Durante el siglo XII DC

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Durante el siglo XII D.C.,
en el territorio que ahora corresponde a México, comienza un
amplio movimiento migratorio que lleva del norte hacia el sur, a la llamada meseta central; a pueblos cazadores
y guerreros conocidos bajo la denominación de chichimecas (término equivalente a “bárbaros”), ajenos a la agricultura e ignorantes de actividades propias de culturas sedentarias, como la construcción y los tejidos.
Estos pueblos, al ponerse en contacto con los agricultores sedentarios que habitaban la zona, vestigios de la
civilización tolteca y que permanecieron en el lugar después de la destrucción de la mítica Tula (identificada
actualmente como Teotihuacán), rápidamente asimilan la cultura y costumbres de sus predecesores, fundan
aldeas y ciudades y aprenden a realizar obras hidráulicas.
La lengua náhuatl clásica, que se hablaba en la zona invadida, se impone sobre los dialectos rústicos de los intrusos. Surgen ciudades como Colhuacán, Azcapotzalco y Texcoco, donde los poderosos llevan una vida refinada;
se disputan la hegemonía del valle y se la arrebatan sucesivamente los unos a los otros. Este es el ámbito en el
que los mexicas (también se les llamaba aztecas en recuerdo de Aztlán, mítico punto de partida de su
emigración), una tribu pobre y sometida consigue de sus ricos vecinos algunos islotes pantanosos en el lago que
se extiende en el valle. Los mexicas fundan ahí su capital (una aldea miserable formada por chozas de carrizo)
alrededor del templo que han construido para Huitzilopochtli (el “colibrí zurdo”, deidad de la guerra y el Estado)
su indomable dios patrono que los ha guiado en su peregrinación durante siglo y medio. Están rodeados de pantanos sin tierra cultivable y carecen de bosques y piedra para construir. Alrededor todo el suelo está en poder de
las ciudades más antiguas, que guardan celosamente sus campos, sus bosques y sus caminos. En el año 1325
esa tribu errante se establece en los lugares desolados donde se les tolera, pero donde ellos, los aguerridos mexicas han visto el signo anunciado por su dios; un águila posada en un nopal y devorando una serpiente. Van a
pasar todavía cincuenta años para que se organicen y nombren a su primer soberano, Acamapichtli. Aún son una
débil nación cuyo futuro es incierto, que debe aceptar la supremacía de Azxapotzalco para poder sobrevivir y de
la cual no se liberará sino hasta 1428, poco menos de un siglo antes de su caída por la conquista española.
Con estos humildes principios, en 1325 nadie habría podido suponer que se estaban construyendo los cimientos
de un imperio poderoso, salvo los que “cargaban al dios”, los sacerdotes-guerreros que habían cuidado la imagen
de Huitzilopochtli durante la migración los que transmitían fe en la promesa de que ellos serían los dominadores.
Ellos integraron el primer núcleo de la clase dirigente que encabezaría a los mexicas, algunos años más tarde, a
la cima del poder.
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A principios del siglo XVI, México-Tenochtitlán ya se yergue orgullosamente sobre las aguas del lago que la rodea
por los cuatro costados; con sus terrazas, templos y palacios es la Venecia del Nuevo Mundo y de los tiempos
difíciles no queda más rastro que los jardines flotantes, las ingeniosas chinampas que los mexicas crearon amontonando el limo sacado del fondo del lago sobre balsas de varas. Las chinampas testimonio viviente de Tenochtitlán, todavía pueden verse en el lago de Xochimilco, al sur de la ciudad de México.
A la llegada de Hernán Cortés y sus huestes al territorio del actual estado de Veracruz, en el fatídico año de 1519
(“Uno caña, según el calendario indígena), el nombre Moctezuma Zocoyotzin, el emperador mexica, era sinónimo
de esplendor y poder entre un gran número de pueblos diversos. Las riquezas de su provincia llegaban a Tenochtitlán y el lujo se desbordaba. Desde la época de la Tula legendaria no se habían visto tantas maravillas.
El actual escudo de la República Mexicana, el águila posada sobre un
nopal y devorando una serpiente, no es más que la reproducción fiel
del glifo que designaba a la ciudad azteca. El códice de 1576, que se
encuentra en la Biblioteca Nacional de Francia (Colección Aubin-Goupil), ofrece esa imagen rodeada de dibujos que representan
cañas y chozas. Se vuelven a encontrar el águila y el nopal, pero sin la
serpiente, con la leyenda “Tenochtitlán”, en el códice Mendoza, redactado por escribanos indígenas por órdenes del virrey español Antonio
de Mendoza (1535-1550) para ser enviado al emperador Carlos V;
actualmente está, en Oxford, Inglaterra. En ambos casos se trata de
cuadros que evocan el origen de la ciudad, a la vez maravilloso y humilde. Inclusive en la cúspide de la gloria, los aztecas no olvidaron que su
ciudad había sido fundada en los pantanos por una tribu despreciada.
A principios del siglo XVI, el recuerdo de esa época se conmemoraba
una vez al año durante las fiestas del mes etzalqueliztli. Los sacerdotes
se iban a bañar ceremonialmente a la laguna y uno de ellos, el chalchiuhquecuilli (literalmente “el sacerdote de la piedra preciosa” es decir
“del agua”) decía la fórmula ritual: “Aquí está la cólera de la serpiente,
el zumbido del mosquito de los juncos blancos”.
Después todos se arrojaban al agua con manos y pies, imitando los
gritos de las aves lacustres, algunos gritaban como patos, otros como
garzas y otros como grullas. Y el rito se repetía durante cuatro días
consecutivos.
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Alrededor de este centro religioso central se erigieron los palacios imperiales. También de ahí partían los grandes
ejes a lo largo de los cuales creció la ciudad. Tenochtitlán era, ante todo, el templo: el glifo que la representa como
“ciudad vencida” es el símbolo de un templo medio destruido e incendiado. En esta “casa de dios” (tal es el sentido de la palabra azteca teocalli) se resume y concentra el ser mismo de la ciudad, del pueblo y del Estado.
Ese centro original de México descansaba en suelo firme, rocoso; se construyó el templo original “al borde de una
cueva”, oztotempa. Era una isla en medio de los pantanos, en una ancha bahía de la laguna. La costa alrededor
de Tenochtitlán describía un vasto arco lleno de aldeas y ciudades: Azcapotzalco y Tlacopan al oeste, Coyoacán
al sur, Tepeyacac al norte, al este estaba el gran lago salado de Texcoco; al sur las aguas dulces de los lagos de
Xochimilco y de Chalco. Había otras islas o islotes que se elevaban sobre la superficie de la bahía alrededor de
Tenochtitlán especialmente la isla que se llamó en un principio Xaltelolco (“montículo de arena”), y después
Tlatelolco (montículo de tierra), situado al norte del lugar donde se construyó el templo de Huitzilopochtli. La isla
de Tlatelolco sólo estaba separada de la de Tenochtitlán por un bazo de la laguna sobre el cual se construyó un
puente.
Para entender la magnitud del trabajo que se realizó para construir Tenochtitlán, es necesario imaginar la tarea
abrumadora que debe haber sido para ls primeras generaciones de mexicanos adaptar a sus servicios ese gran
número de islas pequeñas, de bancos de arena y de lodo, de pantanos más o menos profundos. Los aztecas
tuvieron que crear el suelo acumulando lodo sobre balsas de juncos, ahondar los canales, hacer terraplenes en
las orillas, construir calzadas y puentes. A medida que aumentaba la población, los problemas urbanos, como
diríamos hoy, se hacían más difíciles de resolver. El hecho de que haya podido surgir y hacerse una gran ciudad
en tales condiciones, por el esfuerzo de un pueblo sin tierra, es un verdadero milagro del ingenio y de la tenacidad
de esos hombres. El orgullo que mostraron por su obra no era injustificado. Del villorrio miserable de chozas
dispuestas entre los juncos, a la majestuosa ciudad del siglo XVI ¡qué admirable camino se había recorrido!
En la época de la conquista española, la ciudad de México englobaba a la vez a Tenochtitlán y a Tlatelolco. Se
extendía de norte a sur desde los límites septentrionales de Tlatelolco, frente a la ciudad costera de Tepeyacac,
hasta los pantanos que poco a poco se perdían en el lago; una serie de toponímicos señalaban el límite meridional del espacio urbano: Toltenco (“a la orilla de los tules”), Acatlán (“lugar de cañas”), Xihuitonco (“pradera”),
Atizapán (“agua blanduzca”), Tepetitlán (“junto a la colina”), Amanalco (“pieza de agua”). Al oeste terminaba más
o menos donde está actualmente la calle de Bucareli, en Atlampa (“a la orilla del agua”) y en Chichimecapan (“río
de los chichimecas”).
Por el oriente se prolongaba hasta Atlixco (“en la superficie del agua”), donde comenzaba la zona libre del lago
de Texcoco. La ciudad presentaba en conjunto la forma de un cuadrado de tres kilómetros por lado aproximadamente. Toda esa superficie había sido transformada durante dos siglos de actividad en una red geométrica de
canales y terraplenes ordenados alrededor de dos centros principales: el Templo Mayor y la plaza de Tenochtitlán,
el Templo Mayor y la plaza de Tlatelolco y de numerosos centros secundarios, los barrios.
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Los conquistadores españoles, testigos oculares de la magnificencia de Tenochtitlán en la cúspide de su desarrollo, expresaron su asombro ante el esplendor de la ciudad. Según el cronista Bernal Díaz del Castillo “veían cosas
jamás vistas y soñadas”. El menos impresionable entre ellos, Hernán Cortés, alabó con entusiasmo la belleza de
los edificios, particularmente la de los jardines, tanto los situados sobre las terrazas como los dispuestos sobre el
suelo. Observó las calles, largas y rectas, cortadas por canales donde circulaban canoas al acueducto que llevaba el agua dulce a la ciudad, la amplitud y la actividad de los mercados.
Cuatro días después de su entrada en Tenochtitlán, que tuvo lugar el 12 de noviembre de 1519, Cortés y sus principales capitanes fueron con el emperador Moctezuma a visitar el gran templo de Tlatelolco. Salieron a lo más
alto del teocalli que tenía ciento catorce escalones, y se detuvieron sobre la plataforma superior de la pirámide.
Moctezuma tomó a Cortés de la mano y según la narración de Bernal Díaz, “le dijo que mirase su gran ciudad y
todas las más ciudades que había dentro en el agua, y otros muchos pueblos alrededor de la misma laguna en
tierra, y que si no había visto su gran plaza, que desde allí la podía ver muy mejor, y así lo estuvimos mirando
porque desde aquel grande y maldito templo estaba tan alto que todo lo señoreaba muy bien; y de allí vimos las
tres calzadas que entran en Méjico, que es la de Iztapalapa, que fue por la que entramos cuatro días hacía, y la
de Tacuba que fue por donde después salimos huyendo la noche de nuestro desbarate (“la noche triste”)… y la
de Tepeaquilla. Y veíamos el agua dulce que venía de Chapultepec, de que se proveía la ciudad, los puentes que
tenían cortes de trecho en trecho, por donde entraba y salía el agua de la laguna de una parte a otra; y veíamos
en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unos que venían con bastimentos y otras que volvían con cargas
y mercaderías;…y veíamos en aquellas ciudades, cúes (templos) y adoratorios a manera de torres y fortalezas,
y todos flanqueando, que era cosa de admiración, y las casas de azoteas, y en las calzadas otras torrecillas y
adoratorios que eran como fortalezas. Y después de bien mirado y considerado todo lo que habíamos visto, tornamos a ver la gran plaza y la multitud de gente que en ella había, unos comprando y otros vendiendo, que el rumor
y el zumbido de las voces y palabras que allí sonaba más de una lengua, y entre nosotros hubo soldados que
habían estado en muchas partes del mundo, en Constantinopla y en toda Italia y Roma, dijeron que plaza tan bien
compasada y con tanto concierto y tamaño y llena de tanta gente no la habían visto”.
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