balas y bananas… - universidad santo tomas de bucaramanga

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BALAS Y BANANAS…
Urabá, ícono de un pueblo itinerante
DÉNIX ALBERTO RODRÍGUEZ TORRES
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Resumen
Copiosos años de conflicto armado interno ha vivido Colombia, avizorando el final a esta
larga espera. El presente documento condensa la experiencia del autor al recuperar en su
primera parte, la memoria del desplazamiento forzado en el Urabá Antioqueño en el año
96. En un segundo momento, se ofrece un abordaje crítico a la realidad social y política
del Estado, „refundado‟ por mafiosos y políticos en los últimos años, para movilizar a la
acción y a la reflexión académica desde diversos escenarios, como antesala a todo
intento por restaurar y reparar a las numerosas víctimas en contextos transicionales.
Palabras Calve:
1
Magíster en Educación; Licenciado en Filosofía; Estudios Eclesiásticos; Diplomado en Ambientes virtuales
para el aprendizaje; Diplomado en Ética de la Investigación. Docente Investigador. Universidad Santo Tomás,
Bucaramanga, 2012. denixvirtual@gmail.com
1
Violencia, Desplazamiento forzado, Urabá Antioqueño, Paramilitarismo, Estado, Justicia
transicional, Reparación, Víctimas.
Introducción
Un país que escribe su historia entre llantos de madres viudas, hijos huérfanos y
campos desolados, es un país que necesita reescribirse sobre líneas de justicia social y
fundamentos constitucionales que garanticen la vida y la esperanza hecha trizas desde
hace tiempo, por grupos al margen de la ley y en el peor de los casos con intervención
del Estado.
En el contexto del XII Congreso Internacional de Humanidades: “Ética desde las
víctimas en contextos transicionales”, resulta fundamental revisar la historia, narrarla,
para no volverla a escribir nunca más con borrones de muerte y de dolor de patria.
La memoria histórica del país, no miente: no hay rincón donde el conflicto no haya
llegado con todo su rigor, o las fauces de la guerra no hayan querido tragarse la paz, por
eso se habla de conflicto interno, con fuerte agudeza en ciertas regiones del país, donde
paradójicamente su riqueza natural o ubicación estratégica, se convierten en su peor
enemigo, es el caso del Urabá Antioqueño, motivo de inspiración del presente documento,
que desde la narrativa de una historia de vida, aborda la región y las víctimas puestas al
conflicto durante muchos años que desembocan en una realidad social particular, pues
han desolado sus campos y llevado a sus gentes a engrosar las filas de miseria de las
cabeceras municipales o de las ciudades capitales, desde el penoso fenómeno del
desplazamiento forzado.
Un manojo de reflexiones y estadísticas, son apenas la antesala de un fenómeno
complejo de violencia, crímenes de lesa humanidad, masacres, desplazamientos masivos,
amenazas, y las más inconcebidas formas de violencia que haya imaginado el país en
esta próspera región, que hoy clama justicia y equidad social, reparación moral y
económica a millares de víctimas y donde una nube de paz perpetua, cubra a sus
moradores, para que puedan nacer y morir dignamente en ella, regar con su sudor la
verdes plataneras, que con sus dorados frutos dirán para siempre adiós a la guerra.
Un relato de vida
Era enero del año 96. En Colombia y en aquella pequeña avioneta para seis
ocupantes se calientan motores con destino a Chigorodó que suena extraño al oído de un
citadino que apenas ha deambulado por la imponente selva de cemento capitalina durante
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los últimos años; ajuste de cinturones, puertas aseguradas y un número borrado ya en la
memoria anuncia el dichoso vuelo que tardó apenas 45 minutos sobre el espacio
antioqueño y puso a sus ocupantes en una tierra totalmente nueva, en una Colombia
hasta ahora desconocida al menos para este viajero.
Estabilizada la aeronave sobre la ciudad de la montaña, los pilotos se disponen a
leer “El Colombiano” de manera tranquila, mientras yo busco atrás una excusa para no
morirme del miedo que me produce no sé qué: quizá la frialdad de la tripulación, la
sensación de muerte que genera aquel viejo aparato o la incertidumbre y el
desconocimiento de mi destino geográfico; en fin, ya estoy arriba a no sé cuántos miles de
pies de altura y mi corazón se arraiga a la tierra más que nunca. Abajo se divisan
montañas, hermosos plantíos, lindos espejos de agua; a mi lado, compañeros de vuelo
dormidos como burlando el miedo y unos minutos que no corren en el reloj pero que el
corazón los marca agitadamente, es apenas lo que recuerdo de aquel viaje que bien
podría describir como el más osado juego mecánico de una ciudad de hierro. Son las 4:45
de la tarde. Observo, unos extensos brazos verdes que se extienden, para darme la
bienvenida con la majestuosidad que sólo la naturaleza puede ofrecer; una precaria pista
de aterrizaje, vientos fuertes que vienen del Pacífico y un calor infernal son la antesala de
una experiencia que marcó mi vida para siempre.
Aterrizado en el hermoso Urabá antioqueño: observo gentes de tez morena, los
acentos paisa y costeño se entrecruzan, mostradores atiborrados con cerveza y trago de
marcas extranjeras, era la primera escena que me saludaba. Tomo un taxi que me llevó a
la ciudad de Apartadó, a unos 50 minutos de Chigorodó, tal vez, no lo recuerdo. Un
hermoso paisaje se dibuja al paso, delinea extensos pastizales que se alternan con
tupidas plataneras, que desprevenidamente hacen mágico el trayecto, surcado de árboles
gigantes e infinitas carreteras. Pero algo curioso atrapa mi atención: puedo observar
igualmente copiosas vallas que publicitan funerarias de la región, cosa que no había visto
en ninguna parte, algo olía mal, olía a muerte.
Apartadó, una ciudad plana, comercial y poblada, caliente como su orden público,
deja ver desde la llegada el peso de la guerra: grafitis de grupos paramilitares y guerrilla,
policiales fuertemente armados, soldados acantonados en improvisadas trincheras, pero
también gentes que se desplazaban en motocicletas de alto cilindraje, con aspecto rudo,
de poncho y mochila y mirada fija, que contrastaban con el resto de pobladores que se
veían: amables, diligentes, soñadores, y hermosas y coquetas mujeres, que disipaban el
dolor de la región.
Me di prisa y busqué una cabina telefónica de EPM (Empresas Pública de
Medellín) y marqué a mi casa para avisar mi llegada, entre tanto, unos disparos
interrumpieron mi agitada comunicación. Cancelo y salgo para encontrarme con una
escena común para ellos e insólita para mí: un comerciante joven, yace en el andén y se
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despide de la vida con tres disparos en su cabeza. En medio del alboroto me abro paso y
busco a un sacerdote que en su carro me esperaba para dirigirnos al seminario Mayor de
Santa María la Antigua del Darién en zona rural entre Turbo y Apartadó; me esperaba un
año pastoral largo que debía cumplir por encargo de la comunidad religiosa para la cual
pertenecía en la época.
Emprendí el viaje a la abandonada finca de propietarios holandeses, donde
funciona el seminario mayor, en el camino hay una pausa y el señor conductor hace un
pequeño desvío para visitar una familia amiga, unos mil metros al lado de la autopista,
lleva en el campero un berbiquí del seminario y yo por una ventana y de manera burlona
asemejo llevar un arma y de inmediato me grita: ¡baje eso o le disparan de la platanera¡,.
Qué sorpresa para mí. Bromas en otros espacios lícitas, aquí pudieron haberme costado
la vida; claro, estábamos en una zona roja declarada ese año como uno de los lugares
más peligrosos del mundo. Tamaña denominación.
Se me frunció el pecho cuando en la tierra pude observar cantidades de casas
agujereadas por balas de fusil, abandonadas con todos sus enseres dentro y abrazadas
por la maleza que cuenta de un pasado no lejano cruzado de muerte; observé madres
jóvenes y cantidad de niños cuya mirada es triste y perdida; ancianos que cual fantasmas
viven en sus ranchos y podrían sus historias inspirar miles de novelas casi de ficción;
grafitis de las AUC con grotescos mensajes a la guerrilla; extensas fincas, con lagos de
pesca, ganado y viciosos cultivos, donde algún día vivió una familia pero hoy los muros
baleados y el olor a muerte son testigos mudos, nadie dice nada, nadie sabe nada…
La ubicación geográfica del lugar: campestre, intermedia a 50 minutos a Apartadó
y a 30 minutos a Turbo, está también cercana a dos caseríos de lado y lado bien
conocidos por las masacres ocurridas allí: “Currulao y El Tres”, lugares donde había muy
pocos habitantes y en cuyos campos deportivos se ejecutaban cientos de personas;
donde los paramilitares en pleno medio día asesinaban a un pequeño comerciante y se
sentaban al frente a beber aguardiente toda la tarde, mientras por el frente patrulla el
ejército y no les increpa para nada…. Impunidad, silencio, complicidad desbordan.
mientras el pueblo rumora: “parece que ese comerciante proveía de víveres a la
guerrilla”, pero en realidad el pobre inocente debía hacerlo sopena de muerte por
amenazas de dichos actores… que situación tan compleja vivían estas gentes, horas y
días llenos de zozobra al vaivén y capricho de todo aquel que empuñaba un arma: grupos
al margen de la ley u hombres de las fuerzas armadas.
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En las tardes de visita pastoral las pocas personas que se resistían a salir o que
aún no habían sido amenazadas, miraban en la Iglesia un consuelo y relataban escenas
de horror vividas a diario; en aquellos lugares se encontraban grupos de hasta 50 niños la
gran mayoría sin padre o huérfanos totalmente que vivían con un vecino o sus abuelos.
Cuando para uno como niño es un placer en la ciudad ver y merodear un helicóptero,
estos niños al menor zumbido buscaban refugio en un rancho o árbol cercano porque
según ellos los bombardeaban, pareciera que para las fuerzas militares todo campesino
sin importar su edad desde el cielo era objetivo militar; la barbarie allí no se da tregua:
narraba una mujer campesina de tez morena, que un día llegaron al atardecer unos
señores armados a su humilde rancho, muy amables saludaron, esperaron a que llegara
de la platanera su esposo, y compartieron con ellos toda la noche tomando café y jugando
numerosas partidas de dominó; a eso de las cuatro de la mañana se pusieron en pie y le
dijeron al hombre de la casa que los acompañara para indicarles el camino ya que aún no
clareaba, se despidieron y ella se quedó en casa, pasados diez minutos escuchó unos
disparos, corrió apresuradamente y ya su querido esposo estaba muerto, sin mediar
palabra, sin juicios el anfitrión engrosaba la lista de los asesinatos cotidianos de aquellos
bandidos.
Busqué literatura, crónicas, bibliografías específicas y nadie da cuenta de ellos.
¿Quién reescribe esta historia para denunciarla y no volver a repetirla? Los medios, para
dicha época y como hoy lo siguen haciendo, no se interesan por esas noticias, jamás
contadas a la opinión pública, muy poco se sabe, de esos homicidios, extraditados
también en las memorias de muchos cabecillas paramilitares y guerrilleros, o militares en
uso de buen retiro que esconden en sus consciencias las más dantescas atrocidades que
se cometieron en el Urabá antioqueño en el año 96, y en los anteriores y posteriores.
Supe de hechos atroces con motosierra a mujeres en embarazo cercenadas dizque
porque su esposo o hermanos eran informantes de un grupo guerrillero; asistí a cientos
de funerales de campesinos vecinos al seminario por que llegaban tarde a sus casas y
por eso eran sospechosos y había que eliminarlos; fui testigo de cómo las mujeres eran
las únicas que en la montaña podían ingresar a sacar el cuerpo de su asesinado padre ya
que ningún hombre ni de la familia ni de las autoridades competentes podían hacerlo
porque corrían el riesgo de ser reclutados o ejecutados. Muchos levantamientos y
reconocimientos de cadáveres se hacían en la carretera principal pues, ninguna autoridad
iba al lugar de los hechos. Cierta tarde de sábado escuchamos junto con las religiosas y
dos sacerdotes que residíamos allí, fuertes explosiones, disparos, y ráfagas de
ametralladoras, mientras los campesinos aledaños corrían y se refugiaban en el
seminario, atemorizados con sus niños en brazos llegaron allí, y temerosos miraban hacia
el lugar del “combate”. Paso seguido un desfile de militares mezclados con paramilitares y
a lomo de mula un hombre difunto y sangrante, de baja estatura, con botas pantaneras, y
a su lado una vieja escopeta de cacería nada parecida al armamento de dichos militares;
con distintivo religioso salimos a su encuentro y a preguntar qué ocurrió, mientras con
gritos de júbilo decían: ¡Padres, miren este guerrillero, que dimos de baja, es un trofeo de
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guerra que nos representará quince días de permiso! Los campesinos allí escondidos
decían: “mire padre, ese radio que lleva ese señor es mío; esas gallinas son de mi tío; esa
bestia es nuestra”, no les bastaba asesinar e inventar lo que hoy podemos llamar el mejor
ejemplo de un falso positivo, también robaban lo que podían; pasadas dos o tres horas,
volvían dichos refugiados a sus ranchos, no sabían con qué sorpresas podrían
encontrarse...
¿Quién supo de ese falso positivo, quién lo denunció, qué medio lo informó? Vaya
Dios a saber (…) nadie lo hizo. Otro inocente que se fue así tal vez a una fosa común con
el título de NN, mientras las medallas corren para aquellos héroes de la patria que
entregan resultados de “muerto en combate” y tienen prebendas aplaudidas por los soles
de Rito Alejo del Río, comandante del ejército con base en Chigorodó.
En la ciudad de Turbo, comercial por excelencia, y a media cuadra de la estación
de Policía, se hospedan los jefes paramilitares y esto no pasa a ser más que un tabú; en
las playas de Necoclí vi patrullar civiles con subametralladoras mini uzi, fácilmente
podrían confundirse con detectives del DAS, pero en realidad eran paramilitares a la vista
de todos, mientras la policía motorizada pasa por el frente y lo ve como algo más del
paisaje; ¿Dónde está el Estado? ¿Dónde la autoridad? ¿Dónde está la ley?
Los días miércoles en la tarde, cuando frecuentaba las playas de Turbo, y en sus
estaderos o “bailaderos” como ellos los llaman, se podían encontrar jóvenes paramilitares
que ya sabían quién era uno, qué hacía, cuánto llevaba en la región y dónde vivía, clara
muestra del control que ellos tenían en la región, podría decirse que desde la llegada al
aeropuerto usted ya estaba chequeado, todos sus movimientos eran controlados por una
red casi invisible. No era raro ver un carro marca Toyota, que llamaban “rumbo al cielo” –
porque a quien subían allí podía darse por muerto-, llegar en las tardes y desembarcar
seis o más hombres y comenzar rápidamente a incorporarse en la montaña y, pasados
unos treinta minutos, aparecería el ejército, que los seguía como fuerza de apoyo, este
era el modus operandí de las Fuerzas Militares y las AUC en dicha región: poder
adjudicarse victorias pero no implicarse directamente en caso de denuncias públicas de
dichos delitos de lesa humanidad. Los sanguinarios paramilitares lo hacían todo, pero las
banderas eran para los soldados, con ello se franqueaban y no entorpecían futuros
ascensos en sus carreras; de esta manera, toda, absolutamente toda la población vivía
atemorizada; se tenía el dominio total en esta rica región de miles de hectáreas de
banano tipo exportación no conocido en el país, porque sólo lo consumen los gringos y
europeos, para el país quedaba el rezago o lo que ellos llamaban “Boleja”, un banano
biche, que por grandes cantidades sirve de alimento al ganado, mientras en las tiendas
puede comercializarse para los hogares colombianos; el banano de alta calidad no lo
conocemos, Chiquita Bran, Banacol entre otras lo exportaban de inmediato…
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Tuve la oportunidad de conocer San José de Apartadó, un lugar encrespado en su
geografía y en cuyo recorrido se asientan varias comunidades indígenas; allí todos los
días al igual que en Apartadó y Turbo había misa fúnebre, en los horarios parroquiales se
fijaba la misa de difuntos para las tres de la tarde, claro: todos los días podría hacerse
oficio religioso: grupos de dos hasta ocho personas eran despedidas con la bendición
sacerdotal, muchas de ellas eran situadas en el atrio del templo, mientras la celebración
se llevaba a cabo dentro, pues la fetidez de su cuerpo era insoportable: hallados en el río,
o en los caños de alguna bananera, degollados, torturados, descuartizados, baleados,
todas las modalidades de muerte inimaginables allí eran posibles; en el cementerio de
Apartadó podían observarse en los primeros meses del año extensas filas de bóvedas
que registraban fechas cercanas y todos del mismo año 96, 96, 96, 96…, caso particular
en éste cementerio (….) ¡Cuántos no pudieron descansar ni siquiera en este espacio!
Es el relato de una experiencia que deja por fuera muchos más episodios de
muerte, para dedicar unas cortas reflexiones y un ejercicio hermenéutico a lo sucedido en
tan azotada región.
Urabá, la región
La guerra por el poder territorial en el Urabá Antioqueño, conformada por
Apartadó, Arboletes, Carepa, Chigorodó, Murindó, Mutatá, Necoclí, San Juan de Urabá,
San Pedro de Urabá, Turbo y Vigía del Fuerte, ocupa una extensión de 11.664 km2 y
tiene una población 508.802. (http://www.paisadeportes.com Recuperado el día 27 de
enero de 2012), es una guerra de vieja data, que no es oportuno referir en este
documento, dado que más que un recuento histórico, se pretende un análisis del
fenómeno de violencia (desplazamiento forzado) e incidencias del Estado Colombiano.
Una rica región que antes que extensos y ricos platanales, goza de un punto
geográfico único, su río Atrato, la culata del Darién y el Golfo, son su riqueza pero a su
vez su infortunio. Nada honroso para la memoria nacional, la masacre perpetrada por las
FARC en 2002, en Bojayá, donde murieron 117 personas, incluidos mujeres y niños, este
horror puso en evidencia el destino trágico de una región abrazada por dos océanos; el
Pacífico y el Atlántico y las tierras continentales de Colombia y Panamá. FARC y
Autodefensas, disputándose un territorio, que explican cientos de masacres y que
permiten comprender el fenómeno, punto clave del comercio y punto estratégico para el
contrabando y el narcotráfico. Las cosas así permiten comprender el sacrificio de miles de
inocentes con el único pecado de vivir en una región rica y próspera, que ha pagado,
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paga y pagará con muertes selectivas, horror, desapariciones y desplazamiento forzado
su fortuna, registrado en su historia desde el s. XVI iniciado por los colonos, lleva el Urabá
cinco siglos de desplazamiento.
Esta esquina del país es rica por ser puerto marítimo, contar con sistemas
montañosos y selváticos y conectar con Centroamérica, es una de las rutas utilizadas por
los grupos armados ilegales para comercializar la cocaína. Sus tierras fértiles han sido por
años propicias para el cultivo del banano y de forma más reciente, de la palma aceitera.
En la década de 1970 y 1980 la guerrilla delinquió en esta región y a partir de 1995
los paramilitares, que fueron enviados por la Casa Castaño. En el Urabá antioqueño
delinquió un grupo a cargo de Hebert Veloza alias „H.H.‟, conocido como el Bloque
Bananero, mientras en el Urabá chocoano lo hizo el Bloque Elmer Cárdenas a cargo de
Freddy Rendón alias „El Alemán‟.
Según datos del estudio de la Cnrr, entre 1997 y 2009 fueron cometidas 44
masacres en las que fueron asesinadas 412 personas, 448 personas pisaron minas
antipersonales, y 323.228 personas fueron desplazadas, de las cuales 128.405
abandonaron
sus
tierras
entre
2000
y
2003.
(http://www.verdadabierta.com/index.php?option=com_content&id=3800. Recuperado el
día 03 de febrero de 2012).
Vale la pena conocer el juicioso trabajo investigativo sobre la historia de Urabá
desarrollado en Universidad Internacional de Andalucía (España) en el año 2006, por el
estudiante Jairo Osorio Gómez, bajo el título: “Pueblos itinerantes de Urabá, la historia de
las exclusiones”, trabajo que nos permite conocer el fenómeno del desplazamiento en su
más extensa génesis; dice el autor con Saramago: “Al fin, Saramago – el hijo de
Azinhaga, esa región pobre de Portugal- tiene razón. “Nos enseñan la historia del pasado
al futuro, y la historia debemos enseñarla al revés: comenzar por el día de hoy y andar
hacia atrás, porque así puede entenderse mejor por qué el hoy es lo que es y no otra
cosa. En el fondo la incapacidad de aprender es producto de una especie de cultivo de
olvido” (Osorio G. Jairo. Pueblos Itinerantes de Urabá. Universidad Internacional de
Andalucía. España, 2006. P. 11). Una lectura retrospectiva, nos permitirá comprender de
manera global dicho fenómeno.
En Colombia cada hora se desplaza una familia, en este preciso instante va una
familia itinerante sin destino fijo y los datos actuales aproximan una cifra de 5 millones de
desplazados en su totalidad en el país, aunque no falta quienes quieran desmentir dichas
cifras. Estos desplazados cargan a lomo de la mula: las tablas de una vieja cama, un
colchón mugriento y desvelado, dos o tres gallinas de su pequeña pollería, y lo peor: el
dolor del desarraigo, la amenaza de no volverse a aparecer por sus tierras y la
incertidumbre de la urbe que no los espera, que los tilda y estigmatiza, y sobre todo de un
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lugar que no es el suyo ni lo será, son presa ahora de la vorágine de un drama que ningún
decreto, ley estatal, subsidio, hombre con camuflado o corbata, jamás entenderá, son la
resulta de un conflicto irracional donde el único protagonista es el afán de lucro y de poder
que corrobora la “bestialidad” humana.
Las víctimas del desplazamiento forzado
El conflicto armado colombiano no escatima género, raza ni edad; genera
masacres, violencia, secuestro, muerte por todas partes; por otro lado ha generado una
aparente costumbre y convivencia con quienes la viven de cerca, conducta asombrosa de
pasividad y acostumbramiento que requiere de una fuerte explicación psíquica. El
desplazamiento es definido como “la migración interna que obedece a causas
relacionadas con situaciones en las cuales la violencia lesiona o pone en peligro el núcleo
esencial de los derechos fundamentales a la vida, a la integridad, a la libertad individual y
a la seguridad personal” (Instituto Interamericano de Derechos Humanos, San José de
Costa Rica. Abril 15 de 1993, p. 1), situación ésta, que uno esperaría fuera transitoria, ya
que sus implicancias recaen directamente sobre la dignidad y vida de quienes lo padecen.
En Colombia, el desplazado es un ser sin memoria, con un proyecto de vida hecho
trizas de la noche a la mañana; un ser que no cuenta, ya que los ojos del Estado están
centrados en las urbes y todos sus desarrollos, proyectos, inversiones, legislaciones,
giran en torno a la ciudad. Los diarios manipulan la realidad, la noticia que no vende o
conviene se queda en el anonimato de unas familias pobres e indefensas que lloran su
suerte en los campos de Colombia, el país rural no nos interesa, a pesar de ser la
despensa de las grandes ciudades.
La carga psíquica con que debe andar el desplazado tiene dos matices, según lo
afirma Jairo Fernández Ardila (2006):
“La acción que generó el desplazamiento: amenazas, torturas,
masacres, muertes selectivas, bombardeos, chantajes, violaciones, que
generan fuerte presión emocional; y por otra parte, el convertirse en
desplazado, situación que arrastra a graves consecuencias psicosociales, los
desplazados se ubican en zonas de alto riesgo; ya no viven en sus ranchos ni
fincas, ello genera la construcción de mentalidades nuevas sin la más mínima
acción que las dignifique” (Fernández A. Jairo. Desplazamiento Forzado en
Colombia. Revista Cuestiones Año 3, N.5. UNAB, Bucaramanga, 2006. P. 10).
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Todo lo anterior repercute en una cantidad de familias con desordenes
emocionales de diversos tipos, donde podemos encontrar familias enteras con problemas
de convivencia, adaptabilidad y agresividad, entre otros, que no son suplidos por los
programas asistencialistas que ofrecen las ONG y el mismo Estado, que dejan en el
camino todas las necesidades psicosociales de este nuevo ciudadano que es el
desplazado. Urgen programas más y mejor estructurados con este tipo de población que
revisten unas necesidades de incorporación a la cultura citadina, con el agravante de los
múltiples duelos y penas que cargan consigo y desestabilizan el tejido familiar, esto no lo
borra una moneda ni un pedazo de pan, ya que sus urgencias están atadas a factores
emocionales, afectivos, culturales y sociales, que merecen un trabajo de intervención
profesional juicioso, que va más allá de una reparación meramente económica, si en el
peor de los casos ésta les sirve de algo.
Ríos de personas, niños, hombres y mujeres, lanzados a las calles de nuestras
ciudades, en las comunas de las grandes ciudades, que implorando la caridad ciudadana,
inventando una vida ciudadana para la cual nunca estuvieron preparados, un estilo de
vida que les resulta extraño, “la ciudad es el lugar donde se vive la separación entre la
vida privada, la vida individual y la vida de consumo productivo” (García, Canclini Néstor.
Consumidores y Ciudadanos. Grijalbo Editores. Buenos Aires, 1999. p. 32), el campesino
en su parcela produce y consume su producto, pero no se vincula a ningún flujo
productivo o en poca medida lo hace; qué pensar entre la vinculación del lugar de
expulsión y la urbe consumista y productivista; desde esta perspectiva debería mirarse al
nuevo ciudadano campesino y desplazado, que condena con su presencia un conflicto
armado interno sin control donde sólo hay tiempo para la guerra y no para sus víctimas;
se abre aquí también una generosa tarea por parte de la sociedad, que debería mirar al
campesino desplazado con un nuevo imaginario, distinto a mirarlo como un estorbo social,
indigente o un fenómeno que afea la ciudad; mientras estas concepciones no se cambien
seremos victimarios de aquellos indefensos que les seguimos desplazando no sólo de sus
tierras, sino también de su moral, su dignidad y sus esperanzas de realización de un
proyecto de vida abruptamente alterado por el ansia de poder.
Ahora bien, miremos un poco el papel de la mujer campesina desplazada, que es
quien finalmente carga con buena parte del drama del desplazamiento, “ya que casi el
90% de las muertes violentas son de sexo masculino” (Comisión Colombiana de Juristas
(1996); y Meertens Donny (1998), pp.236-265). Durante muchos años, podría decirse
durante el periodo “clásico” de la violencia, las masacres de familias campesinas del
bando opuesto era una práctica común; en esas masacres, la tortura, violación y
mutilación de mujeres embarazadas, “cumplía el papel simbólico de „acabar con la
semilla‟ de la familia odiada” (Fals Borda Orlando, et al. La violencia en Colombia. Tomo
II. Editorial Punto de Lectura. 2010. P. 340). Es decir las mujeres eran objeto específico
de la violencia en su condición de madres, de actuales o potenciales procreadoras del
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enemigo; por el contrario hoy en una menor mediada vale el humillar el honor sexual del
enemigo, interesa ocupar su territorio, sujeción de la población y apropiación de sus
tierras. En las masacres bien conocidas por el país como la de la chinita en Apartadó;
Bojayá; San José de Apartadó, entre una interminable lista anónima, no conviene
reconocer públicamente el asesinato de mujeres y niños, muchos casos son atribuidas a
paramilitares para causar su desplazamiento; no podemos negar que la violación sexual
en mujeres es aún una práctica de guerra, escasamente documentada en nuestro país.
En Colombia la precariedad de la información y la continuación del conflicto
armado, dificultan un análisis sistemático que trasciendan las denuncias que se hayan
podido formular,
“ …en la recopilación de casos de violencia sexual realizada por la
Mesa de Trabajo Género y Conflicto Armado (2001. pp.7-10) con bases en la
información de organizaciones de Derechos Humanos y organizaciones de
mujeres, se destaca la participación de todos los agentes del conflicto en
estas prácticas de guerra, se afirma en el mismo informe que la
vulnerabilidad de mujeres y niñas frente a la violencia sexual en el contexto
del conflicto armado no es claramente visibilizada. Frecuentemente los
homicidios cometidos contra mujeres y niñas son precedidas de violencia
sexual, pero esta no suele ser tenida en cuenta por los investigadores de la
Fiscalía, Medicina Legal u otros organismos del Estado, ya que su gravedad
es opacada por los delitos contra la vida” (Sánchez, G. y Lair Eric. Violencias
y estrategias colectivas en la región andina. Grupo Editorial Norma, 2004. p.
603)”
Frente al desplazamiento forzado, el desarraigo y construcción de medios de
sobrevivencia, existen actuaciones distintas, diferentes visiones del conflicto entre ellas
mismas y cómo las afecta después del desplazamiento forzado de acuerdo a sus
experiencias vitales, en aras de reconstruir su proyecto de vida, dichas diferencias son
marcadas por la condición social, económica, trauma sufrido por la violencia entre otros;
depende también del liderazgo ejercido en sus comunidades, previo a su viudez repentina
y posterior desplazamiento.
Durante el año 1996, conocí un gran número de mujeres campesinas y viudas
entre los 23 a 28 años, jóvenes mujeres con diversos relatos de muerte, por ejemplo dice
doña Marina en Julio del 96, vecina del Seminario Mayor Santa maría la Antigua del
Darién:
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“Tábanos una noche aquí, José y los pelaos, viendo televisión,
cuando a eso de las diez de la noche golpearon la puerta
fuertemente, apagamos de inmediato y se dentraron unos señores
armados dizque a buscar armas; nos sacaron pa’ fuera, y revolcaron
todo, todo; tiraban toda la ropa por la ventana, inclusive mi niña de
tres meses, salió volando entre un colchón enrollado, no se
percataron que ella iba allí, como pude fui y la saqué antes que se
ahogara. Luego de no dejar rincón sin buscar, a él se lo llevaron, y lo
asesinaron ahí cerca del caño, a él le faltaba un brazo, y todo así lo
mataron, ahora tengo que salir pa´ Medellín donde una comadre que
vive por allá, yo aquí no me quedo, ahora vendrán por los pelaos”
(Fotografía del Autor. Urabá, 1996. Campesinos Víctimas de la Violencia)
Este estremecedor testimonio, es el de una mujer de treinta años, que vivía con su
familia entre Apartadó-Turbo, con seis hijos, cinco varones entre los dos y diez años y
una bebé de tan sólo tres meses de nacida. Su esposo un humilde labriego, discapacitado
y acusado al parecer de guardar armas y ser informante de la guerrilla.
Historias como esta, podrían contarse por cientos en el Urabá Antioqueño y en todo
el país, donde las mujeres además del drama de la muerte, deben convertirse en una
infortunada noche, en valerosas viudas, madres cabeza de hogar, que van la mayoría de
éstas, con rumbo desconocido a la cabecera municipal más cercana o a las grandes
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ciudades, en búsqueda de un destino incierto, una ciudad de llegada que no favorece su
anonimato, porque en las calles y con una familia a rastras nadie puede pasar
desapercibido, en el peor de los casos, su vida se desgrana en peores desgracias: abuso
sexual en inquilinatos, prostitución, persecución por parte de las mismas autoridades,
abandono estatal, maltrato físico y psicológico, catapultas de un drama que apenas es
comparable con una especie de muertos vivientes.
Anotaciones finales
El país no conoce buena parte de la barbarie del conflicto interno gracias a la
complicidad de los medios masivos de comunicación y sus apoderados que no les
conviene que la verdad se conozca, mucho menos los gobiernos ni las fuerzas armadas
admitir cuestión ante la abrazadora tenaza de la guerra que no conoce hasta el momento
una solución acertada y contundente, por ello ya el país no cree, no pinta palomitas de la
paz.
Del hermoso Urabá Antioqueño, pocas plumas han escrito, contados
investigadores han penetrado la región para retratar una realidad con múltiples rostros, ni
siquiera esta corta reflexión hace justicia ni relata la magnitud de su drama tan copioso
como su geografía y el valor de sus gentes.
Hoy es posible comprender un poco más el fenómeno guerrillero y paramilitar y sus
funestas consecuencias, gracias a los análisis de corajudos académicos, juristas e
investigadores intencionados en denunciar o al menos informar al país con cifras,
nombres propios, instituciones y entes estatales que durante los últimos treinta años han
estado detrás del conflicto y han hecho del país de las hermosas plataneras un campo de
muerte, miedo y horror. Obras como “La Violencia en Colombia” en sus Tomos I y II de
Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna (2010), hacen una
historiografía y análisis del conflicto colombiano de manera juiciosa; entre tanto la
magistral obra de Claudia López Hernández, (2010) “y refundaron la patria… De cómo
mafiosos y políticos reconfiguraron el Estado Colombiano”, nos ofrece una sesuda
investigación colectiva de lo que es el rostro oculto del conflicto, ese que pocos conocen y
que a muchos no les conviene que el país sepa.
En la obra citada finalmente, Francisco Gutiérrez Sanín, hace un interesante
prólogo donde precisa –a su modo de ver- dos objetivos claros de la obra: “primero hacer
un recuento exhaustivo, tanto nacional como departamental de la penetración de la
guerrilla (ELN y FARC) y de los paramilitares, en la vida pública y el Estado … y por otro
lado la variación de estrategia por parte de cada grupo para perpetrar la vida pública y el
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Estado” (López H. Claudia. “y refundaron la patria… De cómo mafiosos y políticos
reconfiguraron el Estado Colombiano”. Debate. 2010. p. 10).
En los últimos años el país ha tenido que sumar en su diccionario palabras nuevas
como parapolítica, FARC o Eleno política, narco guerrilla y narco paramilitarismo, estas y
muchas más adjetivaciones más, son la prueba fehaciente de un Estado penetrado hasta
“los tuétanos” de corrupción y barbarie en distintos niveles; traigamos a colación unas
célebres anécdotas para corroborarlo:
“¿no terminó Gustavo Ñungo, el famoso fiscal rigorista que en un consejo
de guerra aseveró que era mejor condenar a un inocente que dejar libre a un
culpable, encartado por venderle armas a los insurgentes?” (López H. Claudia. y
refundaron la patria… De cómo mafiosos y políticos reconfiguraron el Estado
Colombiano” .Editorial Debate, 2010. p.17);
Casos múltiples de cómo la guerrilla puso a su servicio partes del Estado podrían
enumerarse: casi todos los grupos insurgentes intentaron tener acceso al Estado, de
diversas maneras, hablaban de aliados en los partidos políticos de todas las latitudes,
buscaron tener presencia en la movilización social; buscaron penetrar juntas de acción
comunal –el caso de la guerrilla- la asociación popular más grande del país e interferir las
agencias que tenían comunicación directa con el campesinado; presionaron alcaldes para
obtener cosas: rentas y objetivos políticos o estratégicos, por ejemplo que no se
construyeran puestos de policía, que no se llevara la telefonía al pueblo; las cosas así,
lograron importantes vínculos con alcaldes inclusive con gobernadores; cientos de
concejales opuestos, han sido asesinados ante la negativa de sumarse a los propósitos
de la insurgencia.
Por su parte los paramilitares también conquistaron prácticamente todas esferas
del país en el área rural y paulatinamente en lo urbano Estatal; parte de su razón de ser
es la defensa de la propiedad sobre todo lo rural, contra la guerrilla pero también contra
cualquier forma de protesta y ciertamente contra muchas modalidades de presencia y
regulación del Estado,
los paramilitares son a la vez propietarios rurales, vigilantes y
proveedores de seguridad para amplias capas de propietarios rurales, que
controlan y coordinan de diversas maneras; para el caso de Urabá, los
jefes paramilitares argumentan que los grandes bananeros y
multinacionales eran quienes los financiaban.
Dice Clara López (2010), que en junio de 2008, (inicio de su investigación) la
fiscalía reportó haber investigado 254 funcionarios públicos, 83 de ellos congresistas, por
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presuntos vínculos con paramilitarismo; al cierre de su publicación, en abril de 2010, la
cifra subió a 400 políticos de elección popular de los cuales 102 son congresistas. De 87
de los 102 congresistas que adelanta la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía, así como
también en los procesos contra 109 servidores públicos, 324 miembros de la fuerza
pública y en otros 5.766 casos de ciudadanos involucrados con las actividades criminales
del narco paramilitarismo, como lo muestra el gráfico*; dichas cifras ofrecidas por la
Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía General de la Nación, indican que una tercera
parte de los Alcaldes, Gobernadores y Congresistas de Colombia de la última década,
pudieron haber sido promovidos por el narco paramilitarismo y que cogobernaron con
ellos, y otros con las guerrillas; ello pone en evidencia que los ilegales no eran tan
clandestinos ni asilados como se creía, sino que han contado con todo un número de
altos dignatarios y personas “de bien” y de una gran estructura política para sacar
adelante sus objetivos en todos los niveles territoriales, políticos e institucionales.
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Total de compulsas a miembros de la fuerza pública: 324
Total de compulsas a políticos: 400
Total de compulsas a servidores públicos: 109
Otros casos: 5.766
* (López, C. 2010. pág. 30. Fuente: Fiscalía General de la Nación para la Justicia y la Paz. Datos de Abril 30 de 2010)
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En una emisión nocturna de noticias Caracol en Colombia del 01 de Febrero de
2012 (Hora: 7:00 pm.), dieron a conocer a la opinión pública un deshonroso listado de
presidentes del Congreso de la República de Colombia, cuyos personajes están siendo
investigados o ya han sido condenados por tener vínculos con paramilitares y en el peor
de los casos por ordenar masacres, en su orden aparecen: Mario Uribe, Luís A. Gómez
Gallo, Rocío Gutiérrez, Dilian Francisca Toro, Javier Cáceres, Hernán Andrade, César
Pérez García, y finalmente Miguel Pinedo; se pueden hacer consideraciones propias.
Extensas páginas podrían dedicarse a profundizar estos fenómenos tan disímiles
en su naturaleza, pero tan únicos en las consecuencias generadas; ningún campesino en
el Urabá Antioqueño haría disertaciones filosóficas o políticas seguramente sobre el
conflicto nacional, pero si se preguntaría por qué dejar mi tierra, por qué a mi familia, por
qué a mí, y mil preguntas más apenas obvias para alguien que en cuestión de horas le
sentencian su muerte, teniendo que salir despavorido y a la merced de todos los
desafíos que se empeñan en nublar ahora su destino incierto.
Hoy, después de tantos proyectos y leyes fallidas, de “desmovilizaciones” y actos
de “perdón y olvido”, millares de víctimas y familias enteras quieren saber la verdad en el
contexto de la justicia restaurativa y transicional; ¿quién responde por esas muertes
selectivas en todos los rincones del país, por todos aquellos campesinos brutalmente
decapitados y anclados en los ganchos conde un día alzaran sus bananos; quién le dice a
doña Marina yo soy el autor intelectual y material de la muerte de su esposo y voy a
reparar ese daño causado?, muchas de esas respuestas han sido extraditadas con los
cabecillas, que desde una celda carcelaria en los Estados Unidos, confiesan a capricho
aquello que les pueda traer beneficio para su situación judicial, pero la verdad aún no está
dicha, como es el caso de Hebert Veloza, alias “HH”, exjefe paramilitar del Bloque
bananero para la época referida, direccionado por Carlos Castaño. Por eso se llora aún a
los cientos de niños, hombres y mujeres cuotas inocentes de la guerra, que en cualquier
fosa común, caño o río, ladera o zona boscosa, duermen y piden justicia.
Al hacer una reflexión cuidadosa, se podría afirmar con Clara López, que el
carácter contrainsurgente del paramilitarismo es más
“mito político que realidad militar, y que, con contadas excepciones, fue
poco efectivo como instrumento de derrota militar de la guerrilla; también que el
carácter social y revolucionario de la guerrilla es otro mito histórico” (López, C.
p.19),
Los narco paramilitares fueron fuertes a la hora de masacrar y desplazar
campesinos y civiles inermes pero débiles para enfrentar a los combatientes de la
guerrilla, lo mismo ocurre con la guerrilla: fue eficaz para secuestrar y asesinar políticos y
civiles inermes, para tomarse pueblos y sembrar minas anti persona, pero incapaz de
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repeler la avanzada paramilitar y defender la población campesina que decía representar;
en sus análisis encuentra Claudia López una particularidad:
“curiosamente tanto guerrillas como paramilitares nacieron como
grupos de autodefensa, los primeros del campesinado y los segundos de
terratenientes y ganaderos” (López, C. 21).
En la memoria de nuestros nacionales y del mundo se han grabado y seguro habrá
de extenderse por años y generaciones enteras la historia escrita por apellidos de fácil
recordación como los de Escobar, Rodríguez Orejuela, Castaño, Mancuso, Báez, Del
Río, Uribe, Araujo, De la Espriella, Medina y Gil, entre muchos más con nombre propio,
que en los últimos treinta años fueron y han sido protagonistas de escribir buena parte de
la historia de este país; a la fecha muchas cosas han cambiado, por ejemplo la
denominación que se da en muchas partes del país a las autodefensas es la de “Bacrim”
que al servicio de un señor, siguen delinquiendo en el campo y la ciudad, cambian los
nombres, siguen los asesinos y los actos delictivos muy fuertes; las desmovilizaciones
espectaculares con promesas inconclusas; han sentenciado a cientos de sus miembros
por delitos de lesa humanidad, pero muchos más han quedado a la deriva, con un
proyecto violento trunco, sin oportunidades y cargados de falsas expectativas por parte
del gobierno, acto seguido se han reincorporado y rearmado, y con mayor ahínco
delinquen hoy; la política de seguridad democrática del gobierno Uribe, disipó la presencia
guerrillera en muchos lugares del país, pero a decir verdad, hoy no están diezmados
como lo dicen los medios, que a su vez dejan escapar notas donde la guerrilla mata
todvía policías, militares y civiles a pesar de las bajas de sus cabecillas; muchos lugares
de Colombia son aún territorio paramilitar y guerrillero y vedados para el Estado; cuando
la mentalidad de dinero fácil y enriquecimiento ilícito comience a transformarse por la de
un país emprendedor y soñador; cuando la generación actual de congresistas y políticos
corruptos haya pagado sus deudas y sus sillas vacías estén limpias, cuando la verdad sea
la bandera de los procesos de reparación a las víctimas, cuando las futuras generaciones
tengan la ética suficiente para ejercer sus profesiones y no untarse de codicia, cuando
cada colombiano no se quede en el balcón del juzgamiento y le duela este país, cuando
se profesionalicen realmente nuestras fuerzas armadas y militares, cuando el fantasma de
la impunidad desaparezca y prime la “verdad” esperada, cuando nos duelan las víctimas y
sean motivo permanente de reflexión académica
desde ambiciosas cruzadas por el
cambio estructural de un país que ha puesto demasiados ríos de sangre y lágrimas por
sus hijos; cuando ningún colombiano en absoluto sea indiferente al dolor de su país, sólo
ese día podrán enarbolarse orgullosas las banderas de la paz, para que ondeen sobre
nubes de verdad y justicia social. El compromiso recae en nuestras manos desde la
condición de colombianos y ciudadanos, de cualquier condición social o lugar del país,
este será entonces, el mayor tributo a todas aquellas víctimas que se fueron a la tumba o
padecen el dolor de la guerra; no habrán entonces zonas rojas, sino verdes y blancas
para ser feliz, en una tierra y una esperanza realmente restituida.
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Referencias
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