Con la muerte en las manos

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RESEÑAS
Clío, 2003, Nueva Época, vol. 2, núm. 30
Con la muerte en las manos
Rafael Valdez Aguilar
El curanderismo en el Culiacán del siglo XVII
Culiacán, La Crónica de Culiacán, 2003, 168 pp.
Carlos Maciel Sánchez1
El es un médico honrado por la gracia del Señor,
Que tiene muy buenas letras
en el cambio y el bolsón.
… Que ha muerto más hombres vivos
Que mató el Cid Campeador
Entrando en una casa
Tiene tal reputación,
Que luego dicen los niños:
Dios perdone al que murió
Y con ser todos mortales
Los médicos, pienso yo
Que son todos veniales
Comparados al Doctor
…Los médicos semejantes
Hace el Rey, nuestro Señor
… Si a alguno cura y no muere
Piense que resucitó
Y por milagro le ofrece
La mortaja y el cordón…
Quevedo.
Aproximadamente por el mismo tiempo que tenían lugar los autos de fe en la
remota Villa de San Miguel de Culiacán, Francisco de Quevedo y Villegas
lanzó este dardo certero y lleno de sarcástico veneno en contra de los médicos
que formaba la monarquía española. En su legendario romance satírico,
Quevedo nos confirma que, en efecto, los médicos no siempre han sido tan
buenos ni tan santitos como nos parecen. Hubieron de pasar miles de años y
sucumbir miles de cristianos, para que la medicina, en su incansable
––––––––––––––
1
Profesor-investigador de la Facultad de Historia, UAS.
Clío, 2003, Nueva Época, vol. 2, núm. 30
experimentar, fuera lo que hoy es. Todavía hasta mediados del siglo XIX el
austriaco Philip Ignaz Semmelweis había descubierto que los médicos llevaban
la muerte en sus manos. Hombre torpe de habla y de recursos persuasivos, se
convirtió en víctima de la soberbia médica de aquel entonces. Su teoría, con
poco éxito, la redactó en 1860 en una memoria titulada Etiología, concepto y
profilaxis de la fiebre puerperal, en la que, palabras más palabras menos,
planteaba la necesidad de que los médicos, antes de atender a las parturientas,
deberían lavarse las manos con agua y con jabón. Esto era seguramente el
principio de la asepsia. El destino de Semmelweis fue tan negro, como la gente
de color que años más tarde nos dibujaría Rafael Valdez. Primero lo declararon
loco, hasta que finalmente, lograron enloquecerlo en realidad.
Viene a colación esta digresión acaso porque en las 148 páginas con sus
ilustraciones de El curanderismo en el Culiacán del siglo XVII, Rafael Valdez
hace un amplio recorrido por el desarrollo de la medicina y la práctica médica
en España y en la Nueva España, vinculando de manera coherente y
afortunada aspectos diversos del desarrollo histórico de Sinaloa con la práctica
de la medicina popular de aquel entonces.
El texto se estructura en cinco capítulos en los que se analizan problemas
relacionados con la minería, encomiendas, pesca, ganadería, iglesia y
administración pública en Culiacán, alrededor del año 1627. Se hace, también,
una breve revisión de los antecedentes y del accionar del Tribunal del Santo
Oficio en España, la Nueva España y Sinaloa; de igual manera se aborda lo
relativo al Real Protomedicato y a la medicina y médicos universitarios y de la
conquista. Estos capítulos son los antecedentes y el vínculo que permiten a
nuestro autor analizar la temática relacionada con la medicina popular que se
practicaba en Sinaloa y con la persecución de que eran objeto estos aprendices
de brujo y a veces verdaderos brujos, pioneros de la actual medicina de once
ríos.
El texto de Rafael Valdez es una lección permanente sobre la medicina
practicada en la Nueva España y sobre su impacto diferenciado en los distintos
estratos sociales de la población. Tenemos así que la práctica médica popular
se dé de acuerdo a jerarquías y grupos sociales y por supuesto, dependiendo de
la zona geográfica de que se trate. Es común que el estrato europeo sea
atendido por médicos religiosos (cuando no había médicos con formación
universitaria) o por cirujanos así llamados romancistas. La población indígena,
tiene sus propios curanderos en cuya cúspide estarán sus chamanes. Negros,
mulatos y castas de tono subido (libres o esclavos) pondrán sus esperanzas de
salud en manos generalmente de curanderos mulatos y negros, y, a veces, de
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cirujanos barberos. Los mestizos, crisol de razas y hábitos culturales al fin y al
cabo, termina por ser el grupo de mayor flexibilidad, tanto en el terreno de la
oferta médica, como de la ausencia de prejuicio para ponerse en manos de
brujos, médicos, barberos o chamanes, sean negros, blancos, amarillos o del
color de piel que fuera.
La lectura de El curanderismo en Culiacán, vierte información
sorprendente sobre el rápido proceso de mestizaje y asimilación intercultural
de los diversos grupos raciales que poblaban esta parte de la periferia del
noroeste novohispano. Baste tan solo pensar que entre la conquista del
noroeste y 1627, ya había una cultura médica popular consolidada.
Tenemos, pues, que para el siglo XVII hay un aumento considerable de la
población negra, mulata y mestiza, que es a final de cuentas la más beneficiada
por la medicina popular, creencial o milagrera mestiza, que nuestro autor la
define como “el conjunto de prácticas y creencias con respecto a la salud y
enfermedades que realizaban unas personas denominadas curanderos o
sanadores”.
Hay que decir que esta medicina popular emana de diversas fuentes. Por
un lado, de la medicina popular y no siempre tan popular española, que aparte
de sus conocimientos y prácticas empíricas y mágicas, introducía también
elementos del galenismo de la época, así como sus antiguas referencias de
alquimia y astrología. Pero por otra, de la indígena, cuyos conocimientos y
práctica herbolaria, quirúrgica, traumatológica y obstétrica, así como sus
creencias mágico-religiosas, fueron un rico caldo de cultivo en la amalgama de
esta tradición médica.
Otro aporte importante en la conformación de la medicina de la época lo
brindaron negros y afro mestizos (mulatos, zambos, coyotes, tente en pie, salta
pa’tras y otros) que fueron además sus principales practicantes. Aportaron sus
recursos mágicos y su sabiduría ancestral traídos desde África y transmitidos
de manera oral de padres a hijos.
Pero esta medicina, nos dice Valdez, estaría incompleta sin la
participación decidida, entusiasta siempre y poco valorada hasta hoy en día, de
las comadronas o parteras, que se encargaban de alumbramientos, abortos,
además de tratamientos de mal de amores, elaboración de talismanes y filtros
amorosos y aún de zurcidos invisibles de honras perdidas.
Este tipo de medicina que ha existido desde que el hombre camina
erguido y que se practica con profusión en la actualidad, estuvo en aquel
entonces regulada por el protomedicato, vigilada y sancionada por autoridades
civiles y clericales. No obstante, nos dice Valdez, debido a la falta de remedios
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mejores, frente a tantos males, todos se hacían de la vista gorda ante el
ejercicio ilegal de empíricos y aficionados.
Valdez, pone al descubierto las enfermedades y prejuicios de la época,
señalando tantos males como ignorancia existía en la sociedad española y
novohispana de los albores del siglo XVII. De esta manera, los embrujados, los
poseídos, los castigados por la ira divina o maligna, todos están a la orden del
día. Los males van desde el humilde, por lo generalizado, mal de ojo, hasta los
soberbios “alunados”, criaturas inocentes que por haber sido expuestos ante la
nívea luz de la luna se volvieron locos, bobos, ciegos o tontos. Había también
otros inocentes con malformaciones congénitas (paladares hendidos, labios
leporinos, bracitos de pepino criollo, etc.) cuyo único pecado consistió en que
por descuido, sus progenitoras no usaron ropa interior roja durante la rara
ocurrencia de algún eclipse lunar o solar.
Pero esta “sabiduría popular” no era privativa del noroeste mexicano.
Aun en tiempos más recientes, en Chiapas, cerca de 1770, después de varias
epidemias que azotaron aquel confín de esmeralda y selva, pasadas múltiples
hambrunas y calamidades, atisbó su rostro bicolor el mal del pinto, sin que
hubiera remedio ni curación capaz de matizar las tornasoladas y contrastantes
tonalidades de la epidermis infectada. La conseja popular atribuyó esta nueva
desgracia a mil cosas; entre otras, se dijo que el nuevo mal se debía a las
rivalidades que había entre los pueblos, lo que hacía que sus habitantes se
pusieran negros o morados de coraje, claro está que no todos volvían a sus
colores originales. Otros decían que era el resultado de andar comiendo
iguanas crudas todo el santo día. Otros más, achacaban el mal a la nefasta
práctica de comer al mismo tiempo carne de cerdo, leche y sandía. Los más
suspicaces insistían en que el dicho pinto provenía de una morocha chiapaneca
que propagó la enfermedad mediante el contacto sexual.
Así, males, causas, efectos, fenómenos sociales e históricos, van
desfilando con fluidez por las páginas amenas de El curanderismo en
Culiacán, lectura que nos recuerda la fragilidad de la vida y la lucha
endemoniada que el hombre, en el tiempo, ha tenido que librar para colocarse,
médicamente hablando, en la parte sana de la vida.
Los parangones con el presente abundan en esta lectura. Valdez nos
habla, ya para entonces, de la existencia de especialistas de las más distintas
estirpes: empíricos, hechiceros, nigrománticos, astrólogos, judiciarios,
conjuradores, ensalmadores y saludadores. Vemos que cada uno de ellos tiene
una función específica, en esa fe fantástica e indomable del populacho y aún de
las élites, en la cura de los males que los alejaban repentinamente de los
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placeres de la vida, porque solo ante la enfermedad cobra verdadera fuerza
aquel viejo refrán grusino que reza: Dénos Dios la salud, que todo lo demás lo
compramos.
Tal vez no esté de más señalar, que seguramente traicionado por su
formación intelectual, Rafael Valdez otorga un lugar especial al Chamán,
“profeta y curandero inspirado. Una figura carismática y religiosa que tiene el
poder de dominar a los espíritus que lo aconsejan y protegen, para curar o
provocar enfermedades, ejercer influencia sobre la fertilidad de las plantas o
del suelo, sobre la fecundidad de los humanos y de los animales, así como de
modificar las condiciones atmosféricas”.
Para finalizar estas breves reflexiones, me referiré a un aspecto de
contenido y metodología, interesante en este texto. Valdez recurre con acierto
al uso de una fuente que, si bien poco o casi nada tiene que ver con la práctica
médica, interpretada adecuadamente arroja una rica y abundante información
sobre como se enfermaba, se curaba y sobre todo, como se autopercibía la
enfermedad y el cuerpo en esta época y en esta lejana periferia. Me refiero a los
autos de fe llevados a cabo en Sinaloa en 1627.
De la lectura se deduce que, a fin de cuentas, se buscaba la cura no solo
para el cuerpo, sino también para el alma. Nada mejor para entender esto que
las múltiples denuncias y autodenuncias relacionadas con el uso de brebajes,
amuletos y aún de pactos con el mismísimo maligno, para obtener los favores,
el amor o la fidelidad a ultranza del oscuro, moreno, bronce y a veces blanco
objeto del deseo. Es decir, es interesante ver como desde entonces el ser
humano ha vivido preocupado por llenar ese terrible vacío del alma y del
cuerpo que se llama soledad. Es curioso ver también que el número mayor de
querellantes son mujeres, quejas que más que con el ocio y la rutina diaria,
tienen que ver con una mayor imaginación y una callada protesta y rebeldía
ante el machismo brutal al que desde tiempos inmemoriales han estado
sometidas. A fin de cuentas, como decía Jules Michelet, “la mujer es la madre
de los dioses y de la fantasía, posee la segunda visión, alas que le permitan
volar al infinito de la imaginación y del deseo”.
Llama la atención, además, el que en estos autos de fe existan no solo
denuncias sino también una larga línea de autodenuncias, que a fin de cuentas
son el reflejo evidente de una sociedad en extremo autoritaria y castrante que
mediante el terror religioso ha logrado invadir hasta los últimos escondrijos de
la conciencia social de aquellos tiempos.
Michel Foucault se refiere a la confesión del delito como una doble
ambigüedad (elemento de prueba o contrapartida de la información: efecto de
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coacción y transacción semivoluntaria) lo que explica los medios de que la
autoridad se vale para obtener dicha confesión. De esta manera, “el juramento
que se le pide prestar al acusado antes de su interrogatorio (amenaza por
consiguiente de ser perjuro ante la justicia de los hombres y ante la de Dios y,
al mismo tiempo acto ritual de compromiso); la tortura (violencia física para
arrancar una verdad que, de todos modos, para constituir prueba, ha de ser
repetida después ante los jueces, a título de confesión espontánea)”.
Encontramos, así, que la represión sistemática y prolongada termina
además por convertirse en una especie de catarsis colectiva e individual, ante la
que una población profundamente religiosa ve en la confesión de sus supuestos
pecados, reales y casi siempre ficticios, la posibilidad de redención y de
arrepentimiento en un mundo diseñado, para que el sometimiento de las masas
pase por el tamiz obligatorio e infalible de las fuerzas divinamente celestiales.
Esto es así, al menos si se toma en cuenta que la formación judaico-cristiana,
atávica y ancestral ya de nuestras mentalidades occidentales, condena el placer
y el gusto por la vida.
Claro que en estos ya frescos jardines de Escobedo y México, parodiando
a Pellicer, habría que hacer un último señalamiento, que se relaciona con las
injusticias con que se han tratado a determinadas cosas, objetos o animales. Por
ejemplo: los filtros de amor, se preparaban usando cabezas de cuervos,
zopilotes, gavilanes, despanzurrando gusanos, cercenando cabezas de asnos,
despaturrando arañas o murciélagos… que se yo, lo cual era y es
ecológicamente injusto para estas pobres criaturas. Luego, algunos productos
eran conocidos, más que por sus efectos benéficos, por su mala reputación. Por
ejemplo, el limón que no se podía consumir teniendo gripe, el agua y el jabón
no se podían tampoco utilizar, si catarros y calenturas te pescaban; el colmo
fue para la carne de cerdo, que hasta la aparición del fútbol mexicano, siempre
se dijo: “es más malo que la carne de cochino”.
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