Salvar a Max

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¿Qué harías si acusaran a tu hijo de
asesinato? Max Parkman es un niño
autista, de inteligencia brillante,
emocionalmente frágil y agresivo,
pero perfecto a ojos de su madre.
Hasta que lo acusan de asesinato.
La abogada Danielle Parkman sabe
que el comportamiento de su hijo
adolescente, Max, ha estado
empeorando
últimamente.
Ha
tomado drogas y se ha vuelto
violento. Sin embargo, no puede
aceptar el diagnóstico que le dan en
una importante clínica psiquiátrica
del país: que su hijo tiene una grave
enfermedad mental y que es
peligroso. Hasta que encuentra a
Max inconsciente y ensangrentado
junto a la cama de otro paciente que
ha sido brutalmente asesinado.
Danielle se ve atrapada en un
mundo de dudas y de miedo. Las
autoridades le impiden ver a Max y
comunicarse con él, pero ella se
aferra a la certeza de que su hijo es
inocente.
Sin embargo, ¿puede ser que ella
también haya perdido el contacto
con la realidad? ¿Es su hijo,
realmente, un asesino? El sistema
legal los está cercando, pero
Danielle saca fuerzas de flaqueza y
comienza a investigar para descubrir
la verdad, sea cual sea. Hará lo que
sea necesario para encontrar al
asesino y salvar a su hijo de una
justicia que está demasiado ansiosa
por condenarlo.
Antoinette van Heugten
Salvar a Max
ePUB v1.0
Crubiera 17.10.12
Título original: Saving Max
Antoinette van Heugten, 2010.
Traducción: María Perea Peña
Diseño portada: Roger Winter
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.0
A Bill, que ha convertido todos mis
sueños en realidad.
Primera parte
Prólogo
Recorre el pasillo vacío del hospital
psiquiátrico. Sus tacones repiquetean en
el suelo desinfectado. Se detiene. Abre
una puerta y la atraviesa. La habitación
está roja, toda roja. Hay salpicaduras de
sangre que suben por las paredes hasta
el techo, y hay un charco en el suelo.
Ella se tapa la boca con las manos para
contener un grito que se le quiere
escapar de la garganta. Los ojos se le
llenan de lágrimas, y su mirada recae en
el cuerpo que hay sobre la cama. El
chico está tumbado boca arriba, mirando
al cielo con los ojos azules y vidriosos.
No
le
halla
el
pulso.
Va
apresuradamente hacia el timbre de la
enfermera. Entonces se queda helada.
Junto a la cama hay alguien
acurrucado. Es un chico, no muy
diferente al muchacho muerto. Tiene la
cara y las manos manchadas de sangre,
pero en esa ocasión, al palparle el
cuello, ella obtiene la recompensa de un
pulso débil. Entonces, lo ve.
El chico tiene en la mano un objeto
punzante que está manchado de sangre
coagulada, como el resto de la
habitación. Aquella mano sujeta, como
si fuera un cepo, el arma homicida.
Uno
Danielle se deja caer con
agradecimiento en la butaca de cuero de
la sala de espera del doctor Leonard.
Acaba de llegar, corriendo, desde el
bufete de abogados donde trabaja; ha
pasado toda la mañana reunida con un
cliente, un inglés mojigato que nunca
hubiera imaginado que sus negocios al
otro lado del charco pudieran acarrearle
la indignidad de una demanda judicial
en Nueva York. Max, su hijo, está
sentado en su lugar habitual, en un
rincón de la sala de espera, lo más
alejado posible de ella. Está inclinado
sobre su nuevo iPhone, tecleando
afanosamente con los pulgares. Es como
si le hubiera crecido un nuevo apéndice,
porque ella casi nunca lo ve sin el
teléfono. Por insistencia suya, Danielle
lleva uno idéntico en el bolso. Max tiene
una fina sombra de bigote en el labio
superior, y un piercing en la ceja, que
afea su preciosa cara. Su gesto ceñudo
es el de un adulto, no el de un niño.
Parece que siente su mirada. Alza la
vista, y al instante desvía los ojos.
Ella piensa en todos los médicos, en
todos los medicamentos, en los
incontables callejones sin salida, y en
los
cambios
oscuros
que
ha
experimentado Max, que parecen
irreversibles. Sin embargo, el fantasma
de su niño le rodea el cuello con los
brazos delgados y morenos, con un olor
a canela en la boca por los caramelos
que se ha comido, y le planta un beso
pegajoso en la mejilla. Se queda allí
durante un momento, respirando
rápidamente. Danielle agita la cabeza.
Para ella solo hay un Max, y en el centro
de aquel niño está lo más tierno y lo más
dulce: su bebé, la parte que ella nunca
podrá abandonar.
Sus ojos regresan al Max del
presente. Es un adolescente, se dice
Danielle. Aunque aquel pensamiento
esperanzado se le pasa por la mente,
sabe que se está mintiendo a sí misma.
Max tiene el síndrome de Asperger, un
autismo de alto funcionamiento. Aunque
es muy inteligente, no sabe cómo
relacionarse con la gente. Eso le ha
causado angustia y depresiones durante
toda su vida.
Cuando era muy pequeño, Max
descubrió
los
ordenadores.
Sus
profesores se quedaron asombrados de
la capacidad del niño. Ahora, con
dieciséis años, Danielle todavía no sabe
hasta qué punto llega su habilidad, pero
sabe que es un genio, un verdadero
sabio. Aunque esto, en un principio,
fascinó a sus compañeros, ninguno de
ellos pudo mantener el interés en cuanto
Max comenzó a hablar sobre ello y
siguió durante horas con la cantinela. La
gente con el síndrome de Asperger se
entusiasma a menudo con sus
obsesiones, aunque su interlocutor no
tenga ni el más mínimo interés en el
tema. El comportamiento extraño de
Max y sus dificultades de aprendizaje lo
han convertido en objeto de las burlas.
Su respuesta ha sido ignorar a los demás
o vengarse, aunque últimamente se ha
retraído más, ha endurecido su corazón.
Sonya, su primera novia de verdad,
rompió con él hace unos meses. Max se
quedó hundido. Por fin tenía una
relación, como todos los demás, y ella
lo dejó delante de sus compañeros de
clase. Max se deprimió tanto que se
negó a seguir yendo a la escuela y cortó
el contacto con los pocos amigos que
tenía. Además, comenzó a drogarse. Ella
lo descubrió al entrar en su habitación
sin llamar; se encontró con que Max la
miraba fríamente con un porro en la
mano. Sobre su cabeza había una nube
de humo azul y oloroso, y en la mesilla
de noche unas cuantas pastillas
esparcidas sin cuidado alguno. Ella no
dijo ni una palabra; esperó a que él
estuviera duchándose para confiscarle la
bolsa de marihuana y todas las pastillas
que pudo encontrar. Aquella misma
tarde lo llevó a rastras, entre gritos y
palabrotas, a la consulta del doctor
Leonard. Parecía que aquellas sesiones
ayudaban. Por lo menos, Max había
vuelto al colegio y parecía que estaba
más
feliz.
Se
comportaba
afectuosamente con Danielle, como el
Max niño que quería agradarle. En
cuanto a las drogas, ella hacía registros
secretos en su habitación, y no
encontraba nada. Aunque eso no quería
decir que no se las hubiera llevado al
colegio, o a casa de un amigo.
Sin embargo, aquellos hechos
recientes palidecen en comparación con
lo que los ha llevado a la consulta hoy.
Ayer, después de que Max se marchara
al colegio y ella hiciera el registro de su
habitación,
encontró
un
diario
encuadernado en piel que estaba
escondido debajo de la cama de su hijo.
Aunque se sentía culpable, forzó la
cerradura del libro con un cuchillo. En
la primera página, Max detallaba con su
letra infantil un plan tan complicado y
terrorífico que, al leerlo, Danielle
estalló en sollozos. ¿Era culpa suya?
¿Podía haber hecho mejor las cosas?
¿Podía haberlas hecho de un modo
diferente? Una vez más, sintió vergüenza
y humillación.
Se abre la puerta y entra Georgia,
una mujer rubia y menuda, que se sienta
junto a ella y le da un abrazo. Danielle
sonríe. Georgia no es sólo su mejor
amiga; es de su familia. Danielle era
hija única de unos padres que ya
murieron, así que confía en la lealtad y
el apoyo constantes de Georgia, por no
mencionar en su amor incondicional
hacia Max. Pese a su expresión dulce,
Georgia tiene la mente rápida de una
buena abogada. El bufete en el que
trabajan ambas se llama Blackwood &
Price, y es una multinacional con
oficinas en Nueva York, Oslo y Londres.
A estas horas, normalmente, ya está en la
oficina, sentada en su escritorio.
Danielle se alegra mucho de verla.
Georgia saluda a Max con la mano, y
le sonríe.
—Hola.
—Hola —responde él y, una vez que
ha correspondido, cierra los ojos y se
hunde más en su silla.
—¿Cómo está?
—O pegado a su ordenador portátil,
o a su teléfono móvil. No sabe que he
encontrado su… diario. Si se lo hubiera
dicho, no habría conseguido traerlo a la
consulta.
Georgia le aprieta suavemente el
hombro.
—Se resolverá. Superaremos esto
de alguna manera.
—Muchas gracias por haber venido.
Significa mucho para mí —dice
Danielle, y después, adopta un tono de
formalidad—: ¿Cómo han ido las cosas
esta mañana?
—Casi no llego a tiempo al juzgado,
pero creo que lo he hecho bien.
—¿Qué pasó?
Ella se encoge de hombros.
—Jonathan.
Danielle le estrecha la mano a su
amiga. El marido de Georgia, Jonathan,
aunque es un brillante cirujano plástico,
tiene una ambición insaciable que es una
amenaza no solo para su matrimonio,
sino también para su carrera. Georgia
sospecha que además es adicto a la
cocaína, pero sólo le ha confiado ese
temor a Danielle. No parece que lo sepa
nadie
del
bufete,
pese
al
comportamiento inadecuado que había
tenido Jonathan en la última fiesta de
Navidad. El bufete, una institución
tradicional y rancia de Manhattan, cuyos
miembros directivos se consideran de
sangre azul, no ven con buenos ojos las
dificultades matrimoniales. Además, con
una hija de dos años, Georgia tiene
reticencias a la hora de pensar en el
divorcio.
—¿Qué ha ocurrido esta vez? —le
pregunta Danielle.
—Llegó a casa a las cuatro. Se
desmayó en la bañera, y se hizo pis
encima.
—Oh, Dios mío.
—Melissa lo encontró y vino
llorando a la habitación —dijo Georgia,
cabeceando—. Se creyó que estaba
muerto.
Entonces, es Danielle quien le da un
abrazo a su amiga.
Georgia esboza una sonrisa forzada
y mira a Max, que se ha hundido todavía
más en la butaca de cuero. Parece que se
ha quedado dormido.
—¿Ha leído su diario el médico?
—Seguro que sí. Se lo envié ayer
por mensajero.
—¿Has tenido noticias del colegio?
—Lo han expulsado.
El director le había sugerido
amablemente a Danielle que tal vez otro
entorno fuera más adecuado para
satisfacer las necesidades de Max. En
otras palabras, querían que dejara la
escuela.
El síndrome de Asperger de Max ha
empeorado mucho en la adolescencia.
Mientras los chicos de su edad se han
graduado y han empezado a tener
relaciones sociales cada vez más
sofisticadas, Max está luchando por
superar el nivel de la escuela media.
Tiene varias dificultades de aprendizaje,
y eso hace que llame más la atención.
Danielle lo entiende. Si uno es
ridiculizado constantemente, no puede
arriesgarse a sufrir más desprecio
social. Por lo menos, el aislamiento
mitiga el dolor. Y no es porque Danielle
no lo haya intentado con todas sus
fuerzas. Max ha recorrido muchas
escuelas de Manhattan. Sin embargo,
incluso los centros para niños con
discapacidades lo han expulsado.
Durante años, ella ha acudido a
diferentes médicos que tuvieran algo
nuevo que ofrecer. Una medicación
diferente. Un sueño diferente.
—Georgia —susurra ella—. ¿Por
qué está ocurriendo esto? ¿Qué se
supone que tengo que hacer?
Danielle mira a su amiga con
tristeza. Siente una presión detrás de los
ojos, y juguetea con el bajo de la falda,
tirando de un hilillo.
—Estás aquí, ¿no? —dice Georgia
con dulzura—. Tiene que haber una
solución.
Danielle se retuerce las manos y
empieza a llorar. Mira a Max, pero él
sigue dormido. Georgia saca un pañuelo
de su bolso. Danielle se seca los ojos y
se lo devuelve. Sin previo aviso,
Georgia la agarra por el brazo y le sube
la manga de la camisa. Danielle intenta
retirar el brazo, pero Georgia la sujeta
con fuerza y tira, y ve largos arañazos
que van desde la muñeca hasta el codo.
—¡No! —susurra Danielle, y se baja
la manga apresuradamente—. No lo hizo
a propósito. Sólo ha sido una vez,
cuando encontré sus drogas.
Georgia tiene una expresión de
angustia.
—Esto no puede seguir así. Ni para
ti, ni para él.
Danielle se abrocha rápidamente el
botón del puño de la camisa. Las heridas
están ocultas, pero su secreto ya no está
a salvo. Ella es la única que tiene que
saberlo; ella es la única que tiene que
soportarlo.
—¿Señora Parkman?
Aquella voz suave es la del doctor
Leonard. Tiene una cara aniñada, lleva
gafas de montura negra y el pelo muy
corto. Da una imagen perfecta, como si
se tratara de un anuncio de la
Asociación Americana de Psiquiatría.
Danielle todavía siente pánico por el
descubrimiento que acaba de hacer
Georgia, pero se domina y consigue
aparentar normalidad.
—Buenos días, doctor.
—¿Quiere pasar ya?
Danielle asiente y recoge sus cosas.
Se da cuenta de que le arde la cara.
—¿Max? —dice el doctor Leonard.
Max, que apenas se ha despertado,
se encoge de hombros. Después se pone
en pie y sigue al médico por el pasillo.
Danielle mira con terror a Georgia.
Se siente como un ciervo atrapado en un
alambre de espino, como si su esbelta
pata se fuera a partir en dos.
—No te preocupes —le dice su
amiga—. Seguiré aquí cuando salgas de
la consulta.
Danielle respira profundamente y se
levanta. Es hora de entrar en la boca del
lobo.
Danielle pasa a la consulta detrás
del doctor Leonard y de Max. Se fija en
el elegante sofá de cuero con un cojín de
kilim y la obligatoria caja de pañuelos
de papel sobre una mesa de acero
inoxidable. Se acerca a una silla y se
sienta. Lleva uno de sus trajes de
abogada. Sin embargo, no es allí donde
quiere llevarlo.
Max se sienta frente al escritorio del
doctor Leonard. Danielle se vuelve
hacia el médico y sonríe forzadamente.
Él le devuelve la sonrisa e inclina la
cabeza.
—¿Empezamos?
Danielle asiente. Max permanece en
silencio.
El doctor Leonard se coloca las
gafas y mira el diario de Max. Su
cuaderno amarillo está lleno de notas.
Alza la vista y habla con suavidad.
—¿Max?
—¿Sí?
—Tenemos que hablar de algo muy
grave —dice el doctor. Toma aire y mira
fijamente a Max—. ¿Has estado
pensando en suicidarte?
Max se sobresalta y le clava a
Danielle una mirada de acusación.
—No sé de qué demonios está
hablando.
—¿Estás seguro? Aquí estás a salvo,
Max. Puedes hablar de ello.
—Ni hablar. Me marcho.
Justo cuando se encamina hacia la
puerta, ve el diario en una esquina de la
mesa del médico. Se queda inmóvil.
Después enrojece y se vuelve hacia
Danielle con una mirada de odio.
—¡Maldita sea! ¡No es asunto tuyo!
Ella se siente como si fuera a
explotarle el corazón.
—Cariño, ¡deja que te ayudemos!
Suicidarte no es ninguna solución, te lo
aseguro.
Danielle se levanta e intenta
abrazarlo.
Max la empuja con tanta fuerza que
ella se golpea la cabeza contra la pared
y cae al suelo.
—¡Max, no! —grita Danielle.
Él abre mucho los ojos, con espanto,
y hace ademán de sujetarla, pero
después retrocede, toma el diario y sale
corriendo de la habitación, dando un
sonoro portazo.
El doctor Leonard se apresura a
ayudar a Danielle a levantarse y la
acompaña hasta la silla. Ella está
temblando. Leonard se sienta de nuevo y
la mira con gravedad.
—Danielle, ¿se ha comportado
violentamente Max en casa?
Danielle niega con la cabeza, pero
tiene la sensación de que le arden las
heridas del brazo.
—No.
Él no dice nada. Guarda sus
anotaciones en una carpeta azul.
—Teniendo en cuenta la depresión
que padece Max, sus planes de suicidio
y su volatilidad, tenemos que ser
realistas sobre sus necesidades.
Necesita un tratamiento intensivo, y mi
recomendación es que actuemos
inmediatamente.
—No… no estoy segura de lo que
significa eso.
—Ya le había mencionado esta
posibilidad, y me temo que ahora no
tenemos más remedio. Max necesita una
evaluación
psiquiátrica
completa,
incluyendo su protocolo de medicación.
Danielle mira al suelo con los ojos
llenos de lágrimas.
—¿Quiere decir que…?
Él responde suavemente, muy
lentamente.
—Maitland.
Danielle nota un dolor punzante en el
estómago. Ahí está la palabra.
Es como si acabaran de cerrar la
tapa de su ataúd.
Dos
En el viaje desde Des Moines a
Plano, Iowa, Danielle conduce mientras
Max duerme. Pese al caos de maletas,
taxis, tráfico y discusiones, han
conseguido tomar el vuelo desde Nueva
York. Ella ha intentado por todos los
medios, con todas las súplicas posibles,
que Max acceda a ir a Maitland, pero él
solo ha cedido cuando ella se ha
desmoronado por completo. Entonces,
Danielle no ha esperado a que cambiara
de opinión. Se ha quedado en vela toda
la noche, asomándose constantemente a
su habitación para asegurarse de que
seguía… vivo. Al día siguiente, estaban
en el avión.
Su ansiedad disminuye cuando se
concentra en la carretera. Enciende un
cigarro y baja la ventanilla, con la
esperanza de que Max no se despierte.
Él odia que fume. El paisaje es llano,
seco, pardo. Sin embargo, cuando llegan
a Plano y salen de la autopista, aparece
una vegetación exuberante, con todos los
matices del verde. Ella percibe el olor
de la lluvia recién caída y se imagina
una riada de expiación que purifica el
mundo, que deja solo lo incorruptible, la
tierra negra y secreta. Es una señal de
esperanza. Es el presentimiento de que
todo va a ir bien.
Alza la cara hacia el sol y se relaja,
y piensa en Max de niño. Recuerda una
tarde en concreto, en la granja de su
padre, en Wisconsin, poco antes de que
él muriera. Danielle estaba meciéndose
en el columpio del porche y observando
el sol del atardecer. Max trepó por sus
piernas y se tendió en su regazo. Habían
estado nadando toda la mañana y el niño
estaba exhausto. Se abrazó a su madre y
se quedó dormido. Ella inhaló
profundamente el perfume de las
magnolias que colgaban de unas ramas
por encima de ellos, mezclado con el
olor de su hijo. Y mientras lo estrechaba
contra sí, notaba los latidos de su
corazón. Con los ojos cerrados, se
abandonó a las sensaciones de aquel
momento compartido entre madre e hijo,
perfecto e intenso. Había pensado que
las cosas siempre serían así. Que nunca
habría nada que pudiera separarlos.
Entonces es cuando ve el arco
blanco de la entrada, y lee el letrero
descolorido. Unas palabras formadas
con letras de metal negro que se recortan
contra el cielo.
Maitland.
Hospital Psiquiátrico
Maitland.
Tres
Danielle y Max están sentados en
una habitación naranja, y observan a la
orientadora del grupo, que está
organizando un círculo de sillas azules
de plástico. El linóleo del suelo tiene un
dibujo de cuadros en blanco y negro, y
huele a desinfectante. Los padres y los
hijos entran en la sala como de mala
gana. Danielle tiene el corazón
encogido. ¿Cómo es posible que esté en
aquel lugar con Max? Las caras de los
padres reflejan una fea mezcla de
esperanza y miedo, de resignación y de
negación. Cada uno tiene una historia
trágica que contar.
Max está a su lado, enfadado y
avergonzado, porque tiene edad
suficiente como para entender dónde
está. No ha hablado desde que han
llegado. Parece un niño. Lleva una
camiseta que le queda grande, unos
pantalones de algodón arrugados y unas
zapatillas de deporte sin calcetines. La
noche antes de salir de Nueva York se
afeitó la pelusa del bigote sin avisar. Su
boca es una fina línea, como si se la
hubieran trazado con un pincel. Su único
acto de rebelión perdura: el feo piercing
que lleva en la ceja.
De repente se abre la puerta y entra
apresuradamente una mujer que lleva a
un chico de la mano. Se detiene y
observa el círculo. Entonces establece
contacto visual con Danielle y sonríe.
Danielle mira a su derecha y a su
izquierda, pero nadie se levanta. La
mujer se dirige hacia ella, se sienta a su
lado y hace que su hijo se siente en la
silla contigua.
—Me llamo Marianne —susurra.
—Yo Danielle.
—¡Buenos días! —exclama una
joven pelirroja. Lleva una etiqueta con
el nombre de Joan; se coloca en el
centro del círculo—. Esta es nuestra
sesión de bienvenida para los pacientes
nuevos y sus padres al Hospital
Psiquiátrico Maitland, y bueno, para
compartir nuestros sentimientos y
preocupaciones.
Danielle odia la terapia de grupo.
Todas las cosas que ha compartido se
han vuelto contra ella. Busca la salida
con la mirada, desesperadamente.
Necesita un cigarro. Sin embargo, Joan
da unas palmadas. Demasiado tarde.
—Vamos a elegir a alguien para que
salga al centro del círculo —dice—.
Presentaos y contadnos por qué estáis
aquí.
Recordad
que
estas
conversaciones son confidenciales.
Las historias son abrumadoras.
Primero habla Carla, una camarera de
Colorado que mira amorosamente a su
hijo, Chris, mientras relata que él le ha
roto la muñeca y le ha puesto el ojo
morado. Después le toca el turno a
Estella, una elegante abuela que tiene
tomada de la mano, con ternura, a su
nieta. La niña parece una muñeca con su
vestido de tafetán, aunque la tela no
esconde del todo las cicatrices gruesas
que recorren las piernas de la niña.
—Se produce ella misma las heridas
—le susurra Marianne—. La madre la
abandonó. No podía soportarlo.
Justo en aquel momento, Joan pasea
la vista por la sala en busca de una
víctima, y clava los ojos en Danielle.
Ella se pone rígida.
Marianne le da una palmadita en la
mano a Danielle y alza el brazo.
—Iré yo —dice—. Me llamo
Marianne Morrison.
Danielle suspira y se apoya en el
respaldo de la silla. Intenta rodear a
Max con el brazo, pero él se aparta. Ella
observa a la mujer que la ha salvado.
Marianne parece el centro de una
flor. Lleva una falda plisada de color
granate claro, una blusa blanca, un
collar de perlas y una alianza en la mano
izquierda. Es rubia y tiene un corte de
pelo al estilo paje, que enmarca con
sencillez su rostro ovalado. Su
maquillaje impecable refleja ese
detallismo que parece innato en las
mujeres del Sur. En su caso, realza sus
rasgos, una boca generosa y unos ojos
azules llenos de inteligencia. A su lado,
Danielle se da cuenta de lo severo de su
traje negro, de su pelo oscuro y su
palidez. No lleva joyas, ni reloj, ni
maquillaje. En Manhattan es una
profesional. Junto a Marianne parece la
portadora de un féretro. Mira hacia
abajo y advierte que el bolso de
Marianne, que descansa sobre su silla,
está lleno de cosas que parecen muy
útiles. La depresión de Danielle
aumenta, como cuando una de las
madres del curso de Max lleva una
colcha hecha a mano para la subasta del
colegio, y ella solo da dinero.
—Este es mi hijo, Jonas —dice
Marianne.
Al oír su nombre, el niño agita la
cabeza y pestañea rápidamente. No deja
de mover las manos. Se araña las
cicatrices que tiene en los brazos.
Danielle se baja instintivamente las
mangas. Jonas se balancea hacia delante
y hacia atrás, sin dejar de gruñir
suavemente.
—Soy de Texas, y he sido enfermera
pediátrica durante muchos años —
continúa
Marianne.
Aquello
no
sorprende a Danielle; sin embargo, lo
que dice después le causa una profunda
sorpresa—. Terminé la carrera de
Medicina, pero no he ejercido la
profesión. Decidí quedarme en casa y
cuidar de mi hijo. Esto último es lo más
importante que tengo que decir sobre mí
misma.
En ese momento, se agarra las manos
y sonríe. Danielle cree que aquella debe
de ser la sonrisa más bonita que ha visto
en su vida. Su actitud es contagiosa.
Todos los padres asienten y sonríen.
—Jonas tiene un diagnóstico de
retraso y autismo, y no puede hablar.
Marianne le da una palmadita a su
hijo en la rodilla. Él no la mira. Está
observando la habitación mientras sigue
arañándose. Cada vez tiene los brazos
más rojos.
—Las cosas han sido así desde que
era un bebé —continúa ella—. Es difícil
enfrentarse al reto que suponen nuestros
hijos, pero yo hago todo lo que puedo
con lo que Dios me dio —añade—. Su
padre… bueno, murió, que Dios lo
bendiga —dice, y baja la mirada—.
Hace poco, Jonas empezó a ponerse
violento y destructivo consigo mismo.
Yo quiero que él tenga lo mejor, y por
eso estamos aquí.
Después de que ella termina, la
gente aplaude un poco, amablemente.
Entonces, Marianne le susurra algo a
Jonas, y como respuesta, él le da una
bofetada tan fuerte que está a punto de
tirarla de la silla.
—¡Jonas! —grita Marianne. Se
cubre la mejilla enrojecida como si
quisiera protegerse de más golpes.
Aparece un celador y sujeta a Jonas por
los brazos.
—¡Nonomah! ¡Aaaanonomah! —
grita el niño, y el celador le sujeta las
manos hasta que se calma. Todo el
mundo permanece sentado, aturdido. En
cuanto lo sueltan, Jonas se muerde los
nudillos de la mano derecha, tan
fuertemente que Danielle se estremece.
Marianne está inconsolable. Su
optimismo se ha hecho pedazos.
Danielle se inclina hacia ella y la abraza
torpemente, y la mujer solloza. Las
madres normales no son conscientes de
sus bendiciones. Tener un hijo con
amigos, que va a la escuela y tiene un
futuro. Esos son los sueños de una raza
de gente a la que aquella mujer, y ella
misma, ya no pertenecen. Son solo
personas truncadas. Han quedado
reducidas a un nivel de necesidad tan
bajo, que ahora sus expectativas
anteriores con respecto a sus hijos les
parecen avariciosas a todos ellos,
mercenarias,
insignificantes.
Casi
malvadas. Su única esperanza es la
cordura, la paz. Mientras Danielle
estrecha contra sí a aquella mujer
destruida, se da cuenta de que la
comunión entre ellas dos es más
profunda que un sacramento. Siente lo
sagrado del intercambio, por muy
alienadas y por muy vacías que las deje.
Es todo lo que tienen.
Danielle mira el letrero que hay en
las puertas de cristal. Unidad de
Seguridad. Prohibido el paso al
personal no autorizado.
El ojo oscuro y despiadado de una
de las cámaras de seguridad la observa
fijamente desde un rincón de la sala. En
orientación han sabido que hay una de
aquellas cámaras en cada una de las
habitaciones de los pacientes y en las
zonas comunes. Se supone que es para
que se sientan seguros.
Es la última hora de la tarde.
Danielle está junto al mostrador de
recepción, pero Max se queda rezagado.
Tiene mucho miedo; Danielle lo sabe.
Sin embargo, cuanto más miedo tiene,
más se comporta como si no le
importara. Pone cara de estar aburrido.
Danielle no le culpa. Cuando
terminó la sesión de grupo, ella tenía
ganas de cortarse las venas.
—¿Señora Parkman? —le dice la
enfermera, con una enorme sonrisa—.
¿Está preparada?
Oh, claro. Por supuesto. Se cuadra
de hombros.
—Me alojo en el hotel de enfrente,
en la habitación seiscientos treinta.
¿Puede decirme cuáles son las horas de
visita?
A la enfermera se le borra la sonrisa
de la cara.
—¿No se marcha mañana?
—No. Me voy a quedar hasta que
pueda llevarme a mi hijo a casa.
—Es preferible que los padres no
visiten a los hijos durante las pruebas de
diagnóstico. La mayoría se marchan a
casa y nos dejan trabajar.
—Bueno, supongo que yo seré la
excepción.
La enfermera se encoge de hombros.
—Tenemos toda la información
necesaria, así que puede volver con
Dwayne a la unidad Fountainview.
El enorme celador que había
acudido en ayuda de Marianne aparece
de nuevo. Va vestido de blanco, y tiene
un pecho tan grande que la tela de la
camisa le queda tirante. Mientras se
acerca a ellos, le recuerda a Danielle a
un jugador de fútbol americano. Ella
mira a su pálido hijo, que no pesa más
que dos toallas de playa empapadas de
agua, y se imagina a aquel hombre
tirándolo al suelo. Si Max se resiste,
aquel tipo lo atrapará y se lo llevará
como si fuera un cachorrito, agarrándolo
por la piel del cuello con los dientes.
—Hola, soy Dwayne —dice el
celador, tendiéndole la mano a Danielle.
—Hola —dice ella, con una sonrisa
forzada. Dwayne le estrecha la mano y
después se vuelve hacia Max—. Bueno,
vamos, hijo.
Danielle se acerca para abrazarlo,
pero Max se enfrenta a ella con una
expresión de ira y los puños apretados.
—¡No voy a entrar ahí!
Dwayne se interpone, y con un
movimiento calmado, sujeta los brazos a
Max, se coloca tras él y lo envuelve con
el cuerpo, sin ningún esfuerzo. Max está
atrapado, y forcejea.
—¡Quítame las manos de encima!
—Ya basta, hijo —gruñe Dwayne.
Max le clava a Danielle una mirada
de puro odio.
—¿Es esto lo que quieres? ¿Que un
gilipollas me ponga una camisa de
fuerza y me encierre?
—No, po–por supuesto que no —
dice ella, tartamudeando—. Por favor,
Max…
—¡Vete a la mierda!
Danielle se queda petrificada
mientras Dwayne se lleva a Max por el
pasillo, hasta que atraviesan una puerta
roja. Se le queda grabada en la mente la
última imagen de Max. Él la ha mirado
con la expresión de alguien traicionado.
Antes de que pueda decirle las palabras
que se le han quedado atrapadas en la
garganta, su hijo desaparece.
Al final de algo que parece una sala
de televisión hay cuatro mujeres que
llevan pantalones vaqueros y camisetas.
Son enfermeras de incógnito. Hay una
enorme pizarra en una de las paredes. A
Danielle le pone nerviosa que el nombre
de Max ya esté escrito en ella, con una
serie de siglas a su lado. Mira la hoja
que hay pegada en la pizarra para
descifrar su significado: TA, tendencias
agresivas. TAP, tendencia a la agresión
propia. TS, tendencias suicidas. TF,
tendencia a la fuga. DA, depresión y
angustia.
Aquellas palabras le atraviesan el
alma.
Danielle mira a su alrededor por la
sala y ve a Marianne hablando con un
médico. Ella sonríe con calidez a
Danielle. Jonas está tirándose de la ropa
y retorciendo los pies en un ángulo
extraño. Después, Danielle ve a Carla y
a su hijo entrando en uno de los
dormitorios. Se le encoge el corazón.
Haría cualquier cosa para impedir que
Max esté en la misma unidad con un
niño que le ha partido el brazo a su
propia madre, y le ha puesto el ojo
morado.
Entra una mujer mayor en la
habitación, con el pelo blanco y corto, y
se dirige hacia Danielle. Tiene un aura
de autoridad serena. Lleva un traje de
color azul marino y unas bailarinas. Sus
ojos son muy verdes y lleva gafas. En la
bata blanca lleva bordado el cargo:
Directora
adjunta,
Psiquiatría
Pediátrica, Hospital Maitland. Le
tiende la mano a Danielle con una
sonrisa.
—¿Señora Parkman?
—¿Sí?
—Soy la doctora Amelia Reyes–
Moreno —dice la directora—. Seré la
doctora de Max durante su estancia aquí.
—Me alegro de conocerla —
responde Danielle, y le estrecha la
mano.
La doctora tiene unos dedos largos y
delgados, y fríos al tacto. Su mirada es
intensa e inteligente. En su investigación
sobre Maitland, Danielle ha averiguado
que Reyes–Moreno es una de las
psiquiatras mejor valoradas del hospital
y que tiene fama nacional en su campo.
Mira al doctor que está hablando con
Marianne. Los dos sonríen. Danielle lo
quiere a él. Alguien que parezca tan
viejo como Freud, y que le eche una
mirada a Max y diga: «¡Claro! Ya veo lo
que hemos pasado por alto. Max está
bien. Está perfectamente». Y que
después asienta y aplique una cura
milagrosa.
La doctora Reyes–Moreno toma del
brazo a un hombre joven, de ojos
oscuros.
—Doctor Fastow —dice—, quisiera
presentarle a la señora Parkman. Es la
madre de uno de nuestros nuevos
pacientes, Max.
Él asiente y mira a Danielle.
—Señora Parkman.
—El doctor Fastow es nuestro nuevo
farmacólogo —explica Reyes–Moreno
—. Acaba de volver de Viena, donde ha
pasado los dos últimos años dirigiendo
pruebas
clínicas
con
varios
medicamentos psicotrópicos. Es un
honor tenerlo con nosotros.
Danielle le estrecha la mano. Es fría
y seca.
—Doctor Fastow, ¿ha pensado en
hacer algún cambio significativo en el
protocolo de medicación de Max?
Él la mira con sus ojos grises.
—He estudiado la historia clínica de
Max, y he pedido que le hagan análisis
de sangre. Voy a quitarle la medicación
que toma actualmente, y voy a recetarle
medicinas que le servirán mejor.
—¿Y qué medicinas son esas?
—Le daremos esa información
cuando conozcamos más a fondo los
síntomas de Max.
El médico la mira con frialdad y se
marcha.
Danielle se gira hacia Reyes–
Moreno, que asiente para darle
confianza.
—No se preocupe, lo cuidaremos
bien.
Danielle siente pánico al ver a la
psiquiatra desaparecer a través de las
maléficas puertas de Alcatraz. Lo único
que impide que huya con Max a Nueva
York es saber que su hijo quiere
suicidarse. Respira profundamente. No
puede hacer otra cosa que volver al
hotel a trabajar. Se da la vuelta para
marcharse.
—¿Quién eres? —le pregunta una
muchacha musculosa, con una melena
espesa y grasienta, que está frente a ella
con los puños apretados.
Danielle intenta rodearla para
continuar su camino, pero la chica le
bloquea el paso.
—Soy… una de las madres.
—Yo soy Naomi —dice la chica—.
¿Eres la madre del chico nuevo?
—Sí.
—Ya me he dado cuenta de que es un
niño mimado —dice Naomi, y balancea
las caderas hacia delante y hacia atrás,
con una sonrisa enfermiza—. Será mejor
que se mantenga alejado de mí. Soy
peligrosa.
Danielle pestañea y se queda
inmovilizada.
—¿A qué te refieres?
—Corto a la gente.
—¿Qué?
Naomi se levanta un mechón de pelo
sucio y muestra una cicatriz enrojecida
del tamaño de un gusano gordo a un lado
del cuello.
—Primero practico conmigo misma
—asevera, y deja caer de nuevo el pelo.
Tiene unas ojeras profundas y
negras, que hacen un contraste extraño
con sus ojos claros y la piel grisácea.
Danielle sólo piensa una cosa: «Esta
morbosa va a estar con Max todos los
días».
—Límites, Naomi.
Es el gran Dwayne. Se coloca entre
Danielle y Naomi y señala con un dedo
hacia el pasillo.
—Muévete.
—Sí, claro, Dwayne —dice ella,
con los ojos brillantes—. ¿Por qué no te
quitas de mi vista, idiota?
—Ve a tu habitación. Ya conoces las
normas.
Dwayne tiene la voz suave más dura
que Danielle ha oído en su vida.
—Que te den.
—Una hora en incomunicación.
Naomi se aleja por el pasillo.
Dwayne se vuelve hacia Danielle
con una sonrisa.
—Bienvenida
a
Fountainview,
madre.
Cuatro
Danielle pasa una mañana agotadora
en el hospital, contándole a Reyes–
Moreno la historia de la vida de Max.
La debilita tanto que vuelve al hotel, se
quita la ropa y se mete entre las sábanas.
Marianne, que se aloja en el mismo
hotel, la despierta después de veinte
minutos y se la lleva a The Olive
Garden, en Main Street.
Danielle se acomoda en un asiento
de cuero falso, que se deshincha cuando
ella se sienta. Tal vez The Olive Garden
sea el único restaurante de Plano que
sirve vino con un nombre en la etiqueta.
Danielle comprueba con alivio que
además tienen cubiertos de verdad, y no
de plástico, que son los que usan en
Maitland para evitar suicidios. La
camarera toma nota de lo que van a
beber y se aleja.
Danielle mira disimuladamente el
conjunto de Marianne. Lleva un traje
pantalón de color azul marino y una
blusa de color crema. Alrededor del
cuello lleva un pañuelo de mariposas.
Tiene el pelo recién arreglado, y lleva
las uñas cortas y pintadas de un color
beige que conjunta con su bolso.
Marianne transmite una imagen de calma
y de feminidad supremas. Danielle se
mira el traje. ¿Acaso todo lo que tiene
es negro?
Han estado hablando de las
discapacidades de sus hijos, de sus
desórdenes, de su medicación y de
Maitland. Marianne le cuenta que Jonas
tiene trastorno generalizado del
desarrollo, trastorno de oposición
desafiante y autismo profundo. La idea
de intercambiar tan pronto información
privada sobre su hijo es un anatema para
cualquier neoyorquino, así que Danielle
mantiene la boca cerrada. Sí explica que
Max tiene el síndrome de Asperger, pero
no revela que la doctora Reyes–Moreno
ha hecho todo lo posible para convencer
a Danielle de que vuelva a Nueva York
hasta que el examen diagnóstico de su
hijo se haya completado. La psiquiatra
enumeró todas las necesidades del
proceso, la observación, transferencia,
medicación, pruebas, etcétera, y parece
que ninguna de ellas puede realizarse
satisfactoriamente si la madre del
paciente está cerca. Danielle le sonreía
a la psiquiatra con amabilidad durante
su explicación, pero no tiene ninguna
intención de marcharse.
Mientras Marianne sigue con la
letanía de medicinas que solo le parece
interesante a las madres de aquellos
niños, Danielle oye algo que le llama la
atención.
—¿Qué has dicho?
Marianne abre la servilleta roja y se
la coloca sobre el regazo.
—Estaba hablando sobre una nueva
medicina que le ha recetado el doctor
Fastow a Jonas. Estoy muy emocionada
por eso, aunque los posibles efectos
secundarios son preocupantes.
—¿Cuáles son?
Marianne se encoge de hombros.
—Daños en el hígado, problemas
coronarios, discinesia tardía…
Danielle se alarma. El uso
prolongado de algunos antipsicóticos
puede provocar problemas físicos, como
por ejemplo, una rigidez irreversible de
las extremidades.
—¿No tienes miedo?
Marianne pasa un dedo por la carta y
se detiene.
—No, no mucho. Cuando estás a este
nivel, es importante estar dispuesta a
correr riesgos.
Danielle no está segura de lo que
significa eso. Max no está en ese nivel,
sea cual sea.
—Bueno, y dime una cosa —
prosigue Marianne—. ¿Ha tenido Max
episodios violentos? Sé que es un
problema común.
Danielle se ruboriza.
—No,
nada
grave.
Algunos
incidentes en el colegio.
Y unos arañazos en sus brazos.
Marianne le aprieta la mano.
—No te angusties. Jonas también ha
tenido episodios violentos, pero sobre
todo infligiéndose heridas a sí mismo.
Ya sabes, arañarse los brazos, morderse
los
nudillos…
Comportamientos
repetitivos. Además, Jonas ha tenido
problemas muy graves desde que nació,
y es un milagro que haya sobrevivido
hasta ahora. De bebé era cianótico. Se
ponía azul, ¿sabes? Tenía que dormir a
su lado. Estaba perfectamente, y al
segundo se había puesto morado y
estaba frío como el hielo. No sé cuántas
noches nos pasamos en urgencias —
explica. De repente alza la vista y añade
—: No es exactamente una conversación
agradable para la hora de comer.
Perdona.
—No digas eso. ¿Cuántas veces
puedes verlo? Yo he conseguido visitas
cortas por la mañana y por la tarde.
Marianne abre unos ojos como
platos.
—¿Lo dices en serio?
Danielle frunce el ceño.
—Sí. La psiquiatra de Max dice que
si hubiera más contacto, podría interferir
en su evaluación.
—Ah. A mí, el doctor Hauptmann me
ha dado acceso ilimitado.
—¿El doctor Hauptmann?
—Ya lo viste hablando conmigo el
otro día —aclara Marianne, mirándola
con sorpresa—. Es el psiquiatra
pediátrico más importante del país.
Seguro que investigarías sobre los
médicos que trabajan aquí, como hice yo
—dice Marianne, y toma el vino que les
ha llevado la camarera con una sonrisa
—. El doctor Hauptmann y yo llevamos
bastante tiempo en contacto, y él está de
acuerdo con que me involucre en la
evaluación —dice, y se encoge de
hombros—. Supongo que es porque soy
médica. Hablamos de cosas de las que
no puede hablar con ningún otro padre.
Si fuera por el resto del personal, sobre
todo por la enfermera Kreng, no podría
ver nunca a Jonas.
Danielle siente los efectos del vino.
Se apoya en el respaldo del asiento y,
por fin, se relaja.
—¿De dónde eres, Marianne?
—Nací en un pueblecito de Texas
llamado Harper. Mi padre era ranchero
—dice Marianne, y se echa a reír al ver
las cejas arqueadas de Danielle—.
Decía que yo era como su ganado.
Maduré muy pronto. Y tenía un buen
esqueleto y la carne blanca. Así que
para que no terminara en un pajar con
uno de los chicos de Harper, me envió a
la Universidad de Texas —dice ella, y
vuelve a encogerse de hombros—.
Cuando me gradué, solicité una plaza en
Medicina, y entré.
—¿Dónde?
—En la Johns Hopkins.
—Eso es impresionante.
Marianne la mira con una expresión
divertida.
—Las chicas del Sur tenemos
cerebro, ¿sabes?
Danielle se ruboriza.
—¿Y por qué no ejerciste la
profesión?
—Mi marido, Raymond, tuvo un
ataque al corazón y murió un mes antes
de que naciera Jonas.
Danielle le agarra la mano.
—Qué horrible para ti.
Marianne le estrecha la mano.
—Gracias. Fue difícil, pero tengo a
Jonas. Es una bendición.
Danielle asiente, aunque no puede
evitar preguntarse si se sentiría muy
bendecida en caso de que su marido
hubiera muerto justo antes de que ella
diera a luz a un niño discapacitado.
—El caso es que —continúa
Marianne— cuando comencé a darme
cuenta de hasta qué punto iba a ser
difícil cuidar de Jonas, vi claramente
que tenía que renunciar a mi sueño de
ser doctora. No podía justificar ese
camino si significaba que tenía que
poner a mi hijo al cuidado de un
extraño, por muy cualificado que
estuviera —dice, y sonríe a la camarera
cuando les sirve la comida. La chica se
aleja y Marianne mira a Danielle—. Así
que empecé a trabajar a media jornada
de enfermera pediátrica. No ha sido
fácil, pero eso me dio la flexibilidad
que necesitaba.
Danielle intenta pensar en algo
coherente que decir. El respeto que
siente por Marianne se ha incrementado
al oír aquella historia de sacrificio y de
amor.
Siente
una
punzada
de
culpabilidad. ¿Habría tenido Max tantos
problemas si ella se hubiera quedado en
casa? Observó a Marianne. Fueran
cuales fueran sus dificultades con Max,
siempre serían un juego de niños
comparado con lo que le había tocado a
aquella pobre mujer.
La consternación ha debido de
reflejarse en su rostro, porque ahora es
Marianne la que le da una palmadita en
la mano a ella.
—No es tan horrible. Todos tenemos
nuestras dificultades y nuestras alegrías.
—Quiero que sepas que te admiro
mucho —dice Danielle—. Eres muy
fuerte y muy equilibrada.
—Y tú eres más fuerte de lo que
piensas —responde Marianne con una
sonrisa—. Y vamos a ser grandes
amigas. Lo presiento.
Danielle le devuelve la sonrisa. Tal
vez tenga razón. Tal vez necesite una
amiga.
Cinco
Danielle alza la vista. Marianne
capta su mirada y sonríe. Están sentadas
en una sala de Fountainview llamada
«sala de familia», un nombre
completamente desacertado en opinión
de Danielle. Sin embargo, es el único
sitio donde tienen un poco de privacidad
y pueden evitar el ir y venir de las
enfermeras y los pacientes. Es el único
escondite donde pueden fingir que todo
es normal. Danielle cierra un momento
el ordenador portátil. Tenía que haberle
enviado hace días un expediente legal a
E. Bartlett Monahan, su superior y su
cruz. Es el responsable de litigios y
miembro del comité de dirección, uno
de los cinco socios que los dirigen a
todos. Tiene cuarenta y ocho años, es
soltero y misógino. E. Bartlett no cree
que las mujeres tengan las agallas
suficientes para litigar, y menos para
llegar a ser socias. Las mujeres son
secretarias, madres, esposas de otros
hombres y, cuando la necesidad se
convierte en urgencia, sirven para
acostarse con ellas y olvidarlas.
Él no se ha tomado bien su permiso,
aunque en realidad, Danielle no
esperaba que mostrara comprensión. No
tiene experiencia con los niños, y menos
con niños discapacitados.
Se frota los párpados y mira a su
alrededor. Marianne está sentada frente
a ella, tejiendo algo que parece
complicado, mientras Jonas le sujeta el
ovillo y lo hace botar entre las manos.
Murmulla y agita la cabeza de una
manera extraña. Danielle se ha dado
cuenta de que esos son sus intentos de
comunicarse. Aparentemente, Marianne,
que va vestida impecablemente con un
traje pantalón blanco, no se da cuenta de
las maquinaciones de su hijo, y sigue
tejiendo con calma. Danielle siempre ha
evitado todo lo que fueran ocupaciones
domésticas. Su experiencia es que las
mujeres con una profesión no pueden
correr el riesgo de que las consideren
débiles o demasiado femeninas en
ningún sentido. Por lo menos, las
abogadas no. En secreto, Danielle
siempre ha pensado que las mujeres que
permanecen en casa son inferiores en
cuanto a su posición y su elección. Al
ver a Marianne y a Jonas, al ver el amor
y la devoción que los une, se arrepiente.
Si se compara con Marianne, no
puede decir que haya sido la mejor
madre del mundo. Al contrario que ella,
Danielle nunca ha sopesado el hecho de
abandonar su carrera para cuidar de
Max. Aunque tampoco hubiera podido
hacerlo, porque el dinero tenía que salir
de algún sitio. Pero, de todos modos…
Se da la vuelta y mira a Max, que está
pálido, tendido en el sofá que hay a su
lado,
profundamente
dormido.
Cualquiera que los mirara solo vería la
distancia que los separa.
Al verlo así, se le rompe el corazón,
y siente el mismo pánico que ha sentido
desde que han llegado allí. ¿Qué le
ocurre a su hijo?
Su teléfono vibra. En Maitland no se
permite el uso del teléfono móvil. Con
un suspiro, toma el teléfono, el
ordenador portátil y el bolso, y sale de
la habitación. Se sienta en un banco de
cemento blanco, lo suficientemente lejos
como para que Max no pueda verla a
través de la ventana cuando saca un
cigarro de la cajetilla. Lo enciende e
inhala el humo con deleite. Después
mira las llamadas que ha recibido; una
de ellas es de la secretaria de E.
Bartlett. Activa el contestador en la
pantalla táctil del iPhone y escucha la
voz nasal de la mujer diciéndole que el
límite de entrega del expediente es
mañana por la mañana. Danielle suelta
un gruñido. Otra noche en vela en el
hotel, a base de café.
Observa el sol y el cielo azul.
Relaja el cuerpo y la mente, y permite
que el calor la envuelva antes de
regresar a aquella habitación estéril y
antinatural. Es una agonía tener que estar
sentada y no poder hacer nada. Suspira y
se encamina hacia el pequeño edificio,
donde una enfermera le abre la puerta.
Al recorrer el pasillo en dirección a la
sala familiar, oye gritos y llantos. Se le
acelera el corazón, y echa a correr. En la
habitación hay un caos.
Dwayne, el celador gigante, tiene a
Max agarrado. Está sentado en el suelo,
detrás de él, rodeándole el pecho con
sus brazos enormes, e impidiéndole que
se mueva con las piernas.
—¡Suéltame, hijo de puta! —grita.
Forcejea, da patadas y grita;
Dwayne sigue sujetándolo impasible,
como si inmovilizara a un animal
salvaje todos los días.
Naomi está enfrentándose a un joven
celador que intenta atraparla. La chica le
da una patada en la entrepierna, y él cae
al suelo entre gemidos de dolor.
Aparece otro celador, mayor y más
grande, llega por detrás y le retuerce el
brazo a la espalda. Naomi intenta
zafarse, pero el hombre es implacable y
saca de la habitación a la chica, que no
deja de patalear ni de gritar por todo el
pasillo.
Jonas está inconsciente en el suelo.
Le sale sangre de la frente. Marianne
está junto a su hijo, sujetándole la
cabeza y llorando. La enfermera Kreng
le ordena:
—¡Apártese, señora Morrison! No
puedo evaluar las heridas del niño a
menos que usted desista.
Marianne se aparta, sollozando,
tapándose la boca con la mano.
Danielle se acerca a Max corriendo
justo cuando Dwayne se levanta, sin
soltarlo.
—Señora Parkman —dice con calma
—, voy a llevar a Max a su habitación.
—¡Suéltame!
—grita
Max,
forcejeando. Dwayne se limita a
cambiar de posición para inmovilizarlo
de nuevo.
Danielle toma a Max del brazo y
camina con ellos mientras van
lentamente hacia el pasillo.
—¡Max! ¿Qué ha ocurrido?
Max vuelve la cara hacia ella.
—¡Ese bicho raro de Jonas se lanzó
sobre mí! ¡Eso es lo que ha pasado!
—¿Qué quieres decir?
—¡Yo estaba durmiendo en el sofá, y
me desperté con sus brazos a mi
alrededor! ¡Se llevó su merecido!
Danielle siente terror.
—¿Le has pegado? Max…
—Suéltelo ya, señora Parkman —
dice Dwayne, jadeando ligeramente por
el esfuerzo de contener a Max—. Tengo
que sacarlo de aquí.
Danielle ve con impotencia que
Dwayne se lleva a Max a su habitación.
Vuelve corriendo hacia Marianne, y por
primera vez, se da cuenta de que la
mujer tiene el traje lleno de sangre.
Jonas está postrado en el suelo, entre el
sofá y la mesa de centro. La enfermera
Kreng lo ayuda a incorporarse y lo
tiende en el sofá. Él abre los ojos
brevemente y vuelve a cerrarlos.
—Jonas, abre los ojos —dice la
enfermera con firmeza, y Jonas obedece
—. Ahora mírame los dedos. ¿Cuántos
ves?
Jonas
mira
con
sus
ojos
aterrorizados la mano de la enfermera.
Agita la cabeza, gime y esconde la cara
en el pecho de la enfermera Kreng.
Kreng le clava una mirada acusatoria a
Danielle.
—¿Ve lo que ha hecho su hijo? ¡Ha
agredido a este pobre niño!
Danielle se arrodilla ante Jonas con
los ojos llenos de lágrimas.
—¡Oh, Jonas, lo siento muchísimo!
La enfermera le aparta la mano de
una palmada.
—¡Siéntese, señora Parkman! —le
ordena con tal autoridad, que Danielle
retrocede y está a punto de caer sobre el
sofá. Otras tres enfermeras ayudan a
Kreng a llevar a Jonas a su habitación.
Marianne llora. Está tan pálida que
Danielle teme que vaya a desmayarse.
Se acerca a ella apresuradamente.
—Marianne, Dios mío… ¿qué puedo
decir?
Marianne cae en brazos de Danielle,
sollozando incontrolablemente.
Vuelve la enfermera Kreng, le lanza
una mirada feroz a Danielle y le pone
una mano en el brazo a Marianne.
Marianne alza la vista. Está confusa,
embobada. Kreng la aparta de Danielle
y la zarandea suavemente por los
hombros.
—Hay que llevarlo a urgencias,
señora Morrison —dice, y Marianne la
observa sin comprenderla. Kreng eleva
la voz, como si Marianne estuviera
sorda—. Necesita que le den puntos. No
se preocupe. La ambulancia ya viene
para acá.
Marianne reacciona.
—¿Está segura? ¿Puedo ir con él?
Kreng niega con la cabeza.
—Es mejor que espere aquí. Tiene
que calmarse para consolar a su hijo
cuando vuelva —dice la enfermera.
Después mira a Danielle—. Tal vez
deba hablar con la señora Morrison
sobre quién va a pagar los gastos de la
visita a urgencias.
Danielle respira profundamente.
—Pero, enfermera, ¿y Max? ¿Está
bien?
Kreng mira a Danielle con
malevolencia.
—Por supuesto. Él es el atacante, no
la víctima —responde.
Después se acerca a un armario
blanco y lo abre con una de las veinte
llaves que tiene en un aro de metal que
le cuelga del cinturón.
—Pero ¿no puedo…?
—No, no puede —responde la
enfermera.
Kreng saca rápidamente un frasco y
una bolsita de plástico, de la que extrae
una jeringuilla ante la mirada de espanto
de Danielle.
—¿Qué va a hacer?
Kreng la ignora y clava la aguja de
la jeringuilla en la tapa de goma del
frasco. Después golpea suavemente el
cristal con la uña, e inspecciona el
frasco. Finalmente, se gira hacia
Danielle y responde secamente.
—Voy a sedar a su hijo, señora
Parkman. Está fuera de control, y
debemos asegurarnos de que no le haga
daño a ningún otro paciente de esta
unidad. Se quedará confinado en su
habitación hasta que yo esté convencida
de
que
puede
comportarse
civilizadamente. De cualquier modo, ya
no tendrá permiso para entrar en las
zonas comunes sin la supervisión del
personal.
La enfermera se da la vuelta y se
aleja por el pasillo.
A Danielle se le encoge el corazón.
¿Qué le ha ocurrido a Max? ¿De veras
se ha puesto tan violento como para
hacer algo así? Ella no puede creerlo,
pero parece que no se puede negar que
ha atacado al pobre Jonas. Marianne
está llorando en silencio. Alza la cabeza
y le lanza una mirada suplicante a
Danielle.
—Oh, Dios, Danielle, tienes que
ayudarme. Prométeme que tendrás a tu
hijo alejado de Jonas —dice, y se mira
las manos llenas de sangre—. Esto es
una pesadilla.
Danielle se lleva a Marianne hacia
el sofá, mientras intenta disimular el
miedo y el horror que siente.
—Marianne, dime lo que ha
ocurrido.
Marianne toma aire.
—Estábamos aquí sentados. Yo
estaba distraída con el punto, y no me di
cuenta de que Jonas se acercaba a Max.
Lo único que hizo fue intentar abrazarlo,
Danielle. ¡Lo vi con mis propios ojos!
—¿Y qué hizo Max?
Marianne se retuerce las manos en el
regazo.
—Le golpeó. Primero lo tiró contra
la mesa de centro, y después le pegó —
dice, y señala al suelo—. ¿No ves la
sangre de Jonas? Se golpeó la cabeza
con la esquina de la mesa.
Danielle se encoge. No puede
creerlo. Conoce a Max, y Max nunca le
ha hecho daño a otro ser humano. Ha
habido algunos altercados en el colegio,
sí, pero eran estallidos hormonales.
Mientras intenta consolar a Marianne, un
pensamiento se abre camino en su
mente: su hijo ha perdido el control. Ya
no lo conoce, porque se ha convertido
en un extraño violento. Siente pánico.
¿Dónde está Max? Su corazón le susurra
la verdad: está en un lugar en el que ella
no puede alcanzarlo. ¿Lo recuperará
alguna vez?
Seis
A la mañana siguiente, Danielle y
Max están sentados en un banco del
patio del hospital. Parece que él está
grogui por los efectos del sedante que le
inyectó la enfermera. Danielle le pasa un
brazo por los hombros y lo estrecha
contra sí. Al verlo tan apagado y tan
dulce, piensa que debe de estar muy
arrepentido por su comportamiento del
día anterior. Después de pensarlo
mucho, Danielle ha decidido que aquel
horrible incidente no ha sido más que
una coincidencia. Sabe que a Max le
aterroriza ser como los otros pacientes
de la unidad, y Jonas es el peor de los
ejemplos que puede ver día a día.
Danielle está segura de que cuando
Jonas lo sorprendió, la reacción de Max
fue algo instintivo. Eso fue lo que debió
de ocurrir.
—¿Cómo te encuentras, cariño?
Max la mira. Está pálido y ansioso.
—Me siento… raro. Es como si
tuviera mezcladas todas las cosas en la
cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—No importa. No es nada.
—Max, tenemos que hablar de lo
que pasó ayer.
Él la mira fijamente.
—¿Qué pasa con eso?
—¿Por qué pegaste a Jonas?
Max se pone muy rojo.
—¡No fue culpa mía! Ese chico se
acercó a mí mientras yo estaba dormido.
Lo empujé, y él se cayó. Es un bicho
raro. Siempre está en las nubes y vuelve
loco a todo el mundo.
—Pero Marianne dice que le
pegaste.
Max se levanta de un salto del banco
y señala a Danielle con el dedo índice.
—¡Pues es una mentirosa!
Danielle decide cambiar de tema.
—Está bien, Max. Ven a sentarte.
Él lo hace, pero en aquella ocasión
ocupa el otro extremo del banco, tan
lejos de ella como puede.
Danielle suspira.
—¿Te encuentras bien físicamente?
Él se encoge de hombros.
—Supongo. Tengo el estómago
revuelto.
—Solo son las medicinas nuevas —
dice ella, pero evita mencionar la
sedación. No hay necesidad de provocar
otro estallido. Le da una palmadita en el
brazo y continúa—: El médico dice que
te sentirás mucho mejor dentro de pocos
días.
Max gruñe, se apoya en el respaldo
y cierra los ojos. Danielle toma aire
profundamente y después formula la
pregunta verdadera.
—¿Te sientes menos… deprimido?
Max le clava una mirada asesina.
—No toques ese tema, mamá.
Danielle asiente e intenta aparentar
que todo va perfectamente. Alza la cara
hacia el sol, y siguen sentados allí, en
silencio. Entonces, Max se acerca a ella
y le pone la mano en el brazo.
—¿Mamá?
—¿Qué, cariño?
—La doctora Reyes–Moreno dice
que me va a hacer algunas pruebas hoy,
si no estoy demasiado somnoliento —
dice Max. Se queda callado un
momento, y después la mira con tristeza
—. Cuando terminen las pruebas,
¿sabrán si estoy loco?
Ella se pone rígida, aunque intenta
responder en un tono normal.
—Tú no estás loco.
Max se hunde en el banco y aparta la
mirada. Danielle intenta tomarlo de la
mano, pero él no se deja.
—Sí, claro —murmulla—. Por eso
estoy aquí. ¿No te has fijado en lo
cuerdos que están el resto de los bichos
raros? Por no mencionar lo que pasó
ayer.
Danielle no puede contradecirle, así
que hace lo de siempre en aquellas
situaciones. Decir bobadas.
—Tú eres distinto a los demás niños
que hay aquí, cariño. A ti solo te están
ajustando la medicación, e intentando
llegar al fondo de tu… depresión.
—Sí, claro.
Danielle solo puede pensar en lo
horrible que debe de ser para él ver a
todos aquellos niños discapacitados y
angustiarse por si alguien le va a decir
que él está igual. Le toma la mano, y sus
dedos se entrelazan. La mano de Max es
ahora casi tan grande como la suya.
—Mamá.
—¿Sí, cariño?
Él clava sus ojos verdes en ella.
—¿Qué hacemos si me dicen que
estoy loco de verdad?
Danielle lo abraza, y se da cuenta de
que está temblando como un ratón en una
trampa. Lo estrecha con fuerza.
No tiene ninguna respuesta.
Siete
Danielle le entrega un billete de
veinte dólares al camarero y toma el
vodka doble y helado que él le ha
servido. En aquel momento, cualquier
cosa diferente a esa está por encima de
sus capacidades físicas y emocionales.
Ver el miedo y el dolor que ha sufrido
Max aquella tarde le ha resultado
insoportable. Después de volver a la
unidad, Danielle dejó a Max al cuidado
de Reyes–Moreno, que se lo llevó a las
pruebas. Max volvió la cabeza para
mirarla una vez más mientras se alejaba,
y esa mirada le rompió el corazón a
Danielle.
Toma un buen sorbo de vodka. El
alcohol la relaja lo suficiente como para
que pueda mirar a su alrededor. Plano es
un pueblucho de mala muerte, y el hotel
es modesto, pero el bar es una
preciosidad. Las lámparas de araña
bañan la sala de una luz suave y los
altavoces emiten una música tranquila.
La moqueta es gruesa y lujosa, y
amortigua el murmullo de los clientes,
que están sentados alrededor de mesitas
bajas de cristal, conversando en
pequeños grupos. Danielle bebe hasta
que apura la copa y después alza el vaso
y hace sonar los hielos. El camarero la
ve y asiente. Justo cuando le sirve la
segunda copa a Danielle, ella nota que
alguien le toca el codo.
—Disculpa.
Danielle se vuelve y se encuentra a
un hombre frente a ella. Mide un metro
noventa centímetros y aparenta unos
cincuenta años. Tiene el pelo blanco en
las sienes, lo cual le da un aspecto
distinguido. Lleva una camisa blanca y
un traje de firma, y es el epítome del
hombre de negocios con éxito. El único
motivo por el que Danielle no lo rechaza
fríamente, como de costumbre, es la
mirada amable de sus ojos marrones.
—¿Sí?
—Sé que es un cliché, pero ¿puedo
invitarte a una copa? —le pregunta él,
con una voz grave—. Te prometo que…
Si no quieres tener compañía, solo
tienes que decirlo y yo me iré a un
rincón a ahogar mis penas.
Danielle lo observa durante un largo
instante. Tiene dos opciones: o quedarse
allí sentada y sola, rumiando las
desgracias de su vida, o puede hablar
con otra persona e intentar olvidarse de
Max durante unos minutos. De repente se
da cuenta de que el vestido negro que se
ha puesto después de ducharse se le
ajusta agradablemente al cuerpo. Esboza
una sonrisa forzada.
—Una copa, y después, vuelves a tu
rincón.
Él sonríe también. Se sienta a su
lado y llama al camarero.
—Lo mismo que está tomando ella.
Y cuando la suya esté vacía, traiga otra,
por favor.
—Esta ya es la segunda que tomo.
Él se gira hacia ella y la mira.
—Entonces tengo que alcanzarte.
Ella le tiende la mano y toma una
decisión rápida:
—Lauren.
—Tony. Es un placer conocerte —
dice él, y le estrecha la mano. Hay un
silencio un poco embarazoso mientras
esperan a que llegue su copa. Cuando el
camarero se la sirve, él alza el vaso—.
Por que la noche sea mejor que el día
que la ha precedido.
—Estoy muy dispuesta a brindar por
eso.
Y brindan.
—Bueno —dice él—, ¿y cómo es
que estás en Plano? Da la impresión de
que eres de una gran ciudad.
Ella sonríe.
—Pues sí. De Manhattan.
—Ajá. La pregunta todavía es
válida.
Danielle evita su mirada.
—Tú primero.
—Como he dicho, es todo un cliché
—responde él—. Me estoy divorciando.
Mi esposa prefiere que yo viva en otra
parte hasta que todo haya terminado.
Danielle arquea una ceja. Él se ríe.
—Es la verdad. Aquí tengo familia y
amigos.
—Bueno, ¿y qué estás haciendo en el
hotel?
Él la mira con ironía.
—¿Te quedarías con la familia si
fueras tú la que quieres divorciarte?
—Entiendo —dice Danielle—.
¿Tienes hijos?
—No —dice él. Su tono de voz tiene
algo de amargo.
—Lo siento. No debería ser
indiscreta.
—No te preocupes. ¿Y tú? —
pregunta Tony. Se quita la chaqueta, la
dobla cuidadosamente y la pone sobre el
respaldo de la silla. Danielle percibe un
olor sutil a algo… A colonia mezclada
con hombre, quizá. Le provoca un
anhelo inmediato que ella suprime
rápidamente. No puede permitirse tener
pensamientos egoístas mientras Max está
en aquel lugar terrible. Y él, como si le
hubiera leído el pensamiento, le toca la
mano—. Escucha, si el tema te
incomoda, hablemos de otra cosa.
Ella lo mira con agradecimiento.
—Gracias.
—¿Estás casada?
Danielle se echa a reír.
—Creía que íbamos a cambiar de
tema.
—Y lo he hecho —dice él—. Ahora
estamos hablando sobre ti.
Ella se gira un poco hacia él y cruza
las piernas.
—Te lo diré sin rodeos: no estoy
casada, tengo un hijo y no quiero estar
en Plano.
—Ummm —dice él. Se afloja
lentamente la corbata y se apoya en el
respaldo del taburete. Irradia seguridad
en sí mismo, calma—. Eso suscita otra
pregunta: ¿por qué estás aquí?
Danielle se ruboriza. Ella misma ha
provocado la cuestión.
—¿Es importante?
—No, en realidad no. Salvo por un
detalle.
—¿Qué detalle?
—¿Tengo que deslumbrarte esta
misma noche, o habrá otra oportunidad
mañana?
—Me temo que no —dice ella, y se
queda sorprendida por el tono juguetón
de su propia voz—. Esta es tu única
oportunidad.
Él cabecea.
—Demonios.
Sorprendentemente, Danielle se
siente más ligera de lo que se ha sentido
en muchos meses. Aunque también cabe
la posibilidad de que esté más borracha
de lo que ha estado en meses. No le
importa.
—¿Dónde vives cuando no estás
escondiéndote en Plano?
—En Des Moines —responde él—.
Bueno, dime, ¿a qué te dedicas en
Manhattan?
Danielle se siente inquieta. No
quiere hablar de Max, ni de su trabajo,
ni de sus problemas. No quiere hablar
de nada que tenga que ver con su vida
real. Tiene poco control sobre sus
emociones, y si menciona el nombre de
su hijo se va a echar a llorar. El alcohol
está estimulando unos sentimientos que
no se ha permitido desde hace años, un
anhelo de intimidad con un hombre que
pueda amarla y apoyarla durante los
momentos más duros con Max.
No ha vuelto a tener una relación
desde que nació Max. Su corta aventura
con el padre del niño, un abogado con
un matrimonio infeliz a quien conoció en
una convención, terminó con un
embarazo del que él nunca quiso saber
nada. Desde entonces, Danielle no ha
permitido a ningún posible pretendiente
que entre en el círculo privado que ha
reservado para Max y para ella. Esa
noche
no
hay posibilidad
de
complicaciones, con el amable extraño y
en ese bar.
—Voy a proponerte una cosa —le
dice—. Nada de preguntas de la vida
real, de hijos, de matrimonio, ni de
trabajo. Y nada de apellidos.
Él arquea las cejas.
—¿Eso no es lo que debe decir
normalmente el hombre?
—Tal vez, pero esas son mis reglas.
—Bueno, trato hecho —dice él, con
los ojos castaños muy brillantes—. ¿Te
parecen bien los libros y la música?
Ella siente que la tensión del cuello
se le relaja.
—Por supuesto.
Pasan las horas siguientes en una
agradable conversación. A él le encanta
la ópera. Danielle tiene un abono en el
Met. Ella es una ávida senderista; él va
a hacer rafting todos los veranos.
Ambos son aficionados a la cocina; la
especialidad de Danielle es la comida
india, y él es un experto en comida
tailandesa. Él tiene un buen humor y una
calidez que la deleitan. Cuando por fin
Danielle mira la hora, se asombra al
comprobar que es casi medianoche.
—Se está haciendo tarde —dice.
—Lo sé.
—Creo que tengo que irme.
Él se inclina hacia ella y le toma la
mano. Su contacto es algo electrizante.
El aire que hay entre los dos está lleno
de tensión. Danielle apenas puede
respirar. Él la está mirando fijamente.
Cuando habla, su voz suena ronca.
—Por favor, no te vayas.
Danielle titubea. Debería marcharse
rápidamente, antes de que ya no sea
capaz de hacerlo. Esos ojos, y sus
caricias… la tienen hipnotizada,
atrapada.
—No… no sé qué hacer —susurra.
Él se levanta del taburete sin soltarle
la mano.
—Ven conmigo.
No hay duda de dónde quiere que
vaya. Danielle se pone en pie como
hechizada. Él la toma del brazo y tira de
ella ligeramente para atraerla hacia sí.
Ella se inclina hacia delante y, mientras
él la abraza, no vacila ni pregunta. Está
perdida, aunque se sienta como si
acabara de encontrarse a sí misma.
La oscuridad es un terciopelo
voluptuoso. Danielle oye el tictac del
reloj y observa la silueta de Tony
mientras él se acerca a la cama, donde
ella está ya tendida, entre las sábanas.
Mientras él se quita la ropa, el olor
especiado de su cuerpo la alcanza.
Danielle se deleita con la esencia de
aquel hombre, y de repente, el deseo de
sentir sus caricias la consume. En cuanto
él se tumba y sus cuerpos se tocan, ella
se da cuenta de que nunca ha sido tan
completamente vulnerable. Al mismo
tiempo, desea y teme.
Danielle casi no puede ver sus ojos,
pero lo que ve es intenso y anhelante.
Ella posa las manos en su cara y las
mantiene allí, y nota la aspereza de su
barbilla contra las palmas de las manos,
la suavidad contra las yemas de los
dedos. Él le susurra algo y le pasa los
labios por el cuello, la garganta, el
pecho. Ella quiere recordarlo, recordar
todos los detalles de su cuerpo, su olor,
la sensación que le producen sus manos
en la piel.
Ella le pasa los dedos por el cuerpo,
y descubre que su torso está cubierto de
vello espeso. Es muy masculino, y es
todo suyo. Ella continúa hacia abajo,
porque quiere sentir su placer y
transmitirle su deseo de complacerlo. Él
la detiene y la tumba suavemente boca
arriba. Baja con la boca hasta su
estómago, y continúa el viaje hasta que
llega a los pliegues suaves, al centro
secreto de su cuerpo. Ella se abre para
él, y cierra los ojos, y lo olvida todo
salvo su propio cuerpo y la dulzura de
su lengua. Es una espiral de sensaciones
lenta, enloquecedora, un anhelo
insoportable y después un estallido
fuerte, alto. Ella grita, se retuerce y
siente el placer absoluto, una y otra vez.
Él no puede esperar más y penetra
en su cuerpo de una embestida mientras
ella lo abraza, y ambos comienzan a
moverse con un ritmo antiguo. En el
momento del clímax, ella alza las
caderas, la boca, los brazos, los muslos,
para acompañarlo en su feroz orgasmo.
Después, permanecen inmóviles uno en
los brazos del otro. Él la estrecha contra
sí. Tiene la respiración entrecortada, y
su corazón late con fuerza junto al de
ella. Al besarlo en los labios, se
saborea a sí misma, a él, a los dos. Algo
se le rompe por dentro, y comienza a
llorar. Sus sollozos son tan fuertes que
hacen temblar su cuerpo. Son Max, su
soledad, su dolor… su alegría.
—Shh, shh —le susurra él—. Todo
se arreglará —dice él. Sus palabras son
como un bálsamo, y sus brazos son
sólidos y fuertes.
—No, no se va a arreglar —
responde ella con la voz ahogada.
—Entonces, abrázate a mí —dice él,
y vuelve a estrecharla.
Ella se aferra a él como si fuera su
tabla de salvación.
Ocho
Danielle se despierta lentamente. La
habitación está oscura, las cortinas están
cerradas. Gruñe, y piensa en el día que
tiene por delante, en el aburrimiento que
siente cuando no está con Max, en sus
intentos frustrados de trabajar, y en su
ansiedad constante por lo que revelarán
las últimas pruebas. Entonces abre los
ojos de par en par.
Lo recuerda todo. Después de las
increíbles relaciones sexuales, charlaron
durante horas.
Tony le habló sobre la decepción de
su divorcio, y sobre su arrepentimiento
por no haber tenido hijos. Ella le habló
a Tony sobre Max, usando un nombre
falso, sobre sus problemas, sus miedos,
su soledad como madre soltera. No le
contó que es abogada y que Max está en
Maitland. Danielle no soporta hablar
sobre el dolor de haber tenido que
hospitalizarlo. Al final se quedó
dormida.
Despierta antes del amanecer y se
encuentra la cama vacía. Se siente
azorada, pero no molesta por el hecho
de haber sido amada y abandonada. Se
levanta rápidamente y se viste. Antes de
salir de la habitación, ve algo blanco
junto a su almohada. Una hoja del
cuaderno del hotel.
No quiero irme, pero tengo que estar
en Des Moines esta misma mañana.
No he querido despertarte. Estás
preciosa en mi cama.
¿Quieres cenar conmigo esta noche?
Tuyo, Tony.
Danielle se sienta en el pequeño
escritorio. Lee y relee la nota. De mala
gana, le da la vuelta y escribe:
No sé cómo explicarte lo que ha
significado esta noche para mí.
Eres un hombre maravilloso, pero en
este momento mi vida es demasiado
complicada como para tener una
relación.
Se detiene. Recuerda sus caricias y
la seguridad que ha sentido entre sus
brazos. Arruga la hoja de papel y toma
otra nueva del cuaderno.
Me encantaría.
Nos vemos en el restaurante a las
siete.
Lauren.
Después de terminar la nota, echa un
último vistazo a la cama, que está
deliciosamente revuelta, y se marcha.
En su habitación, Danielle se pone
unos pantalones vaqueros y se sirve una
taza del horrible café del hotel. Cuando
ha dado un sorbito, alguien llama a la
puerta.
—Mierda.
—Eh, tú. Ábreme.
Esa voz no puede ser de nadie más.
Danielle corre hacia la puerta y la abre
de par en par.
—¡Georgia!
Georgia pasa a la habitación y le da
a Danielle un abrazo. Lleva un traje
pantalón azul marino.
—¡Sorpresa!
—¡Dios mío! ¡No puedo creer que
estés aquí!
—Yo tampoco. Justo cuando crees
que ha terminado el viaje, te encuentras
con que hay un buen trayecto desde Des
Moines al pintoresco Plano.
—¿Quieres un café? —le pregunta
Danielle con una gran sonrisa.
Georgia observa el vaso de papel
que le ofrece su amiga.
—No, creo que paso.
Se sientan, y Georgia le estrecha la
mano. Danielle está muy contenta de
verla.
—¿Por qué has venido?
—Porque estoy preocupada por Max
y por ti —responde Georgia. Toma aire
antes de continuar—: Y porque tengo
que contarte algunas cosas muy
importantes.
Danielle siente una punzada de
inquietud.
—¿Qué cosas?
—Te lo diré dentro de un momento.
¿Cómo estás tú?
—Bien.
—¿Y Max?
—No muy bien.
—¿Ha intentado…?
—¡No! ¡Por supuesto que no!
Georgia le posa una mano fría en el
brazo.
—Perdóname. Es que tú no siempre
me cuentas lo peor.
Danielle sonríe con tristeza.
—Es porque ni siquiera puedo
pensar en ello.
—¿Te han dado ya el diagnóstico?
—No —dice Danielle, y antes de
que Georgia continúe con su
interrogatorio, cambia de tema—:
Cuéntame algo del mundo exterior.
Georgia no la decepciona. La pone
al corriente de los últimos cotilleos de
la oficina: quién se está acostando con
quién, quién hizo el ridículo en la fiesta
de verano, qué abogado asociado está
dándole coba a qué socio, y qué socios
están intentando clavarles un puñal por
la espalda a otros socios.
—Bueno —dice Danielle—, ¿y
cómo has conseguido escaparte de la
oficina? ¿Y Jonathan y Melissa?
Georgia palidece.
—Ah, eso.
—¿Qué?
Su amiga baja la mirada.
—Bueno, tengo que contarte unas
cuantas cosas.
—Pues empieza, Georgia. Tienes
mala cara, y quiero saber por qué.
Georgia alza la vista, y Danielle se
da cuenta de que tiene los ojos llenos de
lágrimas.
—Es por Jonathan. Lo han…
despedido.
Danielle piensa en la importante
clínica de cirugía plástica en la que
trabaja el marido de su amiga.
—¿De qué me hablas? Si lo hicieron
socio el año pasado, ¿no?
—Sí.
—¿Qué ha pasado?
Las lágrimas se deslizan por las
mejillas de Georgia.
—Lo han averiguado.
—¿Lo de la bebida? Bueno, eso no
es exactamente…
—Ha estado tomando mucha
cocaína.
Danielle se queda asombrada.
—Pero ¿cómo lo han sabido?
—Operó a una mujer mientras estaba
drogado. Todos los que estaban en el
quirófano se dieron cuenta. A ella le
quedó el rostro desfigurado. Va a haber
una querella. Puede que la clínica se
venga abajo.
—¿Y cuándo ha ocurrido eso?
—Hace un mes —explica Georgia
con angustia—. Él no me dijo nada.
—¿Y sus socios lo han denunciado a
la policía?
—Al principio quisieron controlar
la situación, pero después registraron su
escritorio y encontraron mucha droga.
Dijeron que estaba traficando, Danielle.
¿Puedes creerlo? ¡Jonathan, convertido
en traficante de cocaína!
—Dios mío, Georgia… ¿Y qué va a
pasar ahora?
—Lo denunciaron y lo despidieron
inmediatamente. El colegio de médicos
le ha retirado la licencia para ejercer
hasta que se termine la investigación,
pero no hay duda de que al final lo
expulsarán de la profesión. Está
acabado.
—¿Y dónde está ahora?
—La última vez que lo vi estaba en
el apartamento, encerrado en la
habitación, borracho. Me dijo que me
marchara.
Georgia comienza a llorar. Los
sollozos sacuden su delgado cuerpo.
Danielle la abraza hasta que se calma.
Georgia la mira con angustia.
—¿Qué voy a hacer? ¿Y Melissa?
—¿Dónde está ahora?
—La llevé a casa de mi madre y me
vine aquí. No sabía qué hacer.
—Hiciste lo mejor. ¿Puedes
quedarte unos días?
Georgia niega con la cabeza.
—Tengo
que
marcharme
al
mediodía. El viernes empieza el juicio
del caso Simmons.
—Qué oportuno.
—Sí.
Danielle saca su llavero y le da una
de las llaves a Georgia.
—Quédate en mi casa todo el tiempo
que quieras. Cuando vuelva, tendréis el
cuarto de invitados a vuestra
disposición. Ya pensaremos en algo.
Ahora tienes que concentrarte en
Melissa y en ese juicio.
Georgia toma la llave con una
mirada de agradecimiento y se enjuga
las lágrimas.
—Tal vez use tu casa para
refugiarme de la oficina. Necesito algo
de paz y tranquilidad —dice con un
suspiro—. Melissa y yo vamos a
quedarnos con mi madre hasta que yo
sepa lo que voy a hacer. Gracias a Dios
que mi madre ya está jubilada, y que
Melissa todavía no va al colegio —
añade, y respira profundamente—.
Bueno, ya está bien de hablar de mí.
¿Qué está pasando con Max? ¿Cómo
estás tú?
—Oh, Georgia, no. No quiero hablar
de ello.
—De acuerdo. No te pediré detalles.
Sólo dime una cosa, ¿cuándo vas a
volver a casa?
—Dentro de una semana, tal vez dos.
—Vas a venir a la reunión de socios,
¿no?
—Por supuesto. No quiero alejarme
de Max, pero tampoco puedo
arriesgarme a perder la oportunidad de
que me asciendan.
—Buena chica. Serás la primera
mujer que lo consigue en nuestra
empresa. ¿Cómo no van a elegir a
alguien que ganó un caso de quince
millones de dólares en el Tribunal
Supremo? Pero de todos modos, lo
mejor sería que aparecieras cuanto
antes.
Danielle cabecea.
—Ahora no puedo. En el hospital
están teniendo algunos problemas para
ajustar la medicación de Max, y él me
necesita.
Cada vez que insinúo que tengo que
volver a Nueva York, se aterroriza.
—¿Lo ves a menudo?
—Por las mañanas y por las tardes.
Georgia mira por la habitación.
—¿Y qué haces el resto del tiempo?
—Trabajo. Bueno, no es cierto.
Intento trabajar.
Georgia se inclina hacia atrás.
—Eso está bien, porque las cosas
andan revueltas por la oficina.
—¿Qué quieres decir?
—Es otro de los motivos por los que
he venido. Tienes que enterarte de lo
que está pasando. Ese gusano de Gerald
Matthews está peloteando a todos los
socios, como es natural en él, y
diciéndoles que él es el más apropiado
para ocupar tu puesto.
—Ese hombre no me preocupa —
dice Danielle.
—Bueno, pero esto sí debe
preocuparte: E. Bartlett está tramando
algo, y no es nada bueno.
Danielle se queda callada. Otra vez
E. Bartlett. Su desagradable rostro se le
aparece en la mente. Aquellos últimos
años han sido muy duros para Danielle,
que ahora ha sido designada su lacaya
personal. Sabe que en su firma, algunos
esperan que se retire y se vaya a otro
sitio, después de haber ganado suficiente
dinero con ella, por supuesto. Sin
embargo, no la conocen. Ella nunca tira
la toalla. E. Bartlett, lentamente, de mala
gana, ha tenido que ir reconociendo su
talento. Aunque él nunca lo va a admitir,
ella es la asociada a la que acude
cuando hay una crisis, o cuando surge
una cuestión legal difícil en un caso
complejo. O cuando hay que agasajar
con cenas y comidas a un cliente
importante del otro lado del charco.
Incluso le deja en la silla cajas de
cerillas de su club masculino. Es lo más
que se acerca E. Bartlett al sentido del
humor. Pese a que tiene una opinión
favorable de ella, Danielle sabe que
hará uso de cualquier excusa para evitar
que entre a formar parte del grupo de
socios de la empresa, en el que solo hay
hombres. Además, E. Bartlett no siente
simpatía por los niños. Si ella no
hubiera facturado tres mil doscientas
horas ese año, y el bufete no le debiera
el equivalente a dos años de vacaciones,
él ya la habría defenestrado. Danielle
enciende un cigarro haciendo caso
omiso de la mirada de desaprobación de
Georgia.
—Bueno, cuéntamelo.
—Es por el caso Sterns.
—¿Qué pasa?
Sterns es el mejor cliente de
Danielle. Es un ejecutivo que tiene todos
los visos de hacerle ganar millones al
bufete en el futuro. Ese cliente, y su
enorme éxito en el caso Baines, son sus
bazas para aspirar a la promoción a
socia. Michael Sterns, el joven director
general de su empresa, adora el estilo
eficaz de Danielle durante los litigios, y
hasta el momento se ha negado a que lo
represente ningún otro de sus
compañeros.
Georgia desvía la mirada.
—Ese idiota ha elegido a Matthews
para que lo represente en la siguiente
ronda de declaraciones en el despacho.
—Pero… si es mi cliente —protesta
Danielle—. Me pasé dos años captando
a esa compañía.
Georgia se encoge de hombros.
—Cierto, querida, pero tú solo eres
una asociada.
Danielle se da una palmada en la
frente.
—Maldita sea.
Los socios son los únicos que
pueden poner su nombre en los
documentos legales de los casos en los
que trabajan. Las iniciales de Danielle
aparecen en una tipografía más pequeña,
la de los subalternos a quienes se les
asignan a esos casos. E. Bartlett ha
estado llevándose todos los méritos por
el caso Sterns desde hace un año. Eso,
unido a que las horas que ha podido
facturar
ella
han
disminuido
drásticamente desde Maitland, la coloca
en la categoría media de empleados. Y
esa categoría no le permitirá lograr el
ascenso. Siente pánico. No puede perder
esa oportunidad de ser socia del bufete;
en primer lugar, porque se lo ha ganado,
y en segundo lugar, porque necesita el
aumento de ingresos para pagar la
enorme factura de Maitland. Como de
costumbre, el seguro solo cubre el
mínimo, y no hay forma de que ella
pueda pagar la otra parte con su sueldo y
sus ahorros. Además, también debe tener
en cuenta los gastos futuros de Max,
sean cuales sean.
—Y hay más —continúa Georgia—.
Anoche me quedé a trabajar hasta tarde
y bajé a Harry’s para tomar un sándwich
y un refresco. Ya conoces la escena;
toda la firma va allí después de la
reunión de socios, y beben mientras
alardean de lo estupendos que son sus
candidatos.
Harry’s es un lugar estupendo para
que se reúnan los abogados. Danielle
casi siente la fresca oscuridad del
establecimiento, casi ve su enorme barra
de roble con taburetes de metal, las filas
de botellas, los asientos de cuero rojo y
las velas encendidas que iluminan
suavemente las mesas.
Danielle pone los pies sobre la mesa
de café, y se lamenta de no estar tan
relajada como parece.
—Así que este año es exactamente
como cualquier otro.
—Me temo que te equivocas. ¿A que
no sabes a quién vi muy acaramelados?
—¿A quién?
—A E. Bartlett y a Lyman. Esas dos
serpientes.
Danielle se incorpora con los ojos
muy abiertos.
—Pero… eso es imposible.
Lyman y E. Bartlett comenzaron en el
bufete en la misma categoría, y han sido
rivales desde el principio. E. Bartlett
llegó a socio un año antes que Lyman, y
él nunca lo ha olvidado. Los extremos a
los que son capaces de llegar con tal de
apuñalarse el uno al otro por la espalda
son legendarios.
Georgia le quita el cigarro de la
mano a Danielle y lo apaga.
—Bueno, pues ha ocurrido lo
imposible. Estaban tomándose una
botella de whiskey y sonriendo de oreja
a oreja.
No hace falta ser vidente para saber
lo que está ocurriendo. E. Bartlett está
tan enfadado por su ausencia que ha
accedido a que el chico de Lyman pase
por encima de ella.
—No me gusta cómo suena eso.
—No me extraña —responde
Georgia—. También oí decir a uno de
los lacayos de Lyman que este no se
fiaba de E. Bartlett. Sería posible que E.
Bartlett le hiciera ver que han trabado
una buena amistad y después lo hundiera
en la reunión de socios.
Danielle siente una ligera esperanza
y toma a Georgia de la mano.
—Sería propio de él, ¿verdad?
—Puede ser —dice Georgia, y le
aprieta la mano a su amiga. Sin
embargo, hay algo malo en su tono de
voz—. Mira, tu única preocupación no
es E. Bartlett. En el bufete se ha corrido
el rumor de que los socios se reunieron
la semana pasada y decidieron que,
debido a cuestiones financieras y a la
baja facturación de horas, van a
despedir a algunos asociados.
—¿Qué?
—El objetivo es librarse de cuatro
de nosotros antes de enero —explica
Georgia suavemente.
A Danielle se le encoge el corazón.
—Bueno, por lo menos tú y yo
estamos a salvo. Somos las empleadas
más productivas de todo nuestro
departamento.
—Exacto. Y las más caras —replica
Georgia, y con un suspiro, le entrega a
Danielle una hoja de papel—. Hay más.
He conseguido una copia de las últimas
deliberaciones de los socios en su
reunión de ayer. La saqué de la papelera
de la secretaria de E. Bartlett.
Danielle no comenta nada de los
métodos de Georgia.
—¿Y?
—Y… —Georgia toma aire—. O
asciendes a socia… o te echan.
Nueve
Danielle se sienta en la vieja silla de
vinilo y la peluquera le echa un buen
vistazo. La música country está puesta a
todo volumen, y resuena por la
peluquería mientras la mujer hace un
globo con el chicle y le da su veredicto.
—Un buen corte —le dice a
Danielle mientras hace girar el asiento
—. Y una permanente.
Danielle ve sus propios ojos,
grandes y salvajes como los de un
fanático religioso que aparece en la
puerta de tu casa para rezar por tu alma.
«Oh, qué demonios», piensa. «Los
momentos drásticos necesitan medidas
drásticas». Asiente.
Después de que se marchara
Georgia, Danielle se había puesto a
trabajar como una loca. Llamó a
clientes, hizo un seguimiento de las
fechas de sus vistas y declaraciones y
puso al día su facturación para la
empresa. La visita de Georgia le ha
causado terror. Tiene que llegar a ser
socia del bufete; si no lo consigue, no
podrá pagar los gastos de Maitland, y
mucho menos las escuelas especiales y
el tratamiento que puede necesitar Max
en el futuro.
Tiene los ojos llorosos cuando
Marianne aparece para preguntarle si
quiere hacer una escapadita. Danielle
toma el bolso y entra al coche de
Marianne. Se ríen y charlan durante el
trayecto hasta una pequeña peluquería
llamada Pearl. Danielle lo pasa tan bien
que, cuando terminan las pedicuras,
permite que Marianne la coloque frente
a un espejo y la convenza de que tiene
que arreglarse un poco. Además,
Danielle quiere tener muy buen aspecto
cuando vaya a cenar esa noche con Tony.
Mantiene una breve conversación con
Pearl al respecto, y después se abandona
al proceso.
Las tijeras se deslizan por entre su
pelo con dulzura, y la solución acre que
le aplican en la cabeza está
sorprendentemente fría. Bajo el secador,
entra en trance. Está embarazada de Max
y lo ve a través de la piel traslúcida de
su vientre. Él es un diminuto feto,
perfectamente formado, que tiene los
ojos cerrados. Su cuerpecito está lleno
de venas rojas y azules. El líquido
amniótico, de color rojo y magenta,
fluye incesantemente de madre a hijo.
Ella se acaricia el vientre bajo el aire
cálido.
Está relajada, y deja que su mente
vague hasta Tony y su cena de esa noche.
¿Harán el amor de nuevo? Siente calor
por todo el cuerpo al pensarlo. Se
permite fantasear con unas vacaciones
junto a Tony, en una playa del Caribe,
frente al mar azul, abrazados como
adolescentes que exploran su primer
amor. Después de eso, Tony hará viajes
a Nueva York y allí verán obras de
teatro, harán cenas extravagantes y se las
tomarán en la cama, mientras ven
películas antiguas en la televisión. Max
lo adorará, y Tony será con gusto el
padre que su hijo no ha tenido nunca.
Danielle casi puede ver el diamante de
su anillo de compromiso, y la cara de
Tony cuando él levante el velo de su
vestido de novia para besarla…
—¡Ya está! —dice la peluquera
mientras le quita el casco de plástico.
Después la lleva hasta el lavabo y le
aclara la cabeza. Le quita los rulos y le
seca el pelo; finalmente, la gira hacia el
espejo—. ¡Estupendo! Te va a encantar.
Danielle mira su reflejo, y su boca
forma un «oh» de espanto. Ignora su
palidez y las ojeras, y observa sus
nuevos rizos, que han convertido su
cabeza en un campo de batalla. Después
de un largo instante, decide que parece
que ha sido víctima de una
electrocución.
—No te preocupes, cariño —le dice
Pearl—. Todo el mundo piensa que está
muy distinta después de una permanente.
Saca una extraña herramienta de un
cajón. Es un peine de púas muy largas,
plano, de metal. Pincha y tira
suavemente de los rizos sin dejar de
hacer globos de chicle, hasta que logra
el efecto que desea. Después le entrega
el peine a Danielle.
—¡El mejor amigo de una mujer!
Casi. Ya entiendes lo que quiero decir,
cielo.
Diez
Danielle respira profundamente. Ha
llegado por los pelos al primer vuelo de
la mañana en Des Moines. La secretaria
de E. Bartlett la llamó el día anterior
para decirle que la reunión de socios se
había adelantado. Ella ha ido a ver a
Max antes de marcharse. Él estaba un
poco raro, como apagado, pero estable.
Después, Danielle ha cancelado su cena
con Tony dejándole un mensaje en el
mostrador de recepción. Tiene que
concentrarse en su vida real, y por
desgracia, él no entra dentro de esa
categoría. Todavía.
Danielle oye el taconeo de sus
zapatos en el suelo de mármol. Su bufete
está en uno de los edificios más antiguos
de Wall Street, y el silencio fresco que
reina en él la calma. Toma el ascensor.
La recepcionista la saluda con una
sonrisa, y arquea las cejas de repente al
ver su pelo. Danielle asiente de manera
cortante y sigue recorriendo el pasillo.
Después se detiene para serenarse.
Respira profundamente y abre la puerta.
Abarca con la mirada la enorme sala de
juntas, situada en el piso cuarenta y dos,
y a los treinta socios de Blackwood &
Price, un bastión entre los bufetes
surgidos después de la Segunda Guerra
Mundial. Sobre la mesa de madera
brillante hay un impresionante arreglo
floral, un servicio de plata y porcelana
para cincuenta y una comida servida por
uno de los mejores restaurantes de
Manhattan. En aquel momento de las
deliberaciones se sirve café fuerte, algo
necesario para tener la cabeza clara
después del vino que se ha tomado con
la comida. Hay movimiento de papeles y
algunas toses, los restos inevitables de
la toma de decisiones.
Se oye una voz grave al otro lado de
la sala.
—Buenas tardes, Danielle.
Danielle sonríe pese a su
nerviosismo. Es Lowell Stratton Price
III, el director del comité ejecutivo.
Tuvo
como
mentores
al
gran
almirantazgo
y
a
abogados
internacionales, los que se marcharon a
Europa y a Escandinavia después de la
Segunda Guerra Mundial y coparon el
negocio naviero. Lowell Price tiene el
pelo cano y una mirada inteligente, y
dirige la firma con el respeto de todo el
mundo. Será justo.
—Hola, señor Price.
—Lowell, por favor —dice él, y le
señala la línea de fuego, una silla que
está a un extremo de la mesa.
—Gracias, Lowell.
En los bufetes neoyorquinos
tradicionales, hay una regla no escrita
por la que un asociado puede llamar a
un socio por el nombre de pila solo
cuando se ha convertido en un socio de
entre todos los elegidos. «Tal vez sea
una buena señal», piensa Danielle.
Atraviesa la sala y se sienta y mira a los
socios. No tienen aspecto de estar
contentos, ni descontentos. Nadie se fija
en su extraño pelo. Están demasiado
centrados en sí mismos.
—Danielle, hemos estado toda la
mañana hablando sobre los mejores
asociados, los candidatos a convertirse
en socios este año —dice Lowell—.
Hemos entrevistado a los otros
candidatos, y ahora voy a dar la palabra
a algunos socios que tienen preguntas
para ti. Tengo entendido que has estado
en… Idaho, ¿no? ¿Por un asunto
personal?
Danielle contiene un gruñido.
—En Iowa. Y sí, me he tomado unas
semanas libres para resolver un asunto
personal, pero tengo planeado volver
pronto a la oficina.
—Por supuesto, por supuesto —
responde Price.
Ella sabe que está intentando paliar
el efecto del papel en blanco, de la falta
de facturación por su parte durante las
últimas semanas. Ha tenido suficiente
con apagar fuegos en sus casos. Aunque
ha trabajado tanto como ha podido, sabe
que su preocupación por Max ha
afectado a su concentración. Por ese
motivo, no ha considerado que hubiera
justificación para cobrarles muchas de
sus horas a los clientes. Casi puede
leerles el pensamiento a los otros
socios: sin tiempo no hay dinero. Si no
hay dinero, a nadie le hacen socio. En
aquel punto es cuando E. Bartlett, si
tuviera algo de honestidad alojada en su
ego monumental, debería intervenir para
alabarla. Ella lo mira, pero él no le
devuelve la mirada. De hecho, está
hojeando una revista. El mensaje está
claro: se las tiene que arreglar sola.
—No tengo tus cifras delante,
Danielle, pero tal vez tú puedas
dárnoslas, y explicarnos los detalles de
tu trabajo.
Que Dios lo bendiga. Le está dando
la oportunidad de hacerse valer. Ella se
yergue en la silla y comienza.
—Gracias, Lowell. He facturado
tres mil doscientas horas este año, y
creo que he demostrado suficiente
capacidad y compromiso como para ser
socia de esta empresa. Además de mi
facturación, mi éxito en el caso Baines
le reportó a la firma unos beneficios
multimillonarios.
También
he
conseguido clientes nuevos y muy
importantes, cuya facturación representa
un incremento de varios millones de
dólares en los ingresos brutos de la
firma.
Hay movimiento de hojas. Danielle
sabe que los socios están comprobando
las cifras.
—Eres una abogada joven y muy
brillante, y tu ética de trabajo es
impresionante —dice Lowell. Se oye un
murmullo de aprobación por la mesa—.
Bien, hay algunos socios que me están
mirando con impaciencia, así que le doy
la palabra a Ted Knox.
Danielle se pone rígida. Knox es un
hombre de estatura baja, con todos sus
complejos, y el adulador de Lyman.
Knox depende de que Lyman le eche
encima la mayor parte de sus casos. Sin
él, Knox no conseguiría trabajo ni de
ayudante de letrado. Lo que realmente
preocupa a Danielle es que también es
compañero de copas de E. Bartlett. Si
Lyman y E. Bartlett están realmente
confabulados, Knox es el pit bull
perfecto. E. Bartlett pasa otra página de
su revista. Danielle siente una presión
intensa detrás de los ojos.
Knox carraspea y la mira. Tiene los
ojos gris claro, pálido.
—Gracias por tomarte la molestia
de hablar con nosotros, Danielle.
Lamentamos
que
tus
problemas
personales, sean cuales sean, te hayan
tenido tanto tiempo lejos de la oficina.
En realidad, algunos de nosotros,
muchos, tenemos dudas sobre la
conveniencia de que te conviertas en
socia de esta firma —dice, y sonríe a
Lyman con astucia—. Tal y como ha
mencionado
Lowell,
nadie
está
cuestionando tus horas. Eres una buena
trabajadora, una buena asociada. Pero
estoy seguro de que sabes que hace falta
algo más que trabajar muchas horas para
ser socio de Blackwood & Price. Voy a
explicarlo claramente. En primer lugar,
normalmente no tenemos en cuenta a los
asociados que llevan menos de diez
años con nosotros. Tú solo estás en tu
sexto año. En segundo lugar, la mayoría
de nosotros no estamos familiarizados
con tu trabajo, y aunque este problema
no sea culpa tuya, sigue siendo un
problema. En tercer lugar, aunque has
demostrado
que
tienes
algunas
habilidades de marketing, el marketing
de esta firma lo llevan a cabo los
socios, y solo los socios.
Danielle se agarra a los brazos de la
silla con fuerza. Desea con todas sus
fuerzas responder, pero tiene que estar
segura de que el gusano ha terminado.
Knox continúa.
—Voy a hacer referencia a uno de
los mayores problemas que hay en
cuanto a tu ascenso.
—¿Cuál es? —pregunta ella.
—Michael Sterns.
A Danielle se le queda la boca seca,
pero consigue hablar.
—Como sabe, Michael Sterns es
cliente mío. Lo traje a la firma hace tres
años, y la demanda colectiva que estoy
llevando para él en varias jurisdicciones
es, y continuará siendo, muy lucrativa
para el bufete. De hecho, solo este caso
ha generado trescientos cincuenta mil
dólares en los nueve meses pasados.
Ahora, varias cabezas se alzan y los
ojos se clavan en ella. No hay nada que
excite tanto a los socios como la
mención de unos buenos honorarios.
Knox se apoya en el respaldo de su
silla.
—Sí, ya sabemos que el señor
Sterns es muy buen cliente.
—Entonces, comprenderá que esté
muy contenta de poder decir que el
señor Sterns me dijo que quiere que yo
lleve todos sus futuros litigios, aunque
solo sea una asociada.
—¿Has hablado últimamente con
Michael?
—Pues… No…
—¿No tuvo un problema grave en
Nueva Orleans la semana pasada?
Pese a la ira que siente, Danielle se
controla y mira a Knox con
determinación. No va a permitir que él
le arrebate la posibilidad de ser socia.
—Yo no diría que fue un problema.
Yo diría que es un gran caso.
—¿Pero te negaste a volar a Nueva
Orleans para atenderlo, pese a que su
compañía puede representar ingresos
millonarios para nosotros? —las
palabras de Knox son balas—. ¿Y pese
a que te ha dejado claro que quiere que
tú, y solo tú, lleves sus casos?
Danielle se queda callada. ¿Qué
puede decir? ¿Que ha descuidado su
trabajo porque tiene que averiguar si su
hijo está loco? ¿Que, aunque le han
dicho que su hijo recibe los mejores
cuidados posibles, no está dispuesta a
volver a Nueva York para ocuparse de
sus clientes? Está furiosa por haberle
dado a aquel idiota munición contra ella,
sobre todo teniendo en cuenta que
aquella reunión está amañada desde el
principio. Lo mira con frialdad.
—Señor Knox, como padre, estoy
segura de que sabe que algunas cosas
tienen prioridad en la vida. He tenido
una emergencia relacionada con mi hijo.
A Michael Sterns le retuvieron el velero
en Nueva Orleans. Yo lo arreglé todo
para que un asociado senior fuera a la
ciudad y se ocupara del asunto en mi
lugar. Estuve en contacto con él
constantemente por teléfono. Créame, el
señor Sterns conoce la situación y no se
ha quejado de mi gestión.
—Tal vez no se haya quejado ante ti
—replica Knox—, pero da la casualidad
de que el señor Sterns se reunió
conmigo ayer para decirme que está
disgustado porque te negaste a
interrumpir tu viajecito…
—Ted, eso está fuera de lugar —le
dice Price.
—Muy bien —responde Knox con
brusquedad—, pero sabes tan bien como
yo, Lowell, que este negocio requiere
una atención de veinticuatro horas al
día. Si los clientes nos necesitan, vamos.
Si no vamos, hay otros catorce bufetes
que lo harán por nosotros. Y si esta
chica no tiene lo que hay que tener para
comprometerse…
La sala queda en silencio. Todos
están asombrados. Danielle se queda
callada para que asimilen la metedura
de pata, y después responde:
—Soy muy buena abogada, señor
Knox —dice en voz baja—. Y tengo mis
horas de trabajo, y los clientes, para
demostrarlo.
—Sí, sí, por supuesto —dice
Lowell, que la mira con amabilidad.
—De hecho —continúa Danielle—,
mi facturación es mayor que la suya
cuando ascendió a socio del bufete.
Knox ignora las risitas de algunos de
los socios, que miran a Danielle y
sonríen.
—Como quieras —dice él—, pero
Sterns me dijo que puede que prefiera
que sus asuntos los lleve otra persona
del bufete, teniendo en cuenta tu…
situación.
Danielle no sabe qué decir. Knox la
está humillando delante de todos los
socios, y ninguno de ellos habla en su
defensa. E. Bartlett se excusa
repentinamente, porque parece que ha
decidido dejar que se las arregle sola.
Knox continúa hablando con
frialdad.
—Creo que es evidente que tus
prioridades no tienen nada que ver con
los clientes de esta firma…
—Ya está bien —dice Lowell en un
tono de ira—. Me decepcionas, Knox.
No estamos aquí para hacer ataques
personales —añade. Después hace una
pausa, y pregunta—: ¿Alguien tiene algo
más que decir?
Danielle mira alrededor de la mesa.
Todos permanecen en silencio.
—Bueno, gracias, Danielle —dice
Lowell—. Buena suerte.
—Gracias —responde ella con
tirantez, y sale de la habitación—. Más
bien, adiós y buen viaje.
Once
Danielle está sin aliento después de
su viaje frenético desde el aeropuerto de
Des Moines a Maitland. El pasaje ha
empezado a embarcar en su vuelo desde
Nueva York cuando ella recibe una
llamada histérica de la enfermera del
turno de noche de Fountainview, que le
dice que ha habido una crisis con Max y
que la doctora Reyes–Moreno se reunirá
con ella en el hospital, pero que no
puede darle más información.
Cuando por fin aterriza en Des
Moines, conduce a toda velocidad hasta
el hospital y entra corriendo en la
unidad.
Ve a Reyes–Moreno en el pasillo. La
doctora está enfrascada en una
conversación con Fastow, pero dejan de
hablar en cuanto Danielle se les acerca.
—¿Qué le ocurre a Max? —
pregunta.
—Danielle —dice Reyes–Moreno
—. ¿Recuerda al doctor Fastow? Es…
—Sé quién es. ¿Dónde está Max?
Reyes–Moreno la toma del brazo y
la guía hacia un despacho vacío. El
médico las sigue.
—Me temo que Max tiene un
trastorno disociativo —dice ella—. Su
comportamiento de hoy, aunque no ha
mostrado tendencias suicidas, ha sido
errático e inquietante.
—¿Qué quiere decir «trastorno
disociativo»?
—Está perdiendo el contacto con la
realidad
—dice
Reyes–Moreno
consternada—. Puede que sea resultado
de la ansiedad extrema, pero creemos
que hay que tratarlo inmediatamente.
Además de que ha perseverado en sus
ideas suicidas, ha tenido otro…
episodio.
—¿Y qué significa eso?
Reyes–Moreno mira a Fastow.
Después vuelve a clavar la mirada en
Danielle.
—Max ha agredido a Jonas. Como
sabe, no es la primera vez.
A Danielle se le acelera el corazón.
—¿Por qué no me lo habían dicho
antes? ¿Le ha hecho daño?
—Por
desgracia, nos vimos
obligados a tener a Jonas en
observación todo el día de ayer —dice
la doctora, y le toca ligeramente el brazo
a Danielle—. Se pondrá bien. Pero lo
cierto es que Max le dio un puñetazo en
la nariz a Jonas, y el niño sangró mucho.
También parece que Jonas tiene una
costilla rota.
Danielle se queda horrorizada.
—¿Dónde está Max ahora?
—Lo pusimos en la habitación de
aislamiento…
—¿Cómo se atreven?
Danielle ha visto esa habitación. Es
una sala de incomunicación, y nada más.
Una gran caja blanca acolchada, con una
rendija en la puerta para poder empujar
la comida al interior. Se dirige hacia la
puerta. Reyes–Moreno la toma del
brazo.
—Danielle… no está allí —le dice
—. Hemos tenido otro problema. Como
sabe, pusimos al doctor Fastow en el
equipo de Max al comienzo de su
evaluación. Ha hecho un trabajo
excepcional con la medicación de Max,
y confía en que ha encontrado el
mejor…
—Cóctel —suelta Danielle—. ¿Y
qué tiene que ver con…?
—No hay otra manera de explicarlo,
salvo admitir que se ha cometido un
error —dice Fastow—. No sabemos
exactamente cómo ocurrió, ni quién es el
responsable, pero parece que a Max le
fue administrada una dosis mayor de lo
requerido…
—Oh, Dios… ¿Está bien?
Fastow la mira con calma.
—Por supuesto.
Reyes–Moreno le toma las manos
temblorosas a Danielle. Las de la
doctora son firmes.
—Max está descansando en su
habitación. El efecto de la dosis
excesiva pasará muy pronto, y volverá a
la normalidad.
Danielle se zafa de ella.
—¿A la normalidad? ¿Le parece que
darle una sobredosis de medicamento es
normal? Quiero verlo.
—No hay nada que ver ahora,
Danielle —dice Reyes–Moreno—. Está
dormido. Le aseguro que la llamaremos
en cuanto se despierte.
Danielle se queda inmóvil. De
repente, todo le resulta insoportable. La
reclusión de Max en aquel lugar. Sus
ataques de violencia. La presunción de
que su empeño en permanecer allí con
su propio hijo es perjudicial para el
tratamiento de Max. Y una insinuación
en el trasfondo, todavía más fuerte, de
que debe de ser culpa de ella que Max
tenga que estar allí. La implicación de
que ella, al ser su madre, debería
haberse dado cuenta de la gravedad de
los problemas de Max mucho antes de
tener que llevarlo a Maitland. Su miedo
se transforma en ira.
—Esto es la gota que colma el vaso.
¿Por qué no me dijeron que podía
suceder algo así? Se supone que ustedes
trabajan en el mejor hospital
psiquiátrico del país, y en cuanto me doy
la vuelta, ¡le administran una sobredosis
de medicamentos a mi hijo! Ahí está el
famoso farmacólogo, que ha cometido un
error colosal…
—Señora Parkman, debo protestar
por sus acusaciones —dice Fastow,
mirándola fijamente con sus ojos
febriles. Se inclina hacia delante, con
las manos y la cabeza en pose de mantis
religiosa—. Esto es muy alarmante para
usted, estoy seguro, pero se trata de un
error del personal, no de prescripción.
—No me importa de quién ha sido el
error. Estamos hablando de mi hijo.
¿Quién sabe los efectos que tendrá en él
esa sobredosis? —pregunta Danielle, y
agita la cabeza cuando Fastow trata de
responder—. Miren, he sido muy
paciente y colaboradora desde que
llegamos. Cuando dije que quería
quedarme con mi hijo, ustedes me
dijeron que me marchara a casa.
Después me permitieron tan solo tener
visitas bajo supervisión, como si yo
fuera una asesina. ¡Y ahora me dicen que
Max ha atacado a otro paciente! ¡Es
absurdo!
Fastow se cruza de brazos y la mira
sin inmutarse. Los ojos verdes de
Reyes–Moreno tienen una mirada
bondadosa. Vuelve a darle una
palmadita en el brazo, y Danielle tiene
que hacer un esfuerzo para no apartarse.
—Danielle —le dice suavemente—,
ha de tener en cuenta que estamos
tratando a un joven con problemas
graves, que tiene tendencias suicidas y
que parece que ahora tiene episodios
psicóticos. Y que se está volviendo
violento. Estas cosas llevan su tiempo, y
por eso no nos gusta ver a los padres
antes de poder dar un diagnóstico
seguro.
La furia de Danielle se transforma en
preocupación. ¿Qué le pasa a Max? ¿Es
posible que, al haberle privado de su
medicación antigua, esté mostrando su
verdadero comportamiento? Danielle
suspira. Sin embargo, aquello no es un
juzgado donde pueda usar la indignación
justificada en su provecho. Se recuerda
a sí misma que Maitland y sus doctores
son lo mejor del país, por mucho que le
moleste la arrogancia de Fastow. Lo que
importa es Max. Y si Max está
comportándose de una manera psicótica
y violenta, necesita ayuda; ella tiene que
dejar que los médicos hagan su trabajo.
Se vuelve hacia Fastow y le dice:
—Quiero tener la lista de todos los
medicamentos
que
le
están
administrando a Max, los miligramos,
posología y todos los efectos
secundarios conocidos.
Fastow la mira con indiferencia.
—Por supuesto. Seguro que usted
conoce la mayoría de las medicinas,
aunque tal vez las combinaciones sean
distintas.
A ella se le ocurre una idea, de
repente, y lo mira con fijeza.
—No está usando ninguna droga
experimental con él, ¿verdad?
—Por supuesto que no. No querrá
cuestionar mi ética…
Reyes–Moreno interviene para
impedir otra discusión.
—En
cuanto
tengamos
un
diagnóstico conjunto, la llamaré para
celebrar una reunión.
—Allí estaré —dice Danielle, y
mira a Fastow—. ¿Y usted?
Reyes–Moreno y él se miran.
Fastow sonríe.
—Seguro que tendremos ocasión de
conversar si la explicación de la doctora
Reyes–Moreno no es suficiente para
aclarar sus preocupaciones.
Entonces, le tiende una mano
huesuda y seca al contacto.
—Le tomo la palabra.
Fastow la mira por última vez y se
marcha. No es el primer egocéntrico con
el que se ha topado Danielle. En la
Medicina hay muchos profesionales que
piensan que son Dios. Ella comienza a
levantarse, cuando de repente, tiene una
revelación. Si Fastow le está dando a
Max alguna medicación experimental, o
le está administrando sobredosis
deliberadamente, la afirmación de
Reyes–Moreno de que Max tiene
ataques psicóticos no es cierta. Danielle
tiene suficientes conocimientos sobre
medicamentos psicotrópicos como para
saber que las interacciones entre las
drogas pueden ser algo devastador. Sin
embargo, si Fastow es un médico con
ética…
Danielle nota un frío que le atenaza
el corazón. Max no puede estar loco.
Siente esperanza; tal vez el hospital no
sepa todo lo que debe sobre Fastow,
aunque crean que han hecho un buen
trabajo comprobando sus referencias. Le
pedirá a Georgia que haga una
investigación. ¿Qué daño puede hacer
eso? Se vuelve hacia Reyes–Moreno.
—¿Puedo ver a Max?
La doctora se encoge de hombros.
—Ya le he dicho que está
profundamente dormido. Pero si insiste,
por favor, que la visita sea breve. No
queremos disgustarlo.
Danielle se muerde la lengua hasta
que Reyes–Moreno desaparece por el
pasillo.
—No —murmura—. No queremos.
Una visita de su madre… eso disgustaría
a cualquiera. Sin embargo, administrarle
una sobredosis de medicación es
perfecto.
Doce
Hoy es el día.
Parece que por fin el equipo médico
ha llegado a un diagnóstico conjunto. La
semana anterior ha transcurrido sin
incidentes, por lo menos, nada que hayan
considerado adecuado contarle a ella.
Parece que Max está mucho mejor. En
muchos sentidos ha recuperado su
comportamiento dulce de costumbre.
Reyes–Moreno ha podido completar
todas las pruebas y la evaluación.
Aunque a veces parece que Max está
muy sedado y desorientado, Danielle
supone que Fastow ha conseguido
ajustar por fin su protocolo de
medicación. Georgia no ha conseguido
ninguna información negativa sobre su
pasado; de hecho, solo ha encontrado
más pruebas de su excelencia y
creatividad en su campo. Aunque
Danielle sigue sintiendo desagrado
personal por él, parece que Fastow ha
hecho un buen trabajo con la medicación
de Max.
La secretaria de Reyes–Moreno,
Celia, recibe a Danielle en el edificio
administrativo del hospital.
—Señora
Parkman,
¿quiere
acompañarme? —le dice, después de
estrecharle la mano. Danielle la sigue
por el vestíbulo hacia la zona de los
despachos de los psiquiatras, hacia el
santuario de Reyes–Moreno. Es más
pequeño de lo que había imaginado
Danielle. En él hay un diván y una silla
giratoria, y varias estanterías llenas de
juguetes. Danielle toma uno de ellos y lo
gira con cuidado en las manos. Se
pregunta qué habrá dicho y hecho Max
en aquella habitación.
Los diplomas y certificados médicos
de Reyes–Moreno están colgados por
las paredes, enmarcados en negro. Una
diplomatura de Pasadena, California.
¿Cómo es eso? ¿Es que no todo el
mundo que llega a la Meca se ha
licenciado en Stanford o Yale? Se le
acelera el corazón mientras pasea la
mirada por los cuadros de la pared. Allí
está: Escuela de Medicina de Harvard.
Se siente aliviada. No es que tenga nada
contra Pasadena, pero por Dios, si estás
pagando lo mejor, quieres que te den un
purasangre.
Frente al escritorio de la doctora hay
dos mecedoras que parecen reservadas
para las reuniones con los padres, y
Danielle se sienta en una de ellas. Como
ella, esas sillas están fuera de lugar.
Piensa en Tony, y lamenta no haber
podido verlo otra vez. Después de que
ella cancelara su cena, él le dejó una
nota en la recepción, en la que le decía
que tenía que volver a Des Moines. Le
escribió su número de teléfono móvil,
pero ella no lo ha usado. Su vida es
demasiado incierta en ese momento, y no
puede añadirlo a la ecuación a él
también. Sin embargo, lleva la nota en el
bolsillo, como si fuera un talismán.
Piensa en los billetes de avión que tiene
que reservar. Si pueden marcharse
mañana temprano, llevará a Max a casa
con tiempo suficiente para deshacer las
maletas. Solo con pensar en hacer la
colada de su hijo, sonríe. Tal vez
Georgia, que ha vuelto con Jonathan,
pueda pasar por el apartamento esa
noche, llevarles algo de comida y subir
las persianas, para que no parezca que
la casa está tan vacía. Así, tal vez Max
no recuerde que han estado fuera tanto
tiempo.
Celia entra en el despacho y le da un
café tibio. Reyes–Moreno va a
retrasarse unos minutos; seguramente
está reunida con el equipo de Max. Allí
se trabaja en grupo. Ninguno de los
médicos, ni el neurólogo, ni el
psiquiatra, es responsable de nada.
Toma un sorbo del líquido amargo.
Tendrá que intentar poner en orden las
cosas en la oficina en cuanto vuelva a
casa. Siente pánico y se aparta aquello
de la mente. Lo primero es lo primero.
Se abre la puerta, y Celia entra de
nuevo. No mira a los ojos a Danielle. Le
recuerda a los miembros del jurado que
no la miran cuando vuelven a la sala del
tribunal después de las deliberaciones.
Reyes–Moreno entra y cierra la puerta.
Sonríe a Danielle, y le aprieta el
hombro. Danielle siente que el nudo de
tensión que tenía en el cuello desaparece
de repente.
—Buenos días, Danielle —le dice la
doctora—. ¿Qué tal está hoy?
¿Cuáles son las frases amables de
rigor que intercambia una con la persona
que tiene la vida de tu hijo en sus
manos?
—Muy bien, doctora. ¿Y usted?
—Vamos a sentarnos, ¿de acuerdo?
—le dice Reyes–Moreno, y hace girar
su silla hasta que queda frente a
Danielle, y Celia se sitúa un poco
retirada. Danielle se pregunta qué hace
allí la secretaria, pero no quiere
preguntarlo. En vez de eso, cruza las
piernas y posa las manos en el regazo.
Lista.
Reyes–Moreno yergue la espalda y
la mira con atención.
—Danielle, sé que ha esperado esta
reunión con mucha paciencia, y me
alegro de poder decirle que el equipo de
Max ha llegado a un consenso sobre su
diagnóstico, y sobre el tratamiento que
debe recibir.
Danielle se da cuenta de que está
conteniendo la respiración. Inspira
profundamente.
Reyes–Moreno
comienza su informe.
—Seguramente, no se sorprenderá al
saber que hemos confirmado los
diagnósticos antiguos, los que le han
dado a Max durante estos años.
Danielle se relaja de nuevo. Lo
mismo de siempre.
La doctora continúa.
—Hemos confirmado que Max tiene
el síndrome de Asperger, y que tiene un
amplio espectro de discapacidades y
dificultades de aprendizaje. Tiene
dificultades de comunicación y de
procesamiento auditivo…
De aquella letanía, no hay nada que
llame la atención de Danielle. Tiene un
cuaderno para anotaciones legales
delante. Mientras Reyes–Moreno habla,
ella
lo
va
apuntando
todo
cuidadosamente, como si estuviera en
una
declaración,
escuchando
información aburrida de un testigo sin
importancia. Sin embargo, a medida que
la lista de trastornos aumenta, se siente
más y más triste, seguramente porque lo
que quiere oír es que todos los demás
profesionales, aunque tuvieran buena
intención, estaban equivocados, que no
solo cometieron errores en cuanto a la
medicación, sino también en cuanto al
diagnóstico de autismo y otras
enfermedades neurológicas. Habría sido
maravilloso que Max no tuviera ninguno
de aquellos problemas. Pero mientras
Reyes–Moreno continúa con la lista, que
comprende
trastornos
obsesivo–
compulsivos, dificultades motrices e
hipersensibilidad táctil, Danielle piensa
que ella puede enfrentarse a todo eso.
—Recomendamos un protocolo
nuevo de antidepresivos para combatir
las tendencias suicidas de Max —dice
Reyes–Moreno.
Danielle repasa mentalmente la lista
de antidepresivos tricíclicos, los
inhibidores selectivos de recaptación de
la serotonina y los inhibidores de
recaptación de serotonina norepinefrina
y sus posibles efectos secundarios.
—¿En qué está pensando? ¿Effexor?
¿Cymbalta? ¿Zoloft?
Reyes–Moreno mira a Danielle,
pero no dice nada. Danielle se da la
vuelta de repente y mira a Celia, que
empieza a decir algo, pero capta una
vaga seña de Reyes–Moreno y aparta la
mirada. A Danielle le late el corazón
con tanta fuerza que parece que se le va
a escapar del pecho.
Reyes–Moreno se acerca a Danielle,
le toma la mano y se la estrecha. Sigue
hablando con una voz muy suave.
—Me temo que hay más. Voy a
decirlo, y después, quiero que sepa que
todos estamos aquí para apoyarla.
Danielle no tiene cuerpo. Se ha
vuelto toda ojos, unos ojos que solo ven
a Reyes–Moreno, y nada más en todo el
universo.
—Por desgracia, al terminar
nuestras pruebas hemos llegado al
diagnóstico
de
una
enfermedad
psiquiátrica grave. Max tiene una forma
grave de psicosis llamada trastorno
esquizoafectivo —le explica la doctora,
y hace una pausa—. En esta categoría
entran menos del uno por ciento de todos
los pacientes psiquiátricos.
Danielle está aturdida.
—¿Max es esquizofrénico?
—En parte. Sin embargo, la
esquizofrenia no tiene el componente de
trastorno del estado de ánimo que tiene
el trastorno esquizoafectivo —dice
Reyes–Moreno, y señala una pila de
papeles que hay sobre su escritorio—.
He seleccionado una serie de artículos
que la ayudarán a entender los retos a
los que se enfrenta Max. Brevemente, le
diré que el trastorno esquizoafectivo
llega a su punto máximo durante la
adolescencia y el comienzo de la edad
adulta. Los trastornos severos del
desarrollo social y emocional de Max,
agravados por el síndrome de Asperger,
continuarán durante toda su vida.
Probablemente, siempre será un riesgo
para sí mismo y para los demás, y tendrá
que ser hospitalizado con frecuencia.
Por
desgracia,
Max
muestra
prácticamente todos los síntomas que se
describen en el Manual de diagnosis y
estadística de los trastornos mentales de
la Asociación Americana de Psiquiatría:
delirios, alucinaciones, pensamiento y
habla desorganizados, comportamiento
catatónico, anhedonia, abulia…
Danielle se obliga a respirar.
—¡Esto es una locura! Max nunca ha
tenido
los
síntomas
que
está
describiendo.
Reyes–Moreno agita la cabeza.
—Tal vez no cuando está con usted.
Sin embargo, nuestros registros diarios
en la historia clínica reflejan con
claridad esos síntomas. Usted debe de
haber visto algunas señales. A menudo,
los padres niegan la realidad hasta que
el niño se desmorona por completo,
como en este caso.
—Yo no niego la realidad —dice
Danielle, que nota las mejillas ardiendo
—. ¿Está segura de que esos síntomas no
los ha causado la sobredosis que le
dieron?
—No —responde Reyes–Moreno,
cabeceando con tristeza—. Estos
problemas vienen de largo, y son más
duraderos. Lo que no sabemos es si hay
antecedentes de trastornos psiquiátricos
en su familia, o en la familia del padre
de Max. Como he dicho, él tendrá que
pasar temporadas largas en el hospital,
debido a ataques psicóticos recurrentes
y episodios violentos que hemos
observado y anticipado. Por desgracia,
con cada uno de estos ataques, la
memoria y la relación de Max con la
realidad se deteriorarán cada vez más, y
eso agravará su esquizofrenia. Será
imposible que tenga trabajo ni que viva
de manera independiente. Además,
habrá que estar siempre vigilante,
porque existe la posibilidad de que
intente
suicidarse.
Max
es
completamente consciente de que tiene
problemas mentales, y creemos que es lo
que le ha empujado a considerar que el
suicidio es la única opción para él —
explica la doctora. En sus ojos hay una
tristeza real—. Por lo tanto, le
recomendamos que Max sea enviado a
nuestras instalaciones residenciales
durante un año, como mínimo;
seguramente, más tiempo. Se le someterá
a una psicoterapia extensa para ayudarle
a aceptar su condición.
Danielle está luchando por asimilar
todo lo que le está diciendo Reyes–
Moreno, pero es como intentar asimilar
la noticia de que tiene cáncer terminal.
Su mente está paralizada. Niega con la
cabeza.
—Danielle —le dice Reyes–Moreno
suavemente, tendiéndole la mano—. Por
favor, deje que la ayudemos a
enfrentarse a esto.
Ella retrocede bruscamente y le
lanza una mirada asesina a Reyes–
Moreno.
—Déjeme en paz. No lo creo. No lo
creeré nunca.
Reyes–Moreno continúa hablando.
Su voz es inflexible.
—Al principio es muy duro…
terriblemente grave en este caso…
opciones de residencia a largo plazo…
algunas medicinas… Abilify, Saphris,
Seroquel…
nuevas
terapias
de
electroshock…
Danielle solo puede pensar en que
quiere salir de allí. Corre hacia la
puerta sin mirar atrás, pero no encuentra
el pomo. Necesita abrir.
—Danielle, por favor, escuche…
—No, no voy a escuchar esto.
Consigue abrir y sale al pasillo.
Encuentra un baño y se encierra en él.
Vomita en el inodoro. Es presa del
pánico. Si cree lo que le han dicho,
entonces todo lo horrible y oscuro que
se le ha pasado por la mente en los
momentos más deprimentes, y que ha
negado vehementemente, es cierto. Si
cree lo que le dicen, Max no tendrá
vida.
Durante un momento se permite
sentir eso. Es como una lengua de lava
que devasta su alma. Se obliga a
incorporarse y se mira en el espejo.
Tiene unas ojeras negras y la cara
hinchada de miedo. Es la madre de un
niño loco. La madre de un niño sin
esperanza. Maldice a Dios por la
preciosa luz azul que le ha dado esa
misma mañana. Lo maldice por lo que le
ha hecho a su hijo. Piedras, piedras,
todo piedras.
—Ya basta —dice.
Tiene que pensar, tiene que mantener
la cabeza clara y encontrar una solución.
Se lava la cara con agua fría e intenta
respirar,
pero
los
hospitales
psiquiátricos son como aspiradoras. Se
supone que uno no debe respirar aire
fresco, ni sentir el sol en la cara. Se
supone que has de estar en un lugar
donde no está el resto de la gente. Un
lugar donde puedas ser controlado cada
minuto. Donde puedan observarte, y
drogarte, donde estés lejos de la gente
normal. Un lugar siempre pintado de
blanco. Un lugar que te reduce, que
borra la parte enferma de ti y, junto a
ella, la parte que te hace humana y
valiosa, la parte que te permite sentir y
dar alegría. Un mundo silencioso,
cerrado herméticamente. Un lugar que no
te protege de las cuchilladas del mundo,
pero sí protege al mundo de tus
cuchilladas. Un lugar donde puedes
mirarte a un espejo y ver la verdad, una
verdad que te aprisiona de por vida.
Se agarra a la porcelana fría del
lavabo y vuelve a mirarse al espejo. No
se va a rendir. No puede. Max la
necesita.
Sin embargo, el espejo le dice que
no hay marcha atrás. No hay vuelta al
momento en el que ella creía que alguien
iba a poder arreglarlo todo, o en el que
ella misma podría hallar la manera de
arreglarlo todo. No puede volver al
momento en que vio por primera vez su
cuerpecito perfecto y suave, ni recuperar
la alegría de los ojos del bebé la
primera vez que ella lo tuvo en brazos y
observó su sonrisa y su inocencia.
Mientras el espejo se convierte en un
borrón frente a ella, la mujer y el bebé
desaparecen. El bebé queda hecho
añicos. Hay que cubrir aquel espejo con
un paño negro.
Ha habido una muerte en la familia.
Trece
Danielle se despierta de un sueño
profundo e inútil, de los que no permiten
descansar y están llenos de formas
grotescas y de eventos inconexos y sin
propósito. Cuando abre los ojos se da
cuenta de que los latidos de su corazón
son erráticos. Siente pánico, y se
pregunta
sin
alguien
la
está
persiguiendo. El pánico se transforma
rápidamente en puro terror. Piensan que
Max tiene una enfermedad mental
irremediable. Su primer impulso es
correr hacia él y abrazarlo. Pero no
puede hacerlo; todavía no. Si Max la ve,
sabrá que sus miedos son reales, que
ella también piensa que está loco. Y ella
no quiere que él sienta eso por nada del
mundo.
Ha estado la mayoría de la noche
despierta, pensando en todo lo que le ha
dicho Reyes–Moreno. Danielle sigue sin
creérselo,
en
especial
los
comportamientos extraños que le
atribuyen a Max, comportamientos que
ella no ha visto nunca. Por mucho que lo
analice, no puede admitir que Max sea
lo que ellos dicen que es. Sin embargo,
¿y si está equivocada? El lado derecho
de su cerebro le dice que la negación es
siempre la primera respuesta de un
padre que recibe la devastadora noticia
de que su hijo es discapacitado. Tiene
que hacer todo lo posible por alejarse
de la incredulidad instintiva, o de la
parálisis, o del sentimentalismo. Tiene
que ser una abogada, y descubrir los
hechos en los que ellos han basado su
diagnóstico. Cuando encuentra la
dirección
correcta,
es
mejor
investigadora que ninguna otra persona
que ella conozca.
Se levanta, se pone unos vaqueros,
una camisa y un jersey gris. Por primera
vez desde que llegaron a aquel horrible
lugar, sabe exactamente lo que tiene que
hacer.
Danielle se agacha junto al muro de
la unidad Fountainview y se da un
manotazo en el cuello para matar los
mosquitos que le están picando. El aire
nocturno es asfixiante, y la hierba alta
forma un nido a su alrededor. La puerta
trasera de metal la mira fijamente, como
si supiera cuáles son sus intenciones.
No puede creer que esté haciendo
algo así. ¿Y si la atrapan con las manos
en la masa? Además, todo esto suscita
otra pregunta: ¿Qué clase de madre se
mete a escondidas en un psiquiátrico,
andando a gatas en medio de la
oscuridad, como si fuera una pervertida?
Danielle mira a su alrededor, mientras
reza por que a ninguno de los guardias
de seguridad se le ocurra que aquel es el
momento perfecto para hacer una ronda.
Mira el reloj. Son las diez y cincuenta y
dos minutos. Solo hay una enfermera en
el turno de noche. A las once suele salir
a fumar a la parte delantera del edificio,
hasta que llega su novio y la manosea
con entusiasmo en un rincón oscuro. Si
Danielle tiene suerte, desaparecerán en
el bosque durante quince minutos,
tiempo que requieren, aparentemente,
para consumar su pasión salvaje. Ella lo
sabe porque se ha colado a menudo para
mirar por la ventana de la habitación de
Max por la noche, solo para verlo
dormir. Eso le ha servido para quitarse
la espina de las escasas visitas que le ha
permitido Maitland.
La puerta espera, pero Danielle está
paralizada. Se siente como si fuera un
asunto de vida o muerte. Puede
averiguar más información sobre Max, o
darse la vuelta, volver a su habitación y
no saber nunca por qué en Maitland
dicen que su hijo está loco. El día
anterior pidió los datos en los que han
basado el diagnóstico de Max, pero
Reyes–Moreno se los negó. Ella sabe
que presentar una demanda no le
serviría de nada; los servicios jurídicos
del hospital siempre encontrarían la
manera de ocultar la información. Lo ha
visto muchas veces. En ese momento,
decidió que tenía la justificación para
obtener la información por sí misma.
De todos modos, vacila. Está
desesperada
por
obtener
esa
información,
pero
¿justifica
la
desesperación el hecho de violar la ley?
Por otra parte, si no averigua en qué se
han basado para hacer el diagnóstico de
Max, nunca sabrá si tiene algún valor.
Eso es intolerable.
Danielle se saca del bolsillo trasero
del pantalón una tarjeta de plástico con
el logotipo de Maitland. La ha robado
aquel mismo día del mostrador de las
enfermeras. Respira profundamente y la
inserta en la caja negra que hay en la
puerta metálica. Oye un clic.
Se desliza por una rendija de la
puerta. Ahora que ha cruzado la línea, lo
que
está
haciendo
le
parece
perfectamente natural, como si hubiera
cometido allanamientos durante toda su
vida. La luz es extraña e inquietante,
porque la han atenuado para no alterar el
sueño de los pacientes, y a Danielle le
pone el vello de punta. Escruta el
pasillo, y después se cuela en un
pequeño despacho. Lo primero que hace
es meterse debajo de la cámara de
seguridad, que está en un rincón de la
sala, y la inclina hacia arriba. Después
pone la linterna sobre la mesa del
ordenador y la cubre con su pañuelo de
seda rojo. La enciende, y al instante, la
linterna baña la habitación con una
suave luz rosada. Hay material de
oficina en un rincón, y las estanterías
están llenas de libros de texto.
Danielle se sienta frente al monitor y
ve una eme grande y blanca girando por
la pantalla. Después de un instante,
aparece un cuadro de mensaje. Hospital
Psiquiátrico Maitland. Se forma un
cuadro más pequeño que le requiere la
contraseña. El cursor parpadea en un
espacio vacío. Danielle la teclea sin el
menor problema. Cuando Marianne sacó
el tema de la seguridad en Maitland,
porque no se sentía del todo satisfecha
con él, Danielle averiguó que las
enfermeras
de
la
unidad
de
Fountainview escriben la contraseña
diaria en un Post–it y lo pegan debajo
del mostrador. Marianne contó con
desdén que Maitland se enorgullecía
pensando que su sistema de seguridad
era completamente fiable. Dijo que en el
hospital de una ciudad grande no
tolerarían tanto descuido.
Después de teclear el código,
Danielle intenta ignorar las horribles
consecuencias a las que se enfrentaría si
la sorprendieran en este momento. Es
una abogada que está cometiendo un
delito, y si su bufete lo averigua, el
menor de sus problemas será si llega a
ser socia o no. Las autoridades le
retirarían la licencia para ejercer la
abogacía y su carrera terminaría. No
podría pagar los tratamientos de Max.
Intenta apartarse de la cabeza todos
aquellos pensamientos. Solo le quedan
diez minutos para terminar su tarea,
siempre y cuando la pareja siga
retozando entre los árboles.
Sus uñas son como castañuelas
sobre las teclas. Los mensajes se
suceden en la pantalla, y ella los va
sorteando hasta que aparece el nombre
de Max, su unidad y su habitación en la
parte superior de la pantalla. También
aparecen su identificación de paciente y
la fecha de admisión. Debajo de esos
datos hay anotaciones que, seguramente,
son transcripciones de las notas
manuscritas que han tomado los
médicos, las enfermeras y el resto de los
encargados. Ve las iniciales de Fastow,
de Reyes–Moreno y de la enfermera
Kreng, y algunos nombres que no le
resultan familiares, y que seguramente
forman parte del equipo de Max.
Danielle lee la primera anotación y se
apoya en el respaldo bruscamente. Algo
va muy mal. Comprueba el nombre en la
parte superior del monitor. Max
Parkman. Vuelve a leer.
6.º día: P. violento; agr. con
personal. Amenaza a otro p. con
violencia física; tiene que ser
reducido; continúa con el nuevo
protocolo de med; alucinaciones
paranoides; psicosis; 20 mg
Valium cuatro veces al día.
Centrarse en relación ma–hijo
rabia/negación. JRF.
Danielle espera hasta que se le pasa
la
impresión.
¿Alucinaciones
paranoides? ¿Psicosis? ¿Cómo han
podido decidir si Max es psicótico en
tan pocos días? Ella no ha visto ni la
más mínima señal de eso en sus visitas
diarias. ¿Y lo de «Centrarse en relación
ma–hijo»? El hecho de que Fastow
sugiera que puede haber algo dañino en
su relación con Max le resulta
devastador. Repasa el día en que Max
ingresó en Maitland. ¿Cómo actuaron el
uno con el otro? Por supuesto, él estaba
enfadado con ella, y nervioso, y por
supuesto, se enfureció con Dwayne
cuando el celador le obligó a entrar en
la unidad. Max estaba muerto de miedo;
eso tenía que ser algo normal en el día
de ingreso de los pacientes. Sigue
leyendo.
12.º día: Incidente en la
cafetería. P. pierde el control en
la cola de la comida. Golpea
niño; insulta camarero; tira
bandeja. Reducido; devuelto a
unidad;
destructivo
en
habitación;
aislamiento/
sedación. Post: P. tiene brotes
psicóticos; posible trastorno
esquizoafectivo y delirio de
negación (debido la depresión y
desrealización del paciente). Los
episodios ocurren solo por la
noche. P. no recuerda al día
siguiente. Tricíclicos/inhibidores
no efectivos; considerar terapia
electroconvulsiva. RM.
A Danielle se le escapa un jadeo.
¿Delirio
de
negación?
¿Terapia
electroconvulsiva? Nadie le ha dicho ni
una palabra de aquello, ni siquiera
Reyes–Moreno cuando le dio a conocer
el diagnóstico. Se le pasa una idea por
la cabeza: ¿Se están inventando aquello?
No, no puede ser. Es una locura. Sin
embargo, ¿por qué no le ha contado
nadie lo que le ha estado sucediendo a
Max? ¿Con cuánta frecuencia lo han
sedado, aparte de la ocasión en que le
administraron una sobredosis? ¿Y
cuántas veces lo han mantenido
incomunicado? Reyes–Moreno solo lo
ha mencionado una vez. Danielle se
imagina a Max tendido sobre el suelo de
una habitación acolchada, maniatado.
Todo aquello le parece más una escena
siniestra de Alguien voló sobre el nido
del cuco que el modus operandi de uno
de los hospitales psiquiátricos más
respetados del país.
¿Y por qué no mencionan el
síndrome de Asperger ni una sola vez?
¿Acaso ahora la psicosis supera al
autismo? Danielle ni siquiera puede
asimilar la última frase. No va a
permitir que le sometan a un
electroshock. Tiene que sacarlo de allí
inmediatamente.
Solo le quedan unos minutos. Lee
unas cuantas anotaciones más hasta que
llega a la de aquel mismo día.
Reunión del equipo. P.
habilidoso ocultar síntomas a
ma. Admite que no ha
mencionado
pensamientos
psicóticos. Tendencias violentas
p. amenaza verdadera para sí
mismo/para otros. P. experimenta
alucinaciones
auditivas/visuales/táctiles.
Continúa amenazando con el
suicidio. Diagnóstico: Trastorno
esquizoafectivo, psicosis…
La pantalla se apaga de repente, y la
habitación se oscurece.
Danielle se queda paralizada con las
manos sobre el teclado. Alguien debe de
haber descubierto que falta una tarjeta
del mostrador, y está intentando que se
delate asustándola. Se levanta de un
salto y se golpea la cadera con la
esquina de la mesa.
—Maldita sea…
Pega la oreja a la puerta y abre una
rendija para mirar hacia fuera. El
pasillo está completamente oscuro;
Danielle no ve ni oye nada. Cierra
suavemente y se mete debajo de la mesa.
Aunque tiene el corazón en la garganta,
consigue pensar. Apaga el ordenador.
No quiere que la señora de la limpieza
vea la información de Max en la pantalla
al día siguiente. Apaga también la
linterna, toma el pañuelo y se guarda la
tarjeta en el bolsillo. Después sale al
pasillo. No hay nadie.
Recorre el pasillo palpando la pared
para guiarse. Cuando llega a la puerta de
salida, asoma la cabeza y mira el
paisaje. No parece que la estén
buscando. Todas las luces de Maitland
están apagadas; debe de haberse
producido un apagón general. Todo está
muy oscuro, salvo unos cuantos edificios
que emiten un brillo verdoso. Deben de
ser los generadores de emergencia.
Danielle va de puntillas hasta la esquina
del edificio, y oye unas voces. La
enfermera corre hacia allí desde los
árboles, pero a su amante no se le ve por
ningún sitio.
A Danielle le late el corazón a tanta
velocidad que siente náuseas y terror al
mismo tiempo. Claramente, no está
hecha para el delito. Es hora de rendirse
o de huir. Cuando pierde de vista a la
enfermera, echa a correr a toda
velocidad. Los haces de luz de una
linterna danzan a su alrededor; sus
vaqueros oscuros y el jersey gris no son
precisamente de camuflaje, pero tendrán
que valer.
—Malditos ciervos —dice alguien a
su espalda, gruñendo—. Son como ratas.
Están por todas partes.
Danielle llega hasta unos árboles y
se esconde. La luz se aparta e ilumina
Fountainview. Ella se agarra el pecho y
jadea. Aunque parece que tiene vía
libre, se agarra a un árbol y no se mueve
durante una hora.
Catorce
Danielle está esperando en la sala
de reuniones de Maitland, sentada junto
a la enorme mesa en forma de U. Está
impaciente por que comience la
entrevista. En esa ocasión, ella va a
tener la última palabra.
Su primer impulso después de hacer
aquellos descubrimientos tan extraños la
noche anterior fue ir a buscar a Max y
sacarlo de allí, pero tras una reflexión,
se dio cuenta de que aquello podía ser
contraproducente. Lo que leyó la noche
anterior ha aumentado su confusión. No
sabe cómo interpretar las observaciones
sobre un Max que no conoce. Aquella
mañana, al leer un mensaje de Reyes–
Moreno en el que la doctora le
preguntaba si ya había tomado la
decisión de ingresar a Max en la
residencia del hospital, a Danielle se le
ocurre una idea, y le responde a la
psiquiatra que antes de dar ese paso,
necesita una reunión cara a cara con
todo el equipo.
Danielle mira el reloj. En pocos
minutos tendrá que enfrentarse al grupo.
Ya ha decidido que, digan lo que digan,
va a llevarse a Max a Nueva York. Allí
se pondrá en contacto con el doctor
Leonard y le pedirá que derive a su hijo
a otro especialista para obtener una
segunda opinión médica. No está
dispuesta a dejar ahí a Max sin una
confirmación externa e irrefutable de
que el diagnóstico de Maitland es
correcto.
Pero ¿y si es correcto? Tiene la
sensación de que ha perdido su
destacada habilidad para organizar los
hechos, que le resulta tan ventajosa
como abogada. Intenta de nuevo poner
en orden todas las posibles situaciones
que se suceden en su cabeza. Si Max es
verdaderamente psicótico, ¿cómo es
posible que ella nunca haya percibido
ninguna señal? ¿No habría dicho o hecho
algo que la hubiera puesto sobre aviso?
Entonces recuerda el día que
encontró el diario de Max, y su
complicado plan de suicidio, algo de lo
que ella no había sospechado nada.
También recuerda aquella pregunta
horrible que le hizo su hijo al principio
de aquella pesadilla: «¿Qué hacemos si
me dicen que estoy loco de verdad?».
Tal vez Max, a medida que empeoraba
su estado, hizo todo lo posible por
parecer normal para no verse condenado
a quedarse en Maitland indefinidamente.
Danielle recuerda la anotación en la
que se decía que los brotes psicóticos
de Max se producían por la noche; eso
podría ser la explicación de que por la
mañana, según decía Reyes–Moreno,
cuando ella iba a ver a su hijo, él no
recordara nada de lo que había
sucedido. Danielle había atribuido el
agotamiento de Max al sopor producido
por los medicamentos, pero podría ser
consecuencia
de
sus…
ataques
nocturnos.
También le resulta asombroso que,
pese a aquel diagnóstico tan negativo y
aquellas malditas anotaciones, parece
que Max está mejorando, por lo menos
durante los pocos minutos que ellos dos
pueden estar juntos por las mañanas.
Danielle solo puede aplicarle eso a una
variable: Fastow. Cumpliendo su
petición, él le envió la lista de los
medicamentos de Max. Todos le resultan
familiares, y sus efectos secundarios,
predecibles. Tal vez es un genio de la
psicofarmacología, como dijo Marianne.
Danielle ha tomado el teléfono unas
veinte veces para contarle a Georgia
cuál ha sido el diagnóstico, y pedirle
que vaya a su lado para darle apoyo
moral, pero eso lo haría todo demasiado
real. Y tiene el deseo, incluso más
fuerte, de hablar con Marianne de todo
aquello, debido a que su amistad se está
haciendo sólida. Sin embargo, tiene
miedo de que la carrera médica y los
conocimientos de psiquiatría, por no
mencionar los recientes encuentros de
Max con Jonas, no le dejen otra opción a
su amiga que decirle que acepte el
diagnóstico de Maitland. Danielle no
puede soportar eso. Por encima de todo,
quiere explorar los problemas con Max,
pero eso es imposible por el momento.
Si el miedo que siente Max a perder la
cordura por completo ha aumentado
tanto que el niño no quiere otra cosa que
matarse, entonces ella no puede
arriesgarse a explorar la oscuridad de su
mente.
Intenta concentrarse. Lo primero es
averiguar por qué Maitland tiene la
desfachatez de exigir que Max sea
ingresado para someterlo a un
tratamiento indefinido, con terapia de
electroshock sin su conocimiento, y
mucho menos sin su consentimiento. Ya
está redactando mentalmente la solicitud
de medidas cautelares para detener las
intenciones de Maitland.
Aquella noche, Danielle ha hecho
una búsqueda en Internet sobre la terapia
de electroshock. Lo que ha averiguado
le ha causado terror: se provocan
ataques en el cerebro por medio de
breves descargas de alto voltaje y
corriente alterna. Eso, supuestamente,
modifica los neurotransmisores que
causan las enfermedades mentales
graves. Existe riesgo de daños
cerebrales,
ataques,
hemorragias,
pérdida de memoria permanente, y
riesgo de muerte. La explicación termina
con la advertencia de que el uso de esta
terapia es muy controvertido hoy en día.
No es de extrañar.
—Señora Parkman —dice Reyes–
Moreno con una sonrisa.
Danielle está a punto de devolverle
la sonrisa, hasta que recuerda la
anotación en la que se cuestiona su
capacidad emocional para adaptarse a
las situaciones, y su relación con Max.
¿Es ella la que ha escrito todas aquellas
mentiras?
—Hola, doctora —dice con
frialdad.
El resto del grupo, incluido Dwayne,
va entrando en la sala. Mientras se
sientan, Danielle se recuerda que hay
todo tipo de tribunales en la vida, todo
tipo de adversarios.
Reyes–Moreno se sienta en la
cabecera de la mesa. Fastow se sitúa a
su izquierda y observa a Danielle con
sus ojos gélidos y desagradables. No
acerca la silla a la mesa, como si
quisiera aumentar su desconexión y su
desprecio con respecto a esa reunión.
Ella no soporta a ese sujeto, por muy
genio que sea. Los otros médicos toman
asiento y miran en el interior de sus
carpetas.
—¿Comenzamos? —dice Reyes–
Moreno.
—Por supuesto.
—Danielle —dice la psiquiatra,
mirándola directamente y con sinceridad
—. Entiendo que ha solicitado esta
reunión porque tiene ciertas dudas sobre
la validez de nuestro diagnóstico
colectivo —antes de que Danielle pueda
decir nada, alza ligeramente la mano—.
También entiendo que es reticente a
firmar la documentación necesaria para
dejar a Max a nuestro cuidado durante
un año.
—Exacto. Quiero una explicación
detallada de los motivos por los que el
equipo ha llegado a la conclusión de que
mi hijo es esquizoafectivo y psicótico.
Reyes–Moreno
asiente
comprensivamente.
—Danielle, le he dado ya una
explicación sobre los motivos de
nuestro diagnóstico. Tal vez estaba
demasiado disgustada como para
asimilarlos completamente. ¿Hay algo
que no entienda? Se lo explicaremos
todo.
—No, doctora —dice ella—. Lo que
quiero es una copia del expediente de
Max, con todas las anotaciones y
observaciones sobre las que han basado
este diagnóstico.
Reyes–Moreno pierde la sonrisa.
—Me temo que eso no es posible.
—¿Por qué no?
—No es que nosotros no queramos
acceder a su petición, sino que no
podemos hacerlo —dice con calma la
psiquiatra, pero también con firmeza—.
Estoy segura de que, como abogada, está
al tanto de que el expediente de Max
está protegido por el secreto médico.
Aunque tenemos que explicarle el
diagnóstico de Max, no tenemos la
libertad
de
revelarle
nuestras
observaciones. Por supuesto, si está
convencida
de
que
necesita
documentación para confirmar el
diagnóstico, la insto a que utilice los
medios legales apropiados.
—Por supuesto que lo haré.
Si quieren ser implacables, muy
bien. Presentará la demanda y
conseguirá los documentos de Max.
—Entonces, ¿qué van a explicarme
ahora
sobre
el
extraordinario
diagnóstico de mi hijo?
—Estamos aquí para responder a
cualquier pregunta relacionada con el
protocolo de medicación de Max, las
posibilidades de tratamientos futuros o
la
naturaleza
del
trastorno
esquizoafectivo. Francamente, estamos
muy preocupados por su reacción ante el
diagnóstico de Max. Queremos ayudarla
a aceptarlo, para que Max pueda
ingresar y comenzar el tratamiento. Y
para ello, me gustaría programar algunas
sesiones con usted esta semana.
Danielle frunce el ceño.
—¿Conmigo? ¿Por qué?
Reyes–Moreno la mira de nuevo
fijamente, con calma.
—Para asegurarnos de que, antes de
que se vaya, pueda ayudar a Max a
enfrentarse a su enfermedad en el
contexto de su relación.
Danielle ignora el comentario sobre
su inminente partida.
—¿Tiene alguna pregunta específica
sobre mi relación con Max?
—Creemos que es algo que requiere
un análisis más profundo.
—Pero no está dispuesta a decirme
por qué.
Reyes–Moreno vacila por primera
vez. Es algo como una ligera fisura en su
compostura.
—En este momento no. Podemos
hablar de ello cuando presentemos el
protocolo para Max, dentro de unas
semanas.
«Y un cuerno», piensa Danielle. Está
claro que no va a obtener nada más de
aquella tribu, y no le importa nada la
magnífica reputación de Maitland. No es
suficiente. Va a despedirse con aplomo,
de modo que pueda sacar a Max de ese
lugar.
—Doctores, quiero que sepan que
les agradezco mucho todo lo que han
hecho —dice Danielle, y saluda a
Reyes–Moreno y a los demás. Todos le
devuelven el gesto.
Ya está. Lo ha dicho. Es sensata, y
siente mucha gratitud.
—No es mi intención ofenderlos,
pero no puedo estar de acuerdo con sus
conclusiones —añade. Max y yo nos
marcharemos esta tarde.
Pone ambas manos sobre la mesa
para indicar que la reunión ha terminado
y que, aunque no han llegado a un
acuerdo, se separan amistosamente.
—Danielle —dice Reyes–Moreno
—, nosotros sabemos que no está de
acuerdo con nuestro diagnóstico. Lo que
parece que no entiende es que se
encuentra en un estado de negación de lo
que le ocurre a Max. No puedo permitir
que saque a Max del hospital, cuando
hemos llegado a la conclusión de que
puede suicidarse en cuanto salga de
aquí, por no mencionar su psicosis, que
va en aumento, y la gravedad de sus
ataques violentos hacia los demás. No
voy a exponerme a que el hospital sea
objeto de las demandas legales que
podrían producirse por ese motivo, y
que estarían justificadas. Tampoco voy a
poner en peligro la salud mental de Max,
ni su vida, dejándolo bajo su custodia.
Danielle abre mucho los ojos.
—¿Está diciendo que yo soy la
culpable, o que Max no está a salvo
conmigo? O tal vez es que nadie haya
tenido nunca el valor de cuestionar un
diagnóstico de los eminentes médicos de
Maitland, incluso cuando no hay bases
para ese diagnóstico.
Se hace el silencio. Todos los
doctores tienen los ojos pegados a sus
papeles. «Cobardes», piensa Danielle.
Uno de los internos comienza a decir
algo, pero Reyes–Moreno inclina
ligeramente la cabeza. El médico se
detiene, como si fuera un cachorrito bien
adiestrado.
—Señora Parkman —dice la
psiquiatra con suavidad—, la invitamos
a que solicite una segunda opinión. Sin
embargo, debe hacerlo inmediatamente.
Estamos intentando decirle que su
negativa a aceptar el diagnóstico tal vez
le esté causando más perjuicios a su hijo
que la propia enfermedad, que ya es lo
suficientemente grave.
Danielle se enfurece.
—¿Quiere decir que no conozco a
mi propio hijo? ¿Que soy tan egoísta que
no estoy dispuesta a aceptar la verdad
para poder dañar más a mi hijo?
—Francamente, nos resulta muy
perturbador que no haya percibido las
señales de advertencia. Se trata de un
trastorno progresivo, y usted debería ser
consciente de ello.
—¿Qué señales? Max ha sido
tratado por psiquiatras muy reputados
mucho antes de venir aquí. Ninguno de
ellos sugirió nunca que pudiera ser
violento,
y
mucho
menos
esquizoafectivo. Y nadie, salvo su
equipo, ha conspirado para atar a mi
hijo, meterle un trozo de plástico en la
boca y darle una descarga eléctrica de
cuatrocientos cincuenta voltios al
cerebro —dice Danielle, y señala con el
dedo índice a Reyes–Moreno—.
Olvídese de pleitos, doctora. Va a ir a la
cárcel —añade, y se encamina hacia la
puerta.
—Max no solo tiene tendencias
suicidas. Es peligroso —dice la
psiquiatra.
Danielle se da la vuelta y la
atraviesa con la mirada. El resto del
equipo permanece inmóvil.
—¿Cómo?
—Max ha perdido el contacto con la
realidad. Está convencido de que Jonas
Morrison lo ha estado torturando. Cree
que hay una voz en su cabeza que le
advierte de que Jonas tiene un plan
secreto para hacerle daño y matarlo.
—¡Eso es absurdo! —Danielle cruza
la habitación y se queda frente a Reyes–
Moreno—. ¿De veras esperan que me
crea eso? ¿Qué quieren conseguir con
estas mentiras monstruosas?
Reyes–Moreno se alarma.
—No tengo idea de a qué se
refiere…
—Sabe perfectamente de qué estoy
hablando. ¿Cómo sabe que Max cree que
ese niño quiere matarlo? ¿Acaso se lo
ha dicho mi hijo en una sesión secreta?
—Danielle ha perdido toda la paciencia.
Se inclina hacia delante y posa ambas
manos en la mesa de una fuerte palmada.
El sonido hace que la doctora retroceda.
Danielle se adelanta hacia ella, de
manera que su rostro queda a
centímetros del de la psiquiatra—. ¿Por
qué no me dice qué demonios está
pasando aquí, doctora? Tiene todos los
visos de ser una conspiración.
Reyes–Moreno se retira justo en el
momento en que Dwayne se pone en pie
y agarra a Danielle de los brazos. La
doctora se levanta. Está muy agitada.
—Danielle, necesita tratamiento
psicológico inmediatamente.
Danielle se aparta de Dwayne con
una risa áspera.
—Ni lo sueñe. Cuando ustedes
terminaran conmigo, estaría echando
espuma por la boca y ladrándole a la
luna —dice. Después añade, mirando
fulminantemente a la médico—: Fírmele
el alta a mi hijo inmediatamente, ¿me
oye? Y si no tengo esos informes dentro
de una hora, le traeré una orden judicial
para que me los entregue. ¿Estoy
hablando con claridad?
Reyes–Moreno no se inmuta.
—¿No está dispuesta a pensarlo
mejor?
—No.
Reyes–Moreno se sienta, saca un
documento de su carpeta y se lo entrega.
—Siento decir que habíamos
previsto su reacción —dice. Danielle
toma el papel y lo lee de arriba abajo—.
Esta mañana hemos obtenido una orden
de alejamiento contra usted. No puede
acercarse a Max —dice con calma—.
Espero que entienda que lamentamos
mucho haber tenido que tomar estas
medidas para protegerlo.
Danielle responde con la voz
endurecida.
—¿Qué mentiras le han dicho al juez
sobre mí? ¿Es consciente de que las
injurias están penadas? ¿Se preocupan
tan poco por la verdad como se
preocupan por el bienestar de sus
pacientes?
Reyes–Moreno agita la cabeza.
—No sé de qué está hablando. De
cualquier modo, eso debe planteárselo a
un juez.
—No se preocupe por eso. Tengo
intención de defender los derechos de
Max, y los míos, en un tribunal. Pero
ahora mismo voy a llevarme a mi hijo de
aquí.
Reyes–Moreno arquea una ceja.
—¿Va a desobedecer el mandato
judicial?
La mente legal de Danielle analiza a
toda velocidad los argumentos y la
probabilidad de éxito si lucha contra esa
orden. Piensa en las escuelas, en los
directores, en los psiquiatras de
Maitland, en las cicatrices que tiene en
los brazos. Y además, ahora están
también los informes absolutamente
negativos sobre el comportamiento
perturbado de Max y la negativa de ella
a aceptar los hechos. ¿Qué juez no le
daría la razón a Maitland? El pobre
chico necesita desesperadamente el
cuidado que le pueda proporcionar esa
institución tan impecable, y necesita
estar alejado de la lunática de su madre.
Danielle no tiene pruebas creíbles que
darle al juez y, después de su estallido,
no tiene posibilidades de conseguirlas.
No tiene testigos, salvo quizá Marianne,
que puedan hablar en su favor. Y aunque
Marianne testificara que Danielle es una
buena madre, ella tiene miedo de que al
ver las anotaciones, su amiga la inste a
aceptar el diagnóstico de Maitland. Por
no mencionar que Marianne estaría
obligada a narrar los ataques violentos
de Max hacia Jonas.
El mandamiento judicial tiene una
validez de diez días, y después habrá
una vista sobre esa orden de
alejamiento, que tendrá efecto hasta que
se celebre un juicio. Danielle tendrá que
esperar. Ella presentará su propia
demanda y una explicación bien
razonada de los motivos por los que ha
quebrantado la orden. Hay una cosa de
la que está bien segura: no va a dejar a
Max allí.
Danielle mira a Reyes–Moreno a los
ojos. No tiene sentido echarse un farol.
La psiquiatra tiene cara de jugar bien al
póquer, y ha visto su mano. Danielle es
buena abogada porque sabe cuándo
callar. Esta es una batalla, no la guerra.
Su objetivo más inmediato es sacar de
allí a Max, tomar un avión y volver a
Nueva York.
—¿Tenemos su consentimiento? —
pregunta Reyes–Moreno.
—Por supuesto que no —dice
Danielle—. Voy a pedir una segunda
opinión, y quiero que me dé una
declaración por escrito de que
cooperará enteramente con la persona a
quien yo elija, incluyendo la entrega de
un informe de su diagnóstico y todas las
observaciones en que se han basado. Y
la quiero hoy, ¿entendido?
Da un portazo al salir.
Quince
A Danielle le da vueltas la cabeza.
Pese a su fanfarronería delante de
Reyes–Moreno y de los demás médicos,
siente pánico mientras se aleja del
edificio. Debe controlarse. No puede
dejarse vencer por el miedo y la
desesperanza. Tiene que pensar en la
forma de sacar de allí a Max sin que la
arresten. No sabe qué le han hecho a su
hijo, pero no es el mismo Max a quien
ella llevó a ese hospital. Si está
precipitándose en la locura de verdad,
ha empezado a ocurrir desde que
llegaron a ese espantoso hospital.
Danielle ya no tiene dudas sobre su
propio juicio de las cosas. Se queda
inmóvil y después se dirige hacia el
edificio blanco.
Tiene que ver a Max. No le importa
que haya una orden de alejamiento
temporal. Va a entrar en su habitación y
se va a quedar con él. No se va a
marchar de su lado hasta que compruebe
con sus propios ojos si su hijo está loco
o no. Sin embargo, tampoco tiene ningún
motivo
para
provocar
otra
confrontación. Mira el reloj al torcer la
esquina hacia la entrada trasera. Son
casi las once y media. Eso significa que
las enfermeras han puesto en fila a sus
pacientes y los han llevado hacia la
cafetería para comer. No volverán hasta
dentro de media hora, o quizá más. Cabe
la posibilidad de que Max haya ido con
ellas, pero ella lo duda. Sabe, por las
interminables horas que ha pasado en la
sala de espera de la unidad, que a
algunos pacientes los dejan durmiendo
en su habitación, sobre todo a los que
han tenido un cambio de medicación
significativo. Como Max.
Entra en el edificio y lo encuentra
vacío. Recorre el frío pasillo y abre la
puerta de la habitación de Max. La cama
está revuelta, pero vacía. Ve las sábanas
retorcidas y un hueco en la almohada, y
entonces se da cuenta de que hay algo
nuevo. Unas gruesas correas de cuero
marrón que cuelgan de la estructura de
metal de la cama. Esas correas son para
atar las muñecas de su hijo. ¿Cuánto
tiempo llevan tratándolo así? ¿Lo hacen
solo por las noches, o también durante el
día? A Danielle se le encoge el corazón.
Mira en el baño, pero también está
vacío. Corre por el pasillo y encuentra
todas las puertas cerradas. Justo antes
de llegar al vestíbulo, ve que la de Jonas
está entreabierta. La empuja y entra en la
habitación.
La visión que abarca su mirada es
dantesca, indescriptible. Se tapa la boca
con ambas manos para no gritar. Hay
salpicaduras de sangre que manchan las
paredes hasta el techo. Jonas está
tendido en la cama, ensangrentado y
lleno de agujeros. Sus preciosos ojos
azules se han vuelto vidriosos y están
clavados en el techo. Danielle tiene que
contener las ganas de vomitar. Se acerca
y le toma la muñeca. Percibe un olor
nauseabundo y nota la sangre fresca
mojándole los dedos.
—Oh, Dios, Jonas, por favor… —
gime. El niño no tiene pulso. Danielle lo
agarra por los hombros y lo atrae hacia
sí—. Respira, Jonas. Por favor, no te
mueras.
Su cuerpo está caliente, y su olor
dulce se mezcla con el de la sangre. Ella
le palpa la arteria carótida, pero no le
encuentra el pulso. Tiene que pedir
ayuda. Tal vez todavía quede una
oportunidad. Está a punto de presionar
el botón para llamar a las enfermeras
cuando lo ve.
Está inmóvil, en un charco de sangre
ennegrecida. Está en posición fetal, y
tiene los ojos cerrados.
—¡No! —Danielle se agacha sobre
él y le hace girar, y le toma la cara con
ambas manos. Comienza a agitarlo—.
¡Max! ¡Max!
Le busca el pulso desesperadamente,
y nota las pulsaciones fuertes y
constantes. Está vivo. Vivo. Entonces,
comienza a buscar heridas en su cuerpo,
pero no halla ninguna. La sangre es de
Jonas, no suya. Entre gemidos de
angustia, Danielle lo agarra para sacarlo
de allí para conseguir ayuda… entonces,
ve algo más.
Su hijo tiene algo en la mano, algo
plateado y siniestro. Es su peine de
metal, y está manchado de sangre, como
el resto de la habitación. Ciega de
pánico, Danielle le rasga la camiseta.
Max se despierta brevemente y se agarra
a ella. Intenta hablar, pero vuelve a
quedarse inconsciente. Danielle le
arranca el peine de la mano y lo limpia.
Se mete el peine y la camiseta en el
bolso. Agarra a Max por los brazos y
arrastra su cuerpo por el suelo
ensangrentado, y va dejando un rastro
rojo por el camino. Están a pocos pasos
de la puerta, cuando alguien la abre.
La enfermera Kreng está en el
umbral. Su chillido acaba con el
silencio, y el blanco de su uniforme grita
«asesinato» contra el espantoso rojo de
las paredes.
Segunda parte
Dieciséis
Al principio todo era azul. Lo veía a
su alrededor, y por encima de ella,
mientras iba desde la cárcel hacia al
juzgado, flanqueada por una policía y su
abogado de oficio, para comparecer ante
la jueza y que esta decidiera si le
concedía la libertad bajo fianza. Tal vez
el cielo continúe igual, y el mundo
también, pero su vida ha cambiado para
siempre. Tiene la sensación de que su
piel se ha vuelto gris; lleva cuatro días
en una celda sin cielo, sin aire, sin Max.
A estas alturas, su hijo debe de estar
aterrorizado. A él lo han acusado de
asesinato, y a ella, de varios delitos,
entre ellos, de complicidad en el crimen
y obstrucción a la justicia.
Increíblemente, consigue la libertad
bajo fianza. Por lo menos, ahora puede
intentar sacar a Max de Maitland; la
jueza ha ordenado que permanezca allí
hasta la siguiente vista. Danielle no sabe
qué le aterroriza más, si la idea de que
Max siga en Maitland o el hecho de
saber que a los dieciséis años pueden
considerarlo adulto y enviarlo a la
cárcel del condado hasta que se celebre
el juicio. Si lo declaran menor de edad,
por lo menos no estará rodeado de
criminales curtidos. Todo depende de la
vista de dentro de diez días. Ella no es
capaz de superar la conmoción. Es una
pesadilla.
La única llamada de teléfono que
hizo Danielle aquel día horrible fue a
Lowell Price, el socio principal de su
bufete. Como era de esperar, él se quedó
aturdido y espantado al saber que habían
arrestado a Max por el asesinato de otro
niño, del paciente de un psiquiátrico,
nada más y nada menos. Por suerte, ella
consiguió hablar con él antes de que la
historia llegara a oídos del Times.
Durante la breve conversación, Danielle
le pidió algo que no había pedido nunca:
ayuda. Y en cualquier momento le
llegará esa ayuda en la persona del
abogado Sevillas. Danielle está sentada
en su oficina, en Des Moines,
esperando. Su secretaria le ha dicho que
se va a retrasar un poco; seguramente
está defendiendo a otro criminal. A
Danielle le tiemblan las manos. Tiene
que sacar a Max, y también a sí misma,
de aquel endemoniado lío.
La puerta se abre. Danielle se gira y,
por un momento, ve con horror los ojos
marrones de un hombre a quien conoce,
y con quien ha compartido una
apasionada intimidad. Tony se queda
inmóvil en la puerta, con la mano en el
pomo.
—Dios mío, ¿Lauren? —pregunta, y
la cara se le ilumina con una enorme
sonrisa mientras camina hacia ella.
Antes de que Danielle se dé cuenta, está
entre sus brazos—. ¿Cómo me has
encontrado? Bueno, me alegro de que lo
hayas hecho. Como cancelaste la cena,
pensé que…
—¡Oh, Tony! —Danielle estalla en
sollozos y agita la cabeza. Él la estrecha
contra sí y le susurra cosas maravillosas
e ininteligibles al oído. Ella se aferra a
su cuello y esconde la cara en su camisa
blanca. Su olor, que ya le resulta
familiar, hace que llore con más fuerza.
—Tranquila, Lauren. Sea lo que sea,
deja que te ayude —dice él.
La toma por los hombros y la aparta
ligeramente de sí, lo suficiente para
mirarla a los ojos. Irradia una seguridad
y una calma que la tranquilizan un poco.
Respira profundamente y consigue
hablar.
—No me llamo Lauren.
Él se queda sorprendido durante un
segundo, pero se recupera rápidamente.
—Entiendo. Pero eso no puede ser
lo que te tiene tan disgustada.
—No, no lo es —dice ella. Camina
hasta la silla que hay frente a su
escritorio y añade—: Por favor, Tony,
siéntate. Tengo una larga historia que
contarte.
Sevillas mira su reloj.
—Lo siento, pero va a venir una
clienta. Llegará dentro de unos minutos.
Danielle niega con la cabeza.
—No lo entiendes. Ya está aquí.
Él se queda desconcertado, y
después palidece.
—¿Quieres decir que…?
—Yo soy Danielle Parkman.
Tony se hunde en su silla, sin apartar
los ojos del rostro de Danielle.
—No puede ser.
Ella se siente avergonzada.
—Me temo que sí.
—¿Me estás diciendo que es tu hijo
el chico al que han acusado de asesinar
a ese niño en Maitland?
—Mi hijo no ha matado a nadie,
Tony. Por favor, créeme.
Él mira el montón de alegatos que
tiene sobre el escritorio, y después
vuelve a mirarla a ella. Por su
expresión, se nota que se siente
traicionado, y también alarmado.
—Quiero creerte, pero por Dios,
Laur… Danielle —en ese momento
suena el interfono, y él responde con
aspereza—:
No
quiero
ninguna
interrupción.
—Tony…
Él alza la mano. Está visiblemente
angustiado.
—Lo primero que tengo que decidir
es si puedo representaros a ti o a tu hijo,
teniendo en cuenta nuestra… relación.
—Oh, Tony. Por favor. Tienes que
ayudarme. Siento muchísimo haberte
mentido. Siento…
—Todavía no puedo tomar una
decisión —dice él con tirantez—. El
sentido común me dice que no me meta
en esto.
—Pero…
—Te diré lo que decida después de
conocer todos los hechos. Así pues,
vamos a zanjar los prolegómenos —
Tony abre un cajón de su escritorio y
saca de él un sobre blanco. Se lo entrega
a Danielle, y ella lo toma y desliza los
dedos bajo el cierre—. Tengo entendido
que eres abogada —dice él secamente
—. Por lo menos, tu bufete te respalda.
—Sí —murmura ella.
Lowell la informó de que, aunque el
bufete iba a pagar su fianza y no la iba a
despedir por el momento, está en
excedencia sin sueldo, lo cual significa
que van a esperar al resultado del juicio
para echarla. Lowell también le dijo que
el bufete no haría declaraciones a la
prensa y que, por su propio bien, ella no
debe intentar ponerse en contacto con
ninguno de sus colegas. Ella sabe que
quiere protegerla, por si acaso se
incrimina a sí misma con algo que les
confiese a Georgia o a otros a quienes
pueda llamarse a testificar en el juicio.
También sabe que nadie del bufete
quiere verse remotamente involucrado
en un sórdido juicio por asesinato. Mira
a Tony.
—Lowell Price es un buen hombre.
Él frunce el ceño.
—¿Price? Conmigo no se ha puesto
en contacto nadie llamado Price.
Ella termina de abrir el sobre y saca
una tarjeta. En ella hay unas palabras
escritas, y una firma en trazos negros.
Demuestra que tengo razón. E. B. M.
—¿E. Bartlett?
El hecho de que sea él quien ha
intervenido en su favor le resulta tan
incomprensible como su habilidad para
conseguir que los socios accedan a
pagar su fianza.
—Bartlett. Ese es el hombre con
quien hablé. Un tipo listo.
Danielle lo mira con ironía mientras
se guarda la tarjeta en el bolso.
—Sí lo es.
—También me dijo que eres honrada
en extremo.
Ella lo mira fijamente.
—Sí.
—Claro que lo eres… Lauren —
dice él. Tiene cara de cansancio, como
si deseara que ella no fuera como todos
los demás acusados, que proclaman su
inocencia por un acto reflejo. Su voz
adquiere un tono distante—. Antes de
que entremos en materia, quiero repasar
la situación.
Danielle asiente. Se ha quedado
asombrada por el cambio de actitud.
Ahora, sus ojos marrones tienen una
mirada fría y profesional. Él se pone
unas gafas y comienza a buscar entre los
papeles que tiene en el escritorio.
—Vamos a ver cuáles son los
términos de tu libertad bajo fianza. La
orden de alejamiento de Maitland te
prohíbe acercarte al hospital y a tu hijo.
Dentro de diez días, sus abogados
conseguirán que la orden tenga vigencia
hasta que termine el juicio.
Ella empieza a hablar, pero él
levanta una mano.
—Lo sé —dice—. Quieres ver a tu
hijo. Sam, ¿no?
Ella enrojece.
—Max.
—¿Max? —pregunta él, y la mira
con frialdad—. Por desgracia, el hecho
de que quebrantaras esa orden el mismo
día que se dictó, y el hecho de que seas
la madre del principal sospechoso del
asesinato de un enfermo mental, no me
dejan argumentos para conseguir que te
permitan verlo. Y teniendo en cuenta que
te sorprendieron intentando huir de la
escena del crimen con tu hijo, tampoco
tengo argumentos para asegurar que no
hay riesgo de fuga.
—No me importa lo que me hagan a
mí, pero tienes que conseguir que me
dejen ver a Max —dice ella, y se le
quiebra la voz—. Debe de estar
aterrado. Se despertó lleno de sangre, lo
arrestaron y lo metieron en una celda.
Después lo llevaron al juzgado y lo
devolvieron a Maitland, y todo esto, sin
que él supiera dónde estaba yo, o si lo
había abandonado.
Él niega con la cabeza.
—Sabes que no puedo hacerlo.
—Tony, te lo ruego. Max ha estado
muy… enfermo. ¿Y si esto le lleva al
límite? No me lo perdonaría nunca —
dice Danielle, y se tapa la cara con las
manos, entre sollozos. Cuando por fin
consigue dejar de llorar y alza la vista,
la mirada de Tony se suaviza por un
momento.
—Vas a tener que esperar —dice en
voz baja—. Yo voy a verlo hoy, y
después te diré qué tal está. Después
intentaré conseguir conversaciones
telefónicas, pero no te hagas ilusiones.
—Oh, Tony, gracias.
—Ahora deberíamos concentrarnos
en la acusación de asesinato.
Danielle respira profundamente.
—De acuerdo.
—Antes, sin embargo, quiero dejar
bien claras las restricciones de tu
libertad condicional —dice él, y ella no
le recuerda que es abogada. En ese
momento es solo una acusada, como su
hijo—.
Te
encontraremos
un
apartamento alejado de Maitland para
evitar a la prensa, pero no vas a alejarte
más del radio de ochenta kilómetros que
se estipula en la orden judicial —dice
—. Francamente, me asombró que te
concedieran la libertad condicional
dada la naturaleza del delito, y teniendo
en cuenta el hecho de que te encontraran
en la escena del crimen, intentando huir
con el sospechoso en brazos.
Danielle siente la mirada de Tony
clavada en ella. Baja la vista y observa
el dispositivo de fibra de carbono que
tiene alrededor del tobillo. El LED azul
parpadea de una manera inquietante. El
abogado de oficio le ofreció el uso del
dispositivo a la jueza como alternativa,
cuando la jueza estaba a punto de
denegar la libertad condicional. La
tobillera funciona en conjunción con un
panel computerizado que el sheriff de
Plano instalará en su nuevo apartamento.
Si ella se aventura más allá del límite de
ochenta kilómetros, o intenta cambiar el
panel de sitio, el dispositivo alertará
simultáneamente a la comisaría y al
juzgado. Danielle solo puede estar en
Des Moines en este momento porque se
le permite visitar a su abogado. Tony
debe avisar por teléfono, de antemano,
de estas visitas.
La orden es clara, y no permite ni
una sola infracción. Si Danielle
quebranta
este
mandato,
será
encarcelada y su fianza de quinientos
mil dólares, que ha depositado su bufete,
será revocada. Ella cruza el tobillo libre
sobre el que lleva el dispositivo, e
intenta imitar el tono profesional de
Tony. Ahora, él es su abogado, no su
amante.
—¿Podemos hablar de su acusación
contra Max? Estoy impaciente por
conocer tu estrategia, y tengo algunas
ideas al respecto.
Sevillas arquea una ceja.
—No te preocupes —dice ella
rápidamente—. Sé que no conozco las
leyes penales, pero aprendo muy rápido
y soy buena abogada. Tal vez puedas
pensar en mí como ayudante.
Él frunce el ceño.
—Lo siento, Danielle, pero yo no
trabajo así. Creo que tú pensarías lo
mismo si yo fuera tu cliente e intentara
decirte cómo debes llevar un caso civil.
No sería beneficioso para Max, ni para
ti. Además, si voy a representarte a ti
también, porque todavía no he decidido
si necesitas un abogado distinto, es
esencial que no parezca que tú estás
involucrada en la defensa legal de tu
hijo.
Danielle se inclina hacia delante.
—Tony, te pido que hagas una
excepción. Te prometo que respetaré tu
estrategia. Pero estamos hablando de la
vida de Max, y tengo que involucrarme.
Él la mira con dureza.
—Mira, llevo mucho tiempo
ejerciendo
y,
sinceramente,
los
abogados son mis peores clientes. Lo
saben todo, o peor aún, saben lo
suficiente como para ser peligrosos. He
de tener la última palabra, o no hay
trato.
—De acuerdo —dice ella en voz
baja.
—Entonces, vamos a los hechos, ¿de
acuerdo? —dice él. Abre una carpeta de
cuero y traza una línea en la mitad de un
folio. Escribe el nombre de Max en la
parte izquierda del papel. Ella trabaja
de la misma manera. A un lado pone lo
que dice el cliente; al otro, escribe lo
que seguramente es la verdad.
—El fiscal del distrito me ha dado
su versión de lo ocurrido —explica
Tony—. Está respaldado por el informe
policial y por las declaraciones de
varios empleados de Maitland. Mañana
nos enviará la caja negra.
Danielle lo mira sin comprender.
—Es su caja de preciadas
posesiones. Una lista de las pruebas, de
las declaraciones… todo lo que, por ley,
deben revelar a la defensa.
Ella asiente.
—Te voy a resumir la acusación del
Estado contra vosotros dos —Sevillas
mira una hoja mecanografiada y pasa el
dedo por ella hasta que llega a un
párrafo concreto—. Primero, Max y tú
vais a Maitland para que le hagan unas
pruebas diagnósticas a tu hijo, y tú te
haces amiga del difunto y de su madre.
Te niegas repetidamente a volver a
Nueva York mientras Maitland le hace
las pruebas a Max y, en numerosas
ocasiones, interfieres en la labor de los
médicos y el personal. Estos sucesos
están documentados y reflejan lo que
Maitland
ha
denominado
tu
comportamiento «cada vez más errático
y desequilibrado».
Tony se apoya en el respaldo de la
silla y continúa en un tono lacónico.
—Te prohíben ver a tu hijo más de
una vez al día hasta que hayan concluido
las pruebas. De todos modos, tú te
niegas a marcharte y te pasas el día en la
sala de espera que hay junto a la unidad
de tu hijo. La mayor parte del tiempo
estás sola con el difunto y su madre.
Tony toma aire y pasa una página.
—Ahora, Max. Cuando llega a
Maitland, tiene claras tendencias
suicidas. Tiene una depresión clínica, y
no responde al tratamiento psiquiátrico
tradicional. A partir de ese momento, su
estado mental se deteriora rápida y
profundamente. Comienza a tener
alucinaciones auditivas y visuales, y se
vuelve psicótico. Piensa que el difunto
quiere matarlo, y se vuelve violento.
Max ataca varias veces a la víctima,
hasta el punto de que el niño necesita
atención médica en dos ocasiones. Max
pierde el contacto con la realidad de una
forma tan acusada que el personal se ve
obligado a atarlo, sobre todo por las
noches.
—Tony, deja que te explique…
Sevillas hace su gesto con la mano
para que ella mantenga silencio.
—Cuando te dicen que tu hijo
padece trastorno esquizoafectivo, tú
rechazas el diagnóstico de plano, y
después te niegas a que Max permanezca
en Maitland para que pueda recibir el
tratamiento psiquiátrico que necesita
para impedir que se suicide o agreda a
terceros, sobre todo al difunto. Al día
siguiente exiges tener una reunión con el
equipo médico de Max y, según los que
asistieron a esa reunión, te pones hecha
una furia, comienzas a hacer acusaciones
extrañas y amenazas violentamente a una
de las psiquiatras más respetadas del
país, tal vez del mundo.
—¡No fue así!
Tony la ignora y continúa con una
voz completamente desprovista de
emoción.
—Sales hacia la unidad de
Fountainview y te encuentras a Jonas
Morrison muerto en su habitación. Tu
hijo está inconsciente en el suelo,
cubierto de sangre del difunto. Se acusa
a Max, de manera convincente, de que
mató a Jonas apuñalándolo brutalmente
con un peine de metal de cinco púas. En
total, el forense contó trescientas diez
punciones, y teniendo en cuenta el
agrupamiento de las heridas, eso
equivale
a
sesenta
y
dos
apuñalamientos. Además, el niño
presenta una herida en la arteria
femoral, que está rasgada. Cuando llega
la enfermera, te encuentra arrastrando a
tu hijo ensangrentado fuera de la
habitación, intentando escapar con él, y
con todas las pruebas relevantes, el
arma homicida y la ropa de Max,
metidas en el bolso.
Sevillas cierra la carpeta de cuero y
alza la vista. Mira a Danielle con
cansancio.
—Tengo que decirte que esto tiene
tan mala pinta como parece —dice—.
Claramente, el arma homicida que
estaba en la habitación fue la que causó
la muerte de la víctima. El historial
violento de Max con Jonas, y el hecho
de que tu hijo pensara que la víctima
quería matarlo, proporcionan el móvil.
No hay pruebas de que exista otro
sospechoso. Es poco probable que un
jurado de Iowa le tenga simpatía a una
abogada de Nueva York que ha intentado
huir con su hijo y con el arma homicida,
y menos a un joven que ha asesinado
brutalmente a un paciente de Maitland,
un hospital que le da trabajo a unos
trescientos habitantes de Plano —dice
—. Siento ser tan rotundo, pero tienes
que saber que nadamos contracorriente
desde el primer día.
Danielle se agarra a los brazos de la
silla. Tiene que contener una náusea.
Todo es horrible. ¿Cómo puede empezar
a dar explicaciones sobre Max y sobre
sí misma? Es muy importante que se
sobreponga al miedo y aborde todo
aquello como una abogada. Y debe
convencer a Tony de que Max no mató a
Jonas, para que él presente una defensa
tan convincente que ningún jurado esté
dispuesto a declararlo culpable. Ni
siquiera va a pensar en las acusaciones
contra ella; lo más importante es Max.
Sin embargo, ¿por qué iba a creerla
Tony? Desde que se conocieron, no ha
hecho otra cosa que mentirle. Y ahora va
a mentirle otra vez. Debe usar todos sus
poderes de persuasión para convencerlo
de que fue otro quien mató a ese niño.
Y de que el asesino no es su hijo.
—¿Y bien? —pregunta Tony.
Danielle se inclina hacia delante y
comienza a hablar.
—Mira, Tony, puedo rebatir todas
las declaraciones. Pero tienes que
entender una cosa: Max no mató a ese
niño. Sé que todo parece horrible, pero
puedo explicar lo que ocurrió. Sí, estaba
muy enfadada cuando salí de la reunión
con Reyes–Moreno y fui a Fountainview
a ver a Max, pero él no estaba en su
habitación. Pensé que estaba en la
cafetería con los demás pacientes.
Cuando me marchaba, me di cuenta de
que la puerta de Jonas estaba abierta, y
me asomé a mirar. Su madre y yo somos
buenas amigas. ¿Te lo han dicho?
Tony se encoge de hombros.
—Continúa.
A Danielle le tiembla la voz.
—No puedo describirte el espanto
que era aquella habitación. Todo estaba
lleno de sangre. Y el pobre Jonas… Lo
agarré para ver si todavía estaba vivo,
pero era demasiado tarde. Estaba a
punto de ponerme a gritar para pedir
ayuda cuando vi a Max en el suelo,
cubierto de sangre. Pensé que estaba
muerto. Yo… me agaché y le busqué el
pulso. Estaba inconsciente, pero vivo.
—¿Dónde estaba el peine?
Danielle respira hondo. No tiene
elección.
—Estaba en el suelo, en un charco
de sangre.
Tony frunce el ceño.
—¿Y qué hiciste entonces?
—Como no podía despertar a Max, y
ninguno de los empleados me oía gritar,
intenté sacar a mi hijo de la habitación
para pedir ayuda. Con toda aquella
sangre, no sabía si Max también había
sido apuñalado.
—¿Y cómo terminó el peine en tu
bolso?
—Estaba convencida de que el
asesino también tenía planeado matar a
Max, pero yo lo había interrumpido.
Tomé el peine y me lo metí en el bolso
porque tenía miedo de que volviera y
nos matara a los dos.
—¿Y la camiseta de Max?
—Se la rasgué cuando estaba
intentando comprobar si tenía alguna
herida. No recuerdo haberla metido en
el bolso, pero supongo que lo hice.
Estaba frenética.
Él toma algunas notas, y después se
detiene y la mira.
—A propósito, ¿tienes idea de cómo
terminó tu peine en la habitación del hijo
de la señora Morrison?
—No, no tengo idea —dice ella—.
Siempre lo llevaba en el bolso. Debió
de sacarlo alguien, o se me cayó en
alguna parte.
—¿Dejaste el bolso desatendido por
ahí?
—No.
—¿Recuerdas habérselo prestado a
alguien?
—No.
—¿Recuerdas la última vez que lo
usaste?
—No.
—¿Podría habérsete caído en la
habitación del niño en algún momento?
—Tal vez —dice ella—. Entraba y
salía de esa habitación casi todos los
días, cuando iba a ver a su madre.
—Pero no recuerdas haberlo
perdido.
—No.
—¿Recuperó el conocimiento Max
entre el momento en que tú lo
encontraste y el momento en que llegó la
enfermera?
—No.
—¿Viste a alguien más en la unidad?
Ella niega con la cabeza.
—Era
la
hora
de
comer.
Normalmente, a esa hora los empleados
están con los pacientes en la cafetería,
como ya he dicho. Que yo sepa, solo
dejaban a Max y a Jonas en su
habitación. Puede que hubiera otras
personas. Eso es algo que tenemos que
investigar.
—Ummm —murmura él—. ¿Por qué
dejaban a tu hijo y al otro niño en su
habitación?
Danielle se encoge de hombros.
—Max está siendo sometido a un
cambio de medicación. Normalmente
dormía a la hora de comer.
—¿Y la víctima?
—Eso tendrás que preguntárselo a
los empleados.
—Que no hablarán con nosotros
hasta que comience la investigación
formal. El fiscal se encargará de ello. Y
seguro que eso no ocurrirá antes de la
vista —responde él—. ¿Dejaban sin
vigilancia a esos niños? Eso parece una
irresponsabilidad.
—Puede que hubiera alguna
enfermera en esa planta. No lo sé. Pero
se aseguraban de que los niños no
pudieran moverse libremente. Tenían a
Max amarrado con correas a la cama, y
había una cámara de seguridad en su
habitación. Alguien la inutilizó,
desabrochó las correas y arrastró a Max
a la habitación de Jonas.
Sevillas la mira con escepticismo.
—O la enfermera de servicio olvidó
ponerle las correas a Max, y él desvió la
cámara de seguridad, te robó el peine
del bolso y apuñaló a Jonas hasta
matarlo —dice. Danielle empieza a
hablar, pero Sevillas la interrumpe—.
No me digas que él no pudo inutilizar la
cámara. Eso es exactamente lo que
ocurrió en la habitación de Jonas.
Ella lo fulmina con la mirada.
—Eso no es lo que pasó.
Él se apoya lentamente en el
respaldo de la silla.
—No creo que puedas hacer esa
afirmación, teniendo en cuenta que Max
se puso violento con Jonas en varias
ocasiones, y que tenía el convencimiento
de que Jonas quería matarlo. Parece
mucho más probable que Max actuara
guiándose por sus alucinaciones
psicóticas y matara a Jonas antes de que
Jonas lo matara a él.
Ella aprieta la mandíbula.
—¿Y lo hizo mientras estaba
inconsciente?
Tony se encoge de hombros.
—No sabemos cuándo perdió Max
el conocimiento. Pudo ser después de
matar a Jonas.
Ella ni siquiera pestañea.
—O antes de que el asesino
arrastrara su cuerpo inconsciente hasta
la habitación de Jonas, con la intención
de matar a Jonas e inculpar a Max.
—No sabremos lo que pasó hasta
que tengamos ocasión de hablar con
Max —dice él—. Aunque Maitland ha
documentado que Max no es consciente
en absoluto de sus actos durante estos
brotes psicóticos.
Danielle cabecea.
—Yo no creo en las anotaciones
clínicas de Maitland.
—¿Y por qué motivo?
Ella se contiene. No es el mejor
momento para confesar que entró en uno
de los ordenadores de Maitland para
leer información confidencial del
expediente de Max.
—Solo por un presentimiento que
tengo.
—Los presentimientos no son
pruebas —dice él, y Danielle nota que
le arden las mejillas. Tony se cruza de
brazos y la observa atentamente—.
Bueno, ¿y tienes alguna idea de quién
puede haber hecho esto? Has tenido
tiempo para pensar en ello.
A Danielle se le encoge el estómago.
Ha pensado en pocas cosas desde el
momento en que encontró a Max en el
suelo, con el peine en la mano. Sólo ha
podido pensar en que Max estaba vivo.
Y eso es todo lo que está pensando en
ese momento.
Además, es posible que haya otro
sospechoso, aparte de Max. Danielle no
se ha sacado esa idea de la manga. En la
cárcel, mientras pensaba en aquella
horrible escena por enésima vez, de
repente recordó que había percibido la
forma de una silueta pasando fugazmente
por la ventana de Jonas, justo después
de haber visto a Max en el suelo.
Inmediatamente después del caos y el
horror de encontrar muerto a Jonas, y a
Max ensangrentado e inconsciente,
Danielle solo tenía en la mente
fragmentos inconexos de lo que había
presenciado. Sin embargo, después,
cuando ya la habían arrestado y estaba
sentada en su celda, en silencio, cerró
los ojos y se concentró en aquella
silueta. La vio a través del cristal
borroso, antes de que la forma
desapareciera.
En ese momento, Danielle se hace la
misma pregunta que se hizo en la cárcel:
¿Vio de verdad a aquel fantasma, o está
desesperada por haberlo visto? Aunque
no pueda creer que Max haya matado a
Jonas, no sabe si está alterando el
pasado para negar las afirmaciones de
Maitland sobre Max. Además, no puede
olvidar que encontró a Max con el peine
en la mano.
Agita la cabeza. Como madre, es
incapaz de creer que su hijo haya
cometido un asesinato. Lo conoce mejor
que nadie, y está segura de que tiene que
haber otro sospechoso, el verdadero
asesino. Si no lo hay, entonces solo
queda lo impensable: Max pasará el
resto de su vida en un hospital
psiquiátrico, o en la cárcel, sin ella. No,
no puede pensar en algo así, por muy
desequilibrado y violento que sea según
Maitland. Danielle suspira. Si un cliente
le contara a ella semejante historia, ella
no se la creería, y Tony tampoco se la
creerá. No importa. Aunque se esté
engañando a sí misma y no haya otro
sospechoso, deben elaborar una defensa
que pueda crearles dudas a los
miembros del jurado, dudas suficientes
como para que absuelvan a Max. Eso
parece casi imposible, teniendo en
cuenta las pruebas materiales que hay
contra él, incluso con la información
esencial que ella ha ocultado.
Sus siguientes pensamientos son
como espinas. Todas sus convicciones y
sus valores, que había proclamado
inmutables, han cambiado con un solo
suceso, en un solo momento de su vida.
Es abogada y cree en el sistema legal,
con todas sus virtudes y sus defectos. Es
humana, y distingue entre el bien y el
mal. Tiene el deber de decir la verdad,
aunque esa verdad ponga en peligro la
vida de su hijo.
Hay otro dilema moral que debe
tomar en consideración, y que le
produce repugnancia hacia sí misma. Si
no encuentran al verdadero asesino, se
verá obligada a decidir si fabrica
pruebas para incriminar a personas
inocentes. No pretende que condenen a
ninguna otra persona, pero sí quiere
crear dudas razonables sobre la
culpabilidad de Max, para que lo
absuelvan. Solo puede rezar para que
encuentren al culpable. De no ser así, no
sabe si cruzará la línea y cometerá lo
que para ella es un pecado mortal. Pero
está dispuesta a ir al infierno por Max.
Antes de que Danielle pueda hablar,
suena el teléfono. Tony murmura unas
palabras y cuelga.
—Mira, antes de que sigamos
adelante, me gustaría involucrar a
alguien más.
—¿A otro abogado?
Él sonríe.
—No. Se llama Doaks. Es un policía
retirado y que ahora trabaja de
investigador privado. Como nuestra
posición es que Max no cometió el
asesinato, vamos a necesitar a alguien
de primera que sepa dónde están
enterrados todos los huesos. Alguien que
tenga contactos en la policía local.
Danielle se da cuenta de cómo ha
construido Tony la frase. La inocencia
de Max se enmarca en una posición
legal, no en la verdad.
—Me parece buena idea. ¿Has
trabajado antes con él?
Sevillas asiente.
—Lo conozco desde hace treinta y
cinco años. Nos criamos juntos en
Plano. Es un poco tosco y un poco
áspero, pero es el mejor. Es exactamente
lo que necesitamos.
—Entonces, llámalo.
Sevillas se pone en pie y camina
hasta la puerta.
—Voy a decirle a mi secretaria que
me dé el número, y tú puedes escuchar
la conversación. Pero tengo que
advertirte una cosa: le llama al pan, pan,
y al vino, vino.
—Lo entiendo.
Sevillas le señala un documento que
hay en el escritorio.
—¿Por qué no miras eso? Yo vuelvo
en un minuto.
Danielle se pone en pie y se acerca a
él rápidamente. Quiere acariciarlo,
quiere que entienda lo que siente por él.
Él se mueve como si fuera a abrazarla,
pero se detiene.
—Tony, yo…
—Danielle —dice él en voz baja—.
Creo que deberíamos concentrarnos en
la defensa de Max, y en la tuya. El resto
es demasiado… complicado.
—Lo sé —susurra ella—. Sin
embargo, tienes que saber que la noche
que pasamos juntos fue real, que fue…
verdadera. Pero yo tenía demasiado
miedo a dejarte entrar en mi vida.
Sus ojos marrones recobran la
calidez. Él se inclina hacia delante y le
da un beso en la frente.
—Te creo —dice, y retrocede
mientras cabecea—. Esto es una locura.
Debe de ser la primera vez en mi vida
que me he enamorado tanto y tan
deprisa. Y, por supuesto, esa mujer tenía
que ser una de las acusadas en un caso
de asesinato con la defensa más
complicada que he visto —añade.
Entonces, la abraza. Danielle siente el
calor de su susurro en el cuello—. No
estoy seguro de cómo van a salir las
cosas, pero quiero que sepas que voy a
hacer todo lo que pueda. En cuanto a lo
demás… tal vez solo fuera una noche
maravillosa. En ese caso, será un
recuerdo que siempre conservaré.
Con esas palabras, él vuelve hacia
la puerta y desaparece.
Danielle se deja caer sobre la silla,
sin fuerzas, y se tapa la cara con las
manos.
Comienza
a
llorar
silenciosamente. Intenta controlar el
pánico, que es enorme ahora que Tony
ha expuesto con objetividad los hechos.
Respira profundamente. Max… Debe
pensar solo en Max. Se concentra en la
sonrisa de su hijo, en sus ojos grises, en
la curva de su mejilla. Poco a poco,
recupera el control.
Cuando va a tomar el documento que
Tony le ha pedido que lea, ve un artículo
en una esquina del escritorio. Reforma
de la Ley del Menor en Iowa:
¿Demasiado jóvenes para la pena de
muerte? Mira hacia la puerta, que
continúa cerrada, y se mete el artículo
en el bolso. Después lee el documento,
que resulta ser la acusación de Max: El
Estado de Iowa contra Maxwell A.
Parkman. Siente de nuevo un terror que
la deja entumecida. Pasa la mirada,
frenéticamente, por las hojas, y siente un
alivio abrumador al constatar que no hay
petición de pena de muerte.
Sin embargo, un pensamiento negro
se abre paso por su cerebro: No es que
no le vayan a pedir al jurado que lo
condene a muerte.
Es que no lo han hecho todavía.
Sevillas le lleva una taza de café y
se sienta tras su escritorio.
—¿Lista?
Ella toma un sorbo y asiente.
—Por supuesto.
—Allá vamos —dice él, y aprieta un
botón.
Danielle oye un ruido de cristales
rotos a través del interfono, y una
imprecación.
—¿Por qué carajo se casa uno?
Mierda de figuritas. Tenía que haberlas
tirado todas cuando la eché de aquí —
dice alguien, y después, se produce otro
ruido, como si esa persona estuviera
barriendo cristales en un suelo de
madera. Después parece que se abre una
lata de cerveza. Danielle arquea las
cejas. Sevillas se encoge de hombros.
Después de varios segundos, alguien
gruñe al teléfono—: Aquí Doaks, y
mejor será que se trate de algo
interesante.
Sevillas sonríe, y Danielle se apoya
en el respaldo de la silla.
—¿Qué tal, amigo?
—Demonios, sabía que tenía que
haber desconectado el teléfono —dice, y
se oye un sorbido—. Sea lo que sea, no
estoy.
—Vaya, Doaks —dice Sevillas—,
¿es que no puede enterarse un viejo
amigo de cómo le trata la vida a lo
mejor de todo Plano?
Doaks se carcajea.
—No tienes tiempo para eso, listo.
Siempre que abro el periódico veo tu
fea cara en algún juzgado, después de
haber salvado a algún príncipe de la
cárcel. Además, si me estás llamando,
es que no hay nadie más en quien puedas
confiar.
—Intuitivo, como siempre —dice
Sevillas.
—Ni hablar —responde Doaks—.
Ya no me dedico a eso. ¿Es que no te
enseñaron
esa
palabra
en
la
universidad? R–e–t–i–r–a–d–o.
—Vamos, Doaks. Ni siquiera sabes
por qué te estoy llamando.
—No hay que ser un genio.
Necesitas un detective privado, eso es
lo que necesitas.
—¿Y si tienes razón?
Doaks se echa a reír.
—Te diría que te fueras a la mierda.
Como he hecho mil veces.
—Vamos, sabes que lo echas de
menos.
—Sí, claro. Todas las mañanas me
despierto deseando haberme pasado
toda la noche metido en el coche con un
café frío, persiguiendo a algún idiota.
Olvídalo.
—Solo esta vez, amigo —le dice
Sevillas—. Necesito al mejor, y ese eres
tú.
—Ya —dice Doaks. Después se oye
el inconfundible sonido de una lata de
cerveza cuando la estrujan. Danielle
casi puede oler la cerveza—. Vamos a
engatusar al viejo Doaks para ver si
puede hacer lo que no son capaces de
hacer esos otros idiotas, que encima
cobran más de lo que deben. ¿Es que te
crees que soy tonto?
Sevillas suspira.
—¿Te has enterado del asesinato de
Maitland?
El tono de voz de Doaks se vuelve
cauteloso.
—¿Te refieres a ese chiflado que le
hizo mil agujeros a un niño loco?
Danielle cierra los ojos. Suena
incluso peor cuando lo dice ese hombre
que cuando Sevillas lo expuso, poco
tiempo antes. Ella enrojece de
vergüenza.
Sevillas se vuelve hacia Danielle
pidiéndole excusas con la mirada.
—Ten cuidado, Doaks, estás
hablando del hijo de nuestra nueva
clienta, la señora Danielle Parkman,
abogada, que casualmente, está sentada
frente a mí.
—Quítame del altavoz, idiota.
Sevillas finge que lo hace. Le guiña
un ojo a Danielle mientras toma el
auricular, y después vuelve a colgar.
—¿Mejor?
—Sí —gruñe Doaks—, pero de
todos modos no voy a aceptar el caso.
—Este es diferente.
—Sí, claro. ¿Cuántas veces habré
oído eso?
—Al niño lo mataron con un peine
de metal.
—Una interesante elección de arma
homicida —admite Doaks—. Pero no lo
suficientemente interesante como para
volverme loco. ¿Tienes algún otro
sospechoso?
—Estás picando.
—Ni lo sueñes.
—Mira, John, sé que todavía tienes
cuentas que arreglar con Maitland.
Hay una pausa.
—¿Y qué?
—No te llamo para pedirte que me
devuelvas ningún favor…
—Pues lo parece.
—Sólo estoy intentando ayudarte.
—Y un cuerno. Necesitas a alguien
que conozca bien ese antro, por dentro y
por fuera.
—Por supuesto que sí —dice
Sevillas, y pregunta—: ¿Qué tal está
Madeleine?
Silencio.
—Ten cuidado, imbécil —dice
Doaks, con una voz irritada, oscura.
Danielle arquea las cejas, pero no
dice nada.
—Bueno, ¿vas a venir a mi despacho
mañana por la mañana? —pregunta
suavemente Sevillas—. Es cuando
vamos a recibir la caja negra y a
comenzar a planificar la defensa. ¿Y por
qué no les preguntas por este asunto a
tus colegas del Departamento de Policía
de Plano esta misma tarde?
—No me digas cómo tengo que
llevar una investigación —ruge Doaks
—. Voy a ver la lección de golf de
Johnny Miller esta tarde. Ni sueñes que
voy a permitir que esta mierda estropee
mi swing.
Sevillas se ríe.
—La venganza sabe mejor fría,
Doaks.
—Que te den morcilla —gruñe el
detective—. Acabas de estropear por
completo un día estupendo.
Diecisiete
A la mañana siguiente, Danielle
sonríe a la secretaria de Sevillas y
acepta el café y el donut que le ofrece.
Cuando se cierra la puerta, se acomoda
en su silla y observa el traje pantalón de
color azul marino que se ha puesto esa
mañana. Piensa que, salvo por el
dispositivo de control que lleva
alrededor del tobillo, es el día que más
clara tiene la cabeza desde que ha
comenzado toda aquella pesadilla. Está
impaciente por empezar. A las nueve
llegará Sevillas, y comenzarán a
elaborar la estrategia de la defensa de
Max, y de la suya también.
Intenta no dejarse dominar por la
angustia y mira a su alrededor. En el
suelo, junto a la mesa de Tony, hay una
caja oscura. Está a punto de descifrar
las palabras que hay escritas en la tapa
cuando él entra en el despacho.
Lleva un traje gris de rayas, y da una
imagen fresca y profesional. Se acerca a
ella y le aprieta un hombro. El contacto
con él es eléctrico.
—Buenos días —dice—. Tienes
aspecto de haber dormido bien.
—Pues sí. Estaba más cansada de lo
que pensaba.
Él se sienta en su silla y se sirve
café de un termo.
—Es lógico.
—Tony, ¿has conseguido ver a Max?
¿Está bien? ¿Puedo verlo yo?
Él asiente.
—Sí a las dos primeras preguntas.
No a la tercera.
Ella se queda consternada.
—Primero dime cómo está.
—Parece que está bien, pero está
ansioso por ti y por la muerte de Jonas
—dice—. Le he dicho que tú estás muy
bien, y que yo iba a representaros a los
dos, y que podría hablar contigo dentro
de muy poco tiempo. Creo que cuando
me fui se sentía mucho mejor.
—¿Puedo hablar con él?
—Te
han
concedido
una
conversación telefónica por día. Han
admitido que es lo mejor para Max.
Danielle siente un enorme alivio.
—Oh, Tony, no sé cómo darte las
gracias. ¿Puedo llamarlo ahora?
—Esta tarde. Y tienes que ser breve.
—¿Cuánto tiempo tendré?
—La jueza ha ordenado que la
enfermera de servicio tenga la potestad
de terminar la conversación cuando lo
crea conveniente.
Danielle gruñe.
—La enfermera Kreng. No me dará
ni cinco minutos.
Tony se encoge de hombros.
—No tenemos otra opción. Con
suerte, podremos convencerlos de que
nos concedan conversaciones más
largas. E intentaré conseguirte un
encuentro. Supervisado, por supuesto.
Ella respira profundamente.
—No es mucho, pero tendré que
conformarme. Bueno, ahora háblame de
tu visita.
Él le cuenta que Max se ha quedado
horrorizado al conocer las acusaciones
que pesan sobre ellos dos, y al saber
que se celebrará una vista dentro de
pocos días. Al ser interrogado, Max
respondió
rotundamente
que
no
recordaba aquel suceso en absoluto. Se
puso a llorar de miedo, pero se calmó
cuando Tony le aseguró que hablaría con
él todos los días, y que Danielle iba a
llamarlo muy pronto. Tony ha estado
reunido con él durante una hora, porque
Max no ha conseguido mantenerse
despierto más tiempo. Estuvo con él
hasta que se quedó dormido. Su voz se
suaviza.
—Es un buen chico, Danielle. Haré
todo lo posible para que vuelva a tu
lado.
A ella se le llenan los ojos de
lágrimas, y comienza a levantarse para
ir hacia él.
—Oh, Tony, ¿cómo voy a soportar
esto?
Él le señala la silla.
—Manteniéndote
despejada
y
ayudándonos a elaborar una buena
defensa —le dice, y ella vuelve a
sentarse—. Y sin acercarte a mí, porque
me harías imposible concentrarme.
Ella le devuelve la sonrisa.
—Como usted diga, abogado. ¿Por
dónde empezamos?
Sevillas mira la caja que está junto a
su escritorio.
—Por aquí mismo. En cuanto…
Se abre la puerta, y entra un hombre
despeinado que lleva una camisa de golf
y unos pantalones de algodón con una
mancha de café en la pernera derecha.
Tiene el pelo blanco y de punta. Su voz
es muy ronca.
—Buenos días.
Danielle mira a Sevillas, esperando
que le indique al individuo el camino de
vuelta al ascensor. Sin embargo,
Sevillas se levanta y sonríe.
—Doaks, me alegro de verte. Me
gustaría presentarte a Danielle Parkman.
El hombre se gira hacia Danielle y
le tiende la mano. Su gesto ceñudo se
convierte en una sonrisa al instante,
como si su cara ya estuviera
acostumbrada.
—Me alegro de conocerla.
Estrecharle la mano es como apretar
una lija.
—Buenos días, señor Doaks.
—Llámeme Doaks —le indica él—.
Con eso vale.
Se acomoda en la silla de al lado,
pasea la vista por el despacho y emite
un suave silbido. Danielle sigue su
mirada. No hay duda de que aquella
estancia irradia poder, y también
transmite sensación de riqueza. Los
enormes ventanales ofrecen una vista
panorámica del centro de Des Moines, y
las cristaleras de los edificios cercanos
reflejan la luz y la arrojan hacia la
habitación. Las paredes acogen cuatro
lienzos de arte moderno, de colores
fuertes.
—Vaya, vaya —dice el detective—.
Menudo garito te has agenciado.
—Gracias —dice Sevillas. Se quita
la chaqueta del traje y deja sus gemelos
en un cenicero de cristal. Después se
remanga y mira los pantalones de Doaks
con cautela, y le guiña un ojo a Danielle
—. Las apariencias no lo son todo.
—Que te den —responde Doaks;
después mira de reojo a Danielle y
sonríe—. Disculpe. Algunas veces el
chico se cree superior, y yo tengo que
ponerle en su sitio —explica, y se dirige
nuevamente a Sevillas—. ¿Hay café en
este tugurio?
Sevillas aprieta el botón de su
teléfono y se apoya en el respaldo de la
silla. La secretaria les lleva una bandeja
con más café, y en pocos minutos, Doaks
ha consumido su primera taza y tiene la
camisa llena de migas.
—Bueno, el tiempo vuela. Vamos a
empezar.
Sevillas se gira hacia Danielle.
—Ya he puesto al corriente a Doaks
sobre todo lo que tú y yo hablamos ayer,
pero antes de que comencemos con la
caja negra, me gustaría que él nos
contara todo lo que averiguó del
Departamento de Policía de Plano.
¿Doaks?
—Fue una conversación escabrosa,
y yo necesito saber cuáles son las
normas de circulación aquí. ¿Queréis
que os cuente la verdad sin adornos, o lo
edulcoro un poco?
—Quiero la verdad sin adornos. Soy
abogada, señor Doaks, y soy más dura
de lo que parezco. Sé que mi hijo y yo
estamos en una situación muy difícil, y
que necesitamos su ayuda y la del señor
Sevillas. Así que, adelante.
Doaks mira a Sevillas, que asiente.
Después, el detective clava sus ojos
azules en ella.
—Yo solo tengo una norma —dice.
—¿Y cuál es?
—No me mienta. Si me dice la
verdad, sin tonterías, nos llevaremos
muy bien.
—Yo no miento, señor Doaks. Y mi
hijo no es un asesino.
Doaks sonríe.
—Entonces, esto va a ser muy fácil.
Danielle señala la caja con un gesto
de la cabeza.
—Empecemos a trabajar.
—De acuerdo. Ayer tomé una
cerveza y jugué al billar con mi amigo
Barnes.
—¿Quién es Barnes? —pregunta
Danielle.
—Mi compañero de cuando yo
estaba en el cuerpo —dice Doaks—. Él
sabe que soy muy buen sabueso y que,
sepa lo que sepa, yo terminaré
sabiéndolo también. En resumen, Barnes
sabe que yo vengo del mismo sitio que
él: de la policía. Es como ser católico,
señora. Cuando te agarran, eres suyo
para siempre —afirma. Después mira al
techo y continúa, como si fuera un
monaguillo recitando el catecismo—:
No voy a hacer un refrito de lo que
Sevillas y usted hablaron ayer. Solo voy
a explicar las pruebas materiales. Y no
son favorables.
Danielle se pone tensa bajo la
mirada de Doaks.
—Por si no fuera suficientemente
nefasto que su hijo estuviera todo lleno
de sangre en la habitación de la víctima,
y que la encontraran a usted sacándolo a
rastras de la escena del crimen, con el
arma homicida en el bolso, hay otras
cosas en nuestra contra, que seguro que
están en esa caja de ahí —dice el
detective, y extiende el dedo índice
retorcido de su mano derecha—. En
primer lugar, tienen grabaciones.
Danielle recuerda las cámaras
blancas que vigilan todas y cada una de
las habitaciones de Maitland. Oh, Dios.
Eso significa que ya saben que Max
tenía el peine en la mano antes de que
ella entrara en la habitación, o que…
Dios no lo quiera, que tienen la
grabación de Max matando a Jonas. Pero
si Max no lo hizo, entonces ellos deben
saber quién fue. Intenta mantener un tono
de voz calmado.
—¿Qué grabaciones?
Doaks se encoge de hombros.
—Tienen cámaras en todas las
habitaciones y en las salidas. Mandan
las imágenes al mostrador de enfermeras
y al puesto de seguridad principal.
—Entonces, ¿nos estás diciendo que
tienen grabado el asesinato? —pregunta
Sevillas.
Danielle contiene el aliento. Doaks
toma un sorbo de café.
—¿Esos idiotas? No, esa cinta está
completamente vacía.
Ella recupera la respiración.
—¿Falló la cámara?
—Más bien, alguien la deshabilitó
—dice él, y la mira con perspicacia.
A Danielle no le importa. Max está a
salvo. Y una cinta en blanco es mejor
que el hecho de que todo el jurado vea a
Max con el peine en la mano. Por lo
menos, la situación no es peor que hace
unos minutos. Ella decide no pensar en
lo rápidamente que ha sopesado la
posibilidad de que esa cinta muestre a
su hijo matando a Jonas. Cuando todo
aquello termine, tal vez esa sea la
trágica verdad. Tal vez sea ella la que
está loca por negar la culpabilidad de
Max, cuando las pruebas lo señalan de
una manera abrumadora.
Doaks extiende el segundo dedo en
el aire.
—Pero, según Barnes, las cintas que
tienen son reveladoras. Max, a la caza
del difunto y perdiendo la chaveta por
las noches; usted, negando todo lo que le
dicen los médicos. Pida algo; lo tienen
—afirma el hombre, y mira a Danielle
—. Necesitamos verlas todas. Juntos.
Ella asiente.
—Escuchad, tengo que deciros algo.
Creo que vi a alguien fuera de la ventana
de la habitación de Jonas mientras yo
estaba allí.
Sevillas se inclina hacia delante con
una mirada ávida.
—¿Quién era?
—No pude verle la cara. Fue solo
una mancha de color, un borrón —
explica Danielle, agitando la cabeza—.
Lo siento. Solo podía concentrarme en
Jonas y en Max.
Tony la observa con perplejidad.
—¿Y por qué no nos lo habías dicho
antes?
—Porque no estaba segura.
—¿Y ahora sí lo estás?
—Lo
suficiente
como
para
mencionarlo.
Doaks y Sevillas se miran. Doaks se
dirige hacia la cafetera.
—Bueno, eso no sirve de mucho.
Danielle se irrita.
—Demuestra que pudo haber alguien
más en la habitación, y que salió
corriendo cuando me oyó llegar.
Él vuelve a su silla, derramando el
café de la taza en el platillo.
—¿Como quién? ¿El jinete sin
cabeza?
—Como la persona que mató a Jonas
y estaba allí para incriminar o matar
también a Max —replica ella, mirándolo
con agudeza—. Y que seguramente me
habría matado a mí también si hubiera
llegado cinco minutos antes.
Doaks alza su taza en un brindis y
sonríe.
—Touché, señora Parkman.
Ella, sin poder evitarlo, le devuelve
la sonrisa.
Suena el teléfono. Sevillas aprieta el
botón y escucha.
—Póngalo al habla —dice. Hay una
ligera pausa—. Sí, soy el abogado de la
señora Parkman. Un momento, por favor.
A Danielle se le acelera el corazón
cuando Sevillas le hace un gesto para
que
tome
el
auricular,
pero
compartiéndolo con él, para que él
también pueda escuchar. Con las manos
temblorosas, ella agarra el auricular
negro.
—¿Max? Max, ¿eres tú, cariño?
—¡Mamá! —responde el niño. La
voz que ella adora por encima de todas
las cosas es tan fuerte, tan real, que casi
puede tocarla. Y, de no ser por lo
horrible de la situación, Danielle piensa
que nunca se ha sentido tan entusiasmada
al oírla—. ¿Dónde estás? ¿Cuándo
puedo verte?
—Shh, cariño, no te preocupes —
dice ella, obligándose a hablar con un
tono calmado—. Todo se va a arreglar.
Estoy aquí, en el despacho de tu
abogado, y estamos trabajando mucho
para sacarte de allí.
—Pero no puedo… —responde
Max, y se le quiebra la voz—. Tengo
miedo, mamá.
—Ya lo sé, Max. Por favor, tienes
que creerme cuando te digo que todo se
va a arreglar.
—Pero ¿por qué creen que yo maté a
Jonas? ¡Tú sabes que no lo hice! ¡Yo no
sé por qué me desperté con toda esa
sangre!
—Cariño, escúchame. ¿Recuerdas
algo de lo que ocurrió ese día? Tienes
que calmarte para que podamos aclarar
esto.
Danielle oye un sollozo por el
auricular, y le da tiempo a Max para que
se calme.
—Lo único que recuerdo es que
estuve dormido toda la mañana. Y antes
de la hora de la comida, creo que
alguien me ató las correas en las manos
y los pies. Volví a desmayarme.
Entonces viniste tú, o el policía me
agarró, y había sangre por todas
partes…
—¿No viste ni oíste a nadie antes de
eso? ¿Te acuerdas de cómo llegaste a la
habitación de Jonas?
—¡No! ¡No me acuerdo de nada! Me
tienen drogado todo el tiempo, y tengo
un lío en la cabeza. De repente me
pongo furioso… me vuelvo loco. No sé
lo que me pasa. Tienes que venir a
buscarme, mamá.
—No puedo, cariño. Hay una orden
de alejamiento contra mí.
—Pero ¿cuándo voy a poder verte?
¿Ni siquiera puedo llamarte?
—En este momento no.
—Entonces, quiero mi iPhone, y mi
ordenador.
—Cariño, si me obligaron a
llevármelos cuando te ingresaron, no
habrá manera de que te permitan
tenerlos ahora.
—Tú hazlo —dice él—. Yo ya me
las arreglaré para llamarte, y para hacer
otras cosas que ellos no sabrán nunca.
—Max…
—Olvídalo, mamá.
Ella suspira. Como algunas personas
con Asperger, Max es un genio de la
informática. Seguramente podría lanzar
misiles nucleares con su iPhone.
—Le pediré a Tony que te lleve el
teléfono la próxima vez que vaya a
verte, pero no creo que sirva de nada.
—¿Sevillas? Es un tipo guay.
Tony sonríe y agarra el auricular.
—Hola,
Max.
Olvídate
del
ordenador y del iPhone. La jueza ya está
lo suficientemente mosqueada, y no me
voy a jugar el trasero para que tú puedas
navegar por Internet.
—Bueno —dice Max—. El iPhone
es un ordenador, así que no necesito el
portátil —explica. Hay una pequeña
pausa—. Mira, tengo mi Game Boy. Las
dos cosas son negras. Podemos
intercambiarlas —propone. Hay otra
pausa, y susurra—: Viene la Gestapo —
espera un poco, y después de unos
momentos, vuelve a hablar—. Ya se han
marchado.
Danielle le quita el auricular a
Sevillas.
—Max, tengo que preguntarte esto
otra vez. Es muy importante. ¿Por qué
querías pegar a Jonas?
—¡No quería! —gruñe él—. Mira,
mamá, ese chico era muy raro, pero a mí
no me importaba nada.
—Ya hemos hablado de esto más
veces. ¿No te acuerdas de lo que pasó
en la unidad ese día, y cuando yo me fui
a Nueva York? Y el hospital tiene
anotaciones de otros… incidentes —le
dice Danielle, y respira profundamente
—. Necesito saber la verdad.
—¿Por qué sigues haciéndome esas
preguntas tan estúpidas? —grita él con
rabia—. ¿Es que todo el mundo se ha
vuelto loco?
—Cálmate, cariño, sólo estoy
intentando… —balbucea Danielle. De
repente hay un sonido suave—. ¿Max?
¡Max!
—Señora Parkman —dice alguien.
Danielle oye la voz de la enfermera
Kreng, que añade—: Esta conversación
ha terminado.
Danielle se enfurece.
—Ponga a mi hijo al teléfono
inmediatamente.
La enfermera responde con calma.
—Tengo autoridad para interrumpir
las conversaciones telefónicas si el
paciente se altera. Adiós, señora
Parkman.
La comunicación se corta. Danielle
se gira hacia Sevillas.
—¡Me ha colgado! Tony, Max…
Tony cuelga el auricular. Danielle se
tapa los ojos con las manos y solloza.
Tony la abraza con fuerza. Ella no puede
dejar de llorar. No puede soportar la
situación. Aprieta la cara contra el
pecho de Tony hasta que los latidos de
su corazón la calman un poco. Alza la
vista y Tony le toma la cara entre las
manos, y la mira con sus ojos cálidos.
Antes de que ella pueda decir nada, él la
besa con ternura.
—Todo se va a arreglar —le dice,
con las mismas palabras que ella le ha
dicho a su hijo—. Yo te cuidaré. Os
cuidaré a los dos.
Ella asiente. No consigue decir
nada. Tony la lleva hasta su silla.
Cuando está sentada, Danielle mira a
Doaks. El detective tiene las cejas
arqueadas, como queriendo decir: «Así
están las cosas».
—Bueno —dice Sevillas—, vamos
a empezar.
Danielle se frota los ojos. Tiene que
controlar lo que siente, o no podrá
ayudar a Max. Respira profundamente y
asiente.
Sevillas habla con energía.
—¿Recuerda algo, Danielle?
Ella niega con la cabeza.
—No.
Doaks sonríe.
—Aquí es donde intervengo yo. Si
lo hizo otra persona, la encontraré.
Ella asiente.
—Se lo agradezco.
—Muy bien. Ahora, escuche —
prosigue Doaks—. Barnes me dijo una
cosa que no me cuadra. Después del
asesinato, registraron la habitación de
Max, y tengo algunas preguntas sobre lo
que encontraron.
—¿Como por ejemplo? —inquiere
Sevillas.
—Como por ejemplo, ¿por qué
encontraron la cadena con la medalla de
St. Christopher de Jonas debajo de la
almohada de Max?
A ella se le encoge el corazón. Ni
siquiera recuerda que Jonas tuviera una
medalla. Respira hondo.
—Alguien debió de ponerla ahí.
Alguien que quería inculpar a Max.
—¿Tenía
huellas?
—pregunta
Sevillas.
—Todavía no lo sé, pero seguro que
ellos nos lo van a decir si lo averiguan.
Y eso no es todo —dice el detective. Se
saca un pedazo de papel arrugado del
bolsillo de la camisa y se lo entrega a
Danielle. Ella lo toma con las manos
temblorosas, lo extiende y lo lee. La
impaciencia y la incredulidad le
atenazan la garganta.
Sevillas se inclina hacia delante con
curiosidad.
—¿Qué es, Doaks?
—Una hoja de la historia clínica de
Jonas. La encontraron debajo del
colchón de Max.
—¿Y qué dice?
—Es una copia del horario de la
víctima. Del día del asesinato.
Dieciocho
Danielle mira ciegamente los platos
de papel vacíos. Han terminado de
comer. Ella ha hecho todo lo posible por
contarles a Sevillas y a Doaks lo que
ocurrió en Maitland, incluidas sus
sospechas sobre el tratamiento que
estaban recibiendo Max y Jonas en
Maitland. Habla de la sobredosis que le
administró Fastow a Max, del uso de las
correas que hacen en secreto, de su
negativa a permitirle a ella que
participara en el proceso, y finalmente,
el hecho de que le prohibieran ver a su
propio hijo. Subrayó que Max había
estado deprimido, pero que no había
sido violento, y que su estado se había
deteriorado drásticamente después de
ingresar en Maitland.
Lo que le preocupa de verdad es lo
que no les ha dicho.
Ha omitido el comportamiento
violento que Max tuvo con ella, y los
comentarios perjudiciales que había
leído en el ordenador, por no mencionar
que había cometido un delito al colarse
en Maitland y hurgar en su sistema
informático. Tiene que recordarse
constantemente que no debe exponerse a
que la acusen de otro delito más,
revelando cosas que no debería saber.
El Estado ya tiene suficiente cuerda para
colgarla.
La omisión más importante, por
supuesto, es que halló a Max en el suelo,
acurrucado entre sangre, con el arma
homicida en la mano. Eso se lo llevará a
la tumba.
Sevillas y Doaks han vuelto del
servicio. Ella se pregunta por qué
parece que los hombres siempre
mantienen sus conversaciones más
importantes mientras están en un
urinario. En aquella ocasión, está claro
que han estado repasando la historia que
ella les ha contado. Para ver si se la
creen. Para ver si pueden construir una
defensa con esa base.
Sevillas se sirve otra taza de café
antes de acercarse a ella. Doaks se deja
caer en su silla y pincha los restos de su
empanada con el tenedor. La caja negra
está en un extremo de la mesa de
reuniones, esperando.
—Bueno —dice Sevillas—, ya
hemos analizado sus pruebas. Hemos
oído tu versión. Lo que no hemos tratado
todavía es si tienes alguna idea de quién
podría haber hecho esto.
Danielle siente sus ojos clavados en
ella. Se obliga a olvidar a Max y a
pensar como una abogada.
—Creo que debemos tener en cuenta
que puede haber sido cualquiera.
Tenemos que explorar todas las
posibilidades, investigar a todos los
empleados, desde el conserje hasta los
médicos, a cualquiera que tenga
antecedentes violentos y que tuviera la
oportunidad de estar allí, aunque no
sepamos si tiene o no tiene un móvil.
—Buena idea —dice Sevillas.
—También deberíamos pedir los
expedientes de otros pacientes que
estuvieran en la unidad, y que tuvieran
tendencias
violentas
—prosigue
Danielle—. Recordad lo que os conté
sobre esa chica, Naomi, que estaba
presente cuando Max tuvo el…
altercado con Jonas, y a la que tuvieron
que sacar a rastras de la habitación. Era
muy rara y violenta, por no mencionar
que era cinturón marrón de kárate. Los
enfermeros pueden testificarlo. Y ella
misma me contó que corta a la gente.
Necesitamos su historia clínica y la
información sobre su pasado. Además
hay un chico llamado Chris, que le
rompió el brazo a su madre, aunque solo
lo he visto una vez en la unidad. No
estoy segura de si sigue allí. Para estar
seguros, creo que deberíamos pedir los
registros y las historias médicas de
todos los pacientes de la unidad. Estoy
segura de que se negarán alegando el
secreto médico, pero tenemos derecho a
conocer los detalles de quienes estaban
en la unidad ese día, y también si sus
historias
psiquiátricas
incluyen
violencia de algún tipo.
Sevillas asiente.
—¿Y la madre del niño? ¿Hay
alguna prueba de que haya tenido
comportamientos violentos con su hijo?
—No —dice ella, pero entonces se
queda callada. Danielle no ha
presenciado nada que le haga pensar ni
siquiera remotamente que Marianne
sintiera nada malo por Jonas. De hecho,
su impresión es exactamente lo
contrario. De todos modos, tiene que
encontrar otros sospechosos para
desviar la investigación de Max. Odia lo
que está a punto de hacer, pero no tiene
más remedio—. No podemos ignorar a
nadie en este punto. También me gustaría
hablar sobre mi participación activa en
la investigación.
Doaks arranca una hoja de su
cuaderno y niega con la cabeza.
—No se ofenda, pero llevo en esto
desde hace muchos años, y no hay
manera de que acepte que alguien se
inmiscuya en mi parte del show.
Sevillas aparta la mirada y tose,
pero Danielle alcanza a ver su sonrisa.
Se gira hacia Doaks.
—Entenderá usted que lo que está en
juego aquí es la vida de mi hijo. Yo no
voy a interferir, pero tengo información
que usted no tiene, y hay mucha gente
con la que hablar, y a la que seguirle el
rastro.
Doaks agita la mano huesuda.
—Ni hablar. Tal vez no lo parezca,
señorita, pero yo tengo todo lo que
necesito, aquí mismo —dice, dándose un
golpecito en la sien con el dedo—. No
he precisado ayuda en treinta años, y soy
muy viejo para empezar ahora.
—Vamos,
Doaks
—interviene
Sevillas—. Por una vez tienes una
clienta lista. Es la mejor fuente de
información que tenemos. Tal vez pueda
ayudarte. Además, así la mantendré
alejada de la faceta legal.
Doaks fulmina a Sevillas con la
mirada.
—Tú no te metas en esto.
Sevillas mira a Danielle.
—¿Prometes que no vas a
inmiscuirte en los asuntos de Doaks?
—Por supuesto —dice ella.
—Entonces, búscate otro detective
—zanja Doaks. Toma su cuaderno y
comienza a levantarse de la silla.
—John, no podemos olvidar por qué
estamos aquí —dice Sevillas, y lo mira
significativamente.
—No me presiones, Tony. No me
importa lo que hicieras para sacar a
Madeleine de ese sitio. Ya usaste ese
comodín hace mucho tiempo —responde
Doaks. Vuelve a sentarse, y mira a
Danielle, que ha presenciado aquella
conversación en silencio, consciente de
que está llena de un significado que ella
no
comprende—.
Mire,
señora
Parkman…
Ella le sonríe.
—Llámeme Danielle, por favor.
—Sí, sí, Danielle —murmura él—.
Si vas a meterse en mis cosas, tenemos
que poner unos límites claros. Líneas
que no puedes cruzar.
—Tienes razón —dice ella—. ¿Qué
me sugieres?
—Hay algunos sitios a los que no
vas a ir. Y hay algunas cosas que tengo
que hacer solo, como por ejemplo
entrevistar a los testigos importantes.
Ella asiente.
—No es nada personal —continúa él
—, pero tengo contactos que me
estropearías si alguien supiera que yo
estoy…
—¿Escuchando lo que opina una
mujer?
—No —responde él con irritación
—. Esto no es una cuestión de
machismo. Lo que pasa es que mis
confidentes saben que trabajo solo. Por
eso confían en mí.
Sevillas mira a Danielle.
—Seguro que la señora Parkman
respetará tu relación con las fuentes, y
se esforzará en preservar tu reputación
impecable.
Doaks le lanza una mirada de
maldad.
—No estaba hablando contigo,
idiota. Si quieres saber lo que está
pasando, vas a tener que hablar con tu
cliente.
Sevillas se pone serio al mirar la
caja negra.
—Vamos a ver lo que tenemos.
Danielle observa a Doaks mientras
él saca una navaja del bolsillo y abre la
tapa de la caja. Sevillas mira a Danielle.
—Nada de lo que hay en esa caja va
a ser bueno. Tú eres abogada, y tal vez
creas que no te va a afectar como le
afectaría a un profano en la materia. No
es así.
Ella nota una presión en la garganta.
Asiente.
Doaks saca un taco de papeles de la
caja. Mientras los mira, se los va
pasando a Sevillas, que hace lo propio y
se los da a Danielle. Doaks murmulla
mientras observa los documentos.
—Aquí no hay mucho. El informe es
muy incompleto. Hay algunos diagramas
de la escena del crimen, pero no adjunta
la autopsia, ni los análisis del
laboratorio.
Danielle se pone de puntillas y mira
por encima del hombro de Sevillas. Lo
que ve es algo que ha estado intentando
borrarse de la memoria; salpicaduras de
sangre, paredes manchadas, la cama
ensangrentada. Cierra los ojos. Cuando
los abre de nuevo, ve los ojos vidriosos
de Jonas mirándola. Se le encoge el
estómago. Danielle se obliga a estudiar
aquellos
primeros
planos.
Hay
punciones pequeñas, pero horrendas, en
ambos
antebrazos.
Se
muestran
diferentes
ángulos
del
cadáver
ensangrentado. Jonas tiene agujeros
profundos en los muslos, y rasgaduras
oscuras y sanguinolentas a ambos lados
de los genitales. Y un corte junto a la
arteria femoral.
Doaks señala aquello.
—Parece que la mayoría de la
sangre proviene de aquí —dice, y les
muestra imágenes de las salpicaduras
que hay en la pared y en el techo. Silba
en voz baja.
A Danielle se le revuelve el
estómago. Vuelve a su silla, que está al
otro extremo de la mesa, lejos de la
caja. Respira profundamente varias
veces y se concentra en los papeles que
tiene delante. Los va colocando en
grupos
ordenados.
Aquello
la
tranquiliza, y cuando Sevillas le entrega
el montón de fotografías de la escena del
crimen, es capaz de mirarlas casi con
indiferencia.
Las observa una por una, y se
estremece al
ver
la camiseta
ensangrentada de Max y el contenido de
su propio bolso. Hay algo que le
produce inquietud. Abre mucho los ojos,
y vuelve a mirar las fotografías una por
una.
—No está aquí —susurra—. Oh,
Dios mío, no está.
—¿El qué? —pregunta Doaks.
Sevillas rodea la mesa y se acerca a
ella.
—¿Qué ocurre, Danielle?
Ella le da las fotografías.
—El peine.
Sevillas repasa las imágenes junto a
Doaks.
—¡Vaya!
—Dios mío —dice Doaks—.
Debería haber un millón de fotografías
de ese peine. De antes de que alguien lo
guardara en una bolsa y clasificara las
pruebas, y mucho antes de que lo
enviaran a la central.
Sevillas cabecea.
—Tiene que ser una casualidad. No
es posible que lo hayan pasado por alto.
Debe de ser que no nos han entregado
todas las fotografías.
—Sí —dice Doaks—. O el fotógrafo
era un completo inútil, o algún idiota de
la oficina del fiscal se olvidó de
incluirlas en la caja.
—¿Y si no es un error? —pregunta
Danielle.
Doaks se ríe.
—Eso significaría que sería mucho
más fácil componer esta defensa.
Significaría que uno de los chicos de
Barnes la ha pifiado a base de bien.
Sevillas le devuelve las fotografías
a Danielle.
—No te hagas ilusiones, Danielle.
Tienen el peine. Aunque se les hubiera
olvidado fotografiarlo, los policías
testificarán que lo encontraron cuando
registraron tu bolso. Seguramente,
alguien lo guardó en una bolsa muy
pronto para protegerlo, y por eso no
aparece en las fotografías.
—Creo que después me voy a pasar
por el Departamento de Policía de Plano
para asegurarme —dice Doaks—. No os
podéis imaginar las cosas tan raras que
han pasado en ese sitio.
—Claro. ¿Qué mal puede hacernos?
—dice Sevillas. En ese momento suena
el
teléfono.
Después
de
una
conversación en voz baja, cuelga y se
vuelve hacia Danielle.
—¿Qué ocurre, Tony?
—Han llamado del juzgado —dice
él—. La jueza nos ha denegado la
petición. No puedes ver a Max.
Ella nota una punzada de dolor en el
corazón.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Hasta después de la vista.
Danielle se da la vuelta mientras las
lágrimas se le derraman por las mejillas.
Sevillas mira a Doaks.
—Vamos a seguir.
Doaks toma su cuaderno.
—Está bien. Tenemos los registros
informáticos de las entradas y salidas de
Danielle, incluyendo las del día del
asesinato. Tenemos los registros de
Max; vamos a ver lo que dicen —
sugiere, y los busca por la caja. Después
empieza a leer—:
«Paciente sufre aumento de
agitación y alucinaciones…
Paciente
violento
2:00
madrugada/
precisa
inmovilización…».
Danielle respira profundamente y se
gira hacia ellos.
—¿Quién ha escrito esas notas?
Doaks mira una de las páginas.
—Una enfermera… ¿Krang?
—Kreng —dice ella, y mira a
Sevillas—. Puedo explicarlo.
Sevillas alza una mano.
—Después analizaremos eso.
Pasan las siguientes horas revisando
el contenido de la caja negra. Danielle
tiene que apretar los dientes cuando
Doaks lee las anotaciones de Reyes–
Moreno, que detallan el comportamiento
psicótico de Max, de un Max a quien
ella no reconoce. El fiscal del distrito
debe de haber hecho su agosto en
Maitland.
Para en seco al ver una serie de
anotaciones que describen varios
episodios violentos entre Max y Jonas.
Por esas anotaciones es imposible saber
quién provocó esos enfrentamientos,
aunque se da a entender que fue Max, y
que Jonas tuvo que defenderse. Ella no
lo cree. De haber sido así, Marianne
habría hablado con ella. Observa la
historia clínica de Max. Hay una
anotación hecha por la enfermera que
estaba de servicio el día del asesinato.
Paciente inmovilizado con
correas. Permanece en su
habitación durante la hora de
la comida.
Danielle suspira de alivio. Vuelve a
prestar atención a Doaks y a Sevillas,
que están hablando sobre lo que la
policía encontró en la habitación de
Max.
—Estoy pensando una cosa —dice
Sevillas—. Vamos a pedir la
impugnación de todas las pruebas que
encontraron en la habitación de Max.
Tenían mucho tiempo para poner a un
oficial de policía en la puerta del cuarto
y pedir una orden de registro. Han
alegado que las circunstancias eran
apremiantes,
pero
nosotros
argumentaremos que el tribunal debe
rechazar ese argumento —explica, y se
encoge de hombros—. Merece la pena
intentarlo.
Tony se pone en pie y se estira.
Debajo de sus ojos han aparecido las
primeras señales oscuras de fatiga, y
tiene la sombra de la barba en la
mandíbula. Parece que es el único que
no se ha dado cuenta de que el sol se
está poniendo por el horizonte.
—Doaks, el informe del forense no
está aquí.
—He pensado en ir a ver al viejo
Smythe a primera hora de la mañana.
—Muy bien —dice Sevillas—.
Entonces quiero que pases por la policía
y averigües lo que puedas, sobre todo en
relación a ese peine.
—Ya he dicho que lo voy a hacer —
refunfuña el detective.
—También quiero que pidas unos
análisis de sangre para Max —dice
Danielle—. Tengo la sospecha de que la
medicación que le están dando
contribuyó a su desequilibrio en
Maitland, y tal vez causó su…
comportamiento violento.
Sevillas la mira fijamente. Danielle
baja la cabeza. Ha admitido que Max
tuvo un comportamiento violento, fuera
cual fuera la causa, y eso implica que tal
violencia pudo llevarlo al asesinato.
Es la primera vez que ha sugerido,
aunque sea implícitamente, que cabe la
posibilidad de que Max matara a Jonas.
—No espero que Maitland colabore
—dice Sevillas—, pero incluiré la
petición en nuestro requerimiento de
pruebas. Seguramente no conseguiremos
el permiso hasta que la jueza lo decida
en la vista.
—Le pedí a una amiga mía que
investigara a Fastow, el farmacólogo
que le administró la sobredosis a Max,
pero ella solo ha podido averiguar que
su último trabajo fue en Viena, donde
estaba investigando sobre psicotrópicos.
Creo que deberíamos hacer una
investigación más minuciosa sobre su
pasado.
Sevillas la mira.
—¿Sospechas que la sobredosis fue
intencionada?
—No lo sé. No pondría la mano en
el fuego, pero Fastow tiene algo malo.
—¿Por qué lo crees?
—Me lo dice el instinto.
—¿Algo más objetivo que eso?
—No.
Sevillas asiente a Doaks, que toma
nota.
—Con el argumento de que es
demasiado antipático como para no ser
culpable, ¿no?
Sevillas se frota la nuca.
—También me he dado cuenta de
que sólo tenemos parte del informe de
Max, y nada de la historia clínica de la
víctima. Si están intentando crear un
móvil introduciendo pruebas de
violencia entre Max y Jonas,
necesitamos
ambos
expedientes
completos.
Danielle guarda silencio. Si Sevillas
consigue la historia de Max a través de
una solicitud, ella no tendrá que admitir
que entró ilegalmente en el sistema
informático de Maitland para poder
justificar su afirmación de que el
hospital ha debido de tener algo que ver
con la muerte de Jonas. Tal vez, cuando
Tony vea las extrañas anotaciones que
hay en la historia de Max y las compare
con el chico a quien ha conocido,
entienda el motivo de su furia contra
Maitland, por el trato que le ha
dispensado el hospital a su hijo.
Doaks se acomoda en la silla.
—Se me ocurren varias cosas. Si
tienen el peine, quiero verlo. Y también
quiero visitar a esa mujer, a la
enfermera Krang.
—Kreng —dice Danielle—. Te
acompañaré. Tengo mucha información
que tú desconoces.
Doaks le lanza a Sevillas una mirada
venenosa, y se vuelve hacia Danielle.
—¿Te acuerdas de esas cosas que
tengo que hacer solo? Pues este no es un
buen motivo para que nosotros
fortalezcamos nuestros vínculos.
—Danielle, es evidente que no
puedes acercarte a Maitland —dice
Sevillas—. Y de todos modos, dudo que
la enfermera hable con Doaks. No tiene
por qué hacerlo, si no quiere.
—Claro que hablará conmigo —dice
Doaks sonriendo—. Tengo mis encantos.
—Pero Danielle también tiene razón
en lo de querer prepararte —dice
Sevillas.
Doaks mira al cielo.
—¿Por qué yo, Señor?
Danielle se cruza de brazos y
espera. Doaks suelta un gruñido.
—Está bien, está bien. Te recogeré a
las siete en punto, y por el camino
puedes ir hablándome de Kreng. Voy a
aparcar lejos de Maitland, y tienes que
prometerme que te vas a quedar en el
coche hasta que haya terminado.
Danielle sonríe.
—Claro.
—Me temo que tengo más noticias
malas —dice Sevillas, y señala unos
documentos que hay sobre su escritorio
—. La fiscalía ha pedido que se te retire
la libertad bajo fianza. Quieren que se
discuta durante la vista preliminar.
—¿Y con qué argumentos?
Sevillas se encoge de hombros.
—Parece que tienen una información
de la que no disponían en el momento en
que la jueza te concedió la libertad bajo
fianza.
Danielle piensa febrilmente. ¿Es
posible que hayan averiguado que se
coló en el hospital y accedió ilegalmente
al sistema informático?
—¿Y cómo podemos enterarnos de
lo que tienen?
—Intenta no pensar en ello,
Danielle. Necesito que sigas razonando
como una abogada de modo que
podamos hacer un buen plan de defensa.
Danielle asiente. Sin embargo, el
pánico se ha apoderado de ella. Tiene
que seguir fuera de la cárcel. Si la meten
entre rejas, ¿cómo va a dirigir la
investigación? Y de ser necesario,
¿cómo va a encontrar otro sospechoso
para el jurado?
La cruda verdad de ese último
pensamiento le hiere el corazón. En
algún momento ha vacilado en su
absoluta convicción de que Max es
inocente. Se ha visto obligada a aceptar
que Max ha podido matar a Jonas,
aunque se deba a la medicación o a otra
cosa.
Sin embargo, hará lo que sea
necesario para liberarlo.
Diecinueve
—Bueno —dice Sevillas—, creo
que ya lo hemos visto todo.
—Dios, eso espero —responde
Danielle, y se masajea la nuca después
de pasar otra agotadora mañana de
preparación. En algún momento,
Sevillas ha decidido permitir que
participe en el aspecto legal del caso.
Ella no pregunta el porqué.
—Bien, este es el plan —dice él—.
Vamos a averiguar todo lo que podamos
antes de la vista, para poder ir con
tranquilidad. Haremos trizas todos los
documentos de que disponga el Estado,
y como el propósito de esta vista es que
la jueza decida si el Estado tiene
suficientes argumentos como para
revocar tu libertad bajo fianza, el fiscal
del distrito tendrá que presentar testigos
clave y expertos, para que demuestren
de qué color es su ropa interior, como
diría nuestro buen amigo John Doaks.
Ella asiente.
—Y así podemos debilitar la
posición de la fiscalía antes del juicio.
Lo mejor es que tendremos una
estupenda oportunidad de conocer la
situación de antemano.
—Y todo esto tendrá lugar antes del
juicio —añade Sevillas—. La jueza lo
oirá todo sola. No tendremos que
preocuparnos por el jurado mientras
conocemos con detalle la acusación del
Estado.
—¿Cuándo crees que fijará la jueza
la audiencia?
Sevillas se encoge de hombros.
—Supongo que tardará un poco,
pero no nos vendría mal comprobarlo en
el juzgado, para ver dónde estamos.
Se da la vuelta y murmura algo en el
teléfono.
La puerta se abre y entra Doaks.
Saluda a Danielle y deja una bolsa
blanca de papel con manchas de grasa
sobre la mesa de reuniones de Sevillas.
—Buenos días a todo el mundo —
dice.
Se deja caer sobre una silla y
extiende una servilleta que parece tan
grasienta como la bolsa. Después saca
una hamburguesa enorme e intenta
ponerle mostaza de un sobrecito, pero la
mostaza le cae en los pantalones en vez
de caer entre el pan. Danielle sonríe
disimuladamente. Está empezando a ver
lo que hay detrás de la dura fachada de
Doaks. Seguro que es tierno, pero
prefiere que le peguen un tiro antes que
admitirlo.
Sevillas lo mira a él, y después mira
a Danielle.
—Bueno, ¿has averiguado algo en la
comisaría?
—Tranquilo,
Sevillas.
Estoy
comiendo —dice Doaks. Mastica un
pedazo de pepinillo y se extiende la
mancha de mostaza en el pantalón. Tiene
el pelo muy revuelto, como si acabara
de salir de un tsunami. Cuando habla por
fin, tiene la boca llena de hamburguesa
sin masticar. La última patata frita
desaparece—. Me vais a besar los pies
por esto. No tienen fotos del peine
porque esos idiotas lo han perdido.
Sevillas se inclina hacia delante.
—¿Estás seguro?
Doaks gruñe.
—Sí, demonios, estoy seguro.
Barnes todavía está tambaleándose por
la bronca que le ha echado el jefe esta
mañana. Y eso, sin tener en cuenta lo
que va a hacer el fiscal del distrito
cuando lo sepa.
Danielle se siente eufórica.
—¿Y cómo lo han perdido?
—Algún novato se encargó de
transportar las pruebas hasta la
comisaría —dice Doaks, encogiéndose
de hombros—. Lo perdió, simple y
llanamente. Supongo que se le cayó por
el camino.
—Pero si lo han perdido, no pueden
cumplir con la carga de la prueba, ¿no?
—No te hagas demasiadas ilusiones
—dice Sevillas—. Lo encontrarán.
Siempre lo consiguen.
—Sí, pero de todos modos, es
estupendo poder reírse del fiscal del
distrito durante un rato —dice Doaks, y
se sirve una taza de café solo—. Y
aparte de eso tengo otra noticia que
demuestra lo magnífico detective que
soy.
—No nos tortures —le pide
Sevillas.
Doaks vuelve a su silla y se
acomoda.
—Pues, estaba caminando por el
pasillo del Departamento de Policía,
ocupándome de mis asuntos, cuando voy
y me encuentro con… Te acuerdas de
Floyd J., ¿verdad, Tony? —le pregunta a
Sevillas. Sevillas hace un gesto negativo
—. Claro que te acuerdas. El conserje.
Ese tipo bajito que tiene un poco de
cojera. Lleva allí mil años.
—Ah, sí.
—Bueno, pues Floyd J. y yo
estábamos
poniéndonos
al
día,
charlando, cuando le cuento que estoy
trabajando en el caso de Maitland. Y de
repente pone cara rara. Cuando le
pregunto que qué pasa, toma la escoba y
me agarra del brazo, y en secreto me
lleva hasta la sala de reuniones. Ya
sabes, esa que tiene un ventanal grande
con persianas.
—Sí, sí.
—Así que Floyd J. comienza a
contarme en voz baja que las cosas no
son como deberían ser, y que a él nadie
le hace caso porque solo es un conserje
y todo eso. Y entonces va y abre la
puerta y me deja entrar. Y me dice que
va a hacer guardia hasta que vea lo que
está pasando allí —dice, y se queda
callado.
—Vamos, Doaks —le insta Sevillas
—. Esto no es Los Soprano, ¿sabes?
—Eso es lo que tú te crees. En
cuanto se cierra la puerta voy y enciendo
la luz. Y no te imaginas el uso que le
están dando a la sala de juntas.
—No, no me lo imagino.
Doaks sonríe.
—Como sala de secado, ni más ni
menos.
Sevillas abre unos ojos como platos.
—Ah, ahora estás empezando a
entenderlo —dice Doaks—. Y eso que
todavía no sabes lo que había allí.
—¿Qué es una sala de secado? —
pregunta Danielle.
Doaks se gira hacia ella.
—Esto es Plano, señora. Nunca
cambia. Verás, las pruebas hay que
manipularlas con muchísimo cuidado.
No puedes meterlas en una bolsa de
plástico y ponerles la etiqueta sin más.
Hay que transportarlas rápidamente
desde la escena del crimen, en bolsas de
papel para que no creen moho, y
después, ponerlas en un sitio adecuado
para que se sequen. En las ciudades
grandes hay una sala especial para eso,
con ventiladores e instrumentos de alta
tecnología para secar sangre, semen,
orina, vómitos… todos los ingredientes
que hay en una buena escena del crimen.
En agujeros como Plano, cuelgan las
pruebas donde encuentran un gancho.
Hoy era la sala de juntas. Mañana será
el retrete.
Sevillas rodea su escritorio. Está
mirando a Doaks con suma atención.
—¿Y qué viste, John?
—Ah, ahora soy John, ¿eh? Bueno,
te diré lo que vi. Sábanas
ensangrentadas, toallas y otras cosas que
solo podían ser de la escena del crimen
de Maitland. Estaban extendidas sobre
sillas, y colgadas de las paredes —dice
Doaks con un guiño para Sevillas—. Y
ahora viene lo bueno. Empecé a moverlo
todo con el lapicero, y, ¿sabes lo que vi
entre las cosas ensangrentadas? La
medalla de St. Christopher, las sábanas
llenas de sangre de Jonas, la ropa de
Max y otras cosas de su habitación…
—Jesús —susurra Sevillas.
—Jesús, María y José, gracias —
dice Doaks.
—Las
pruebas
se
están
contaminando unas a otras.
Danielle alza la mano.
—Un momento. ¿Qué significa eso
legalmente?
—Significa que podemos impugnar
todas esas pruebas —dice Sevillas—.
Es una metedura de pata garrafal.
Doaks sonríe.
—Tampoco es para tanto, teniendo
en cuenta que son los idiotas de Plano.
Sevillas frunce el ceño.
—Pero no podemos probarlo. No
podemos decir que decidiste meterte en
su sala de pruebas y sacarte a testificar
sobre lo que viste.
La sonrisa de Doaks se ensancha.
—Ahí es donde entra en juego mi
genio —dice, y se mete la mano en el
bolsillo—. Justo ayer decidí que iba a
necesitar algo de alta tecnología para
este caso. Así que me compré un
teléfono móvil, y uno de estos —
explica, y muestra algo muy fino, del
tamaño de una tarjeta de crédito gruesa.
—¿Qué es? —pregunta Danielle.
—Una cámara, ¿te lo puedes creer?
—responde Doaks. Enfoca a Danielle,
aprieta un botón, y el flash relampaguea
—. Así que, mientras estaba allí, me
acordé de que tenía esta maravilla en el
bolsillo, y saqué un montón de fotos. Es
digital, así que no lleva carrete. Una
señora del Walgreen me dijo que me las
revelaría en papel en una hora. Me dijo
que podía enviármelas por correo
electrónico, pero yo no quiero saber
nada de los ordenadores. Me ponen
enfermo.
Danielle agita la cabeza.
—Pero de todos modos, no sirven
como prueba.
—Demonios, os entrego el diamante
de la Esperanza y vosotros me decís que
no tiene exactamente el color azul que
queríais —dice él, rascándose las
patillas blancas. Entonces se detiene y
chasquea los dedos—. Ya lo tengo.
Floyd J. puede testificar.
—¿Y arriesgarse a perder el
empleo? —pregunta Sevillas.
—Lo va a dejar de todos modos —
responde Doaks—. Está harto. No tiene
derecho a ninguna prestación, ni siquiera
a una pensión. Testificará si se lo pido.
Sevillas asiente y lo anota en su
cuaderno legal.
—Has hecho un buen trabajo, Doaks,
pero vamos a intentar no volver a entrar
ilegalmente
en
ningún
edificio
gubernamental, ¿de acuerdo?
—Fue idea de Floyd J., no mía.
—¿Qué significa todo esto? —
pregunta
Danielle—.
¿Podemos
conseguir invalidar todas las pruebas?
—No es probable —le dice Sevillas
—. Vamos a esperar a ver las fotos antes
de entusiasmarnos. Y ahora, John,
cuéntanos cómo ha ido tu reunión con
Smythe.
—¿Quién es? —pregunta Danielle.
—El forense. Él ha sido el primero
en examinar el cuerpo de Jonas.
Doaks saca su cuaderno y le da un
sorbo a su café. Cuenta lo bueno y lo
malo de su entrevista con Smythe: las
pruebas contradictorias sobre la causa
de la muerte, porque Smythe halló
hemorragia petequial, que son pequeños
puntos de sangre en los ojos, y eso
indica que hubo asfixia, y la arteria
femoral lacerada, lesión que habría
terminado con Jonas en cuestión de
minutos. Doaks también relata el examen
que ha hecho Smythe de una réplica del
peine, y sus averiguaciones.
—Peor, ¿cómo iba a hacer Max una
agresión así? —pregunta Danielle—.
Jonas pesaba por lo menos diez kilos
más que él.
Doaks cabecea.
—Lo siento, pero ya sabes lo que
van a decir. Van a decir que, una vez que
un psicópata enloquece…
Sevillas se percata de la expresión
de angustia de Danielle.
—Lo que quiere decir Doaks es
que…
—Que puede levantar un tren de
carga si quiere —termina Doaks,
mirando a Sevillas con desagrado—. Y
no me interrumpas.
Danielle continúa.
—Pero ¿por qué iba a querer el
asesino, el verdadero asesino, asfixiar a
Jonas, si ya tenía cortada la arteria
femoral? Eso le habría matado más
rápidamente.
Doaks se encoge de hombros.
—El forense lo achaca a que los
asesinos no siempre piensan con
claridad cuando están matando a
alguien.
—¿Hay heridas defensivas? —
pregunta Sevillas.
—Puede que sí, pero el forense se
inclina a pensar que se las infligió él
mismo. Jonas tenía un historial de ese
tipo, ¿sabes?
Danielle está desanimada.
—¿No hay nada positivo?
—Nunca se sabe lo que podrá tener
Smythe cuando redacte el informe final
—dice Sevillas.
—Ah, sí —interviene Doaks—.
Smythe tenía curiosidad por una cosa
más. Quiere hacer algunos análisis,
porque parece que Jonas tenía niveles
sanguíneos raros.
—¿Y qué significa eso?
Doaks se encoge de hombros.
—Seguramente nada, pero eso le
causó curiosidad, nada más.
Danielle siente una pequeña
esperanza.
—Como ya he dicho, quiero saber
qué medicación estaban tomando Jonas y
Max. Eso podría explicar muchas cosas.
—Pero el hecho de que la víctima
estuviera recibiendo una medicación
adecuada o inadecuada no tiene nada
que ver con cómo fue asesinado —dice
Sevillas.
—Claro que sí —dice Danielle—.
Si existe la posibilidad de que él mismo
se infligiera las heridas, entonces el
estado mental de Jonas a la hora de su
muerte es crítico. Si estaba bajo la
influencia
de
medicamentos
psicotrópicos, esto pudo influir en sus
actos directamente.
—Buena
observación
—dice
Sevillas—. Pero no nos sirve de nada
con las señales de asfixia.
—No es fácil asfixiarse a uno mismo
—murmura Doaks.
Sevillas lo ignora.
—Sí, tal y como plantea Smythe,
Jonas murió por asfixia antes de
desangrarse,
¿cuál
es
nuestro
argumento? ¿Que Jonas se apuñaló a sí
mismo repetidamente, que se laceró la
arteria femoral y que después agarró a
alguien por el pasillo para que lo
asfixiara? ¿Y cómo explica eso la
presencia de Max en su habitación, sin
heridas defensivas, cubierto de sangre
de Jonas?
Danielle intenta no dejar entrever su
frustración.
—De acuerdo, de acuerdo.
Sevillas la mira comprensivamente.
—Vamos a esperar a que Smythe
termine su informe. No te desanimes.
Entonces, hace una anotación en su
cuaderno. Suena el teléfono y él rodea el
escritorio para responder. Con la cabeza
agachada, murmura algo en el auricular.
Sus palabras son inaudibles.
Doaks se pone en pie, se estira y
asiente hacia Danielle.
—Me voy. Lo primero que tengo que
hacer mañana es hablar con Kreng.
—¿A qué hora?
Doaks gruñe.
—¿De verdad me vas a obligar a
que te lleve?
—Sólo iré a acompañarte durante el
trayecto —responde ella—. Quiero estar
segura de que le preguntas algunas cosas
a la enfermera.
Doaks agita la cabeza.
—Me recuerdas a mi hija, ¿lo
sabías?
Danielle lo mira con sorpresa, pero
entonces recuerda que Sevillas la
mencionó cuando ella conoció a Doaks.
—¿Estuvo en Maitland?
Él frunce el ceño.
—Sí. Tuvo una crisis nerviosa, pero
no le vino nada bien ese hospital. Ahora
está bien. Es cabezota, como tú.
—Me tomaré eso como un cumplido.
Él la mira con una inesperada
ternura.
—Lo es.
Ella le dedica una sonrisa de
gratitud.
—Eso significa mucho para mí.
Entonces, ¿nos vemos mañana por la
mañana?
—Estás decidida a amargarme la
vida, ¿no? Ya te he dicho que puedes
venir, pero déjame en paz hasta mañana.
¿Podrás hacerlo?
Ella sonríe.
—Lo intentaré con todas mis fuerzas.
Doaks se va hacia la puerta,
farfullando.
—Mujeres… ¿Es que Dios no tenía
nada mejor que hacer?
Veinte
Danielle observa a cierta distancia a
Doaks, que camina hacia la entrada
principal de Fountainview con su
cuaderno en la mano. El resplandor del
sol está empeorando su dolor de cabeza
dentro del Old Nova del detective.
Cuando baja la visera, las llaves caen al
asiento del conductor. Ella mira a su
alrededor por la calle desierta donde ha
aparcado Doaks, bastante lejos de
Maitland.
Siente pánico e indignación por las
medidas draconianas que ha adoptado el
Estado para amenazar a Max. Mira ese
lugar blanco y perverso en el que Max y
ella comenzaron ese camino tortuoso
que puede llevarlos a los dos a la
cárcel, o a la muerte. Aunque cree que a
Max no le condenarán a muerte debido a
su edad, no sabe qué otra sentencia
puede dictar el jurado. Después de todo,
lo encontraron junto a la cama de Jonas
cubierto de sangre. Ella sabe que, si
estuviera en ese jurado, sin conocer a
Max ni a Jonas, sopesaría la cadena
perpetua.
Danielle coloca la visera en su sitio
de nuevo, con brusquedad. Al diablo
con la orden de alejamiento. No puede
soportar estar tan cerca de Max y no
verlo. Las llamadas vigiladas que les
han concedido no sirven para disminuir
el terror de Max, ni el suyo.
Pasa al asiento del conductor y
arranca el motor. Da marcha atrás
lentamente y toma la vía de servicio que
discurre por detrás de Maitland. Cuando
llega hasta la unidad, apaga el motor y
se recuesta en el respaldo. El sol brilla
con fuerza en el día despejado y azul de
Iowa, y eso significa que la visibilidad
es perfecta. Cualquiera que esté por la
unidad podrá identificarla: una mujer
delgada con un traje pantalón negro y
con un dispositivo de control en el
tobillo. Gracias a Dios, aquella tobillera
no dispone de GPS; Sevillas le ha
explicado que el GPS es muy caro, y que
el condado no puede permitirse su uso.
La tobillera solo se activa si ella intenta
salir de la jurisdicción, del radio de
unos ochenta kilómetros alrededor de su
apartamento. No le impide adentrarse en
la propiedad de Maitland, y Maitland
está dentro de ese radio. Aunque parece
ilógico, es Maitland quien tiene que
darse cuenta de si ella quebranta la
orden de alejamiento e informar de ello
a la jueza, que en ese caso, revocaría su
libertad bajo fianza y le impondría una
multa.
Le asusta ese impulso que la empuja
a arrancar de nuevo y cruzar la frontera
invisible. Con solo pisar el acelerador
podría decidir su futuro. El Estado
puede encarcelarla si la sorprenden.
Pero Max tiene problemas, y algo le
dice a Danielle que la necesita a ella, y
solo a ella.
La gravilla cruje bajo los
neumáticos del coche cuando Danielle
se detiene en el aparcamiento lateral. Ha
elegido esa situación porque espera que
los árboles la oculten mientras intenta
meterse a escondidas en la unidad. Es
una estupidez; lo sabe. La enfermera de
servicio la verá y llamará a la policía.
Intenta pensar con claridad; sabe que no
puede permitir que un impulso como ese
la lleve a la cárcel. ¿Cómo va a ayudar
entonces a Max? Justo cuando está a
punto de salir del aparcamiento, capta
un movimiento. Pisa el freno y mira: uno
de los celadores ha abierto la puerta
metálica con el pie. Está lidiando con un
cubo de la basura industrial, que utiliza
para que la puerta se mantenga abierta.
Grita algo hacia el interior del edificio,
y desaparece. La puerta sigue abierta.
Danielle intenta pensar adónde da
esa puerta en la unidad: da con ello.
Aparca, toma el bolso y camina
rápidamente hacia el edifico, aunque
intentando aparentar calma. Se esconde
detrás de la puerta.
—¡Maldita sea! —grita un hombre
—. Yo tengo que sacar la basura. ¡Dile a
Percy que lo haga él!
Oye que los pasos se alejan de la
puerta. Asoma la cabeza. Nadie. Se
desliza al interior del edificio y entra en
un almacén que está en penumbra. Pasa
entre montones ordenados de sábanas,
toallas y jabón, sin que sus pisadas
hagan ruido en el suelo de cemento. La
puerta que comunica el almacén con la
unidad está cerrada. Contiene el aliento
y gira el pomo. Abre la puerta y sale a
un pasillo. Entre ella y la habitación de
Max solo hay otro dormitorio. Si es que
no lo han cambiado de sitio.
Siente el pulso de la sangre en los
oídos. La adrenalina le recorre las venas
con tanta fuerza que todos los nervios de
su cuerpo están preparados para huir o
luchar. Mira a ambos lados del pasillo y
ve la espalda de una de las enfermeras,
que va en dirección contraria. Las
puertas de las habitaciones de los
pacientes están cerradas. Son las diez en
punto; la hora en que las enfermeras
supervisan a los pacientes en su higiene
diaria: ducha, cepillado de dientes,
vestido. Si el paciente no puede
participar, la enfermera se limita a
cambiarle las sábanas y va a la
habitación siguiente. Danielle no sabe en
qué momento del ciclo están. No sabe
cuándo entrarán en la habitación de
Max, si es que entran, suponiendo que él
siga allí. Pero ya es demasiado tarde
para darse la vuelta. Camina junto a la
pared con la cabeza agachada y se
detiene. Mira por la pequeña ventana.
Está allí. Y está solo.
Vuelve a mirar a ambos extremos del
pasillo y se cuela en la habitación. No
es posible cerrar la puerta por dentro.
Avanza con la espalda pegada a la
pared, por debajo de la cámara. Se quita
la chaqueta y la cuelga sobre la lente.
Max está dormido, y tiene los brazos y
las piernas sujetas con las correas.
Parece que está muy sedado. Ella
desabrocha las correas y lo abraza.
Siente los latidos de su corazón, fuertes
y claros. Él no se mueve. Ella vuelve a
dejarlo sobre la cama y ve unas marcas
moradas en el interior de su codo
derecho. Pinchazos. Se le encoge el
corazón. El delgado brazo de Max tiene
las
señales
torturadas
de
un
heroinómano. ¿Qué le están haciendo?
El pánico la invade, pero se controla
para mantener la cabeza clara.
Mira el mostrador. La hoja de su
historial está allí, además de dos
cápsulas de color azul que ella no
reconoce. Se las mete en el bolso.
Después ve el paquete de una jeringuilla
desechable junto a un tubo de ensayo
con un tapón de goma. Alguien le va a
extraer sangre otra vez, pero ¿por qué?
No tiene tiempo de leer todas las
anotaciones, pero lo que está escrito en
la portada capta su atención. Es el
horario de medicación y de extracción
de sangre. Danielle toma el paquete,
rasga el plástico y saca la jeringuilla.
Toma aire; sabe que aunque ha estado
años viendo a las enfermeras sacarle
sangre a Max, ella nunca lo ha hecho.
Sin embargo, no tiene otra elección.
Tiene que saber lo que le están
haciendo.
Con las manos temblorosas, le
extiende el brazo izquierdo a Max. No
puede soportar clavarle la aguja en el
derecho, que ya tiene suficientes
heridas. Rasga un pedazo de tela de la
camisa que lleva Max, y le hace un
torniquete en el brazo. Cuando la vena
sobresale,
pincha
la
aguja
cuidadosamente y va aflojando el
torniquete. Max gime y la mira
directamente a los ojos, pero no la ve.
Mientras ella observa el líquido rojo
entrando en el tubo de ensayo, Max
parpadea. Ella retira la aguja, aprieta la
diminuta herida con el dedo y le pone el
tapón a la aguja.
Siente miedo por el estupor de Max,
y lo agita suavemente por los hombros.
—Max —dice.
En aquella ocasión, ella percibe
reconocimiento y alegría en sus ojos.
—Mamá.
Le pasa los brazos con fuerza por el
cuello y se deshace en sollozos.
Danielle oye pasos a lo lejos. Toma la
cara pálida y preciosa de su hijo entre
las manos.
—Cariño, lo siento muchísimo. Sé
que esto es horrible para ti, pero te
prometo que no vas a estar mucho más
tiempo aquí. Ahora tengo que
marcharme. Por favor, no te preocupes.
—¡No! —exclama Max, e intenta
abrazarse a ella de nuevo. Habla
arrastrando las palabras—. Mamá, me
están drogando. No sé qué me están
dando, pero me pone furioso, y después
pierdo el conocimiento.
Se incorpora y se frota los ojos. Los
tiene hinchados y enrojecidos.
Danielle le pone una mano en el
brazo y hace que la mire a los ojos.
—Escucha, cariño, ahora no te lo
puedo explicar, pero si me encuentran
aquí me quitarán la libertad bajo fianza
y no estaré libre para poder salvarte.
En la cara de Max se reflejan el
horror y la incredulidad.
—¡Ni hablar! Me voy a vestir y me
voy a ir contigo.
Baja las piernas de la cama e intenta
ponerse en pie, pero no se sostiene. Cae
en brazos de Danielle.
—Mamá, yo…
—Te prometo que te sacaré de aquí
—dice ella, y lo tumba en la cama—.
¿Dónde está tu Game Boy?
Él señala con un dedo tembloroso
hacia el mostrador, y entonces ve que
ella saca su iPhone del bolso y mete el
cargador en un cajón de la mesilla. Él
sonríe débilmente y se aferra al teléfono.
Ella se inclina y le da un beso. Tiene
las mejillas llenas de lágrimas.
—Úsalo para llamarme o mandarme
mensajes. Para decirme que estás bien.
Él está luchando por mantener los
ojos abiertos, por oír sus palabras, pero
está perdiendo la batalla. Ella vuelve a
agitarlo.
—Max, necesito que averigües todo
lo posible de Fastow, de las pastillas
que te dan, de lo que puedas. No sé qué
es lo que contienen, pero creo que tienen
algo que ver con el motivo por el que te
has estado… comportando así.
Él abre mucho los ojos. Empieza a
hablar, pero Danielle lo interrumpe.
—Y no les dejes que te den más
pastillas.
—¿Cómo…?
Ella vuelve a tomarle la cara entre
las manos.
—Guárdatelas debajo de la lengua y
después tíralas por el váter. Te están
poniendo enfermo. Te están drogando.
—Pero ¿por qué, mamá? ¿Por qué
iban a…?
—Hazlo, Max. Por favor. Y finge
que colaboras.
—¿Qué?
Ella agita la cabeza.
—Si no te resistes, no te atarán… —
dice Danielle, pero no puede terminar la
frase porque se le quiebra la voz.
A él se le llenan los ojos de
lágrimas. Le tiemblan los labios.
—No me dejes aquí solo, mamá. No
puedo con esto. No puedo, de verdad.
Ella lo abraza.
—No vas a estar solo. Tony vendrá a
verte cada pocos días. Y su amigo
Doaks también vendrá. Ya he puesto sus
números en tu teléfono. Intentaré que
venga tu tía Georgia, y a ella podrás
verla todo lo que quieras —le dice
Danielle, y mientras lo abraza con
fuerza, solloza sin poder evitarlo—.
Arreglaré esto, te lo prometo. Y tendré
el teléfono encendido todo el tiempo.
Él asiente con resignación. Se le
cierran los ojos de nuevo, pero mientras
se queda dormido sigue aferrado a ella.
Danielle le ata las correas entre
lágrimas y después se libera suavemente
de sus dedos y le tapa con la manta azul
de Maitland. ¿Cómo va a ser capaz de
dejarlo allí?
—Tengo que ocuparme de Max
Parkman. Órdenes de Fastow —dice
alguien por el pasillo.
Danielle se queda paralizada. Toma
su bolso y se tira al suelo, y avanza a
gatas por debajo de la cámara. Consigue
llegar a la ducha; lo último que ve antes
de cerrar la cortina son los restos de la
funda de plástico de la jeringuilla y el
tubo de ensayo sobre la cama de Max. Y
la chaqueta, que ha quedado colgada de
la cámara. Con el corazón en un puño,
reza por que la enfermera no se fije en
ella mientras hace su trabajo en la
habitación.
—Michelle siempre se retrasa —
dice la mujer, justo al lado de la entrada
de la habitación—. Pero a mí nadie me
paga doble por hacer su trabajo.
Danielle contiene la respiración.
Oye entrar a la enfermera. Hay ruido de
actividad, y después un murmullo de
enfado.
—Mira. Saca sangre y lo deja todo
tirado. ¡En la cama del paciente, ni más
ni menos! A Kreng le va a dar un ataque.
Un silencio repentino convence a
Danielle de que la enfermera se ha ido.
Parece que la visión del supuesto error
de su compañera la ha distraído lo
suficiente como para que no se haya
fijado en la chaqueta negra que estaba
colgada de la cámara. Ella vuelve hacia
la cama y mete la aguja y todo lo demás,
incluso el jirón de camiseta de Max, en
su bolso. Se arrastra hacia Max y le da
un beso en la frente pálida y húmeda.
Inspira profundamente. Sigue siendo
Max. Y está vivo. Y ella lo va a sacar de
allí. Se desliza hacia la pared, se agacha
debajo de la cámara y descuelga la
chaqueta desde abajo. Sale de la misma
manera que ha entrado.
Milagrosamente, se las arregla para
llegar al coche de Doaks sin ser vista. O
eso espera. Se agacha en el asiento y
saca el Old Nova, lentamente, del
recinto del hospital. El corazón le late
violentamente por el riesgo que ha
corrido. Por las heridas del brazo de
Max. Por el hecho de saber que tiene
que dejarlo allí. Durante los veinte
minutos siguientes no deja de sudar, con
la mirada fija en el retrovisor,
esperando a que la policía la arreste y
se la lleve.
Como la ladrona que es.
Veintiuno
A la mañana siguiente, Sevillas
ocupa su lugar de costumbre a la
cabecera de la mesa. Doaks se coloca en
la mitad, con los pies sobre el tablero, y
Danielle se sienta junto a Tony,
intentando disimular su nerviosismo.
Sevillas los ha llamado para contarles
lo que ha sucedido durante su reunión
con el fiscal del distrito. Tiene una
expresión severa.
—Bueno, lo más importante es que
creo que el fiscal quiere forzar a
Danielle a aceptar un trato.
—¿Qué quieres decir?
—Quieren hacer un trato. No quieren
llegar a juicio.
—¿En serio? —pregunta Doaks.
A Danielle se le acelera el corazón.
—¿Y por qué? Creía que iban a
querer que se celebrara un juicio por
todo lo alto, sobre todo tratándose de
Maitland.
Sevillas niega con la cabeza.
—Es precisamente por Maitland por
lo que quieren que aceptemos un trato.
Maitland es la institución que
proporciona más empleos en Plano,
Danielle. Un paciente fue brutalmente
asesinado en su habitación, y no había
nadie de vigilancia en la unidad. Otro
paciente, que debería haber estado
inmovilizado con correas, fue hallado
cubierto de sangre, junto al arma
homicida, en la habitación de la víctima.
La demanda civil por negligencia, que
seguramente está preparando el abogado
de la señora Morrison en este mismo
momento, será de millones. Teniendo en
cuenta que el principal sospechoso es
otro paciente sin antecedentes penales,
Maitland no va a recibir muy buena
publicidad de este caso, y su reputación
también será dañada por la demanda de
Morrison. Maitland tiene que proteger
su buen nombre, y rápido.
Doaks se encoge de hombros.
—Tiene sentido.
—No
puedo
creerlo
—dice
Danielle.
—El fiscal está usando la amenaza
de pedir que te retiren la libertad
condicional —dice Sevillas—. Con una
acusación de asesinato, hay muchas
posibilidades de que la jueza les
conceda la solicitud, y te meta en la
cárcel hasta el juicio.
A Danielle se le escapa un jadeo. Si
eso sucede, no podrá encontrar otro
sospechoso. Estará en la cárcel, sin
poder hablar con Max, ni siquiera podrá
asistir a su juicio. Mira con ojos
frenéticos a Sevillas y se prepara.
—Dime lo que quieren.
—Te ofrecen una suspensión del
fallo para las acusaciones de
obstrucción a la justicia y de
encubrimiento.
—Suena demasiado bueno para ser
cierto —dice ella, mirándolo con
intensidad—. ¿Y Max?
Sevillas le toma la mano por encima
de la mesa.
—El Estado aceptará retirar la
acusación contra Max a cambio de que
aleguemos enajenación mental, y
solicitará al tribunal una orden para que
Max ingrese indefinidamente en una
institución privada o estatal, hasta que
se determine que es competente.
—Dios Santo —murmura Doaks.
Danielle ya no siente el contacto
cálido de Sevillas. Se ha quedado
helada.
—Te refieres a Maitland.
Sevillas le toma ambas manos y se
las estrecha. La mira con solemnidad.
—Sí. El fiscal del distrito dejó bien
claro que le pedirán a la jueza que
mantenga a Max en Maitland hasta que
crean que está lo suficientemente bien
como para poder vivir con el resto de la
población. Maitland ha aceptado
hacerse cargo del tratamiento de Max de
manera gratuita, pero solo si los
términos del acuerdo se mantienen en
secreto.
Danielle libera sus manos.
—¿Quieres que les permita encerrar
a Max para siempre en ese manicomio?
¡Ellos son los que le han vuelto loco! —
exclama con la voz trémula—. ¿Y el
hospital público?
—Está en Des Moines, y tiene la
peor reputación del mundo —dice
Sevillas en voz baja—. La jueza no
enviará allí a Max.
Danielle se levanta y camina hasta el
otro lado de la habitación. Después se
da la vuelta con los puños apretados.
—No pienso aceptarlo. No me
importa que me metan en la cárcel.
Sevillas suspira.
—¿Y estás dispuesta a arriesgarte a
que Max también tenga que pasarse el
resto de su vida en la cárcel? Aunque le
redujeran
la
pena
por
buen
comportamiento, tendría que cumplir
quince años como mínimo.
Danielle se apoya contra la pared y
siente el sabor amargo de la bilis en la
garganta. Treinta y un años. Max tendrá
treinta y un años cuando salga. Toda su
vida quedará marcada. Sólo sabrá lo
que haya aprendido encerrado con
otros… asesinos. Y si ella quebranta la
orden de alejamiento, ellos la juzgarán
por obstrucción a la justicia y
complicidad. Si la condenan, se pasará
años sin verlo. Se pone una mano fría en
la frente, y vuelve a la silla.
—No lo haré. Es demasiado pronto
como para un trato.
Sevillas niega con la cabeza.
—Quieren una respuesta antes de la
vista. Nos han dado dos semanas. Si no,
retirarán la oferta.
Danielle se cruza de brazos y mira a
Tony a los ojos.
—Eso significa que tenemos catorce
días para encontrar a un asesino.
Después de la comida, Sevillas y
Doaks están en la sala de reuniones,
preparando pruebas para la vista.
Danielle ha entrado a la oficina de Tony
para llamar a Max. Ahora que Max tiene
su iPhone, puede llamarlo, pero sabe
que es peligroso. Kreng y el resto de los
empleados podrían pillarlo hablando, y
le confiscarían el teléfono, por no
mencionar lo que haría Sevillas si
supiera lo que ella había hecho el día
anterior. Aunque solo ha pasado un día
desde que lo vio, Danielle necesita oír
su voz. Se cuela en el despacho de Tony
y cierra la puerta. Max responde
inmediatamente.
—Hola, mamá.
Su voz suena tan normal que ella se
queda asombrada.
—¿Cómo estás, cariño?
—Para estar en este antro, bien —
dice él. Ella oye que está dando
golpecitos—. He encontrado unas cosas
que no te vas a poder creer.
—¿Qué es ese ruido?
—Estoy investigando —responde
Max. Parece preocupado.
—¿Qué?
Hay una pausa en los golpecitos.
—Estoy investigando a Fastow, ¿qué
va a ser?
—¿Y cómo lo estás haciendo?
Él gruñe.
—Con el iPhone.
—¿En Internet?
Max se ríe en voz baja.
—Vamos, mamá. Ten imaginación.
Ella intenta controlar su irritación.
—Max, dime qué tal estás. Me
preocupo constantemente por ti.
Se oye un suspiro por el auricular.
—Estoy bien. He dejado de tomar
las medicinas, y me comporto como un
bobo cada vez que están cerca.
—¿Y te han sacado sangre? ¿Sólo te
sacan sangre o te inyectan algo?
—Ninguna de las dos cosas. No sé
por qué.
—¿Has averiguado muchas cosas
sobre Fastow?
—No demasiado —responde él—.
Solo he encontrado páginas donde se
habla de lo maravilloso que es. Ha
ganado muchos premios.
—¿Y has averiguado algo sobre las
medicinas?
—Estoy en ello. Les hice unas
fotografías con el teléfono, pero no veo
nada que se parezca a esas píldoras
azules en Pharmacology Flash Cards, en
Skyscape o en Epocrates. Esto último
me sorprende, porque normalmente
metes cualquier pastilla misteriosa y te
da la solución en tres segundos.
Danielle se sienta.
—Max, ¿de qué demonios estás
hablando?
Otro suspiro de exasperación.
—Te lo explico. El iPhone te da
acceso a muchas aplicaciones. He
descargado las que pensé que iba a
necesitar, usando tu tarjeta de crédito,
por supuesto…
Ella ignora aquello último.
—¿Qué aplicaciones?
—Por ejemplo, The Pharmacology
Flash Cards está muy bien. Tienen las
novedades de medicinas psiquiátricas,
las pruebas clínicas… todo ese tipo de
cosas.
—Max, ¿cuánto tiempo llevas
haciendo esto?
Danielle oye un resoplido.
—Vamos, mamá, ¿qué pensabas?
¿Que podías darme esas pastillas
asquerosas durante años y que yo no iba
a investigar lo que eran? Hasta un idiota
se hubiera dado cuenta de que no son
aspirinas.
Danielle palidece. Así que Max sabe
que ha estado tomando antipsicóticos.
—Es genial, mamá —continúa él—.
Skyscape es otro programa de
medicamentos, como Epocrates, pero
Epocrates tiene fotografías.
—¿De qué?
—De las medicinas, mamá.
—¿Has averiguado lo que son?
—No, y eso es lo raro. He buscado
todas las medicinas que pudieran
parecerse a las que me ha estado dando
Fastow, y no encajan con ninguna. Por lo
menos, las medicinas para la locura no.
Ella no dice nada con respecto a
eso.
—Tal vez esto sea muy importante,
Max. ¿Has podido hacer una
comparación visual con…?
—¿Con
otros
antipsicóticos
atípicos?
A ella casi se le para el corazón. Oh,
su hijo no es ningún tonto.
—Sí —dice débilmente.
—Ninguno se parece a estos. No
tienen código impreso, ni nada por el
estilo. Incluso he leído los estudios
clínicos y las descripciones de las
medicinas convencionales, y he
comparado los efectos secundarios y las
interacciones entre los fármacos.
«Dios Santo, ¿cuánto tiempo lleva
haciendo esto? Parece un licenciado en
Medicina por Harvard».
—Debe de ser algo experimental.
Max, no quiero que tomes ni una sola de
las medicinas que te están dando, ni
siquiera las que tomabas antes. Y cuanta
más información puedas recopilar, más
oportunidades tendremos de sacarte de
ahí.
—Dios, mamá, eso espero. Intento
no pensarlo, pero…
—¿Pensar en qué?
El silencio es frágil. Si la tristeza
fuera un color, sería un lazo azul atado
alrededor de la voz de Max.
—En si estoy o no estoy loco,
incluso sin las medicinas raras que me
está dando Fastow.
Danielle se pone una mano en la
frente y cierra los ojos. Por lo menos no
tiene que verlo. No podría soportarlo.
—¿Mamá?
—Sí, cariño —dice ella. Hay una
pausa larga—. Yo no creo que tú estés
psicótico, Max. Creo que ellos están
equivocados.
—Pero ¿y si no lo están? Por las
noches pierdo el conocimiento, como me
ocurrió cuando dicen que maté a Jonas.
—Max, ya basta.
Él se queda callado un instante.
—Está bien. Entonces, deja que te
diga las otras cosas que he averiguado, y
después tengo que colgar. Es la hora de
que la Dama Dragón venga a ver si he
cumplido con mi higiene personal.
Danielle se echa a reír.
—En casa no lo haces. ¿Por qué ibas
a hacerlo ahí?
—Claro. Bueno, aquí está la
primicia con Sylvius y Osirix.
Danielle suspira. Por experiencia
sabe que está a punto de recibir otro
discurso típico de Asperger, lleno de
detalles que seguramente no necesita. Es
como si la psicofarmacología hubiera
sido mucho tiempo la obsesión de Max.
—He entrado en la base de datos de
Maitland con mi iPhone y he descargado
mis resonancias magnéticas con el
Osirix.
—¿Cómo has conseguido eso?
—He tenido suerte —responde él—.
El mostrador de las enfermeras está
justo al lado de mi habitación, y les
birlé la contraseña cuando no miraba
nadie. Son unas inútiles.
«De tal palo, tal astilla», piensa ella.
—Bueno, de todos modos —
prosigue Max—, puedes recorrer la
resonancia y ver cómo se ilumina tu
cerebro cuando tomas ciertas medicinas,
y…
—Max…
—Lo sé, lo sé, pero esto es
importante. Con Sylvius dividí en
secciones la imagen de mi cerebro para
intentar averiguar qué es lo que se
ilumina, y qué fármacos pueden haber…
Bueno, eso era lo que estaba haciendo
cuando me has llamado —dice él, y
exhala un suspiro, como si sus
pensamientos fueran por delante de sus
conclusiones.
Danielle oye un ruido. Sevillas abre
la puerta y le señala la sala de reuniones
con un dedo. Danielle espera hasta que
Sevillas se ha marchado de nuevo y
susurra algo en el auricular.
—Max, tengo que colgar. Estás
haciendo cosas asombrosas. Envíame
todo lo que consigas, y yo se lo enseñaré
a Sevillas y a Doaks para que piensen si
podemos usarlo. Creo que está claro que
Fastow esconde algo.
—¿Crees que fue él quien mató a
Jonas?
—pregunta
Max
con
nerviosismo.
Danielle no puede soportarlo más.
—Cariño, tengo que colgar.
Llámame después.
—¿Mamá?
—¿Sí?
—Si puedo demostrar que fue
Fastow, entonces sabré que no he sido
yo.
Ella se pone la mano en la frente.
—Max, tú no lo hiciste —le dice en
voz baja.
Él se queda en silencio durante un
momento.
—Ya no lo sé, mamá —susurra.
—Cariño, te conozco mejor que
nadie en el mundo, y no lo creo.
La voz triste que le llega desde el
otro lado de la línea es la de un hombre.
—Tú eres mi madre. Tienes que
decir eso.
—No, no es verdad —replica ella
—. Y ahora, deja de preocuparte de esto
un rato y descansa un poco.
Le dice adiós y se escabulle hacia el
servicio. Allí llora como si se le
estuviera rompiendo el corazón.
Ya está de vuelta en el campo de
batalla, donde han pasado las últimas
horas revisando el resto de los
documentos del Estado.
—No hay mucho —dice Sevillas.
—No esperaba que hubiera mucho
—dice Danielle—. Lo único que he
encontrado son discrepancias en el
formulario de solicitud de Jonas para
Maitland.
—¿Qué te parece, Doaks?
—Siempre hay que investigar a la
familia lo primero cuando se habla de
asesinato. La mayoría de la gente mata a
aquellos a los que quiere.
—Una visión optimista del mundo
—dice Sevillas—, pero no parece que
este sea el caso.
—Pues no. Según Barnes y los
chicos de la policía, la madre de Jonas
es la Madre Teresa de Calcuta.
Llaman a la puerta, y la secretaria de
Sevillas entra con un sobre que le
entrega a Doaks. Después se marcha. Él
abre el sobre y saca una hoja. La mira y
la arruga.
—Olvidadlo. No hay nada que hacer
con la madre. Demonios, solo
necesitamos a una apestosa persona que
haya podido hacerlo, que haya querido
hacerlo… y no lo conseguimos.
—¿Qué era eso? —pregunta
Sevillas.
—Me lo ha enviado Barnes. Me dijo
que tenía una sorpresa para mí. Justo
cuando piensas que son más tontos que
Picio, resulta que van y hacen algo
inteligente.
—Explícanoslo, John.
Él suspira.
—Los polis usaron luminol con todo
el mundo en el hospital, cuando
llegaron. Y todos salieron limpios como
una patena.
—¿Luminol? —pregunta Danielle—.
¿Qué es eso?
Sevillas toma su bolígrafo y anota
algo.
—El luminol es un químico que se
usa para detectar restos de sangre.
Cuando se coloca debajo de una luz
negra, se pueden ver las zonas en las que
la sangre se ha adherido a una
superficie. Se usa normalmente en la
escena del crimen para ver si un asesino
ha intentado limpiarse.
—Sí —dice Doaks—. Pero no te
imaginas lo que hicieron los polis. No
solo usaron luminol en la ropa, sino
también en las manos —añade,
cabeceando—. ¿Habías oído semejante
tontería?
Sevillas se queda mirando a Doaks.
—¿En las manos?
—Sí —dice Doaks—. Ni siquiera
sabía que el luminol funcionaba en la
piel. ¿Y tú?
—Nunca he tenido un caso en que lo
usaran en el cuerpo.
—No importa. Todos estaban
limpios.
—Tendré que investigar para saber
si los resultados son fiables cuando se
usa el luminol en la piel humana —dice
Sevillas—. Ese no es el uso
recomendado por el fabricante.
—Bueno, no te hagas muchas
ilusiones —responde Doaks, frotándose
la nuca—. Estoy investigando otros
frentes. Esa chica, ¿Naomi? Ella ni
siquiera estaba en la unidad el día del
asesinato. Estaba en la cafetería,
comiendo pollo frito delante de
cincuenta testigos —añade, y se encoge
de hombros—. Es una pena. Solo con
verla, al jurado le encantaría meterla en
la cárcel.
—¿Y no pudo entrar de alguna
forma? —pregunta Sevillas.
—¿Quién sabe? Lo único que sé es
que hasta el momento no tenemos nada.
Bueno, por lo menos es pronto.
Sevillas tose y mueve algunos
papeles. Doaks se le queda mirando
fijamente.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no me miras
cuando te hablo?
Sevillas mira primero a Doaks, y
después a Danielle.
—Bueno, me temo que tengo malas
noticias. Me han llamado del juzgado
esta mañana. La jueza ha adelantado la
vista al martes que viene.
—¿Cómo? —pregunta Doaks—. ¿No
acabo de decirte que no tenemos nada?
¿Es que tengo que traducírtelo?
Sevillas se encoge de hombros.
—Es Hempstead. Ya sabes lo que
quiere decir eso.
—¿Quién es Hempstead? —pregunta
Danielle—. ¿La jueza?
Doaks pone los ojos en blanco.
—Exactamente. Hay que tener
cuidado con ella.
Danielle siente una punzada de
pánico.
—¿Qué quiere decir eso?
Sevillas respira profundamente.
—La jueza que lleva tu caso es
Clarissa L. Hempstead, la jueza más
joven y más dura del juzgado. Toma un
papel activo en sus casos, lo que quiere
decir que si quiere celebrar la vista el
martes, la tendremos el martes. No te
preocupes, Danielle, todavía tenemos
unos días para investigar y fortalecer
nuestra posición legal.
Danielle lo mira con preocupación.
—¿Nos hará mucho daño el no tener
al menos un sospechoso viable?
—Todavía
podemos
levantar
sospechas sobre los otros pacientes y
los empleados —dice él—. Ella sabe
que es el principio del caso.
Obviamente, no es bueno que el único
sospechoso sea Max. No te voy a
engañar, Danielle. Los hechos son muy
perjudiciales. Lo que más me preocupa
es que no tengamos ni un solo testigo a
quien llamar.
A Danielle se le encoge el corazón.
El único que puede decirles lo que
ocurrió es Max, y su hijo no recuerda
nada. Necesitan pruebas, y las necesitan
rápido. Y puede que ella las tenga.
—Tony, creo que tengo algo que
puede ayudarnos.
—Que Dios nos proteja —murmulla
Doaks.
Danielle toma su bolso y se lo pone
en el regazo. No había pensando en
divulgar los frutos de su incursión en
Maitland hasta que hubiera tenido
ocasión de enviar la medicación y la
muestra de sangre a un laboratorio y
pudiera darle a Tony pruebas concretas.
Sin embargo, teniendo en cuenta esa
reducción drástica del plazo, no le
queda más remedio. Saca una pequeña
bolsa de plástico del bolso y la muestra.
Las píldoras azules reflejan la luz.
Sevillas la mira con desconcierto.
—¿Qué es eso?
—La medicación que Fastow le ha
estado administrando a mi hijo —dice
ella—. Y seguramente, también a Jonas.
Creo que esto es lo que ha provocado el
comportamiento violento de Max. No sé
cómo le afectó a Jonas, ni si pudo
contribuir a su muerte.
Doaks baja los pies de la silla y se
acerca para inspeccionar el contenido
de la bolsa.
—¿Por qué piensas eso?
—Sé que el comportamiento de Max
cambió drásticamente después de
ingresar en Maitland.
Sevillas arquea las cejas.
—¿Y dónde has conseguido estas
píldoras?
Danielle piensa rápidamente.
—Tomé unas cuantas de un frasco
cuando la enfermera no miraba —dice, y
se encoge de hombros—. No se parecían
a ningún otro fármaco que Max hubiera
tomado antes. Les hice fotografías con el
iPhone y las envié a uno de los médicos
de Max de Nueva York. Él nunca las ha
visto. No conoce ni el color, ni esa
forma asimétrica y extraña —dice, y le
entrega a Sevillas la bolsita.
Sevillas mira las píldoras.
—Pero —dice él, lentamente—, esto
no tiene importancia en cuanto a las
pruebas materiales de la culpabilidad de
Max. Sólo tiene relevancia en cuanto al
comportamiento errático de Max en
Maitland y tu teoría de que Fastow, y
supuestamente Maitland, están usando
fármacos experimentales con sus
pacientes. Y eso es solo si resulta cierto
que
esta
medicación no
está
recomendada por la Administración de
Alimentos y Medicamentos, cosa que es
bastante improbable.
—Estoy de acuerdo contigo en
cuanto a las ramificaciones legales.
No estoy de acuerdo contigo en
cuanto a la medicación. Por eso necesito
que la envíes a un laboratorio para que
la analicen.
Sevillas y Doaks se miran.
—Sí, sí —dice el detective—.
Pediré algunos favores.
—Muy bien —dice Sevillas—. Pero
¿cómo vamos a demostrar que se las
estaban dando a Max?
Danielle elige cuidadosamente sus
palabras.
—Creo que he resuelto ese
problema.
Lentamente, extrae el tubo de ensayo
con la sangre, que ha mantenido en el
refrigerador toda la noche, y que ha
metido en una bolsa especial para frío.
Doaks gruñe.
—¿Qué es eso?
Danielle saca cuidadosamente el
tubo y se lo entrega a Sevillas.
—Esto tiene que ir al laboratorio
junto a las píldoras.
Doaks mira por encima del hombro
de Sevillas.
—¿Es sangre? ¿De quién?
Danielle se agarra las manos.
—De Max.
—¿Y
cómo
demonios
has
conseguido la sangre de Max? —
pregunta Doaks, mirándola con los ojos
entornados.
Sevillas sujeta el tubo de ensayo
como si fuera nitroglicerina. Tiene una
expresión severa.
—Danielle, creo que es mejor que
nos digas qué está pasando.
Ella asiente.
—Ayer, mientras Doaks estaba
hablando con la enfermera Kreng, yo
entré en la habitación de Max y encontré
las pastillas y su historial. Max estaba
inconsciente, y tenía pinchazos por todo
el brazo derecho. No sé si le están
sacando sangre para hacerle análisis o si
le están inyectando algo. Por eso
necesitamos que analicen las pastillas.
Cuando averigüemos lo que hay en su
sangre, podemos ir al tribunal con
nuestras pruebas y solicitar que el
forense analice una muestra de sangre de
Jonas. Así sabremos qué está haciendo
Fastow —explica Danielle, y toma aire
profundamente—. No creo que sea
descabellado decir que Fastow ha
estado haciendo un ensayo con Max,
administrándole
psicotrópicos
experimentales, y que esos fármacos
provocaron el comportamiento violento
de Max.
Doaks parece un cohete a punto de
explotar.
—¡Maldita sea! ¡Sabía que había
algo raro! ¡No me tragué lo de que
habías cambiado el coche de sitio
porque te molestaba el sol en los ojos!
¿Es que no te das cuenta de lo estúpido
que es lo que has hecho? ¡Me dan ganas
de denunciarte!
Sevillas le pone una mano en el
brazo.
—Basta, Doaks. Siéntate.
Doaks obedece, sin dejar de
gesticular y de murmurar.
Sevillas la mira con enfado.
—Es increíble. ¿Entiendes que has
puesto en peligro todo aquello por lo
que estamos trabajando? ¿Cómo se
supone que voy a mantenerte fuera de la
cárcel si corres riesgos absurdos como
este? ¿Y cómo conseguiste la muestra de
sangre? ¿Estaba abandonada en su
habitación?
Ella se siente dolida por su ira, y
sacude la cabeza.
—Se la extraje yo. Había una
jeringuilla nueva y…
Doaks se da un golpe en la frente.
—¡Magnífico! A Hempstead le va a
encantar esto. La madre del sospechoso
se cuela en el hospital, saltándose la
libertad bajo fianza y la orden de
alejamiento, y le saca sangre a su hijo.
¿Puede ser peor?
—He dicho que ya basta, Doaks.
Ella sabe exactamente lo que ha hecho, y
los riesgos que ha corrido —dice
Sevillas, sin dejar de mirarla.
—No me vio nadie.
—Sí, claro.
—¿Y las cámaras? —pregunta
Doaks—. ¿Pensaste en eso, o vamos a
ser tan afortunados de que tu delito esté
bien grabado en una cinta?
—No —dice ella—. Tapé la cámara.
—¿Cómo?
—Puse la chaqueta encima.
—¿Como el asesino el día del
asesinato? —le espeta Doaks.
—Ya está bien —interviene
Sevillas.
Danielle toma el tubo de ensayo de
manos de Sevillas y lo pone en la bolsa
para que se conserve fría. Se la
devuelve a Sevillas, temblando. Sabe
que ha traicionado su confianza, pero
también sabe que tiene razón.
—Sé que estás enfadado conmigo,
Tony, pero tienes que admitir una cosa.
Por lo menos ahora tenemos un
sospechoso de asesinato.
Sevillas la mira con los ojos llenos
de tristeza.
—Creo que no lo entiendes,
Danielle. Ellos han tenido uno durante
todo el tiempo.
Veintidós
Danielle está sentada en el suelo del
apartamento pequeño e impersonal que
le ha alquilado Sevillas. Lleva un viejo
chándal gris y está descalza. A su
alrededor hay hojas y hojas, de las que
ha seleccionado tres montones bien
ordenados. Mira el reloj. Son las ocho
de la mañana. Se frota los ojos y
suspira. Ha estado toda la noche
trabajando.
Cuando salió de la oficina de
Sevillas, el día anterior, se llevó el
expediente de Jonas, un enorme taco de
documentos que Maitland les envió el
día anterior en respuesta a la solicitud
presentada por Sevillas, y el contenido
de la caja negra. Ha seguido buscando
pruebas que exoneren a Max, pero ha
ignorado
todos
los
documentos
relacionados con él. Están debajo de la
mesa de centro, en un montón. Sin
embargo, ha sentido dudas durante toda
la noche. Sin previo aviso, esas dudas
hacían que clavara los ojos en el montón
de papeles. Y ahora, por la mañana, su
corazón le dice que lo único que ocurre
es que tiene miedo de leerlos, que tiene
miedo de que puedan decirle que las
cosas están peor de lo que ella piensa.
Hasta el momento, los otros
documentos no le han revelado nada.
Danielle se pone en pie y se estira.
Debería dormir un poco. Tiene otro taco
de documentos; una respuesta adicional
de Maitland, que Sevillas recibió justo
antes de que ella saliera de su despacho.
Se acerca hacia la encimera de la cocina
y se sirve una taza de café frío. Mientras
toma un sorbo, intenta no pensar en los
últimos comentarios de Sevillas. Fue
muy rotundo en cuanto a una cosa:
Doaks y él van a seguir preparando la
vista, que se celebrará dentro de tres
días, pero ella va a quedarse en su
apartamento. En otras palabras, va a
dejar que hagan su trabajo y no va a
cometer más delitos. Reza para que los
análisis de las medicinas y la sangre de
Max confirmen su afirmación de que el
comportamiento de su hijo, fuera cual
fuera, estaba más allá de su control.
Aunque Doaks le dice que los resultados
tardarán una semana en estar listos,
sobre todo si la medicación es
experimental, ella no tiene nada más a lo
que aferrarse. Se lleva la taza de café a
los labios otra vez. Es como alquitrán.
Toma el último taco de documentos
que les ha enviado la fiscalía, que
Sevillas le ha fotocopiado, y se sienta en
el sofá. Va leyéndolos lenta, pero
minuciosamente. Hay algo que le llama
la atención en uno de los formularios de
ingreso: una nota que menciona al doctor
de Jonas de Chicago. Lee la solicitud de
ingreso en Maitland de Jonas con mucho
más detenimiento; en ella, el lugar de
residencia que figura es Reading,
Pennsylvania. Danielle está casi segura
de que Marianne le dijo que habían
vuelto a Texas antes de ir a Maitland.
Aunque no fuera así, ¿por qué iba a vivir
Marianne en Pennsylvania y tener el
médico de Jonas en Chicago?
Aunque aquella discrepancia es
insignificante, ella recuerda que no ha
encontrado nada con lo que desmentir la
gran cantidad de pruebas que hay contra
Max. Observa el papel. Seguramente, el
doctor Boris Jojanovich es algún
especialista al que Marianne llevó a
Jonas. Tal vez él pueda decirle algo
sobre si el niño tenía o no tenía
tendencias suicidas. El forense dijo que
el ángulo de las heridas sugería que se
las podía haber infligido él mismo,
aunque fuera una posibilidad muy
remota. Si ella es capaz de encontrar
alguna prueba, tal
vez pueda
contrarrestar el peso de las evidencias
que hay contra Max.
Ya no cree que el hecho de que
Fastow pudiera ser el principal
sospechoso pueda servirles. Tal y como
están las cosas, no importa que cuando
analicen la sangre de Max constaten que
las extrañas píldoras azules del
farmacólogo estén en su organismo. O
que un experto independiente pueda
llegar a la conclusión de que las
medicinas le han provocado a Max
episodios psicóticos. Aunque Tony se
sienta satisfecho con esa defensa, ella
no. Lo único que demostraría es que
Max tenía un motivo para matar a Jonas,
no que no lo matara, y eso seguiría
teniendo las mismas consecuencias para
él: lo encerrarían en algún lugar durante
un periodo de tiempo indefinido, en otro
tipo de prisión. Pero ¿y si
verdaderamente es psicótico y las
medicinas no tienen nada que ver con su
comportamiento? No. Eso no puede
pensarlo. Agarra con fuerza el
formulario de admisión de Jonas. Puede
que sea todo lo que tiene.
Suspira, toma el teléfono y llama a
Doaks.
—Váyase a la mierda, sea quien sea
—dice
el
detective,
con voz
somnolienta.
—Soy yo, Danielle. He encontrado
una cosa que tienes que comprobar —
dice, y le habla sobre Jojanovich.
Después le da la dirección del médico,
en Chicago.
—Olvídalo —murmura él—. Estoy
hasta arriba de trabajo.
—Pero esto es importante.
A él se le suaviza la voz.
—Vamos, Danielle, ya tenemos
suficientes cosas importantes que
investigar. No remuevas algo tan
descabellado.
—John, por favor, hazlo por mí.
Él suspira.
—Mira, lo haría si pudiera, pero no
tenemos tiempo para investigar eso antes
de la vista.
—Lo sé. Sólo quería…
—Hacer todo lo que sea posible
para ayudar a tu hijo —dice él con
delicadeza—. Vamos, ten paciencia.
Tienes que confiar en nosotros.
A ella se le caen las lágrimas.
—Lo intentaré.
—Bueno, intenta relajarte —le dice
él—. Te llamaré si surge algo nuevo.
Ella murmura unas palabras, y
cuelga. Comienza a pasearse de un lado
a otro con frustración. En este momento
solo puede pensar en Max, en si está
bien o no. ¿Cómo va a estar bien, si la
última vez que ella lo vio estaba pálido
y prácticamente inconsciente? No le han
permitido más llamadas telefónicas, y él
no la ha llamado, pese a que ella le ha
enviado muchos mensajes de texto.
Deben
de
estar
vigilándolo
estrechamente. Danielle se siente como
si no pudiera respirar.
Va a cumplir su promesa de sacarlo
de allí. Tiene que investigar todas las
pistas, por muy improbables que sean.
Toma el móvil y llama a la consulta del
doctor Jojanovich. Como es muy
temprano, deja su nombre y su número
de teléfono en el contestador, junto a un
mensaje en el que dice que es una nueva
paciente que necesita ver urgentemente
al doctor.
Está agotada. Entra en la ducha.
Mientras siente el chorro de agua
caliente en la espalda y la nuca, y el
vapor la rodea, oye el timbre de su
móvil en el salón. Se envuelve en una
toalla y corre hacia el teléfono.
Responde a la llamada, pero ya han
colgado.
Escucha el mensaje del contestador
y se queda boquiabierta. Una vocecita la
informa de que ha habido una
cancelación, y le dice que si es
conveniente para ella, el doctor
Jojanovich le dará cita a la mañana
siguiente.
Danielle cuelga y vuelve a pasearse
por la habitación. No sabe qué hacer. No
puede llamar a Sevillas; él le prohibiría
terminantemente que fuera. Observa el
dispositivo negro que lleva en el tobillo,
y se da cuenta de que tiene que hacer
algo con él. Entra corriendo al
dormitorio y abre el ordenador portátil.
Busca uno de sus archivos y selecciona
un documento. Una mujer, Sheila
Reynolds, demandó a uno de los clientes
de Danielle, Langston Manufacturing,
Inc., por ocho millones de dólares, a
causa de los defectos de diseño de una
prótesis ortopédica que funcionó mal y
que provocó que ella cayera por un
tramo de escaleras de cemento en el
edificio de su oficina. La demandante
sufrió lesiones cerebrales graves como
resultado de esa caída, y su familia
presentó la demanda.
—Vamos,
vamos
—murmura
Danielle. Está buscando el nombre de la
filial de Langston Manufacturing, una
empresa pequeña que le servía los
componentes de las prótesis a Langston.
Lo encuentra: Prosthetics, Inc.—. Qué
original.
Toma el listín telefónico de Plano y
se sienta en el sofá a buscar en la
sección de Páginas Amarillas. Encuentra
un candidato probable en el apartado de
Productos Médicos; una tienda que está
a dos manzanas de su apartamento. Mira
el reloj otra vez. Son las nueve. Tal vez
ya estén abiertos. Hace la llamada y sí,
la tienda ya está abierta. Después de
unos segundos, cuelga el teléfono con el
corazón acelerado.
Entra en la cocina y toma el bolso,
que está sobre la encimera. En la cartera
tiene una tarjeta que le dieron el día en
que salió de la cárcel. Mira el número
que hay impreso en la parte inferior, y lo
marca en el teléfono.
—Oficina del Sheriff de Plano —
dice una voz femenina.
—Sí —responde ella—. Me llamo
Danielle Parkman, y me gustaría hablar
con alguien sobre mi dispositivo de
control. Lo llevo en el tobillo.
—¿Número de identificación?
—¿Disculpe?
—Tiene que haber un número de
siete cifras en el reverso de la tarjeta de
su libertad condicional.
Danielle mira la tarjeta por el
derecho y por el revés.
—No, no hay nada.
—Eso no puede ser. ¿Está segura?
De repente, a Danielle se le ocurre
algo.
—Oh, espere. El mío es de un tipo
nuevo de dispositivo.
—¿Uno de los experimentales?
—Sí —dice ella—, y tengo un
problema. Estoy aquí sentada, en mi
apartamento, pero la tobillera no deja de
pitar.
—Oh, demonios, siempre tiene que
pasar algo —murmura la telefonista—.
Espere un minuto —añade, y Danielle
oye un ruido en el auricular—. ¿Otis?
Otis, tienes que ir a arreglar uno de los
dispositivos modernos. No, no ha
llegado nadie todavía —dice la mujer, y
hay una pausa—. De acuerdo, voy a
preguntarlo —Danielle oye otro ruido, y
después la telefonista vuelve a la línea
—. Otis, el oficial Reever, dice que irá
a llevarle uno nuevo esta misma mañana.
¿Va a estar ahí, o quiere acercarse a la
comisaría?
Danielle responde rápidamente.
—Estaré aquí. Mi dirección es…
—El número 4578 de Lilac Lane,
apartamento 4S. Junto al centro
comercial nuevo, ¿no?
—Sí,
exactamente
—responde
Danielle—. ¿Sabe cuándo llegará el
oficial?
—Lo he visto tomar sus llaves, así
que supongo que está a punto de ir a
desayunar a Ernie’s. Así que yo diría
que llegará a su casa dentro de una hora
y media, más o menos.
—Perfecto.
—Que tenga un buen día —le dice la
telefonista.
—Oh, eso pienso hacer —responde
Danielle.
Después de muchos resoplidos, el
oficial Reever se agacha con dificultad
frente a Danielle. Tiene la cara tan
congestionada que ella teme que sufra un
infarto de miocardio. Danielle levanta el
pie de la tobillera para que él no tenga
que inclinarse tanto. Él asiente para
darle las gracias mientras saca de una
funda una herramienta poco corriente
que tiene una cuchilla de sierra. Con
ella, corta la banda de poliuretano.
—Bueno —dice el policía—. Ya he
desactivado el aparato. Eso provocará
un gran escándalo en la comisaría, pero
Lily sabe que estoy aquí, sustituyéndole
el dispositivo, así que no pasa nada.
Danielle asiente mientras se frota el
tobillo ya liberado, que asoma por
debajo del bajo de sus pantalones. Lleva
un grueso calcetín de algodón.
—Me pregunto si podría ponerme el
dispositivo nuevo en el otro tobillo.
El oficial Reeves gruñe.
—Sí, ya sé que estas cosas son un
poco molestas.
Danielle le ofrece el otro pie.
—¿Y puede ponérmelo por encima
del calcetín?
El oficial la mira.
—No, señora. Tenemos que ponerlo
en contacto con su piel, ¿sabe? Para que
no pueda quitárselo. Pero le daré tres
centímetros de holgura. Así estará más
cómoda.
—Gracias, oficial —dice ella—.
Soy muy friolera y siempre llevo
calcetines, aunque haga calor en la calle.
Él le baja el calcetín de la otra
pierna hasta el talón, y le pone el nuevo
dispositivo en el tobillo dejando la
holgura que ha prometido. Cuando
termina, se pone en pie con dificultad,
entre resoplidos, y se da unas palmadas
en la abultada barriga.
—Bueno, señora, ya está.
Ella se baja la pernera del pantalón
y lo acompaña hasta la puerta.
—Gracias de nuevo, oficial. Ha sido
muy amable.
Él se toca el ala del sombrero.
—Pórtese bien. No haga nada que yo
no haría.
Ella le sonríe.
—Claro que no, oficial. Usted ya se
ha ocupado de eso.
Una vez que el policía se ha ido,
Danielle entra rápidamente en su
habitación. Saca una caja de cartón con
una etiqueta blanca en la que pone
Prosthetics, Inc. de debajo de la cama.
Se quita los zapatos, los pantalones y los
calcetines de algodón. Su pierna
izquierda, la que ahora lleva el
dispositivo, tiene un aspecto muy
diferente del de la derecha. Se agacha y
se saca la tobillera con facilidad. La
cuelga en el gancho de la puerta.
Después abre los broches de Velcro que
tiene detrás de la rodilla y se quita la
capa de espuma especial que cubre su
pierna. Lo pone todo en la caja de
cartón. Ve las instrucciones y la
descripción de su compra.
Todas las fundas de prótesis
son personalizadas y fabricadas
de una mezcla única de
polímeros de silicona, y
funcionan como una segunda
piel. La silicona resiste las altas
y bajas temperaturas y es
perfectamente tolerada por el
cuerpo humano. Es fácil de
reparar, y tiene una apariencia
traslúcida con una pigmentación
especial y duradera. Presenta
incluso venas y pecas que se
dibujan en la cera. Sólo usted
sabrá que no es real.
—Qué
Danielle.
razón
tienes
—murmura
Sonríe al recordar la mirada de
confusión de la dependienta cuando le
dijo que sólo quería comprar la funda de
la prótesis, y no la prótesis en sí.
Esconde la caja debajo de la cama,
vuelve a ponerse los pantalones y los
zapatos y va hacia el armario del
recibidor. Allí ha puesto una bolsa de
viaje, su bolso, el ordenador, sus
papeles, el teléfono móvil y su billete de
avión, que acaba de imprimir.
En el mejor de los casos, puede que
averigüe exactamente lo que necesita
para crear dudas razonables en el
pensamiento de los miembros del
jurado. Quiere demostrar que Jonas se
infligía lesiones a sí mismo, y que tenía
tendencias suicidas ya antes de llegar a
Maitland. Y también quiere averiguar
por qué fue el doctor Jojanovich quien
envió a Jonas a Maitland, y por qué
Marianne eligió a un médico de Chicago
si vivía en Pennsylvania. Tal vez él
pueda darle el nombre de otros
psiquiatras que puedan confirmar su
teoría.
En el peor de los casos, habrá vuelto
al apartamento esa misma noche sin que
nadie se entere de nada. Su teléfono
móvil no le va a revelar su situación a
Sevillas ni a Doaks si ellos la llaman, y
si quieren verla, dirá que se encuentra
mal. Le hace una rápida llamada a
Georgia y le ruega que tome un vuelo
desde Nueva York esa tarde. Georgia
intenta que Danielle le explique por qué
necesita que vaya con tanta urgencia,
pero Danielle le dice que no puede
contárselo en ese momento, y que
Georgia tiene que confiar en ella. Su
presencia en Iowa es muy importante.
Parece que el tono de desesperación de
Danielle convence a Georgia, y su amiga
accede a tomar el primer vuelo
disponible.
Danielle toma la llave de su
apartamento, abre la puerta y la mete
debajo del felpudo. Georgia estará allí
por la noche, y Danielle siente un gran
alivio. No podría alejarse de Max sin
saber que alguien que lo quiere tanto
como ella estará presente.
Antes de que pueda cambiar de
opinión, cierra la puerta con firmeza. Al
hacerlo, la cerradura resuena con una
rotundidad ominosa.
Veintitrés
Danielle se pasea de un lado a otro
por su habitación del hotel de Chicago.
Mira por la ventana y recuerda la última
vez que estuvo allí. Fue dos años antes,
por un caso de desfalco que la llevó a
ese mismo hotel. El Whitehall le
recuerda todo lo que ella era antes, le
recuerda la pelea intelectual durante el
día, y las largas cenas con sus clientes
en buenos restaurantes por las noches.
Aquel establecimiento tiene un lujo a la
vieja usanza, que está ausente en la
mayoría de los hoteles estadounidenses.
La nota escrita a mano que hay sobre la
almohada de su cama; el grueso
albornoz blanco que cuelga de la puerta
del baño; y una copa de su coñac
favorito servida en una mesa auxiliar.
Todos esos detalles le recuerdan su
última visita. El hotel está en Michigan
Avenue, en Gold Coast, y le habla de
tiempos pasados, que quizá no vuelvan
nunca.
Tiene que resistirse a responder a
las llamadas de Tony. Sabe que se va a
subir por las paredes si averigua que
ella ha vuelto a quebrantar las
estipulaciones
de
su
libertad
condicional. Con suerte, estará de vuelta
en Plano esa misma noche, con una
información que impedirá que la vista
sea desastrosa para ellos. Es una mujer
desesperada que se aferra a cualquier
cosa. No puede dejar de investigar ni
una sola pista.
La noche anterior, cuando estaba
segura de que Sevillas dormía, Danielle
le dejó un mensaje en el contestador
para informarle sobre Georgia y decirle
que debía ponerla en la lista de visitas
de Max en calidad de asistente de la
defensa. Le indicó que permitiera a
Georgia que visitara a Max siempre que
quisiera, y siempre que Max la
necesitara. Danielle se estremece al
pensar en cómo habrá reaccionado Tony
ante aquella orden unilateral. Se alegra
de no estar allí cuando él averigüe
dónde ha ido, y lo que está haciendo. Si
todo sale según sus planes, él no lo
sabrá nunca. Ha hecho prometerle a
Georgia que le dirá a Tony que está
enferma, en cama.
Se sienta con una taza de café en la
mano, y en ese preciso instante, recibe
una llamada de Max. Siente una punzada
de pánico en el corazón.
—Cariño, ¿estás bien?
La voz de Max es de miedo y de ira.
—¿Qué estás haciendo en Chicago?
¿Cómo puedes dejarme aquí y marcharte
sin decirme nada?
—Max, no pasa nada. Espera, ¿cómo
sabes que estoy en Chicago? ¿Te lo ha
dicho Tony?
—¿Sevillas? —dice él con un
resoplido desdeñoso—. No. Lo he visto
en mi GPS.
—¿Qué GPS?
—Los dos tenemos un GPS en el
iPhone, ¿es que no lo sabes? Y ahora
deja de distraerme y dime qué estás
haciendo.
Danielle agita la cabeza.
—Estoy buscando pruebas para la
vista.
—¿Y por qué te has ido a Chicago?
Sevillas me habló de Fastow, y yo estoy
investigándolo.
Danielle pasa la siguiente media
hora intentando convencer a Max de que
estará de vuelta a tiempo para la vista,
de que es importante que siga esa pista
sobre Marianne, y de que él debería
ordenar toda la información que tiene y
enviársela por correo electrónico a
Sevillas. Así, si ella no descubre nada,
al menos podrán seguir la pista de
Fastow, cosa que harán de todos modos.
Le insta a que continúe su investigación
y mantenga los ojos bien abiertos, sobre
todo con respecto a Fastow. Espera que
esto le proporcione a Max una buena
distracción y que disminuya el terror que
siente su hijo por la vista y la
posibilidad de que ella no esté allí a
tiempo. También toma nota de que debe
hablar con Georgia para pedirle que esté
con él el mayor tiempo posible hoy. Si
no puede tenerla a ella, al menos, que
Max tenga a su lado a lo más parecido a
su madre.
Después, vuelve a pasearse por la
habitación, esperando una llamada que
le diga que el nuevo delito que ha
cometido volando hasta Chicago no haya
sido en vano. Las sábanas revueltas de
la cama son un reflejo de que ha pasado
otra noche sin dormir. Se obliga a
sentarse en el sofá y enciende un
cigarro. El humo le sabe amargo. Justo
cuando cierra los ojos y empieza a
relajarse, suena el teléfono móvil otra
vez. Mira la pantalla y responde.
—¿Diga?
—¿Señora Talbert?
—Sí, soy yo.
—Soy Marcia, la enfermera del
doctor Jojanovich.
—Sí, Marcia —dice ella—. Gracias
por llamarme con tanta rapidez.
—Bueno, como usted dijo que su
caso es urgente, el doctor dice que
puede atenderla durante unos minutos a
las doce y media.
—Muy bien —responde Danielle, y
toma la libreta y el bolígrafo que hay en
la mesa de centro de cristal—. ¿Podría
darme la dirección, por favor?
—La consulta está en el número
5896 de Polanski Avenue —le explica la
enfermera—. Ah, y el doctor pidió que
le trajera su historia, dado que es una
paciente nueva.
—Muy bien —dice Danielle—. Le
llevaré todo lo que tengo.
Danielle mira por la ventanilla del
taxi. Están pasando rápidamente desde
las lujosas tiendas de Michigan Avenue
hacia zonas menos prósperas de
Chicago. Llegan a un edificio estrecho y
ruinoso. La placa de bronce que hay
sobre el timbre ha perdido todo el lustre
y el letrero apenas resulta legible.
Boris Jojanovich, Doctor en
Medicina.
Presiona el botón y oye la voz de la
enfermera a través del interfono.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Soy la señora Talbert. Tengo
consulta con el doctor.
—Ah, sí. Pase, por favor.
Suena un timbre, y Danielle empuja
la puerta. Pasa al portal y se dirige al
ascensor, pero hay un cartel que indica
que está estropeado. Sube por las
escaleras y, cuando llega a la puerta de
la consulta, está sin aliento, pero ya no
siente tantos nervios. Se alisa el pelo y
camina hacia el mostrador de recepción.
—Buenos días, señora Talbert —
dice Marcia, la enfermera. Es una
muchacha de veintitantos años, que lleva
un vestido azul marino y que le ofrece un
vaso de agua—. Todo el mundo lo
necesita después de subir esas
escaleras. Tenga.
Danielle toma un buen trago.
—Gracias.
—Llega justo a tiempo. Siéntese, y
yo le diré al doctor que está aquí.
Camina hacia tres sillas de madera
vacías, y acaba de sentarse en una de
ellas cuando se abre una puerta lateral y
aparece un hombre mayor con una bata
blanca. Lleva gafas y tiene una
expresión severa.
Ella se pone en pie y le tiende la
mano.
—¿Doctor Jojanovich?
—Sí. Usted es la señora Talbert,
¿no? —dice el médico—. No estoy muy
seguro de cómo puedo servirle de
ayuda, pero pase, por favor. No me pase
llamadas, Marcia.
—Muy bien, doctor.
Danielle pasa a un despacho
sorprendentemente grande. Hay un
ordenador cubierto de polvo sobre un
viejo escritorio, con un cable grueso
enrollado en su base, como si fuera un
cordón umbilical. El doctor Jojanovich
le señala una silla y, cuando ella ha
tomado asiento, él se acomoda en una
butaca de cuero muy vieja y la observa
con atención.
—Y bien, señora Talbert, ¿qué
puedo hacer por usted? Marcia me ha
dicho que quería verme con urgencia.
Danielle respira profundamente y
sonríe.
—En realidad, doctor Jojanovich, yo
no soy la paciente. Soy abogada. Me
llamo Danielle Parkman.
Él arquea una ceja.
—¿Una abogada?
—Sí —dice ella—. Me encuentro en
una situación difícil, doctor. Deje que se
lo explique.
—Sí, por favor —responde el
médico, y apoya las manos huesudas
sobre la mesa—. No les tengo especial
estima a los abogados.
Ella sonríe.
—Como la mayoría de la gente.
Represento a un cliente que se ha metido
en problemas en Plano, Iowa.
Él agita la cabeza.
—Yo nunca he ejercido en Iowa,
señora Parkman.
—Bueno, en realidad el problema es
un homicidio en el que siento decir que
está involucrado uno de sus antiguos
pacientes.
Jojanovich abre mucho los ojos.
—¿Un homicidio?
—Posiblemente, un suicidio.
—Vamos a ver si lo entiendo bien,
señora Parkman —dice el médico
lentamente—. Me ha pedido una cita de
urgencia cuando, en realidad, lo que
quería era hablar de un posible suicidio
o asesinato en Iowa, donde yo nunca he
ejercido mi profesión. Como abogada,
usted debe saber que yo no puedo hablar
de mis pacientes —añade, y agitando la
cabeza, se pone en pie—. Me temo que
no puedo ayudarla. Y ahora, si me
disculpa…
Danielle se interpone en su camino
rápidamente.
—Por favor, Doctor. Mi cliente
puede ser condenado a muerte por el
asesinato de su paciente, si yo no
consigo la información que necesito —
le dice, y vuelve a su asiento. Tal vez, si
ve que ella se sienta, él lo haga también.
El doctor permanece en pie.
—¿Qué paciente?
—Se llamaba Jonas Morrison —
dice ella, pero no ve ninguna reacción
en el semblante de Jojanovich—. Tenía
diecisiete años. Lo admitieron en un
hospital psiquiátrico de Iowa este
verano y murió de… lesiones muy
graves. La autopsia no es concluyente,
así que no sabemos si las heridas se las
infligió él mismo, o fueron resultado de
un homicidio. Mi cliente está acusado de
haberlo asesinado —explica, y mira al
médico a los ojos—. Yo estoy
intentando averiguar lo que usted pueda
saber para poder aclarar la situación.
Jojanovich mira su silla y se sienta.
—¿Y qué es lo que la ha traído hasta
mí?
Danielle saca una hoja de su bolso.
—He estado buscando información
sobre el pasado del niño, pero solo he
encontrado este documento con su firma,
como el médico que lo envió a un
hospital psiquiátrico, Maitland.
—Ummm —dice Jojanovich. Toma
el papel y lo estudia. Cuando termina,
alza la vista—. Creo que ha cometido un
error, señora Parkman.
—Doctor, si lo que le preocupa es la
confidencialidad de su paciente…
—No, señora Parkman. No es ese el
problema.
—Entonces, ¿cuál es? Si quiere
confirmación fehaciente de que soy
abogada…
—No, no. Usted no lo entiende. Yo
no he tenido ningún paciente llamado
Jonas Morrison.
Danielle se queda mirándolo
fijamente.
—Además, yo no soy psiquiatra, ni
ejerzo de pediatra. Nunca lo he hecho.
Danielle se queda asombrada y mira
el papel mientras el médico se lo
devuelve. Está allí escrito, con tinta
negra sobre blanco.
—Doctor, por favor, explíquemelo.
Esto no tiene sentido. ¿No es su nombre
el que figura en la solicitud de admisión
para el Hospital Psiquiátrico de
Maitland en Plano, Iowa?
Jojanovich se pone en pie.
—Lo lamento, señora Parkman. Me
gustaría ayudarla, pero no tengo ni idea
de dónde ha salido esto, y nunca he
tenido un paciente que se llamara así. Y
ahora, si me disculpa… —el médico
camina hacia la puerta.
Danielle dobla la hoja de papel y se
la guarda en el bolso.
—Doctor, tal vez recuerde a su
madre, Marianne Morrison.
—No. Lo siento.
—Deje que se la describa. Es de
estatura media, rubia, con los azules, y
tiene unos cuarenta años…
—No, ya le he dicho que…
—Tal vez, si intenta hacer
memoria…
Jojanovich la mira con paciencia.
—¿Cómo dice que se llama?
—Marianne Morrison.
El médico vuelve a su escritorio con
el ceño fruncido. Ella se da cuenta de
que va a intentar contentarla para que
ceda y se marche. Obviamente,
pertenece a una generación de hombres
que no están acostumbrados a echar a
una mujer de su despacho.
—¿Cómo habla? ¿Y cómo viste?
—Es del sur, de Texas. Lleva ropa
cara y elegante, pero… colorida.
Normalmente usa trajes y joyas. Es
viuda y estudió medicina, pero
finalmente se hizo enfermera. Sé que es
una experta con los ordenadores. Los
usaba mucho cuando trabajaba de
enfermera. Su hijo, Jonas, tenía graves
problemas
mentales.
Nació
en
Pennsylvania —explica Danielle, y su
voz se acalla.
Jojanovich la mira con tristeza.
—Lo siento mucho, señora Parkman.
Ojalá pudiera ayudarla.
Danielle suspira. Sin decir nada
más, se encamina hacia la puerta y le
estrecha la mano. Mientras se despide
de Marcia y empieza a bajar las
escaleras hacia la calle, su mente es un
torbellino. ¿Qué va a hacer ahora? Lo
único que le queda es una dirección casi
ilegible de Chicago que encontró
garabateada en el margen de un
documento de Maitland. Ni siquiera
sabe si tiene algo que ver con Jonas. Si
aquella visita a Jojanovich es un
ejemplo, esa pista es otro callejón sin
salida. ¿Por qué iba Marianne a
falsificar referencias para poder
ingresar a Jonas? No hay duda de que
necesitaba estar en un hospital
psiquiátrico. El doctor debe de estar
mintiendo. O tal vez es que no quiere
involucrarse. Sin embargo, si lo único
que hizo fue enviar a Jonas a Maitland,
¿por qué teme que lo acusen de una
negligencia médica? Danielle sabe la
respuesta antes de que la pregunta
termine de formarse en su mente. Porque
cualquiera puede demandar a cualquiera
por cualquier cosa. Están en Estados
Unidos.
Para a un taxi y se envuelve en su
gabardina. El cielo está encapotado.
Mientras le da la dirección del hotel al
taxista, suena su teléfono móvil. Es
Doaks. Debe de pensar que está en su
apartamento, haciendo exactamente lo
que le han pedido que haga: dejarles
trabajar. Ignora la llamada.
No puede volver con las manos
vacías.
Veinticuatro
Cuando Danielle entra en el
vestíbulo del hotel, el cielo se está
despejando. En el mostrador de la
entrada, el recepcionista le entrega la
llave de la habitación con una sonrisa y
una pregunta amable sobre su día. Ella
murmura alguna respuesta y, por
costumbre, pregunta si tiene mensajes.
Hay uno de Max: «Llámame». ¿Cómo
sabe en qué hotel se aloja? En este
momento no puede llamarlo, porque
todavía no ha conseguido ni lo más
mínimo que justifique aquel viaje
impulsivo a Chicago, y porque tiene que
asimilar el hecho de que esa locura
puede costarle la cárcel, donde no podrá
hacer nada por salvarlo. Tampoco puede
decirle que tal vez su mejor opción sea
aceptar el trato que les ha ofrecido el
fiscal, y que eso significaría que él va a
quedar
encerrado
en
Maitland,
seguramente durante varios años.
Georgia la llamó el día anterior, y
Danielle le dijo qué era lo que estaba
haciendo en Chicago. Georgia se quedó
horrorizada al saber que Danielle se
había arriesgado de esa manera, pero
prometió que no diría nada sobre su
paradero. Le aseguró a Danielle que
Max estaba bien, pero Danielle supo,
por el tono de voz de su amiga, que el
estado de ánimo de su hijo no debía de
ser el mejor. Danielle sabe que debe de
estar frenético porque ella se ha
marchado. Le envía un mensaje de texto
diciéndole que lo quiere y que lo
llamará pronto.
Lo único que quiere hacer es subir a
la habitación y darse un baño caliente, y
olvidar la desesperanza que se ha
apoderado de su vida. El ascensor está
vacío. Cuando llega a su piso, está
agotada. Mete la llave en la cerradura y
entra. Las cortinas están cerradas. Se
quita los zapatos y la chaqueta. De
repente se siente tan cansada que no
tiene fuerzas ni siquiera para bañarse.
Va hacia el dormitorio, pero antes de
entrar, oye algo. Parece que viene de la
sala de estar. Se detiene. Escucha. Nada.
Va de nuevo hacia el dormitorio, pero lo
oye de nuevo. Vuelve de puntillas al
salón. Está oscuro.
Hay alguien sentado en el sofá de
cuero. Es un hombre. Tiene los pies
sobre la mesa de centro de cristal.
—¿Tienes idea de lo tonta que eres?
Ella enciende la luz.
—¡Doaks!
—Sí, Doaks. ¿A quién te esperabas?
¿A los federales?
—¿Cómo me…?
—Soy detective, ¿o es que no te
acuerdas? Convencí a la chica de la
recepción para que me diera una llave
extra de tu habitación. Le dije que era tu
marido, ni más ni menos —dice él,
sonriendo—. Además, es mi trabajo;
encontrar a graciosillas como tú, que
quieren hacer proezas, y volver a
llevarlas a donde tienen que estar.
Tampoco me ha venido mal que ese niño
tuyo te esté siguiendo la pista y confíe en
mí, por lo menos lo suficiente como para
decirnos dónde estabas —Doaks agita la
cabeza y prosigue—: Es un genio con
ese cacharro, sin duda. Y se enfadó
mucho cuando se enteró de dónde
estabas.
Danielle no sabe por qué ha pensado
en algún momento que podía mantener
aquel viaje en secreto.
Doaks lleva una gabardina y un
sombrero de fieltro viejo, y parece que
le ha pasado por encima un rebaño de
alces.
—¿Sabes lo enfadado que está
Sevillas contigo? Alégrate de que
consiguiera convencerlo para que me
dejara venir aquí y llevarte a rastras a
casa. Si se hubiera salido con la suya,
habría enviado a la policía para que te
pusiera unos grilletes y te llevaran a
Plano —dice, y se saca un sobre del
bolsillo de la gabardina—. De Tony.
Ella abre el sobre y se encuentra con
unas palabras escritas a toda prisa en
una hoja.
Danielle:
Por favor, vuelve ahora mismo.
Sabes lo que siento por ti, pero no
puedo proteger a Max de esta manera.
Todo saldrá bien, pero tienes que
hacerme caso. Es la única forma de
poder ayudar a Max.
Tony.
Danielle se sienta frente a Doaks. Lo
único que siente es cansancio.
Agotamiento.
—No voy a intentar defenderme.
—No, seguro que no. Pero ¿qué
demonios estás haciendo aquí? Tengo
que concederte que has sido muy lista
para quitarte la tobillera; si lo averiguan
antes de que volvamos, cosa que dudo,
el viejo Reever va a ser el hazmerreír
del cuerpo. Cuando vi la caja debajo de
tu cama, pensé en ponerle un lazo rojo y
mandársela por Navidad.
—¿Cómo
entraste
en
mi
apartamento?
Él se limita a mirarla.
—Está bien, está bien —dice ella,
con un suspiro.
—Deberías haber respondido al
teléfono móvil —le dice él suavemente
—. Habernos dicho que tenías
problemas femeninos, o algo de eso.
Nos habrías alejado durante unos días.
—Tenía una pista —respondió ella
—. Te pedí que lo investigaras, pero tú
no quisiste.
—Una pista, ¿eh? Pareces Perry
Mason. Entonces, ¿ahí es donde has
estado todo el día? ¿Siguiendo tu pista?
Ella asiente.
—¿Y has conseguido algo?
Ella niega con la cabeza.
—Ummm —murmura Doaks. Baja
los pies al suelo y mira a su alrededor
por la habitación—. ¿Tienes algo de
beber aquí? Estoy seco.
Ella se levanta y saca varias
botellitas de alcohol del minibar. Él
señala dos de ellas. Danielle saca dos
copas y sirve las bebidas. Después de
dar el primer trago, Doaks mira los
papeles que hay sobre la mesa, y su
bolsa de viaje.
—Bueno, señorita, termine la bebida
y haga su equipaje. Tenemos un vuelo a
las seis de la tarde. Si puedo llevarte al
apartamento sin que los de la comisaría
se den cuenta, tal vez salgamos de esta
con el trasero intacto.
Danielle toma un buen sorbo de su
copa.
—No voy a volver. Tengo una cosa
más que investigar.
—No te pongas burra. Vas a hacer la
maleta y vas a venir conmigo. Vamos a
volver a casa a prepararnos para la
vista. No tengo tiempo de andar
vigilándote para que no te metas en líos.
Ella deja el vaso en la mesa y
responde:
—Mira, John, te agradezco mucho lo
que estás tratando de hacer, pero tengo
que investigar esta última pista. Después
iré contigo, te lo prometo.
Él apura su copa y hace ademán de
tomar la de ella. Antes de que Danielle
se la entregue, le estrecha la mano.
—Me alegro mucho de que estés
aquí. En este momento no se me ocurre
otra persona con la que quisiera estar.
Él tiene la voz ronca, pero su mirada
se ablanda.
—Está bien, nenita, será mejor que
me expliques lo que pasa —dice. Alza
la mano derecha y añade—: No digo que
vaya a hacerte caso. Sólo digo que
tienes cinco minutos antes de que te eche
a mi hombro y te lleve a casa. Dispara.
Ella le muestra el papel y la
dirección que está escrita debajo del
nombre de Jonas. Le habla de lo extraño
que es el hecho de que el doctor
Jojanovich enviara a Jonas a Maitland,
de su entrevista con el médico y de lo
que reflejan los documentos de admisión
de Maitland. Él lo estudia todo durante
un momento.
—Esto no es importante. Lo sabes.
Ella suspira.
—Sé que no parece mucho, pero es
lo único que tengo. En alguna parte tiene
que haber información sobre si Jonas
tenía tendencias suicidas o no.
—Pero eso no demuestra que Max
no estuviera tendido junto al chico, ni
que tú no estuvieras intentando sacarlo
de la habitación con el arma homicida
en el bolso. ¿Y qué tienes pensado hacer
ahora, señorita James Bond? ¿Meterte
en alguna casa que ni siquiera sabes si
tiene algo que ver con el niño muerto?
Llevo toda mi vida trabajando en la
investigación, y sé que esto es una
pérdida de tiempo.
—Puede que sí, pero es mi tiempo
—dice ella. Se pone en pie y se calza—.
Y voy a comprobar lo que hay en esa
dirección antes de volver a Iowa.
—¿No quieres saber lo que hemos
averiguado nosotros desde que tú
volaste del nido?
Danielle se detiene.
—¿Qué?
Doaks se acomoda en el sofá y se
pone las manos detrás de la cabeza.
—Hemos investigado un poco sobre
nuestro querido Fastow. No está tan
limpio como piensa esa vieja bruja de
enfermera.
Danielle se sienta.
—¿Qué?
—No he sido yo. Ha sido ese genio
de niño tuyo. Con su teléfono barrió con
Google toda la Internet, aunque no tengo
ni idea de qué significa eso. Nunca he
tenido ordenador, ¿sabes? Bueno, pues
parece que tú tenías razón. Está metido
hasta el cuello en algún tipo de
investigación.
—Pero ya sabíamos que está
haciendo
investigación
sobre
psicotrópicos. ¿No hay nada más
concreto?
—¿Y cómo voy a saberlo? —
protesta él—. Estaba justo en mitad de
ese asunto cuando he tenido que salir
corriendo para apagar otro de tus
fuegos.
—¿Has conseguido que analicen la
sangre de Max?
—He movido algunos hilos.
Supongo que tendremos los resultados
mañana, aunque todavía no sé cómo los
vas a usar.
—Tendré que explicarle a la jueza
cómo conseguí la muestra. Me revocarán
la libertad bajo fianza, pero Tony podrá
hacer una petición para que realicen otro
análisis de sangre que confirme los
resultados del de la muestra que tomé
yo.
—¿Y crees que el tribunal se la
concederá?
—Eso espero. Si los análisis dan el
resultado que creo que van a dar,
podremos aportarlos como prueba de
que lo que hiciera Max fue culpa de las
medicinas que le estaba dando Fastow.
Diremos que no hay ninguna otra
explicación para la agresividad de Max,
y los demás comportamientos extraños
que tuvo.
Doaks agita la mano.
—Como sea.
—¿Y las pastillas? —pregunta
Danielle.
—Lo mismo.
—¿Llegarán a tiempo para la vista?
—En teoría sí —dice él, y se pone
en pie—. Y esa es otra de las razones
por las que tenemos que salir corriendo
de aquí y tomar ese avión. Vamos.
Ella no se mueve.
—No te lo voy a decir dos veces,
Danielle.
Ella se levanta.
—Volveré a Iowa en cuanto haya ido
a investigar esa dirección.
—Maldita sea. Mujeres —dice él.
Toma su sombrero y extiende la mano
para tomar el papel—. Vamos, dámelo.
—No.
Él se acerca a ella.
—He dicho que me lo des.
Danielle obedece.
—No importa. Me sé de memoria la
dirección.
—Eres un prodigio —dice él, y se
mete el papel en un bolsillo de la
gabardina—. Si no tuviéramos tiempo
de sobra, no haría esto. Ahora, siéntate
en ese sofá y no te muevas de aquí hasta
que yo vuelva.
Danielle empieza a discutir con él,
pero mira su mandíbula apretada y lo
piensa mejor. Él se va hacia la puerta.
Ella lo sigue con un sentimiento de
frustración.
—¿Estás seguro de que no quieres
que vaya contigo?
Él la mira.
—Doaks, yo… —a Danielle se le
quedan las palabras en la garganta.
—Sí, me debes una, ya lo sé —dice
él, y aunque gruñe, ella ve afecto
verdadero en sus ojos—. Hazme un
favor, ¿quieres?
—Por supuesto.
—Ten el teléfono móvil encendido y
responde cuando te llame.
Le guiña un ojo y sale de la
habitación. Ella cierra la puerta. Y
espera.
Veinticinco
El cielo está tan negro como el
humor de Doaks. Sobre el parabrisas
cae una lluvia intensa que emborrona las
imágenes. El taxi recorre calles poco
cuidadas. El pavimento tiene baches y
agujeros, y las casas adosadas asoman
detrás de aceras torcidas y cubos de
basura llenos. Allí, el moho es un olor y
un color. Sube desde el suelo y trepa
hasta las vigas.
Doaks conoce aquellas casas,
aquella gente. Son personas trabajadoras
que tienen miedo de esperar que las
cosas mejoren, y más miedo todavía de
que esa esperanza no las haga mejorar.
Por fin, el taxista se detiene junto al
bordillo y señala. Doaks le dice que
espere un rato. Toma su gabardina, sale
del coche y se dirige hacia una casa
vieja de ladrillo, que parece igual que
las demás. Sube al porche y saluda a un
perro labrador que está muy mojado.
Después llama a la puerta. No responde
nadie.
Mira por una ventana sucia con las
manos ahuecadas alrededor de los ojos.
Al frotar el cristal con la manga para ver
mejor, se da cuenta de que la porquería
no está por fuera. Guiña los ojos y
distingue algo de luz en el vestíbulo.
Llama al timbre. Mientras espera,
observa los porches de las casas
contiguas, pero no ve a nadie.
Seguramente están trabajando. Si no
lloviera tanto, habría niños jugando en
la calle o ancianos meciéndose y
fumando; alguien con quien él pudiera
hablar.
Después de cinco minutos llamando,
Doaks suelta una maldición. Se ha
quedado helado. Bueno, ya lo ha hecho.
Tal y como le dijo a Danielle, un
callejón sin salida. Mira el reloj; tiene
tiempo suficiente para ir a recogerla y
marchar al aeropuerto.
Empieza a bajar las escaleras
cuando oye un ruido a sus espaldas. Ve
una figura detrás de la ventana y se
acerca de nuevo. La puerta se abre una
rendija, y habla una mujer con la voz
ronca.
—¿Qué quiere?
—Buenas tardes, señora —dice
Doaks, quitándose el sombrero y
poniéndoselo en el pecho—. Estoy…
—¿Intentando vender algo? —
pregunta la mujer, mientras la puerta se
abre un poco más—. Pues mejor será
que se vaya.
Doaks entrevé a una mujer de
estatura baja y pelo gris. Cuando ella
empieza a cerrar la puerta, él hace el
clásico movimiento de la puntera del
zapato y se lo impide. Antes de que la
mujer reaccione, él ya está hablando.
—Siento molestarla, pero estoy
buscando a una mujer que vive aquí, o
que vivía aquí. Si tiene un minuto para
ayudarme, se lo agradecería mucho.
La anciana empieza a cerrar de
nuevo.
—No hablo con nadie de este
vecindario, señor. Váyase.
—Por favor, señora, es mi esposa —
dice él—. Se ha largado, y usted es la
única que puede ayudarme.
La puerta permanece abierta. La
mujer lo mira de arriba abajo por
encima de la cadena. Doaks pone ojos
de cordero.
—Eh, me quedaré ahí fuera, bajo la
lluvia. Sólo soy un tipo que está
buscando a su hijo, eso es todo.
Bingo.
La puerta se abre, y la mujer aparece
por completo. Él calcula que tiene unos
setenta y cinco años, tal vez ochenta.
Lleva una bata de chenilla muy
desgastada.
—¿Cómo se llama usted? —le
pregunta.
—Edwin Johnson, señora. Soy
fontanero, de Norman, Oklahoma.
—¿Y a quién está buscando?
—A una señora. A mi exmujer.
—¿Y ella cómo se llama?
—Marianne Morrison. Es así de alta
—dice él, y se pone la mano en el pecho
—, rubia, de ojos azules. Cuarenta años.
—Aquí no hay nadie así.
—Sí, señora, lo sé, pero vivió aquí
hace un tiempo. Escribió esta dirección
en este formulario médico de mi hijo.
—Aquí no ha habido rubias. Una
morena, sí. ¿Cuántos años tiene su hijo?
—Diecisiete años.
A ella se le encienden los ojos. Abre
la puerta un poco más y sale al porche.
Él vuelve a sonreír, pero ella ignora su
patético intento de hacerse el simpático.
—Tengo que preguntarle una cosa —
dice la anciana.
—¿Sí, señora?
—¿Su hijo tenía algo especial?
—Sí, claro que sí —responde él—.
Se llama Jonas, y tiene algunos…
problemas. Es autista y se comporta de
una forma un poco rara…
—¿Está dispuesto a pagar sus
deudas? —pregunta ella con una mirada
aguda y clara—. Como es su marido…
—Claro que sí, señora —dice él, y
se agarra las manos como un predicador
—. No tengo ni un dólar, pero siempre
cumplo con mis obligaciones familiares.
Ella lo mira con impaciencia.
—Esa zorra me dejó a deber dos
meses de alquiler. Supongo que no es
difícil para las morenas volverse rubias,
y al revés.
Doaks no puede creer que Danielle
haya dado con algo de verdad, aunque
no sea demasiado. Sigue a la mujer
hacia el interior del vestíbulo, y la
anciana hace que se limpie los pies en
una toalla vieja que usa como felpudo.
Él cuelga la gabardina mojada y el
sombrero en un perchero desvencijado y
va tras ella hacia el salón. La anciana se
sienta en una butaca reclinable del
tiempo en que Eisenhower era
presidente, que tiene el relleno salido.
Sobre una mesita hay un cenicero y un
paquete de Lucky Strike sin filtro. Ella
saca uno y lo enciende. Inhala
profundamente y cierra los ojos, sin
inmutarse ante el primer choque de
tabaco puro. Él saca uno de sus cigarros
Marlboro light y lo enciende.
Permanecen
sentados,
fumando,
mirándose el uno al otro.
El salón es agobiante. La lámpara
del techo emite una luz mortecina que
ilumina los cuerpos de las polillas que
han muerto dentro del cristal durante los
últimos cincuenta años. En la pared hay
manchas de humedad. La televisión está
sobre un cajón de plástico, y parece tan
vieja que él se pregunta si es en color.
Echa hacia atrás la silla e intenta ver
algo más de las escaleras.
—¡Deje de hacer eso! —le dice la
anciana—. No intente fisgonear. Esta no
es su casa, señor. Es mía.
Doaks vuelve a poner cara de
contrito.
—Disculpe, señora. Solo estaba
intentando imaginarme aquí a mi mujer y
a mi hijo, pensar en cómo vivían y
adónde han podido ir…
—Tonterías.
—¿Cómo?
—He dicho «tonterías». Vamos a
dejarnos de bobadas, ¿eh, señor
Johnson? —dice la señora, con una
sonrisa que muestra su dentadura
estropeada. Ya se ha terminado el
cigarro, y apaga la colilla con los dedos
amarillentos en el cenicero—. O mejor
dicho, sea usted quien sea. No es malo,
pero yo soy mejor. No sabe
absolutamente nada de esa mujer y de su
hijo, ¿verdad?
Doaks se queda callado.
Ella sonríe con astucia.
—Tiene cara de detective privado.
Doaks sonríe también. No le importa
que lo haya descubierto, siempre y
cuando hable.
—Sí, tiene razón.
Ella asiente, como si él hubiera
pasado una prueba.
—¿Y por qué ha venido a molestar a
una anciana? —pregunta ella, y al ver la
dirección de su mirada, le hace un gesto
hacia una botella de whisky y un vaso
sucio que hay sobre la televisión. Él le
lleva ambas cosas. Ella sirve una buena
cantidad y le ofrece el vaso a Doaks.
—No se preocupe. Beba usted.
Ella niega con la cabeza.
—Tómelo.
—¿Quiere que vaya por otro vaso?
—pregunta él. Si ella le permite ir a la
cocina, podrá echar un vistazo.
—No, a mí me gusta beber de la
botella —dice la mujer. Entonces le da
un trago al whisky y frunce los labios
con satisfacción—. Vamos a hablar de
negocios.
—Muy bien —dice él—. Sin
tonterías. Un niño autista de diecisiete
años ha sido asesinado, o se suicidó, en
una clínica mental de Iowa. El niño
vivió aquí. Yo estoy intentando
encontrar a la madre.
—¿Y por qué?
—Represento a otro chico que
estaba en el mismo hospital, y a quien
están intentando condenar por el
asesinato. Yo no creo que lo hiciera él.
Quiero recopilar información sobre el
niño que murió para poder demostrar
que se suicidó. ¿Puede decirme algo
usted? ¿Cuánto tiempo vivió aquí esa
mujer? ¿Se dejó algo cuando se marchó?
La anciana sonríe.
—¿Y qué saco yo?
La sorpresa es que no lo haya
preguntado antes.
—¿Qué le parece justo? —dice él, y
alza una mano—. Nada de locuras. Lo
justo.
Ella alza los brazos.
—Mire a su alrededor, señor. Soy
una vieja sin dinero, sin familia, sin
nada —dice, y se toca la sien con el
dedo índice—. Salvo lo que tengo aquí y
los pocos dólares que consigo de
llevarle el alquiler de este sitio
asqueroso a un pez gordo de la ciudad.
¿Le parece que eso es justo?
—Veinte dólares —dice él. Hace
mucho tiempo que dejó de pagar buen
dinero por las historias de las viejas. El
dinero que le dé a aquella mujer solo
servirá para agrandarle el agujero que
tiene en el hígado en cuanto él salga por
la puerta.
—Cincuenta —replica ella con los
ojos brillantes.
—Hecho —responde Doaks. Se saca
dos billetes de veinte dólares y uno de
diez del bolsillo y se los pone en la
mano.
Ella se los cuelga del cinturón de la
bata.
—Si me los metiera aquí —dice,
señalándose el lugar donde en algún
momento estuvo el escote—, se caerían
al suelo en cuanto me pusiera de pie.
—Vamos al grano.
—Era una lagarta, eso es lo que era
—empieza la anciana—. Vivió aquí con
su hijo hace dos años, más o menos.
Tenía el pelo castaño, llevaba ropa
buena e iba muy maquillada. Siempre se
retrasaba con el alquiler. Yo fui tan tonta
como para permitírselo —dice, y se
encoge de hombros—. Era por el niño,
¿sabe? Me daba lástima. Bueno, ella
siempre tenía aquí a gente de la iglesia,
de día y de noche. Ellos cuidaban al
niño mientras ella iba a trabajar. El niño
era un desastre. Siempre estaba
haciendo ruidos raros y arañándose.
Después de un año de estar aquí, se
marchó.
—¿Y sabe usted dónde fue?
—No —dice, y le sirve otro trago a
Doaks—. No lo sé y no me importa.
Pero el dueño me echó una buena
bronca, eso sí puedo decírselo.
—¿Se dejó alguna pertenencia?
—¡Ja! Se dejó un montón de
porquerías, eso es lo que se dejó. Este
sitio era un asco.
Él suspira.
—¿Se dejó algo en lo que figurara su
nombre? ¿Alguna factura, algún
cuaderno, alguna chequera?
Ella entorna los ojos como un gato
que mira a su presa. Entonces, él se saca
otros veinte dólares del bolsillo.
—No se los daré a menos que usted
me dé algo a mí. Y no me refiero a una
bota vieja o a unas horquillas. Me
refiero a algo que lleve su nombre, algo
que yo pueda usar.
—No hay mucho —admite ella.
—¿Mucho de qué?
—Ya se lo he dicho. Dejó este sitio
hecho un asco: ropa sucia, comida y
basura en la cocina… Lo tiré casi todo.
Había papeles viejos, facturas, cosas de
esas. Pero todavía tengo una caja de
cosas suyas en la buhardilla —dice la
anciana, y señala hacia arriba mientras
mira con avidez el dinero que él tiene en
la mano.
—No tan rápido —le dice él. Se
mete los veinte dólares al bolsillo y se
pone en pie—. Primero enséñemelo. Si
no hay nada que merezca la pena, usted
se queda con sus cincuenta dólares y yo
me voy, ¿entiende?
La mujer le lanza una mirada
asesina, pero se levanta también.
Después va caminando lentamente hacia
las escaleras y empieza a subir. Cuando
llegan arriba, entran en un dormitorio
muy pequeño, en el que cabe poco más
que una cama. Ella señala un armario. Él
abre la puerta y mira el interior. Está
lleno de ropa que apesta a ambientador
de lavanda. Doaks aparta algunas cosas
con un pie.
—¿Tiene una escalera? —pregunta.
Ya está sudando como un estibador.
El aire de aquella habitación no se ha
movido desde el año mil novecientos
veintiocho. Ella le señala un rincón, y él
coloca una silla bajo la trampilla del
techo, que es tan bajo que se puede
asomar la cabeza al ático solo con
ponerse en pie. Está oscuro como la
boca del lobo, salvo por algunos rayos
de luz que entran por los agujeros del
techo. Él gruñe al impulsarse con las
manos para subir al suelo de la
buhardilla a través del hueco. Después
de varios intentos y bastantes
palabrotas, por fin lo consigue. Percibe
un olor a heces de ratón, a moho y a
podredumbre.
—Maravilloso.
—Hay un interruptor de luz en algún
sitio —le dice la anciana—. No se
siente sobre él.
—Y me lo dice ahora —murmura él.
Palpa a su alrededor, pero sólo toca
suciedad y madera podrida. Por fin sus
dedos topan con el interruptor, que
sobresale de una vieja viga. Lo
enciende. Nada—. ¿Tiene una linterna?
Parece que la anciana tampoco tenía
mucha fe en el interruptor. Mientras él
está ahí arriba, ella ha ido a buscar una
linterna decente. Se la lanza, y Doaks la
agarra. Está tan acalorado que le caen
gotas de sudor por el pecho.
—Primero, la maldita lluvia, y ahora
este maldito infierno —farfulla.
Le gustaría ver a Sevillas allí, entre
ratas y excrementos.
Suena su teléfono móvil. Se lo saca
del bolsillo y responde:
—¿Qué?
—Soy yo, Danielle.
—Pensaba que eras la Reina de
Saba —gruñe él—. Estoy hundido hasta
las rodillas en mierda de rata.
—¿Has averiguado algo?
—No, tal y como te dije. Espero que
tengas la maleta hecha, porque nos
vamos dentro de una hora.
—Por
favor,
Doaks,
sigue
intentándolo —le ruega ella—. Es la
única pista que tenemos.
—Entonces deja de molestarme —
dice él—. Le dedicaré dos minutos más,
y después me marcho de aquí.
Cuelga el teléfono y vuelve a
metérselo en el bolsillo. Enfoca con la
linterna hacia el suelo, y ve tres cajas de
cartón. Alumbra la primera; está llena
de fotografías de una versión más joven
de la mujer que está abajo. Está claro
que la edad le ha pasado factura. La
segunda se deshace cuando intenta
abrirla. Llega a la tercera y aparta las
solapas.
Bolsos
viejos,
zapatos
desparejados, un paraguas que ha
perdido casi todas las varillas.
Encuentra un collar de cuero rojo con
una cajita adosada y lo ilumina con la
linterna. Es un collar de castigo para
perros.
Doaks se siente frustrado. Allí no
hay nada, solo unas porquerías que
cualquiera tiraría si escapara sin pagar
el alquiler.
—¿Por qué esa vieja me ha hecho
subir, con cincuenta y seis años de edad,
hasta aquí arriba, si sabía que solo iba a
encontrar mierda de rata? —se pregunta.
Se inclina por la trampilla del ático y
grita—: ¡No he encontrado nada!
—¡Busque en la caja! —responde
ella con impaciencia.
—¿Por qué no sube usted aquí y
mira en esa apestosa caja?
Mira de nuevo la tercera caja y,
finalmente, le da la vuelta. El aire se
llena de polvo, y de la caja cae un papel
que flota hasta el suelo. Doaks lo toma y
lo alumbra con la linterna.
Estimada señora Morrison:
Le agradecemos que se haya puesto
en contacto con Hipotecas Americanas
para el Hogar en relación a su posible
adquisición de una residencia en 2808
Leek
Street,
Phoenix,
Arizona.
Lamentamos informarla de que no
podemos ayudarla en la financiación de
esta propiedad…
Doaks le da la vuelta al sobre para
ver la fecha.
Es del siete de abril de dos mil
nueve. Unos pocos meses antes de que
Marianne llevara a Jonas a Maitland.
Vuelve a darle la vuelta.
Tal y como solicitó, vamos a
remitir una copia de esta carta a
sus direcciones de Chicago y
Arizona, para que pueda
recibirla en caso de que esté
trasladándose. Desert Bloom
Apartments, Unit 411, 6948 E.
Ranch Road, Phoenix, AZ
85006.
Doaks apaga la linterna, se guarda el
papel en el bolsillo y baja rápidamente.
Con la luz del dormitorio, se da cuenta
de que está cubierto de una capa negra:
suciedad,
excrementos,
alas
de
insectos… Huele como si se hubiera
revolcado en estiércol de elefante. La
anciana lo está esperando. Arruga la
nariz.
—No es mi ático, señora —dice él,
y se saca el papel del bolsillo—. ¿Cómo
dijo que se llamaba esa mujer?
—Shannon Miller.
—¿Alguna vez vio su documento de
identidad?
Ella lo mira con amargura y agita
una mano.
—¿Le parece que esto es el Ritz?
Doaks se encoge de hombros y se da
la vuelta para marcharse. Mira el reloj.
Son casi las cinco. Ya no van a poder
tomar ese vuelo de las seis. Tiene que
volver al hotel y decirle a Danielle lo
que ha encontrado. Después necesitan
llamar a Sevillas. La anciana lo toma
del brazo.
—Quiero mi dinero.
—¿Por qué? ¿Por una porquería de
papel? —pregunta él, y cabecea—. Ni
hablar.
—Teníamos un trato. ¡Mi dinero!
Ella lo va maldiciendo por todas las
escaleras. En el vestíbulo, Doaks toma
su gabardina y su sombrero. Ella se
plantifica en la puerta, en jarras, para
impedirle el paso.
—Si no ha encontrado nada, ¿por
qué se lleva ese papel?
Él se saca los veinte dólares del
bolsillo y se los pone en la mano.
Después le hace una reverencia.
—Y, señora —dice con un guiño—,
le doy las gracias por su hospitalidad y
le deseo una larga vida.
Antes de que ella pueda responder,
él vuelve al taxi y le indica al taxista
que lo lleve a toda velocidad al hotel.
—Odio a las mujeres viejas —dice,
dirigiéndose a nadie en particular.
—Las
jóvenes
tampoco
son
precisamente maravillosas —responde
el conductor.
—Sí —dice Doaks—, pero por lo
menos, cuando te fastidia una joven, no
te sientes tan mal.
Veintiséis
Danielle cierra la cremallera de la
bolsa de viaje y mira el reloj. Son casi
las cinco. Acaba de recibir un mensaje
de
Max.
Está
haciendo
más
investigación y quiere que ella vuelva,
ya. ¿Dónde está Doaks? Espera que su
retraso se deba a que ha encontrado algo
bueno por fin. Seguramente está
atascado en el tráfico de Chicago. Justo
cuando va a intentar llamarlo otra vez,
alguien llama a la puerta de la
habitación. Abre. Lo que ve no es lo que
esperaba.
El doctor Jojanovich está en el
umbral, con el sombrero entre las
manos, pálido.
—Señora Parkman.
—Doctor Jojanovich —dice ella—.
Qué… sorpresa.
Él señala débilmente con el
sombrero hacia el salón.
—¿Puedo pasar?
Danielle se aparta.
—Por supuesto. Pase, por favor.
El médico avanza lentamente.
Danielle lo ve sentarse en una butaca.
—Doctor, espero que no molestarlo,
pero no tiene buen aspecto.
—Lo que me ocurre, señora
Parkman, no tiene nada que ver con la
salud.
—¿Quiere darme su abrigo? ¿Le
apetecería tomar algo?
—No se preocupe por el abrigo —
dice él—, aunque no me vendría mal un
whisky, si tiene.
Danielle sirve un whisky con hielo y
se lo da. Él toma un sorbo y sus mejillas
recuperan algo de color.
—Perdone que haya venido sin
llamar primero. Mi secretaria anotó el
nombre de su hotel y el número de su
habitación en mi agenda esta mañana —
explica él, y mira su bolsa de viaje—.
Veo que se va de Chicago.
—Se supone que tenía que tomar un
vuelo a las seis de la tarde —dice ella
—, pero me temo que me he retrasado.
Jojanovich mira al suelo. Cuando,
por fin, alza la vista, tiene una mirada
triste.
—Seguro que quiere saber por qué
he venido.
Danielle asiente.
—No sé si algo de lo que voy a
contarle puede beneficiar a su cliente,
pero no quiero ocultar la información
que tengo sabiendo que puede afectar a
la vida o la muerte de una persona.
—Yo quiero oír cualquier cosa que
tenga que contarme.
Jojanovich se retuerce las manos.
Después las suelta y comienza su relato.
—Hace dos años, señora Parkman,
contraté a una mujer para trabajar en mi
consulta. Esta mujer era una magnífica
enfermera. Nunca la había tenido mejor.
De hecho, era tan buena en su trabajo
que a menudo me preguntaba cómo
podía ser tan afortunado de tenerla allí,
cuando
mi
consulta
no
es
precisamente… de altos vuelos —dice,
y se le encorvan los hombros—.
Después de varios meses, me sugirió
que podía encargarse también de las
tareas administrativas de la consulta. Yo
accedí inmediatamente. Nunca había
conocido a nadie igual Tenía una energía
ilimitada. Mis pacientes la adoraban, y
con ella en la consulta todo iba como la
seda. Todo siguió así durante un año. Se
llamaba Shannon Miller. Me temo que
puede ser la misma persona por la que
me ha preguntado usted hoy.
Danielle hace un esfuerzo por seguir
pensando como una abogada.
—¿Por qué piensa eso?
—Porque encaja con la descripción
que usted me dio.
—¿Era rubia?
—No, pero todo lo demás coincide.
La altura, el acento sureño, la habilidad
con los ordenadores… En dos meses esa
mujer informatizó toda la gestión de la
consulta. Era un hacha. Yo ni siquiera
sabía cómo utilizar esa maldita cosa…
—el médico sonríe tristemente—. Se
suponía que un día iba a enseñarme.
—¿Cómo organizó la consulta?
Él se encoge de hombros.
—Compró un software de gestión
médica. Introdujo las listas de los
pacientes, las historias clínicas, las
citas, los informes de laboratorio, la
correspondencia.
Se
ocupó
absolutamente de todo.
—¿Y todo con el ordenador?
—Sí —dice él—. Pensaba que mi
forma de llevar la consulta era muy
anticuada. Y seguramente tenía razón.
Danielle lo observa.
—¿Por qué se marchó, doctor?
Jojanovich saca un cigarro.
—¿Le importa?
—No, en absoluto.
Jojanovich enciende el cigarro, da
una calada y después exhala pequeñas
nubes de humo.
—Se marchó… por varias razones.
—¿La despidió usted?
—No. Pero supongo que tenía que
haberlo hecho.
—¿Por qué?
Él evita su mirada.
—La señorita Miller dejó el trabajo
sin previo aviso. Un día, las cosas iban
perfectamente, y al día siguiente… se
había marchado.
—Estoy muy desconcertada, doctor
—dice Danielle—. Dice que ella se
marchó por varios motivos. Después
dice que desapareció.
El médico alza la vista con una
expresión de tristeza absoluta.
—Descubrí esos motivos después de
que se fuera.
Danielle le toca el brazo.
—Lo entiendo. Por favor, dígame
qué fue lo que ocurrió.
Él yergue los hombros.
—Muy bien. Pero antes de que yo se
lo diga, tiene que darme su palabra de
que no va a alertar a las autoridades de
sus actividades en Illinois. No quiero
que la acusen de nada. ¿Entiende?
—Yo no tengo ningún control sobre
lo que puedan hacer las autoridades de
Illinois, pero no tengo intención de
ponerme en contacto con ellas. ¿Le
parece satisfactoria mi respuesta?
—Sí —dice él con alivio, y empieza
a hablar de nuevo—. Cuando se marchó
la señorita Miller, yo me quedé
horrorizado. Aquella mujer lo había
llevado todo con tanta diligencia que yo
no tenía ni idea de lo que debía hacer
cuando ella se fue. ¿Ha visto el
ordenador que hay sobre mi escritorio?
Danielle asiente y recuerda que el
ordenador ni siquiera estaba enchufado.
—Bien, cuando se marchó, yo no
siquiera podía averiguar cuándo tenía
una cita, y mucho menos qué facturas
había que pagar, ni cómo acceder a las
historias de mis pacientes. Cuando
Shannon estaba allí, yo escribía los
comentarios sobre los pacientes durante
sus visitas, y ella transcribía las
anotaciones en sus historias, en el
ordenador. No sé. A mí siempre me
pareció que estaba bien guardar las
historias en carpetas, pero Shannon
quería que todo estuviera informatizado.
Después de que se fuera, tuve que llamar
a una empresa para que me dijeran cómo
seguir llevando la consulta. Me llevó
semanas organizarlo todo de nuevo.
Contraté a una nueva enfermera y volví a
tener una recepcionista en la entrada.
Quería que todo volviera a escribirse
sobre papel, sobre un soporte que yo
pudiera ver. Hice que la nueva chica
subiera las carpetas del sótano, donde
las había dejado Shannon después de
meterlo todo en el ordenador.
—¿Y qué pasó entonces?
El médico suspira.
—La nueva empleada me trajo las
historias al despacho. Me pidió que las
mirara porque le creaban confusión. Me
las llevé a casa y las leí
cuidadosamente. Todas las historias
estaban cambiadas.
—¿A qué se refiere?
Él aparta la mirada.
—Cuando revisé los documentos de
los pacientes y lo que yo había anotado
durante las consultas, me di cuenta de
que las versiones que había en el
ordenador eran… diferentes.
—¿Diferentes? ¿En qué sentido?
Jojanovich cabecea.
—La versión de la computadora, la
que figuraba en la historia clínica oficial
del paciente, no correspondía con lo que
yo había anotado sobre ese paciente.
Los cambios eran sutiles en algunos
casos, pero en otros, no tanto. En
algunos casos, aunque el estado del
paciente estaba descrito correctamente,
la medicación o el tratamiento que yo
había recetado no.
Danielle no puede evitar tomar aire.
Recuerda todo lo que sabía Marianne
sobre la contraseña de las enfermeras y
el procedimiento de seguridad del
hospital. Se imagina los dedos de
Marianne volando sobre el teclado del
ordenador de Maitland. ¿Cambiando los
registros de Jonas? ¿O los de Max?
Jojanovich no percibe su reacción.
—Muchas de las medicinas que
figuraban en los registros informáticos,
de hecho, estaban contraindicadas para
lo que yo había diagnosticado. En
algunos casos, las medicinas que ella
había escrito podían haber puesto en
peligro al paciente y podían haberle
causado serios daños.
«Oh, Dios mío», piensa Danielle.
«Jonas. Max».
—¿Y por qué iba a hacer eso?
El rostro del médico se oscurece.
—Llegaré a eso en un momento.
También descubrí que Shannon había
creado sus propios formularios médicos
con mi nombre. Parece que anotaba el
nombre del paciente, la historia médica,
la fecha de la visita… Ese tipo de cosas.
Shannon hizo un sello con mi firma —
explica él—, de modo que no tuviera
que molestarme a mí con las firmas
rutinarias de correspondencia. En otras
palabras, inventó síntomas y protocolos
de tratamiento. Al principio no lo creí,
pero cuando comprobé que había más de
veinte historias falsificadas, no me
quedó más remedio que aceptarlo.
—¿Y escribió usted recetas para los
medicamentos que ella anotó en las
historias falsas?
—Sinceramente, señora Parkman —
dice él—, no lo sé. Todos los médicos
que tienen una enfermera competente le
permiten que escriba las recetas en un
recetario firmado. Ella era una
enfermera excelente. Yo no tenía
motivos para desconfiar. Hasta más
tarde.
—¿Y sus pacientes se quejaron de
síntomas o problemas poco corrientes?
—pregunta Danielle. Está pensando en
Max,
en su letargo,
en su
comportamiento violento, en la muerte
de Jonas. Se estremece.
—Cuando Shannon se fue, algunos
de ellos me informaron de síntomas
irregulares, distintos a lo que yo hubiera
esperado, pero los llamé e hice
consultas gratis —dice Jojanovich—.
Tuve que cambiar varias de las
medicinas que Shannon había recetado
sin mi conocimiento. Por suerte, ninguno
de los pacientes se vio gravemente
afectado. Pude corregir todos los
problemas.
—Pero ¿por qué hizo eso? ¿Qué
motivo podía tener para recetar
medicamentos contraindicados a sus
pacientes?
—Por
supuesto
—dice
él
suavemente—, todo resulta muy extraño
hasta que una mujer entra en tu consulta
y te pregunta por un paciente a quien tú
nunca has visto, que ha sido asesinado, y
te muestra un documento con tu firma.
Danielle reflexiona sobre lo que le
ha dicho el médico. Esa misma pregunta
le preocupa a ella. ¿Por qué tuvo
Marianne que falsificar la referencia
para que Jonas pudiera entrar en
Maitland? ¿Y por qué eligió a un médico
a quien había estado a punto de llevar a
la ruina? Era una estupidez. Y Marianne
no era precisamente estúpida.
—¿Por qué Shannon lo puso a usted
como referencia para su hijo cuando
sabía que iba a descubrir lo que había
hecho cuando ella se fuera?
El semblante del médico refleja su
miedo.
—Esto es muy difícil para mí,
señora Parkman. Hay otro aspecto de
este asunto, pero me siento reticente a
hablar de él.
—¿Cuál es?
—El chantaje.
Danielle avanza hasta el borde del
sofá. Jojanovich la mira con una
advertencia en los ojos.
—Debe prometerme de nuevo que
no va a usar nada de lo que yo le diga
para demandar a la señorita Miller.
—Le he dado mi palabra, doctor.
Puede confiar en mí.
Él asiente.
—Cuando la señorita Miller llevaba
unos seis meses trabajando para mí,
nuestra relación… cambió. Le atribuyo
gran parte de mi incapacidad para
detectar las actividades de las que le he
hablado a este lapsus por mi parte.
—Tuvo una aventura con ella.
El médico asiente.
—Y ella inventó los documentos y
escribió recetas falsas para chantajearlo
por si no quería usted enviar a Jonas a
Maitland.
Él niega con la cabeza.
—No. Yo nunca supe que tenía un
hijo.
—¿Ella nunca le mencionó a Jonas?
—Nunca. Quería que me divorciara
de mi mujer y me fuera a vivir con ella a
Florida. Me dijo que yo era el amor de
su vida. Que nunca había soñado…
—¿Y en qué consistió el chantaje?
—Ah, sí.
Él se saca un papel del bolsillo y se
lo entrega a Danielle. Es una fotocopia
de una hoja con el membrete de
Jojanovich.
Mi querida Shannon:
Escribo esta carta lleno de emoción.
Como te he dicho muchas veces durante
el tiempo que hemos podido pasar
juntos, te quiero desde el primer
momento en que te vi. No solo porque
has sido la mejor enfermera que he
tenido el placer de contratar, sino
también por tu belleza, por tu
compasión, por tu personalidad y tu
evidente inteligencia.
Te envío esta carta porque soy
demasiado débil como para dejar a mi
mujer. Siento una enorme tristeza y
desesperación, pero debo dejarte libre.
Soy un viejo, y tú eres una mujer joven y
bella. Podrás conquistar a cualquier
hombre que quieras.
Debo confesarte otra cosa. Me
mortifica admitir que, a causa de mi
obsesión por ti, no les he dedicado a mis
pacientes toda la atención que merecían.
De hecho, albergo el miedo de haber
cometido varios errores diagnósticos y
de tratamiento, que llegan al nivel de la
negligencia médica.
Sé que esta carta te va a destrozar,
no solo emocionalmente, sino también
económicamente. Quiero que puedas
construirte una nueva vida sin
preocupaciones, así que te adjunto la
cantidad de ciento setenta y cinco mil
dólares. Voy a regalarte esta suma en
efectivo, porque no quiero que tengas
que pagar impuestos por ella. Es tuya, y
puedes hacer con ella lo que te plazca.
Por favor, no te pongas en contacto
conmigo. Sería desastroso para ambos.
Boris.
Danielle encuentra el formulario que
ella ha llevado consigo desde Plano, y
compara la firma del doctor que figura
en ambos papeles. Son idénticas. Mira a
Jojanovich, que tiene los ojos clavados
en el suelo.
—Usted no escribió esto.
Él sonríe con amargura.
—Claro que no, señora Parkman.
Después de que ella se marchara, recibí
un sobre grande por correo. No tenía
remite.
—Siempre una secretaria eficiente.
Él asiente.
—El membrete y la firma eran las
mismas que ella usó cientos de veces en
la oficina cuando gestionaba la
correspondencia. Solo tenía que escribir
el texto al paciente.
Danielle asiente.
—Entonces, ella tiene la carta
original en alguna parte. Y si alguien se
la pide, dirá que se la envió usted.
—Exacto.
—¿Le envió el dinero?
—Sí —responde él con tirantez—.
Tuve que sacarlo de mi jubilación, pero
le envié el dinero.
—¿Intentó ir a su casa de Chicago?
—Sí, una vez. Pero ella ya se había
marchado.
—¿Y se ha puesto en contacto con
usted desde entonces?
—No. ¿Por qué?
Danielle no sabe qué más puede
preguntar.
—¿Puedo quedarme esta fotocopia?
—En realidad, desearía que se la
quedara. No quiero volver a verla —
dice él, y suspira—. Bueno, señora
Parkman, esta es mi historia. Una
historia patética de un viejo idiota que
fue engañado. Seguro que no es nada
original.
Danielle asiente. Jojanovich se
levanta con esfuerzo de su asiento, como
si el hecho de haber relatado su
desgracia le haya hecho más viejo que
cuando empezó. Danielle lo toma del
brazo mientras lo acompaña hacia la
puerta. Él se lo permite. Ella abre la
puerta mientras él se pone el sombrero y
se abrocha la gabardina.
—Doctor —dice—, no sé cómo
darle las gracias. Ha sido muy valiente
por venir. Y ha hecho lo correcto.
—Debí haberlo hecho hace mucho
tiempo, señora Parkman —dice él con
tristeza—. Mucho tiempo.
La puerta se cierra tras él. Danielle
se da la vuelta y se acerca a la ventana.
Todo lo que le ha contado Jojanovich le
hierve en la cabeza. Intenta encajar las
piezas de Marianne en Maitland, la
muerte de Jonas y la medicación de
Max. Mira la bolsa de viaje; no va a ir a
ninguna parte hasta que consiga aclarar
todo eso. Observa la ciudad brillante
desde la ventana de la habitación,
aunque en realidad no ve nada. Siente un
cosquilleo en la nuca. Está crispada.
Veintisiete
Danielle ve pasar las luces de la
ciudad. Doaks y ella van camino del
aeropuerto de Chicago. Ella deja de
teclear en el ordenador y lo guarda en su
maletín. El trayecto es silencioso; están
en punto muerto. Pese a lo que han
descubierto sobre Marianne, Doaks se
empeña en que llamen a Sevillas antes
de seguir con la investigación. Danielle
le pide que vayan a Phoenix. Hay mucho
tráfico.
Doaks le da su teléfono.
—Haz esa llamada.
—¿Para qué? Ya sabes lo que va a
decir.
—Y tú sabes que tiene razón —
replica Doaks, y marca el número. Hay
una pausa—. Sí, sí, ya lo sé. Eh, no las
pagues conmigo, colega. Es tu cliente,
¿no te acuerdas? —hay otra pausa—.
Bueno, hemos descubierto algunas cosas
que merecen la pena.
Doaks le explica lo que han
averiguado sobre Marianne: su aventura
con el doctor, su chantaje, la
falsificación de la historia de Jonas y la
dirección que tenía en Phoenix. Hay otro
silencio.
—Sí, ya te oigo. No estoy sordo. Ni
hablar. Yo no soy tu mensajero. Díselo
tú —dice Doaks, y le da el teléfono a
Danielle.
Ella suspira y se lo pone en la oreja.
Se imagina la mandíbula apretada de
Sevillas, su ira contenida.
—Hola.
—¿Eso es todo lo que tienes que
decirme?
—Tony, mira, lo siento…
—No empieces con eso, Danielle —
dice él, en un tono de frustración y
ansiedad—. Toma ese vuelo. No quiero
excusas. No quiero explicaciones.
Tienes que aparecer en la vista de
mañana. ¿Sabes en qué lugar me vas a
dejar frente al tribunal si no asistes a la
vista de tu libertad condicional? No
pienso cometer una falta de ética
profesional, ni echar por tierra mi
carrera solo para que tú puedas hacer
una caza de brujas absurda.
—Sé que te pongo en una situación
muy difícil, pero…
—Olvídate de mí. Piensa en ti
misma, y en Max.
—Estoy pensando en él.
—En este momento, tu hijo está
fuera de sí porque te has marchado,
investigando todo lo que puede sobre
Fastow, intentando demostrar que lo
hizo él, para que tú vuelvas. Aunque
Georgia esté aquí, no creo que Max
pueda soportarlo mucho más.
—Pero está bien, ¿no? —pregunta
ella con ansiedad.
—Hasta el momento sí —dice él—.
Georgia está aquí conmigo. Ella lo ha
visto. Como es tu mejor amiga, tal vez le
hagas caso a ella.
Danielle oye un sonido y después, la
voz de Georgia.
—Danny, Max está bien. Acabo de
estar con él. Pero ¿sabes que cuando
está muy nervioso o asustado se
concentra de un modo maniático en
algo? Pues es lo que está haciendo
ahora.
Danielle cierra los ojos. Tiene
miedo.
—¿Crees que está a punto de sufrir
una crisis? Dímelo, e iré para allá
inmediatamente.
—No —dice ella lentamente, como
si quisiera ocultar lo que están hablando
para que no lo oiga Sevillas—. Max está
consiguiendo esconder la mayoría de las
pastillas, y yo no he notado ninguna
señal de que esté perdiendo el contacto
con la realidad. Pero de todos modos,
tienes que volver para asistir a la vista.
—Pero ¿crees que, siempre y cuando
cumpla eso, debería seguir con lo que
estoy haciendo si significa que
posiblemente podré poner en libertad a
Max?
—Yo diría que es cierto —dice
Georgia lentamente.
—¿Entiendes por qué pienso que ir
tras Fastow no es la respuesta?
—Sí, lo entiendo, y estoy de acuerdo
contigo. Sólo sería un arreglo temporal.
—Volveré a tiempo para ir a la
vista. Te quiero, Georgia. Cuida a mi
niño hasta mañana.
—Muy bien. Voy a estar con él hasta
que se quede dormido, y mañana lo
llevaré a la vista con nosotros.
Danielle siente un alivio abrumador.
—Que Dios te bendiga, Georgia.
—Yo también te quiero, Danny.
Otro susurro. Después, Tony.
—No sé de qué estabais hablando,
pero no creo que Georgia entienda la
gravedad de tu situación.
—Tony, por favor, compréndeme.
Tengo que ir a Phoenix. Volveré a
tiempo para la vista.
—Escúchame,
Danielle.
Has
quebrantado los términos de la libertad
bajo fianza. Ahora eres una delincuente
a la fuga. En la comisaría hay un gran
revuelo. Se han dado cuenta de que tu
monitor no se mueve. ¿Es que te crees
que, porque sean de Iowa, son idiotas?
Lo único que tuvo que hacer tu hijo es
encender su maldito teléfono.
Ella
lo
oye
tomar
aire
profundamente. Transcurre un momento.
—Lo único que me importa es lo que
os ocurra a Max y a ti. Y, a menos que
aparezcas en la vista de mañana, van a
conseguir una orden de registro de tu
apartamento. Cuando averigüen que no
has estado allí, organizarán un control en
el aeropuerto de Des Moines y te
pondrán las esposas en cuanto bajes del
avión.
Ella siente terror.
—¿Qué les has dicho?
—Que estás enferma, en cama. Que
estás tan enferma que no te has movido
en cuarenta y ocho horas. Que tengo
pensado pedir un informe médico por si
lo pide el juez. Que ese maldito
dispositivo está estropeado otra vez.
—Tony, de veras lo siento, pero
tenemos una buena pista. Marianne…
—Olvídate de Marianne. Eres
abogada, así que compórtate como tal.
¿Qué importancia tiene que chantajeara
a un hombre con quien tenía una
aventura? ¿Qué importancia tiene que
falsificara anotaciones de historias
médicas? Esto es un caso de asesinato,
Danielle, no de delitos económicos.
—Pero… yo estoy segura de que
ella está involucrada en el asesinato de
Jonas.
—¿Por qué?
—Porque es una mentirosa y una
extorsionadora —dice ella—. Porque
utilizó información falsa para ingresar a
Jonas en Maitland, cuando no era
necesario.
—Te estás aferrando a una esperanza
inútil, Danielle —dice él con cansancio
—. Estoy intentando ayudarte y salvar a
Max, demonios, y tú estás haciendo todo
lo posible por estropearlo.
—Tony, por favor, escúchame —
dice ella—. Espero que entiendas lo
mucho que… me importas.
—Y tú a mí —dice él—. Pero no
podemos ir a ninguna parte si sigues con
esto. Escucha, todo ese asunto de
Fastow ha dado resultado. Él lo hizo.
—¿Qué?
—Que por fin tenemos un verdadero
sospechoso, aparte de Max. Ya puedes
dejar de intentar cargarle el asesinato a
la madre. Tengo los resultados del
análisis toxicológico de Smythe y del de
sangre de Max, y la descomposición
química de las cápsulas.
—¿Y qué dicen?
—Que tenías razón —responde Tony
—. Se ocultó que despidieron a Fastow
del hospital vienés en el que trabajaba.
Había
desarrollado
un fármaco
psicotrópico supuestamente milagroso
que, aunque era asombroso en algunos
sentidos,
también
tenía
efectos
secundarios dañinos. Creen que Fastow
falsificó datos durante las pruebas
clínicas, pero el hospital no pudo
probarlo, así que lo despidieron.
Entonces,
Fastow
amenazó
con
demandarlos por incumplimiento de
contrato, porque sabía que no podían
demostrar nada. Parece que le dieron
buenas referencias solo para librarse de
él. De cualquier modo, está claro que
Fastow lleva mucho tiempo intentando
crearse una buena reputación. Max
averiguó que tiene vínculos con una
farmacéutica suiza con la que va a
patentar un fármaco nuevo. Ese niño…
es increíble.
Ella solo puede ver las cápsulas
azules.
—¿Qué clase de fármaco?
Se oye un movimiento de papeles.
—El informe definitivo de Smythe y
los resultados de toxicología coinciden.
El laboratorio no pudo identificar los
químicos que había en la sangre de Max.
Se los han enviado a un especialista de
Nueva York para que haga más análisis.
Nadie sabe qué es la sustancia.
Ella cierra los ojos.
—Max —susurra. Abre los ojos y
dice—: Tony, tienes que conseguir una
orden contra Fastow y Maitland, para
que dejen salir a Max del hospital. Max
sigue allí, tomando esas pastillas, salvo
las que haya podido esconderse debajo
de la lengua y tirar por el váter. Tienes
que detenerlos. Dios sabe a qué otros
pacientes habrá envenenado ese hombre.
—Lo que tengo planeado, cosa que
sabrías si hubieras estado aquí, es hacer
un careo entre Fastow y Smythe durante
la vista, y pedir una orden para que le
den el alta a Max. Esa sería la manera
más rápida de conseguir que el tribunal
nos la conceda —dice—. Estoy
buscando al abogado que gestiona la
patente del fármaco para poder
requerirle el expediente. Seguramente no
lo tendré a tiempo para llevarlo a la
vista, pero de todos modos lo
conseguiremos —dice Tony, y hace una
pausa—. ¿Dónde estáis, exactamente?
Danielle mira por la ventanilla. El
tráfico ha empezado a moverse.
—Estamos a diez minutos de
O’Hare.
—De vuelta —dice él.
Ella se queda en silencio. Danielle
no puede negar que lo que él ha dicho es
completamente lógico. Sin embargo…
—Cariño —dice él. La palabra
parece fuera de lugar, pero suena bien
—. Por favor. Sabes que tengo razón.
A Danielle se le acelera el corazón
al oír aquella expresión de afecto, pero
su cabeza toma las riendas.
—Lo siento, Tony. Sé que lo que voy
a hacer parece algo absurdo, teniendo en
cuenta los riesgos. Pero tengo que seguir
esta pista de Marianne.
—Te van a encerrar y a tirar la llave
al mar —dice Doaks.
Tony emite un sonido de frustración.
—Nos replantearemos la defensa
cuando Fastow testifique.
Danielle mira a Doaks. Sabe que
Sevillas le ha convencido de que ese es
el mejor camino antes de que el
detective le pasara el teléfono. Doaks se
encoge de hombros.
Ella hace una pausa.
—Está bien —dice lentamente—.
Volveré. Pero tienes que prometerme
que vas a requerir que dejen salir a Max
de Maitland a primera hora de la
mañana.
—Trato hecho.
—Y que, en cuanto acabe la vista,
Doaks se marchará directamente a
Phoenix.
—De acuerdo.
Danielle suspira.
—Nos veremos mañana.
—Que tengáis buen vuelo.
Ella cuelga y le devuelve el teléfono
a Doaks.
—Lo que te ha dicho tiene sentido, y
lo sabes —le dice él.
Danielle no responde. Por fin, el taxi
sube la rampa y se detiene junto al
bordillo. Doaks y ella toman sus bolsas
de viaje, pagan el trayecto y se ponen en
la cola. Doaks se saca el billete del
bolsillo.
—Todavía falta un poco. Voy al
servicio.
—Adelante —le dice ella—. Dame
tu bolsa. Yo facturaré. Nos vemos en la
puerta. ¿Puedes traerme un café cuando
vuelvas?
—Claro, claro —refunfuña él—. Y
de paso abrillantaré el suelo.
Ella toma su bolsa de viaje y lo ve
alejarse.
En cuanto lo pierde de vista, saca su
ordenador portátil y consulta el correo
electrónico. Ha llegado la confirmación.
Toma ambas bolsas y se dirige al
extremo contrario de la terminal, donde
tiene reservado un vuelo hacia Phoenix,
Arizona.
Veintiocho
Danielle mira por la ventanilla. El
vuelo de Chicago a Phoenix le dará, por
lo menos, la oportunidad para pensar
con calma sobre lo que va a hacer. No
ignora la gravedad de su situación; Tony
tiene toda la razón. Él ha aceptado un
caso de asesinato que en un principio
parecía insalvable, y ha conseguido un
sospechoso viable. Al día siguiente
pondrá a aquel sospechoso en el estrado
y, seguramente, obtendrá información
útil para la defensa. Y conseguirá que no
le revoquen la libertad condicional.
Ella, por otra parte, se ha vuelto
loca, y probablemente está destruyendo
todo lo que él ha construido en su
nombre. Ha cometido delito tras delito,
contraviniendo totalmente los consejos
de Tony. ¿Y por qué?
Porque sabe que Marianne es el
testigo estrella del Estado, y que
crucificará a Max cuando suba al
estrado. Será la madre perfecta,
destrozada por el brutal asesinato de su
hijo autista. Su relato lloroso del
comportamiento violento de Max no
tendrá réplica. Danielle tiene que
encontrar algo, cualquier cosa, para
ponerla en tela de juicio.
De lo contrario, el jurado condenará
a Max con la aprobación del tribunal.
Así pues, tiene que investigar cualquier
pista, por muy descabellada que sea. Y
esas pistas la conducen a Phoenix. Si
Tony no estuviera tan preocupado por su
situación legal, estaría de acuerdo con
ella.
En Chicago ha averiguado que
Marianne es una extorsionadora, pero
Jojanovich no va a testificar contra ella.
Sin embargo, el instinto le dice a
Danielle que Marianne debe de haber
engañado a otros, y que tal vez sea
sospechosa de otros delitos. Danielle
tiene que ir al lugar donde ha vivido
Marianne, pensar como ella, y registrar
ese lugar de arriba abajo, si es preciso.
Además, no cree que Fastow llegara
al extremo de querer matar a Jonas y a
Max para ocultar el hecho de que ha
usado fármacos experimentales con sus
pacientes. El único móvil para esos
crímenes sería el hecho de evitar que lo
descubrieran, y la teoría de Tony de que
el médico esté dispuesto a matar para
conseguirlo es muy poco convincente. Si
hubiera matado a sus pacientes, la
autopsia realizada a los cadáveres y los
resultados de los análisis de sangre lo
señalarían a él como culpable. Y aunque
sea un canalla, Fastow no es tonto.
Otro motivo por el que Danielle está
empeñada en ir a Phoenix es que
conseguirá llegar a tiempo para asistir a
la vista, puesto que va a tomar el vuelo
de las cinco de la mañana a Des Moines.
Cuando llega la azafata, niega con la
cabeza. Lo que necesita en ese momento
no es un sándwich reseco. Señala una
botellita de ginebra. Con hielo, sin
tónica. Afortunadamente, tiene dos filas
de sitios para ella sola. Saca la bolsa de
viaje de Doaks de debajo del asiento y
la abre. Sabe que esa maldita cosa está
allí dentro.
Danielle saca una camisa de golf
vieja, un par de pantalones de algodón
arrugados, calcetines, ropa interior,
pelusas varias y desechos. Lo deja todo
en el asiento de al lado y mira en el
interior de la bolsa. Está vacía. Maldita
sea; Doaks debe de llevarlo encima.
Sin embargo, él dijo que nunca iba a
ninguna parte sin ello. Le ha contado a
Danielle, con orgullo, que le pidió a un
amigo suyo de la policía que le
construyera un tubo especial de plomo
alrededor del instrumento, algo que
encajara perfectamente en la estructura
de su equipaje de mano. Ojalá pudiera
encontrarlo. Abre cuatro cremalleras e
inspecciona el interior, y también todas
las piezas redondas negras de la
estructura de la bolsa. No halla nada
hasta que llega a la última. La desliza
para abrirla. Dentro hay un estuche
cilíndrico de cuero. Lo saca, lo abre y
sonríe al ver aquel extraño instrumento.
No es nada que pueda alertar a los
empleados de seguridad. Vuelve a
meterlo todo en la bolsa, reinserta la
herramienta en la pieza redonda de
estructura de la bolsa y la cierra. El
calor de la ginebra se extiende por su
cuerpo. Casi consigue que crea que su
plan va a funcionar.
Está en la acera, frente a los Desert
Bloom Apartments. El frescor nocturno
de Arizona la ha tomado por sorpresa.
Se estremece, pero no solo de frío, sino
también de los nervios que le produce
cometer otro delito. Se revuelve el pelo,
toma las bolsas y se dirige a la entrada
del edificio. Aquel lugar no tiene nada
que ver con la casa de Chicago que le
describió Doaks. Detrás de la puerta hay
complicadas fuentes, de las que brota
agua que cae sobre rocas volcánicas y
riega unos jardines exuberantes. Parece
que las residencias son de nueva
construcción. Son casas de tres pisos, y
cada una tiene su propio jardín y su
piscina.
Se detiene frente al quiosco de
adobe que hay en la entrada, y deja las
bolsas en el suelo. Le da un golpecito a
la ventana, y esta se desliza y deja
entrever a un hombre joven, con un
uniforme azul marino. Del bolsillo de la
camisa le cuelga una identificación.
Brett la mira con desconcierto.
—¿En qué puedo ayudarla?
Danielle intenta parecer una mujer
muy cansada.
—Soy Marianne Morrison.
—Eh… un minuto —dice él, y saca
una hoja que recorre con el dedo índice
hasta el final de la lista. Alza la vista—.
¿De qué unidad?
Ella mira al cielo y suspira.
—Cuatro uno uno. Mire, ¿le
importaría abrirme? Es casi la una de la
mañana y acabo de llegar del
aeropuerto, después de un vuelo muy
largo desde Nueva York. Quiero entrar
en casa, darle de comer al gato y
acostarme.
Él vuelve a consultar la lista.
—Lo siento, pero soy nuevo. Chuck
está enfermo…
—Bueno, Chuck sabe perfectamente
quién soy —dice ella, y señala la puerta
—. Y ahora déjeme pasar. No tengo
tiempo para esto. Tengo dos operaciones
de cadera mañana, y quiero descansar.
—¿Es usted doctora?
Ella gruñe.
—No, si le parece soy la empleada
de mantenimiento. Ahora, déjeme pasar.
—¿Tiene alguna identificación?
—Dios Santo —dice ella. Deja las
bolsas y se saca con ademanes furiosos
el teléfono del bolso. Empieza a marcar
—. ¿Cuál es su apellido, Brett?
Él palidece.
—Eh… ¿qué está haciendo?
—Llamar a dirección —le dice ella
con calma—. Cuando Carl Mortenson
sepa que me ha tenido esperando…
Él alza la mano.
—Eh, lo siento, ¿de acuerdo? Ya le
he dicho que solo le estoy haciendo un
favor a Chuck —dice con la voz
temblorosa, y se oye un timbre al otro
lado de la puerta—. Adelante, doctora
Morrison. Disculpe la confusión.
Ella toma las bolsas, se da la vuelta
y entra. La puerta se cierra tras ella.
Danielle no mira atrás.
El reloj de cuco que está a la
entrada, sobre la lujosa alfombra del
portal, suena. Cuando para, el corazón
de Danielle casi ha parado con él. Da
unos cuantos pasos hacia el interior del
portal. Está vacío. En la pared hay un
plano enmarcado del complejo, con los
números de los pisos. Danielle atraviesa
las zonas comunitarias hasta que llega a
la unidad de Marianne. La puerta de la
entrada principal es blindada; no es de
extrañar.
Empuja la puerta de teca y entra al
patio trasero. La piscina brilla bajo la
luz de la luna. Va de puntillas hasta la
puerta trasera. Una vez más, ha tenido
suerte. La puerta es de cristal.
Toma la bolsa de Doaks y extrae el
pequeño estuche de cuero. Saca el
cortador de cristal, que es capaz de
cortar hasta diez centímetros de espesor.
A oscuras no puede averiguar cómo
funciona. Suelta una maldición y
revuelve en su bolso hasta que encuentra
su llavero, en cuyo extremo hay una
diminuta linterna. Aprieta el botón e
ilumina la herramienta. Aparece el
nombre «Fletcher» en la fina varilla. En
el extremo hay una ruedecita de metal.
Así debe de ser como funciona. Como
un corta pizzas.
Mira la puerta de cristal, y con
ayuda del haz de luz de la linterna,
calcula por dónde debe cortar. Aprieta
la ruedecita contra el cristal y secciona
un cuadrado junto al abridor de la puerta
deslizante. No sabe cómo dar el
siguiente paso, pero tendrá que
averiguarlo. Busca de nuevo por la
bolsa de Doaks y descubre una ventosa
de goma. Lame los bordes y la pega en
la sección del cristal que ha cortado.
Después de rezar por que no haya
alarma, Danielle tira suavemente de la
ventosa y extrae el corte de una pieza.
Guarda la herramienta y la ventosa y,
con las manos temblorosas, mete la
mano por el agujero y tira del abridor.
Entonces percibe un hedor que hace
que se detenga en seco. Se tapa la nariz
e intenta dar con el origen de aquel olor,
pero sus ojos tardan unos momentos en
adaptarse a la oscuridad. Se dirige hacia
una lámpara de suelo y la enciende. El
inquietante brillo de un halógeno inunda
la habitación. Entonces avanza con
cautela.
—¡Eh, tú! —dice alguien desde la
piscina. Danielle se queda helada, y va
corriendo hacia el pasillo. Se agacha
frente a lo que parece una habitación de
invitados. Ve un armario, que puede
servirle de escondite si es necesario. El
olor que percibió cuando entró en la
casa es horrible allí.
—¡Vamos, Barry! ¡No tenemos toda
la noche! —dice otra voz; parece que
está a menos de un metro de distancia.
Ella permanece inmóvil, con la espalda
pegada a la pared.
—Estoy en el agua, idiota —grita
otro.
—¿Estás seguro de que no están ahí?
—No, hace semanas que se fueron.
Danielle se cuela en el salón y mira,
sin que la vean, desde un lado de la
puerta de cristal. Son unos adolescentes
que están desnudos, bañándose en la
piscina. Se tranquiliza un poco.
Silenciosamente, cierra el pestillo de la
puerta de cristal. Después de unos
momentos, vuelve a la habitación de
invitados, corre las cortinas y enciende
la lámpara del escritorio; entonces ve un
ordenador y un monitor.
Al otro lado de la habitación hay un
escritorio de madera. Sobre él hay una
estantería, en la que brillan suavemente
unas extrañas luces verdes. Emiten un
sonido extraño, como un zumbido. La
mesa está completamente cubierta de
pequeños discos de plástico y
recipientes de cristal de varias formas y
colores. Se inclina sobre ellos y olfatea.
El mal olor no emana de ellos. Danielle
enciende su linternita para alumbrarlos.
Son placas de Petri que contienen
cultivos de hongos de todos los colores.
Se acerca para leer los nombres:
Stachybotrys
atra.
Aspergillus.
Fusarium. Claviceps purpurea.
—Oh, Dios mío.
Parece el Centro de Control de
Enfermedades de Atlanta. Mueve la
linterna y encuentra una carpeta de color
azul claro. Es muy pesada. Dentro hay
cuadros detallados y registros que llenan
cientos de páginas. Las secciones tienen
nombres muy extraños: Aflotoxinas,
ergotismo, micotoxinas. Danielle cierra
la carpeta y busca por el resto de la
habitación. Sólo encuentra un taco de
facturas, nada más; ni postales, ni
correspondencia personal, nada que le
revele algo diferente a lo que ya sabe de
Marianne y Jonas. ¿Qué puede llevarles
a Sevillas y a la jueza? ¿Pruebas de que
Marianne hace experimentos extraños en
su cuarto de invitados? Tal vez tuviera
un trabajo de investigación en un
laboratorio e hiciera parte de sus tareas
en casa. Sea lo que sea, no significa que
sea una asesina.
Apaga la lámpara y va a otra
habitación. Allí, las cortinas están
cerradas. Reina un olor a espacio
cerrado y abandonado. Enciende la
lámpara de la mesilla. Es el dormitorio
de Marianne. La enorme cama tiene una
colcha de encaje que apenas se ve bajo
un mar de almohadones que ahogan la
cama. Todo está tapizado con una tela de
flores rojas y rosas, que hace juego con
las cortinas. La habitación está llena de
figuritas. Y, fuera de lugar en aquella
habitación de estilo sureño, hay varias
estanterías repletas de textos médicos y
farmacéuticos.
Danielle abre el armario de
Marianne, pero aparte de ropa, no
encuentra nada, tan solo una llave
diminuta al fondo de uno de los cajones.
Registra la habitación buscando un
joyero al que tal vez corresponda
aquella llave. Nada.
Va a otra habitación que hay al final
del pasillo. Está iluminada débilmente
por dos luces nocturnas. Por lo menos,
allí el hedor es menos fuerte. Esa debe
de ser la habitación de Jonas, aunque no
hay nada que indique que pertenece a un
adolescente. La cama está hecha, y
cubierta con una alegre manta de colores
rojo y azul. En la pared hay un cuadro
bordado de un niño pequeño arrodillado
a los pies de su madre, que está sentada
en una silla, con una mano sobre la
cabeza del hijo. Debajo, en punto de
cruz, unas palabras que a Danielle le
resultan ominosas: Los niños buenos se
portan bien. La habitación no tiene
ventana. Sobre la cómoda hay una
fotografía de Marianne con Jonas de
bebé. El niño está envuelto en una
mantita azul. Ella lo aferra contra su
pecho y mira a la cámara. Su sonrisa
está más allá del orgullo.
También hay un pequeño pupitre de
madera que parece que se usó en la
escuela elemental. Está lleno de
arañazos y tiene las esquinas mordidas.
Danielle abre un armario y ve una fila
ordenada de camisas y pantalones. La
ropa interior, los calcetines y los
pantalones cortos están organizados en
cajas de plástico sobre las baldas.
Danielle aparta la ropa de la cama.
Le llama la atención un grueso anillo de
metal. A cada lado de la cama hay unas
correas de cuero. A Danielle se le
acelera el pulso. Toma una de aquellas
esposas; están hechas de metal forjado,
y son pesadas y amenazantes. El cuero
es más ligero y está agrietado. Ambas
cosas están gastadas por el uso.
Se arrodilla y alumbra debajo de la
cama con la linterna. Aparta una
zapatilla deportiva y da con algo. Saca
un objeto cubierto de polvo. Se pone en
pie y ve que se trata de una pequeña caja
negra conectada a un nylon rojo. Es un
collar electrónico de perro.
Hace una rápida inspección de la
cocina. No hay cuencos para la comida
ni la bebida de un perro. Tampoco hay
comida para perros en la despensa.
Piensa en los agujeros que hay en el
collar de neopreno, y que sirven para
hacerlo más pequeño, tan pequeño como
para que le sirva a un niño. Danielle se
pone enferma. Vuelve a dejar el collar
debajo de la cama. Después va al baño,
pero no encuentra nada, salvo un
armario con medicinas y cosméticos.
Vuelve a la habitación de invitados y
abre el armario. El hedor que emerge de
él es tan fuerte que le produce náuseas.
Aquella es la fuente del olor asfixiante
que contamina toda la casa. Se tapa la
boca con la mano y enciende la luz. En
el armario hay ropa de invierno, y en
una de las baldas, algo que atrae su
mirada. Parece que tiene luz propia. Es
una cubeta de cristal que está medio
abierta, como si a alguien se le hubiera
olvidado asegurarle la tapa. El olor es
tan fuerte que casi la ciega. Sin
embargo, lo que hay dentro capta toda su
atención. Parece una forma oscura
suspendida en un líquido viscoso. El
suave resplandor de color azul proyecta
una sombra extraña sobre aquella
silueta. Danielle pestañea. Lo mira
como hipnotizada. Alguna parte
primitiva de su cerebro se pone en
alerta, y siente un miedo irracional. Casi
sin poder respirar, dirige el haz
luminoso de su linternita hacia la forma
que hay en aquel frasco. Y lo que ve
hace que retroceda como si hubiera
visto una serpiente.
Son los ojos muertos y traslúcidos
de un feto. Está flotando, paralizado y
grotesco, en un fluido opaco. Danielle
tiene que hacer un esfuerzo por luchar
contra la bilis que le sube por la
garganta. Mira de nuevo sus ojos, que en
aquella penumbra parecen tener vida. Le
imploran, intentan ganársela.
¿Para qué?
Después de un momento, lo entiende.
Aquellos ojos diminutos piden piedad,
justicia, venganza. Pero, por encima de
todo, gritan por su madre.
Veintinueve
Danielle está sentada en un taburete
de la cocina, lo más alejada posible del
espectro que hay en el armario. Su
cabeza trabaja febrilmente para intentar
asimilar aquel extraño descubrimiento.
Con manos temblorosas, busca un
cigarrillo en su bolso. Suena su teléfono.
Mira la pantalla: es Doaks. El milagro
es que no haya llamado antes.
—¿Diga?
—¡No me respondas esa idiotez!
¿Dónde demonios estás?
—En Arizona.
—Como si no lo supiera. Una cosa
es que torees a Sevillas, pero ahora me
estás tocando las narices a mí. ¿Te has
vuelto loca?
Ella se queda callada.
—¿Y bien? ¿Vas a volver, o estás
esperando a que Tony te mande a los
federales? Y si lo hace, guapa, yo voy a
ir con ellos.
Ella le da una calada al cigarro. De
repente, los nervios y el agotamiento la
golpean a la vez.
—¿Has terminado?
—¿Que si he terminado? No he
empezado todavía.
—¿Se lo has dicho a Sevillas?
Él resopla.
—¿Que soy tan tonto como para
dejar que me des esquinazo? Ni hablar.
¿Vas a volver, sí o no?
—Doaks, no te imaginas lo que he
encontrado aquí.
—Claro que sí. ¿El peine
ensangrentado? ¿Una confesión escrita?
—Ya basta —dice ella con aspereza
—. No tengo tiempo para esto. Son casi
las tres, y tengo que tomar un vuelo a las
cinco para llegar a tiempo a la vista.
—Suponiendo que no decidas
largarte a otro planeta —dice él—.
Tienes suerte de caerme bien, o estarías
muerta. De acuerdo, dime lo que has
encontrado.
Ella respira profundamente y le
habla de los extraños experimentos
científicos, de la colección de hongos y
toxinas y de los libros farmacéuticos y
médicos que hay en la habitación de
Marianne. Antes de que pueda continuar,
él emite un sonido de exasperación.
—¿Y qué? Lo único que tenemos de
Chicago es que chantajeó a un viejo. Y
ahora me dices que hace experimentos
de científica loca. Es médica, por favor,
y los médicos hacen ese tipo de cosas.
Eso no nos sirve de nada.
—John —balbucea ella—, tiene un
feto en el armario.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
Hay un silencio.
—Es demasiado extraño como para
describirlo con palabras. En esta casa
hay algo malvado. Lo percibo.
Doaks gruñe.
—Mira, cariño, eso no nos lleva a
nada. ¿Mañana vas a entrar en el
juzgado y le vas a enseñar esa cosa al
juez, gritando «asesina»? —hay una
pausa, y el detective comienza a
farfullar—. Dios, ¿por qué siempre me
tocan los trabajos de pirados? ¿No es el
turno de otro? —se oye una tos—. Mira,
Danny, tú sabes que no tenemos forma
de vincular esto a lo de su hijo. Estás
perdiendo el tiempo, y se puede volver
en tu contra.
—Y un cuerno. He encontrado un
collar de perro electrónico. Tenía que
estar maltratando a Jonas con él. Aquí
no hay ni rastro de un perro.
—Espera… Sí, yo encontré lo
mismo en esa buhardilla. Pero tal vez
ella llevara al perro a un hotel canino. Y,
aunque fuera cierto, eso no significa que
haya cometido un asesinato, Danielle.
—¿El maltrato infantil nunca lleva al
asesinato?
—No hay pruebas —dice él—. No
tiene antecedentes.
—Que sepamos.
—Que podamos probar en este
momento. Vamos, nena, vuelve ya, ¿me
oyes? Te he dicho que lo voy a
investigar todo después de la vista, y
sabes que voy a hacerlo. No estoy
diciendo que no esté chalada, porque lo
está, sin duda. Lo que digo es que si no
estás en la vista a las nueve de la
mañana, te vas a meter en un buen lío.
—No puedo. No he terminado.
Los pies la han llevado de nuevo
hacia la habitación de invitados. Tiene
que concentrarse. Tiene que haber algo
más, algo que se le ha pasado. Mira a la
mesa, con todas sus placas, y al armario,
con todos sus horrores privados. Allí es
donde Marianne guarda el resto de sus
secretos, seguro. Pero ¿qué? Danielle
mira el ordenador. Claro, el ordenador.
¿Cómo ha podido estar tan ciega?
Marianne y la informática.
—¿John? Escucha, acabo de
encontrar algo. Te llamo dentro de un
rato —dice, y cuelga rápidamente.
Danielle saca la silla y se sienta.
Mientras el ordenador se enciende, abre
el primer cajón del escritorio y revuelve
entre bolígrafos, clips y cuadernillos. El
cajón del otro lado está lleno de CDs
organizados por códigos de cifras y
letras, códigos que Danielle no entiende.
El cajón inferior está cerrado con llave.
—Por fin —susurra.
Una puerta cerrada significa que hay
algo que ocultar. A ella se le acelera la
respiración mientras busca en su
bolsillo; la tiene. Tiene la pequeña llave
que encontró en el cajón de la ropa
interior
de
Marianne.
Respira
profundamente y abre el armario. Allí
encuentra unos álbumes de fotos y
algunos libros. En el centro, una caja de
CDs. Los cuenta. Hay cinco.
Inserta el primero de ellos en el
ordenador, y abre el icono que aparece
en el monitor. Abre la primera carpeta,
que tiene el nombre de TGRFT. Es un
resumen de un estudio de un injerto de
tejidos. Hay otras carpetas de nombre
similar, que contienen resultados de
experimentos
con infecciones
y
bacterias. Otra contiene información
sobre daños cerebrales y trastornos
psiquiátricos, incluyendo experimentos
con fármacos, y vínculos a páginas de
Internet. La carpeta titulada Maitland
contiene una serie de artículos sobre la
clínica, pero nada más. Danielle suspira.
Si alguien entrara en su propio
ordenador, encontraría el mismo tipo de
investigación psiquiátrica que ella ha
hecho sobre Max. Es lo que hacen las
madres de niños discapacitados.
Danielle mira el reloj. Le queda
media hora para llegar al aeropuerto. No
puede perder el vuelo. Rápidamente,
abre las carpetas que quedan, pero no
encuentra nada relacionado con el
chantaje de Jojanovich. Marianne no es
tonta. Ella nunca dejaría información
que pudiera inculparla en su ordenador.
Toma otro CD, lo inserta y gruñe. Le
requiere una contraseña. Ella intenta
entrar de todos modos, pero el
ordenador le niega el acceso.
—Demonios…
«Piensa, piensa».
—Cumpleaños, aniversarios, apodos
—murmura. Se saca el formulario de
solicitud de ingreso de Jonas del bolso.
Tiene la fecha de nacimiento de
Marianne y de Jonas, y el número de la
Seguridad Social. Danielle intenta todas
las combinaciones que se le ocurren,
pero no consigue el acceso.
Entonces, estudia otra vez la
solicitud. Mira la dirección falsa de
Pennsylvania. 5724 Piedmont Lane. Le
da la vuelta al papel. El número de
teléfono de uno de los médicos de
cabecera de Jonas, con quien Maitland
no tendría por qué haberse puesto en
contacto, le llama la atención. 555–
4600. Es demasiada coincidencia. Pone
diferentes agrupaciones de aquellos
números en el cuadro de la contraseña,
pero no tiene éxito.
Danielle se pone en pie con
exasperación y se pasea por la casa. En
la habitación de Jonas, se sienta en la
cama. Marianne y Jonas le lanzan una
mirada de acusación desde la fotografía
que hay en la pared. Se levanta para
salir de allí cuando se fija en el cuadro
de punto de cruz de la madre y el niño.
Los niños buenos se portan bien.
Vuelve al ordenador y teclea
rápidamente las palabras. Nada.
Recuerda un juego al que jugaba de
pequeña con sus vecinos: cambiar las
letras del alfabeto por números para
enviar mensajes que los padres no
pudieran entender. Teclea los números a
los que corresponde la primera letra de
cada palabra: 12–14–20–17–2. Nada.
Da un puñetazo de frustración en la
mesa. No consigue su propósito, y el
tiempo vuela. Un intento más. Toma un
cuadernillo y un bolígrafo y garabatea
furiosamente,
y
después,
teclea
LNBSPB.
Entonces, el cuadro de contraseña
desaparece de la pantalla, y aparece una
serie de archivos. A Danielle se le eriza
el vello de la nuca. Marianne nunca
debió pensar que nadie fuera a utilizar
aquel ordenador. Los archivos no tienen
título,
pero
están
ordenados
cronológicamente. Danielle pasa la
mirada por todos ellos y se da cuenta de
que el primero está fechado poco antes
de que Marianne se marchara a
Maitland. A Danielle le tiemblan los
dedos mientras hace clic en el
documento.
Querida doctora Joyce:
Lo único que he querido siempre es
el amor incondicional que un niño siente
por su madre, el que entienden los
hermanos Joyce. Por eso le dedico mis
pensamientos a ella. Soy una madre muy
especial, lo cual no es una
insignificancia, teniendo en cuenta mi
delicado estado de salud. Me han hecho
sesenta y ocho operaciones, cada una
más emocionante que la anterior. No en
el mismo hospital, por supuesto. Eso no
sería inteligente. Todos los bebés son
muy dulces al principio, por lo menos de
recién nacidos. Pero después de todas
las exclamaciones de admiración, una se
queda solo con la pequeña cara de
mono. Y el bebé solo come, defeca,
llora y causa problemas. No es una
situación aceptable.
Así que le puse fin.
Danielle pasa de página con espanto.
El diagnóstico de un bebé es
algo bello, fluido, pero esquivo.
Una
debe
seleccionar
cuidadosamente el diagnóstico
que desea, y no alejarse de lo
esencial. La cianosis y las
infecciones bacterianas son mis
principales herramientas, pero la
cianosis es peligrosa. ¿Cuántas
veces se puede conseguir que tu
bebé se ponga azul sin levantar
sospechas? La clave del éxito es
conseguir el nivel adecuado de
angustia, pero sin llegar a la
estrangulación. Para cuando
nació Ashley, era pan comido.
¿Ashley? ¿Quién es Ashley?
Danielle baja hasta el final de aquel
archivo.
Por supuesto, es muy difícil ser
magistral en estos asuntos cuando el
niño llega a cierta edad. Los niños
hablan. Se pueden introducir bacterias,
excrementos de rata u hongos, y
conseguir un resultado satisfactorio.
Pero el sistema inmunitario de un niño
es muy fuerte, y cuando quieres crear el
efecto deseado sin que sea demasiado
evidente, sus cuerpecitos luchan con
todas sus fuerzas.
Típico de los niños, ¿no?
Tercera parte
Treinta
Sevillas entra en la sala del juicio.
Viste un traje azul marino sobrio, una
camisa blanca y una corbata discreta. Él
piensa que los abogados siempre
deberían vestirse de azul para ir a un
juicio. En su opinión, es el color de la
sinceridad. Hoy espera fervientemente
que enmascare la cantidad de mentiras
que va a tener que decir para defender a
su cliente. Mira el reloj. Ocho y
cuarenta minutos. Observa la sala; no
hay ni rastro de Danielle, ni de Doaks.
Se da cuenta de que está empezando a
sudar por la base del cuello. El alguacil
trae a Max, que está pálido y aterrado, y
lo sienta a su lado, en la mesa de la
defensa. Max está temblando. Sevillas
ha forjado una buena relación con el
niño durante sus visitas a Maitland.
Aunque cada vez está más convencido
de que Max es inocente, las pruebas que
hay contra él son tan condenatorias que
es muy probable que el jurado lo
declare culpable. Le pasa el brazo por
los hombros, mientras Max mira con
angustia a su alrededor.
—¿Dónde está mi madre? —
pregunta.
Sevillas lo estrecha contra sí e
intenta calmar su temblor.
—Llegará dentro de un minuto. No te
preocupes.
Max cierra los ojos un instante.
Solloza ahogadamente. Se vuelve hacia
Georgia, que le aprieta un hombro desde
el asiento de atrás.
—No pasa nada, Max. No te
preocupes por mamá. Llegará dentro de
poco.
Parece que sus murmullos calman a
Max. Tony le entrega una lista de
pruebas y le pide que la lea y que se
asegure de que todos los documentos
coinciden con su descripción. Es una
tarea para que Max se distraiga.
Sevillas mira al estrado. No han
llegado todavía ni la jueza ni su
ayudante. La taquígrafa se está
colocando en su sitio, y le sonríe. Él
asiente amistosamente y después, oye
unos pasos a su espalda. Se vuelve, pero
no ve a Danielle, sino a su adversario.
Oliver
Alton
Langley
está
recorriendo el pasillo en compañía de
dos de sus ayudantes. Lleva el paso casi
de manera militar, seguramente por el
tiempo que pasó trabajando en el
ejército. Tiene unos cuarenta años, pero
ya lleva la cabeza afeitada para
disimular la calvicie. Clava los ojos
grises en la mesa de la defensa, y
extiende la mano.
—Buenos días, abogado —dice.
Sevillas se levanta ligeramente y se
la estrecha.
—Langley.
Max mira con terror al fiscal.
Langley se inclina hacia él.
—Así que tú eres Max Parkman.
Max le tiende la mano, temblando.
Langley se la estrecha y le dice:
—Todos vamos a decir la verdad
hoy, ¿de acuerdo?
Max se encoge y mueve su silla
hacia la de Sevillas. Georgia fulmina a
Langley con la mirada, y le da una
palmadita a Max en el hombro.
Sevillas se pone en pie delante del
fiscal, tapando a Max.
—Ya está bien, Langley. Apártate de
mi cliente.
El fiscal se encoge de hombros y
señala el montón de papeles que hay en
la mesa de Sevillas.
—¿Detalles de última hora?
Langley mira hacia su mesa, donde
sus
ayudantes
están
colocando
ordenadamente todas las pruebas. Sonríe
a Sevillas con petulancia, como un
general orgulloso de sus tropas.
Sevillas le devuelve una sonrisa
fría.
—Ya sabes el dicho, Alton. Si crees
que estás preparado, es que no lo estás.
Langley inclina la cabeza secamente.
—Buena suerte.
Sevillas ve a Doaks acercarse desde
el final de la sala.
—Disculpadme —dice, mientras le
hace un gesto a Doaks para que se reúna
con él fuera.
Mientras Sevillas va hacia el
pasillo, Max lo sigue con una mirada de
terror. Sevillas vuelve hacia el chico.
—Max —le susurra.
—¿Qué?
—¿Puedes hacerme un favor?
—Claro.
—¿Por qué no organizas bien todas
las pruebas que tienes contra Fastow?
Sería de gran ayuda.
—Sí, por supuesto —dice Max, e
inmediatamente se pone a ordenar los
documentos. Georgia le hace a Sevillas
un gesto con el pulgar hacia arriba. Él le
aprieta el hombro y se marcha de la
sala.
Langley se une a sus ayudantes,
abriéndose paso entre los reporteros y
sus cámaras. Doaks se planta fuera,
cerca del servicio de caballeros. Tiene
mal aspecto. Va más desarreglado de lo
normal, y está despeinado. Tiene unas
ojeras muy pronunciadas. Sevillas lo
toma del brazo entre la multitud.
—¿Dónde está?
—Viene para acá.
—¿Desde dónde?
Doaks se encoge de hombros y mira
a Sevillas con despreocupación.
—Seguramente se está poniendo las
medias. Ya sabes cómo son las mujeres.
Sevillas entrecierra los ojos.
—Dime la verdad, Doaks, porque si
no te voy a despellejar.
Doaks señala el reloj que hay en la
pared.
—¿No deberías entrar ya? Es la
hora, colega. Acuérdate de que está
enferma y va a llegar tarde.
—Voy —dice Sevillas con tirantez
—. Intentaré retrasarlo todo hasta que
aparezca. Max está ahí dentro, y está
petrificado. Y tú… —dice, señalándole
la cara con el dedo índice—, será mejor
que la traigas.
—Sí, señor.
Sevillas se da la vuelta y entra en la
sala. Está repleta. No queda ni un sitio
libre. Justo cuando llega a la mesa de la
defensa, el alguacil se levanta.
—¡En pie!
Todo el mundo obedece. La jueza
Hempstead camina hasta el estrado, sube
los cinco peldaños que la elevan por
encima de los presentes y ocupa su
lugar. Después asiente hacia el alguacil.
—Da comienzo la vista —proclama
el funcionario—. Este es el Juzgado 158
del Distrito de Plano, bajo la
presidencia de la honorable jueza
Clarissa Hempstead. Causa número 14–
33698.
La jueza da un golpe con el mazo y
se pone las gafas. Después le hace un
gesto a la taquígrafa para que comience
a tomar nota de la sesión.
—Que conste en acta —dice—, que
esta vista se celebra para determinar si a
la acusada se le concedió debidamente
la libertad bajo fianza, y para determinar
si existen motivos probables para
procesar al acusado, Max Parkman. El
tribunal tendrá en cuenta solo las
pruebas que aclaren si la acusación tiene
base suficiente. Que conste también —
añade con una mirada imperiosa— que
se deniega la solicitud de la defensa de
impugnar las pruebas por contaminación
cruzada de estas.
Max agarra del brazo a Sevillas.
—¿Qué significa eso, Tony? ¿Es
malo?
Sevillas le aprieta el hombro al niño
y mira hacia delante. Sí, es muy malo.
Todas las pruebas valen: el peine
ensangrentado, si lo encuentran; la ropa,
la medalla de Jonas… Todas las pruebas
materiales. Baja la cabeza y escribe en
su cuaderno legal. No mira a Langley.
Hempstead continúa.
—El tribunal constata que los
medios de comunicación han decidido
honrarnos con su presencia —dice, y les
clava una mirada fulminante a los
periodistas—. Solo voy a decir esto una
vez: queda terminantemente prohibido
tomar fotografías en esta sala, y a menos
que pretendan quedarse hasta que se
declare un descanso, no vengan. No voy
a consentir que haya gente corriendo por
el pasillo y distrayendo a los abogados y
a los testigos. ¿Señor Neville?
Se levanta un hombre con unas
patillas grises y elegantes, y un traje
caro.
—¿Sí, señoría?
—No quisiera nombrar a nadie en
particular, pero cualquier persona que
sea sorprendida con una grabadora en
esta sala será acusada de desacato —le
advierte la jueza, y el hombre se sienta
rápidamente. Después, Hempstead se
dirige a los abogados—: Y ahora,
caballeros, comencemos.
Langley habla en voz baja con sus
ayudantes y señala unos papeles que
tiene delante. Saca un documento del
montón y lo estudia.
La jueza repiquetea con las uñas en
el estrado.
—¿Señor Langley?
—¿Sí, señoría?
—¿Va a empezar, o dejamos la
libertad bajo fianza de la acusada tal y
como está?
—Por supuesto que no, señoría —
dice él—. El Estado está listo para
empezar.
—Por favor, hágalo. Llame a su
primer testigo —responde ella. Después
alza la mano, porque el alguacil le
susurra algo al oído. Mira a la mesa de
la defensa—. Señor Sevillas.
Él se pone en pie.
—¿Sí, señoría?
—¿Sería impertinente preguntarle
dónde está la acusada?
Sevillas carraspea.
—Claro que no, señoría. Me temo
que la señora Parkman ha estado
enferma durante toda la semana pasada.
Ha estado en cama por indicación del
médico. Me ha asegurado que, si es
posible, vendrá hoy.
—¿Eso significa que va a venir, o
no? Usted sabe, señor Sevillas, que
tengo un juicio que comienza esta tarde,
y no voy a cambiarlo.
—Sí, señoría.
—Señor Langley, ¿tiene intención el
Estado de interrogar a la señora
Parkman el día de hoy?
—Por supuesto, señoría.
La jueza mira a Sevillas.
—Antes de que el señor Langley
llame a su primer testigo, salga al
pasillo y llame a su clienta. Dígale que
he ordenado que asista a la vista. No
voy a posponer el interrogatorio del
fiscal. Esta vista se celebrará hoy, pase
lo que pase.
—Sí, señoría —dice Sevillas, y
asiente a Max para calmarlo. Después
sale al pasillo, que está desierto. Ve a
Doaks junto a las puertas de los
ascensores, con el teléfono en la oreja.
En cuanto ve a Sevillas, cuelga—. ¿Qué
pasa?
—La jueza me ha dicho que Danielle
tiene que venir ahora mismo. ¿Estabas
hablando con ella? ¿Viene ya?
—Sí, podría decirse que sí. ¿Por qué
no intentas ganar un poco de tiempo?
—¿Estás loco? Hempstead ya está
cabreada, Langley se está relamiendo, y
Max está a punto de perder los nervios.
¿Cuándo va a llegar?
Doaks mira el reloj.
—Creo que antes de las once.
Sevillas lo atraviesa con la mirada.
—Sácala de la cama y dile que si no
está aquí dentro de diez minutos, que
dejo el caso.
—No puedo hacerlo.
—¿Por qué demonios no?
—Porque no está aquí —dice Doaks
lentamente—. Está volviendo, pero se
ha… retrasado.
—Espera… ¿Me estás diciendo que
no volvió de Chicago contigo? ¿No está
en su apartamento?
Doaks retrocede y se encoge de
hombros.
—Está bien, está bien. No he sido
completamente sincero contigo. La
verdad es que me dio esquinazo en el
aeropuerto de Chicago.
Sevillas gruñe.
—¿Para hacer qué?
—Para ir a Arizona, donde vive
Morrison. Ha encontrado algunas cosas
increíbles…
—Oh, Dios, no me cuentes eso otra
vez —dice Sevillas, y agita la cabeza—.
La ha pifiado completamente. Se ha
saltado la condicional yendo a dos
estados diferentes para no encontrar
nada. Y no va a llegar a tiempo. Yo
tengo que volver ahí dentro —añade,
mirando el reloj.
—¿Y qué vas a decir?
Sevillas lo mira con dureza.
—Si alguien espera que le mienta a
un tribunal para que me expulsen de la
profesión, se va a llevar una decepción.
Y si ella cree que voy a poder
mantenerla fuera de la cárcel, se engaña.
Respira profundamente y se estira la
chaqueta.
Doaks lo toma del hombro.
—Vamos, Tony. Aguanta. Va a
aparecer.
Sevillas se encoge de hombros para
zafarse y se marcha hacia la entrada de
la sala. En la puerta se gira hacia Doaks.
—Cuando llegue, la jueza nos habrá
mandado a la cárcel a todos.
Doaks le guiña un ojo.
—No sería mi primera vez.
Treinta y uno
Danielle agarra con fuerza el bolso.
En él lleva los CDs de Marianne, y dos
de sus diarios. Tiene pruebas
concluyentes contra ella, pero ha
perdido la esperanza de poder
aportarlas a tiempo para salvar a Max.
Está en la Puerta 21 del aeropuerto
de Phoenix, del que su vuelo ya debería
haber salido. Se sienta en la sala de
espera, que está abarrotada, y mira el
letrero electrónico:
Vuelo
4831,
retrasado
por
problemas mecánicos.
Se siente desesperada.
La azafata de facturación está
intentando encontrar otro vuelo a Des
Moines, pero aún no lo ha conseguido.
Entre la angustia y el agotamiento, tiene
la sensación de que sus pensamientos ya
no son lineales.
La disciplina mental que le ha
permitido seguir a través de aquella
pesadilla está desarticulándose.
Los diarios de Marianne han hecho
que vomitara dos veces, pero se obliga a
sacar uno de ellos del bolso. Está
encuadernado con una tela de rosas. La
primera de las anotaciones aparece en la
página con una escritura femenina y
recargada.
Querida doctora Joyce:
Kevin era mi niño especial. En el
hospital todo fue muy divertido. Tuve
visitas constantes. Yo me había puesto
un camisón maravilloso, rosa pálido con
ribetes rojos. Entonces nos marchamos a
casa y, como de costumbre, comenzaron
los problemas.
Danielle se salta la descripción
repugnante de los miles de experimentos
y tormentos que el pobre niño sufre a
manos de aquella mujer.
Un día tuve una idea
brillante. Había oído hablar de
la
succilnilcolina
cuando
trabajaba de enfermera. Se usa
para relajar los músculos
durante las operaciones. Como
mi niño tenía tantos dolores, me
pregunté qué ocurriría si le
administraba una dosis mínima.
Además, soy humana, y con
tantos lloros me estaba alterando
los nervios. Así pues, le puse
una inyección detrás de la
rodilla, por lo que ya he dicho
acerca de las marcas de la aguja.
Y fue cosa de magia, hasta que
tuvo un ataque. Tuve que ponerle
oxígeno. En aquellos minutos
cruciales estuvo entre la vida y
la muerte. Nunca me había
sentido tan viva, a la vez
aterrada y entusiasmada, como si
estuviera en una montaña rusa.
Danielle cierra el diario porque
siente náuseas de nuevo. ¿Quién iba a
poder creer que existe semejante
monstruo si no leyera esas descripciones
con sus propios ojos? Mira el reloj; en
Plano son las diez de la mañana. Tony
debe de estar furioso. Dios, si no llega a
tiempo, tiene que decirle lo que ha
encontrado, para que él sepa cómo tiene
que interrogar a Marianne. Saca su
teléfono móvil, pero se da cuenta de que
en esos momentos, Sevillas está
incomunicado. Doaks. Marca su número.
—¿Dónde estás?
—En el aeropuerto.
—Voy a buscarte —le dice él—.
Estás en un buen lío.
—John, sigo en Phoenix. El vuelo se
ha retrasado.
—Oh, Dios. ¿Cuánto tiempo?
—Hasta que arreglen el avión.
Escucha, Doaks, necesito que…
—Mira, Sevillas está furioso
contigo. Esa bruja de Kreng está en el
estrado, diciendo que Max es un
enfermo violento y que tú eres una loca.
Y Max está aterrado. No sé cuánto
tiempo va a poder calmarlo Georgia.
Toma otro vuelo y ven aquí, Danny, o
todo esto se va al cuerno.
—Doaks, escúchame, por favor.
Llegaré en cuanto pueda, pero Sevillas
tendrá que controlarlo todo hasta ese
momento. He encontrado un filón, y lo
llevo en el bolso.
—Otra vez no —dice él—. Mira, sé
que la madre está loca, pero tú tienes…
—No es solo que esté loca —
replica ella—, es que es una asesina.
Doaks inhala bruscamente.
—Dímelo rápido.
—Tengo pruebas fehacientes de que
Marianne tuvo otros hijos y de que los
mató de unas formas abominables.
—Jesús, María y José. ¿Cuántos
hijos tuvo?
—No lo sé. Como mínimo, dos antes
que Jonas.
—¿Tienes algo que la relacione
directamente con la muerte de Jonas?
—Todavía no, pero voy a leer todo
lo que escribió en sus diarios antes de
aterrizar.
—Ven rápidamente. A Sevillas no le
quedan ases en la manga.
—Ya lo sé, pero tú tienes que
intentar entrar en la habitación del hotel
de esa mujer. Ella debe de tener escritos
en su ordenador, cosas relacionadas con
Jonas. Los diarios que tengo yo son de
hace años. Además, seguramente viaja
con trofeos de sus asesinatos anteriores,
como hacen la mayoría de los asesinos
en serie. Cada vez que los mire se
acordará de su inteligencia. Y creo que
Marianne es demasiado arrogante como
para pensar en que van a descubrirla. Te
mandaré su contraseña desde mi
teléfono.
—Esto no va a ser fácil, ¿sabes?
—Sin esas pruebas, no tenemos nada
para relacionarla con el asesinato de
Jonas.
—Sí, sí. Dios Santo, añade otro
delito a la lista.
—Ponme a Sevillas al teléfono.
—No puede ser. Está en la sala,
interrogando a Kreng.
—¿Quién es el siguiente testigo?
—No lo sé.
—Dile que intente mantener a
Marianne alejada del estrado hasta que
yo vuelva.
—¿Y si no puede?
—No es una opción.
—Claro —dice él con ironía—. A
Tony le va a encantar cuando se lo diga.
—Vamos, date prisa. Y llámame
cuando hayas registrado su habitación.
—Dios, estás empezando a hablar
como un puñetero policía.
—Y todavía no has visto nada.
Treinta y dos
La enfermera Kreng ha subido al
estrado de los testigos. Parece una
estatua de madera petrificada con su
traje de enfermera blanco y el pelo
tirante, sujeto con cientos de horquillas
hacia atrás. Langley la ha interrogado
acerca de todos los incidentes que
Doaks ya conocía por la entrevista que
mantuvo con ella, y que le ha contado a
Sevillas. La enfermera ha relatado que
Max se volvió incontrolablemente
violento poco después de ser admitido
en Maitland; que comenzó a mostrar
síntomas de psicopatía y que tuvo que
ser inmovilizado con correas por las
noches; que amenazó la vida de Jonas
Morrison en numerosas ocasiones. La
lista es interminable. Durante todo el
tiempo, Langley ha estado mirando de
reojo a Sevillas y sonriéndole con
astucia, como si quisiera hacerle saber
que se está preparando para lo mejor.
Entonces, Kreng hace una vívida
descripción de la escena del crimen. Por
primera vez, la jueza Hempstead
palidece y mira con dureza hacia la
mesa de la defensa.
Sevillas se gira hacia Max. El niño
ha
estado
inmóvil
durante
la
intervención de Kreng, intentando que
Sevillas y Georgia no lo vieran llorar,
enjugándose las lágrimas con disimulo.
Georgia le ha susurrado palabras de
ánimo desde su sitio. Gracias a Dios,
porque parece que el pobre se va a
derrumbar allí mismo.
Sevillas mira el reloj. El
interrogatorio de Kreng ha durado una
hora. Langley está terminando. Sevillas
mira la nota que acaba de pasarle
Doaks.
En
ella
figuran
unas
instrucciones precisas de Danielle: no
debe mencionar a Max, y debe retener a
Marianne en el estrado si la sacan a
declarar. Danielle tiene unas pruebas
claves que implican a Marianne en el
asesinato de Jonas.
Max se yergue cuando ve a Doaks
pasarle la nota a Sevillas.
—¿Es de mi madre? —susurra—.
¿Viene ya?
Sevillas se inclina hacia delante.
—Ya está de camino. No te
preocupes, hijo.
Max lo mira con agradecimiento, y
consigue esbozar una sonrisa para
Georgia.
—Una pregunta rápida, enfermera
Kreng —dice Langley—. ¿Hay alguna
indicación en sus anotaciones de que la
madre de la víctima, Marianne
Morrison, estuviera presente el día del
asesinato?
—No.
Sevillas se pone en pie.
—Protesto, señoría. No hay pruebas
que establezcan que Jonas Morrison
fuera asesinado.
—¿Acaso dudas que el chico está
muerto, Tony? —pregunta Langley.
—¡Señor Langley! —ladra la jueza
—. Yo respondo a las protestas en esta
sala, no los abogados. Siéntese. Y usted,
señor Sevillas, ¿querría explicarme el
motivo de su protesta?
—Señoría —dice Sevillas—, vamos
a presentar pruebas sobre la naturaleza
de las lesiones de la víctima, y sobre si
fueron causadas por él mismo, o por un
tercero. O de ambas formas.
Langley adquiere una expresión
confusa. La jueza mira fijamente a
Sevillas.
—¿Me está diciendo que la defensa
va a argumentar que el niño causó su
propia muerte?
—Señoría, preferimos presentar
nuestras pruebas en el momento
adecuado. Nuestra protesta se refiere a
que no hay fundamentos, en este punto,
para que el Estado catalogue la muerte
de la víctima.
La jueza lo mira pensativamente y se
encoge de hombros.
—Bueno, señor Sevillas, es su
defensa. Llévela como quiera. Pero no
piense que me voy a tragar hoy cualquier
teoría absurda. No estoy de humor. Se
admite la protesta; señor Langley,
reformule la pregunta.
Langley cabecea, pero obedece.
—Enfermera Kreng, ¿se puso usted,
o alguno de sus empleados, en contacto
con la señora Morrison el día en que
Jonas… murió?
Kreng aprieta los labios pálidos.
—Por supuesto, la llamamos al
encontrar el cadáver. Ella vio al niño y
se puso histérica. Le administramos
sedantes y descansó durante un rato.
Creo que después fue interrogada
brevemente por un oficial de policía, y
la trasladaron a la comisaría para que
hiciera una declaración más extensa.
—Gracias, enfermera, pero si intenta
testificar sobre lo que dijo la señora
Morrison, se trataría de un testimonio
indirecto, cosa que no está permitida —
dice Langley con una sonrisa de
suficiencia—. Y de todos modos, nos lo
contará la propia madre de la víctima.
Sevillas se vuelve y ve a Marianne,
que lo está mirando fijamente. Sea lo
que sea lo que ha encontrado Danielle,
ojalá sea bueno. La testigo estrella de
Langley podría ser una buena candidata
a la canonización cuando suba al
estrado.
—Enfermera
Kreng,
¿podría
decirme si vio alguna vez alguna
grabación de seguridad en la que Max
Parkman intentara agredir a Jonas
Morrison, o le gritara que quería
matarlo…?
—¡Protesto, señoría! —exclama
Sevillas—. No se ha establecido la
existencia de esas grabaciones, ni quién
se llevó las cintas, ni si alguien pudo
alterarlas, por no mencionar que nunca
se le han facilitado esas grabaciones a la
defensa antes de esta vista.
Langley da un paso adelante.
—Señoría, la difícil relación que
tenía el acusado con la víctima es
crucial en la cuestión de si Max
Parkman asesinó o no a Jonas Morrison.
Sevillas se pone en pie.
—Señoría,
esa
pregunta
es
completamente inadecuada. La única
intención del Estado es hostigar y
perjudicar a mi cliente.
—¡Acérquense!
Sevillas y Langley caminan al
unísono y se acercan al estrado justo a
tiempo para oír los susurros de enfado
de la jueza.
—Miren, señores, esto no es un
juicio. No hay jurado. Los periodistas
están aquí y van a escribir cosas que los
potenciales miembros del jurado van a
leer mañana en el periódico. Y créanme,
ninguno de ustedes querría que leyeran
lo que me gustaría decirles ahora
mismo. Voy a darles libertad en sus
interrogatorios, pero no se pongan
zancadillas el uno al otro con cuestiones
técnicas. Y no intenten colar pruebas que
no estén registradas —dice Hempstead,
mirando fijamente a Langley—. Si tienen
algo que piensen que yo deba
considerar, saquen al estrado a un
testigo que pueda presentarlo y cuya
declaración justifique adecuadamente su
inclusión en el atestado. De lo contrario,
los convertiré en un hazmerreír antes de
la hora de comer. ¿Entendido?
Los dos dicen «Sí, señoría»
rápidamente, y vuelven a sus mesas. La
jueza le indica al fiscal que continúe con
las preguntas, y Langley guía a Kreng
durante el resto de su testimonio. Él
determina cuáles son sus observaciones
independientes sobre la actitud violenta
y psicótica de Max, y los miedos que
expresó sobre Jonas. Hempstead tiene
una expresión impasible, pero Sevillas
se da cuenta de que está completamente
concentrada, porque toma notas
constantemente. Cuando termina una de
las respuestas de la enfermera, la jueza
mira a Max con una aguda curiosidad.
Sevillas percibe otra oleada de pánico
en el niño y observa la silla vacía que
hay a su lado. ¿Dónde demonios está
Danielle?
Langley sonríe y aborda la última
parte de su interrogatorio.
—Enfermera Kreng, sabemos que
Max Parkman fue hallado inconsciente
en el suelo de la habitación en la que fue
asesinado Jonas, cubierto de sangre.
¿Qué estaba haciendo la señora Parkman
cuando usted llegó a esa habitación?
Kreng se yergue.
—Estaba arrastrando a su hijo entre
charcos de sangre, intentando sacarlo de
allí…
—¡Protesto! —exclama Sevillas,
poniéndose en pie—. Cualquier intento
del testigo de atribuirle una determinada
intención a la acusada…
Hempstead alza una mano.
—Ha lugar.
Langley continúa sin inmutarse.
—Enfermera
Kreng,
¿cómo
describiría la reacción de la señora
Parkman cuando usted la vio?
Kreng mira a Sevillas con
arrogancia.
—Tuvo una reacción de mujer
desequilibrada, histérica.
Sevillas comienza a levantarse, pero
Langley se le adelanta.
—He terminado, señoría. Muchas
gracias, enfermera Kreng.
Sevillas vacila, pero la enfermera ya
ha respondido y la jueza ya ha asimilado
esa información perjudicial. Si objeta en
ese momento, solo conseguirá darle más
relevancia. Así pues, se sienta.
Langley le sonríe y le cede el turno
de interrogatorio.
Tony se acerca al estrado y comienza
a hablar con calma.
—Enfermera Kreng, ha narrado
usted varios episodios y observaciones
personales tanto de Max Parkman como
de su madre en Maitland, incluyendo sus
estados emocionales y psicológicos. ¿Es
eso correcto?
—Sí.
—¿Tiene usted el título de
psiquiatría?
Ella lo mira con irritación.
—Por supuesto que no.
—No, me lo imaginaba. Por lo tanto,
estará de acuerdo conmigo en que las
observaciones personales sobre Max y
su madre que usted ha compartido hoy
con nosotros son solo su opinión
subjetiva, y nada más.
—No, señor Sevillas —responde
ella con tirantez—. Mis observaciones
son las de una profesional con treinta
años de ejercicio de la enfermería
psiquiátrica. Además, he sido la
responsable de la administración de la
clínica durante todo ese tiempo, y tengo
una reputación impecable dentro y fuera
del país.
—¿Está cualificada para emitir un
diagnóstico de la señora Parkman?
—No.
—¿Está cualificada para emitir un
diagnóstico de Max Parkman?
—No.
Sevillas sonríe.
—Aparte de cumplir las órdenes de
los doctores, ¿estaba dentro de sus
atribuciones especular respecto al
diagnóstico de Max Parkman, o del
estado emocional de la señora Parkman?
Ella lo fulmina con la mirada.
—No.
—¿Tiene alguna duda de que la
madre de Max Parkman esté totalmente
dedicada a su hijo?
El rostro de la enfermera se suaviza
ligeramente.
—No, no la tengo.
—Dado que lleva treinta años
dedicada al ejercicio de la enfermería
psiquiátrica, estoy seguro de que habrá
observado las reacciones de cientos de
padres durante todo ese tiempo. ¿Podría
decirnos si los padres de niños que son
admitidos en una clínica psiquiátrica
sufren a menudo una presión emocional
intensa?
—Por supuesto. Cuando los padres
ven a sus hijos sufriendo un trastorno
mental que requiere tratamiento, siempre
hay un dolor considerable y una tensión
emocional muy intensa.
—¿Y los padres de estos niños
expresan ese tipo de dolor y de tensión
de idéntica forma?
—No, claro que no.
—A propósito, señora Kreng,
también tuvo usted muchas ocasiones
para observar a la señora Morrison, la
madre de la víctima, ¿no es así?
—Sí.
—¿Y le pareció atípico su
comportamiento?
Langley mira al cielo con
resignación.
—Señoría —dice—, ¿qué tiene de
relevante este interrogatorio? Aparte de
ser una táctica de distracción usada por
el abogado de la defensa para desviar la
atención de las acciones de sus clientes.
Hempstead mira por encima de la
montura de las gafas.
—No
haga
más
preguntas
injustificadas, señor Sevillas.
—Lo dejaremos por el momento,
señoría —dice él. Tendrá que esperar
para
ver
si
Danielle
puede
proporcionarle alguna prueba con la que
inculpar a Marianne. Al menos ha
abierto el camino en aquella dirección
—. Enfermera Kreng —continúa—,
cuando entró en la habitación, el día en
que murió Jonas, y detectó que el cuerpo
tenía numerosas perforaciones, ¿vio el
instrumento que pudo causar esas
heridas?
—Sí.
—¿De veras?
—Sí, por supuesto.
—¿Dónde estaba?
—La policía lo sacó del bolso de la
señora Parkman.
Hempstead se inclina hacia delante
con avidez.
Sevillas sonríe y le da la espalda a
la testigo.
—¿Y qué era ese objeto?
—¡Protesto, señoría! —exclama
Langley, poniéndose en pie—. La
pregunta no se ciñe al ámbito de mi
interrogatorio de esta testigo.
La jueza mira a Sevillas.
—Señoría, el fiscal abrió ese
camino cuando hizo que la enfermera
Kreng describiera lo que vio al entrar en
la habitación del niño. Yo solo estoy
indagando en la misma línea que él ha
introducido.
Ella mira a Langley con desdén.
—Denegada la protesta. Continúe,
señor Sevillas.
Él asiente.
—¿Qué era ese objeto que vio en la
habitación?
—Era… una especie de peine.
—¿Cómo era?
Ella alza las manos y coloca las
palmas a cierta distancia una de la otra,
enfrentadas.
—Era más o menos de este tamaño,
de unos quince centímetros, y tenía púas
largas de metal.
—¿Tocó el peine cuando lo vio?
—No, señor Sevillas. Uno de los
policías lo sacó del bolso de la señora
Parkman y lo mostró.
—¿Por casualidad vio lo que hacía
el agente con el peine en ese momento?
—No, no lo vi. Estaba muy ocupada
poniéndome en contacto con la señora
Morrison y el doctor Hauptmann, y
asegurándome de que los demás
pacientes de la unidad estuvieran
seguros.
—¿Sabe si alguien, aparte de la
policía, entró en la habitación esa
mañana?
—El forense, por supuesto. Sería
mejor que le preguntara a la policía por
ese peine, señor Sevillas.
Él mira a Langley y después se gira
y sonríe a la jueza.
—Sí, claro que sí, enfermera Kreng.
Ya lo hemos hecho, pero parece que el
peine ha desaparecido misteriosamente.
¿Tiene idea de adónde puede haber ido?
—¡Protesto! —brama Langley—.
¡Señoría! La testigo ya ha respondido.
Ha dicho que no sabe lo que ocurrió con
el peine y…
—Y nos ha dicho que la policía
tomó posesión del peine.
Langley alza las manos.
—Señoría, vamos a presentar un
testigo con relación al peine.
—Para que explique que no lo
tuvieron en su poder ni siquiera el
tiempo suficiente como para poder
tomar las huellas dactilares que hubiera
en él —dice Sevillas.
Hempstead arquea las cejas.
—Señor Langley, parece que el
abogado de la defensa quiere decir que
el arma homicida ha desaparecido y no
ha sido hallada. ¿Es cierto, señor fiscal?
—Bueno, señoría, así es. Sí, el arma
homicida estaba en la escena del crimen,
pero todavía estamos trabajando para
localizarla.
—¿Qué quiere decir? ¿Tienen o no
tienen el peine?
—En este instante no, señoría,
pero…
—Nada de «peros», señor Langley
—dice ella, y se vuelve hacia Sevillas
—. Bueno, parece que por fin la defensa
tiene algo con lo que continuar. Sin
embargo, señor abogado de la defensa,
le recuerdo que esta vista tiene dos
propósitos claros.
No desentrañe hoy toda su
estrategia.
Todos
esperaremos
conteniendo la respiración a que la
desarrolle durante el juicio.
—Gracias, señoría.
—Siéntese, señor Langley. Continúe,
señor Sevillas.
Sevillas ve que Max está sonriendo
con orgullo. Después se gira hacia la
testigo.
—Enfermera Kreng, ¿era usted
responsable de la unidad Fountainview,
en la que estaban ingresados Jonas
Morrison y Max Parkman?
—Sí.
—¿Estaba Max Parkman en la
unidad el día en que murió Jonas?
—Sí.
—¿Y ha declarado usted que Max
estaba en su cama, al final del pasillo?
—Sí, tal y como reflejan las
anotaciones de ese día, en las que
también se especifica que estaba
inmovilizado.
—¿Con correas de cuero?
—Sí.
—Entonces, enfermera Kreng, hay
algo que no entiendo —dice Sevillas,
sonriendo a la testigo—. ¿Cómo pudo
desabrocharse esas correas Max
Parkman, si estaba atado de pies y
manos?
Ella le lanza puñales con la mirada.
—Creemos que la anotación es
errónea.
Sevillas finge que se sorprende.
—¿Hizo usted esa anotación,
enfermera Kreng?
—No, por supuesto que no.
—Porque debía hacerla la enfermera
que estaba de servicio ese día, la
enfermera Grodin, ¿no es así?
—Sí.
—Vamos, enfermera Kreng, ¿nos lo
está contando todo? La enfermera
Grodin ya no trabaja en Maitland,
¿verdad?
—No, ya no.
—La despidieron, ¿no es así?
—Sí.
—Por favor, díganos cuál fue el
motivo.
—El motivo es que no realizaba su
trabajo a la altura de lo que se esperaba
de ella en Maitland.
—Averiguó que ella se negó a
reconocer que no hubiera puesto las
correas a Max ese día, ¿no es así?
—Creo que mintió para cubrir su
negligencia.
—De hecho, no había ni un solo
empleado de servicio en la unidad de
Fountainview durante la hora de comer
ese día, ¿verdad, enfermera Kreng?
—No era necesario que lo hubiera,
señor Sevillas. Los únicos pacientes que
había en la unidad en ese momento eran
Jonas Morrison y Max Parkman, y
ambos estaban inmovilizados.
—Entonces,
enfermera,
¿cómo
explica que ninguno de los dos tuviera
puestas las correas en el momento del
asesinato?
Kreng permanece en silencio.
—Si no había ni un solo empleado
en esa unidad, enfermera Kreng, ¿podría
decirnos, y recuerde que está bajo
juramento, quién desabrochó las correas
que la enfermera de servicio jura que le
puso a Max Parkman?
—Protesto —dice Langley.
—No ha lugar —dice la jueza.
Sevillas camina hasta la mesa de la
defensa y toma una hoja de papel.
—Así que estas anotaciones carecen
de valor. A esa hora, cualquiera podía
estar en la unidad. Por lo que sabemos,
Max y Jonas andaban por ahí, sin
vigilancia.
Kreng alza la cabeza bruscamente.
—Por supuesto que no.
—Enfermera Kreng, usted no está en
situación de responder eso. No estaba
allí.
Ella guarda silencio. Sevillas se
acerca al estrado de la testigo y espera
hasta que ella lo mira.
—De hecho, es fácil que hubiera un
tercero, tal vez otro paciente, u otro
empleado, que sedara fuertemente a Max
Parkman, que lo arrastrara a la
habitación de la víctima, que asesinara a
Jonas y que estuviera a punto de matar
también a Max cuando su madre
ahuyentó a ese asesino antes de que
pudiera terminar con lo que estaba
haciendo.
Kreng
abre
los
ojos
desorbitadamente.
—¡Eso es absurdo!
—¡Señoría! —interviene Langley,
que está furioso—. A esta testigo se le
está empujando a que haga comentarios
sobre la absurda versión de los hechos
de la defensa, para que el abogado
pueda establecer una teoría de asesinato
que no tiene ninguna base en los hechos
de este caso.
Hempstead observa a Sevillas.
—Muy creativo, señor Sevillas —
dice, y se gira hacia Langley—. Sin
embargo, señor fiscal, yo soy muy capaz
de comprender los hechos y las teorías
que ustedes me planteen.
—Pero, señoría…
Ella niega con la cabeza.
—Denegada la protesta.
Sevillas se vuelve hacia Kreng.
—¿Y no es posible también que
algún empleado tomara el peine que se
usó para apuñalar a Jonas Morrison del
bolso de la señora Parkman cuando
estaba en la unidad, desatendido?
—¡Protesto! —grita Langley, y se
acerca al estrado—. Señoría, la señora
Parkman fue hallada en la habitación con
el peine en su bolso.
—Un peine que no está en poder de
la acusación —dice Sevillas.
—¡Señoría, esto es indignante!
—«Indignante» es un tipo de
protesta que yo no conocía —dice
Hempstead—. A mí me parece que el
señor Sevillas está haciendo lo que
haría cualquier buen abogado defensor.
Está buscando otro sospechoso de
asesinato. Por no mencionar el hecho de
que usted no tiene el arma homicida,
señor Langley. Si pudiera mostrarme una
huella dactilar en ese peine, o incluso el
peine, tal vez yo pensara de manera
distinta. Denegada.
Sevillas mira de nuevo a Kreng.
Una última pregunta. ¿Sabe si
alguien de Maitland buscó rastros de
sangre en la habitación de otro paciente,
o buscó otro tipo de pruebas materiales
ese día?
Kreng está blanca como su uniforme.
—No, no lo hicieron.
—Así pues, no sabemos si otro
paciente, o un tercero, cometió el
asesinato o es el culpable de haber
colocado pruebas inculpatorias en la
habitación de Max Parkman.
Sevillas se vuelve hacia la jueza.
—No hay más preguntas, señoría —
dice, y asiente hacia Kreng—. Gracias,
enfermera Kreng.
—¡Todos en pie! —ordena el
alguacil.
—Descanso de veinte minutos —
dice la jueza.
Se agarra la toga y deja el estrado
sin mirar atrás.
Treinta y tres
Danielle se abrocha el cinturón de
seguridad mientras, por fin, despega el
avión. El único vuelo que ha podido
conseguir desde Phoenix a Des Moines
hace una breve parada en Dallas. Y
cuando llegue a su destino, debe
conducir hasta Plano. Ha intentado
ponerse en contacto con Max en varias
ocasiones, pero sabe que, si su hijo está
en la sala, no puede tener encendido el
iPhone.
Debe de estar frenético esperando a
que llegue. Si no consigue aparecer a
tiempo en el juicio, Max será quien lo
pague.
No ha vuelto a recibir llamadas de
Doaks. Espera que haya conseguido
entrar en la habitación de Marianne y
haya encontrado algo, cualquier cosa
que pueda relacionarla con la muerte de
Jonas.
Tiene el segundo diario en el regazo.
Si lee durante todo el vuelo hasta Des
Moines, tendrá tiempo de terminarlo y
mirar también los CDs. Y no debe
desmoronarse y llorar por los horrores
que está leyendo. Es abogada, una
abogada que busca pruebas que
exoneren a su hijo y que la exoneren a
ella también.
Abre el libro y comienza la lectura.
Querida doctora Joyce:
El funeral de Ashley fue muy
gratificante. Todos me miraban mientras
recorría el pasillo central de la iglesia,
vestida de luto. Tenía un velo negro
sobre la cara, que me permitía ver a los
demás, pero que no permitía que los
demás me vieran a mí. Como Mata Hari.
Elegí un precioso ataúd blanco con un
suave matiz rosado; las flores requerían
más sensibilidad. Las lilas son
demasiado deprimentes para una niña de
cuatro años, así que elegí margaritas,
que son frescas e inocentes. Durante la
misa, el ataúd permaneció cerrado. No
creo que la gente tenga por qué verlo
todo.
Sin embargo, el plato fuerte del día
fue el pediatra de Ashley, que le dijo a
todo el mundo que soy una madre
maravillosa y dedicada. Cuando se
marchó, me tomó las manos y me dijo
que nunca había visto a una madre con
tanta fuerza y tanto valor después de
haber sufrido dos pérdidas tan próximas.
Es hora de la recepción del funeral, y
estoy agotada.
El trabajo de una madre no termina
nunca.
Danielle le pide un café a la azafata
y pasa al final del diario. Dos niños
muertos, y quién sabe cuántos abortos
provocados, hasta el momento. Ha
marcado las páginas que intentará
introducir en las pruebas, suponiendo
que la jueza le permita ponerse en pie en
la sala e interrogar a una testigo. Y
entonces, podrá comparar la letra de
Marianne con la que hay de sus diarios.
Está desesperada por saber cuál es la
táctica que ha empleado Sevillas; no
quiere pensar que, al desaparecer, ella
misma haya echado por tierra la
capacidad de su abogado de proteger a
Max. Comienza a leer la última
anotación que hay en el diario.
Querida doctora Joyce:
Apenas puedo sostener el bolígrafo
para escribir. Tengo el corazón
destrozado. Mi Raymond ha muerto.
Anoche no se encontraba bien, así que le
mullí la almohada y nos fuimos a dormir.
Me desperté en mitad de la noche y noté
algo frío y pegajoso. Encendí la luz y…
Oh, Dios mío. Allí estaba, tumbado, con
los ojos abiertos de par en par. Me di
cuenta al instante de que había tenido un
derrame
cerebral.
Estaba
allí,
mirándome, pero no podía moverse. No
llamé a la ambulancia. Sinceramente,
necesitaba unos momentos para sopesar
mis opciones. Después de unos quince
minutos, él tuvo otro ataque y se quedó
inmóvil. Comprobé sus constantes
vitales, y me di cuenta de que estaba
muerto.
Después llamé a la ambulancia, tapé
a Raymond con una manta vieja, porque
se había ensuciado, y bajé al despacho
para mirar sus papeles. Tenía que
revisar el estado de mis finanzas. No me
dejó mucho, pero sí lo suficiente para
vivir tranquilamente unos cuantos años.
No estoy interesada en encontrar otro
marido todavía. Tengo que organizar su
funeral, y después, comenzar una nueva
vida.
Además, tengo otro problema. Iba a
decírselo a Raymond este mismo fin de
semana; parece que estoy embarazada
otra vez. Si es un niño, creo que voy a
ponerle Jonas. No es la situación más
favorable, pese a toda la compasión y
simpatía que voy a suscitar. Creo que me
voy a marchar de aquí para empezar una
nueva vida. Sí, eso es exactamente lo
que voy a hacer. Antes me teñiré de
rubio.
Las rubias se divierten más, ¿no es
así?
Treinta y cuatro
Sevillas mira la lista de testigos que
ha elaborado. Los ha colocado en el
orden en que cree que los citará Langley.
Esa misma mañana ha pensado que
Langley llamaría primero al forense,
después a Kreng y después a Marianne
Morrison. Cuando el alguacil pronuncia
el primero de los nombres, se alegra de
no haber apostado nada.
Mira a Max. El pobre niño casi no
puede soportarlo más. Se da la vuelta
para mirar a Georgia sobre la cabeza
agachada de Max. Se da cuenta de que
ella también es escéptica en cuanto a
que Danielle vaya a llegar a tiempo para
salvarlos.
Reyes–Moreno lleva unos quince
minutos en el estrado. Langley está
recitando el currículum de la psiquiatra,
que impresionaría hasta a Freud.
Presidenta de la Junta de Directores de
la Asociación Americana de Psiquiatría;
primera de su promoción en la Escuela
de Medicina de Harvard; conferenciante
internacional
sobre
trastornos
psiquiátricos y neurológicos en la
adolescencia. Sevillas se habría
alegrado por contar con aquel retraso,
pero no quiere que la jueza oiga con
tanta claridad lo experta que es Reyes–
Moreno.
—¿Señoría? —dice, poniéndose en
pie—. Si me lo permite el tribunal, la
defensa acepta que las credenciales de
la testigo son correctas. Como no
estamos en el juicio, y no hay jurado
presente, ¿podríamos comenzar con el
interrogatorio pertinente?
Hempstead sonríe.
—Ha lugar la protesta. El tribunal
aceptará un currículum por escrito de la
testigo, señor Langley. Comencemos.
Langley parece molesto, pero asiente
y se dirige a la psiquiatra.
—Doctora Reyes–Moreno, ¿conoce
al acusado, Max Parkman?
—Sí —dice la doctora con su voz
clara y melódica. Lleva un traje gris
claro que contrasta con su pelo blanco, y
su actitud es pensativa y profesional.
—¿Con cuánta frecuencia interactuó
usted con Max Parkman después de que
fuera ingresado en la clínica?
—Veía a Max diariamente —dice
Reyes–Moreno, y mira a la jueza con
calma, con sus ojos color verde
esmeralda—. Para llevar a cabo el
concepto que tiene Maitland de un
tratamiento psiquiátrico, se crea un
equipo para cada paciente. Elegimos a
un grupo de psiquiatras, neurólogos y
psicólogos que trabajan en el
diagnóstico de cada caso, y diseñan una
solución a largo plazo para el niño.
Cada equipo es diferente, como cada
paciente.
La jueza asiente. Es obvio que está
impresionada.
—¿Estaba usted en el equipo de
Max? —inquiere Langley.
—Sí, era la psiquiatra responsable
de Max, y supervisaba su equipo y su
tratamiento. Yo gestionaba todas las
cuestiones de personal relacionadas con
Max y dirigía las consultas psiquiátricas
con él.
—Supongo que, finalmente, fue usted
capaz de dar con un diagnóstico de los
problemas psiquiátricos de Max.
Ella se quita las gafas y se frota los
ojos.
—No fui yo sola la que elaboró el
diagnóstico. La conclusión fue conjunta,
de todo el equipo de Max.
—¿Y cuál fue ese diagnóstico,
doctora?
Sevillas se pone en pie de un salto.
—Protesto, señoría.
—¿Por qué, señor Sevillas?
—El diagnóstico del acusado es
confidencial. Está protegido por el
secreto médico.
Langley se acerca al estrado.
—Señoría, el Estado piensa que el
diagnóstico de Max Parkman, y su
comportamiento violento y errático,
están relacionados con la muerte de
Jonas Morrison. La testigo declarará en
ese sentido. Es importante que pueda
explicar el diagnóstico y sus
observaciones sobre el estado mental
del acusado antes de que se produjera el
asesinato.
—Señoría —dice Sevillas—, si
permite que esta testigo declare en una
vista pública sobre el diagnóstico de
Max Parkman, estará sometiendo al niño
a un grave perjuicio, y más teniendo en
cuenta que hay periodistas en la sala. El
diagnóstico se hizo en una clínica
privada
que
mantiene
la
confidencialidad de la información de
los pacientes a menos que ese paciente,
o sus tutores legales, permitan que se
revele a terceros. Y puedo asegurarle,
señoría, que ni el paciente ni su madre
han dado su permiso en este caso.
—Bien, señor Sevillas, si hubiera un
jurado presente, estaría de acuerdo con
usted —dice Hempstead—. Sin
embargo, creo que debería escuchar esta
declaración, y creo que usted tiene que
admitir que es relevante en el caso.
Sevillas va a empezar a poner más
objeciones, pero Hempstead alza una
mano.
—Para evitar cualquier perjuicio a
Max Parkman y para impedir una
influencia indebida en los posibles
miembros del jurado, ordeno que el
público abandone la sala.
El alguacil se levanta.
—Por favor, salgan ordenadamente
de la sala del tribunal.
Después de unos momentos de
quejas y de pasos arrastrados, los
observadores decepcionados y los
periodistas salen. Sevillas mira a
Georgia para darle a entender que a Max
no le conviene oír lo que Reyes–Moreno
tenga que decir sobre sus problemas
mentales o emocionales. Ella asiente y
le toca el hombro a Max. El niño mira
con miedo a Sevillas, y después sigue a
Georgia y al alguacil al pasillo.
Langley sonríe a Reyes–Moreno.
—Y ahora, doctora, por favor,
dígale a su señoría cuál era el propósito
de la reunión celebrada el veinte de
junio, y lo que observó en esa fecha con
respecto al acusado.
Reyes–Moreno mira a la jueza.
—Yo misma organicé la reunión.
Todo el equipo tenía… preocupaciones,
y determiné que sería productivo para el
paciente que la señora Parkman se
reuniera con nosotros.
—¿Y a qué preocupaciones se
refiere?
—Max había comenzado a mostrar
tendencias violentas y experimentaba
alucinaciones paranoides. El propósito
de la reunión era explicarle nuestro
diagnóstico colectivo a la señora
Parkman, y darle la oportunidad de que
planteara sus preguntas al equipo.
Langley sonríe.
—¿Y cuál fue ese diagnóstico,
doctora Reyes–Moreno?
—Desorden
esquizoafectivo
y
psicosis no determinada.
—¿Qué significa psicosis no
determinada?
—Significa que el paciente ha
perdido el contacto con la realidad al
menos en una ocasión. Es una categoría
general, teniendo en cuenta su edad y las
observaciones que hemos hecho durante
el corto espacio de tiempo que ha estado
con nosotros Max.
—Señor Langley —dice la jueza—,
si no va a haber más menciones
concretas al diagnóstico, me gustaría
abrir la sala al público de nuevo.
—Por supuesto, señoría —responde
Langley. Cuando todo el mundo ha
vuelto a ocupar su sitio, el fiscal vuelve
a dirigirse a la testigo—. ¿Estas
reuniones con los padres tienen lugar
siempre que se revela un diagnóstico?
—No —dice la doctora—. En este
caso concreto, la señora Parkman
reaccionó muy negativamente. Pese a
mis tentativas, se negó a hablar más del
diagnóstico. Yo sabía que el estado de
negación en el que se encontraba la
señora Parkman iba a ser perjudicial
para que Max aceptara su enfermedad.
Por supuesto, es muy importante que los
padres de un niño así apoyen al equipo
médico. Si un padre se niega a aceptar
los hechos, no pueden ayudar al niño a
enfrentarse a la realidad de la situación.
—Por favor, explíquenos lo que
ocurrió durante la reunión.
—Comencé diciéndole a la señora
Parkman que entendía su nivel de
preocupación, porque el diagnóstico de
Max era muy grave. Le aseguré que no
habíamos
llegado
a
nuestras
conclusiones a la ligera, y que nuestras
pruebas indicaban con claridad que el
diagnóstico era correcto. En ese
momento, la señora Parkman se disgustó
mucho y me dijo que no aceptaba
nuestro diagnóstico pese a los resultados
de las pruebas.
—¿Y qué ocurrió después?
—Informé a la señora Parkman de
que su negativa a aceptar el diagnóstico
era muy perjudicial para el bienestar de
Max, y que tenía que asimilarlo, por el
bien del niño. Ella siguió mostrando su
desacuerdo de manera vehemente.
—¿Se habló de conseguir una
segunda opinión?
—Por supuesto. Le dije que podía
pedirle a cualquier profesional de su
elección
que
revisara
nuestros
resultados. Sin embargo, la insté a que
lo hiciera rápidamente, teniendo en
cuenta la gravedad de la situación.
—¿Y entonces?
—Informé a la señora Parkman de
que Max pensaba que Jonas estaba
urdiendo un plan para hacerle daño, o
matarlo…
Sevillas se pone en pie.
—Señoría,
esto
se
acerca
peligrosamente a hablar del diagnóstico
de Max Parkman en público…
—Señor Langley, le he advertido
que no cruce esa línea. Prosiga con
cautela.
El fiscal asiente.
—¿Cómo reaccionó la señora
Parkman cuando usted le habló de los
miedos de Max?
Reyes–Moreno
respira
profundamente.
—Se enfureció. Nos acusó de haber
inventado los síntomas y de falsificar las
anotaciones de la historia clínica de
Max, en concreto, las que recogían la
conducta violenta de Max.
—¿Y qué ocurrió entonces?
La doctora mueve la cabeza.
—La señora Parkman se levantó de
un salto de la mesa de reuniones, y
pareció que iba a agredirme. Uno de los
celadores tuvo que sujetarla.
—¿Y es esa una respuesta corriente?
Reyes–Moreno lo niega con tristeza.
—Me temo que no.
—Continúe, doctora.
La psiquiatra carraspea.
—En ese momento, me pareció
primordial calmar a la señora Parkman.
Intenté convencerla de que no teníamos
ningún plan secreto y de que nuestro
diagnóstico se basaba en hechos y
observaciones clínicos, y que habíamos
llegado a la conclusión de que Max tenía
una clara psicosis.
Sevillas interviene inmediatamente.
—¡Señoría!
¡Esto
es
un
incumplimiento de la orden del tribunal!
¿Por qué nos hemos molestado en
despejar la sala? ¡El fiscal está
intentando de una manera flagrante
introducir los detalles del diagnóstico
del niño en público, disfrazándolo de
pregunta a la testigo!
—Ha lugar.
Sevillas está congestionado.
—Señoría, la defensa solicita que el
fiscal del distrito sea citado por
desacato, por desobedecer esta orden
del tribunal.
La jueza asiente.
—Se lo merece, señor Langley.
Tomaré en consideración la solicitud del
abogado de la defensa y lo decidiré al
final de la jornada.
Langley se inclina ligeramente ante
la jueza.
—Pido disculpas, señoría. Le
aseguro que ha sido un error
involuntario.
Sevillas maldice entre dientes. El
daño está hecho. Langley se ha
arriesgado gustosamente a una condena
por desacato porque ha conseguido
exactamente lo que quería. Aquella
misma tarde todos los periodistas que
están en la sala habrán publicado un
artículo sobre la peligrosa psicosis de
Max, y su convencimiento de que Jonas
quería
matarlo.
Será
imposible
encontrar miembros para el jurado de su
juicio oral que no tengan prejuicios
sobre la inocencia de Max.
Langley se vuelve de nuevo hacia la
testigo.
—¿Cuál fue la reacción de la señora
Parkman hacia el diagnóstico de su hijo?
—Se agitó mucho. Nos acusó a
todos de inventar las anotaciones de la
historia clínica para poder basar nuestro
diagnóstico. Después comenzó a
maldecir y a exigir que le diéramos el
alta a su hijo.
—¿Y cuál fue su respuesta?
—Le dije a la señora Parkman que
interrumpir el tratamiento de Max sería
muy peligroso para él.
—¿Y qué respondió la señora
Parkman?
—Que yo recuerde, y por favor,
entienda que tomé las notas en las que
estoy basando mi declaración después
de la reunión, creo que dijo: «Ni lo
sueñe. Cuando ustedes terminaran
conmigo, estaría echando espuma por la
boca y ladrándole a la luna».
—¿Y después?
—Después se puso en pie y me dijo
que le enviara la historia de Max a su
hotel inmediatamente. Dijo que iba a
sacar a Max del hospital, pese a que yo
insistí en que eso sería perjudicial para
él.
La jueza mira a Reyes–Moreno.
—Doctora, ¿creyó usted en ese
momento que la señora Parkman tenía
intención de salir de esta jurisdicción
con su hijo?
—Sí, señoría, no tengo duda alguna.
Si hubiera tenido la oportunidad, la
señora Parkman habría vuelto a Nueva
York con Max.
—¿Y cree que Max Parkman hubiera
sufrido un deterioro de su salud mental?
—Eso me temo. Y también es mi
opinión profesional es que la violencia
que ha mostrado aumentará en el futuro.
Sevillas intenta no dejar entrever sus
emociones.
Después
de
aquella
declaración, Danielle no tiene ninguna
oportunidad de conservar la libertad
bajo fianza. Langley le sonríe.
—Es turno de la defensa.
Sevillas se aleja del fiscal todo lo
posible, aunque permanece a una
distancia a la que puede oír al alguacil,
que está junto a Max, hasta que la sesión
se reanude.
—¿Dónde está mamá? —pregunta
Max ansiosamente—. Debería haber
llegado ya.
—Me ha enviado un mensaje —
miente Georgia—. Viene para acá. Su
avión se ha retrasado un poco.
—¿Y dónde está mi iPhone? Puedo
saber exactamente dónde está.
Max frunce el ceño y mira a
Sevillas, que vuelve a utilizar la
marcación rápida de su teléfono. Es el
tercer intento. Lo deja sonar, y después
de ocho tonos, oye la voz grave de
Doaks.
—¿Sí?
—¿Dónde demonios estás?
—Vamos, Tony, cálmate. Ahora
estoy ocupado.
—¿Ocupado? ¿En qué, por el amor
de Dios?
—Mira, ya te he dicho que Danielle
ha encontrado algo bueno sobre esa loca
de Marianne. Tiene unos diarios en los
que escribió todo tipo de maltratos y…
—¡Maldita sea, Doaks! ¿Es que no
entiendes que me resulta imposible
operar así? No puedo hacer una defensa
apropiada cuando el único testigo que
tiene Max es su madre y ella ha
desaparecido. Langley está haciendo su
agosto. Acaba de interrogar a Reyes–
Moreno, y ahora tengo que hacerlo yo,
sin tener una sola de las supuestas
pruebas que nos iba a traer Danielle.
Aunque los dos estéis convencidos de
que Marianne es la asesina, yo no puedo
ni siquiera sacar a relucir su
comportamiento con Jonas porque no
hay bases objetivas para ello. ¿Me
oyes?
—Escucha, gilipollas —dice Doaks
—, tú fuiste el que permitió que la jueza
nos pusiera esta vista una semana
después de que el niño muriera. Me he
estado dejando la piel en esto
veinticuatro horas al día. Te voy a salvar
el trasero, pero tienes que darme más
tiempo.
Sevillas oye la voz de Langley al
otro lado del pasillo, y baja la suya
hasta que se convierte en un silbido de
furia.
—Escúchame tú, viejo chocho, te
vas al otro extremo del país con
Danielle tan solo por un presentimiento
estúpido, y yo tengo que cambiar todo
mi planteamiento para esta defensa.
Estoy aquí sentado con nada, ni siquiera
tengo a la acusada, gracias a ti.
—Ya está bien, Tony. Tienes que
confiar en ella. Está convencida de que
ha conseguido pruebas más que
suficientes para salvar a Max, y no es
tonta.
—Espero que tengas razón, Doaks
—dice Tony. La furia se desvanece y
solo queda el miedo—. Pero tráela lo
más rápidamente posible.
—Tony, mira, tengo que colgar.
Barnes acaba de llegar.
—¿Y qué tiene que ver Barnes con
todo esto?
—Es mejor que no lo sepas, y yo no
te lo voy a contar.
Sevillas oye el grito del alguacil.
—¿Y cómo demonios voy a sacar
esto adelante antes de que Hempstead
me condene por desacato?
—¿Por qué iba a hacer eso?
Sevillas suspira.
—Por mentir al tribunal. Le prometí
que Danielle estaba de camino hacia
aquí.
Doaks se echa a reír.
—Bueno, eso es cierto. Tú mantén a
esa loca de Morrison en el estrado todo
lo que puedas, y nosotros te cubriremos
de pruebas.
—Y los cerdos volarán —dice
Sevillas, y cuelga el teléfono.
Treinta y cinco
Danielle mira el reloj. Han llegado
temprano a Dallas y ahora, está
esperando el avión con destino a Des
Moines. Ojalá supiera qué testigos han
declarado ya, y cómo los ha interrogado
Sevillas. Suena su teléfono, y responde
inmediatamente.
—¿Georgia? ¿Cómo está Max?
—Dios Santo, Danielle, ¿dónde
estás tú? —le pregunta su amiga en un
tono de nerviosismo—. Yo me he
escondido en el servicio. Max está bien,
pero está asustado y ansioso porque no
hayas llegado todavía.
—Le he enviado varios mensajes,
¿no ha recibido ninguno?
—No. He tenido que dejar su
teléfono en el coche. No se le permite
tenerlo en la sala.
—Claro. Bueno, mi vuelo tuvo un
retraso en Phoenix, pero llegaré lo antes
posible. ¿Quién está declarando? ¿Qué
ha pasado con Marianne?
—El fiscal todavía no la ha llamado
—dice Georgia—. Han testificado
Reyes–Moreno y Kreng. Como puedes
suponer, ambos testimonios han sido
muy perjudiciales para Max. Sevillas
está intentado mantener el tipo, pero
tienes que venir ya.
—Dile a Sevillas que sé que lo hizo
Marianne —dice ella—, y que tiene que
intentar aguantar hasta que pueda darle
las pruebas.
—Tengo que dejarte —responde
Georgia—. Max me necesita.
Se despiden, y Danielle intenta
controlar la preocupación que siente por
su hijo. Debe concentrarse en leer todo
lo posible de los diarios y marcar todo
lo que piensa presentarle al tribunal,
suponiendo que la jueza no la expulse en
cuanto ponga un pie en la sala.
Durante el viaje termina los diarios
y comienza a investigar los CDs en su
portátil. Por fin encuentra una mención a
Jonas. Teniendo en cuenta lo que ha
averiguado ya, se estremece al pensar en
todo lo que ha tenido que sufrir el niño.
Lee una anotación sobre Jonas fechada
un poco antes de que su madre y él
llegaran a Maitland.
Querida doctora Joyce:
Tengo que admitirlo: Jonas ha
resultado ser una decepción. Cuando era
pequeño, era muy dulce y nunca se
quejaba, por muchas veces que
tuviéramos que ir a urgencias. Por
desgracia, después de uno de sus
ataques se quedó sin oxígeno durante
demasiado tiempo, un exceso de
ambición por mi parte, me temo, y el
resultado fue un retraso mental. Al
principio me sentí consternada, pero
pronto me he dado cuenta de que lo he
convertido en un ser mucho más fácil de
manejar. En la vida todo es un
equilibrio.
Ahora, doctora Joyce, preste
atención a lo que voy a escribir, porque
he realizado un brillante experimento
científico con unos resultados sin
precedentes. He provocado el autismo
donde no existía. Primero me encargué
del hecho básico de que muchos autistas
son incapaces de articular un discurso
inteligible. Todo el mundo piensa que
Jonas no puede hablar, pero se
equivocan. Las conductas que le he
enseñado le permiten comunicarse a la
perfección conmigo, y obviamente, para
mí es una ventaja que no pueda
conversar con nadie más.
Después llegó el reto de conseguir
que se infligiera heridas a sí mismo. Le
enseñé a abofetearse cada vez que yo le
decía «no» o «mal». Después le hacía
muchas alabanzas y lo abrazaba. Es muy
importante darles estímulos positivos a
los niños. Cuando cumplió los seis años,
Jonas ya sabía que podía usar cualquier
cosa que quisiera para disciplinarse a sí
mismo y que yo, después, le daría todo
mi afecto. Al final, solo tenía que
mirarlo, y él sabía exactamente lo que
tenía que hacer. Las correas y el collar
eléctrico fueron herramientas muy útiles
para su aprendizaje. Los mejores planes
son siempre los más sencillos, pero las
ideas no caen del cielo. Todo ello
requiere un fuerte compromiso y una
vida de sacrificios.
No hay muchas mujeres que tengan
ese tipo de carácter.
Treinta y seis
Sevillas vuelve a la sala. Ha dejado
a Georgia y a Max en una sala adjunta y
les ha dicho que esperen allí hasta que
él los llame. Georgia ha prometido que
iba a tranquilizar a Max y que iba a
darle un refresco. El pobre niño no
puede aguantar aquello mucho más.
Sevillas tampoco.
Al acercarse a la mesa de la
defensa, percibe tensión junto al estrado.
Hempstead está hablando con su
ayudante y con el sheriff. El sheriff está
de espaldas a Sevillas, pero es evidente
que tiene algo en las manos, y que ese
«algo» es el tema de la conversación.
Langley tiene la cabeza inclinada sobre
los documentos que le pasan sus
ayudantes.
Hempstead alza la vista y ve a
Sevillas. El sheriff se da la vuelta.
—Señor Sevillas —dice ella con
tirantez—. Durante su ausencia he
aprovechado para pedirle al sheriff
Wollensky que averiguara el paradero
de su clienta, ya que parece que usted ha
olvidado mi orden de traerla a la sala
hoy.
Sevillas se acerca al estrado.
—Señoría, lo he intentado, pero…
La jueza alza una mano.
—No se moleste, abogado. El sheriff
Wollensky ha ido al apartamento de la
señora Parkman con una orden mía, por
supuesto, y, maravilla de las maravillas,
ella no está allí. ¿Tiene alguna
explicación sobre dónde podría estar?
Langley ha dejado de mirar sus
documentos y tiene una sonrisa
petulante. Sevillas pone cara de absoluta
sinceridad.
—No tengo ni idea, señoría. Tal y
como me indicó esta mañana, he
intentado ponerme en contacto con la
señora Parkman en repetidas ocasiones,
pero no lo he conseguido. Mi clienta ha
estado muy enferma esta semana, por lo
que cabe la posibilidad de que haya ido
al médico. Si su señoría lo desea, puedo
salir al pasillo para intentar hablar con
ella otra vez…
Hempstead niega con la cabeza.
—Señor Sevillas, le recomiendo que
no juegue conmigo. Si sabe dónde está
su clienta, será mejor que me lo diga
ahora mismo.
Sevillas alza ambas manos.
—Sinceramente no lo sé, señoría.
Ella frunce el ceño.
—Me parece muy raro que una
mujer que está tan enferma se levante de
la cama. Por lo menos, me parecía muy
raro hasta que ha vuelto el sheriff
Wollensky, durante el descanso, y me ha
enseñado esto —dice, y señala lo que
tiene el sheriff en las manos. Es algo que
parece una media larga, de goma.
Sevillas intenta mantener una
expresión impasible mientras se
pregunta cuál es el truco que ha utilizado
Danielle.
—Lo siento, señora, pero ¿qué es
eso?
—¿No lo sabe?
—No.
—Acérquese. Usted también, señor
Langley.
Sevillas y Langley se acercan al
estrado mientras el sheriff le entrega la
cosa a Hempstead.
—El sheriff Wollensky encontró esto
debajo de la cama de su cliente, junto a
una caja con un letrero de Prosthetics,
Inc. —explica la jueza. Sevillas la mira
con desconcierto, y ella prosigue—:
Nosotros también tardamos un rato en
entender esto, abogado, pero parece que
es una cubierta sintética para prótesis,
que su clienta se puso en la pierna para
engañar al oficial que debía cambiarle
el dispositivo de control del tobillo.
—Dios Santo —murmura él—.
Señoría, espero que sepa que yo no he
tenido nada que ver en lo que haya
hecho la señora Parkman…
—Déjeme terminar. Su clienta se
sacó el dispositivo del tobillo y lo colgó
en la puerta de su dormitorio. El sheriff
ha comprobado que en el apartamento
faltan su maleta y la mayoría de su ropa.
Y ahora, ¿tiene algo que decir?
Sevillas suspira.
—No tengo explicación, señoría. Yo
creía que estaba enferma, en la cama.
—Esa es su historia, y supongo que
está ciñéndose a ella —replica ella con
una mirada severa—. Bien, he firmado
una orden de búsqueda y captura para su
clienta. Si ha salido de la jurisdicción,
esta vista no tiene sentido en cuanto a la
libertad bajo fianza. La señora Parkman
tendrá el placer de alojarse en nuestra
cárcel del condado hasta la fecha del
juicio. Y será mejor que yo no me entere
de que usted sabía algo de todo esto,
abogado —añade, señalándolo con el
dedo—, porque entonces irá con ella.
Sevillas asiente.
Hempstead se inclina hacia delante.
—En cuanto sepa algo de su clienta,
avise a este tribunal.
—Sí, señoría.
—Siéntense.
Sevillas, que ahora está sudando, se
sienta. No se le había pasado por la
cabeza preguntarle a Doaks cómo se
había librado Danielle del dispositivo.
Bueno, Hempstead no va a necesitar
mandarla a la cárcel. Él mismo la va a
estrangular en cuanto entre por la puerta
de la sala.
Ve a Georgia y a Max sentarse en su
sitio. Max tiene mejor aspecto. Sevillas
se inclina hacia Georgia y le susurra:
—Haces milagros con este niño.
Ella sonríe.
—Eso es porque es tan mío como de
Danielle.
Durante la siguiente media hora,
asisten al interrogatorio que Langley le
hace a Smythe, el forense. Sevillas sigue
la declaración, pero por dentro está que
trina. Tal vez debiera presentar una
solicitud para retirarse. Danielle no solo
ha echado por tierra su caso, sino que le
ha dejado en muy mal lugar con una de
las mejores juezas de Iowa. Aquello
podría destruir su reputación. Además,
desde el principio se ha preguntado si lo
que siente por Danielle le ha impedido
ser efectivo como abogado. Mira a Max,
que está abatido por la desesperanza y
el miedo, pero que sigue sentado a su
lado, silencioso, mirándolo de vez en
cuando para que él le dé confianza.
Sevillas se inclina hacia el chico y le
aprieta el hombro.
—Aguanta, campeón.
Max sonríe con agradecimiento.
—Eso intento —susurra.
De repente, Langley hace una
pregunta que pone a Sevillas en piloto
automático.
—¿Podría describir el instrumento
que se usó contra el cuerpo de Jonas
Morrison el día de su muerte?
—¡Protesto! —dice Sevillas—.
Señoría, he de repetir que el Estado no
ha podido presentar ningún instrumento
como arma homicida. Cualquier
descripción que dé el testigo sería una
mera especulación.
La jueza lanza una mirada oscura
desde el estrado.
—Señor Langley, no estoy de humor
para decir lo mismo una y otra vez. ¿Ha
recuperado el peine la fiscalía?
Langley se pone muy rojo.
—Señoría, vamos a llamar a
declarar al oficial Dougherty muy
pronto. Él fue el primer policía que
llegó a la escena del crimen, y puede
describir con exactitud el arma
homicida. Doctor Smythe, de cualquier
modo, ¿podría describir el arma
basándose en las heridas que observó
durante la autopsia…?
La jueza levanta la mano. Su
expresión es tormentosa.
—Es evidente que no ha oído mi
pregunta, señor Langley. ¿Tiene o no
tiene el arma homicida para que yo
pueda verla?
—No–no
en
este
momento,
señoría… Pe–pero…
La jueza niega con la cabeza.
—Increíble. No, señor Langley. No
voy a permitir que haga preguntas sobre
un arma homicida que no puede
presentar a este tribunal. Doctor Smythe,
no puede hacer referencias a un objeto
que no ha sido aportado como prueba, y
que seguramente no va a serlo —le
advierte al testigo. Después mira con
severidad a ambos abogados—. No es
su mejor día, caballeros.
—Pero, señoría… —dice Langley.
—El testigo puede declarar cuál es
su opinión sobre el tipo de instrumento
que pudo causar las heridas, pero eso es
todo. Si quiere usted ir más allá,
encuentre la prueba o ponga a un testigo
adecuado para hablar de lo que vio. No
puede hacerlo con este testigo,
¿entendido?
—Sí, señoría —dice Langley, y
suspira.
La jueza se dirige a su ayudante.
—Libere al jurado del caso de esta
tarde. Está claro que no vamos a ir a
ninguna otra parte hoy —dice, y se
vuelve hacia Langley—. Prosiga.
—Doctor Smythe, ¿podría, por
favor, describir las heridas que observó
en el cadáver de Jonas Morrison cuando
le fue presentado para la autopsia?
Smythe asiente, se coloca las gafas y
mira brevemente el informe que tiene en
su regazo.
—La tarde del día veinte de junio
realicé la autopsia de Jonas James
Morrison, un varón de diecisiete años.
Las primeras heridas que examiné
fueron numerosas punciones en los
brazos, antebrazos y muslos, y en la zona
de las ingles del difunto. Había
hemorragia en la nariz y la boca, y
hemorragia petequial en los ojos. La
arteria femoral y la vena femoral
estaban perforadas.
Langley se acerca al testigo.
—Doctor, ¿pudo contar el número de
heridas que presentaba el cuerpo del
niño?
Smythe alza la vista.
—Conté
aproximadamente
trescientas cincuenta punciones.
Se oyen jadeos y exclamaciones de
horror por la sala. Sevillas se vuelve
para evaluar la reacción. Marianne, que
lleva un traje oscuro, solloza. Los
periodistas que están a su lado intentan
consolarla. Cuando Sevillas se da la
vuelta de nuevo, Hempstead le lanza una
mirada dura.
Langley hace una pausa para mirar
comprensivamente a Marianne, y
después deja que la respuesta de Smythe
haga su efecto.
—¿Qué tamaño tenía cada punción,
doctor?
—Estaban agrupadas de cinco en
cinco, y tenían una anchura de unos tres
milímetros las más estrechas, a seis
milímetros las más anchas.
—¿Qué quiere decir con que estaban
agrupadas de cinco en cinco?
—Quiero decir que el objeto que se
usara para producir las punciones tenía
cinco púas de anchuras comprendidas
entre los tres y los seis milímetros.
—Entonces, cada vez que el
instrumento se clavaba en la piel,
¿dejaba cinco punciones?
—Exacto.
—Doctor, ¿podría decirnos algo más
sobre el objeto que causó esas heridas?
—Puedo decir que tenía como
mínimo diez centímetros de anchura, y
que seguramente era de metal, teniendo
en cuenta los cortes limpios que hizo —
explica Smythe—. Además, por la
profundidad
de
las
punciones,
seguramente
tendría
unos
doce
centímetros.
—Protesto, señoría —dice Sevillas,
irguiéndose—. Eso es una especulación,
no un hecho objetivo.
—Sí, pero voy a permitirlo —dice
ella—. Yo no soy el jurado, señor
Sevillas, y me parece una conclusión
razonable que el forense ha sacado de
sus observaciones. Continúe, señor
Langley.
—Doctor, ¿cuál fue la causa de la
muerte de Jonas Morrison?
—La mayoría de las punciones eran
heridas superficiales que no podían, por
sí solas, causar la muerte. Por desgracia,
las lesiones de la arteria y la vena
femoral sí. Estaban perforadas, y eso
provocó una pérdida de sangre
tremenda. Solo haber cortado la arteria
le habría producido la muerte, pero la
combinación de ambas lesiones fue la
causa absoluta de la muerte.
Se oye un gemido ahogado en la
sala. Marianne se tapa la cara con las
manos.
Langley hace una pausa, la mira
compasivamente y continúa.
—¿Esas heridas podrían esperarse
comúnmente si el difunto se hubiera
suicidado?
—No.
—¿Y cuánto habría tardado Jonas en
morir de esas heridas?
—Entre cinco y diez minutos,
teniendo en cuenta la gravedad de las
lesiones.
Langley vuelve a su mesa y toma un
taco de fotografías en color. Son
imágenes del cuerpo ensangrentado de
Jonas, y de las salpicaduras de sangre
que cubren el suelo, las paredes y el
techo. Langley selecciona unas cuantas y
se las entrega a Smythe.
—¿Son estas las fotografías que
tomó usted de la víctima en la escena
del crimen?
—Sí.
—Nos
gustaría
que
fueran
etiquetadas como Prueba número uno —
dice Langley, y se las entrega al
ayudante, que a su vez se las entrega a la
jueza. Ella las estudia con un gesto
serio. Langley sonríe a Sevillas,
mientras se acerca a su mesa y le entrega
copias de las fotografías—. El Estado
ha terminado con el testigo.
Sevillas se sorprende; pensaba que
Langley iba a hacer su habitual ronda de
preguntas para que el forense diera todo
tipo de detalles sobre la autopsia. Sin
embargo, Langley no debe de tener
tiempo para eso. La jueza le ha dicho
que tiene que terminar hoy, y Langley
necesita todos los minutos disponibles
para aportar el testimonio de más y más
testigos.
—¿Señoría? —Sevillas se pone en
pie—. ¿Podríamos tener un descanso de
quince minutos?
La jueza lo mira por encima de las
gafas.
—Preferiría continuar, abogado.
Hemos tenido varios descansos esta
mañana.
—Entonces, si me concede un
minuto, empezaré.
—Por supuesto, señor Sevillas.
Él repasa las notas que ha tomado
durante la preparación de la vista y
decide un curso de acción. Tal vez
pueda alargar aquello lo suficiente como
para que la vista se prolongue hasta el
día siguiente. Se acerca al testigo con
una sonrisa amistosa.
—Doctor Smythe.
El médico le devuelve la sonrisa.
—Buenos días, señor Sevillas. Me
alegro de verlo otra vez.
—Y yo a usted. Vamos a hablar de
las heridas un momento —le dice—.
Hay varias cosas que quisiera que me
aclarara.
—Por supuesto.
—¿Pudo observar el ángulo de las
heridas del cuerpo de Jonas Morrison?
—Sí, pude hacerlo.
—Y bien, doctor, ¿es posible que
Jonas pudiera causarse esas heridas a sí
mismo? —pregunta el fiscal, pero
después alza una mano—. Antes de que
responda, quiero que entiendan algo
sobre la historia psiquiátrica de este
niño. Jonas Morrison tuvo una vida llena
de problemas psiquiátricos y de
conducta. Tenía retraso mental, autismo
y problemas graves para comunicarse.
Además, desde su infancia había
desarrollado la tendencia a infligirse
daños físicos, lo cual era un componente
de sus trastornos psiquiátricos. Se
causaba estos daños utilizando varios
objetos, incluyendo las uñas y los
dientes, y eso le provocaba heridas,
hemorragias y cicatrices.
El público comienza a murmurar. La
jueza lanza una mirada de advertencia, y
de nuevo se hace el silencio.
—Teniendo en cuenta la historia del
difunto, doctor —dice Sevillas—, ¿es
posible que esas heridas que observó en
su cuerpo hubieran sido infligidas por sí
mismo?
Sevillas saca las fotografías del
crimen de una carpeta que hay sobre la
mesa de la defensa, pero olvida que
Max está sentado a su lado. Se acerca al
testigo y se las entrega, pero no lo
suficientemente rápido como para que
Max no se dé cuenta. La expresión de
angustia del niño es más de lo que él
puede soportar.
Smythe observa las fotografías.
—Me informaron de la tendencia de
la víctima a causarse heridas, y admito
que lo tuve en cuenta al analizar las
punciones. Mi respuesta es que sí, es
posible que estas heridas se las
infligiera el propio niño. Aunque
también es improbable.
—Gracias, doctor —dice Sevillas
rápidamente—. Ahora, pasemos a algo
diferente. Veo aquí que admite que nunca
ha visto el arma homicida a la que se ha
referido el fiscal. ¿Es correcto?
—Sí.
—Y, si la policía hubiera
conseguido retener ese objeto, el
laboratorio habría podido detectar e
identificar las huellas dactilares que
había en él. Habrían confirmado si esas
huellas pertenecían al difunto, y le
habrían ayudado a usted a determinar si
él mismo se causó la muerte. ¿Es
correcto?
—Por supuesto, es posible obtener
las huellas dactilares de un objeto
metálico
en
las
circunstancias
adecuadas.
—Pero, como la policía no pudo
entregarle el objeto en cuestión,
tampoco pudo determinar si había en él
huellas que pertenecieran a mi cliente.
Smythe sonríe.
—Por supuesto que no, señor
Sevillas.
—¿Y no encontró huellas latentes en
el cuerpo, tampoco?
—No. Eso sería muy raro incluso en
las mejores circunstancias, y nosotros no
estamos equipados para hacer ese tipo
de análisis.
—Bien —dice Sevillas—. Deje que
mire mis anotaciones. Aquí dice que
usted estableció que la causa de la
muerte fue el corte de la arteria y la
vena femoral, ¿correcto?
—Sí.
—¿Puede decirnos por qué se
produce la muerte más rápido si la
arteria y la vena son perforadas a la
vez?
—Por supuesto. Una perforación en
la arteria femoral provoca un chorro
masivo de sangre, lo cual causa la
muerte de la víctima en unos diez o
quince minutos. Si también se perfora la
vena femoral, el aire que entra en la
vena desde el exterior provoca una
embolia, que provoca la muerte en
simples minutos.
—Entiendo. ¿Y qué ocurre cuando se
produce una embolia?
—La víctima entra en estado de
shock, y queda inconsciente. Aunque en
una autopsia no es posible señalar el
momento exacto en que una persona
pierde el conocimiento, es cierto que la
muerte se produciría en pocos minutos.
Sevillas se acerca al estrado de la
jueza.
—¿Y qué le ocurre físicamente al
cuerpo cuando una persona está
inconsciente y se produce su muerte?
—Fallan los pulmones y el corazón,
que aunque late aceleradamente, no tiene
sangre que bombear porque la sangre
está derramándose por las heridas. Esto
provoca falta de oxígeno, parada
cardíaca y muerte.
La sala queda en silencio.
—Doctor, usted también mencionó
que la víctima tenía hemorragia
petequial. ¿Qué significa eso?
El forense se encoge de hombros.
—Significa que la autopsia reveló
que el difunto tenía vasos sanguíneos
rotos en los ojos, y en realidad, también
en la cara.
—¿Es eso común?
—Sí. Es prueba de que alguien ha
sufrido una parada cardíaca antes de la
muerte.
—Entonces, su opinión es que Jonas
Morrison también sufrió una parada
cardíaca antes de morir.
—Sí.
—Doctor, ¿esperaría usted hallar
hemorragia petequial en cualquier otra
situación, por ejemplo, en un caso de
asfixia?
—Sí, por supuesto.
—Entonces, permítame que le haga
esta pregunta: Si la hemorragia petequial
es típica de una estrangulación y
también, según usted, una señal de que
la víctima sufrió un ataque cardíaco,
¿cómo podemos saber cuál fue la causa
de la muerte de Jonas?
Smythe arquea una ceja.
—Una pregunta interesante.
—De hecho, doctor, ¿no está de
acuerdo conmigo en que, teniendo en
cuenta el ángulo de las heridas y otras
observaciones que usted ha hecho,
incluyendo la hemorragia petequial, no
se puede decir con total seguridad si la
muerte de la víctima fue provocada por
las heridas que se infligiera a sí mismo,
o si fue asesinado por alguien que pudo
cortarle las venas y asfixiarlo
simultáneamente?
Smythe
toma
aire.
Después
responde.
—Sí. Es posible que el asesino
causara la muerte a la víctima
perforándole las venas y asfixiándolo al
mismo tiempo.
Sevillas suspira.
—Gracias, doctor. Tengo algunas
preguntas más sobre otro asunto, y con
eso terminaremos —dice. Vuelve a la
mesa de la defensa y toma unos papeles,
que le entrega después a Smythe—. Por
favor, écheles un vistazo, ¿quiere?
Mientras Smythe estudia los
documentos, Sevillas le lleva una copia
a Langley.
Se vuelve hacia el testigo y le
pregunta:
—Bien, doctor Smythe, ¿reconoce lo
que tiene en las manos?
—Sí, aunque nunca había visto este
documento.
—¿Qué es?
—Parece el resultado de unos
análisis toxicológicos que se le han
realizado a Max Parkman.
—¡Protesto,
señoría! —estalla
Langley, poniéndose en pie—. Esto no
tiene ninguna relevancia en el caso, y no
debería interrogarse sobre este asunto a
este testigo.
Hempstead hace un gesto imperioso
para solicitarle una copia del documento
a Sevillas. Mientras lo lee, su expresión
se torna escéptica.
—Está bien, señor Sevillas. Tengo
mucha curiosidad por saber qué
pretende con esto.
—Señoría, otros testigos han
sugerido que Max Parkman tenía un
comportamiento violento con la víctima,
y que era cada vez más inestable. El
doctor Smythe tiene la cualificación
necesaria para leer ese informe
toxicológico, entender lo que había en la
sangre de Max Parkman y compararlo
con el informe de la autopsia de Jonas
Morrison. Creo que eso nos dará una
visión completamente nueva de este
caso.
—Siga hablando, señor Sevillas —
le dice la jueza—. Todavía no se ha
explicado.
—La defensa sostiene que hay otro
sospechoso en este caso: Maitland.
Langley se pone en pie de nuevo.
—¡Señoría, esto es absurdo!
Ella le hace un gesto para que se
calle, y mira a Sevillas.
—Continúe.
—Hemos citado al doctor Fastow,
de Maitland. Es el farmacólogo que les
administró a Max y a Jonas la misma
medicación. Y vamos a traer a declarar
a testigos que demostrarán que esa
medicación era experimental y tenía
graves efectos secundarios, lo cual
podría explicar en gran parte el
comportamiento de Max Parkman.
Además, creemos que el doctor Fastow
tenía motivos para acabar con la vida de
Jonas Morrison, por miedo a que sus
acciones fueran descubiertas. Eso
también explicaría por qué se encontró a
Max en la habitación de Jonas. Fastow
estaba intentando inculpar a Max, o algo
peor. Es factible que también tuviera la
intención de matar a Max, pero que se
asustara al oír a la señora Parkman
acercarse por el pasillo.
La jueza toma nota, y después mira
fijamente a Sevillas.
—Puede que todo eso sea cierto,
señor Sevillas, pero usted sabe que esta
no es la especialidad del forense. Si
quiere introducir este informe como
prueba, será mejor que traiga al doctor
Fastow, y rápido. El señor Langley me
ha informado de que solo tiene otro
testigo más para interrogar hoy, y con
esto habremos terminado.
Sevillas niega con la cabeza.
—No puedo hacerlo, señoría.
—¿Y por qué no?
—Porque esta mañana lo cité para
que acudiera a la vista, y acabo de
recibir aviso de que no va a venir al
juzgado.
—¿Y por qué, señor Sevillas?
—Parece que el doctor Fastow se ha
fugado del país. Creemos que esta fuga
confirma nuestras sospechas de que
pudo ser el asesino de Jonas Morrison.
De hecho, estamos en proceso de
presentar una acusación contra él. Puede
que no sirva de nada, ahora que se ha
escapado, pero si lo encuentran, lo
traeremos ante la justicia.
Hempstead mira al alguacil.
—Envíe a alguien a ese hospital
para que busque al doctor Fastow. Hasta
entonces, la vista queda suspendida.
Doctor Smythe, no se vaya. No
tardaremos.
Treinta y siete
Mientras el avión se aproxima a Des
Moines, Danielle se va poniendo más y
más nerviosa. Ha llegado al final de los
CDs de Marianne. Y mejor, porque está
a punto de terminársele la batería a su
ordenador portátil.
Querida doctora Joyce:
Ayer estaba hojeando una de mis
revistas de psiquiatría cuando me
encontré con un artículo sobre el
Hospital Psiquiátrico de Maitland, en
Iowa. Es la crème de la crème. Allí
trabajan doctores eminentes de todas
partes del mundo. Van a esta clínica para
estudiar tratamientos novísimos para
enfermedades mentales. ¡Imagínese
cómo debe de ser hablar con un
especialista de ese calibre! ¡Con solo
pensarlo se me pone la carne de gallina!
La solicitud me llegó hoy. Aunque
me piden todos los informes médicos y
psiquiátricos de Jonas, yo fui selectiva.
No tienen por qué saberlo todo. Este es
el momento de la verdad, como se suele
decir. Todos mis años de investigación,
experimentación y creación van a
culminar con brillantez. Ya es hora de
que se reconozca mi inteligencia. Este
será mi mejor momento.
¡Carpe diem!
Danielle inserta el último CD en su
ordenador con los dedos temblorosos.
Debe de ser lo último que escribió
Marianne antes de ir a Maitland con
Jonas. Danielle espera que Doaks haya
encontrado más pruebas en la habitación
del hotel de Marianne. Lo que ella tiene
es inculpatorio, pero no son pruebas
concluyentes de asesinato. Todavía no.
Querida doctora Joyce:
¡Jonas ha conseguido entrar! No me
sentiría más orgullosa si lo hubieran
aceptado en Harvard. Ha ocurrido en el
mejor momento. Jonas ha pasado de la
rebelión a la violencia física. Anoche
estaba sentada en mi tocador, y tuve que
admitir la verdad: se está convirtiendo
en un hombre. No es algo que yo haya
pretendido, porque mis otros bebés
murieron mucho más pequeños. Ahora
me veo forzada a buscar una solución
más creativa. Tengo que abandonar
cualquier actitud maternal y afrontar la
cuestión más importante: ¿Qué tipo de
vida tendrá Jonas cuando yo falte? Está
claro: ninguna. También he de tener en
cuenta la situación económica. Si quiero
vivir cómodamente, no puedo permitir
que Jonas siga acabando con mis
recursos. Así pues, lo tengo todo
planeado hasta el detalle más nimio. Voy
a codearme con las mentes más agudas
del mundo, y todo debe estar
perfectamente coreografiado.
Maitland es mi momento. Haré lo
que debo hacer.
Treinta y ocho
—¡Todo el mundo en pie!
Los pies de la gente rascan el suelo
de linóleo cuando la gente obedece la
llamada del alguacil. La sala está
abarrotada, ahora que la oficina del
fiscal ha filtrado que Marianne Morrison
va a testificar. Langley organiza sus
notas mientras Marianne sigue sentada,
con serenidad, en la primera fila.
Sevillas ha perdido toda esperanza de
que Danielle o Doaks aparezcan a
tiempo. Después de los palos que ha
recibido aquel día, está harto de los
comentarios maliciosos de Langley.
Max y Georgia han vuelto a la sala.
Sevillas espera que Georgia haya
conseguido calmar al niño. Se inclina
hacia él y le pasa un brazo por los
hombros.
—No te preocupes, hijo. Yo me
encargaré de todo hasta que llegue tu
madre. No se me da mal, ya lo verás.
Max sonríe débilmente. Eso es
mejor que nada. Georgia le estrecha la
mano desde el otro lado. Allí, entre
ellos dos, parece que se siente
reconfortado.
—Abogados, aproxímense, por
favor —dice Hempstead. Los dos
obedecen, y ella los mira por encima de
las gafas—. Bienvenidos de nuevo,
caballeros. Son las dos y veinticinco.
Señor Langley, ¿tiene idea de cuándo va
a terminar esta sesión?
Langley asiente.
—Sí, señoría. El Estado no va a
llamar a más testigos después de la
señora
Morrison,
y
con
ella
concluiremos nuestras declaraciones en
cuanto a las pruebas del caso y la
libertad bajo fianza de la acusada. No
podemos, sin embargo, hablar por la
defensa.
—¿Abogado?
Sevillas carraspea.
—Señoría, como el fiscal se las ha
arreglado para pasar un día entero
dando su versión de las pruebas, parece
que la defensa no podrá exponer sus
argumentos hasta mañana.
Hempstead lo mira con severidad.
—Yo no lo veo así, señor Sevillas.
Ahora que me he visto obligada a
posponer mi juicio hasta mañana, estoy
dispuesta a proseguir con esta vista por
la tarde. A mí me parece que lo que le
falta a usted es una acusada a la que
subir al estrado. ¿O tal vez prefiere
interrogar al joven Max Parkman?
Sevillas se vuelve a mirar a Max.
Después se acerca a la mesa de la
defensa. Max lo agarra del brazo.
—¡Tony, no! —susurra—. ¡No
puedo!
Sevillas asiente y vuelve hacia la
jueza.
—No vamos a sacar a declarar a
Max Parkman.
—Muy bien. Entonces, señor
Langley, apresúrese.
Langley se mueve con incomodidad.
—Señoría, nos estamos esforzando
para que todo sea lo más breve posible.
La jueza asiente desdeñosamente.
Los dos abogados vuelven a su puesto.
—Que suba al estrado la siguiente
testigo.
Langley se levanta.
—El Estado llama a declarar a
Marianne Morrison.
Max palidece. Sevillas ve a Langley
haciendo el teatro de ayudar a levantarse
a Marianne, pasarse el brazo por los
hombros y ayudarla a caminar
lentamente hacia el estrado. Marianne
lleva un traje negro y una blusa blanca.
Se coloca delante del alguacil y pone la
mano sobre la Biblia.
—¿Jura decir la verdad, toda la
verdad y nada más que la verdad?
Ella mira a la jueza.
—Lo juro —dice con la voz clara.
Después sube los escalones hasta su
sitio.
—Señora Morrison, ¿podría darnos
alguna información general sobre usted?
Marianne se atusa el pelo, aunque no
tiene ni un cabello fuera de su sitio.
—Por
supuesto.
Nací
en
Pennsylvania. Mi padre era sargento del
Ejército de los Estados Unidos, y mi
madre era ama de casa, como yo.
Cuando me casé, me dediqué a cuidar de
mi hogar, de mi marido y de Jonas. Mi
marido era médico. Murió.
—¿Jonas fue su único hijo?
Marianne se saca un pañuelo del
bolsillo de la falda y se enjuga los ojos.
Le tiembla la voz al responder.
—Sí, señor Langley. Jonas fue el
único hijo que tuve. Era la luz de mi
vida, mi único motivo para seguir
después de que me faltara mi marido.
Langley suspira dramáticamente, y a
Sevillas se le revuelve el estómago.
—Señora Morrison —pregunta
Langley—,
¿podría
describirnos
brevemente su vida con Jonas?
Marianne aprieta su pañuelo.
—Bueno, después de la muerte de
mi marido, crié a Jonas yo sola. Dios
sabe que no fue fácil. Las cosas nunca
son fáciles para una viuda, pero supongo
que se puede decir que mi situación era
un poco más… exigente. Mi pobre niño
tenía muchas dificultades. Era autista y
tenía retraso mental, y no hablaba bien
—dice, y sonríe un poco—. Pero de
algún modo conseguimos arreglárnoslas
los dos.
—¿Se describiría como una madre
completamente dedicada a su hijo?
Marianne alza sus ojos azules, llenos
de tristeza.
—No
tengo
costumbre
de
ensalzarme a mí misma, señor Langley,
pero tengo que decir que si hay una cosa
que he hecho bien, ha sido ser madre.
Los niños son un regalo, no una carga.
Incluso con todos los problemas que
tenía Jonas, puedo decir que ser su
madre ha sido el mayor honor y la mayor
bendición de mi vida.
Entonces mira a Hempstead, que le
tiende una caja de pañuelos de papel y
asiente comprensivamente.
Langley le concede unos instantes
para que se recupere.
—Bien, señora Morrison, ¿podría
decirnos cuáles fueron los motivos que
los llevaron a Jonas y a usted a
Maitland?
Marianne respira profundamente.
—Por supuesto. Como tal vez sepa,
yo estudié Medicina en Johns Hopkins.
Creo que toda madre de un niño
discapacitado le debe a ese niño los
mejores tratamientos y protocolos de
medicación. Yo me informé sobre cuáles
eran los especialistas más reputados en
autismo y trastornos neurológicos.
Durante mi investigación conocí
Maitland y decidí que si había alguien
que podía ayudar a mi niño, estaba en
ese hospital.
—Señora Morrison, sé que el resto
de nuestra conversación de hoy va a ser
muy doloroso para usted, pero tengo que
comenzar en el momento en que Jonas y
usted llegaron a Maitland.
Marianne aprieta los labios. La
jueza imita su gesto. En la sala nadie
hace ni el más mínimo ruido. Sevillas
toma su bolígrafo.
—¿Cuál fue su impresión de
Maitland cuando llegó? —le pregunta
Langley.
—Me presentaron al doctor Ebhart
Hauptmann, el psiquiatra jefe. Hablamos
de los problemas de Jonas, y me sentí
segura de que mi hijo estaba en buenas
manos —dice Marianne. Después mira a
la jueza con confusión—. ¿Señoría?
—¿Sí, señora Morrison?
—No quisiera hablar sobre si el
hospital se ocupó adecuadamente de
Jonas, porque mi abogado me ha
aconsejado que no lo haga.
—Está bien, señora Morrison —
dice Hempstead, y se gira hacia Langley
—. Creo que la testigo ya ha respondido
a su pregunta, ¿no es así, señor Langley?
Prosiga con otra cuestión.
Langley asiente.
—Por supuesto, señoría. Señora
Morrison, ¿pasó usted mucho tiempo con
Jonas después de que ingresara en
Maitland?
—Claro que sí. Sólo salía del
hospital para comer y para dormir.
No podía soportar dejar solo a mi
niño.
—¿Y podría decir que pasaba con
Jonas más tiempo del que las demás
madres pasaban con sus hijos en la
unidad?
—Creo que sí.
—Y durante la estancia de Jonas,
¿tuvo ocasión de conocer a la acusada,
la señora Parkman?
—Sí.
—¿Puede explicarnos cómo se
conocieron, y cómo evolucionó su
relación?
—Bueno, me di cuenta de que la
señora Parkman y yo estábamos alojadas
en el mismo hotel y de que nuestros
hijos estaban en la misma unidad del
hospital, así que me presenté. Verá, entre
las madres de hijos discapacitados hay
cierta complicidad. Comprendemos
nuestro dolor, y tenemos la capacidad de
consolarnos y apoyarnos.
—Por favor, continúe, señora
Morrison.
—Supongo que fui ingenua. Siempre
busco a la gente buena, y me pareció que
Danielle era una mujer maravillosa.
Parecía que estaba dedicada a su hijo,
como yo, e hice un esfuerzo por
congeniar con ella y con Max.
—¿Qué quiere decir? —pregunta
Langley.
Sevillas se queda helado. Ahí viene.
Marianne cabecea.
—Era evidente que la pobre mujer
estaba soportando una situación muy
difícil. Max tenía una psicosis grave, y
era violento…
Max se pone en pie de un salto.
—¡Mentirosa!
Sevillas agarra a Max y lo sienta.
—¡Protesto! ¿Vamos a permitir que
la madre del difunto exprese su opinión,
como si fuera experta en la materia,
sobre la salud mental de mi cliente? —
inquiere, y mira a Marianne con
severidad. Ella le devuelve una amable
sonrisa.
—Abogado, controle a su cliente. Y
usted, señora Morrison —le dice la
jueza amablemente—, debe saber que
nuestras normas no permiten que haga
comentarios sobre el estado psiquiátrico
del acusado. Tal vez debería limitarse a
decirnos lo que observó.
—Bueno —responde Marianne—,
creo que estoy cualificada para dar esa
opinión, teniendo en cuenta mi
formación, pero por supuesto, señoría,
haré lo que me digan.
Después se vuelve hacia Langley,
que ya está preparado para hacer de una
forma distinta la misma pregunta.
—Señora Morrison, ¿vio a menudo a
la señora Parkman después de
conocerla?
—Pasamos mucho tiempo juntas
diariamente. A menudo comíamos o
cenábamos juntas, aunque yo estaba
ocupada con el doctor Hauptmann y los
demás médicos, orientándolos con
respecto a los varios trastornos de
Jonas.
—¿Diría que se hicieron amigas?
Marianne mira a Hempstead.
—En mi opinión, nos hicimos
buenas amigas en tan corto periodo de
tiempo. Era una mujer dulce, afectuosa e
inteligente, y además, abogada. Confié
en ella. Cuando Max comenzó a
comportarse de un modo tan psicótico,
Danielle comenzó a mostrar su
verdadero…
Max vuelve a saltar.
—¡Eso no es verdad!
La jueza da un martillazo en la mesa.
—Alguacil, saque al señor Parkman
de la sala. Ya es suficiente.
—Pero
¡señoría!
—exclama
Sevillas.
Hempstead alza la mano mientras
sacan a Max al pasillo. Georgia lo
sigue. Entonces, la jueza se vuelve hacia
Marianne.
—Y, señora Morrison, limite su
testimonio a los hechos, por favor. No
dé su opinión sobre los problemas
psiquiátricos del acusado.
—Por favor, discúlpeme, señoría.
No volverá a ocurrir.
Hempstead asiente hacia Langley
para que el fiscal continúe.
—¿Podría describir un día típico de
Maitland?
Marianne toma un vaso de agua y da
un pequeño sorbo.
—Bueno, yo llegaba a las siete de la
mañana cada día. Así podía ver al
doctor Hauptmann en su ronda matinal y
ponerme al día sobre Jonas. Después de
nuestra conversación, me llevaba a
Jonas a desayunar a la cafetería.
Después volvíamos, nos sentábamos en
un sofá y estábamos con otras madres y
niños. Normalmente, Danielle no
llegaba hasta después de las nueve.
Entonces, yo la ponía al corriente de lo
que estaba pasando con Max…
Langley la mira con sorpresa
fingida.
—¿Usted era quien ponía al
corriente a la señora Parkman de lo que
ocurría con su propio hijo?
Marianne asiente.
—Claro. No sé por qué motivo, pero
los médicos le habían prohibido a
Danielle ver a su hijo salvo durante
visitas cortas, que podía realizar dos
veces al día, mientras que yo tenía
libertad total para ver a Jonas. Así que,
cuando por fin aparecía ella, yo le
explicaba qué aspecto tenía Max, lo que
hacía… ese tipo de cosas.
Sevillas mira fijamente su cuaderno.
—¿Y después?
—Después,
Danielle
y
yo
tomábamos una taza de café.
—¿Y dónde estaba Jonas durante ese
tiempo?
—Conmigo, por supuesto.
—¿Y Max Parkman?
—Al principio se sentaba frente a
Danielle, pero después casi siempre
estaba en su habitación. No diré cuáles
son los problemas mentales que tiene
ese niño, porque usted me ha dicho que
no lo haga, pero sí puedo decir que le
estaban administrando una enorme
cantidad de psicotrópicos.
Hempstead mueve una mano para
desdeñar la protesta de Sevillas.
—Continúe, señora Morrison.
—Max dormía mucho durante el día.
Por lo que me contaban las enfermeras,
se pasaba toda la noche despierto,
despotricando, y requería sedación.
Estoy segura de que ese era el motivo
por el que después estaba tan cansado…
—¡Protesto una vez más, señoría! —
exclama Sevillas, poniéndose en pie—.
¿Es posible para la testigo contarnos
solo lo que observó, en vez de especular
sobre las actividades de Max Parkman?
—Señoría —dice Langley—, por
favor, disculpe a la señora Morrison.
Solo trata de responder lo más
detalladamente posible —explica, y se
vuelve hacia Marianne—. Por favor,
señora
Morrison,
sólo
sus
observaciones reales.
Marianne asiente.
—Lo siento mucho.
—Cambiemos de tema —dice
Langley. Sus ojos le recuerdan a
Sevillas los de una cucaracha—. Por
favor, háblenos de lo que observó en la
interacción de su hijo y Max Parkman.
Marianne se alisa la falda.
—Debido a que pasábamos mucho
tiempo juntos, Jonas intentó hacerse su
amigo. Jonas era un niño afectuoso,
inocente. Adoraba a la gente. Tenía un
corazón de oro —explica; Hempstead la
mira compasivamente—. Jonas se
encariñó con Max —añade con un
suspiro—. Desde el principio, Max
rechazó los intentos de Jonas. Me di
cuenta de que, por algún motivo, Max
odiaba a Jonas.
—Señoría, ¡esto es ridículo! —dice
Sevillas—. ¡La testigo está diciendo lo
que sentía mi cliente!
Langley responde con suavidad.
—No, Tony, está diciendo lo que
pensaba que sentía tu cliente.
La jueza pone los ojos en blanco.
—Ya está bien. Señor Langley,
ayude a la testigo haciendo preguntas
más concretas. Y, señor Sevillas,
entienda que voy a permitirle al Estado
considerable libertad con esta testigo. Y
recuerde que soy perfectamente capaz de
distinguir un testimonio apropiado de
uno inapropiado. Tendrá que confiar en
mí a ese respecto.
—Sí, señoría.
—Además, quisiera recordarle que
si su otra clienta estuviera aquí, ella
también podría darnos su propia versión
sobre la relación entre su hijo y la
víctima, ¿no es así?
Sevillas asiente secamente y vuelve
a sentarse. Danielle no está allí, es
cierto, y él tiene ganas de entregarle su
cabeza a Hempstead. Hay un pequeño
ruido mientras Georgia vuelve a traer a
Max hasta su sitio. Sevillas está tan
concentrado en el interrogatorio que
apenas lo nota.
—Señora Morrison —dice Langley
—, ¿es cierto que Max Parkman tenía
contacto regularmente con su hijo?
Marianne asiente.
—Sí, es cierto. Danielle y yo
pasábamos juntas mucho tiempo, y por
supuesto, yo confiaba en que ella
también podía vigilar a los niños —
dice, y los ojos se le llenan de lágrimas
otra vez—. No sabe cuántas veces me he
arrepentido de haber sido tan confiada.
—¿Y qué sucedía entre Max y Jonas
cuando estaban juntos?
—Al principio, parecía que Max
ignoraba los intentos de Jonas de ser su
amigo. Y a medida que Max se volvía
más psi… —Marianne se gira hacia
Hempstead—. Disculpe, señoría. Max
se fue volviendo más y más hostil hacia
Jonas.
—¿En qué sentido?
—Yo presencié unos cuantos
sucesos, cada uno más preocupante que
el anterior. Todo comenzó cuando Jonas
intentó ser amable con Max, ya sabe,
sentándose a su lado, enseñándole un
juguete, ese tipo de cosas. Con el paso
de los días, Max fue mostrándose más y
más irritado, y abofeteó a Jonas cuando
creía que nadie lo estaba viendo. Yo se
lo conté a Danielle, pero ella negó que
Max pudiera hacer tal cosa —explica, y
solloza—. ¡Ojalá hubiera creído a mi
hijo en vez de a Danielle! Pero ¿cómo
iba a saber yo que ella tenía tanto miedo
a los cambios que estaba experimentado
Max, y que estaba dispuesta a mentir
para protegerlo?
Langley asiente comprensivamente y
le tiende otro pañuelo de papel.
—¿Y cuál fue el peor de estos
sucesos?
Marianne se enjuga las lágrimas.
—Es muy difícil para mí hablar de
esto. Una mañana, Jonas, Danielle, Max
y yo estábamos en la sala de la
televisión. Todo estaba en calma. Yo
estaba haciendo punto, y Jonas me
sujetaba el ovillo. Como de costumbre,
Max estaba dormido en el sofá. En un
momento dado, Danielle salió para
fumar un cigarrillo, cosa que hacía con
bastante frecuencia. Jonas se acercó a
Max para intentar despertarlo con
cuidado. Cuando Jonas intentó darle un
abrazo, Max enloqueció. Se levantó de
un salto y comenzó a gritar, y le golpeó
la cabeza contra la mesa de centro… —
a Marianne se le quiebra la voz, pero
después de un momento continúa—. Por
supuesto, no había ni una sola
enfermera, ni un celador por allí…
Sevillas toma una nota. Está
preparando su demanda civil contra el
hospital.
—…así que yo corrí hacia Jonas,
que estaba gritando en el suelo, con una
herida en la cabeza, sangrando, mientras
Max le golpeaba las costillas.
Entonces, Marianne se echa a llorar.
Max se pone en pie con la cara
congestionada.
—¡Es una mentirosa! ¡No ocurrió
así!
Sevillas vuelve a sentarlo, pero la
jueza lo mira con enfado.
—¡Señor Sevillas! Si no controla a
su cliente, haré que lo pongan bajo
custodia. Estamos asistiendo a la
declaración de una madre que acaba de
perder a su hijo. Si quiere sacar a
declarar al señor Parkman, yo misma lo
interrogaré —le dice. Después se dirige
a Max—. Y usted va a permanecer en
silencio durante el resto de la vista, o
haré que se lo lleven de nuevo,
¿entendido?
Max abre unos ojos como platos, y
después asiente con vehemencia.
—Sí, señoría.
Sevillas se pone en pie a medias.
—No, señoría, eso no será necesario
—asegura. Después se sienta de nuevo y
le pone la mano a Max en el brazo, se
inclina hacia él y le susurra al oído—:
Cállate. ¿Es que quieres que todo el
mundo piense que eres un loco, como
dicen ellos?
Max mira a Sevillas con el ceño
fruncido, se cruza de brazos y se desliza
hacia abajo en el asiento.
Langley se acerca a Marianne y le da
unos golpecitos en el hombro para
consolarla. Cuando, por fin, ella se
calma, él continúa con las preguntas.
—Señora
Morrison,
¿podría
decirnos lo que ocurrió después?
Ella asiente.
—Lo intentaré. Después de eso,
aparecieron enfermeros y celadores por
todas partes. Apartaron a Max de Jonas,
pero Max seguía gritando que Jonas
quería matarlo. Y esa niña horrible,
Naomi, también estaba allí, animando a
Max. Alguien tuvo que llevársela, y
Dwayne, el celador más fuerte de todos,
fue quien tuvo que agarrar a Max. Él
seguía gritando y maldiciendo, dando
patadas y mordiendo. Era como si se
hubiera vuelto completamente loco. No
sé cómo consiguieron llevarlo a su
habitación. Entonces, una de las
enfermeras comenzó a curarle las
heridas a mi pobre Jonas, pero eran tan
graves que tuvieron que llevarlo al
hospital para que le dieran puntos de
sutura y le hicieran radiografías de las
costillas. Tenía rotas varias de ellas. El
único motivo por el que permití que
Jonas siguiera en la misma unidad que
ese niño es que me aseguraron que Max
nunca volvería a estar en contacto con
Jonas, y porque Danielle me prometió
que haría todo lo posible para que
cambiaran de sala a Max.
Max le pasa a Sevillas una nota que
ha escrito apresuradamente. ¡Está como
una cabra! Sevillas cabecea con
asombro. Marianne se lo está inventando
todo sobre la marcha.
Langley mira con petulancia hacia la
zona de prensa, y después se gira de
nuevo hacia Marianne.
—¿Sabe si se produjeron más
episodios violentos entre Max y Jonas?
—Yo no vi nada más —dice ella, y
baja los ojos—, pero después, bueno,
hablé con las enfermeras, y ellas me
contaron algo que yo no sabía.
—¿Qué era?
Sevillas se pone en pie.
—Protesto. No se trata de una
observación directa de la testigo.
La jueza apenas lo mira.
—Después tendrá ocasión de
interrogarla. Continúe, señora Morrison.
—Bueno, parece que Max había roto
la polvera de su madre y había
amenazado a Jonas con un cristal.
Sevillas agarra a Max del hombro.
—Ni se te ocurra —le susurra con
firmeza. Max lo mira con rabia, pero se
queda en su sitio.
—¿Algo más, señora Morrison?
—Una de las enfermeras me dijo que
podía verse muy bien lo que podía
conseguir una buena madre al ver a
Jonas, y que no entendía por qué
Danielle seguía negándose a aceptar los
terribles problemas que tenía su hijo…
—Está bien —dice Langley, que
mira a Sevillas con nerviosismo—.
¿Pudo observar algún comportamiento
inusual por parte de la señora Parkman?
—Sí, me temo que sí.
—¿Podría describírnoslo?
—Haré lo que pueda. Un día,
Danielle y yo estábamos sentadas fuera.
De repente, ella me preguntó si yo tenía
experiencia con el sistema informático
de un hospital. Me pareció muy raro,
pero le conté que durante los años de mi
residencia y mi trabajo de enfermera, me
había hecho una experta con los
ordenadores. Ella me hizo muchas
preguntas
sobre
contraseñas
de
seguridad y ese tipo de cosas. Yo
pensaba que solo estaba dándome
conversación, pero entonces me miró a
los ojos y me preguntó si sabía algo
sobre el sistema informático de
Maitland. Quería que se lo explicara
porque, según me dijo, tenía intención
de entrar en él.
La jueza abre unos ojos como platos.
—¿Y por qué quería hacer algo así?
—Estaba desesperada por conocer
lo que los médicos y demás empleados
hubieran escrito en la historia clínica de
Max. Tenía el convencimiento de que el
hospital
al
completo
estaba
inventándose sus síntomas —dice
Marianne, agitando la cabeza tristemente
—. Por supuesto, yo le dije que no, y me
temo que fui un poco dura con ella,
señoría. Le dije que, para bien o para
mal, tengo un código moral estricto, y
que nunca sería cómplice de algo así.
Sevillas cierra los ojos y se pregunta
si aquello terminará algún día.
—¿Y qué pasó después?
Marianne se encoge de hombros.
—Ella me dijo que pensaba
conseguir esa información y que, si yo
no quería ayudarla, lo haría por sí
misma.
—Y, que usted sepa, ¿entró la señora
Parkman ilegalmente en el sistema
informático del hospital?
—Supongo que sí —dice Marianne
con calma—. Esa misma semana me dijo
que había visto la historia de Max y que,
por algún motivo, sabía que el hospital
la estaba falsificando.
Hempstead arquea las cejas y mira a
Sevillas. Él no reacciona. Langley
prosigue.
—¿Averiguó usted algo más?
Marianne mira directamente a
Hempstead.
—Me dijo que, después de leer los
informes, se puso furiosa. Y me dijo que
los había alterado.
Sevillas niega con la cabeza.
Marianne
está
mintiendo
descaradamente, pero él no tiene ningún
testigo para refutar su declaración. Mira
a Georgia, a quien le está resultando tan
difícil como a Max permanecer callada.
Ella le sonríe comprensivamente. Sabe
que, cuando a uno lo pisotean, debe
aguantarse y seguir.
Langley camina lentamente y se sitúa
ante la jueza.
—¿Alteró las anotaciones de los
médicos?
—Eso es lo que me dijo.
—¿Y le preguntó usted por qué lo
había hecho?
—Sinceramente, señor Langley, me
dio miedo seguir con aquella
conversación. Parecía que estaba muy…
bueno, perturbada, o algo así.
Langley le lanza una advertencia con
la mirada.
—Gracias, señora Morrison.
Sevillas ve entonces que Langley
comienza a sacar algo de un sobre
grande de color marrón. Antes de darse
cuenta está en pie con una protesta en
los labios. Sin embargo, Langley extrae
un objeto de metal del sobre y lo sujeta
por encima de su cabeza, mostrándoselo
a Marianne. Ella retrocede con espanto
mientras Sevillas chilla:
—¡Protesto! ¡Señoría, protesto! Sea
lo que sea, no se ha presentado
oficialmente como prueba. El Estado no
ha aportado el arma homicida, y no
puede mostrar objetos en la sala sin
haberlo anunciado con anterioridad…
—Señoría, no tenemos intención de
hacer nada que contravenga la ley…
—Acérquense —ordena Hempstead.
Cuando ambos están ante ella, susurra
—: ¿Qué está tramando, señor Langley?
—Nada, señoría. No tengo intención
de preguntarle a la señora Morrison si
esto es o no es el arma homicida. Solo
queremos demostrar que ha visto un
peine como este en poder de la acusada
en algún momento u otro.
Sevillas suelta una carcajada seca.
—Claro, señoría. Que se lo muestre
a todo el mundo, sea lo que sea, sin
haber seguido los canales legales para
la presentación de una prueba. Ni
siquiera se lo ha mostrado al forense
para comprobar si se parece
remotamente a la supuesta arma
homicida. Y de todos modos, les causa
un grave perjuicio a mis clientes.
Hempstead mira fijamente a Langley.
—¿Está diciendo que este objeto es
el arma homicida que, según usted, se
encontró en la escena del crimen?
—No, señoría.
—¿Han encontrado el objeto que se
usó en el presunto asesinato?
Langley niega con la cabeza.
—Todavía no lo hemos localizado,
señoría, pero este peine es exactamente
igual que el que tenía en su poder la
señora Parkman.
—¿Y cómo lo sabemos?
—Porque fuimos a la misma
peluquería en la que se peinó la señora
Parkman, y la peluquera nos dio este
peine y nos dijo que era exactamente el
mismo que le vendió a la acusada.
Sevillas da una palmada en el
estrado.
—Señoría, ¿y qué si él dice que se
supone que el peine se parece al que
dice que encontraron en la escena del
crimen? El hecho es que no han aportado
el peine, y ahora están intentando
perjudicar a mi cliente introduciendo
este otro entre las pruebas de una
manera irregular. Mantengo la protesta.
Hempstead mira el peine y
carraspea.
—Señor Sevillas, en otra situación
encontraría justificada su protesta. Si
estuviéramos frente a un jurado, estaría
de acuerdo en que la posibilidad de ese
perjuicio es muy alta —dice, y se vuelve
hacia Langley—. Sin embargo, todavía
no estamos en el juicio, sino en la vista
de presentación de las pruebas. Como he
dicho varias veces, soy perfectamente
capaz de distinguir el trigo de la paja.
Le permitiré que siga con esta línea de
interrogatorio, señor fiscal; sin embargo,
cortaré por lo sano si intenta insinuar
que el peine que tiene en la mano está
relacionado con las heridas de Jonas
Morrison, ¿entendido?
Langley asiente.
—Por supuesto, señoría.
Sevillas se da la vuelta sin
molestarse a responder a la jueza. Se
sienta y arroja el bolígrafo sobre su
cuaderno de notas legales. Max está
pálido, pero en esa ocasión, es el niño
quien le toma la mano a él.
Langley vuelve hacia la testigo y le
muestra de nuevo el peine.
—Señora Morrison, Tengo un objeto
que me gustaría que identificara.
Marianne ve el peine y se lleva la
mano a la garganta.
—Oh… ¿Es…?
Langley la interrumpe rápidamente.
—Debo pedirle que no haga
comentarios que no tengan relación
directa con mis preguntas en cuanto a
este peine. ¿Podrá hacerlo?
Marianne se sonroja.
—Sí, bueno, lo intentaré…
—Señora Morrison, ¿qué ve ante sí?
—Un peine, señor Langley.
—¿Había visto algún peine como
este alguna vez?
—Sí.
—¿Dónde?
—He visto uno exactamente igual en
Maitland.
—¿Y de quién era?
—De Danielle.
—¿Y cómo lo sabe?
—Bueno, ella tenía uno así en el
bolso, y la vi usarlo muchas veces —
dice Marianne, y se gira hacia la jueza
—. Se hizo una permanente después de
ingresar a Max en Maitland, señoría. La
vi utilizar ese peine todo el tiempo.
Langley camina lentamente hacia la
mesa de la defensa. Allí se detiene, y se
cruza de brazos.
—Señora Morrison, quiero darle las
gracias por haber venido aquí hoy, y por
hacer una declaración tan difícil y
dolorosa para usted. Tengo una pregunta
más: ¿Sabe que uno de los motivos por
los que estamos hoy aquí es que la
señora Parkman ha pedido que le
permitan continuar en libertad bajo
fianza?
Sevillas comienza a ponerse en pie,
pero Hempstead se le adelanta.
—Señor Langley, teniendo en cuenta
que la acusada ha quebrantado los
términos de su libertad bajo fianza, creo
que no hay que abundar en ello.
—Tengo otro motivo para formular
esta pregunta, señoría. Es algo
relacionado con un evento que presenció
directamente la testigo, y que atañe a la
parte de presentación de pruebas de esta
vista.
La jueza lo mira con escepticismo.
—De acuerdo. Continúe, señor
Langley.
Sevillas hace un gesto negativo con
la cabeza, y se sienta. ¿Acaso no hay
nada que vaya a negarle Hempstead al
fiscal?
Langley toma aire y se gira hacia
Marianne.
—¿Podría
explicarle,
señora
Morrison, lo que me ha contado a mí a
primera hora de la mañana?
—Sí, por supuesto. No me gusta
sacar a relucir esto, señoría, pero aparte
de lo que le ha sucedido a mi hijo, que
es la tragedia de mi vida, la señora
Parkman también ha dicho y ha hecho
cosas por las que estoy segura de que es
una persona peligrosa y violenta. Un día,
justo antes del asesinato, Danielle y yo
fuimos a cenar juntas. Ella bebió
demasiado vodka, así que me ofrecí a
llevarla en coche. Cuando llegamos al
hotel, bajó del coche y se tropezó.
Entonces se quedó desorientada y sin
motivo, se enfureció y comenzó a
acusarme de haber contado mentiras
sobre Max. Incluso levantó el brazo para
golpearme…
—¡Señoría! —protesta Sevillas.
Camina hacia el estrado y habla en un
tono frío, mesurado—. ¡Esta testigo está
mintiendo!
—¡Señor
Sevillas,
cállese
inmediatamente! —grita la jueza, y da un
martillazo sobre la mesa—. ¡Ningún
abogado va a testificar en un juicio mío!
Espere
a
realizar
su
propio
interrogatorio, o hasta que consiga traer
aquí a su clienta. De lo contrario, lo
acusaré de desacato en este mismo
instante.
A Sevillas no le importa. Se gira
hacia Marianne y le lanza dardos de
hielo con la voz.
—Lo haré, señoría, pero es
incuestionable que esta mujer está
mintiendo para hundir a una mujer que
no hizo nada más que demostrarle
bondad y amistad…
Marianne le clava una mirada
fulminante.
—Yo nunca miento —dice, y estalla
en sollozos—. El hijo de esa mujer mató
a mi niño, señoría. Lo mató en su cama
del hospital. Ya es demasiado tarde para
Jonas, pero ahora sé sin ninguna duda
que Max es como su madre. Oh, Dios
Santo, ¿es que nadie me va ayudar?
La jueza se enfurece y señala a
Sevillas con el mazo.
—Está oficialmente acusado de
desacato a este tribunal. Decidiré lo que
hago con usted después de la vista.
Sevillas no dice nada. Vuelve a su
asiento y mira a Marianne con ira.
—Y ahora, voy a hacerme cargo del
interrogatorio —dice la jueza—. Señora
Morrison, me gustaría que me dijera si
Max Parkman la amenazó alguna vez
físicamente.
Marianne mira a los periodistas, y
después vuelve a mirar a la jueza.
—Un día, una semana antes del
asesinato, yo estaba en el sofá, tejiendo
un jersey para Jonas, y de repente, Max
se sacó del bolsillo algo que brillaba
como el metal.
El público jadea, y mira a Max.
Tony lo agarra por la muñeca al ver que
el niño aprieta los puños. La jueza
asiente.
—¿Y entonces?
—Entonces lo blandió por encima
de mi cabeza.
La jueza trata de disimular su
espanto.
—¿Estaba usted sola con el señor
Parkman cuando ocurrió esto?
—Por desgracia, sí. Cuando me
recuperé del susto, Max había salido
corriendo a otra parte de la unidad.
—Usted debió de dar parte de esto.
—Claro que sí, pero parece que los
monitores de vídeo no funcionaban bien
ese día, y yo no tenía pruebas para
demostrárselo a los empleados. Era su
palabra contra la mía.
—Pero la creerían a usted, antes que
a un paciente.
Ella se encoge de hombros con
tristeza.
—Registraron toda la unidad,
incluyendo la habitación de Max y su
ropa. No encontraron el objeto por
ninguna parte.
—¿Se lo dijo a su madre?
—Sí, se lo dije, pero ella me
respondió que debía de estar
equivocada.
—¿Y solicitó al hospital que
tomaran
precauciones
adicionales
después de este incidente?
—Sí, señoría, pero no creo que me
tomaran en serio.
—¿Y después de eso, qué ocurrió?
—Después, Max no volvió a
mostrarse violento con Jonas. Hasta el
día en que lo mató, quiero decir.
Antes de que Sevillas pueda
protestar, Langley interviene.
—Es turno de la defensa.
Treinta y nueve
La jueza Hempstead se vuelve hacia
Sevillas.
—¿Desea interrogar a la testigo?
—Por supuesto que sí, señoría.
Ella mira el reloj.
—Son las cinco menos cuarto. Como
parece que va a ser mucho más largo de
lo esperado, permítanme que aclare la
situación —dice, y se dirige a Langley
—: El Estado ha terminado de interrogar
a sus testigos por hoy, ¿es así?
—Sí, señoría.
—En ese caso, comience, señor
Sevillas.
Sevillas se acerca a la testigo.
Cuando abre la boca para hacer la
primera pregunta, hay un pequeño
alboroto a la entrada de la sala. Todos
se vuelven mientras Danielle, vestida
con un elegante traje, recorre el pasillo.
Doaks y el teniente Barnes la siguen.
Max se levanta y corre hacia ella.
Danielle lo abraza con fuerza. La alegría
que se refleja en la cara del niño es
enorme. Tiene los ojos llenos de alivio.
—Ya estoy aquí, cariño —susurra
ella—. Te quiero.
—Yo también te quiero, mamá.
Max ni siquiera se molesta en
secarse las lágrimas mientras se sienta.
Danielle le da un beso a Georgia en la
mejilla, y mira a Sevillas a los ojos. Él
está enfadado, pero también aliviado.
Ella camina hacia el estrado, pero antes
de que pueda llegar, la jueza Hempstead
da un martillazo.
—¡Silencio! —grita, y observa al
grupo de Danielle con ira—. ¿Quiénes
son ustedes?
—Señoría, soy Danielle Parkman —
dice ella.
—Vaya, vaya. La acusada fantasma.
Acérquese, señora Parkman.
—Sí, señoría.
—Alguacil —dice Hempstead—,
ponga a la señora Parkman bajo
custodia.
—Señoría, por favor, permítame
explicar…
—No voy a hacer nada semejante,
señora Parkman. Es una acusada que ha
violado la libertad condicional. Por lo
tanto, irá directamente a la cárcel del
condado. Alguacil, póngale las esposas.
Danielle percibe la mirada de
satisfacción de Marianne mientras el
funcionario se acerca a ella.
—Señoría, entiendo que su respuesta
es perfectamente justificada teniendo en
cuenta mis acciones, pero debo solicitar
que me permita interrogar a la testigo.
Tengo pruebas concluyentes sobre su…
Hempstead se inclina por encima de
su mesa mientras el alguacil cierra las
esposas alrededor de las muñecas de
Danielle.
—No me importa que tenga todas las
pruebas del mundo, señora Parkman. Va
a permanecer encarcelada hasta su
juicio. Usted es abogada y sabe
perfectamente
cuáles
son
las
consecuencias
legales
de
un
quebrantamiento
de
la
libertad
condicional. Lo que parece que no sabe
es que ha violado las leyes de este
estado y ha contravenido las órdenes
expresas de este tribunal. No está en
Nueva York, señora Parkman. Está en mi
sala, bajo mi jurisdicción.
Sevillas le lanza una mirada de
impotencia. Max la mira con terror. El
alguacil le pone una mano sobre el
hombro. Danielle se zafa.
—Señoría, solicito que me permitan
representarme a mí misma ante este
tribunal.
—Ya tiene representación legal,
señora Parkman —replica la jueza, y
señala a Sevillas—. Él debe ocuparse
de las cuestiones que se planteen en su
nombre.
—Señoría —dice Danielle—, creo
que mi abogado tiene que solicitar algo.
Sevillas la observa con alarma. Ella
lo mira a los ojos. Después de un
momento, él hace un gesto negativo con
la cabeza.
—Parece que su abogado no está de
acuerdo, señora Parkman —dice
Hempstead.
—El señor Sevillas solicita retirarse
de mi defensa, señoría.
Hempstead mira a Sevillas con una
expresión de sorpresa.
—¿Es así, señor Sevillas?
Sevillas mira a Doaks, que asiente
vigorosamente desde la primera fila.
Después, vuelve a mirar a Danielle a los
ojos. Y por fin, reacciona. Se vuelve
hacia Hempstead.
—Señoría, solicito con todo el
respeto que se me permita retirarme de
la defensa de la señora Parkman.
—Petición denegada.
Sevillas y Danielle se miran antes de
que él insista.
—Con todo el respeto, señoría, me
temo que debo retirarme de cualquier
modo.
A Hempstead le arden los ojos.
—¿Es que tengo que recordarle que
ya está en desacato en este tribunal,
abogado?
—No, señoría.
Ella mira a Danielle con los labios
tensos de furia.
—No puedo obligarla a que retenga
a su abogado, señora Parkman, pero le
diré una cosa con claridad: esta vista va
a continuar en estricta observancia de
las leyes y las normas. En cuanto cruce
la línea, la daré por finalizada. Y no se
moleste en intentar que yo mantenga su
libertad bajo fianza. En cuanto
terminemos aquí, irá directamente a la
cárcel. Su libertad bajo fianza está
revocada.
Se vuelve hacia el alguacil.
—Quítele las esposas a la señora
Parkman —dice, y el funcionario
obedece. Danielle se frota las muñecas,
y la jueza añade—: Y ahora, póngaselas
al señor Sevillas y llévelo a la celda de
los juzgados.
—Señoría… —dice Danielle.
—Comience a interrogar a la testigo,
señora Parkman.
Danielle ve con impotencia cómo
esposan a Sevillas. Se lo llevan sin que
ella pueda hacer nada por él. Todavía.
—Señora Parkman —dice la jueza
con tirantez—, comience.
Danielle le hace un gesto a Doaks,
que se acerca a la mesa de la defensa
con una caja grande. Danielle le quita la
tapa, saca un fajo de papeles, respira
profundamente y se dirige a la testigo.
—Señora Morrison, me gustaría
hacerle algunas preguntas sobre su
pasado.
La actitud de Marianne es confiada,
y su tono de voz, frío.
—Por supuesto, señora Parkman.
—¿Dónde nació?
—En Pennsylvania.
—¿No nació en Texas?
—No.
—¿Dónde se crió?
Marianne suspira.
—Mi padre era militar. Me crié por
todos los Estados Unidos.
—¿Ha vivido alguna vez en
Vermont?
—No.
—¿En Florida?
—No.
—¿En Illinois?
—No.
—Gracias —dice Danielle, y hojea
los documentos—. Y ahora, señora
Morrison, ¿cuántas veces ha dicho que
ha estado casada?
—Una vez.
—¿Con quién?
—Con Raymond Morrison.
—¿Nunca estuvo casada antes?
—No.
—¿Y no tuvo más hijos?
—No.
Danielle se acerca lentamente a la
testigo.
—¿No ha tenido más hijos? ¿Es
correcto?
—Señoría —dice Langley—. Ya lo
ha preguntado, y ya ha sido contestado.
Creo que la señora Morrison se
acordaría si hubiera tenido más hijos.
Se oyen algunas risas por la sala.
—Continuaré,
señoría
—dice
Danielle—. Señora Morrison, ¿tiene
alguna enfermedad física crónica?
Marianne mira a la jueza con
consternación.
—He tenido varias enfermedades
durante mi vida. No he hablado de ello
aquí porque creo que no es apropiado.
—¿Le importaría hacernos un breve
resumen? —pregunta Danielle.
Marianne se ruboriza.
—No sabría por dónde empezar.
—¿Ha sido hospitalizada por esas
enfermedades?
—Oh, sí.
—¿Cuántas veces?
—Demasiadas como para llevar la
cuenta.
—¿Diría usted que sesenta y ocho es
un número aproximado?
El público hace exclamaciones de
asombro. Antes de que Langley pueda
intervenir, Marianne se ríe.
—Eso es ridículo.
—¿Tiene pruebas de esa afirmación,
señora Parkman?
—Ahora llegaré a eso, señoría.
—Yo no lo veo.
Danielle se acerca a la mesa de la
defensa. Doaks se ha sentado en la silla
de Sevillas, y le entrega un cuaderno que
ha sacado de su maletín.
—¿Le han diagnosticado alguna vez
trastornos mentales, señora Morrison?
—Señoría —dice Langley—, el
estado mental de esta pobre mujer es
completamente irrelevante en relación a
la acusación de asesinato que pesa sobre
el acusado. Debemos protestar por el
intento de la defensa de poner en tela de
juicio el carácter de la testigo.
La jueza mira a Danielle con
desaprobación.
—Señora Parkman, voy a permitirle
la misma flexibilidad de interrogatorio
que le he permitido al fiscal, la cual,
evidentemente, no ha podido presenciar
usted al no encontrarse en la sala. Sin
embargo, estoy de acuerdo en que el
estado mental de la testigo es irrelevante
para los cargos que se han formulado
contra su hijo, y contra usted.
—Señoría, como estoy segura de
que mi estado mental y el de mi hijo se
han cuestionado durante la vista, creo
que es justo que el de esta testigo, la
madre de un niño con discapacidades,
sea sometido al mismo cuestionamiento.
Hempstead frunce el ceño.
—Es su tiempo, señora Parkman,
pero si decide perderlo, cortaré por lo
sano, ¿entendido?
—Sí, señoría.
Langley agita la cabeza teatralmente
para que los periodistas se fijen en él.
Ellos toman notas. Danielle vuelve a
mirar a Marianne.
—¿Podría contestar la pregunta, por
favor?
—Nunca he tenido problemas
psicológicos.
—¿Nunca le han dicho que sufre
problemas psicológicos?
—Por supuesto que no. Yo soporto
mis problemas en privado, y confío en la
gracia de Dios para superarlos.
—Señora
Morrison,
¿cuándo
diagnosticaron por primera vez a Jonas
algún tipo de problema?
—Para ser sincera, tengo que
admitir que yo supe antes que cualquier
médico que mi hijo tenía dificultades —
responde Marianne, y mira de nuevo a la
jueza—. Una madre sabe estas cosas.
Tuvo episodios de apnea cuando era un
bebé. Dejaba de respirar sin ningún
motivo.
—¿Y cómo se lo trataron?
—Bueno…
para
una
madre
primeriza, esto era algo espantoso. Tenía
que vigilarlo noche y día. Cuando
dejaba de respirar se ponía azul. Yo
tenía que llamar a la ambulancia o
llevarlo rápidamente a urgencias.
—¿Qué hacían por él?
—Le introducían oxígeno en los
pulmones para que pudiera respirar por
sí mismo.
—¿Con cuánta frecuencia ocurría
esto?
Marianne retuerce un pañuelo de
papel entre las manos.
—No creo que pasaran más de dos
semanas sin que tuviera que salir
corriendo al hospital con el bebé.
Entonces, me dieron una máquina para
tratar la apnea. Cuando Jonas dejaba de
respirar, sonaba una alarma. Era
horrible.
—¿Alguna vez le dijeron en el
hospital que sospechaban que Jonas no
tenía apnea?
Marianne la mira con confusión.
—No entiendo la pregunta.
—¿Alguno de los médicos le dijo
alguna vez que sospechaba que usted
estaba asfixiando a Jonas?
Langley se pone en pie con un
rugido.
—¡Señoría! ¡Esto es inaceptable!
—Ahórrese el esfuerzo, señor
Langley —dice la jueza, y señala a
Danielle con el dedo, con un gesto de ira
—. Deje inmediatamente ese tipo de
preguntas, abogada. No ha fundamentado
previamente ninguna acusación de
maltrato contra esta testigo. Tal vez así
es como se interroga a los testigos en
Nueva York, pero yo no lo voy a tolerar.
Danielle se encoge de hombros.
—Sí, señoría.
—Continúe.
Danielle vuelve a mirar a Marianne.
—¿Quién le dijo por primera vez
que Jonas era autista, o que tenía un
retraso mental?
Marianne le lanza una mirada llena
de odio.
—Nunca olvidaré ese día, por
mucho que viva. Jonas tenía cuatro años,
y vivíamos en Pittsburgh. Había un
especialista que estaba viajando por el
país. Yo no estaba del todo satisfecha
con los cuidados que había estado
recibiendo mi hijo. El médico hizo
pruebas a Jonas durante horas, y me
llamó a la sala de espera. Hizo que me
sentara, y me dijo que mi niño nunca
sería normal. Que tenía el cerebro
dañado. Me mostró varios síntomas de
que era autista —dice, y se enjuga las
lágrimas mirando a Hempstead—. En
ese momento, decidí que me convertiría
en una gran defensora de mi hijo. Pasé
los
catorce
años
siguientes
asegurándome de que recibía los
mejores tratamientos y todo el amor que
pudiera darle. Nunca volví a casarme, ni
a preocuparme de otra cosa que no fuera
mi hijo.
—Señora Morrison, ¿alguno de los
médicos que examinó a Jonas insinuó
alguna vez que tal vez las enfermedades
de Jonas tuvieran otro origen?
—¿A qué se refiere?
—Nos ha dicho que Jonas comenzó
a tener problemas al nacer —dice
Danielle—. ¿Alguna vez le dijo alguien
que esos problemas se desarrollaron
mucho más tarde, y que sospechaban
cuál era la causa?
—No, no me lo dijeron.
—¿Nadie le sugirió nunca que hubo
algún tipo de intervención que podía
haberle causado a Jonas los daños
cerebrales?
Marianne mira a Danielle con
petulancia.
—No sé qué es lo que está
intentando que diga, señora Parkman.
Nadie me dijo nunca semejantes cosas.
Yo cuidé maravillosamente de mi hijo.
Hempstead interviene.
—Señora Parkman, en este caso no
tienen relevancia los cuidados que la
madre de la víctima pudiera dedicarle a
su hijo cuando era más pequeño.
—Tal vez debería tenerla, señoría.
Hempstead arquea las cejas.
—Si tiene pruebas de lo que está
diciendo, apórtelas. De lo contrario,
continúe en otra línea, abogada.
—Por supuesto, señoría —responde
Danielle. Después mira fijamente a
Marianne—. Señora Morrison, usted
estudió Medicina y después trabajó de
enfermera durante muchos años, ¿no es
así?
Marianne se relaja.
—Sí, es cierto. La enfermería me
permitía tener horarios flexibles para
cuidar de Jonas.
—¿En qué se especializó?
Marianne sonríe.
—En enfermería pediátrica.
—¿Y no es cierto que durante los
años de desempeño de su trabajo se
familiarizó usted con los sistemas
informáticos de varios hospitales y
clínicas pediátricas?
—Por supuesto.
—¿Y no es cierto también que entró
ilegalmente en otras redes informáticas
mucho antes de decirme cómo podía
conseguir la contraseña para entrar en la
de Maitland?
Es como si una ola gigante
recorriera la sala. La jueza da un
martillazo con tanta fuerza que el plato
de madera rebota en la mesa. Langley
alza las manos por el aire.
—¡Protesto! Solicitamos que la
pregunta no conste en acta, y que
amoneste severamente a la abogada.
Hempstead está furiosa.
—Abogada,
¿es
perfectamente
consciente de lo que está haciendo?
—Señoría, le prometo que no estoy
actuando a la ligera. Si el tribunal me
permitiera algo más de flexibilidad…
—¡Flexibilidad! —brama Langley
—. ¡Señoría!
Danielle toma aire.
—Fue Marianne Morrison la que
entró en el sistema informático de
Maitland y manipuló la historia clínica
de Max…
—Ya basta. No puede seguir con ese
interrogatorio.
Cambie
de
tema
inmediatamente.
Es
la
última
advertencia que le hago.
Danielle se da la vuelta y camina
hasta la mesa de la defensa. Abre la tapa
de la caja, mira en el interior y se gira
hacia la testigo.
—Señora Morrison, ¿tiene algún
tipo de recuerdo, de registro de su vida
con Jonas?
—¿A qué se refiere?
Danielle mira un poco más en la caja
y después se yergue.
—Oh, ya sabe. Álbumes de fotos,
recuerdos, ese tipo de cosas.
—Claro que sí. Todas las madres
tienen fotografías de sus hijos. Yo debo
de tener cientos de ellas.
Danielle asiente pensativamente.
—¿Y algún otro tipo de recuerdo?
En esta ocasión, Marianne se queda
callada. Tiene la mirada fija en la caja.
Cuando habla, su voz es mesurada,
precisa.
—De veras, no sé a qué se refiere.
Danielle se encoge de hombros.
—Deje que se lo aclare. ¿Llevaba
usted algún tipo de registro, o un
diario…?
El rostro de Marianne es impasible.
—¿Y escribía en él diariamente?
Langley se pone en pie de nuevo.
—Protesto. No creo que tenga
importancia si la señora Morrison
llevaba un diario o no en la cuestión de
si Max Parkman mató a su hijo. La
abogada está acosando a la testigo.
—Ha lugar —dice Hempstead—.
Prosiga, señora Parkman.
—Señora Morrison, ¿dónde estaba
usted la mañana en que murió su hijo?
Marianne alza la mano débilmente.
—En el hotel.
—Pensaba que visitaba a Jonas
todos los días.
—Oh, y lo hacía. Sin embargo, ese
día no me encontraba bien, y pensé que
sería mejor que me quedara en el hotel
para no contagiarle el resfriado a Jonas
—responde Marianne, con lágrimas en
los ojos—. ¡Ojalá hubiera sabido lo que
iba a ocurrir! ¡No me hubiera separado
de él ni un minuto!
Danielle continúa con calma.
—Entonces, ¿no estuvo en la unidad
hasta que alguien la llamó para decirle
lo que había ocurrido?
Marianne está sollozando, de modo
que tiene que hacer un esfuerzo para
responder.
—Sí, así es.
—¿Cabe la posibilidad de que esté
equivocada?
Marianne le clava una mirada
fulminante.
—No, no es posible.
Danielle camina lentamente hasta el
estrado de la testigo, pone ambas manos
en la barandilla de madera y mira a
Marianne a los ojos.
—¿Le suena de algo el nombre de
Kevin, señora Morrison?
Marianne se pone ligeramente
rígida, pero por lo demás, no reacciona.
—No sé de qué me está hablando.
—Yo creo que sí.
Marianne niega con la cabeza.
—¿Y Ashley? —insiste Marianne—.
A mí me parece un nombre maravilloso
para una niña, ¿a usted no?
Marianne le lanza una mirada
suplicante a la jueza.
—¡Señoría! —exclama Langley,
dando una palmada sobre la mesa—.
¡Está acosando a la testigo con preguntas
absurdas, solo para intimidarla!
Hempstead asiente.
—Ha lugar. Señora Parkman,
apártese de la testigo —dice, y Danielle
se aleja—. Le he dado demasiadas
libertades, y es evidente que usted se ha
propasado. Hágale preguntas relevantes
a la testigo, o despídala ahora mismo.
—Por supuesto, señoría —responde
Danielle. Entonces arranca una hoja en
blanco de su cuaderno y se la entrega a
Marianne junto a su bolígrafo—. Señora
Morrison, ¿le importaría escribir en esa
hoja
«Hospital
Psiquiátrico
de
Maitland»?
—Señora Parkman, tiene dos
minutos para conectar todo esto, y
después yo daré por terminada esta vista
y la enviaré a usted a la cárcel.
Danielle asiente. Marianne la mira
con disgusto, escribe las palabras sobre
la hoja y se la devuelve.
—Gracias.
Entonces, Danielle saca uno de los
diarios de la caja, se da la vuelta y mira
a Marianne. Ella se queda boquiabierta
durante un segundo, pero reacciona
rápidamente. Entorna los ojos cuando
Danielle le entrega el diario.
—He catalogado este artículo como
«Prueba de la Defensa A». ¿Puede
identificarlo, señora Morrison?
Marianne se lo devuelve.
—No lo había visto nunca.
—Me gustaría que lo abriera por la
página que está marcada y leyera lo que
pone —dice Danielle.
—¡Protesto! Falta de fundamento —
dice Langley—. La testigo acaba de
decir que no puede identificarlo.
Danielle le entrega a la jueza la
muestra de la letra de Marianne y el
diario.
—Señoría, me gustaría que el
tribunal reconociera que las escritura de
la testigo y la que aparece en el diario
es la misma.
Después de una mirada superficial,
Hempstead agita la cabeza.
—Me sorprende, señora Parkman —
dice secamente—. Esta es una táctica
que no me esperaría de una reconocida
abogada de Nueva York, como usted. No
ha traído ningún experto en caligrafía, ni
ha establecido el debido procedimiento
de custodia para la prueba.
—Señoría, solicito con todos mis
respetos que se aplace brevemente el
interrogatorio de la señora Morrison
mientras llamo al estrado al teniente
Barnes, de la Policía de Plano.
—No tengo intención de permitir
que interrumpa el interrogatorio de la
señora Morrison.
—Pero, señoría —protesta Danielle
—, tampoco quiere permitirme que
interrogue a la testigo para que pueda
establecer el fundamento. Cuando haya
leído este diario, tan solo una parte de
él, sabrá cuál es la verdad.
—¿Y cuál es esa verdad?
—Que esta mujer no es lo que
aparenta. No es una madre. Es una
embustera, una chantajista y una asesina.
—Señora Parkman, ¡silencio! —
ordena la jueza y se levanta de su sitio
con la cara lívida—. Alguacil, ponga a
la señora Parkman bajo custodia.
El alguacil comienza a moverse.
Langley se ha acercado al estrado y está
abrazando a una histérica Marianne para
intentar que se calme.
A Hempstead le arden los ojos.
—Abogada, su comportamiento en
esta sala es digno de desprecio —dice
—. Su intento de denostar a una madre
cuyo hijo acaba de ser brutalmente
asesinado no solo es una falta de
profesionalidad, sino también una falta
de ética.
—Señoría, si me permitiera tan
solo…
—No voy a permitirle nada más.
¡Trasladen a la señora Parkman a la
cárcel del condado!
—Señoría —dice Danielle—. No he
tenido la oportunidad de responder a su
resolución de no permitirme que
continúe con el interrogatorio a la
señora Morrison.
Hempstead agita la cabeza con
incredulidad.
—Este no es el momento ni el lugar
adecuado para presentar quejas por
nada.
—Señoría, sé que me va a enviar a
la cárcel. Lo acepto. Pero primero debo
insistir en que me permita responder a la
resolución del tribunal. De lo contrario,
la corte de apelación no va a estar muy
contenta con ninguna de las dos.
Hempstead la mira con cautela.
—Muy bien, señora Parkman.
Sigamos el protocolo. El tribunal estima
la protesta del Estado. ¿Cuál es su
respuesta?
Danielle habla con la voz clara.
—La defensa desea presentar una
objeción a la decisión judicial. Quisiera
que el interrogatorio continúe y conste
en acta.
Ahora, el semblante de Hempstead
refleja su furia sin disimulo.
—Señora Parkman, se lo advierto.
Piénseselo bien antes de hacerlo.
Danielle sabe que Hempstead no
puede negarse a permitir que la defensa
presente la objeción. Es una estratagema
legal, mediante la que la parte que
piensa que el juez se ha equivocado
puede conseguir que se tenga en cuenta
la prueba que ha sido descartada por el
tribunal. Esta prueba figura reflejada en
el acta, de modo que el tribunal de
apelación pueda revisar precisamente lo
que ha sido excluido y decidir si esa
prueba debería haber sido admitida. Sin
embargo, Hempstead sabe lo que es en
realidad: el modo en que Danielle puede
hacer exactamente lo que quiere hacer,
le guste a ella o no.
Hempstead se cruza de brazos y se
apoya en el respaldo de la silla. Su cara
dice que acepta la derrota.
—Por favor, señora Parkman.
Adelante con su objeción.
Danielle toma la rápida decisión de
presentar solo la prueba que Doaks ha
encontrado en la habitación de
Marianne, que ella ha revisado en las
escaleras del juzgado. La jueza podría
impedirle continuar si se desvía un
centímetro del camino relevante. Mira a
Marianne, que se ha recuperado un
poco, aunque está pálida. Danielle toma
el diario y se acerca al estrado de la
testigo.
—Señora Marianne, ¿cuál es su
habitación del hotel?
—La número veintitrés.
Danielle le da el diario otra vez.
—¿Y dice que este diario no le
pertenece, y que no estaba en su
habitación esta mañana?
Marianne se yergue.
—Exacto.
—¿No es esta su letra?
Ella mira la página que le muestra
Danielle y se vuelve hacia la jueza.
—No, no es mi letra.
—Señoría, nos gustaría que bajaran
las luces y que desenrollaran la pantalla
de proyecciones para mostrarle a la
testigo algunos fragmentos.
—De un documento que ella no ha
identificado.
—Sí, señoría.
Marianne se vuelve de nuevo, entre
sollozos, hacia la jueza.
—Señoría, si me concediera un
momento para calmarme…
—Por supuesto, señora Morrison —
dice Hempstead—. Puede bajar del
estrado y ocupar su sitio en la sala.
Langley acompaña a Marianne a un
banco. Ella se sienta y se enjuga las
lágrimas.
—Continúe, señora Parkman —dice
la jueza con tirantez.
Danielle le hace un gesto al alguacil,
que va al otro lado de la sala y extiende
la pantalla. Después apaga las luces; la
oscuridad se hace casi palpable. La
única luz es verde, y emana del
ordenador portátil de Danielle, que
Doaks ha colocado sobre la mesa de la
defensa. En Arizona, Danielle usó su
cámara digital para fotografiar varias
páginas de los diarios de Marianne, y
después descargó las fotografías en el
ordenador.
Aprieta un botón, y en la sala se
hace el silencio. Las palabras aparecen
en la pantalla, escritas con una caligrafía
recargada.
Querida doctora Joyce:
¡Maitland ha sido la mejor
experiencia de mi vida! Todos los días
han estado llenos de novedades y giros
inesperados, como si fuera una
improvisación de Broadway. El hecho
de haberme relacionado con genios
médicos me tiene entusiasmada, aunque
en realidad es mi sitio. Solo tengo un
pequeño disgusto: ya está terminando
todo, y es triste encontrarse sola en la
cima. Nadie podrá saber nunca lo
inteligente que soy, porque no puedo
revelar ni un solo detalle; lo estropearía
todo. Sin embargo, lo importante es que
he pasado todos los exámenes, que he
sido más inteligente que todos los
demás. Y cuando ejecute mi plan final…
Ese será mi mejor momento. Como
comer el bombón más especial de una
caja del Día de San Valentín.
Siento pena por Jonas. Supongo que
he sido egoísta por tenerlo tanto tiempo
conmigo. Me aseguré de que Kevin,
Ashley y Raymond dejaran este mundo
cuando era necesario, y ahora sé
claramente que el Señor quiere tener a
Jonas a su lado; hay un momento
adecuado para todas las cosas. La
maravilla de haberles demostrado a los
médicos que Jonas es precisamente lo
que parece, tal y como yo lo he creado,
ha completado el ciclo. Ahora debo
concentrarme en el plan.
Como el Señor puso a Max en mi
camino, veo con claridad que su
propósito en la vida es ayudarme a
facilitarle a Jonas su tránsito al otro
mundo, y acabar para siempre con su
sufrimiento. Estoy segura de que
Danielle va a echar de menos a Max,
pero Dios sabe que ella ha hecho el
sacrificio más grande. Además, cuanto
más alto es un propósito, más cruel es la
vida. Solo hay que considerar el
ejemplo de Jesús. A menudo pienso que
los actos más justos de esta vida solo
tienen recompensa en la siguiente.
Tanto Danielle como yo tendremos
un lugar en el Cielo.
Hay un jadeo colectivo en la sala.
Max se aferra a la mano de Danielle.
—No pasa nada, tranquilo —le
susurra a su hijo.
Después le hace una seña al alguacil
para que suba la luz, solo lo suficiente
como para iluminar la cara de la jueza,
que está tan blanca como la pantalla de
proyección. Mira a Danielle, que saca
otro artículo de la caja. Es un estuche de
terciopelo azul. Danielle camina hasta el
estrado y se lo entrega a la jueza.
Hempstead lo abre, palidece más y
cierra los ojos. Danielle se lo quita de
las manos y se lo lleva al fiscal. Al
verlo, Langley se queda boquiabierto.
A Hempstead le tiembla la voz.
—Señora Parkman, por favor,
identifique lo que acaba de mostrarme.
—Señoría, el teniente Barnes obtuvo
una orden de registro para la habitación
del hotel de la señora Morrison esta
mañana. Encontró este diario, varias
ampollas y jeringuillas, y esto —dice
Danielle. Toma un pañuelo de manos de
Doaks y abre el estuche. Muestra el
objeto en alto—. Es mi peine, señoría,
que fue hallado en el armario de la
señora Morrison. Está cubierto de
sangre de Jonas y de restos de tejido
humano que pertenecen a la víctima,
según un análisis preliminar.
Todos
quedan
en
silencio.
Hempstead mira a Danielle con horror,
con confusión y con una disculpa en los
ojos.
—¿Han averiguado cómo llegó ese
peine a manos de la señora Morrison?
—Sí, señoría —dice ella—. Cuando
llevaron a la señora Morrison a la
comisaría, según testificará el sargento
Barnes, la dejaron durante un corto
espacio de tiempo en la sala de secado
de las pruebas para que pudiera evitar a
los periodistas que había allí. Se cree
que fue entonces cuando robó el peine.
—Pero… ¿por qué lo robó? Era la
única prueba concluyente que había
contra Max.
Danielle asiente.
—En sus diarios, la señora
Morrison deja claro que colecciona
trofeos de todos sus asesinatos.
Conservó, incluso, las ampollas de
veneno que utilizó para sus otros hijos.
Es evidente que Marianne pensaba que
nunca la iban a atrapar. Había superado
a los más inteligentes, a los mejores.
Hempstead asiente y se queda
callada, sin poder decir nada.
Danielle da un paso hacia delante.
—Aquí termina la objeción de la
defensa, señoría. Llamamos a declarar
nuevamente a Marianne Morrison.
Doaks aprieta el interruptor de la luz
y la sala queda iluminada de nuevo.
Todos, incluida la jueza, pasan unos
instantes pestañeando mientras sus ojos
se acostumbran a la claridad.
—¡Marianne Morrison al estrado!
—grita el alguacil.
Comienza un pequeño murmullo, que
va convirtiéndose en un escándalo. La
jueza da unos martillazos en su mesa.
—¡Orden! ¡Orden en la sala!
—¡La señora Morrison al estrado!
—dice de nuevo el alguacil.
Se hace el silencio.
Marianne ha desaparecido.
Cuarenta
En la sala del juicio reina el caos.
La jueza está hablando con el alguacil.
Langley está sentado en su banco, en
estado de shock.
Danielle no pierde el tiempo.
—¡Doaks!
—No te preocupes, si está en alguna
parte de esta apestosa ciudad, la
encontraré —dice, y se abre paso entre
la gente hacia una de las puertas
laterales. Danielle corre hacia Max, que
se derrumba entre sus brazos—. Ya casi
ha terminado todo, cariño —susurra—.
Ten fuerza, sólo un poco más.
Lo abraza durante un largo momento,
y después se acerca de nuevo al estrado
de la jueza.
Hempstead da otro martillazo y todo
queda en silencio.
—Abogados,
aproxímense
—
ordena. Cuando los abogados se
acercan, ella asiente vigorosamente—.
Señor Langley, ¿dónde está su testigo?
Langley mira a su alrededor.
—No lo sé, señoría. Estaba aquí
mismo, y al momento… bueno, ya no
estaba.
—¿Y no cree que debería ir a
buscarla? —pregunta Hempstead. Él se
queda mirándola fijamente, y ella alza
una mano—. No importa. Ya he enviado
al alguacil. Mejor será que todavía esté
en el edificio, o el Estado tendrá que
responder por ella. Tampoco estoy muy
contenta con usted, señora Parkman. ¿No
cree que hubiera sido más adecuado
poner al corriente a la fiscalía y al
tribunal de la existencia de las nuevas
pruebas antes de dar el espectáculo en
una vista pública?
—Lo intenté, señoría —dice
Danielle.
—No importa, no importa —
responde Hempstead, y por primera vez,
muestra sus emociones—. ¿Puede
explicarme alguno de los dos lo que le
ocurrió a este pobre niño?
—Señoría, la defensa quiere llamar
a declarar a otro testigo —dice Danielle
—. Creo que ella podrá responder a su
pregunta.
En ese momento regresa el alguacil.
—No la encuentro… señoría… —
jadea. Tiene la cara congestionada del
esfuerzo.
—Siga intentándolo —le ordena la
jueza con un susurro furioso. Se vuelve
hacia Danielle y alza la voz—: Señora
Parkman, ¿quién es su testigo?
—La defensa llama a declarar a la
doctora Reyes–Moreno —dice. Después
añade—: Señoría, ¿sería posible que el
señor Sevillas se uniera nuevamente al
equipo de la defensa?
Hempstead asiente hacia el sheriff.
—Libere al señor Sevillas.
—Gracias, señoría —dice Danielle.
Después, espera nerviosamente hasta
que Tony ocupa de nuevo su lugar en el
banco. Sus miradas se cruzan. El amor
es como una descarga de electricidad
que chisporrotea entre ellos. Danielle se
obliga a girarse nuevamente hacia el
estrado. La doctora Reyes–Moreno está
recorriendo el pasillo con dos diarios
encuadernados con una tela de flores, y
una carpeta gruesa en las manos. El
alguacil le muestra la Biblia, y ella hace
el juramento. Tiene una mirada solemne.
Danielle se sitúa frente a ella.
—Doctora,
¿ha
revisado
la
documentación y las pruebas que se
hallaron en la habitación de la señora
Morrison?
—La mayor parte, sí.
—¿Es suficiente para establecer un
diagnóstico?
—Me temo que sí —dice, y agita la
cabeza con tristeza—. Todo encaja
perfectamente…
ahora
que
es
demasiado tarde.
Danielle asiente.
—Por favor, dígale al tribunal cuál
es el diagnóstico de Jonas Morrison.
—Jonas Morrison sufría el síndrome
de Munchausen por poderes.
La jueza Hempstead se inclina hacia
la testigo.
—Doctora, ¿eso no es un caso
horrible de maltrato infantil?
—Sí. Tal vez deba explicar la
diferencia entre el síndrome de
Munchausen y el síndrome de
Munchausen por poderes.
—Por supuesto.
—Las mujeres con el síndrome de
Munchausen, que ahora es bien
conocido, simulan enfermedades para
llamar la atención. Uno de los casos más
asombrosos es el de una mujer que se
sometió a doscientos tratamientos en
ochenta hospitales diferentes antes de
cumplir los sesenta años. Su enfermedad
mental no fue detectada hasta su
hospitalización final.
La jueza está muy pálida.
—Continúe —dice.
Reyes–Moreno se quita las gafas.
—El síndrome de Munchausen por
poderes es un trastorno similar; el adulto
no simula la existencia de la enfermedad
en sí mismo, sino en el hijo. Los rasgos
más importantes son la mentira
patológica, la peregrinación, que es el
traslado continuo para evitar que los
descubran, y enfermedades recurrentes y
fingidas que la madre le provoca al
niño. Apenas se ve en niños de más de
cuatro años.
—¿Por qué?
—La mayoría de los niños que
sufren esta situación no son fiables a
partir de la edad en que comienzan a
comunicar su dolor. Ese es el motivo
por el que la mayoría de las víctimas
son bebés o niños muy pequeños.
Danielle respira profundamente.
—Por favor, continúe.
—Normalmente, la madre tiene una
personalidad antisocial, una extraña
falta de preocupación por su hijo,
especialmente en cuanto a las dolorosas
operaciones quirúrgicas que ha elegido
para el niño. Tiene un gran conocimiento
médico y obtiene un intenso placer
manipulando a los doctores, así como
creando la enfermedad que atraerá la
atención de los facultativos y los
hospitales.
—¿Algo más sobre la madre?
—Sí —dice la psiquiatra—. Como
en el caso de la señora Morrison, la
madre es a menudo inteligente, y parece
que está completamente dedicada a su
hijo. Demasiado dedicada al cuidado de
su hijo.
—¿Y qué síntomas aparecen en esos
niños?
Reyes–Moreno asiente.
—Ese es el problema. Las
enfermedades
provocadas
pueden
afectar a cualquier parte del cuerpo. Se
pueden provocar enfermedades del
aparato respiratorio o digestivo, hasta
enfermedades de la sangre, o
infecciones sistémicas. Hay casos en los
que las madres les han administrado
nitroglicerina a sus hijos durante largos
periodos de tiempo; o que han hecho
cortes a sus hijos y les han lavado esos
cortes con agua del inodoro. Eso hace
que para un médico sea muy difícil
encontrar un tratamiento. Ve a un niño en
la sala de urgencias, con síntomas
inexplicables, y quiere curarlo. No
encuentra el motivo de los síntomas, y la
cantidad de maniobras diagnósticas y
terapéuticas que hay que realizar es
abrumadora.
A Hempstead se le hunden los
hombros mientras Danielle camina hacia
la testigo.
—¿Por qué no se descubre este
problema más a menudo?
—¿Quién va a pensar que una madre
le provocaría enfermedades a sus hijos,
o llegaría incluso a matarlos? Y hay algo
que hace que este síndrome sea tan
incomprensible: el hecho de que la
madre sienta tanta satisfacción con la
atención que obtiene al hacer daño o
matar a sus hijos.
—Doctora Reyes–Moreno, ¿han
hallado alguna relación entre el
comportamiento violento de Max
Parkman y la medicación que tomó
mientras estaba en Maitland?
La doctora respira profundamente.
—Me temo que sí —dice, y mira a
la jueza—. El hospital contrató
recientemente al doctor Fastow, un
psicofarmacólogo que tenía, o al menos
eso es lo que pensó todo el mundo, unas
credenciales
impecables.
Tengo
entendido que la junta de dirección de
Maitland
lo
había
investigado
minuciosamente. El hospital de Viena en
el que trabajaba antes de venir a
Maitland lo recomendó sin reservas. De
hecho, fueron elogiosos con él. El
doctor Fastow debía prestar asesoría en
los casos más difíciles y continuar con
sus investigaciones sobre varias
medicinas psicotrópicas, algunas de las
cuales resultaban muy prometedoras.
Ahora ha quedado demostrado que el
doctor Fastow, en vez de realizar
pruebas clínicas formales con los
controles
adecuados,
estaba
experimentando fármacos nuevos con
algunos de nuestros pacientes. Como
saben, el farmacólogo ha desaparecido.
Cuando el teniente Barnes nos enseñó el
informe toxicológico del análisis de una
muestra de sangre de Max Parkman, nos
quedamos horrorizados. La medicación
que el doctor Fastow les estaba
administrando a Jonas Morrison y a Max
Parkman
tiene
graves
efectos
secundarios.
Danielle siente una presión dolorosa
en la garganta.
—¿Y cuáles son esos efectos
secundarios?
—Todos los pacientes que seguían el
protocolo del doctor Fastow mostraron
comportamientos violentos y extraños
durante las pruebas diagnósticas.
Aunque algunos padres aseguraron que
ese tipo de comportamiento no se había
producido nunca antes del ingreso de los
pacientes en Maitland, los psiquiatras
responsables de esos pacientes, y
lamento decir que yo estaba entre ellos,
los observaron por primera vez y
consideraron que los padres negaban la
realidad de sus hijos.
Danielle ve una disculpa en su
mirada.
—Y ese comportamiento fue base de
diagnósticos erróneos de algunos de los
pacientes, ¿no es así?
La doctora se agarra las manos.
—Sí.
—¿Incluyendo a Max Parkman?
—Sí.
Danielle asiente, y mira a Max. El
niño tiene una expresión de alivio
abrumador, y las lágrimas le caen por
las mejillas. Danielle se gira de nuevo
hacia Reyes–Moreno.
—Volvamos a la señora Morrison.
¿Qué revelan los diarios sobre sus
intenciones con respecto a Jonas?
—Ella ya había engañado a toda la
plantilla de Maitland y había disfrutado
de la atención y de la compasión que
ansiaba. Ya no tenía nada más que
conseguir. Jonas ya no podía granjearle
más alabanzas, y decidió desahacerse de
él.
—¿Y qué tenía que ver Max en todo
esto, doctora?
—Era el instrumento perfecto. Los
diarios dejan claro que, una vez que la
señora
Morrison
presenció
el
comportamiento violento de Max,
decidió culparlo del asesinato de Jonas.
No tenemos pruebas que indiquen que la
señora Morrison supiera que las
medicinas del doctor Fastow habían
provocado esa violencia en Max. Creo
que, en ese sentido, simplemente tuvo
suerte.
Danielle se vuelve hacia la mesa de
la defensa. La calidez y el alivio que
percibe en los ojos castaños de Tony lo
dicen todo. Respira profundamente y se
vuelve hacia la testigo.
—¿Es todo?
Reyes–Moreno parece incómoda.
—Me temo que no. Nunca había
oído hablar de un caso así.
—¿En qué sentido?
La doctora se mira las manos.
—Jonas Morrison no nació autista,
ni con retraso mental, ni con trastornos
obsesivo compulsivos, ni con tendencia
a infligirse heridas. La señora Morrison
consiguió crear una enfermedad
psiquiátrica profunda y trágica en un
niño normal.
—¿Y por qué no se limitó la señora
Morrison a envenenar a Jonas, o a
administrarle una sobredosis de algún
medicamento, en vez de correr el riesgo
de que la descubrieran? —pregunta la
jueza.
Reyes–Moreno mueve la cabeza en
señal de negación.
—Hay que entender la naturaleza de
este trastorno, señoría. La señora
Morrison ansiaba la atención de los
demás. Dígame, ¿preferiría usted ser la
madre de un niño con una discapacidad
terrible, que muere de una sobredosis
involuntaria, o el centro de la atención
de toda la prensa nacional y de un
mundo compasivo?
La jueza baja la cabeza. No se oye ni
una palabra en toda la sala. El alguacil
vuelve a entrar. Hempstead lo mira.
—Alguacil, ¿ha localizado a la
señora Morrison?
—Se ha ido, señoría. Ha
desaparecido como por arte de magia.
Cuarenta y uno
Se ha puesto el sol. Las ventanas
rectangulares dejan entrar la luz de las
farolas en la sala. La jueza Hempstead
acaba de volver después de un corto
receso, durante el que ha dejado a los
periodistas y al público formando
corrillos por la sala y enviando por el
teléfono móvil los últimos detalles de la
vista.
—¡Todos en pie!
La jueza se sienta. En su rostro se
refleja el cansancio de aquel día, pero
su voz es firme.
—¿Señora Parkman?
Danielle se levanta sin soltar la
mano de Max.
—¿Sí, señoría?
—El sheriff me ha informado de que
la policía no ha conseguido encontrar a
la señora Morrison. ¿Tiene alguna cosa
más que mostrarle al tribunal?
—En realidad, sí, señoría —dice
ella, y saca una cinta de vídeo de la caja
—. Hay otra prueba, que fue hallada en
la habitación de la señora Morrison. El
teniente Barnes puede salir al estrado
para confirmarlo, si lo desea.
Hempstead mueve una mano con
cansancio.
—No será necesario. Creo que todas
estas pruebas serán remitidas por los
canales adecuados al tribunal que juzgue
a la señora Morrison. Si la encontramos
algún día.
—¿Puedo continuar, señoría?
—Sí, por favor.
Danielle le susurra algo a Max, y
entonces le hace una seña a Georgia.
Georgia toma de la mano al niño y lo
saca de la sala. Danielle mira a Doaks,
que acaba de volver con la noticia de
que Marianne se ha dejado todas sus
pertenencias en el hotel, y que la policía
está haciendo todo lo posible por
encontrarla. Desenrolla la pantalla de
proyección y baja las luces. Ella inserta
la cinta y se vuelve hacia la jueza.
—Me temo que esto responderá a
todas las cuestiones que hayan quedado
sin resolver, señoría. Este vídeo fue
hallado en el armario de la señora
Morrison. Parece que fue robado de la
unidad de Fountainview el día en que
murió Jonas.
Danielle aprieta el botón de
encendido del vídeo, y después de un
ruido y un plano en negro, comienzan a
aparecer imágenes.
En ellas, Marianne abre la puerta,
entra en la habitación y arrastra algo
fuera del campo de grabación de la
cámara. Esa forma no se mueve.
Entonces, ella cierra, toma un tope de
goma y lo mete con fuerza en la rendija
inferior de la puerta. Se coloca un par
de guantes de látex y se agacha. Bajo su
vestido solo se ven unos zuecos blancos
de enfermera. Se acerca a la cama.
Jonas está tumbado de cara a la
pared, con las rodillas flexionadas
contra el cuerpo. Su ángulo de reposo le
hace todavía más infantil, más
vulnerable. Tiene el pelo rubio, los ojos
cerrados, una expresión serena,
angelical.
Ella se sienta en la cama, a su lado.
Pone una bolsa de plástico grande en el
suelo, junto a la cama, y le toca
suavemente el hombro. Después le
suelta las correas de los brazos y de las
piernas. Sin apartar la mano derecha de
su cuerpo, rebusca en la bolsa. Acaricia
el metal frío del peine y lo deja a un
lado de la cama.
Agita a Jonas por el hombro y él se
despierta y la mira. Se sienta y se abraza
las
rodillas,
observándola
cuidadosamente.
—Vamos, Jonas, hazlo ahora —le
dice ella.
Al instante, él comienza a golpearse
la cabeza contra la pared, a un ritmo
constante, con los ojos cerrados, como
si siguiera un ritual. Cuatro golpes en la
parte posterior del cráneo, cuatro a la
derecha, cuatro a la izquierda. Cuatro,
cuatro, cuatro, cuatro. Cuando termina el
número de golpes requerido, comienza a
abofetearse, primero con la mano
derecha, y luego con la izquierda,
moviendo la mano con toda rapidez, y
golpeándose cada vez con más fuerza.
La piel se le enrojece.
Jonas abre los ojos y la mira a la
cara, como si buscara la confirmación
de que está haciendo lo que ella quiere.
Marianne niega con la cabeza. Entonces,
él empieza a morderse el dorso de la
mano. Se muerde, se muerde, se muerde.
Ella se inclina y toma el peine de metal,
y comienza a darse golpecitos en la
palma de la mano, a un ritmo constante,
como si fuera un metrónomo.
El niño se pone en alerta con el
nuevo sonido. Alza la mirada y ve el
peine. Se muerde las manos con más
fuerza cada vez, y tarda un rato en
hacerse sangre, puesto que las tiene
encallecidas después de años de
agresiones.
Ella asiente y sigue dando
golpecitos, observando la curiosidad del
niño.
—Sí, cariño, sí —le susurra,
sonriéndole—. Podrás tocarlo dentro de
un minuto, mi amor, y te vas a sentir
mucho mejor.
Su voz es un arrullo, y su mirada, un
aplauso.
La mano izquierda está sangrando
profusamente ahora, porque Jonas ha
encontrado una vena. Cambia a la
derecha y comienza de nuevo, dando
mordiscos pequeños y fuertes. Cabecea
de arriba abajo, de un lado a otro, pero
sin apartar la vista del peine, que ella
mueve rítmicamente entre las manos. Él
ya no la mira. Es como si supiera lo que
quiere. Está como hipnotizado.
Cuando ve que él ha abierto también
la piel de su mano derecha y se está
mordiendo con fuerza, se acerca
lentamente, sin dejar de mover el peine.
Con el instrumento en la mano izquierda,
golpea suavemente un lado de la cama.
Con la mano derecha, le acaricia el pelo
mientras él sigue los botes verticales del
peine. A ella se le ilumina la cara de
amor.
—Así, así —murmura. Se inclina y
le besa la cabeza sin dejar de golpear la
cama con el peine, y él se balancea con
ella—. ¿No te parece bonito? Brilla
mucho, y es nuevo.
Él intenta agarrarlo con la mano
izquierda ensangrentada.
—Oh, no, mi amor, todavía no,
todavía no —susurra Marianne.
Aparta la sábana y destapa las
piernas desnudas de Jonas. Él deja de
morderse y gruñe suavemente mientras
intenta tomar el peine. Ella se lo pone en
la mano derecha y hace que lo sujete
fuertemente con la izquierda.
Entonces, levanta sus manos unidas y
le ayuda a apretar las púas afiladas
contra la piel de las piernas, lo justo
para dejar cinco marcas rojas en el
muslo derecho. Él mira el peine y se
queda paralizado. Ella eleva las manos
de nuevo y canta con suavidad. De
nuevo, hace que el niño se clave las
púas en el muslo, con más fuerza en esa
ocasión.
Él no emite ni un solo gemido, ni un
susurro, sino que mira con fascinación
las gotas rojas que salen de las
punciones de su pierna. Entonces,
comienza a elevar las manos solo, tanto
que las pasa por encima de su cabeza,
mientras ella le acaricia la nuca con
ternura.
—Eres muy bueno, Jonas, muy
bueno.
Ahora, Jonas se ha obsesionado y
empuja la cabeza hacia atrás para
apartar la mano de Marianne. Ella se
retira a una esquina de la habitación y
observa. Es como si supiera lo que va a
hacer. Mira su reloj.
—Veintidós minutos —susurra.
Él baja las piernas por un lado de la
cama, sin soltar el peine. Empieza a
pincharse los muslos metódicamente,
primero el derecho, después el
izquierdo, el derecho, el izquierdo.
Gime lentamente, con la mirada perdida.
Pronto
comienzan
a
sangrarle
copiosamente ambas piernas. Sus
pinchazos son más rápidos y más
profundos. No se detiene, y mira a
Marianne. Parece que le está
preguntando «¿ahora dónde, ahora
dónde?».
—¿Nonomah, Jonas, nonomah? —
susurra Marianne—. ¿Estás listo? Si ya
has terminado, cariño, voy a darte tu
nonomah y dejaré que pares.
Da unos cuantos pasos hacia atrás,
se abraza a sí misma y comienza a
balancearse.
—Nonomah, nonomah, nonomah —
dice, como si cantara un salmo.
Entonces se sienta en la butaca que
hay en el centro de la habitación,
después de cubrirla con una sábana.
—Mírame, cariño, y te enseñaré a
hacerlo, te diré cómo puedes arreglarlo
todo.
Entonces, estira las piernas y se
señala con el dedo índice la vena de su
ingle. Con calma, deliberadamente, alza
ambas manos juntas y se las sujeta por
encima de la cabeza. Después, con
brutalidad, las abate sobre la zona de la
arteria femoral.
Sonríe y vuelve a acomodarse en la
butaca.
—Yo no diré nada, y no habrá más
dolor, cariño mío.
Entonces cierra los ojos y sonríe
como para mostrarle la gloria y la
tranquilidad que habrá después. Él solo
tiene ojos para ella. Después de un
momento, Marianne se pone de pie y va
hacia él. Toma uno de sus calcetines
blancos del suelo y se lo mete en la
boca. Él no reacciona, como si no fuera
la primera vez.
Ella vuelve a mirar el reloj.
—Catorce minutos.
Jonas la sigue con la mirada
mientras ella vuelve a sentarse. Tiene el
peine entre las manos, y parece que no
ve los agujeros que tiene en las piernas,
ni la sangre que se desliza hasta el
suelo. Agarra el peine con fuerza, lo
alza por encima de su cabeza.
Le lanza una última mirada a su
madre, una mirada llena de hematomas,
confianza, traición, tortura y maldición.
Eleva la cabeza y, con todas sus fuerzas,
se clava el peine en las ingles. Incluso
con el calcetín en la boca, su grito es
espantoso. Arquea el cuello hacia atrás,
y su garganta queda paralela al techo.
Permanece inmóvil, rígido, en esa
posición, hasta que un instante después,
se desploma sobre la cama.
Surge un violento chorro de sangre
de su ingle, y parece que ella se siente a
un tiempo horrorizada y gratificada al
ver su altura y su anchura. En un segundo
se abalanza sobre él y le pone la
almohada sobre el rostro. Él forcejea
durante un instante, pero parece que la
visión de la sangre le ha proporcionado
a Marianne una fuerza inhumana.
Clava los ojos azules en la cámara.
Es la mirada de una mujer justa.
Se concentra de nuevo en él y lo
somete, como si tuviera la fuerza de un
hombre. Cuando Jonas queda por fin
inmóvil, ella alza la almohada y la deja
sobre la cama. Le saca el calcetín de la
boca y le quita el peine de las manos, y
lo pone en la mano de la silueta inmóvil
que está junto a la cama.
Hay sangre por todas partes; en la
cama, en el suelo, en el techo. En las
mejillas y en la ropa de Marianne. Tiene
el vestido salpicado de rojo. Se pone en
pie sobre la sábana y se quita los
guantes de látex, el vestido y los zuecos.
Se limpia la sangre de los brazos y de la
cara con unas toallitas húmedas.
Después saca un vestido de la bolsa de
plástico y se lo pone por la cabeza. Se
calza unas sandalias doradas. Mete
todas las prendas manchadas en la bolsa
de plástico y mira el reloj.
—Seis minutos —dice.
Se cuelga la bolsa del hombro y
mira por última vez a Jonas.
El niño está tendido entre sábanas de
color rubí.
Sus ojos sin vida miran al cielo.
Cuarenta y dos
Las luces se encienden. Danielle
mira a Hempstead. Ambas están
llorando. Sevillas y Doaks van al
encuentro de Danielle mientras Max y
Georgia entran en la sala. Ella los
abraza a todos, y caminan juntos hasta el
banco de la defensa.
Hempstead carraspea y se recupera
lo suficiente como para hacerle una seña
a la taquígrafa para que escriba en el
acta.
—¿Señor Langley?
El fiscal está muy pálido.
—¿Sí, señoría?
—¿Tiene algo que decir?
—¿Cómo, señoría?
Ella da unos golpecitos de
impaciencia con el bolígrafo sobre la
mesa.
—En pie. Tiene que terminar esta
vista.
Él obedece rápidamente.
—Yo… Eh… El Estado retira todos
los cargos contra Max y Danielle
Parkman.
Hempstead asiente.
—Señora Parkman, por favor,
póngase en pie.
Danielle obedece.
—Señora Parkman, el tribunal
rechaza las acusaciones que pesaban
contra usted y contra su hijo. Sin
embargo, antes de que se vayan, me
gustaría pedirles disculpas de parte de
este tribunal y del estado de Iowa. Han
sufrido una horrible experiencia, que
ojalá nunca hubieran tenido que
soportar. Por desgracia, cuando uno se
enfrenta con la maldad y la tragedia que
hemos visto hoy, nada parece lo que es
en realidad —dice, y sonríe ligeramente
a Sevillas—. Por supuesto, también se
absuelve al señor Sevillas de desacato.
—Gracias, señoría —dice él.
El alguacil se pone las manos en las
caderas y anuncia:
—¡Todos en pie!
Doaks señala la puerta con un gesto
de la cabeza.
—Salgamos de aquí.
Tony pasa el brazo por los hombros
de Danielle y la protege de los flashes
de los periodistas mientras recorren el
pasillo hacia la salida. Ella esconde la
cara en su cuello, porque la emoción y
el agotamiento le han pasado factura de
repente.
Entre sollozos, se da cuenta de que
Max está bien. Aunque nunca lo había
creído, se da cuenta del terror que le
causaba el diagnóstico de Maitland.
Georgia la abraza con los ojos llenos de
lágrimas. Danielle la suelta y se aferra a
Max, que sonríe.
—Eh, mamá, que no me voy a ir a
ninguna parte.
Ella sonríe entre las lágrimas.
—No voy a perderte de vista nunca
más.
Tony la abraza y dice, con la voz
ronca:
—Gracias a Dios que ha terminado
todo.
—Pero Marianne se ha escapado.
—La encontrarán.
Ella niega con la cabeza.
—No creo.
Doaks le tira del brazo.
—Eh, nena, ¿es que no has tenido
bastante? Vamos a tomar algo.
Ella sonríe. Codo con codo, los
cinco recorren el pasillo.
Epílogo
Danielle está sentada en el porche.
Se protege los ojos del sol de la tarde
con la mano. Después saluda a Max, que
acaba de volver de dar un largo paseo
en bicicleta por las colinas que rodean
su nuevo hogar, al norte de Santa Fe. El
viento le ha puesto muy buen color en
las mejillas. El sol hace brillar su pelo.
El niño se detiene y le devuelve el
saludo con una enorme sonrisa.
Danielle dejó su trabajo en Nueva
York un año antes, y abrió un bufete en
aquella pequeña ciudad. Se ocupa de
asuntos
menores,
herencias
y
testamentos. Tony pasa todo el tiempo
que puede con ellos, yendo y viniendo
de Iowa. Max ha superado su estancia en
Maitland, aunque pasaron meses hasta
que se recuperó de los efectos de la
medicación experimental que le había
administrado Fastow y del trauma de la
experiencia entera. Después de la vista,
Danielle supo por Reyes–Moreno que
habían detenido a Fastow en un pueblo
costero de México, y que Maitland iba a
querellarse contra él.
Mira a Max, y lo ve tan fuerte y tan
feliz que no puede creerse la suerte que
tiene. Cuando su organismo eliminó
todos los venenos, Maitland confirmó
que no era psicótico ni violento. Reyes–
Moreno le diagnosticó bipolaridad, lo
que explica sus drásticos cambios de
estado de ánimo, y se lo devolvió.
Danielle lo mira de nuevo, y después
consulta su reloj. Ya es casi la hora de
que vaya al aeropuerto a buscar a Tony.
Él acaba de convertirse en socio de un
bufete de Santa Fe. Mira la alianza
antigua que lleva en el dedo anular de la
mano izquierda; los brillantes emiten
destellos bajo el sol. Muy pronto, él ya
no tendrá que volver a separarse de ella.
Danielle toma su copa de vino y
recorre el corto camino que hay hasta su
buzón. Dentro hay un sobre que le ha
sido reenviado desde su antigua
dirección de Nueva York. Lo abre.
Encuentra una postal, pero el matasellos
está emborronado y resulta ilegible.
Danielle observa la fotografía. Es una
escena africana de antílopes y pájaros
de colores que vuelan sobre una meseta.
Le da la vuelta para leerla y encuentra
una caligrafía recargada, llena de
florituras, que invade todo el espacio
disponible.
Dios obra de maneras misteriosas.
He
adoptado
unas
gemelas
adorables.
¡Para mí sola!
Con cariño, M.
Agradecimientos
Me gustaría darles las gracias a toda
mi familia y a mis amigos, que me han
apoyado y me han animado. Han leído
mi manuscrito hasta la saciedad, y me
siguen queriendo. A mi agente, Al
Zuckerman, un hombre brillante, por
arriesgarse con una nueva escritora y
por su insistencia en hacer las cosas lo
mejor posible. A Donna Hayes y a Linda
McFall, por amar este libro y conseguir
que esto sucediera. A Glenn Cambor,
que primero me dijo que escribiera, y
después me ayudó a mantener la cabeza
clara mientras lo hacía. Para Beverly
Swerling, mi lectora, sin la cual esta
novela todavía estaría en una caja,
debajo de mi escritorio.
Mi más sincero agradecimiento a
Jim y Jeanine Barr, que aportaron sus
conocimientos sobre el procedimiento
judicial y sobre la ley penal, a Wayman
Allen, por su sentido común de policía e
investigador privado, a Cynthia England
y Dawn Weightman, por su dedicación y
su amor, a Lane, Tom y Kelly, que me
hicieron reír todos los días.
A Jim Sentner, mi otro padre, que me
ha apoyado en todas mis alocadas
empresas con amor y paciencia. Quiero
dar las gracias de manera muy especial
a mis tres hijos, Brendan, Sam y Jack,
que me han inspirado y me han
concedido el privilegio de ser su madre.
Y a Bill, mi editor, mi amor, mi vida.
ANTOINETTE VAN HEUGTEN, dejó
su trabajo como abogada para dedicarse
a escribir. Salvar a Max es el viaje
desgarrador de una madre que tiene que
demostrar la inocencia de su hijo.
Antoinette vive con su marido en Texas.
Esta es su primera novela.
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