mi alegre valentina.

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MI ALEGRE VALENTINA.
JOSÉ ALEMANY PUIG.
MI ALEGRE VALENTINA.
Tendido en la cama, rozando apenas el umbral de la percepción visual gracias a una
sospecha de luz carmesí proveniente de los dígitos del reloj despertador, podía verse a sí
mismo, indeliberadamente, sólo por un capricho de su fantasía, flotando en la oscuridad, tal
como estaba, en la posición decúbito supino que utiliza para reflexionar, no para dormir,
como un leve indicio de presencia fantasmal, una vaga aparición que pretende emerger de la
tiniebla adoptando formas identificables, presunción de hechuras rusientes y encobradas,
reconociendo a duras penas un atisbo de sus facciones en medio del tenue halo rojizo. Para
dormir solía ponerse boca abajo, pero en esa ocasión era inútil e improcedente, ambas cosas.
Esa noche, el insomnio se presentaba bajo efectos distintos a los habituales. No rebullía,
enredado entre las sábanas, cual cola de lagartija recién cercenada, sintiendo en cada nueva
postura, apenas adoptada, la propia desazón de la antigua y sabiendo que va a ocurrir lo
mismo con la siguiente ad nauseam, sino que permanecía tendido en la colocación indicada,
contemplando mentalmente su presencia inmóvil, asombrosamente envarada como si fuera un
desportillado galeón reposando medio enterrado en el fondo caliginoso del océano,
distinguiendo con esfuerzo sus ojos muy abiertos, considerando el vacío cuajado de tiniebla
con la fijeza del idiota. Camisa de once varas. Camisa de once varas y pico que no te llega al
cuerpo. Y un montón de dudas. Y una tonelada de remordimientos. Ven, nos daremos un
garbeo por tu existencia, contaremos los cachivaches por los que aún siente afección tu alma,
considera que el dolor es lo contrario de la muerte y reflexiona, pero no pienses. Casa con
dos puertas y una sola llama como la única luz de tus ojos. Castillo encantado poblado de
espectros y de quimeras y de espejismos, jardín umbrío donde sólo acecha el infortunio,
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campo desolado serás y cubierto de ceniza y de escarcha y de niebla, si Dios no lo remedia.
Ven y nos daremos un garbeo por el parque para distraernos un poco, contaremos a los búhos
el viejo cuento de nunca acabar por decir algo, el de la infinita resurrección de lo improbable,
por ejemplo. Pero ya ni las jaculatorias aportan alivio a tu lacerada aunque todavía viva carne,
ni los ensalmos logran desceñir la contradicción, tan bien trabada, que la tironea como si fuera
una raíz implantada en tus entrañas. Por los periódicos tirados en el asfalto, agitados por
violentas rachas de viento, te enteras de que las autoridades civiles y militares de tu
conciencia han declarado el estado de sitio; pero tú no puedes hacer nada, por el momento,
sino pasear por estas calles oscuras y procurar alcanzar el día, limitando en lo posible los
estragos de una noche nefasta, cargada de efluvios ponzoñosos.
La primera vez que la viste, durante el cóctel, de eso hace ya dos años, mientras el alcalde
pronunciaba su discurso, una caprichosa araña urdió una redecilla de hilos finísimos entre los
dos, que no llegaban a romperse pues nunca os alejabais lo suficiente el uno del otro y si
alguno se rompía, la araña lo tejía de nuevo con presteza. Y a pesar de la sutileza de los hilitos
de esa tela, una sensación indefinible te venía desde ese ser que se hallaba, palpitante, a tu
lado. Siempre a tu lado. El aplazamiento del proyecto de circunvalación obedece
evidentemente a razones políticas, ¿quién podría afirmar lo contrario, sin prevaricar con
sofismas? Ven, acerquémonos a las tapas. Está usted pero que muy equivocado, señor mío,
obedece al curso natural de los acontecimientos, no se ganó Zamora en una hora; hay que
insertar ese proyecto en el comarcal de la diputación, hay que ponerse de acuerdo sobre el
trazado definitivo de la carretera con la que debe enlazar. No sé si vamos a conseguir
atravesar toda esa barrera tan humana. Sí, claro, argucias de mal pagante, pamplinas, a otro
perro con ese hueso, lo que pasa es que su partido quiere recoger todos los beneficios frente a
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la opinión pública de esta ciudadanía…. Vaya, señor edil, continúa siendo usted tan intratable
como solía. Sígueme, vamos a forzar un poco la situación, aunque sea poco cortés, pero lo
cortés no quita lo valiente. Estos canapés están realmente suculentos, en estas cosas sí que no
escatiman los miembros de nuestro ilustrísimo consistorio, así como en remodelación y
embellecimiento de la red vial. Sí deben estar suculentos, puesto que no les dejan a los demás
la posibilidad de alcanzarlos…. Y que lo diga usted, la circulación está imposible dentro del
casco urbano. Eso si no le han cortado la calle y tiene todavía acceso al garaje de su casa….
Espera, te pillo uno, ¿Valentina, no? Esa era tu gracia, si no recuerdo mal…. Caótico, una
verdadera vergüenza ….. ¿Quieres que tomemos un vino? Bueno, vale. Pero ¿acaso no han
oído ustedes que quien quiera peces ha de mojarse el culo? En este pueblo no se aguanta una
avispa en un ojo… Te la acababan de presentar, pero enseguida fuiste tú su introductor en el
ámbito postizo de los funcionarios locales, la guiaste a través del decorado teatral de la sala y
le presentaste algunos muñecos de cartón piedra, sabihondos y discutidores sin excepción,
todos conociendo al dedillo dónde les aprieta el zapato y con un nutrido repertorio de
convicciones inquebrantables. Después se fue, para volver todos los días, claro. Casi todos los
días. Oficialmente para trabajar como auxiliar en un negociado, si bien ello era sólo una
tapadera. Su verdadero cometido sería otro, uno que sólo ciertos seres especiales pueden
llevar a cabo, iluminar con su sonrisa el edificio entero y la totalidad de sus dependencias, la
casa consistorial y sus anexos más distantes, la rutina diaria y el quehacer surgido en el último
instante, así como las entradas y salidas y todas las pausas y todos los encuentros fortuitos o
arreglados. Valentina, nunca te he hablado de tu sonrisa. Todos los días, mi vida. Tu sonrisa
dibuja el primer signo del alfabeto de la simpatía; tu sonrisa es la luna cuando quiere segar las
plantaciones de estrellas, cuando comienza a levantar las fuerzas dormidas de la tierra, cuando
se hace cuenco de plata donde se recoge el agua resplandeciente de la alborada; tu sonrisa,
amor, está amasada con espuma de mar y sortilegios de magia blanca, es una ola cuando
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alcanza la playa, es una vela henchida bajo el sol de los mares que ciegan; tu sonrisa es mi sed
de náufrago en esta isla candente. Es algo muy serio, tu sonrisa. Algún día te hablaré de ella.
Vale. Como quieras. Es lo que más echaré de menos, tu sonrisa.
No habría podido afirmarse que su actividad cerebral estuviera elaborando pensamiento
propiamente dicho, más bien era como si la conciencia se hallara empantanada en el estupor
de la incomprensión absoluta, dejándole ver retales pero no la hechura, relampagueos de
imágenes, palabras e impresiones inconexas, atropelladas, contradictorias. Únicamente
aguardaba a que el momento llegara, pero sin haber concluido la forma de su inducción, lo
cual acordaba, tensándolo, una inquietante levedad a su cuerpo, conformado ya por una
materia distinta, porosa y acartonada, inerte, que percibía desde fuera como una partícula en
suspensión, una mota de polvo levitando a la deriva. No podía ver la hora tal como estaba, si
bien le hubiera bastado con dar orden a los músculos implicados en la rotación de la cara para
conocer el minuto exacto en que su ansiedad había quedado encallada, aunque sabía
vagamente que era algo pronto para actuar. Adela dormía profundamente a su lado. Si ella
decidiera realizar un pequeño esfuerzo de concentración, si se propusiera una somera tabla de
ejercicios de lucidez, la unión de ambos podría llegar a ser soportable. Mas no vale la pena
fatigarse con esa ilusión, ella es incapaz de la menor disciplina, con la más absoluta incuria
intelectual se deja llevar hasta un embrutecimiento psicológico rayano en la deficiencia
mental y a eso no tenía ningún derecho.
¿Vas a llevarme al matadero? Aquí esfuerzo heroico, sobrehumano, para articular el
adverbio de negación apropiado. ¿Me oyes? Sí. ¿Me has oído? Te estoy hablando…Por
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supuesto que te oigo, me encuentro justo ante ti y no tengo ningún problema auditivo, luego te
oigo. Es que no me escuchas cuando te hablo. Dime. El mundo está podrido….un animal es
mil veces mejor que un hombre…tan sólo existe autenticidad en los animales, mira los ojos
del gato, ¿habrá algo más bonito? Observa el color de la fresa, ¿quién habrá hecho tanta
belleza? Te estoy hablando y es como si hablara a la pared. ¿Quién habrá hecho los ojos del
gato? ¿Sabrás tú acaso quién los ha hecho? ¿Y la fresa?¿Quién habrá podido imaginar algo
tan bonito como el color de la fresa? Únicamente los animales son auténticos, no como el
hombre, que está podrido. ¿Me voy a morir? ¿Van a llevarme al matadero? ¿Me estás
escuchando? Para Adela, ¡por Dios! Te lo ruego. Si tú quisieras….pero no quieres. Está visto
que no quieres. No es que no puedas, sino que no te da la real gana. Te dejas llevar porque es
lo más fácil, por no dignarte realizar el sostenido esfuerzo que requiere vivir en compañía.
La oscuridad completa, tras los postigos cerrados a cal y canto, no se hallaba esa noche
poblada de quimeras como solía acontecer, ni de figuraciones dolorosas, ni de premoniciones
aciagas, sino de una oquedad negra tapetada. Y dentro de poco todo habrá terminado. Se
acabará esta tensión, esta angustia que sobreviene sin motivo, las más de las veces. En efecto,
todo iba a volver al estado anterior, previo a este largo patinazo de su existencia, a esa paz
profunda, verdadera, que había adquirido con la madurez, o sea, con la renuncia. La decisión
estaba tomada, tan sólo había que esperar un poco más, un ratito. Sería la última noche de
insomnio. En fin, aproximadamente. Quizá tuviera que afrontar un par de ellas aún, atenazado
por la inquietud, los remordimientos tal vez. Pero pronto comenzaría a hacer efecto el
sedativo infalible de los hechos consumados. La literatura mostraría seguidamente su radical
eficacia culminando el trabajo, como de costumbre, al igual que otras veces, tan lejanas ya.
Cuán preciado es el consuelo de la filosofía, cuando uno ha dejado de vivir o se ha cansado de
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ello. Vivir, una pérdida de tiempo. Es mejor existir. Él volvería al ejercicio físico suave, a esa
dulce melopea de la decadencia secreta, aceptada con inconfesable alivio.
Un espléndido sol abrileño había engendrado en Julia la veleidad de recibir a sus invitados
en el fondo de su jardín. Allá nos fuimos todos para sentarnos alrededor de una mesa repleta
de aperitivos, bebidas, vasos, platos, palillos, en fin, toda la parafernalia. Vicente estaba
vestido de mafioso, lo que quería decir que ibais a beber bastante. Pero ojo…., él aguanta la
bebida como un mascarón de proa que podría beberse todo el mar salado y tú, a las tres de
cambio, pareces ya un pollito mojado y luego debes tomar el volante, con el pasavolante. Así
que ojo al parche. Ojito al Cristo, que es de plata, y tú ya eres conocido por los servicios de
policía, a causa de un asunto fuera de propósito, aquí…. Agustín, con la mano izquierda
medio metida en el bolsillo posterior del vaquero, la palma hacia fuera, adoptaba la postura,
tan bien aprendida, de antihéroe, de rigor en todas las películas recientes que tanto frecuenta y
que tan bien le van a su calvicie y a su estrechez de hombros, para hacerle los ojos lánguidos a
Natalia. Pero Natalia, que tiene un tipazo de la hostia, se reía y guardaba las distancias.
Natalia había venido con su moto, una Yamaha de 750 centímetros cúbicos, había dejado su
cazadora de cuero en la habitación de Julia y con sus dos ojos maliciosos, achinados, estaba
probablemente viendo a Agustín agarrado a su melena, volando como una cinta de cometa y
perdiendo sus últimos cabellos en el lance improbable de correr con ella montado en la
máquina. Agustín no se daba cuenta, o no hacía caso, y seguía actuando como el antihéroe de
su película. Vicente, aunque es muy moderno, acercó sus labios florentinos hasta tu oído. ¿Es
gilipollas de verdad el tío éste, o se lo hace? No contestaste, porque en aquel entonces te
importaba un pimiento que lo fuera o no. Y ahora te repatea el hígado que, sin haber zanjado
del todo la cuestión, tengas que verte obsesionado por la presencia de ese individuo, por
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mucho que sepas que esa obsesión tuya lo valoriza mucho más de lo que se merece. No te
gusta que te impongan las cosas y algo tendrás que hacer. Julia tomó enteramente a su cargo
la tarea de atender a los invitados. Amparo, con el humo del cigarrillo entre los ojos, le daba
conversación. Bueno, Fátima, la hija de Julia, secundaba a su madre acatando religiosamente
sus órdenes. Vicente y tú comenzasteis a hacerle los honores a un excelente tequila con hielo
y limón. Marina y Valentina llegaron algo tarde, pero con la voz de Valentina era como si le
hubieran puesto música al jardín y comenzara en ese mismo instante la verbena. Sentías que
el tequila daba una flexibilidad inusitada a los músculos de tu lengua. Las chicas lo notaron
enseguida y quisieron que la desataras, para ver cuántos pliegues tenía, tu lengua. Tu lengua
luenga, aunque luego andes en lenguas, tu mala lengua cuando te buscan la lengua, aunque
sea con la lengua de oil, que no es tu lengua materna y “vos no sabéis, señoritas, cómo trema
Venecia con la música y arden las islas y las cúpulas…” No obstante, la inocente Marina,
hablando español en atención a Vicente y Amparo, te dejó cortado durante un momento, sólo
un momento. Parecía extrañada de que cultivaras tu huerto. ¿Tú plantas? Te volteaste hacia
Vicente y, en efecto, encontraste esa misma pregunta, ribeteada de ironía, en sus ojos de
mafioso siciliano, elegidos expresamente para el día. Acto seguido miraste a Amparo, que
desplegaba una sonrisa de oreja a oreja, aunque muda. ¡Ah, sí, planto! Te limitaste a
responder, con la llana modestia que requiere el caso.
La cima del tejado imprimía una pirámide de hierro sobre el césped, que iba avanzando
hacia los alegres invitados, descuidados, como una leona que ventea la caza, hasta acabar
dándoles una dentellada fría en los pies y entonces se pusieron a desembarazar la mesa a toda
prisa. Julia tuvo que encender la chimenea para que pudierais entrar rápidamente en calor.
Valentina se sentó a tu lado ante la mesa. Era reconfortante la presencia de Valentina justo a
tu lado izquierdo. Asistir con Adela a una cena era como jugar a la ruleta rusa, pero con
Valentina justo a tu lado, sintiendo casi la tibieza de su cuerpo al rebullir, su voz traviesa
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contrapunteando la tuya, llegaba a ser un ejercicio excitante. Notabas una suerte de
compensación en tu fuero interno, eras lo que no habías sido nunca, sin perder nada de tu
substancia íntima. Valentina empezaba ya a hacerle mucho bien a tu fuero interno. Decretó la
paz en el interior de tus fronteras, antes de desatar la más cruenta guerra civil que has
conocido en los adentros de tu carne. Mas aquellos días fueron días alciónicos. Julia te ofreció
a ti, como hombre de confianza, el privilegio masculino de descorchar la botella de vino.
Serviste a cada invitado una copa entera, ras con ras. Valentina consumió únicamente la mitad
de su contenido y te ofreció el resto en su mismo continente. Aplicaste a él los labios y tu
sangre absorbió enseguida la influencia de la poderosísima filocaptio que obraba en su saliva.
De repente te encontraste a ti mismo ebrio de vino y de deseo, exultante de verbo y de
invención. Ya te disponías a hincarle la cucharilla a la crema catalana, cuando Julia te la quitó
de delante con un movimiento rápido, vista y no vista. Voy a dorarla un poco más. Y con las
mismas se fue hacia la cocina seguida por la fiel Fátima. Sin decir palabra, levantaste los
brazos al cielo y los fuiste bajando en actitud de adoración. La hilaridad fue en aumento a
medida que cada comensal iba comprendiendo el sentido de la momería. Valentina estaba
muerta de risa justo a tu lado izquierdo, en cada ojo suyo brillaba una estrella sólo para ti.
En la oscuridad de la habitación flotaba la imagen rígida de un cadáver, cuyo rostro
hierático se percibía cada vez con mayor nitidez, iluminado por el halo rojizo de los dígitos
del reloj despertador. Sus labios estaban sujetos a esa tensión característica que precede la
toma de la palabra, el sonido de su voz parecía inminente. Su boca era como la trompeta del
ángel del Apocalipsis. Tras él, las vigas del armazón que sujeta la casa parecían inyectadas de
sangre caliente y en las paredes blancas comenzaba a afirmarse una alborada falsa, pues los
postigos daban la impresión de ir cediendo poco a poco ante el empuje de la esplendente
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mirada lunar. Desvió la vista hasta el rincón más oscuro, último reducto de tinieblas, para
tratar de evitar aquella alucinación infausta; mas pronto volvió a ella, pues le pareció en
mayor grado insoportable el vacío. Seres hipocondríacos somos, nos duele el mero paso de las
ideas a través de los tubos de la conciencia. El diálogo con tal aparición debe ser por fuerza
desigual, abocado a la incomprensión mutua, sus palabras participarán de la levedad de la
piedra pómez, sus razonamientos de la consistencia del cartón piedra, aunque tal vez sólo ella
alcance a transmitir la verdad escueta, sin la escoria de la emoción. Otra cosa es que
semejante evidencia nos sea de alguna utilidad cuando estamos vivos, cuando todavía
sentimos el pálpito de unas entrañas calientes. Sin embargo, el cadáver flotante permanecía en
su lugar, acaso lo hubiera estado siempre, persistiendo en su intención de entablar una
conversación absurda, necesariamente abocada a la incongruencia, por mucho que ese cadáver
sea el propio, el íntimo cadáver muerto de nuestra particular e intransferible muerte,
acechando cada uno de nuestros gestos para echárnoslos en cara a su debido momento.
Cuando instalaste Internet y efectuaste la primera búsqueda de datos, te encontraste con un
billón de respuestas, todas ellas tangenciales, pasaste horas abriendo y cerrando páginas
inútiles, al cabo de las cuales te dijiste bien, no está mal. Donde haya un buen libro, sacado de
una bibliografía de solera, que se quite todo Internet. La mensajería, por su parte, te traía el
trabajo a casa y, eso sí, te repateaba el hígado. Pero llegó Valentina al Ayuntamiento y cada
mensaje suyo era un guiño. Tomaste enseguida la costumbre de consultar tu correo
cotidianamente. Al principio todos sus envíos eran colectivos. Tú le respondías sólo a ella.
Luego, poco a poco, os fuisteis enzarzando en una correspondencia personal, cada vez más
reveladora de interioridades. Esos mensajes los disfrutaste como un verdadero enano. Los
tuyos eran como hincar el diente a una materia deliciosísima, pasta de almendras o fruta
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tropical; los suyos, la subsecuente explosión de sabor sobre tus ávidas papilas gustativas.
¿Hace mucho tiempo que no haces deporte? Yo diría que desde que terminé la mili. Durante
el transcurso de la cual hice tanto que, tras licenciarme, no corría ni siquiera para coger el
autobús. Prefería perderlo…. ¿Y ahora, sigues perdiendo el autobús? Sin pensarlo dos veces,
le enviaste una foto tuya, vestido de militar, que databa de más de veinte años atrás. Entonces
era tiempo de coger autobuses. ¿Nos vamos a correr juntos? Nos vamos a correr donde y
cuando quieras, encanto de colega. Hay un lugar que se llama la línea verde. La seguiremos
hasta el final. Tiene cuarenta kilómetros. No importa, los haremos todos ellos. ¿Te burlas?
Apenas.
Toma, instala esto en tu ordenador. Nunca te las habías visto tan gordas. Te costó Dios y
ayuda encontrar el camino, pues tu lógica no estaba adaptada a semejante proceso. Tuviste
además que cargar otros programas, sin los cuales el que te envió no podía funcionar. Se
exasperó. Tienes una hora para instalarlo, el tiempo que voy a emplear en ir y volver del
supermercado. A su regreso, la estabas esperando con la ventana del Messenger abierta,
afortunadamente. In omnia paratus.
Jorge dice:
Pero era sólo una broma inocente. ¿Podrás perdonarme?
Valentina dice:
No sé…
Jorge dice:
Venga, dime ¿qué quieres que haga para que me perdones?¿quieres una caja de mangos?
Valentina dice:
No….. no sé todavía, déjame reflexionar….
Jorge dice:
Reflexiona, hija. Pero no te lo pienses.
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Valentina dice:
Para que te perdone tendrías que… dejarme ganar la carrera por la línea verde.
Jorge dice:
Sabes que es mucho lo que me pides…. ¿No se te ocurre algo más?
Valentina dice:
¿Qué te parecería a ti lo peor?
Jorge dice:
Yo sólo puedo imaginar lo mejor. Pero no te voy a ayudar encima a encontrar lo peor….
Valentina dice:
Para que te perdone tendrás que llevarme al mejor restaurante de Etretat.
Jorge dice:
Pide otra cosa porque esto ya estaba previsto.
Valentina dice:
¡Jorge!¡Era una broma!
Jorge dice:
Para una vez que salgo con una chica de bandera…. Comeremos por todo lo alto y beberemos
por todo lo alto…
Valentina dice:
¡Cuidado!¡No quiero que bebas si conduces!
Jorge dice:
Por todo lo alto quería decir por todo lo alto de los acantilados de Etretat, un bocadillo y una
lata de cerveza….
Valentina dice:
¡Muerta de risa! MDR.
Jorge dice:
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No te rías, que tendrás que ponerte elegante para ir al mejor restaurante de Etretat.
Valentina dice:
No.
Jorge dice:
Sí. Pero todavía no me has dicho qué quieres que haga para que puedas perdonarme.
Valentina dice:
¡Qué risa! La verdad es que no sé…
Jorge dice:
¿Y la imaginación, Valentina?
Valentina dice:
Bueno, improvisaré.
Jorge dice:
Vale. Así lo espero.
Valentina dice:
¿Ahora?
Jorge dice:
O cuando tú quieras.
Valentina dice:
Por el momento mándame un beso. Veremos luego…
Guiño enviado por Jorge:
Valentina dice:
Gracias.
Jorge dice:
¿Lo has recibido bien?
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Valentina dice:
Perfectamente.
Jorge dice:
¿Y dónde lo has recibido, si se puede saber?
Valentina dice:
¡En el ojo!
Jorge dice:
Vaya. No, pues hay que corregir inmediatamente el tiro. ¿Pruebo otra vez?
Valentina dice:
A ver…
Guiño enviado por Jorge:
Valentina dice:
Mejor, mucho mejor.
Jorge dice:
¿Dónde?
Valentina dice:
En el blanco.
Jorge dice:
¿De tus ojos?
Valentina dice:
Muy gracioso….
Jorge dice:
¿De tu sonrisa?
Valentina dice:
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Sí.
Jorge dice:
Entonces está perfecto esta vez.
(Conversación del 16 de junio.)
Venga, vamos allá, tampoco es necesario esperar tanto. Levantó suavemente las cobijas y se
deslizó fuera de la cama, la cual bordeó, luego tocó el rebajo de una jamba, el acumulador de
calor, levantó un pestillo y cerró cuidadosamente la puerta tras de sí. Al darse la vuelta, se
encontró con los objetos familiares desvelados, iluminados por la claridad implacable de la
luna. Encendió el ordenador y se conectó a Internet. El teclado tenía una resonancia agorera,
como de formalidad de entierro. Fue abriendo ventanas como un autómata, como una
máquina articulada dotada de un programa donde se han inscrito una serie de órdenes que no
se pueden contravenir, por muchas ganas que se tenga de hacerlo, hasta que llegó a la página
fatídica en la que él mismo iba a trazarse un destino adverso. Apenas dudó un instante, pues la
decisión estaba tomada, por él en otro momento cualquiera de su pasado, cercano o lejano,
por otro dentro de él, por otro fuera de él, por las circunstancias que lo abarcan y lo oprimen
todo, como una ley de la gravedad que actúa en el ámbito de lo espiritual tanto como en el de
lo material, por otro superior a él, por su propia cobardía, por su propio instinto de
supervivencia, porque tal vez debía ser así y no había vuelta de hoja, por su mala suerte, por
su mala cabeza, por su mala sombra, por necesidad, por exceso de amor, por lo que sea…. El
corazón, sin embargo, batía con fuerza, el murmullo que producía ocultaba casi el del teclado.
No obstante, escribió de corrido, con los diez dedos, sin que el menor temblor traicionara la
perfecta ejecución técnica del acto, para algo había culminado con aprovechamiento, en su
mocedad, un año entero de mecanografía. Cuando hubo concluido, su mano derecha asió el
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ratón, puso el cursor sobre la palabra “enviar” que aparecía en lo alto de la pantalla, hacia la
parte izquierda de la página. Levantó el índice unos centímetros y cuando ya lo iba a dejar
caer como Abraham el cuchillo sobre la nuca de su hijo, su único, no pudo, vino el ángel de
Dios y con una fuerza invencible le impidió bajarlo. Tómate un tiempo para reflexionar, le
dijo, en la montaña de Jehová, Dios proveerá. Desplazó el cursor hasta la aplicación que
rezaba “guardar como borrador”, bajó esta vez el índice sobre el botón izquierdo y luego se
dejó caer, exhausto, sobre una butaca, contemplando a través de la ventana la claridad pálida
que cubría el cielo, donde lucían unas pocas estrellas engastadas.
Aquel 21 de junio le ofreciste unas rosas tan rojas que parecían teñidas con zumo de cereza
madura, un bouquet granado, casi negro, que se bebía la mirada. Nunca habías visto nada
parecido. Estabas maravillado de haber encontrado la rosa perfecta para la palabra precisa,
incluso esperaste con ansiedad, lo recordabas muy bien, a que saliera la dependienta por
temor a que estuvieran reservadas. El ramo era suntuoso y lo sacaste del maletero en plena
calle. Fuiste y llamaste por primera vez a aquel timbre, ante las atónitas mujeres de la
limpieza, de hecho el encuentro tuvo que producirse delante de ellas, aumentando un poco la
confusión inicial. La belleza es una fuerza y ninguno de los dos sabíais muy bien qué hacer
con toda esa espléndida potencia lumínica entre las manos. Valentina, con su habitual risa
parlera, aunque un tanto mal afirmada en esa ocasión, fue en busca de un búcaro, lo llenó de
agua, leyó la cartulina con las instrucciones que venía en el ramo, cortó los tallos y fue
componiendo aquel foco irradiante de un fulgor de sangre recién vertida, fresca, llamativa
como una banderola encarnada, tan fascinante que no parecía posible incluirla en la realidad
de ese día, sino en un sueño de los que irrumpen con el agotamiento físico. Tú habías
imaginado las cosas de otro modo. Sorprendentemente, no habías pensado siquiera en la
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posibilidad de que hubiera testigos en toda la calle, menos aún en el recibidor del edificio,
cual si la escena de la entrega fuera a producirse en una ciudad de fantasmas, donde sólo
latieran dos corazones inquietos y deseosos del oleaje magnético que los envolvía, los hacía
estremecerse con los pormenores y la premura de un acercamiento decisivo. En esa ilusión
que te había servido tu mente, ella abría la puerta y se quedaba inmóvil en el umbral, sin decir
palabra pero mirándote fijamente a los ojos mientras recibía el ramo. Tú le sostuviste la
mirada durante los instantes precisos; pasados los cuales, la tomaste del talle y la besaste
largamente en los labios. No fue así, pero tampoco estuvo mal que no lo fuera. Se trataba del
día cabal en que cae el solsticio, Valentina, y la campiña, la tierra entera, se abría gozosa al
sol fecundador. Probablemente no quieras admitir esto, pero la vida está llena de símbolos
premonitorios. Éste lo era de un sentimiento intenso, profundo como la oscuridad tibia de la
que se dispone a brotar la cosecha, el fruto sazonado del verano que se acerca, para mí a
destiempo, lo sé. Valentina, si conociera el secreto por el que Zeus hizo inmortales a los
dioses… El pasado 21 de junio, vosotros no os cruzabais, como de casualidad, en algún
negociado, ni a lo largo de un pasillo, ni estabais comiendo en la cafetería junto a los demás
colegas, sino que ese día, por milagro o por industria, os hallabais en tu coche, camino del
mar, zigzagueando al compás de la carretera, a derecha y a izquierda, arriba y abajo,
cabalgando un ritmo que os complacía en lo más íntimo, navegando ya sobre la verde mies y
el brazaje hondo de la colza, iluminado desde abajo por un sol que surgía de las
profundidades, reventado de amarillo limón en una distancia inconcebible que se rizaba hasta
el horizonte, de manera tan afortunada que hacía arrancar allí el cielo del mejor modo posible
y bajo los mejores auspicios. Así estabas tú, un poco perplejo por lo bien que rodaban las
cosas, un mucho maravillado por la facilidad con que os acercabais cada vez más el uno al
otro, por la corriente de simpatía que se instalaba alrededor de vosotros, en el reducido
habitáculo del automóvil, mareado por su voz cantarina, atiplada, traviesa, por su presencia
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inequívocamente femenina. Hasta que con las mismas llegasteis al mar de verdad, a esa masa
inestable de azul que truena al lamer las piedras de la playa con su lengua blanca. Y ese
inmenso, rotundo, rumor del océano te recordó que todo estaba escrito aquel 21 de junio.
Únicamente restaba encontrar el momento más adecuado, el lugar idóneo en algún punto de
ese ámbito radiante. Vuestra inteligencia trabajaba en ello. Con la excusa de que tus zapatos
resbalaban, subisteis ya enlazados los peldaños que conducían al borde del acantilado. En lo
alto, ensordecía el aullido incesante de las gaviotas tan afanadas en la tarea de cortejarse y
hacerse el amor frenéticamente que apenas si hacían caso de los visitantes. Bajo aquel
torbellino de luz, los cristales de sus gafas parecían de azabache. ¡Qué bien te sientan esas
gafas de sol –le dijiste por decir algo antes de hundir, sin pensarlo siquiera, todo tu ser en la
paz húmeda y lábil de su boca, que te recibió ansiosa, diligente, eficaz. Comisteis en un
restaurante cuya terraza se asomaba a la playa. Hablasteis de amor, claro, soslayando todavía
el vuestro en la medida de lo posible. Conversasteis como inclinados sobre un mapa en el que
se hallara representada una geografía desconocida, buscando cada uno por su lado el atajo que
pasara entre tu matrimonio y vuestra acusada diferencia de edad. La tarde os la pasasteis
besándoos al borde del precipicio, cediendo al impulso paroxístico que amarraba vuestros
cuerpos con brutal juego de poleas y maromas, obstinándote tú en ignorar que palo viejo tal
vez no aguante vela nueva. Pero detrás de vosotros navegaban raudos los veleros, impulsados
por un viento favorable, bajo un sol doloroso, cegador, cuando encontraba la espuma del mar
y se fundía en ella. Meses más tarde, en un mensaje dirigido a todos sus amigos que incluía
una especie de test al que fue sometida, confesaba enigmáticamente: lugar preferido, Etretat;
fecha, 21 de junio. Tú hubieras dicho lo mismo.
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Si acercas la cara al espejo y te miras al fondo de los ojos, sólo ves a un tipo a quien haces
preguntas y cuyas respuestas temes. Si te vas alejando del azogue, puedes percibir ese rostro
lívido que te sigue a todas partes, del que se te ocurren multitud de anécdotas. Esa cara
inevitable que se te aparece en todos los rincones, que ves incluso con los ojos cerrados. Una
figura que parece hecha sólo de cera y que sólo sirve para suscitar el recuerdo. Te preocupan,
sin embargo, sus reacciones, porque sabes que no las mueve ya la razón pues su voluntad
navega ahora a la deriva. Si hubiera un modo de recuperar el timón de esa voluntad antes de
que sea demasiado tarde, antes de que cometa un acto irreparable. Si tratas de meter casi el
rostro dentro del marco que sujeta el cristal, más allá de la capa de mercurio, más allá incluso
del muro, únicamente alcanzas a ver tu iris azul oscuro, tu pupila negra y la piel tropieza con
una superficie lisa y fría que pone límite a la observación, que rechaza, que te devuelve al
ámbito pronominal de la segunda persona. Pero tú sabes que, antes, tras ese iris azul, tras esa
pupila negra, habitaba un yo que no aflora ya, que no responde cuando le llamas, que tal vez
te haya dejado para siempre y se haya ido a pasear por ahí, por la oscuridad del mundo y de la
noche. Y te desesperas, porque sin tu yo no eres nadie y tus preguntas quedan siempre sin
respuesta, e ignoras cuáles son los designios de ese individuo que te considera con una mirada
glacial, que te hace retroceder para verle a él, agonista de los tiempos pretéritos pero sin
visión de futuro, navegando a la deriva con todas las puertas de su voluntad abiertas a la mala
fe de cualquiera, a las temibles corrientes de aire portadoras de efluvios malignos. Vuelves a
examinar detenidamente la precisa línea de demarcación entre el azul y el blanco, tratas en
vano de evitar la caída en el fondo oscuro de esa pupila que te aspira como una vorágine
negra y dentro de ella te anuncian la triste nueva, un oficial rebelde acaba de perpetrar un
motín, tras echar por la borda al capitán del barco.
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