sé
cómo se pudiesse fazer, pues fue el mayor que nunca hombres jamás rescibieron» (f. 102v).
Criterios de edición
Se edita el texto de la segunda edición del Lisuarte de Grecia, que vio la luz en 1525 en la
imprenta sevillana de Jacobo y Juan Cromberger, ya que desafortunadamente no
conservamos la primera edición de 1514 impresa en la misma ciudad andaluza por Juan
Varela de Salamanca.
Para la transcripción y edición del texto se han seguido los siguientes criterios:
-En cuanto a las grafías, se regula el uso de u, i (con valor vocálico), frente a v, j (con valor
consonántico). El uso de la y se reserva para: [1] la posición final absoluta de palabra (rey) y
[2] la conjunción copulativa, en el caso de documentarse. Se mantiene el consonantismo del
texto base, incluso en sus alternancias, como en el empleo de nasal -m- o -n- ante bilabial b-, -p- (enperatriz, tanpoco, enbevieron), así como la ausencia o presencia de h, y la
aparición de f- en la posición de inicio de palabra. Las intervenciones realizadas son las
siguientes:
-La grafía qu- se mantiene ante las vocales e/i (quien), pero se transcribe como c- (/k/)
ante a/o/u (quando à cuando)
-La grafía ç se mantiene ante a,o,u para distinguirse de la oclusiva velar (cabeça, pieça,
coraçón).
-Mantenemos la alternancia del texto base entre –s-/-ss-.
-En cuanto a los grupos cultos, las grafías ch son sustituidas por aquellas que representan el
sonido velar /k/ (archero à arquero); aunque se conservan grupos con reflejo fonético
como bd (cibdad/ciudad), ct (victoria/vitoria) o ff (officio/oficio).
-Las abreviaturas se desarrollan sin ninguna indicación. El signo tironiano t se transcribe
como e, exceptuando los casos en que la palabra siguiente empieza por la misma vocal, con
lo que se recurre a la grafía y para evitar la cacofonía.
-Se siguen los usos del español actual para la unión y separación de palabras, aunque con
las siguientes matizaciones:
-Para las fusiones por fonética sintáctica se emplea el apóstrofe en el caso de las vocales
elididas, diferenciando por ejemplo entre del à d’el, d’él.
-Mantenemos arcaísmos como empós que en alguna ocasión alterna con la forma moderna
en pos, o las aglutinaciones en que aparece el pronombre enclítico ge.
-El uso de las mayúsculas y minúsculas también se ha regulado según los actuales criterios
de la lengua, escribiendo en minúsculas las palabras que denotan autoridad o poder
públicos (Esplandián, emperador de Constantinopla), si bien se utiliza la mayúscula cuando
estas palabras sustituyen al propio nombre (Emperador de Trapisonda). La palabra
cavallero se escribe en mayúscula cuando se convierte en el sobrenombre de un personaje
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(Cavallero de la Espera), pero no cuando se utiliza como una simple referencia ocasional (el
cavallero de la floresta).
-Se acentúa siguiendo las normas vigentes, teniendo en cuenta el valor diacrítico de la tilde
en las siguientes parejas:
-á (verbo) / a (preposición)
-ál (indefinido) / al (contracción)
-dé (verbo) / de (preposición)
-dó (verbo) / do (adverbio)
-só (verbo) / so (preposición)
-y (adverbio) / y (conjunción)
-Asimismo se distingue entre vós / vos y nós / nos, utilizando las formas acentuadas
cuando funcionan como sujeto o cuando funcionan como complemento preposicional de
1ª y 2ª persona del plural (equivalente a nosotros y vosotros).
-En el caso de los demostrativos, dado que su acentuación cuando funcionan como
pronombres es opcional, no se acentúan en ningún caso.
-Se ha regularizado en lo posible la puntuación del texto para facilitar su lectura.
-Las enmiendas al texto figuran como adiciones, entre paréntesis cuadrados ([]), y
supresiones, entre ángulos (< >). En algunos períodos de difícil lectura en los que el
narrador inicia una digresión a mitad de una frase para volver más adelante a la idea inicial
con el sintagma («pues tornando al propósito»), hemos utilizado los puntos suspensivos
entre paréntesis cuadrados […] a fin de indicar donde empieza la digresión y donde
debemos volver para retomar el hilo argumental. El mismo símbolo se utilizará para indicar
que, seguramente por descuido del propio autor, un período u oración ha quedado
incompleto.
-Finalmente se ha procedido a la siguiente regularización de aquellos antropónimos y
topónimos que presentan dos o más variantes:
Agrajes (por 35v Agrages)
Angriote de Estraváus (por 39v Angriote destraváus)
Avandalio (por 87r Arandalio)
Ardadil Canileo (por 8v Dardadel Canileo)
Brildeña (por 12v Brildena)
Brisena (por 77r Briseña)
Conde de Alastro (por 23v Conde dalastro)
Constantinopla (por 3r Costantinopla)
Duque de Orlitensa (por 6r Duque de Alariensa)
Filorte (por 92v Filorete)
Garínter (por 17r Garienter)
Gricileria (por 6r Gracileria)
Listorán de la Torre Blanca (por 89v Licorán)
Listorán de la Puente de Plata (por 87v Listorián)
Maneli (por 49r Menali y Manali)
Rey de Jerusalem (por 48v Rey de Jerusalén)
Sulpicio (por 105r Sulpición)
Teluis (por 49r Teuluis)
Trapisonda (por 10r Tropisonda)
Emilio José Sales Dasí
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Thomas, Henry, «Introducción» a su ed. de Dos romances anónimos del siglo xvi, Madrid,
Centro de Estudios Históricos, 1917, pp. 5-22.
__, Las novelas de caballerías españolas y portuguesas, Madrid, c.s.i.c., 1952.
Wild, Gerhard, «Feliciano de Silva: Lisuarte de Grecia», Kindlers Neues Literaturlexikon, 15
(1991), p. 484.
NOTAS
1 Cito por la edición de Sevilla, Jacome de Cromberger, 1549.
2 Sobre el tema de la autoría del Lisuarte de Grecia, véanse los comentarios de Henry
Thomas en 1952: 55-59 y 1917, pp. 5-22.
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3 Frente a la tradicional numeración de las continuaciones del Amadís de Gaula, S.P.
Cravens ha propuesto en fechas recientes la conveniencia de nombrar la Cuarta Parte del
Florisel como decimotercer libro de la serie (2000, pp. 52-53, n. 7).
4 Muchas de las observaciones aquí expuestas las retomo de mi artículo «Feliciano de Silva
y la tradición amadisiana en el Lisuarte de Grecia», Incipit, xvii (1997), pp. 175-217.
5 Curiosamente, para dar tiempo a la llegada de los refuerzos cristianos, Silva impide que
los ejércitos infieles penetren en Constantinopla en dos ocasiones: la llegada de la noche
obliga en ambos casos a que se separen los contendientes y dificulta la victoria pagana.
6 Por ejemplo, al igual que ya lo hacía Montalvo en las Sergas, uno de los argumentos
utilizados por el narrador para justificar el mayor número de muertos en el bando infiel es
el que señala que muchos de los paganos no van bien armados o incluso carecen de armas
defensivas: «Aunque los contrarios eran dos tantos, no los tenían en mucho por no estar
tan bien armados» (f. 96v).
7 Comento algunos aspectos de la relación entre los personajes de Lisuarte y Amadís de
Gaula en el artículo "Las continuaciones heterodoxas (el Florisando de Páez de Ribera y el
Lisuarte de Grecia de Juan Díaz) y ortodoxas (el Lisuarte y el Amadís de Grecia de
Feliciano de Silva) del Amadís de Gaula", Edad de Oro, 21 (2002), pp. 117-152.
8 Sobre el posible influjo del texto de Rojas en la crónica de Silva, me remito a lo dicho en
mi artículo: «Ecos celestinescos en el Lisuarte de Grecia de Feliciano de Silva», Tirant, 3
(2000).[http://parnaseo.uv.es]
9 Sobre la simbiosis que se establece entre la magia y las celebraciones y representaciones
cortesanas, puede consultarse el trabajo de A. del Río Nogueras, «Sobre magia y otros
espectáculos cortesanos en los libros de caballerías», Medioevo y Literatura. Actas del v
Congreso de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval, ed. de J. Paredes, Granada,
Universidad, 1995, iv, pp. 137-149.
10 W.W. Ryding, Structure in Medieval Narrative, The Hague, Mouton, 1971, p.196. Un
problema muy similar se plantea también en los textos que intentan insertarse en un ciclo,
relatos donde, en palabras de J.M. Cacho Blecua, «hay una cierta tendencia a negar los
valores anteriores, siquiera para que las continuaciones no resulten una copia idéntica y así
hacerlas atractivas para sus lectores. Estas prácticas conducen a los libros de caballerías a
un callejón sin salida: los descendientes deberán superar o hacerse diferentes a sus
progenitores, pero como estos ya eran de por sí excepcionales el relato se desviará por unos
territorios cada vez más difíciles» («Introducción» a su ed. Garci Rodríguez de Montalvo,
Amadís de Gaula, 2 vols., Madrid, Cátedra, 1987-1988, i, p. 176).
11 La ventaja de Lisuarte sobre Perión queda claramente de manifiesto en el duelo que
ambos sostienen junto una fuente sin haberse reconocido (cap. lxii).
12 En esta crónica la voluntad amplificatoria no redunda en un uso de las descripciones,
tendencia que será más habitual a partir del Amadís de Grecia, ni en la inserción de
excursos morales, frente a lo que ocurre en las Sergas o el Florisando. En el Lisuarte
predominan los tiempos llenos, aquellos en los que ocurren hechos bélicos o lances de
amor. Cuando no pasa nada, el narrador tiende a omitir los tiempos vacíos: «Venida la
mañana, ellos anduvieron esse día e otros tres, apartados de poblado sin aventura ninguna
hallar» (f. 78r). Teniendo en cuenta que el núcleo argumental básico de los libros de
caballerías es la aventura, queda clara la importancia en estos relatos de los tiempos llenos,
pues la aventura «es un tiempo lleno, frente al tiempo vacío e intercambiable de la rutina»
(F. Savater, La tarea del héroe, Madrid, Taurus, 1982, p. 114).
13 J.M. Cacho Blecua, ob. cit.
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14 No creo que el final abierto sea aquí solamente un recurso convencionalizado en el
género: «This inconclusiveness migth have served at times as a device to permit the autor
to continue writing, but it was fet as a requiremente of the genre quite apart from the
author’s intentions» (D. Eisenberg, «The Pseudo-Historicity of Romances of Chivalry»,
Romances of Chivalry in the Spanish Golden Age, Newark, Delaware, Juan de la Cuesta,
1982, pp. 119-129 [p. 128]).
15 Aunque se alude a una campaña de conquista de Persia liderada por el rey Norandel y en
la que tanto Esplandián como Amadís tienen la intención de colaborar (f. 80r), a dicho
suceso el narrador no le concede más importancia que la de una segunda mención alusiva a
las treguas que tienen pactadas con los turcos Norandel y Frandaló (f. 92r). Asimismo, los
protagonistas tampoco se interesarán por una empresa que nunca sabrá el lector cómo
empieza o cómo acaba.
16 Los dos caballeros entienden la caballería como un servicio vasallático a sus respectivas
damas. Así lo expresa Lisuarte: «siendo yo de aquella mi señora, no puedo yo hazer cosa sin
su mandado» (f. 101v).
17 Debido a que en sus obras Feliciano describe todas las reacciones posibles que
desencadena la pulsión amorosa, igual podemos encontrarnos con que los personajes se
ríen de aquellos enamorados que están a punto de enloquecer o «ensandecer», como con
otros casos en los que la causa de la burla es no estar enamorado. Durante la Aventura de
los Príncipes Encantados algunos caballeros intentan la prueba sin saber lo que es el amor.
Cuando los demás conocen esta circunstancia: «todos reían de que [el Conde de Alastro]
estava tan fuera de amores» (f. 103r).
18 La existencia de un autor-transcriptor que depende del punto de vista de otro narrador
previo sirve para plantear tanto la imparcialidad del que traduce, como la credibilidad de lo
relatado: «Por ambas vías la novela pretende caucionar la "historia". Por la primera,
sustrayendo la figura del rapsoda, del inventor […]. Por la segunda, acumulando pruebas e
indicios de la realidad del documento» (O. Tacca, Las voces de la novela, Madrid, Gredos,
19782, p. 39).
19 Refiriéndose a los relatos troyanos de Dares y Dictis, E. R. Curtius subraya: «Una de sus
principales características es la pretensión de ser reales y verídicas […] y de provenir de los
informes de un testigo ocular. Este recurso aparece ya en el relato que hace Eneas de la
destrucción de Troya (quaeque ipse …uidi), y después llegará a tener gran importancia»
(Literatura europea y Edad Media Latina, trad. de M. Frenk Alatorre y A. Alatorre, Madrid,
FCE, 1989 [1ª ed. española 1955], i, p. 252).
20 C.S. Lewis, La imagen del mundo.Introducción a la literatura medieval y renacentista,
trad. de C. Manzano, Barcelona, Antoni Bosch editor, 1980, pp. 4 y 8.
21 Basta leer la epístola con el significativo título de «Carta de D. Diego [Hurtado] de
Mendoza en nombre de Marco Aurelio, a Feliciano de Silva», recogida por A. Paz y Meliá
en Sales españolas (Madrid, Atlas, BAE, clxxvi, 19642, pp. 85-86), para reconocer cómo el
estilo de Silva daba pie a la burla y la parodia.
22 «En cuanto al carácter y el estilo, Lisuarte es más parecido al Amadís de Gaula y al
Esplandián de Montalvo, que a las obras posteriores del propio Silva. Predominan la
narración y la acción. Hay poco diálogo cortesano y el estilo, aunque sea artificiosamente
arcaico, como el de Montalvo, es mucho más llano que el que ridiculiza Cervantes en los
primeros párrafos del Quijote» (1976, p. 30).
23 F. Weber de Kurlat, «Estructura novelesca del Amadís de Gaula», Revista de Literaturas
Modernas, 5 (1967), pp. 29-54 [p.37].
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24 Javier Guijarro comenta la curiosa paradoja de que el narrador compare la saña del
caballero con la furia, la soberbia o la rabia utilizando utilizando atributos (echar humo por
la visera o lanzar fuego por los ojos) con «los que se describe en los libros de caballerías a
los jayanes, conspicuos representantes de la soberbia y la crueldad y secuaces por tanto de
Lucifer» («Notas sobre las comparaciones animalísticas en la descripción del combate de los
libros de caballerías. La ira del caballero cristiano», Literatura de caballerías y orí-genes de la
novela, ed. de R. Beltrán, València, Universitat, 1998, pp. 115-135).
25 Como es práctica frecuente en estas obras, paralelamente a las batallas colectivas, los
hechos bélicos del caballero también sobrepujan a partir del uso del grado superlativo.
Habitualmente, el narrador magnifica la singularidad de un golpe de espada que se
constituye por sí solo en un lance extraordinario: «Este fue el mayor golpe que nunca él
[Lisuarte] ni hombre de su linaje dio» (f. 97r).
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