Virgilio Piñera nuevamente en el candelero: 7 notas para un

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No. 1
marzo
2012
Virgilio Piñera nuevamente
en el candelero: 7 notas
para un centenario
pág. 7
Virgilio Piñera: economía
y política de la carne
pág.15
Virgilio Piñera, el transgresor
pág. 38
ARTES PLÁSTICAS
Se concursará con una frecuencia bienal (corresponde en el actual año de 2012) en las
manifestaciones de pintura, dibujo, grabado, escultura, arte digital impreso y video
arte.
Cada autor dispondrá de un espacio no menor de 50 cm. y no mayor de 3 m. cuadrados
para obras planimétricas, y de 3 m. cúbicos para las obras volumétricas. Las obras de
video arte se deben presentar en soporte digital. Las obras concursantes deben estar
acompañadas de: nombre y apellidos del autor, ficha técnica, currículum, así como los
precios en MN y CUC con rangos mínimos y máximos.
JURADOS Y PREMIACIONES
Los jurados se conformarán con figuras de reconocido prestigio de la Literatura las
Artes Plásticas. El fallo será inapelable.
El plazo de admisión de las obras vence el 30 de abril de 2012 para los géneros de
Literatura y Artes Plásticas.
En Literatura se otorgará un único premio en cada género, consistente en 2 000.00
pesos MN. El jurado podrá entregar cuantas menciones considere.
En Artes Plásticas se otorgará un premio “Salón de Plástica Regino E. Boti” consistente
en 3 000.00 MN. El jurado podrá entregar cuantas menciones considere. El envio de las
obras al concurso al igual que la devolución de las mismas será a vuelta de correo
Sobre el envío de las obras
Las obras literarias deben ser remitidas a: Centro Provincial del Libro y la Literatura.
Cuartel 715 entre Jesús del Sol y Narciso López. Guantánamo. CP 95 100, y las obras
pláticas a: Consejo Provincial de las Artes Plásticas, Máximo Gómez esquina Crombet,
Guantánamo. CP 95 100.
Sumario
LITERATURA E HISTORIA
Se concursará en los géneros de narrativa e historia, con la propuesta de libros que
tengan una extensión mínima de 60 cuartillas y un máximo de 80, y literatura para
niños (narrativa, poesía y teatro) con una extensión mínima de 30 a 50 cuartillas.
Las obras deberán imprimirse por una sola cara de la hoja.
El tipo de letra a utilizar será Arial 12 y el interlineado de 1,5.
Las obras deberán ser inéditas y no estar comprometidas para su publicación ni
encontrarse en veredicto de otro certamen.
Los trabajos se presentarán en original y dos copias en formato de 8 ½ x 11,
identificados con un seudónimo.
Se enviarán por correo certificado que incluirá, aparte de las tres copias de la obra
concursante, un sobre con el seudónimo identificador donde deben aparecer los
siguientes datos: género, título de la obra, nombre del autor (tal como aparece en su
carné de identidad), breve currículum, dirección particular y electrónica (si la posee) y
teléfono.
La editorial El Mar y la Montaña no aceptará para su publicación textos que no
cumplan con los requerimientos de formato especificados en esta convocatoria.
Virgilio Piñera
Algunos cuentos súbitos /3
Antón Arrufat
Virgilio Piñera nuevamente
en el candelero: 7 notas para un centenario /7
Norge Espinosa
La etapa argentina
de Virgilio Piñera (1946-1958) /10
Carlos Espinosa
Virgilio Piñera: economía
y política de la carne /15
Alberto Garrandés
Un hambre infernal: la cena y proyecto apara un
sueño/24
María Matienzo
Mariano /28
Nersys Felipe
¿Cuentos? de Nersys /29
Eldys Baratute
Sumario
REGINO E. BOTI
del CONCURSO
de LITERATURA
XXXIV edición
1ro al 4 de junio de 2012
BASES
Podrán participar todos los escritores y artista plásticos residentes en el país. Los
temas serán libres y se concursará en los siguientes géneros:
Presentación de Ambrosio Fornet /31
Roberto de Jesús Quiñones
Muecas para tigres y escribientes /32
Liuvan Herrera
Otras maneras de narrar:
un cortejo de narradores cubanos /34
Rubén Ricardo Infante
INTERnos/Francisco Domínguez Pérez:
el poeta humilde /36
Yaimara Diéguez y Josefa Leyva
VA POR CASA/Virgilio Piñera, el transgresor /38
Mireya Piñeiro
Director: Wilfredo Campos. Consejo Editorial: Jorge Núñez, Marité Jalice, Virginia Jalice, Margarita Canseco, Rafael González, Mireya Piñeiro, Yaimara
Diéguez, Cecilia Elías y Eldys Baratute. Editora: Carelsy Falcón. Diseño: V. Enrique Sánchez S. Impresión y Encuadernación: Marcial López. Realización: Marisol Ojeda y Sonia Quintana. Relaciones Públicas: Eldys Baratute. Impresión: Editorial El Mar y la Montaña. Calixto García # 902 entre Crombet y Emilio Giró.
Teléfono: (0121) 32 8417 e-mail: editorial@gtmo.cult.cu
Cada autor es responsable de sus opiniones
Edición financiada por el Fondo para el Desarrollo de la Educación y la Cultura
Nota
de la editora
Algunos cuentos
súbitos
Poco importa mi nombre, y mucho menos mi edad.
No he de enumerar la caída del pelo ni decir “encanezco”.
Tan solo una sencilla confesión: no tengo
ni un perro acompañante,
A
Y tengo cantidades de soledad que regalar.
sí se cita a Virgilio Piñera en uno de los ensayos
que componen en este número un homenaje a
los cien años del singular escritor; quizás en esta
misma autodefinición estén las pistas para entender tal personalidad literaria.
Piñera puede ser venerado en ciertos círculos, temido o
desdeñado en otros, pero lo que nunca provocará será indiferencia, si su obra no es suficiente para generar disquisiciones, su paso sarcástico y cínico por la vida generó anécdotas y leyendas suficientes para no pasar inadvertido. Tras las
lecturas de los múltiples acercamientos que aquí les proponemos, diversos matices saltarán, pero sólo algo será cierto:
Virgilio Piñera es uno de los imprescindibles en la literatura
cubana, es el otro necesario; como ya se ha dicho, el inadaptado, el que disiente; esa sombra necesaria para entender
las luces.
Junto a Piñera proponemos un acercamiento a Ambrosio
Fornet, a quien se le dedicó merecidamente la Feria Internacional del Libro 2012, con este breve asomo, advertimos la
necesidad de un trabajo extenso sobre este intelectual que
tanto ha aportado a la cultura cubana. Igualmente, sugerimos la lectura del fragmento de la novela inédita de Nersys
Felipe, reconocida con el Premio Nacional de Literarura 2011,
que cedió amablemente su texto a nuestra publicación.
Una vez más El Mar y la Montaña quiere ser partícipe del
funcionamiento de los procesos culturales, quiere involucrarse en esa espiral que lleva desde los márgenes al centro, y
viceversa, hechos, textos y contextos necesarios en la evolución cultural y humana.
V
Piñera no nació en La Habana. Cuando llegó a la ciudad
procedente de Camagüey, tenia
25 años. Al abandonar la casa familiar inició su largo periplo por cuartos
alquilados, casas de huéspedes, habitaciones que algunos parientes se
veían obligados a cederle —parientes
que no lo estimaban— y de las que
debía mudarse al poco tiempo.
La Habana fue una pasión adquirida,
de la que nunca se curó. Si no era habanero, se hizo habanero. El asombro que
recorre secretamente sus ficciones se lo
produjo la ciudad, el miedo y los terrores. En ella ejerció el duro aprendizaje
de dejar de ser y conducirse como un
joven de provincia, que todo lo espera del lugar adonde acaba de llegar, y
va quemando diariamente las ilusiones
que se forjó en su pueblo, semejante
irgilio
Antón Arrufat
(Santiago de Cuba, 1935). Dramaturgo,
novelista, cuentista, poeta y ensayista. Entre sus múltiples libros publicados se encuentran la novela La noche
del Aguafiestas (Premio Alejo Carpentier 2000), Las tres partes del criollo
(teatro, 2003),
El hombre discursivo (ensayos, ed
Letras Cubanas, 2005). Ostenta, entre
otros reconocimientos y distinciones,
el Premio Nacional de Literatura 2000
y el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2005, que concede el
Instituto Cubano del Libro, por el rela-
en alguna medida a Julián Sorel y principalmente a Lucien de Rubempré.
En La Habana —tras pedir una
matrícula gratuita— ingresó en la
Universidad. Para sobrevivir puso en
práctica esos tristes oficios de pobre,
que tanto ejercería en el transcurso
de su existencia ciudadana, como
recoger y vender botellas de cervezas
vacías, reproducir en un viejo mimiógrafo, las conferencias de clases para
venderlas a sus compañeros de estudio, esperar —exigir en cartas apremiantes— las pequeñas cantidades
de dinero que le mandaba su madre,
cuando le pagaban su escaso retiro
de maestra de escuela primaria. Pedir
prestado sin devolver nada, pegarse
a los amigos hasta que lo convidaran a almorzar o le pagaran el café
con leche y las tostadas, despliegues
El Mar y la Montaña
estratégicos, escaramuzas irrisorias,
contadas con cierto trágico humor
en sus ficciones, y realizadas en la
realidad con una especie de insolente
dignidad personal.
Fue en La Habana donde comenzó
a fumar, vicio (o afición) que conservó hasta el final de su existencia, una
de las causas del infarto masivo que
le produjo la muerte. En casi todas
las fotos se le ve con un cigarrillo
entre los dedos. Podía fumarse dos o
tres cajetillas en el curso de un día.
Apenas saltaba de la cama, casi en
la madrugada, y antes de ponerse a
escribir, prendía su primer cigarro. La
mayoría de sus personajes, femeninos
y masculinos, lanzan bocanadas de
humo. No estaba tranquilo en medio
de una conversación, si no fumaba un
cigarro tras otro. Fumar para él era
semejante a un coito solitario, absorbía con avidez, movía sus gruesos
labios, y se dejaba el cigarro pegado
a ellos. Continuamente encendido,
tenía su manera de llevarlo entre los
dedos y de cortar la ceniza. En febrero de 1946 conoció en Buenos Aires
a Gombrowicz. Enseguida se reconocieron como grandes fumadores. Dice
de Gombrowicz que “le salían de la
boca volutas de humo”, y de inmediato destacó su modo de agarrar el
cigarro como los fumadores de pipa.
“En realidad es un clásico de la pipa.”
Pasados dos años, en 1939,
menos su hermana Luisa Joaquina,
especie de su alter ego femenino,
quien permaneció un tiempo más
en Camagüey, el resto de su familia abandonó la provincia y se instaló en La Habana. Su vida de sobresaltos económicos y despliegues
estratégicos se alivió en parte. Ya la
ciudad había empezado a mostrarle
otra de sus caras, la posibilidad de
una existencia literaria más intensa
y complicada que la que había llevado en su provincia: publicar poemas
y artículos, tener amistad con varios
pintores y poetas, Lezama, Portocarrero, escribir sus primeros trabajos
críticos, ofrecer conferencias y recitales. Ninguna de estas actividades
le daba dinero, y volvió a ser en su
El Mar y la Montaña
casa, como lo sería por años, eso
que la familia cubana llamaba, con
entonación despectiva, un agregado. Si le daban techo y un plato de
comida, a la vez le reprochaban que
su trabajo no contribuyera a la vacilante economía familiar.
Los padres y sus cinco hermanos
varones ocuparon una pequeña casa
en un piso alto. Larga y estrecha, con
tres dormitorios, una sala, dos ventanales que daban a la calle, por donde
entraba el aire, la luz y el bullicio incesante. Techo alto, vigas de hierro,
comedor y cocina al fondo, angosta y
lúgubre la cocina, típica vivienda de lo
que actualmente se llama Centro Habana. En la primera habitación, la recámara, según la llamaban en su provincia, la más importante, se alojaron los
padres, como también se acostumbraba en su provincia, y en las restantes,
cuarto de baño intercalado, se distribuyeron los cinco varones. Virgilio no
se llevaba con ninguno de ellos. Es
más, se desdeñaban. Sus hermanos
eran decididamente homofóbicos, y él
era, desde muy joven, un homosexual
de presencia rutilante.
Apenas recién mudados, realizó un
descubrimiento. El balcón de la casa
familiar fue este descubrimiento capital. En él podía apartarse de los varones y del padre —la madre era la única
que no le hacía reproches y que lo
protegía dándole pequeñas sumas—, y
refugiarse en el balcón. Ancho, bastante largo, a la altura de un piso, no solo
propiciaba cierta distancia de su familia, sino que lo mantenía alzado de la
calle. Podía asomarse al balcón, mirar
parte de la ciudad, hasta el mar cercano del Malecón, y a la vez se hallaba en
el aire, suspendido de los peligros y la
contaminación de la tierra, sostenido
en el vacío. Fumar temprano, levantado desde la seis, amanecer en mangas
de camisa acodado en la baranda, por
un momento al menos, apartado de
las recriminaciones de los varones de
su familia, mientras la ciudad despertaba despacio, se convirtió en su gran
descubrimiento, en el más fructífero.
Al fin tenía un lugar, su lugar en la casa,
aunque fuera por unas cortas horas. A
ese hallazgo se unió una inesperada
energía creadora, tal vez engendrada
por aquella posesión, y dio comienzo a un período creativo muy intenso.
Sacó un sillón, colocó una tabla en sus
piernas, papel y lápiz, y escribió durante varios años, en su refugio, sobre la
calle Gervasio 121, durante las primeras horas del día.
Varios poemas, obras teatrales
y numerosos cuentos, produjo en
su lugar privilegiado de la casa. Su
primer relato, “El conflicto”, terminado en 1940 y publicado dos años
después en forma de folleto de
treinta y dos páginas, cuando Piñera consiguió reunir algún dinero
con que pagarle al impresor Serafín García, dueño de una tipografía
modesta, donde publicaría todos
los cuadernos de su época inicial de
escritor. El mayor de estos cuadernos
no pasó de las sesenta y ocho páginas, Poesía y prosa (1944), integrado
con ocho poemas y catorce cuentos
breves. No había dinero para un libro
ni para cuadernos más extensos.
Fue ahí, en ese balcón que todavía existe —mirándolo desde la acera
de enfrente estuve parado en varias
ocasiones—, donde comenzó a trabajar en sus narraciones breves, que
actualmente podrían llamarse ficción
súbita. Cuentos de una a tres páginas
de extensión, con frecuencia de una
página o del largo de un párrafo, tres
o cuatro líneas. Cuentos concentrados
en la anécdota, carentes de información descriptiva o sicológica, generados por la ironía o el grotesco, donde
las carencias de la vida y los deseos
sin realizar bajo presiones agobiantes inventan soluciones imposibles,
extraviadas, letargos, mutilaciones
del cuerpo, donde el desarrollo de
la ficción es como un relámpago, o
mejor, como Piñera diría, un fogonazo, palabra que alude a la mirada, a la
cámara fotográfica, al flaschazo.
La crítica literaria apenas se ha
ocupado de este tipo de narraciones, y tampoco ha encontrado un
nombre que las designe. ¿Minicuentos? ¿Microrelatos? ¿Textículos?,
según Raymond Quenau. No obstan-
te se han continuado escribiendo y
aparecen con asiduidad en libros y
revistas. En la literatura en español,
Piñera fue iniciador de esta forma de
narrar, de los primeros en casi inventarla. Aunque no era dado a la teorización literaria, tuvo un concepto muy
claro de la poética que fundamenta la
ficción súbita. Dos momentos de su
vida, de los que ahora recuerdo, así lo
demuestran. La confesión que hiciera a un amigo de que al terminar “La
boda” (1941), un clásico de la ficción
súbita, se dio cuenta que había encontrado una forma inusual de narrar. Y la
otra, cuando alguien para elogiar “En
el insomnio”, ficción de once líneas,
con gran emoción lo comparó a un
“poema en prosa”, Virgilio lo miró
casi ofendido, y replicó “no se trata
de un poema, se trata de un cuento
en su máxima saturación”.
La redacción de “La boda” tuvo
que sorprender al autor. La anécdota es completamente visual, resuelta
con precisa firmeza en el curso de un
solo párrafo de unas treinta líneas.
El tiempo apenas existe, es casi todo
espacio. De la boda nada se dice,
tanto que su título parece una burla.
Empieza cuando la boda ha terminado, el narrador parece mirar desde el
altar. ¿Mirar qué cosa? El movimiento
de los pies de la novia sobre la alfombra roja, y la cola, principalmente la
cola de su vestido que avanza hacia
la puerta de salida de la iglesia, casi
independiente, como un objeto soberano, absoluto en el espacio. La cola
del vestido desaparece en la “caja del
coche”, como si hubiera salido y al
final regresara a su caja de cartón.
Después de “La boda”, en el mismo
año y durante estos amaneceres en el
balcón, compuso “El comercio”, “El
parque” y “La batalla”, por igual de
un solo párrafo, unas treinta líneas de
extensión, que a menudo no llegan ni al
tamaño de un folio, y que son también
esencialmente visuales, un tanto inferiores en intensidad a “La boda”.
Me parece “El parque” el más
conseguido. Imagen inmóvil de un
parque sin árboles, con una columna retorcida en medio, el piso de
granito gris, sin bancos ni fuentes,
sin nada amable, completamente
desnudo y como un espacio refulgente, un tanto inhumano, semejante a
un metal pulido, que resulta observado por alguien, al igual que ocurre
en “La boda”, alguien que el lector
ignora quién es y que simplemente mira. Sobre la forma del parque
se han efectuado entre los habitantes del pueblo interminables discusiones, triviales o caprichosas: si es
rectangular o cuadrado, sin llegar a
ninguna verdad, pues según el sabio
del pueblo las diferencias se basan
en frecuentes “ilusiones ópticas”. Es
evidente que podrían interpretarse
como una suerte de parodia grotesca
de las discusiones teológicas sobre la
existencia del alma o de las controversias filosóficas acerca de verdades
de razón o verdades de hecho.
“El caso Acteón” es también de
esta época, bizarra reescritura del
mito griego del cazador tebano devorado por sus propios perros. Piñera parece seguir la versión de Eurípides en Bacantes. Lo haría en otras
ocasiones con diversos mitos de la
antigüedad clásica. “La cara” —narración que no pertenece a esta zona
de su escritura—, retoma la leyenda
de la Gorgona, el horror que causaba su cara y el poder de su mirada homicida. Apenas veinte líneas
tiene “La montaña”, de sus ficciones
más breves, que podría interpretarse
como la reescritura del mito de Sísifo,
convertido en un devorador de tierra:
en lugar de subir la montaña, comenzará a devorarla, en vez de usar sus
pies, usará su boca, incorporando la
montaña al interior de su cuerpo…
Escrita después de “La boda”, “La
carne” figura en esta colección. El
periódico humorístico habanero Zig
zag la publicó en 1943. En una de las
pocas entrevistas de prensa que Piñera concediera en 1956, a una pregunta sobre la relación de su escritura
literaria con la realidad circundante,
respondió que estos cuentos “parecen ubicarse en la irrealidad, a simple
vista se confundirían con lo fantástico
o lo fantasmal, (pero) han sido conce-
bidos partiendo de la realidad cotidiana de un desarraigado, un paria
social, acosado por dioses implacables: el hambre y la indiferencia.” Más
adelante mencionó “La carne” como
ejemplo de tal relación, e hizo una
revelación sorprendente en un autor
de su estilo: el texto reflejaba una
realidad tangible: “la falta de carne en
La Habana de esa época”. Por supuesto, no sólo la carne, faltaba el dinero para comprarla, aunque colgara de
los pinchos de todas las carnicerías.
En los años cuarenta del siglo xx,
cuando se escribe este texto piñeriano, la carne era considerada el máximo alimento del hombre. Nadie habría
puesto en duda esta verdad inconmovible ni nadie podía sospechar los
resultados de la investigación científica posterior sobre el daño que comer
carne puede causar a la salud humana.
Para los cubanos la carne vacuna era
un fetiche, un alimento casi sagrado,
la ambrosía de los dioses: producía
sangre, vitalidad, renovaba la carne
del propio cuerpo. Insustituible para
la conservación de la vida, su ausencia se convertía en tragedia, quien no
comía carne corría grandes riesgos de
envejecer, de enfermar y morir.
Si aceptáramos como totalmente
verdadera la revelación de Piñera sobre
la relación de su escritura con la realidad de su país, en un momento determinado —no suelen los autores ofrecer
pistas ciertas acerca del origen de lo
que han escrito—, su revelación podría
explicar el fundamento real de la necesidad acuciante, enfermiza, de comer
carne que padecen sus protagonistas.
Caso extremo y singular: la carencia
absoluta de un bien supremo mítico,
carencia material que pone en peligro la existencia humana. A esa carencia Piñera responde con una apuesta
imaginativa. Con frecuencia le oí decir,
“lo que no es en la realidad, que sea en
la imaginación”. En “La carne”, el cuerpo humano —más fuerte que el alma
siempre en entredicho— realizará un
autosacrificio: se devorará a sí mismo,
lentamente, día tras día. Un habitante
de ese pueblo condenado a la ausencia
de carne, iniciará una especie peculiar
El Mar y la Montaña
de cruzada: afilará un enorme cuchillo,
se bajará los pantalones y cortará un
hermoso filete de su nalga izquierda.
Su ejemplo se propaga. Mediante este acto precursor, la gente del
pueblo descubre que tiene la sobrevivencia al alcance de la mano, en su
propio cuerpo. Aceptada esta posibilidad irracional, cuanto ocurre a
continuación se desarrolla con la lógica de un teorema. A la perspectiva
del hambre, la decadencia corporal y
la postración, los protagonistas piñerianos prefieren jugar con el tiempo
que han de durar sus cuerpos, sometidos a un singular, incluso grotesco, autoconsumo: cien, doscientos
días, pero bien alimentados. La gente
comienza a subsistir alegremente
de sus propias reservas. Desarrollan
entre sí una extraña solidaridad entre
autófagos. El tiempo de sus vidas, su
futuro al fin mensurable y cuantificable, depende de la cantidad de libras
de carne comestible que alcancen a
desprender de sus cuerpos.
Comienza entonces el “glorioso
espectáculo”: mujeres que devoraron sus senos y no se sienten obligadas a cubrirse, los que han dejado de
hablar porque engulleron sus lenguas,
“manjar de monarcas”, aquellos que
han usado sus labios para hacer unas
frituras y ya no pueden besar o se han
comido las yemas de los dedos y no
atinan a escribir su nombre, los que
han perdido el lóbulo de sus orejas.
Muchos se ocultan, han empezado
a desaparecer, la madre que busca a
su hijo amado y sólo encuentra un
montón de excremento.
Una ironía feroz recorre con su
llama fría esta ficción piñeriana: una
valoración del esfuerzo humano,
lo que los naturalistas del xix llamaban “la lucha por la vida”. Los seres
humanos se sacrifican día a día para
conseguir continuar viviendo, entregan el cuerpo, mediante mutilaciones
sucesivas, para obtener la maltrecha
continuidad del mismo cuerpo. En las
El Mar y la Montaña
últimas líneas, surge de pronto, súbitamente, una pregunta: “¿Era, por
ventura, el precio que exigía la carne
de cada uno?”.
Jorge Luis Borges ha destacado en
Chesterton y en Stevenson una facultad: la invención y fijación enérgica de
memorables rasgos individuales. En
la narrativa de Piñera se encuentran
también esos extraños y felices rasgos
enérgicos que acompañarán al lector
por largo tiempo. Suelen ocurrir hacia
el final, cuando se cierran con un trazo
sorprendente. Esta facultad para fijar
rasgos memorables, en el caso de su
escritura —lo señalé al referirme a “La
boda”—, podrían calificarse de visuales, la mirada prevalece en ellos: la
cola del traje de novia entrando en la
caja del coche, la columna de mármol
gris hecha con los cadáveres cosificados de los obreros que construyeron
el parque.
Uno de estos rasgos se encuentra
en “La carne”, esta vez muy cerca del
final. Cuando la mayoría del pueblo
ha ido realizando sus ceremonias de
autofagia para no morir, paradójicamente, de hambre, el bailarín del
pueblo, que por respeto a su arte
había dejado para el postrer instante
los dedos de sus pies, cuando ya sólo
le quedaba la parte carnosa del dedo
gordo, reunió a sus admiradores y
amigos y en medio de un “sanguinolento silencio”, cortó la última porción
de su dedo gordo y lo dejó “caer en el
hueco de lo que en otro tiempo había
sido su hermosa boca”.
Nada dramático ni solemne ni
enfático se encuentra en la prosa con
que Piñera compuso estas ficciones
súbitas. Es esta prosa imperturbable,
aséptica, que no se asombra de nada
verbalmente, la que devuelve al lector,
atónito ante los acontecimientos que
narra, a su circunstancia habitual.
Piñera ha compuesto toda su obra
con un estilo de prosa forjado, fuertemente forjado, en oposición abierta y
declarada al barroco y neobarroco lati-
noamericanos. Desde joven comprendió, sentado al amanecer en el balcón
de la calle Gervasio con su tabla sobre
las piernas, que el mundo que tenía
que expresar, y crearlo a la vez, sólo
sería posible mediante un estilo de
cháchara casera, parodia y franqueza,
para convertirlo en posible y convincente. Su prosa, que puede resultar
ingrata al principio de una lectura
desprevenida, tiene algo metálico y
rudo a la vez, de cercanía casi física al
acontecimiento narrado que la vuelve, no obstante, inesperada.
Prodigó en sus páginas múltiples frases hechas, lugares comunes,
expresiones corrientes en español,
principalmente en su versión criolla,
con lo que obtuvo momentos disparatados de humor irresistible. Resulta
significativo cómo Piñera ha salvado
la fuerte contradicción que late en su
poética: convertir una materia narrativa inusual en un lugar común. Sus
ficciones súbitas lindan con lo inverosímil, para emplear un término que
algunos de sus críticos han usado,
y mediante su prosa cotidiana, se
tornan verosímiles.
Con el lenguaje naturaliza sus
ficciones. Parece en esto haber seguido
el consejo de Stevenson: “narrar con
inalterable tranquilidad los argumentos más imposibles”. Acontecimientos
excepcionales sobre deseos excepcionales, en un lenguaje diré coloquial,
donde lógica y desvarío se entretejen.
Prefería los hechos a las palabras. En
“La muerte de las aves”, de su última
época, observa de pronto el narrador:
“Todo hecho es tangible, toda versión
inefable”. Sus cuentos casi llegan a ser
actos. Terminada la lectura esto es lo
que el lector recuerda: hechos dentro
de una estructura luminosa.
nuevamente en el candelero:
7 notas para un centenario
Norge Espinosa
(Santa Clara, 1971). Poeta, dramaturgo y crítico Graduado
de la Escuela Nacional de Teatro en 1992. Entre sus últimos libros publicados se encuentra Ícaros y otras piezas
míticas (Ed. Letras Cubanas, 2011). Posee varios premios
como el de poesía El Caimán Barbudo 1989 con su primer
cuaderno: Las breves tribulaciones editado en 1993 por
Ediciones Capiro; el Premio de la Crítica a las mejores
puestas del año y el Premio Abril por su labor promocional a las jóvenes generaciones de escritores.
G
1
à la dernière. En
la última, en el candelero, como
prefería decir. Jamás se consideró
un escritor acabado, listo a acomodarse en los laureles en que dormitaban
ya algunos de sus contemporáneos. La
furia de su fuerza negadora lo alcanzaba con rayos no menos tormentosos
que los que se encargaba de disparar
sobre aquellos a quienes consideraba un peso muerto en las letras cubanas. Fue un francotirador y no dudó
en imaginarse como el lobo feroz de
la literatura nacional. Desde esa posición alentó a nuevos valores, se unió a
la Revolución triunfante, y pasó a invisibilizarse cuando los recelos cayeron
sobre él como piedra de Sísifo. Que
estemos pensando en su figura (su
magra figura, de escritor raro, flaco
y agudo, “pájaro de talento amargo”,
como lo describiera con exactitud una
de las hermanas de Lezama), quiere
dejar claro que su centenario no debe
reducirse a celebración formal, sino a
una reevaluación de su aporte, de un
legado que aún no nos llega íntegro,
y al que, ojalá, esta fecha redonda nos
deje acceder en una dimensión que le
hubiera satisfecho, tanto como divertido. No solo porque sea un dramaturgo
esencial, un narrador de buena puntería, un caso extraño y autónomo; sino
porque ya no podemos acudir a una
imagen de lo Cubano sin contar con su
ustaba de saberse
lengua filosa, con su anhelo de saberse capaz de definirnos en una actitud
incómoda. Atormentador de sí mismo,
como el personaje de aquella comedia
latina, Piñera se ha convertido en un
mito habanero y nacional. Nos miramos en sus páginas para encontrar un
espejo conmovedor y libre de sentimentalismos. Vivimos en una Cuba
semejante a la que él describió.
2
Desde la muerte, Piñera sigue enviándonos señales, y no pocas de ellas
son asombrosas. Suficientes para que
descartemos o llevemos a una nueva
discusión lo que de él ya creíamos
saber. A través de poemas, relatos,
piezas inconclusas y cartas, nos deja
conocerle en un estado que pueden
discutirle muy pocos autores de su
tiempo. Las estrofas de “La Gran Puta”,
redactadas en los años 60 y dedicadas
a otro raro: Oscar Hurtado, lo revelan como un ojo avizor que desde
el lenguaje desmonta a Cuba como
escenografía, como atrezzo de miserias donde lo vivencial impone códigos poco románticos. En “Fíchenlo, si
pueden”; su propio homosexualismo
desata otros fantasmas, casi al final
de su obra narrativa. Los fragmentos
que perviven de “La vida tal cual”, su
anunciada autobiografía, lo delatan
sin piedad, a la manera en la que algunos autores franceses a los que veneró
El Mar y la Montaña
supieron hacerlo: cosa extraña en un
país donde la literatura no suele ser
confesional. En las cartas describe su
rutina de muerte civil, cuando se le
declaró no persona y esperaba, aún,
que esa miseria fantasmal acabara
deshaciéndose. Nunca logró escuchar
la llamada, el toque en la puerta que
lo devolvería a los teatros, a los foros
públicos, donde alguna vez llegó a ser
tan temido como admirado. En octubre de 1979, su nombre era aún demasiado conflictivo. Lo sigue siendo hoy.
De algún modo, por encima incluso
de la celebración que ahora presiden
sus cien años, mencionarlo implica la
torcedura, la mueca, el disgusto de
algunos. Que esa sea su venganza. Una
señal que le devolvemos, también, por
encima de la muerte.
3
Poco importa mi nombre, y
mucho menos mi edad.
No he de enumerar la caída del
pelo ni decir “encanezco”.
Tan solo una sencilla confesión: no tengo ni un perro
acompañante,
Y tengo cantidades de soledad
que regalar.
Virgilio Piñera, Quién soy.
4
Si durante años la obra narrativa de
Piñera fue, junto a su teatro, el cardinal
más socorrido de toda su producción,
en fechas más recientes su poesía ha
vuelto a llamar la atención de críticos
y lectores. La publicación de un tomo
que recoge buena parte de sus versos
(La isla en peso, Ediciones UNION,
1998), consolidó un prestigio que él
mismo se encargó de minar, cuando
apartó a su obra lírica de sus mayores gestos, pensando tal vez aquello
que aconsejó a Severo Sarduy. Pero lo
cierto es que su poesía lo define como
carácter, así como su narrativa lo define en tanto hombre capaz de desdibujar los contornos de su cotidianidad, y
su teatro lo define en tanto ser histriónico. El Piñera poeta se encuentra a
10 El Mar y la Montaña
sí mismo cuando decide ser inmediato, cuando entra a romper su convención con la palabra y la desarticula
para encontrar una Cuba verbal que
no entiende de falsas trascendencias.
La fiebre lezamiana que sudó durante los años 40, se convirtió en cura
de salud en los 60, cuando las páginas
que cierran La vida entera lo descubren capaz de quebrantar imágenes a
golpes de verbalidad diáfana y cortante. El gran poeta que era ya en “Vida
de Flora” recupera bríos en textos de
rapidez esclarecedora, que lo ubican
en ese paisaje árido que para él fueron
la vida y La Habana, ligándolos indefectiblemente. Puebla de personajes terribles esos poemas: Rosa Cagí, María
Viván, se suman a la galería donde
ya Flora, atrapada entre dos calientes planchas, desbarataba los ritmos
folcloristas con su muerte grotesca. En
“La Gran Puta” se dejarán ver máscaras
aún más crudas, y él mismo se retrata como personaje: léase “En el duro”,
“Yo estoy aquí, aquí…”, o “Las siete en
punto”. Grabados en su voz, dejan que
comprendamos al actor de sí mismo
que podía ser Piñera: la cuidada entonación, las pausas calculadas, la precipitación de ciertas frases, nos permiten comprender qué poeta creía ser,
cómo queríamos que lo supiéramos
en tanto poeta. Su poesía dispersa y
póstuma, recogida en Una broma colosal, diez años antes de que se editara La vida entera, pasa por esos extremos, y aún en los versos que escribe
en francés o en los que apela a un
misticismo que se cruza con la carne
y el deseo para recordarnos que todo
gesto de amor es francamente imposible, no hace sino confirmar su fe en la
poesía. Volvió a ella, durante los años
postreros, como quien retorna al hogar
que mejor conoce. Como variantes en
forma de cápsulas, esos poemas amargos repiten lo que nos advertía en “La
isla en peso”. Acabará anunciando que
se convertirá en isla, que su muerte
será en realidad una transfiguración, y
que eso lo unirá a ser parte del “amor
de un pueblo”. Si durante los años 80
leímos a Lezama y al mundo de Orígenes en busca de ese talismán utópico
que podía ser una expresión de vida
futura en la Cuba de aquel tiempo; la
aridez de los 90 encuentra en Piñera un nombre visionario, dispuesto a
convencernos de que la utopía insular
está enferma de grandeza, y que no
hay más verdad ni paraíso que el aquí
y el ahora, por opresivo que eso parezca. Nos imaginó cruzando en bicicletas La Habana, procurando carne en
pueblos vacíos, rebajando al lenguaje
a metáfora que no significa demasiado. Se levantaba puntualmente todos
los días, a primera hora, para golpear
su máquina de escribir, imaginando
que en esa Habana futura que veía
desde el balcón, íbamos a leernos. A
reconocernos en su poesía.
5
Cuando Roberto Blanco estrena, en
enero de 1990, Dos viejos pánicos,
está dando inicio a un nuevo momento de asunción acerca de lo piñeriano.
Antes que él, ya varios de sus títulos
habían regresado a las tablas, y parte
de su obra póstuma había sido publicada. Sin embargo, es ese montaje el
que da el giro definitivo y recoloca a
Virgilio en una órbita de visibilidad
mayor. Ha cambiado la década, y con
ello se hace urgente la procuración
de nuevos maestros, de otros líderes
a quienes leer en pos de una Cuba
mayor, aún en la inminente crisis.
Contra ese fondo teatral que viene a
ser la Isla (un telón desgarrado en el
Período Especial, frase que a Piñera
le hubiera inspirado algunas bromas
peligrosas), otros directores lo traerán de vuelta a los escenarios. William
Fuentes crea un espectáculo unipersonal donde él mismo incorpora a Piñera: ¡Oh, Virgilio!, Carlos Díaz anuncia
el rescate de un texto inédito y menor
que se convierte en la fiesta agresiva
y demoledora de Niñita querida. Raúl
Martín encuentra en La boda, pieza
que Piñera detestó una vez estrenada, los resortes que aún hoy se reciclan en su Teatro de la Luna. No son
los únicos, pero sí los que, en ese
abrir del decenio, rescatan al autor de
Electra Garrigó con suficiente empuje
como para que su presencia lo contamine todo. El Piñera consagrado de
Aire frío, el Piñera absurdo de Falsa
alarma, el Piñera contestatario de
Jesús y El No, el Piñera experimental
de El trac y Ejercicio de estilo. Facetas
de un mismo diamante, listo a cortar
cualquier superficie que le impidiera
hacerse al fin perceptible en un panorama cultural del cual alguien quiso
verlo borrado. Su venganza mayor
ocurrió en los escenarios, y lentamente, un círculo que nos devolvió su
narrativa, su novela La carne de René,
y otras páginas, logró su resurrección
entre nosotros. Un número extraordinario de la revista Unión, el 10, correspondiente a abril-mayo-junio de ese
1990 aportó un dossier que explicita su rescate ya indetenible. Recuerdo la alegría de Abilio Estévez cuando llegué a su casa para mostrarle un
ejemplar de esa publicación, en la cual
se incluía su texto “El secreto de Virgilio Piñera”. Cuando logra finalmente
editarse el Teatro Completo que Rine
Leal compiló (y que no es exactamente eso: un teatro completo, pues faltan
tres piezas) en 1989 y que solo alcanzó la luz en 2002, el prólogo mantiene la queja que nuestro mejor crítico
podía lanzar al cerrar esos párrafos
cuando los firmó, pero que la verdad
escénica había desmentido ya, pues si
Rine lamenta la escasez de representaciones que esas obras habían tenido en un lapso de tiempo, lo cierto es
que las tablas cubanas tenían a Piñera como un referente bien despierto.
No solo esas piezas: Piñera había estimulado a coreógrafos para que hurgaran en sus tramas en pos de nuevos
movimientos, y siguiendo la pauta de
la Electra Garrigó que Gustavo Herrera había cedido al Ballet Nacional de
Cuba en 1986; Marianela Boán, Lilian
Padrón, el propio Raúl Martín y Rosario Cárdenas lo hicieron bailar en El
pez de la torre nada en el asfalto, El
No, Las siete en punto y María Viván.
Algo más que eso era perceptible: lo 1945, había pronunciado en su breve
nota “Tres elegidos”. Esa Cuba que él
piñeriano como estado de ánimo.
percibió, es una imagen que se aleja
y acerca, en tensión, en cuanto de él
6
leemos. Cuando se editen finalmenSu aliento desacralizador ya no necete sus ensayos y su correspondencia,
sita justificarse entre nosotros. La con el motivo mayor del centenario,
propia vida ha manifestado sus anéc- otros ciclones, bajo su nombre, se
dotas más agrias, y el escepticismo harán sentir.
que Piñera conjugó como nadie ha
ido encontrando su propia validación
7
en lo que nos golpea día a día. Eso es
Dijo
Borges,
a
quien
Piñera honró y
lo que mantiene en el candelero, más
que cualquier otra lectura sediciosa estorbó, que ciertos autores invende su portentosa creación. No fue tan tan a sus lectores: los preconizan,
abrumador como Carpentier, ni tan los preparan, los van haciendo parte
espléndido como Lezama. No apelaba de un ejército que crece lentamente,
al susurro de la Loynaz ni a los acen- educado en la consulta crecida de las
tos católicos de Vitier. Es un autor páginas que van siendo acumuladas
que ha sabido encontrar su tiempo, y pacientemente. Gustos adquiridos,
que nos convence hoy de que somos lejanos del clamor de los best-sellers,
sus lectores. Reconocerlo como un esos autores pueden, de manera
maestro implica, para sus discípulos lenta, hacerse cada vez más necesay devotos, un ejercicio que no admite rios. En la Cuba de hoy, la de su centefalsa piedad, y que nos analiza desde nario, Virgilio Piñera es un imprescinel rigor casi despiadado con el cual dible. Para entenderlo y comprender
quiso decir sus verdades. Polemista las angustias que su palabra acerada
intenso, no dudaba en hacer públicos provocó, y las carencias y los circunloquios que aún evitan clarear ciersus disensos, y era capaz de vencer
tas verdades. Para entender, también,
la timidez para abrir, con su intervencuánto de intenso hay en un legado
ción crucial, lo que hoy conocemos que suele revisarse con demasiada
como Palabras a los intelectuales. comodidad. Virgilio Piñera nos inviEscribió para exorcizar el miedo que ta a un centenario incómodo. Como
allí confesó ante el máximo poder. su persona, como su obra, como su
Para convertirlo en fábulas de torcida modo de hacerse presente. Un cadámoral que siguen estremeciéndonos. ver molesto, sobre cuyo entierro
Buena parte de su obra parece defen- fabuló, arenizó, Reynaldo Arenas.
der aquella máxima de un notable Un cadáver asombrosamente vivo.
autor español: “Quien escribe como Lo está en sus libros, en sus diálogos
se habla llegará más lejos que quien (ahora mismo, la puesta en escena
escribe como se escribe”, creo recor- de Aire frío que ha estrenado Argos
dar que dijo Antonio Machado. Su Teatro nos confirma esa cercanía
lenguaje puede ser hiriente y procaz, peligrosa), en los gestos suyos que
su descripción en frío de hechos insó- repetimos, asfixiados por la maldilitos puede no seducir a la pupila. ta circunstancia del agua por todas
Cuesta sentir simpatía por los perso- partes. Si Piñera, definitivamente, se
najes de sus relatos y novelas. Y sin convirtió en una isla; nosotros habitaembargo, no podemos eludirlo. En el mos ese raro paisaje. Somos los lectoprograma de Cuba que él avizoraba res que él soñó. Desde la grandeza y
en sus crónicas, publicadas en Revo- el asombro que tal cosa nos provoca,
lución y en Lunes de Revolución, se es que debiera darse la bienvenida a
demandaban cambios que aún demo- tan extraño centenario.
ran en hacerse vívidos, y ello incluía
un análisis de la sexualidad marcado
por las señales de alerta que ya, en
El Mar y la Montaña
11
La etapa argentina
de Virgilio Piñera (1946-1958)
Carlos Espinosa
(Guisa, 1950). Crítico e investigador. Estudió Teatrología en el
Instituto Superior de Arte, así como un doctorado en Florida
International University. Ha publicado, entre otros, los libros
Tres cineastas entrevistos, Cercanía de Lezama Lima, Lo que
opina el otro, El Peregrino en Comarca Ajena, Virgilio Piñera en persona. Trabaja como profesor en Mississippi State
University.
“M
en Buenos Aires
duró de febrero de 1946 a diciembre
de 1947; la segunda, de abril de 1950
a mayo de 1954; la tercera, de enero de 1955 a
noviembre de 1958. Si doy tal precisión es por
haber vivido diferentemente las tres etapas. En la
primera fui becario de la Comisión Nacional de
Cultura de Buenos Aires; en la segunda, empleado administrativo del consulado de mi país; en la
tercera, corresponsal de la revista Ciclón que dirigía José Rodríguez Feo. La economía de la primera etapa fue saneada; la de la segunda irrisoria; la
de la tercera, desahogada” .
De ese modo resumió Virgilio Piñera (Cárdenas,
1912-La Habana, 1979) su estancia en Argentina.
Para él, esos años significaron una etapa decisiva en
su formación intelectual, pues le permitió establecer contacto con algunas de las principales figuras
de las letras de aquel país, ensanchó de modo notable su horizonte cultural y le dio acceso a autores y
obras que en Cuba habrían sido impensables. Está
por estudiarse debidamente la influencia que esos
años vividos en Argentina tuvieron en la trayectoria literaria de Piñera. Las páginas que siguen no
pretenden llenar ese vacío, sino solamente aportar alguna documentación que arrojen alguna luz
sobre aquella enriquecedora experiencia.
i primera permanencia
Una ciudad para el asombro
Cuando llegó a Buenos Aires, Piñera ya había publicado cinco libros: Las furias (poesía, 1941), El
conflicto (cuento, 1942), La pintura de Portocarrero (ensayo, 1942), La Isla en Peso (poesía, 1943) y
Poesía y prosa (1944), que por su número de páginas son más bien folletos. Había editado además
los números de la revista Poeta (1942-43), todo
eso con dinero recaudado “por suscripción pública” entre familiares y amigos. Había finalizado la
carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de
La Habana, de la que no guardaba un buen recuer-
12 El Mar y la Montaña
do. Tras terminar esos estudios, ante
él solo se abría la posibilidad de trabajar como profesor, una actividad que
le horrorizaba. Para eludirla, no redactó la correspondiente tesis de grado,
requisito indispensable para obtener
el título. Mientras tanto, se iba haciendo de un módico prestigio como
escritor.
Gracias a uno de los profesores
que tuvo en la universidad, Aurelio
Boza Masvidal, Piñera consiguió una
de las becas otorgadas cada año por
la comisión Nacional de Cultura de
Argentina, entre los ciudadanos de los
países latinoamericanos. En su caso
sería para realizar estudios de investigación sobre la poesía hispanoamericana. Reunir el dinero para el viaje
fue toda una odisea, pues la situación
económica de la familia era bastante apretada. Finalmente, a fuerza de
sacrificios de él y de su hermana pudo
comprar el boleto. El itinerario aéreo
que siguió fue de lo más curioso. Los
aviones que volaban de Cuba a Sudamérica hacían escala en la ciudad de
Camagüey, donde Piñera vivió de 1925
a 1937. Aunque él se había mudado
ya para La Habana, fue a Camagüey
a tomar el avión. Quiso hacerlo así
para poder despedirse de su hermana Luisa, quien aún no había podido
trasladarse a la capital con el resto de
su familia, y de algunos amigos. El 21
de febrero de 1946, a las seis de la
tarde, se embarcó. Llegó a su destino el día 24 a las cinco de la tarde,
tras un periplo en el cual no faltaron
los problemas a causa del mal tiempo, y durante el cual tuvo que “hacer
noche” en Río de Janeiro y escalas en
São Paulo y Porto Alegre.
En esa primera estancia, Piñera
estableció contacto con varios escritores argentinos. Como apunta en
una carta a su hermana, se encontró
de inmediato con Adolfo de Obieta,
hijo de Macedonio Fernández, con
quien mantenía relaciones epistolares
desde 1943. Obieta le pidió una colaboración para su revista Papeles de
Buenos Aires, y él le envió su “ Poema
para la poesía” . De su amigo, Piñera
escribió un delicioso retrato del cual
copio este fragmento: “Como todo ser
humano, Obieta tenía su marca física. La mía es la nariz grande, ganchuda, insistente. La marca de Obieta es
un ojo (no recuerdo si el derecho o el
izquierdo) que se mueve todo el tiempo, o se achica y nos da la impresión
de que va a ocultarse de un momento
a otro. Yo diría que es un ojo problematizador y uno nunca podría saber si
ese ojo problematizaba instigado por
el propio Obieta, o si este problematizaba instigado por su ojo”.
Piñera conoció y trató también a
Jorge Luis Borges, quien demostró que
valoraba positivamente sus cuentos.
En la revista Anales de Buenos Aires,
que dirigía entonces, le publicó dos
narraciones, “En el insomnio” (n. 10,
octubre 1946) y “El señor ministro”
(nn. 15-16, mayo-junio 1947), e incluyó además la primera en la antología
Cuentos breves y extraordinarios (Ed.
Raigal, 1955). Borges presidía por esos
años la Sociedad Argentina de Escritores, y en mayo de 1946 organizó una
conferencia de Piñera sobre Cuba y su
literatura, en la sede de la institución,
ubicada en el número 524 de la calle
México. A petición del cubano, Borges
aceptó escribir un breve texto para el
número que la revista Ciclón le dedicó al filósofo español José Ortega y
Gasset. El autor de Historia universal
de la infamia no se olvidó de Piñera,
cuando pasaron los años y dejaron de
tener contacto. En 1959 le envió una
corta esquela manuscrita, en la cual
le expresaba el pésame por el fallecimiento de su madre.
Un conde apellidado
Gombrowicz
Un capítulo aparte merece, por su
intensidad y duración, la amistad de
Piñera con el narrador y dramaturgo polaco Witold Gombrowicz. Este
había llegado a Buenos Aires el 21 de
agosto de 1939, invitado a la travesía inaugural del trasatlántico Chor-
bry. El estallido de la Segunda Guerra
Mundial y la invasión de su patria por
las tropas alemanas, lo obligaron a un
inesperado destierro que se prolongó hasta 1963, año en que regresó a
Europa. Durante esos primeros años
de exilio atravesó por grandes dificultades económicas que lo llevaron a
tener que impartir clases y a colaborar con seudónimo en algunas revistas bonaerenses.
El mismo año que Piñera arribó a
Buenos Aires, Gombrowicz ha recordado en su Diario Argentino que se
encontraba “como tantas veces, con
los bolsillos totalmente vacíos y sin
saber dónde obtener algún dinero”.
Tuvo entonces la idea de pedirle a
su amiga Cecilia Debenedetti que le
financiara la traducción al español de
su novela Ferdydurke, publicada en
Varsovia en 1937. La señora aceptó
de buena gana, y Gombrowicz empezó a trabajar. El método que siguió
fue el siguiente: traducía del polaco
a su deficiente español y luego llevaba esas páginas al Café Rex, donde
sus amigos argentinos repasaban el
texto frase por frase, “en busca de las
palabras apropiadas, luchando con
las deformaciones, locuras, excentricidades de mi idioma”. A aquellos
escritores jóvenes se sumó después
Piñera, quien muy pronto pasó a
ocupar la “presidencia” del equipo
de traductores.
Con cierta modestia, él comentó
que su “designación” se debió a que
era, entre todos, el que disponía de
más tiempo. Gombrowicz, que no se
distinguía exactamente por ser modesto, reconoció que “sin su ayuda y la de
Humberto Rodríguez Tomeu, también
cubano, quién sabe si hubieran salvado las dificultades de esta —como
calificó la crítica— notable traducción.
Evidentemente. No era por casualidad
que Piñera y Rodríguez Tomeu, dos
‘niños terribles’ de América, hastiados
hasta lo indecible y desesperados ante
las cursilerías del savoir vivre literario
local, pusieron sus afanes al servicio
de esta empresa. Olfateaban la sangre.
El Mar y la Montaña
13
Anhelaban el escándalo. Resignados
de antemano, a sabiendas de que ‘no
pasaría nada’, de antemano vencidos,
estaban, sin embargo, hambrientos
de lucha post morten. Se advertían
en ellos las terribles debilidades de
la aristocracia espiritual americana,
crecida rápidamente, alimentada en
el extranjero, que no encontraba en
su continente nada en qué apoyarse.
Pero —y no fueron pocos los americanos de este tipo que encontré— la
muerte les daba una vitalidad particular, al aceptar el fracaso como algo
inevitable tenían una capacidad de
lucha digna de envidia”.
La colaboración de Piñera no se
limitó a eso, sino que después de
editada la novela se ocupó de divulgarla y distribuirla entre algunos críticos. Sobre la repercusión que tuvo
entonces en el ambiente literario de
Buenos Aires, apuntó: “La salida de
Ferdydurke no constituyó un triunfo
resonante si por tal se entiende el de
la novela best-seller. Se vendió discretamente y tuvo una crítica mitad favorable mitad adversa. Entre los escritores argentinos de gran renombre no
fue acogida con fervor. En cambio, la
novela ganaba adeptos entre la juventud. Poco tiempo después de la aparición de Ferdydurke en español, se
reeditó en Polonia y para la juventud
de ese país Gombrowicz significó una
especie de oráculo”.
Entre los papeles de Piñera que
se han conservado, hay una cantidad considerable de cartas y papeles de Gombrowicz. Hay además un
objeto de incalculable valor histórico. Se trata del cartón en el cual el
novelista se apoyaba cuando escribió la versión española de Ferdydurke. Está muy gastado por el continuo
uso, sus contornos se han perdido, y
sobre el mismo Gombrowicz estampó una dedicatoria a Piñera, en la
que, además de identificar el objeto,
le sugiere lo done al Museo Nacional de su país. Años después, a petición del propio escritor, Piñera redactó un trabajo sobre Ferdydurke para
14 El Mar y la Montaña
la revista Kultura. Al solicitárselo, le
expresó: “Considero, Piñeyro (sic),
que nadie mejor como usted para
cumplir con tal tarea, ya que era el
principal traductor y Presidente del
Comité”.
Publicaciones, estrenos
y una vida solitaria
Piñera regresó a Cuba en enero de
1948. El 1ro de febrero era entrevistado en el periódico El Mundo, y sus
declaraciones no pudieron ser más
polémicas: “Hay una sola palabra
para situar el tono de la vida cubana
de hoy: disparate. Ello se advierte en
lo político, lo social, lo económico,
aun en la simple relación de personas domina el absurdo”. Asimismo se
refirió a la grave crisis que padecía el
mundo editorial argentino, debido a
la falta de divisas, a la competencia
del libro español, al exceso de editoriales y al alto costo de la mano de
obra. Se quejaba además de que “la
vida cubana se ha convertido, por
obra y gracia de las sucesivas crisis
económica, en una búsqueda desesperada del peso. Todo se hace en
función del peso, desde la mano que
se da hasta la cultura”.
Lo más interesante, sin embargo,
por ser un dato escasamente conocido,
es que comenta al periodista la próxima publicación por la editorial bonaerense Argos de su novela El Banalizador, escrita durante su estancia en esa
ciudad. Se trata, según comentó Piñera, de una novela polémica, estructurada sobre lo grotesco y lo absurdo, en
la cual se ataca a la cultura moderna
en un empeño de conseguir un equilibrio de fuerzas a base de la vida sencilla, banal y sin simulación, sencilla. La
novela nunca se publicó, pero entre
los papeles del escritor se conserva
una copia incompleta de la misma.
En otra de sus cartas desde
Buenos Aires, Piñero comentaba a su
hermana Luisa la próxima edición de
una pieza teatral suya, Electra, que
tampoco llegó a ver la luz. El texto,
que presumiblemente escribió allí, se
estrenó en La Habana el 23 de octubre
de 1948, con el título de Electra Garrigó y dirigido por Francisco Morín. En
nuestra dramaturgia, fue una pieza
seminal y liberadora, que rompió
con la comedia de salón y el diálogo
insustancial. Piñera desacraliza a los
personajes clásicos, hace una parodia
de la tragedia y convierte esta historia de sustancia sagrada en un conflicto doméstico entre padres e hijos.
Pero la crítica nacional no estaba aún
preparada para asimilar una obra así,
y la recibió de manera miope e irrespetuosa. Piñera respondió desde las
páginas de la revista Prometeo, con el
artículo “¡Ojo con el crítico…!” , en
el cual enumeraba las distintas variedades de críticos, entre ellos el artista fracasado. La Asociación de Redactores Teatrales y Cinematográficos
(ARTYC) reaccionó de modo violento y desmesurado, y orquestó una
campaña contra Piñera. La mediocridad y el provincialismo seguían siendo los mismos que el escritor había
dejado en 1946. Así que en 1950 decidió regresar a Buenos Aires. Eso no le
impidió volver a La Habana, en octubre de ese año, para asistir al estreno
de su segunda obra teatral, Jesús, que
también fue dirigida por Morín.
En su segunda estancia en Buenos
Aires, Piñera, como él mismo aclaró,
se ganó la vida como empleado del
Consulado de Cuba en esa ciudad. El
puesto lo consiguió por intermedio de
su amigo Humberto Rodríguez Tomeu,
quien laboraba allí. Fue para él un trago
amargo, pues era una actividad que
tenía muy poco que ver con su personalidad. Como era previsible tratándose de Piñera, en algunas ocasiones
plasmó sobre el papel un sarcástico
recuerdo de aquella experiencia.
En esos cuatro años, llevó una vida
bastante solitaria, con escasos contactos con el mundo intelectual argentino. Fue algo que llamó la atención al
que luego sería uno de sus mejores
amigos, el escritor José Bianco, a quien
vino a conocer en su tercera residencia. Sin embargo, entonces no perma-
neció inactivo. En 1953 Ediciones
Siglo Veinte publicó su novela La carne
de René. Entre sus papeles hay un recibo de los Talleres Gráficos Zaragoza,
ubicados en la calle Santiago del Estero 1181-B, en el que se certifica haber
recibido “de Virgilio Piñera la cantidad
de ocho mil setecientos setenta pesos
moneda nacional por el total del libro
La carne de René”. Era, entre todas sus
novelas, la que él prefería. Sin embargo, pocos compatriotas suyos lo conocieron, pues en Cuba no vino a aparecer hasta 1995. Algunas semanas antes
de morir, la reescribió de principio a
fin, y fue esa la versión que después se
ha publicado.
Una amistad
entrañable
El inicio de la tercera estancia de
Piñera en Buenos Aires coincidió con
la fundación de la revista Ciclón. La
dirigía José Rodríguez Feo, quien la
creó después de su ruptura con José
Lezama Lima y su retirada de Orígenes, de la cual era codirector. Piñera
fue nombrado secretario de redacción de Ciclón, y desde Buenos Aires
se ocupó de conseguir colaboraciones de escritores argentinos. La revista se benefició de sus relaciones en
el ambiente literario de aquel país,
y gracias a su gestión aparecieron
originales de Borges, Ernesto Sábato
y muchos otros. Asimismo envió una
buena cantidad de poemas, cuentos
y artículos propios. Entre ellos figuran su ensayo sobre el poeta Emilio
Ballagas, donde analiza la obra de
su compatriota y amigo a partir de
su condición de homosexual educado según los principios de la religión
católica. Es un texto insólito en nuestra crítica literaria, y la prueba es que
57 años después de que vio la luz, en
Cuba sigue sin reeditarse.
Fue en 1956 cuando Piñera conoció a José Bianco. Sin embargo, no
creo que el autor de Sombras suele
vestir recordase entonces una carta
de María Zambrano, fechada el 24
de abril de 1941, en la cual la célebre escritora española se permitía
“la libertad de enviarle para Sur, el
adjunto original de Virgilio Piñera.
Se trata de uno de los jóvenes de
mayor interés intelectual y literario de Cuba y de todos los países de
América que he visitado. Es poeta y
ha publicado en varias revistas y especialmente en Espuela de Plata, que
supongo será conocida de usted. Me
tomo esta libertad porque creo que
Sur está demostrando contar con lo
que más vale de todo en estos países
americanos y porque creo, según ya
le he dicho, es la revista que sigue la
mejor tradición del espíritu”. Ignoro
cuál fue la respuesta de Bianco, pero
el hecho de que el texto de Piñera nunca se publicara en Sur es una
evidencia de que la opinión de Bianco
no fue favorable.
Bianco, por su parte, dejó sus
recuerdos de aquel primer encuentro
con Piñera:
Una tarde de abril de 1956 Piñera se presentó en la redacción
de Sur donde yo trabajaba por
entonces. Al verlo entrar con
un sobretodo de pelo de camello, bufanda, guantes y anteojos de cristales azules, lo creí
recién llegado de Cuba, preparado a desafiar el otoño apacible de Buenos Aires con una
indumentaria propia de Shakleton. Luego de cambiar con él
unas pocas palabras, me enteré de que vivía en Buenos Aires,
con algunas interrupciones,
desde 1946. Tampoco me visitaba para traerme una colaboración, sino para anunciarme la
inminente llegada de Rodríguez
Feo, con quien yo estaba ligado por una vieja amistad epistolar. Como le insinuara algún
reproche por acercarse a Sur al
cabo de tanto tiempo, y con ese
exclusivo propósito, se limitó a
quitarse los anteojos y a sonreír,
enarcando las cejas, fijando en
mí la mirada clara y bondadosa,
abstraída, de sus ojos de miope.
Llevaba, me dijo, una vida muy
solitaria; apenas frecuentaba
los círculos literarios de Buenos
Aires. Por lo común enviaba
a Ciclón sus originales. En su
actitud no había desdén, afectación, orgullo. La prueba es
que accedió de buena gana a
escribir en Sur, y mientras yo
fui jefe de redacción aparecieron en sus páginas, además de
reseñas críticas firmadas por
Piñera, varios de los cuentos
que integran el volumen El que
vino a salvarme. En efecto, en la
revista aparecieron los cuentos
“La carne”, “La caída”, “La gran
escalera del palacio presidencial” y “El infierno” y los artículos críticos “Griselda Zani: por
vínculos sutiles”, “Silvina Ocampo y su perro mágico”, y Alfred
Jarry: Ubú rey”. Años después,
cuando Sur realizó en 1959 una
encuesta sobre la prohibición
de Lolita, Virgilio figuró entre
los intelectuales que enviaron
sus respuestas en defensa de la
novela de Nabokov”.
A lo largo de esos años, Piñera
había escrito una cantidad considerable de cuentos. Unos habían aparecido en revistas, otros permanecían
inéditos. Los reunió todos en un volumen, Cuentos fríos, que la Ed. Losada
publicó en 1956.
Como la de Lezama Lima, la narrativa piñeriana puede encasillarse
dentro de cierto barroco; solo que
el suyo es un barroquismo que viene
dado por el lenguaje. En un estilo
ascético, sencillo, coloquial, Piñera
elabora un universo original e inquietante, en el cual un humor corrosivo,
cercano a veces al esperpento, contribuye a ofrecer un cuadro amargo de la
condición humana. Respecto al título
bajo el cual se publicaron, comentó
que le fue sugerido por Rodríguez
Feo y él le encantó.
Una vez más, Gombrowicz demostró su agradecimiento a Piñera. En
una breve carta le decía: “Leí como
cincuenta páginas de su volumen
El Mar y la Montaña
15
Cuentos fríos. Sepa, en todo caso,
que estoy en verdad impresionado y
creo que esto lo consagrará definitivamente, su verdadero terreno es el
cuento. El libro tiene más fuerza de lo
que posiblemente sospecha. Más rico
que La carne de René, ya que contiene
variantes. No le haría ilusiones, Virgilio, respecto a un asunto tan importante para usted, así que puede confiar
en mi sinceridad. A ver si logro escribir algo más amplio en mi castellano
que paraliza y convierte el proceso
de escribir en un martirio”. En efecto,
en una revista de Buenos Aires (resulta imposible precisar cuál, pues Piñera guardó el recorte, sin ocuparse de
apuntar la fuente), el novelista polaco publicó una lúcida nota en la que
comenta que estos cuentos “dirigen
su sarcasmo contra la necia vacuidad
del mundo y de la existencia, pero a
veces la necesidad asume color local
y entonces el autor se convierte en
profeta de la frustración americana y
en glorificador de la inmadurez que
nos caracteriza”.
Volver, con la frente marchita
A fines de 1957 se estrenó en La Habana una nueva pieza teatral de Piñera:
Falsa alarma, dentro de un programa de absurdo cubano dirigido por
Julio Matas e integrado además por El
caso se investiga, de Antón Arrufat. El
texto se había publicado en 1949 en
los números 21 y 22 de Orígenes, un
año antes de que se estrenase en París
La cantante calva, de Ionesco. Hay una
patética anécdota relacionada con esa
obra. En 1950 Piñera realizó un viaje a
Bélgica y Francia. Su estancia en París
coincidió con una temporada en el
Teatro Odeón de la compañía de Jean
Louis Barrault y Madeleine Renaud.
Piñera dejó al primero una copia
traducida al francés de Falsa alarma y
el número del hotel donde se hospedaba. Barrault, por supuesto, nunca lo
llamó y, posiblemente, ni siquiera se
tomó el trabajo de leer aquel original
que, en su estética, se anticipaba a la
famosa pieza de Ionesco.
16 El Mar y la Montaña
Piñera había viajado a La Habana para el estreno de su obra y se
quedó una semana más, para asistir
a la reposición de Electra Garrigó y el
montaje de otro texto suyo, La boda,
que Adolfo de Luis dirigiría para el
Mes de Teatro Cubano, a realizarse
en febrero de 1958. El montaje, a su
juicio, salió mal, de acuerdo a lo que
le cuenta en una carta a Humberto
Rodríguez Tomeu. Como allí admitía,
para él sería catastrófico tenerse que
quedar en tal ambiente artístico. Así
que regresó una vez más a Buenos
Aires. Sin embargo, los años de exilio
empezaban a pesar para él, y cayó
en una aguda crisis emocional. En
junio de 1958 le escribió a su hermana Luisa que ansía “la paz, acabar de
fijarme en Cuba y terminar […] Siento
que tengo alma en mi pecho, lo más
importante que todavía no he puesto en mi obra. Sé que pasarán largos
días todavía antes de poder expresarlo, y sé que esto es lo único que me
queda. Hasta ahora he escrito con la
soberbia y espero ese día glorioso y
amargo en que escribiré con la humildad. En ese día sabré de sobra mi
destino más verdadero”.
En noviembre de 1958, hizo las
maletas y volvió a La Habana, tal vez
sin la certeza de que nunca más regresaría a Buenos Aires. El panorama que
halló en su hogar era asfixiante: “De
vuelta de la Argentina encontré mi
casa tal como la había dejado hacía
unos años. Su ritmo no había cambiado en lo más mínimo, ni tampoco su
economía sufriera cambio alguno.
Es decir, que continuábamos siendo
el real que habíamos sido durante
cuarenta y cinco largos años. Después
de las naturales efusiones, mi madre,
me llamó aparte y me pidió “prestado” (siempre utilizábamos esa fórmula) un peso. Además, me dio las eternas explicaciones y se deshizo en
miles de excusas. Media hora más
tarde mi hermana se acercaba para
implorarme otro peso; todo acompañado de la palabra “préstamo” y
las explicaciones y las excusas. Para
aclarar un absurdo que ya empezaba
a formarse alrededor de mi persona,
considerada como viajero provisto de
abundantes fondos, declaré abruptamente que mi capital consistía en
la modesta suma de diez pesos. Y
añadí: ‘Los cuales estoy dispuesto a
dejar en el fondo común de la casa’.
Estas palabras, que podían parecer a
cualquier otro que no fuera un miembro de mi familia algo así como una
indelicadeza, fijaba, por así decirlo,
mi posición de eterno menesteroso
y deshacía de un papirotazo ciertas
esperanzas infundadísimas que mi
familia alimentara por el hecho de
haber vivido yo en uno de los países
más ricos del planeta”.
El cuadro parecía cerrarse irremediablemente para el escritor, cuando
pocas semanas después se produjo
la caída de la dictadura de Fulgencio
Batista y la entrada en la capital del
ejército rebelde. Unos hechos que
marcaron el comienzo de una nueva
etapa de la vida de Piñera.
Buena parte de la documentación utilizada para
redactar este trabajo corresponde a cartas y
diversos textos inéditos que forman parte
de la papelería de Virgilio Piñera, propiedad de sus herederos. Aparte de esa fuente,
aparecen citas de los siguientes libros:
José Bianco: “Prólogo. Piñera narrador”,
en El que vino a salvarme, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1970.
Witold Gombrowicz: Diario Argentino, Buenos Aires, Ed. Sudamericana,
Buenos Aires, 1968.
Alberto Garrandés
(La Habana, 1960). Narrador, ensayista y editor.
Entre su amplia bibliografía publicada se
encuentran El concierto de las fábulas (ensayos), (Ed. Letras Cubanas, 2008), merecedora
del Premio Alejo Carpentier de Ensayo 2008,
y Días invisibles (novela), (Ed. Oriente, 2009).
Posee, entre otros importantes reconocimientos, el Premio Nacional de la Crítica en 2003,
por Cibersade y el Italo Calvino de novela 2010,
por Las nubes en el agua.
H
Uno
ace algunos años,
mientras leía
el guión que escribió Samuel
Beckett para su obra Film,
donde actúa un Buster Keaton envejecido y genial, comprendí con claridad que la relación, en Film y fuera
de Film, entre el Ojo y el Objeto, era,
a la larga, un asunto de la autopercepción, o de la tragedia de existir como
autorrevelación del cuerpo a pesar de
la conciencia.
A inicios de los años cuarenta Virgilio Piñera empezó a publicar con sistematicidad sus textos narrativos, un
grupo de los cuales vino a conformar
el núcleo de lo que podría considerarse su política del cuerpo y su gramática de la carne, o, para decirlo con
relativa sencillez, su denodada y versátil interlocución con el yo del soma
—el “otro” que mora, alternativo, en
el soma—, cuya convencional “independencia” o “enajenación” sirve de
estructura a una zona de su poética.
Para advertirlo de entrada: lo que
de absurdo tienen determinados relatos suyos de esta naturaleza no es más
que un engañoso envoltorio capaz de
“esconder” las actitudes del escritor
frente al asunto del cuerpo. El cuerpo como territorio del goce y escenario tragicómico del sufrimiento. El
absurdo, en tanto impresión de disloque, es el efecto que causa en nosotros una gestualidad bastante externa, sobre cuya base Piñera edifica —y
continúo refiriéndome a esos relatos
cárnicos y también carnales— ese
“otro” de su(s) soma(s), toda vez que,
para llegar a la materialización identitaria de ese o esos somas, el “otro”
necesita por lo común adscribirse a
una fábula de trazos dramatúrgicos.
Es decir, necesita de un personaje que
se enfrente a un problema-enigma de
(perteneciente a) sí mismo, o de un
semejante, y que sostenga un diálogo difícil con el espacio por donde
discurre, y que experimente un ansia
perentoria: la de contarnos qué le
sucede, pero sin establecer marcas de
verosimilitud en su discurso, al modo
convencional de esa narrativa no
realista que cae in medias res porque
da por sentadas ciertas cosas.
Algo de perversa y asustada entomología hay en esos relatos de Piñera que nos hablan de la carne, o que
grafican la manipulación del cuerpo
mientras desdramatizan el horror o
enfrían el goce. La estética propuesta mediante la frialdad —la displicencia del raconteur, la meticulosidad
desapegada de los sujetos que actúan
como narradores-protagonistas, la
quemadura paradójica de lo helado—
es congruente con un estilo donde lo
accesorio se expulsa automáticamente, pues sólo cabría en un barroquismo reproductor de superficies, no
así en la densidad interior de determinados actos que aquí están como
preñados de significación, aun cuando
se inscriban en el mundo inmediato.
Me refiero a la experiencia lingüística
de Cuentos fríos (1956), fuertemente
custodiada por los textos de Poesía
y prosa (1944), donde de hecho ya
habían aparecido algunas piezas recogidas en aquél.
Un prototexto tenaz atraviesa las
páginas de esas ficciones sobrearticuladas en la carnalidad, y es que se
trata, ni más ni menos, de una historia
—una historia abstraída— capaz de
adoptar hoy algunas maneras de eso
que se llama pensamiento complejo. Allí el escogimiento de opciones
morales, estéticas, o sociales de un
El Mar y la Montaña
17
personaje arquetípico se soluciona
en la simultaneidad, pero sin riesgos
de desgarramiento, como podemos
observar en esas criaturas espantadizas y llenas de recelo —tocadas
por cierta comicidad y horrorizadas
por la perspectiva de los compromisos donde el soma desempeñe algún
papel— que Piñera alcanzó a forjar
en varios momentos de su trayectoria narrativa. En cuanto al trasfondo
común, determinado por la carnalidad, el goce y el dolor —un estatuto
básico y sus dos extremos dramatúrgicos—, lo que puede llegar a estremecernos es su persistencia, su notoria propagación.
El primer sintagma del prototexto, una categoría donde al menos
nominalmente florece un archirrelato irresuelto, es de índole entomológica —hace un momento insinué
algo en esa dirección— porque casi
todas las acciones se promedian en
la experiencia analítica. Decir esto
es como decir que un carnicero con
talento artístico es capaz de reducir su grosero y enigmático animal
de consumo —un cerdo, pongamos
por caso— a una serie de “bellos”
conjuntos primarios, de acuerdo
con las texturas y los desempeños: conjuntos de piel, de grasa, de
músculos, de huesos y de vísceras.
Y de ahí en adelante los subconjuntos. Hablo de una competencia
analítica que excluye a la crueldad
y las emociones “calientes”, por así
denominarlas. Esa competencia es
la de quien “ajeniza” —o enajena—
el cuerpo para después trucidarlo
sin dolor, o en circunstancias donde
el dolor tiende a abolirse o, simplemente, es negado en su existencia.
Una competencia que, además, lo
es a causa de sus saberes específicos en torno a los distintos rendimientos del cuerpo.
El cuerpo propio resulta ajeno
porque la conciencia agredida lo
transforma en una cárcel de la que no
hay escapatoria. Y es por ello mismo
que la conciencia practica aquí esa
emancipación donde el cuerpo, al ser
un componente no emancipable, se
18 El Mar y la Montaña
acepta después de ser segregado. El
cuerpo es objeto de una fragmentación que lo desacraliza. En su completez, al ser cuerpo mítico —porque la
completez nunca es objetiva, ya que
el cuerpo es una construcción cultural constantemente rebasadora—,
nos acogemos siempre a la indivisibilidad del cuerpo. En fin de cuentas, al
oír esa palabra: cuerpo, conectamos
enseguida con un concepto totalizador y contradictorio.
En el segundo sintagma del prototexto reina el desasosiego, y el cuerpo
mítico —objetivado como un “otro”
que es, asimismo, “emancipable” de
la conciencia— pierde su empaque.
Luego de su “análisis”, cada parte
queda sometida, reducida o confinada. El “otro” del cuerpo es doblegado y entonces el yo más o menos
común de esos personajes cárnicos o
carnales puede acercarse a ese “otro”
con el fin de comprender un misterio, una angustia o un deseo. Hay
varios cuentos de Piñera donde tiene
lugar la mutilación analítica y donde,
además, la experiencia alrededor de
esa mutilación tiende a graficarse con
una impávida escrupulosidad. Volvemos, pues, a uno de los orígenes de
ese estilo magro, descarnado.
El tercer sintagma encierra el
reconocimiento del artificio que el
cuerpo, “su” yo y el yo de la conciencia acaban de promover y construir.
Sin embargo, dicho reconocimiento
posee una doble condición. Por una
parte, ocurre gracias a los poderes
representacionales de la literatura,
que no es evocada en los textos en
tanto tal —como un referente libresco, digamos, ni como una circunstancia filosófica capaz de cuestionar
la aptitud del lenguaje para inventar realidades o concederles materialidad a ciertos escenarios de la
conciencia—, sino más bien como
algo que se encuentra a medio camino entre el sueño y el ensueño. Por
otra parte, aquel reconocimiento del
artificio no posee un carácter meditativo (el carácter meditativo lo ponen
algunos lectores y una porción de la
crítica), pues la densidad diegética
del prototexto es grande y, al cabo,
no es objeto de lesión alguna. El
personaje arquetípico se involucra
con obstinación en una red de actos
y estados que hace suyos algunos
acuerdos fuertes (dentro y fuera de
la tradición) del relato de aventuras,
entendido como un sistema de motivaciones y posibles narrativos.
Estos tres sintagmas admiten la
descolocación, pero en cualquier caso
nuestra lectura de los textos topa con
ciertas gradaciones alegórico-simbólicas que perviven en la “materialidad” de los hechos escuetos y el estilo
conciso. Ahora bien: ¿dónde se producen las articulaciones entre los tres
sintagmas? O bien: ¿qué fenómenos
—del mundo de la política del cuerpo,
de la gramática que lo cinematiza, de
la lengua que lo enuncia— les sirven
de bisagras? Creo que son tres: el
goce pánico del cuerpo, la huida lejos
del dolor y un tipo de sometimiento
estetizado por medio del cual se llega
también a una extraña comicidad.
Dos
La obra narrativa de Virgilio Piñera es de una plasticidad y una porosidad tan permisivas, que no resisto la tentación —dado, como soy, a
las interpretaciones ficcionales— de
desandar sus tramas creativamente, para interrogarlas mejor. O sea:
volver a los caminos que dibujan ciertos argumentos, re-contar determinadas fábulas densas (en cuanto a su
proceso de significación) y re-articularlas dentro del mismo sistema que
ellas edifican y al que pertenecen en
última instancia.
Cuando aludo al goce pánico del
cuerpo, la huida lejos del dolor y a
un tipo de sometimiento estetizado,
estoy pensando en un grupo de relatos breves dados a conocer por Piñera en los años cuarenta y cincuenta,
pero también reparo, y muy especialmente, en dos novelas suyas: La
carne de René, publicada en Buenos
Aires en 1952, y Pequeñas maniobras,
aparecida en 1963 en La Habana, bajo
el sello de Ediciones R.
Voy a detenerme en ciertos núcleos
de ellas y dejaré para más adelante el
examen de esos relatos breves —“La
carne”, “La caída”, “Unión indestructible”, “El caso Acteón”—, donde el
cuerpo y la corporalidad devienen
emblemas de un imposible: la liberación del yo.
La carne de René es la graficación de una de esas fábulas densas
donde el desenvolvimiento de las
acciones —las que ejecuta el personaje y las que lo atraen o repudian
dentro de un gran juego— constituye
siempre un peculiar tipo de reflexión
sobre el cuerpo, el placer y el dolor.
Antón Arrufat, uno de los ensayistas
mejor preparados para identificar y
comprender los sentidos de la obra
de Piñera, ha dicho con razón que La
carne de René es una novela capaz
de retomar y emulsionar la tradición
—más o menos clásica— del relato
iniciático y de aprendizaje. En el juego
dicotómico donde René se sumerge,
hay un punto neutro, equidistante del
dolor y del placer: la autopercepción
interlocutiva del cuerpo.
Cuando me refiero a la densidad
de las acciones, lo mismo en La carne
de René que en algunos otros textos
piñerianos, intento aludir a una política de la enunciación del cuerpo (y de
la carne que lo forma y lo mueve), una
política cuya divisa esencial es la de
esquivar en fárrago +de las predicaciones en torno al cuerpo por medio
de las alegorías y las insinuaciones.
Se trata de acciones densas porque
sus referentes culturales y específicamente filosóficos, a flor de texto
o encubiertos por una dramaturgia
compleja, las convierten en gestos y
en puntos de vista de un pensamiento que se expresa mediante la ficción.
La sombra de dichas acciones reproduce con alarmante sencillez lo que ellas
son en principio, pero subrayan, sobre
todo, la índole de esos referentes y el
intercambio de signos al que ellos se
entregan.
El juego de / en busca de / alrededor de René dibuja a un perseguido crónico que termina desconfiando
de todo y de todos. Un perseguido que al final se encuentra a solas
con la carne (con su cuerpo silencioso, pero lleno de palabras), y que ha
probado, con horror, algunas opciones que ella representa. El cuerpo y la
carne del personaje son deseables, lo
mismo para el placer sexual (el cuerpo supuestamente interventor de
René frente a los intentos de seducción de la señora Pérez) que para el
placer del sometimiento doloroso (el
cuerpo intervenido).
El goce del cuerpo, la huida lejos
del dolor y el acatamiento estetizado son grandes acciones que gravitan sobre René, ese sujeto apetecido por todos menos por sí mismo,
que casi se desmaya en una carnicería a la vista de un montón de carne,
que se horroriza durante la iniciación —concrecionada por medio de
una marca a hierro candente en una
nalga— en la Escuela del Dolor, que
tiembla al ver a un San Sebastián con
su propio rostro en el despacho de su
padre, y que no sabrá qué hacer con
el álbum de fotos de la señora Pérez,
donde hay numerosos chicos desnudos, todos también con su rostro.
Entre la posibilidad de la compañía erótica —junto a una mujer que
toca el piano, es sensual a su modo y
vive orgullosa de tener una cama muy
cómoda— y la posibilidad de sucesivas laceraciones que buscan un conocimiento tan ordinario como trascendente, René opta por convertirse
en un desertor. Descree de ambos
saberes —el que le proporcionaría la
cópula y el que obtendría a cambio
de la entrega al dolor y la sangre—,
y de esa forma Piñera define, con una
nitidez acaso filosóficamente incómoda, un personaje capaz de renunciar a
dos tipos de instrucción congruentes
con dos doctrinas de carácter pedagógico, institucionalizadas por las
prácticas humanas más inmediatas,
incluida la práctica de la razón.
¿Qué significa, en términos de
identidad humana, la existencia de
un personaje como René, que viene
a ser, por simple exclusión, el voto, o
el dictamen personal, de un novelista
ante el gran concierto (o desconcierto) de su época? ¿Qué tipo de vida
hacedera cabría en la perspectiva de
René, desentendido de las mujeres
(de la tupida operatoria sentimental femenina), ajeno a los compromisos sociales que impliquen de cierta
manera una entrega, y, desde luego,
contrario al padecimiento corporal, a
la ulceración, a la herida? He aquí dos
preguntas inevitables.
René es la contracción de la carne
—¿pero la contracción no implica, al
cabo, cierto enfriamiento?— ante el
reticente deseo de la señora Pérez
y ante las místicas propuestas y las
violentas tentativas del Dolor como
modus vivendi. Ese dolor es, en efecto, un límite, y nos preguntamos en
qué medida serían sus sacerdotes, sus
proveedores y sus anunciantes precisamente quienes radicalizan la experiencia humana (al acogerse a la ética
del dolor y reducirla a la inevitable
carnalidad del sufrimiento) para evitar
contaminarse de otras experiencias
subalternas, engorrosas y detestables. Porque, al lado del dolor como
sistema, ¿qué importancia tendría
el sexo? ¿Cobraría el sexo la auténtica dimensión de un contrario puro,
o terminarían sus practicantes por
renunciar a esa asepsia, para mezclar,
impuros, el dolor con el placer?
Pero las cosas cambiarían bastante si modificáramos esas dos interrogaciones, agregándoles un breve
complemento. ¿Qué tal si pensáramos en la importancia que tendría,
para René, no la sexualidad ni el
sexo en general, sino específicamente el sexo con mujeres? Es obvio, al
menos, que esa experiencia no es de
su interés, no le concierne, pues rehúsa articularse con las tipologías de la
seducción que la señora Pérez representa, y más cuando descubre, entre
el desconcierto y el temor, dentro
del baño de la sicalíptica dama, un
maniquí que es la réplica exacta de sí
mismo, de su cuerpo, lo que le hace
pensar que la señora se consuela con
un facsímil a falta del apolíneo —o
eso suponemos— original.
Ese y otros elementos de excepción
delinean el carácter de distopía tragicómica de La carne de René, que tiene
El Mar y la Montaña
19
su origen y su comprobación fáctica justo ahí, en el resultado cotidiano
—y sobra decir que distanciadamente
novelesco— de esas disensiones semifantásticas, o semi-oníricas: no al dolor,
no al sexo. Pero, no bien intuimos —o
suponemos— que se trata de un NO al
compromiso (de cualquier naturaleza) y
de un NO al sexo con mujeres —donde
la misma negativa privilegia un rol de
género, un outing que no necesita de
ningún outing—, René se transforma,
por voluntad propia, en un paria, un
intocable.
Tono seco. Ámbito presuntiva o
realmente sangriento. Peripecia tragicómica sin concesiones.
De ahí a ese San Sebastián que
preside el despacho de su padre va tan
sólo un paso. Las flechas del mártir
cristiano, devoto de un ideal secreto,
apenas confesable, tienden a desmaterializarse en la figura de René. Cuando
el Sebastián mítico, de quien se dice
que era el jefe de una de las cohortes
de la guardia pretoriana, hace su outing
frente al emperador Diocleciano, este
lo castiga. Sebastián se ha rebelado
íntimamente contra el poderío romano. Y lo flechan. Pero no muere. Una
mujer, Irene, lo cuida. Una mujer casta,
pero que vive durante un tiempo con
él. ¿Cómo es, en una mujer, cotidianidad casta con un hombre? ¿Cómo es
la castidad del día a día de un hombre
con una mujer, de un hombre que, en
específico, descubre su fe en Cristo?
No se nos dice nada más sobre el mito.
Tan sólo que Sebastián, ya curado de
sus heridas, regresa ante Diocleciano
y lo acusa de crueldad, después de lo
cual la misma guardia pretoriana mata
a golpes al converso.
(Quien detecte en mis palabras
una alusión al outing del escogimiento o la sensibilidad homoeróticas,
deberá tomar en consideración que
no estoy subrayando la identidad
homosexual de René —cuyas señales, si es que tales cosas existen, no
acaban de parecerme del todo claras,
lo que en términos prácticos y estéticos me remite a una ambigüedad
plausible—, sino más bien el hecho
de que su outing —así como, en su
20 El Mar y la Montaña
tiempo, el outing del mártir Sebastián— posee la misma textura y acaso
el mismo ritmo de ciertos outings del
sujeto homoerótico moderno, de
acuerdo con las teorías queer, que,
en muchas oportunidades —todo
hay que decirlo—, se pasan de rosca
en cuanto a teorizaciones y querellas
conceptuales.)
Hay una especie de deseo de
muerte, o de insistente inmolación,
en el Sebastián santificado, ese que
agoniza y muere justo después de su
outing. A diferencia de éste, sacrificado a causa de un compromiso y un
credo revelado, el Sebastián de Pequeñas maniobras no quiere relacionarse
con sus semejantes. Es como si René
hubiera escapado del espacio novelesco de la novela de 1952 y hubiera ingresado, con otro nombre y bajo
otra piel, en el ámbito habanero de
Pequeñas maniobras, donde, ya con
el nombre de Sebastián, vive en una
pensión y sostiene un breve compromiso con una mujer. El compromiso se reactiva ante la posibilidad
de matrimonio, pero cuando está a
punto de realizarse, Sebastián rompe
el vínculo. Y así va tejiendo su vida,
entre atarse y desatarse.
¿Qué tenemos aquí? Pues a un
René metamorfoseado, que logra
huir de las amenazas del dolor, que
alcanza a neutralizar la semiosis constante de su cuerpo en la sensibilidad
de los otros, o que sale vencedor en
su pelea contra la carne. La extrañeza de René es ya el miedo de Sebastián, quien, ufano, puede decir que su
epos ha concluido en la anulación y la
dispersión de su yo, un yo cuyo poder
se multiplicaba, con tantos sobresaltos, en su carne, y que ahora pertenece a un territorio ordinario, más o
menos tradicional, lleno de hábitos,
casi aburrido, casi mediocre, sin grandes maniobras, y contrario, pues, a lo
insólito de esas grandes prácticas que
son el ejercicio límite de la carnalidad
en el sexo, los contratos del placer, y
el riguroso conocimiento de la fragilidad a través de la lesión física.
Tres
El ideal apolíneo en la figura de Sebastián, mártir cristiano, varón santo de
belleza restrictiva, se revela esporádicamente, sin las efusiones de un imposible epigonismo —el santo comienza a aparecer en la baja Edad Media,
y es, ya lo dije, un icono del sacrificio
gozoso que todo outing revela—, en
una estatuaria clásica cuyos ejemplos
mejores, en relación con el cuerpo de
Sebastián, son el Gálata moribundo
y el praxitélico Hermes con Dionisos
niño. Ahí, en esos y otros ejemplos,
nace el deseo de representar con
fidelidad una tonicidad muscular hija
del esfuerzo físico (el Discóbolo, de
Mirón), o del dolor y la desesperación
(Laocoonte, de Apolodoro de Rodas),
graficables en dos tipos de suspense,
también muscular, que habitualmente
se articulan y que se avecinan modernamente a la enunciación del placer.
Pero articulados no a la naturaleza
del placer, sino a su ritmo, en especial
cuando el placer se transforma en un
deleite duradero y estetizante, como
sucede en el Antínoo que está en el
Museo de Delfos.
El San Sebastián de Andrea Mantegna, una pintura del siglo XV, propone contorsiones muy definidas —los
músculos están como dibujados—, y
en esa misma definición, congruente con un cuerpo bien magro, casi
de explaya una idea cubista de la
descomposición del cuerpo, o de su
fisiología sentimental. Es poco menos
que la definición sobre-estetizada de
los cuerpos bajo condena de BurneJones en La Rueda de la Fortuna, o de
los cuerpos arrobados —a causa del
deseo, o del intercambio sexual antes
y después de la representación— que
se aprecian en los cuadros de Tamara
de Lempicka, donde ese cubismo se
constituye, por cierto, en una especie de homenaje o de intervención en
una poética del gesto doloroso que
ya se había practicado por lo menos
desde el Mathias Grünewald de El
Cristo de los ultrajes.
El Sebastián mítico de ese outing
que ahora podría parecernos una
confesión desesperada, quemante,
imposible de evitar, es una suerte de
paradigma varonil que Virgilio Piñera
interviene desde la perspectiva aportada por una fabulación que deviene
deseante en dos direcciones. Por una
parte, el modelo es victimizado por
distintos asedios que siempre desembocan en la carne —o en la transacción social, sexual, sentimental y ontológica del cuerpo, pero en especial de
uno que detesta oír (ser recipiente de)
confesiones—; por otra parte, Piñera
le da una forma óptima a Sebastián,
su sujeto del deseo. Teresa, la chica
de Pequeñas maniobras, vive pendiente de él hasta que Sebastián rompe su
compromiso con ella. Al mismo tiempo, él, heredero (con ventaja) del René
de la novela de 1952, va evadiendo
una por una las posibles trampas que
le tienden los demás, hasta quedar
impoluto, ajeno, en su burbuja, a todo
contacto humano que implique algún
tipo de devolución o intercambio interesado. Porque Sebastián siente horror
del interés que los otros pueden llegar
a sentir por él.
El paradigma piñeriano en torno
al mito del varón (santo) que hace su
outing, se conecta con la idea de la
belleza —en este caso, de una belleza posible o deducible— agredida o
lesionada. No sabemos bien cuánta
belleza, o cuánto atractivo físico hay
en el Sebastián de Pequeñas maniobras, pero podemos intuir que alguna dosis le proporciona el novelista.
¿Contraste con la realidad personal
de Virgilio Piñera, de quien se dice
que era feo? No me atrevo a decirlo, aunque podría ocurrir. ¿Anhelo
de jugar en el territorio del atractivo físico, de construir (desde una
corporalidad agradable) un tipo con
encanto, con ángel, y que, sin embargo, está lleno de tiquismiquis y revela al cabo una profunda mezquindad vital, fuertemente ajena a lo que
se esperaría del ejercicio de esos
dones? Quizás. ¿Un Virgilio Piñera
feo y desembarazado en cuanto a su
paso por el mundo (o desembarazado en cuanto al paso de su sexualidad por el mundo), contra un Sebastián cautivador, o medianamente
llamativo, que, por el contrario, no
acaba de hacer su outing y se conduce como un apocado asustadizo?
Podría ser.
Sin embargo, me temo que acabo
de construir un esquema elevado por
encima de una compleja red de movimientos, donde es obvio (o así parece)
que la personalidad del protagonista
es un contrincante con el cual se elabora una cabeza de turco. Pero ¿contrincante de quién? ¿De Virgilio Piñera?
¿De su personalidad creadora?
Hace un momento, mientras
escribía estas reflexiones, me llamó
por teléfono un amigo, el narrador y
dramaturgo Humberto Arenal. Sostuvimos, como suele ocurrirnos, una
sazonada conversación —de lo literario a lo doméstico, y de lo doméstico
a lo literario— por medio de la cual
supe que había disfrutado, en alguna
medida, de la amistad del autor de
La carne de René. Me cuenta Arenal
que Piñera no ignoraba su indiferencia o su desinterés con respecto a ese
libro. Cuando se dio a conocer Pequeñas maniobras, Arenal leyó la novela y
se acercó a Piñera. Le dijo, contento
—por suerte Arenal es un hombre que
no puede sino entregarse a su propia
sinceridad—, que le había gustado.
Entonces, con cierto orgullo, Piñera
le confió al autor de El sol a plomo
que eso ya él lo sabía, pues se trataba de un libro más realista —intentaba decirle a Arenal que el texto se
encontraba más en su cuerda—, o
tal vez más inmerso en la inmediatez
de las circunstancias. Esto sorprendió bastante a Arenal, ya que, en su
opinión Pequeñas maniobras efectivamente escondía (o disfrazaba) algunas claves sobre la relación entre la
identidad del personaje protagónico
y la identidad de su creador.
La belleza agredida o lesionada es,
de hecho, un tópico de la representación del mártir cristiano, en quien
las flechas no cesan de alegorizar
un intento de ataque a su identidad
(¿incluida la sexual?) y de destrucción
de su soma, que sus agentes no aplazarían. El Sebastián piñeriano no es,
por supuesto, un mártir. Pero sí es
un evadido, un prófugo del contacto
humano, sin llegar a los extremos de
Wakefield, aquel maravilloso personaje de Nathaniel Hawthorne —protagonista de su relato homónimo—, que,
obsesionado por la idea de la muerte,
quiso conocerla de antemano y abandonó su casa, su familia y sus amigos,
y se escondió cerca de su residencia,
en una pensión, completamente solo,
sin otra compañía que sus pensamientos, durante veinte años, hasta
que un día, como si tal cosa, entró en
su casa y saludó a su mujer y regresó
a su vida de antes, pero con la seguridad de que la muerte no era más que
el tiempo detenido más la ausencia
de las palabras.
René está, pues, más cerca del
Sebastián cristiano que el personaje homónimo de Pequeñas maniobras. El epos de René se desentiende por completo de la intrahistoria,
no tiene en cuenta los microprocesos. La novela de 1952 pone en
juego una gestualidad casi dramatúrgica donde las acciones alcanzan
a poseer un volumen físico notable.
En la de 1963, aquel epos grueso se
cambia por un rizoma fino, es decir,
la fábula va enunciándose por medio
de esos diminutos giros y contragiros
de Sebastián, un individuo cuya vida
se gasta en una especie de búsqueda del equilibrio, pues ha decidido vivir fuera de todos los espacios
para garantizar la existencia del suyo
propio.
Cuerpos bellos, o simplemente atrayentes, como sucede en las
representaciones del santo martirizado que aportan Tiziano y José de
Ribera. Cuerpos que reproducen,
pero sin acentuarla desgarradamente, la tonicidad muscular visible en
Mantegna y otros iconos renacentistas del sufrimiento. En el caso
de Tiziano, la figura de Sebastián
se desborda en una morbidez casi
femenina, cuando comprobamos que
el torso —muy joven y suave, pero
varonil— se inclina hacia la derecha,
mientras la cabeza y el cuello van a
la izquierda. A esa dislocación, que
no llega a ser precisamente enfática, se añade el hecho de que la pier-
El Mar y la Montaña
21
na izquierda está como retrasada (o
flexionada, a punto de alzarse) con
respecto a la derecha, y estos movimientos le dan a la figura un toque
especial que invita a pensar en una
debilidad triste, quejosa, a punto de
ser muda, y sin embargo contrariada
por la fuerza visible en el cuerpo, en
especial el abdomen, la pelvis y los
muslos. En lo que toca al Sebastián
de José de Ribera, la puesta en escena del martirio es, ya se sabe, barroca. Hay mucha luz, no hay sangre
—el cuadro de Tiziano es sombrío y
podemos ver la sangre del mártir—
y el cuerpo de Sebastián, más débil
que el que pinta Tiziano, se constituye en todo un gesto pomposo en
medio de su discreción, que en última instancia resulta una apariencia de discreción: el brazo izquierdo está levantado por completo, el
torso corta en diagonal, de derecha
a izquierda, el espacio, y la mirada
va hacia lo alto. Un vientre escueto y
una axila (la izquierda) poderosa.
Cuatro
En una novela del siglo diecisiete, escrita por el japonés Ishara Saikaku —Nanshoku Okagami, o The Great Mirror of
Male Love, según la traducción de Paul
Gordon—, unos jóvenes actores del
teatro kabuki, todavía aprendices, visitan un bosquecillo en busca de setas.
En el bosquecillo hay una cabaña abandonada, cuyas paredes están parcialmente cubiertas por trozos de papel
donde se puede leer una especie de
obra dramática que habla, con peculiar
lirismo, del amor entre varones jóvenes. Con una mezcla de pudor y alegre
desenvoltura, cada uno de los aprendices toma una hoja de papel y lee en voz
alta. Algo sucede. La suave atmósfera de camaradería —risas, presunción
de aventura— se modifica un poco, y
la fuerza que los había fusionado hasta
entonces se cambia por otra, se individualiza, y entre los jóvenes empiezan a
crearse vectores de fuerza de carácter
binómico, acaso un tanto esquemáticos, pero que dejan adivinar la existencia de una súbita fragmentación de la
sensualidad general, transformada casi
22 El Mar y la Montaña
de repente en micromundos donde una
espera y un misterio mutuos —traspasados por un suave coqueteo— son lo
fundamental.
Saikaku logra crear en esa secuencia, en la cual los personajes dialogantes bordean con alguna obstinación el asunto de la edad —su grado
de juventud y, asimismo, la complejidad de sus vínculos con el mundo y
la vida—, una especie de clima cuya
voluptuosidad no posee la gravosa
y concentrada persistencia de ese
erotismo capaz de servir de antesala
o preámbulo al sexo. Se trata de un
erotismo harto fluido, y, sin embargo, la mirada del lector sería siempre capaz de detectar, entre los jóvenes aprendices, el inicio de una lenta
inmersión en el otro, bien ajena, por
cierto, al interés por las setas, que el
cualquier caso se transformaría en un
pretexto especialmente bienhechor.
Según nos indica Baudrillard en De
la seducción, esta nace en la conjetura de un secreto que, una vez descubierto, nos llevaría al sexo por entre
los enlaces sentimentales donde el
cuerpo se involucra. La seducción
como estímulo, no como operatoria,
tiene forma de enigma, ciertamente,
pero, aun así, al esquema de Baudrillard, asentado —es obvio— en los
procedimientos y contratos culturales de la sensibilidad occidental, le
falta quizás el aura del llamado pensamiento complejo, en cuyo ámbito se
cuece buena parte de la literatura que
se ocupa de estas cuestiones, o que
las roza o escamotea para aludir a
una riqueza capaz de suscitar las figuraciones y las sospechas.
En el relato de Piñera “Una desnudez salvadora”, los cuerpos de los
dos hombres, tanto el que ya está (el
del narrador) como el que adviene en
calidad de contradictor, son cuerpos
desnudos. El narrador yace acostado
en el suelo de esa especie de ergástula a la que alude el texto, y de súbito se presenta el otro, acompañado
por una ira espectralizada, sin móvil
aparente. La densidad de un cuento
tan breve nos deja demasiadas opciones de intelección, y más si comproba-
mos que la índole episódica del texto
nos invita, arteramente, a construirle un pretérito y un desenvolvimiento ulterior, que Piñera no escribe. El
sujeto que adviene siente enormes
deseos de matar al hombre que yace.
Pero dice que no podrá hacerlo sin un
arma. La celda es un sitio limpio de
objetos, no hay nada con que el otro
pueda ejercer su violencia.
¿Qué ocurre allí? A mi modo de
ver, el arma imposible es un significativo mediador cuya ausencia el otro
lamenta. Incluso la posible víctima le
dice, en un giro macabro típico de
Piñera, que use las manos. Pero el
sujeto que adviene rechaza ese ofrecimiento. Tiene que ser con un arma.
Y como en la celda no hay ningún
objeto utilizable a guisa de tal, el
hombre que está en el suelo salva la
vida. El arma subrayará la voluntad
estrictamente homicida del hombre
que adviene. Ambos están desnudos
y esa circunstancia es completamente
embarazosa. Crea demasiadas ambigüedades que ellos, por cierto, no
han buscado. Cuando el hombre que
está en el suelo, acostado —ni siquiera se levanta; está tirado allí todo el
tiempo—, le dice al agresor que use
las manos, está arrojándolo, consciente o inconscientemente, a una
periferia que el agresor evita todo el
tiempo. Es obvio que no quiere tocar
al hombre. Los dos están desnudos y
cualquier aproximación física (o casi
cualquiera) fundaría, en las mentes
de ambos, un tipo de articulación a la
que por lo menos el agresor no quiere darle paso. Esta presunción del
contacto equívoco es un correlato de
lo que se enuncia en las zonas blancas de la escritura de “Una desnudez
salvadora”: el cuerpo es un conjunto
de signos móviles en constante estado de reciprocidad.
Más allá de la complacida autofagia de “La carne” y el fetichismo
reductivo de “La caída”, en un texto
como “El caso Acteón”, acaso uno de
los más densos de toda la narrativa de
Piñera, las cosas ocurren o se montan
en una línea de posibles lógicos que
protegen su pertinencia (o simple-
mente la buscan) bajo la sombra de
un mito clásico prestigioso. En el
texto hay dos hablantes que ergotizan, por así decir, sobre lo que ambos
denominan “la cadena Acteón”, que
va desde Acteón mismo, descubierto por Diana, hasta los perros del
joven príncipe tebano, que siempre
se hallan en un dilema: o reconocen
a su amo y se ponen contentos, o no
lo reconocen y se abalanzan sobre él
y lo destrozan.
Sin embargo, lo que a Piñera le
interesa no es la urdimbre del mito,
sino el desconcierto que se produce entre el discurso de los personajes y sus actos. Y así como el discurso de los disminuidos contendientes
de “Una desnudez salvadora” logra
a duras penas entablar un nexo de
correspondencia con sus actos, el
discurso de los hablantes de “El caso
Acteón” se distancia, en una especie
de disimulo, del problema del cuerpo,
que es donde todo acontece. Porque,
mientras conversan sobre Acteón y
sus perros, los hombres descubren
sus pechos y se tocan el uno al otro,
antes de que, primero con suavidad
y después con un vigor brutal —de
hecho las voces de los hombres se
alzan de continuo, y ambos escupen
grandes dosis de saliva al hablar—,
empiecen a introducir las uñas, los
dedos y las manos en el pecho del
otro.
¿Se relamen de gusto los personajes, o es que lo que hacen con sus
cuerpos se constituye en una metáfora física —tal vez una extraña sinécdoque— de lo que no alcanzan a hacer (o
no quieren hacer) con sus sexos? Misterio. Tal vez Piñera está concrecionando
el dolor de un saber arriesgado, como
es el saber sin límites con respecto al
otro. El texto es tan raro, tan disolvente y aplazador de sus sentidos, que
podemos acogernos a varias posibilidades. Pero en realidad resulta indudable que los dos hombres se envuelven en ellos mismos hasta “hacerse
una sola masa, un solo montículo, una
sola elevación, una sola cadena sin
término”, de acuerdo con las palabras
de Piñera, que insiste en ese asunto
de la compenetración de los cuerpos
en “Unión indestructible”, cuando los
amantes se empapan en brea para no
separarse jamás.
En “Amores de vista” Piñera nos
habla de un hombre que resuelve
toda su ansiedad de contacto sentimental en la virtualidad de lo imaginario, pretendiendo así, y logrando
además, que las mujeres bellas lo
amen. Antes el narrador-protagonista nos ha dicho: “Ninguna mujer me
ha querido”. Entonces se entrega a
sus ficciones —a la fabricación de su
felicidad—, pero al final nos confía
esto: “A veces, y este es mi caso, en el
infierno se logra disimular las llamas
y los quejidos”.
La lectura de “El enemigo”, escrito en 1955, hace que entremos en
contacto con el tópico del doble,
pero sin el esguince de lo fantástico, ya que se trata, en esa oportunidad, del miedo a un yo interior que
se identifica con la independencia del
cuerpo en tanto sistema de recepción y estimulación, una autonomía
que Piñera observó parejamente:
desde la perspectiva de la ficción y
las posibilidades dramatúrgicas de
un agonista solitario, evaluador de su
tragedia, y desde la perspectiva de la
historia, donde el cuerpo se explica
de veras en tanto elaboración del yo
y los otros, y donde lo fantasmático
empieza a llenarse de pruebas realistas. Así, pues, “El enemigo” nos habla
de un sujeto con un miedo encarnado, guardado dentro de su cuerpo.
Un miedo que él sepulta durante una
hora, por ejemplo, en la bañadera.
Una afortunada hora donde ocurren
dos cosas, aparte del aseo del cuerpo: el autocompendio de la desnudez y el encuentro con el sexo. Sin
embargo, el miedo es algo muy serio
y muy fuerte, y vence al protagonista.
Cuando esto sucede, en la inminente
entrega final a una especie de muerte, comprendemos que el hombre ha
estado luchando contra una obsesión
que lo tantaliza: la imagen del cuerpo,
o el cuerpo mismo. El yo del hombre
se rinde ante la energía avasalladora de su cuerpo, que se lo traga. En
el desenlace del relato el narradorprotagonista logra que se lo lleven,
como un trasto más, junto al resto
de los objetos de la casa. Ha logrado vengarse de la esclavitud que su
cuerpo le impone, ha logrado subyugar una única vez a su enemigo, ese
ser que lo sometía de continuo y que
está muy próximo a suplantarlo, a
robarle la identidad.
Hay, sin embargo, algunas preguntas que hacer. ¿Qué miedo interior
es ese que el hombre guarda, angustiado, dentro de sí? ¿Por qué, en los
momentos cruciales de su vida, es su
cuerpo la metáfora o la encarnación
de su miedo, transformado en enemigo, en opositor?
En principio, diríamos que el del
hombre es un miedo somático, de
lo vital. Un miedo que se antepone
a todo, como una duda metódica,
y sin que jamás adquiera una forma
o una explicación determinadas. Es
el miedo en proceso de René, o el
miedo de Sebastián, que sí tenían
causas precisas. Sólo que el hombre
de “El enemigo” entiende que su cuerpo deviene el receptáculo del miedo
—un sentimiento sin origen cabal, o
que ha evolucionado en busca de un
absoluto—, o más bien que el cuerpo analogiza al miedo mismo, transformados ambos, gracias a una franquicia aberrante, en el otro posible
del uno. Al cabo, el cuerpo está allí,
enfrentándose al hombre, exigiéndole acaso la ejecución de ciertos actos
de los cuales el ascético protagonista
se sustrae una y otra vez.
El Mar y la Montaña
23
Un hambre infernal:*
la cena y proyecto para un sueño
María de los Ángeles Matienzo
(La Habana,1979). Narradora, crítica y editora. Lic. en Educación en Español-Literatura. Trabajos suyos aparecen publicados en varias revistas cubanas y extranjeras. Actualmente
trabaja en la Ed. Letras Cubanas.
E
son categorías
indiscutibles de la universalidad, pero el hambre —más que
la necesidad de alimentarse— siempre ha existido, es imperecedera por
encima de cualquier historia, produce
monstruos y es la que ha impulsado la
evolución del hombre.
En “La cena”, la miseria y el hambre
están fundidos al espacio físico y la
colectividad. El narrador se incluye en
el grupo que solo comenzará a diferenciarse a partir del poder de absorción del olor.
Quizás, en otro contexto un suculento almuerzo hubiera bastado, pero
en el narrador, como en el cubano
promedio, la comida ausente, más
que el almuerzo, puede ser motivo
de angustia, como si los sueños estuvieran condicionados por la cantidad
de calorías que se ingirieran a pocas
horas de dormir.
Lo que pudiera ser para otros
malos hábitos alimenticios, en Cuba es
una costumbre: la comida es primordial, más que el desayuno, el almuerzo o cualquiera de las meriendas que
quisiera instaurarse como tradición.
Se invierte la filosofía y la necesidad es placer. No es comer para tener
fuerzas, sino es comer para reponer
las fuerzas; no es comer para vivir
sino vivir para comer.
La comida, la gula junto a sus
delicias añadidas. El eructo que
l amor y la muerte
26 El Mar y la Montaña
recuerda “el copioso almuerzo” y no
suculento, haciendo más válida —en
el caso de la pobreza— la cantidad
por sobre la calidad.
Pero en este caso el narrador no
es protagonista de simples miserias.
Los indicios que da, demuestran que
no anda en un simple vaivén de la vida
donde, por el momento, el infortunio le ha tocado a la puerta, sino que
sobrelleva una condición paupérrima.
El hambre ciega, por eso llega a
oscuras. El proceso de digestión del
almuerzo había acabado y después
de caminar una distancia de cinco
kilómetros, claro que los eructos
también debían haber desaparecido. El vacío del estómago, después
de la gestión de “solicitar en vano la
comida de la noche”1 en el “Auxilio
Nocturno”, creció junto a la oscuridad que se hace más intensa mientras
son más los que padecen las mismas
ansias: es un hambre colectiva que
hace delirar a todos, como si se estuviera anunciando una crisis mundial o
una hambruna que arrasara la tierra.
Puede que fuera una oscuridad interior que se reflejara a través de sus
ojos. La penuria del yo es reflejo de la
privación del resto; el yo se diluye en
el otro, identificados por la miseria.
Llamada por su nombre, el hambre,
cuando se hace atroz, sumerge al que
la padece en la más absoluta oscuridad y aunque en esta ocasión es una
experiencia colectiva, los tormentos
son personalizados, como los sonidos
de las barrigas famélicas, los apetitos
se satisfacen según las necesidades
propias: “uno era como el aire que
se escapa de los tubos de un órgano
cuando el que lo toca abre todas las
llaves del mismo; el otro se parecía
a ese chillido seco y prolongado que
emite una mujer frente a una rata, y
el tercero podía identificarse al cornetín que toca la diana en los campamentos.”2 Debiéramos inferir, entonces
que los acompañantes de infortunio
son, en medio de la oscuridad, esos
sonidos. La caracterización no pudiera ser más precisa: uno podría ser un
hombre gordo, voluminoso; la segunda, una mujer medrosa, y el tercero, un
hombre enflaquecido por la miseria.
Aún cuando interpretáramos tal
caracterización, los jugos gástricos y
las tripas removiéndose en el vacío de
las barrigas, son las que emiten, en
primera instancia, lo que pareciera al
protagonista, música: dos instrumentos de viento y una voz.
Como antesala a los delirios, las
resonancias que, en una situación
normal, pudiera ser un rumor, Virgilio lo convierte en ruidos alarmantes, espantosos.
Y nos sobreviene, más que un análisis literario, una interpretación gastronómica. Cada uno de los platos a los
que hace alusión fueron/son viejos
anhelos cubanos: “¡Carne con papas!”,
“¡arroz con camarones!”, “¡rabanitos!”,
y luego, unas costillas doradas y un
tamal en cazuela.
Los reconoce en cuanto sus sentidos se adaptan a la situación y deja
de analizarlos para formar parte, con
cierta nostalgia de lo que sucede.
Entran las narices en el absurdo,
pasan a ser protagonistas, a caracterizar
el todo por la parte de sus compañeros
a partir de un olor, quizás imaginario,
que remite a los “platos nacionales” y
que les hace satisfacer la urgencia.
El narrador-protagonista no se
permite una contemplación más
para involucrarse él mismo en tamaña ilusión, porque aún cuando el
olor no fuera imaginería colectiva y
realmente se colara por la ventana,
no hay nada más inasible que el aire
y lo que él arrastra.
Con las “¡Empanadillas, empanadillas…!” entra el narrador a participar de lo que él mismo catalogara
como “un festín romano”, a la manera que nos tiene acostumbrado Virgilio, donde lo latino, lo clásico se tiñe
de cubano para decirnos que somos
lo mismo aquí que allá, que lo universal está en todas partes. Una cena
antitética a las representadas desde
referentes bíblicos: La última cena, de
Leonardo Da Vinci se caracteriza por
su austeridad y si hubiese un elemento cohesionador sería la camaradería
que une a sus comensales.
Junto a la ilusión que causa el olor
y su futilidad, se percibe cierto grado
de resignación que, junto a la ironía y
a la falsedad, hacen de las circunstancias el gran absurdo.
La boca pierde su función de recibir, sintetizar alimentos y permanece cerrada, “semejante a ostras”,
desechando lo material para hacer de
la espiritualidad el mejor alimento.
Las narices no intentan, casi llegan
al techo de la habitación, pasan a
formar parte de la imaginería que
provocan los olores, quieren volar para
alcanzar su objetivo, no se conforman
con la simple aspiración, intentan
aligerarse como pájaros o mariposas.
El narrador, tan implicado en el
esfuerzo de aspirar cuanto platillo
atravesara la habitación, se limita a
narrarnos los hechos. Las definiciones y las disquisiciones filosóficas las
deja para después de la hartura que
nunca llega, pese a ser tan variada la
mesa. Los ruidos se vuelven exageradamente altos y los olores, hacen a
las narices pantagruélicas representaciones en Virgilio.
En la realidad no ficcional el
hambre no se sacia con elementos
etéreos, el hambre es concreta, tangible, aún cuando Virgilio lo pretenda,
la realidad de la que testimonia él
mismo que ha tomado cada una de
sus narraciones lo reafirma.
Del olor y el ruido, pasa a los
sueños para poder cubrir, más que
hartarse, la premura del apetito que
una veces parece pura urgencia culinaria, otras sexual, otra del espíritu.
En “Proyecto para un sueño” pareciera que al despertar comienza la
acción, sin embargo, por la lluvia y las
peripecias que protagoniza el narrador, nos damos cuenta que nos envuelve una onírica piñeriana, y que cada
uno de los vericuetos responde a la
hambruna del personaje. Es un sueño
dentro de otro, del que se busca la
salida, pero como el infierno descrito
por Dante Alighieri, posee varios pisos
y con ellos sacrificios y castigos.
Las relaciones que establece con el
otro son de subordinación, de dependencia. “El uno”, el narrador, el necesitado, el hambriento; “el otro”, el objeto/sujeto convocado, narrado en la
historia que tiene el poder del dinero
y por tanto, la solución al hambre.
Y comienza con un gran equívoco —“En el sueño recordé que debía
llevar a mi compañero unas cartas
que este había recibido dirigidas a mi
nombre”— que sienta las bases de la
relación y los liga irremediablemente. Se trastocan las individualidades a
través de un objeto tan privado como
lo es una carta.
La correspondencia actúa como el
pretexto que aporta el subconsciente
para que el narrador-protagonista, establezca la relación de tensión, donde el
hambre es la única responsable.
El hambre con que el yo ha quedado dormido en un tiempo fuera de
la narración, pero que es tan vívida,
que a no ser por las peripecias y las
descripciones arquitectónicas físicamente imposibles, nos hace dudar del
estado del protagonista.
Las tensiones que se crean entre
ambos personajes también son consecuencias del hambre. Su “compañero”, no menos hambriento, evade
la presencia del yo, (“Le indiqué un
sitio próximo, pero no me hizo caso
y tomó por la dirección opuesta”) lo
que hace que este insista sobre su
presencia y exagere la importancia de
las cartas que ha recibido.
No se sabe cuál es el motivo de
la evasión, sin embargo, como en los
sueños es imposible asir la realidad,
concretar los hechos, el narradorprotagonista tendrá que pedir más
allá de las consecuencias su “café con
leche con tostadas” para, al final, aún
cuando él sea el favorecido por la ley,
no haber satisfecho su carencia.
No obstante, transitamos por
un mundo tangible, sitiado por una
lluvia que va transfigurando los sitios
conocidos, hasta que sus protagonistas comienzan a “introducirnos en las
casas: igual por una puerta, que por
un muro, que por una ventana.”
Si intentáramos reconstruirnos los
espacios que el narrador propone nos
perderíamos en el intento. Tal como
sucede en La divina comedia, “las
descripciones no pueden remitirnos
a espacios reales o tangibles, debe
permitirse a la imaginación ser guiada por el lenguaje poético para que
cualquier lugar pueda ser posible”.3
Virgilio se basa en la construcción
de la parte vieja de una ciudad como
La Habana que, ecléctica al fin, exhibe fachadas de arquitecturas coloniales, condicionadas y subdivididas
por la precariedad; y conjugadas, a su
vez, con concepciones modernas de
distribución del espacio.
El infierno que se representa ya
condicionado por el hambre, ya por
la lujuria que provoca el otro y al que
el narrador se subyuga, también es
precario, sucio, dentro hay encierros, destrozos y sequedad, que se
define como una maldición dada la
El Mar y la Montaña
27
importancia de la maldita circunstancia del agua por todas partes.
El sueño es un infierno en tanto
no se logran concretar los anhelos, es
solo un estado de la conciencia donde
se agudizan las tensiones, los miedos;
es lo más cercano que tenemos al
infierno, al paraíso, a la eternidad.
En vez de círculos, Virgilio se plantea cuadrados, en las lozas del piso,
cuadrados en las habitaciones que
recorre el narrador. Dante, recorre
las galerías o los círculos y el narrador en “Proyecto para un sueño”, nos
muestra un infierno donde cada indicio resulta un espacio descrito por el
italiano, para al final resultar salvo
siempre salvo.
Como conocedor y quizás practicante de la religión católica atraviesa el limbo para llegar al infierno
aún cuando la posición de su creador, con respecto al cristianismo, sea
categórica:
“Es una suerte de estratagema
dialéctica por lo que se les hace armonizar y que muy bien podría ser ejemplificada por una de esas hipótesis
de física mecánica; por ejemplo, por
aquella que dice: ‘Un cuerpo, lanzado
en el espacio, a una velocidad n, recorrerá una trayectoria x… etc, etc’.”4
El limbo o el primer círculo es el
deambular por la ciudad justo antes
de que la lluvia arrecie porque es el
agua por todas partes lo que los transporta a un segundo espacio/círculo
donde la soledad es agobiante y el yo
insiste en perseguir a su compañero
arrastrado por el hambre manifestada como la lujuria: obseso no deja
de seguirlo, se deja arrastrar ya por
el hambre ya por la masculinidad que
hay en el otro.
El tercer círculo se diferencia en
circunstancias, no en espacios: “pasábamos por calles que la lluvia hacía
casi irreconocibles”5 donde el yo no
desiste e insiste, no se salva, no huye
del tiempo y continua persistente en
su glotonería.
Gradualmente la narración pasa
de una realidad con algunos indicios
que hacen sospechar de la veracidad
de los ambientes, a la ilusión o a una
realidad alucinatoria que se hace más
28 El Mar y la Montaña
verosímil en la medida que avanza y
llegan a lo que sería la galería principal del sueño.
La unidad que les ha dado participar del mismo sueño, los convierte
en partes iguales y lo que en un inicio
era el yo, en el narrador protagonista y la otredad, en su compañero, se
funden para comenzarse a diferenciar
de los otros.
Las situaciones y la arquitectura
onírica son descritas a partir de los
referentes que tienen con respecto al
otro. El piso de la primera galería que
atraviesan, les recuerda a “esos puentes colgantes que los salvajes tienden entre dos riberas”, aun cuando el
diseño inicial respondiera a la de un
mezanine de arquitectura colonial.
En correspondencia con esta
variante arquitectónica, la visión del
otro que proyectan es de un tono
colonialista, catalogándolo así de
“salvaje”. Se respira una corriente
subterránea que establece relaciones
temporales entre la arquitectura del
lugar y las visiones del mundo de la
época constructiva. Virgilio se apoya
en la arquitectura para construir un
mundo de valores y hacerse de una
representación de la humanidad.
La gran verja de hierro y el estado del piso —“la galería estaba dividida en su justa mitad por una gran
verja de hierro. Entonces, de la verja
hacia el lado opuesto, (…) los pequeños trozos movibles de madera estaban en su mayor parte arrancados de
su sitio o partidos en varios fragmentos…”— establecen el punto de vista
del observador que no necesariamente está ligado a los espacios/círculos
que comenzará a transitar.
Si transparentáramos el infierno
dantezco con las etapas o los espacios
por los que transita el yo en “Proyecto
para un sueño”, el cuarto círculo es
la gran galería donde los niños anunciando lo nuevo, el cambio, a lo que
el narrador teme, y aunque no interactúa directamente con ellos, les teme y
busca una solución, ya sea aliándose
a su acompañante, ya sea encontrando él mismo otra salida. Sin embargo
son estos los pródigos, los que permanecen chocando y mofándose los unos
con otros que se describen en el infierno. No hay ingenuidad en la niñez, no
hay inocencia posible.
A esta altura de la narración ya “el
uno” se torna como testigo de ambos,
priva de voz al “otro”, domina la situación, manipula su sueño, nos narra la
historia y encuentra una salida para
evadir sus miedos: de un lado los
niños y del otro un abismo trastocado
en pozo o aljibe secos en contraposición a la laguna fétida, del lado opuesto a la verja de hierro, en el cuento; en
Dante a la muralla de hierro.
En ese vacío están los libres pensadores, los materialistas, los escritores
y es en el cuarto círculo donde el yo
narrador protagonista no quiere caer.
Ante la determinación de presionar al otro a un convite, hace que
la solución sea cualquiera menos el
salto al vacío, que significaría renunciar al objetivo que lo había arrastrado a tamaña empresa.
La conciencia como en la dinámica de los sueños representa un
papel importante y lo demuestra la
arquitectura del lugar que va evolucionando según los eventos lo vayan
exigiendo. Así mismo la arquitectura
va respondiendo a la complejidad con
que se construyen las psicologías de
los personajes.
Un espacio tan reducido como lo
podría ser lo que abarcan dos “ojos
de buey practicados en la pared lateral izquierda”, son el sexto círculo
que, como una revelación, aparecen
para mostrar la continuidad, el futuro. A los personajes les permite salir
de la galería y a Dante le es revelado
su destierro e infortunio.
El hombre “tan pequeño como
el enano más pequeño del mundo”
montado en zancos que se les acerca
es el minotauro del séptimo círculo
que mitad hombre, mitad otra materia, les impresiona por su poder sobre
los demás. Y cada una de las jaulas
que alberga a hombres convertidos
en animales que por su decisión han
llegado a tener el aspecto de un tigre
o de una abeja o de una ratón —he ahí
el libre albedrío que quizás no reconozca Dante, pero sí Virgilio— son los
recintos que conforman este círculo.
Aún cuando el narrador lo asuma
como placentero y se vea tentado
porque es aquí donde único el acto
de comer se materializa, no lo escoge
como opción para sí y huye en cuanto
puede. ¿Será que no está dispuesto a
pagar el precio que exige? “‘¿Y cuál es
el precio?’ ‘le grité yo, pues la altura
exigía un aumento de voz’, ‘¿cuál es
el precio?’ Y él a su vez me respondía:
‘El amor infinito a la humanidad’.”
El octavo círculo atestigua sobre
los prejuicios raciales del narrador:
son negros los músicos que representan a los rufianes, a los seductores, a
los charlatanes y a los cortesanos, los
bailadores inconcientes por la sordera que los distancia de la realidad,
que los lleva a la muerte súbita. En
este penúltimo círculo se representa lo grotesco y los que lo habitan
—si se pudiera utilizar el término—
tienen la piel cubierta de lepra, mientras que los de la narración tienen la
piel diferente, o sea, negra.
Virgilio el escritor, el testimoniante, tuvo que sobreponerse en lo
cotidiano a las limitaciones de una
educación de provincia, viciada por lo
grotesco y el prejuicio racial:
“¿Qué crimen, qué desgracia, o
qué peste albergara aquella casa, que
ofrecía por quince lo que en todas
partes se daba por treinta?
Temblando de pies a cabeza toqué
el timbre. La puerta se abrió enseguida como si alguien estuviera estado esperando detrás de ella (…). Vi
entonces una cara negra, abotargada,
un pelo negro de estopa con todas
sus mechas al aire como una bandada
de totíes, y una boca negra que decía:
‘Aquí está lo que usted busca…, y
finalmente, una mano negra que
tomaba mi mano’. Me decidí a entrar.
—‘No, Virgilio ‘me dije—, esta es una
casa como todas las casas; aquí no
te van a sacar el corazón para hacer
un filtro…’ Mercedes (así se llamaba la negra), (…) me hizo recorrer
la casa y debo confesar que estaba
presidida por la diosa limpieza (…)
In menti hice una lista de objeciones,
todas ellas, pensaba, capitales: ¿Qué
pensaría mi madre, cuáles serían sus
pensamientos ante mi resolución? ¿Y
si algún miembro de la familia pasaba por la capital y me visitaba? ¿Y si
mis respectivas tías se enteraban y le
pasaban el dato al resto de la familia?
¿No sería ello un borrón echado sobre
la ‘inmaculada’ pureza de la nuestra?
Además, lo negro, ¿no contaminaría
mi cuerpo y mi alma? ¿No emborronaría lo físico y lo moral? ¿Podría yo
convivir con negros, yo, que en los
parques provincianos ocupaba la fila
de los blancos? ¿Y no se situaba dicha
fila junto a la estatua del prócer de
turno como indicando que, por nuestra condición de blancos estábamos
más cerca de la majestad, santidad,
potestad y blanquedad? (…) juntos
pero no revueltos (…) De pronto
recordé a mi nodriza…”6
Con un guiño único a Dante, quizás
sea que el edificio, el laberinto, el infierno que acabaran de abandonar cambiara de fachada recordando por su vejez
una construcción del siglo xiii.
Luego, una iglesia invitando al arrepentimiento donde el altar había sido
sustituido por un “canal de alabastro por donde corría un café negro y
humeante” como indicando que ya
era hora de despertar; sin embargo,
no habiendo completado todos los
anillos de la condenación, era necesario continuar con las peripecias.
La salida no es el fin. Ya en la calle
el yo y el otro se convierten nuevamente en personalidades independientes, se vuelven ellos otredades y
se comparten los papeles de traidor
y traicionado; víctima y victimario; el
verdugo se alterna entra los dos: el yo
decide no seguir a su compañero en
“el fango tentador” y el compañero
decide vengarse.
Como en el noveno círculo, la
autoridad, esta vez vestida con uniformes que “seguían un modelo estrictamente medieval”, apresan y condenan
al otro y salvan al yo que no ha querido caer en tentación. Cuando imaginamos una ruptura, una separación definitiva la lascivia, el deseo por “el café
con leche y las tostadas”, simbólicos
o no, hacen recobrar la conciencia al
personaje que decide seguirlo. El final
redondea el ciclo de deseo que obstinadamente empezó con un equívoco.
Otra señal de la cercanía de la
ficción con la realidad del autor; o
de la proximidad del despertar, del
amanecer o de la salida, es el acompañamiento musical del tango argentino en boga por entonces en la ceremonia del café. A ratos se asoman los
referentes culturales: los treinta y tres
años de condena, número con connotaciones místicas; el chaqué con que
revisten al salvo, el mismo que había
“usado en la función de la noche anterior el actor que tanto me gustaba ver
representar” para recordar la farsa
que está aconteciendo; o el chino
como elemento de mal agüero en el
glosario de supersticiones cubano.
Nueve, tres veces tres, son los
estadios en los que Virgilio Piñera ha
puesto a transitar a sus personajes,
como Dante Alighieri, reconoce con
imágenes el infierno construido para
todos, donde la religión católica se
eleva como formadora de conciencias, donde el pecado y la salvación
forman parte de la construcción de
la conciencia y del imaginario; espacio interior que se expande a través
de símbolos.
* Este trabajo es un fragmento del ensayo
“Desmembrar el cuerpo frío, jugar con
Virgilio Piñera”. (N. de la E.)
1
Virgilio Piñera: Cuentos Completos, Ediciones
Ateneo, 2002, p. 38.
2
Ídem: p. 38.
3
http://www.circulohermeneutico.com/NuevosHermeneutas/Colaboraciones/dante2.pdf
4
Virgilio Piñera: “De la destrucción”, en La
Gaceta de Cuba, no 5, septiembre-octubre,
2005, p. 10.
5
Virgilio Piñera: Cuentos completos, p. 40.
6
Carlos Espinosa: Virgilio Piñera en persona,
Ediciones UNIÓN, 2003, p. 77
El Mar y la Montaña
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Nersys Felipe
(Guane, Pinar del Río, 1935). Narradora y poeta.
Ganadora en dos ocasiones del Premio Casa de
las Américas, con sus libros Cuentos de Guane
y Román Elé. Por su extensa obra literaria y sus
reconocimientos fue distinguida con el Premio
Nacional de Literatura 2011.
E
n un barco cargado de balas
y cañones, llegó Mariano a Cuba: recio,
moreno, galanteador, y siendo
sargento del ejército de España.
Un día, en La Habana, conoció
a Leonor: ojos moros, pelo oscuro, piel de seda clara, y al saberse
enamorados, se casaron y se volvieron mamá y papá.
Lo habían ascendido y era ya subteniente. Pero no quiso serlo más y fue
policía-celador del barrio del Templete. Luego, lo mismo, pero del barrio de
Santa Clara, y ahí hasta hoy: cuidando
con celo el orden y llevando su uniforme con honor y gallardía.
A Pepe le gusta verlo uniformado,
no se lo ha dicho, tiene que decírselo, y él, cuando puede, lo saca a ver
mundo y a que aprenda cosas de varones. Ah, y con su gorra valenciana.
Lo ha sacado tres tardes de sábado seguidas, oyendo, cada tarde, los
adioses de Leonor y sin oír la matraca
bajita de La Chata:
—Qué malo es mi papá, saca a
Pepito y a mí no. Ni un día me convidan, pasean y yo no. A ver, ¿por qué? A
mí también me gusta. ¡Vaya, también!
El primero de los sábados, van al
puerto. Pepe cuenta los barcos, los ve
salir y entrar, saluda a los marineros, y
se entera por Mariano del daño que les
30 El Mar y la Montaña
hace la bebida con alcohol, porque los
pone borrachos, los tumba al suelo y
en el suelo los deja despatarrados.
—Cuando un hombre se emborracha, sea o no marinero, no vale nada.
Recuérdalo, Pepe.
El segundo, recorren la calle de
las tiendas, cuántas tiendas: en la
acera de la sombra, en la del sol, y
cada una con su nombre pintado a
la entrada. Pepito los va leyendo en
voz alta, de corrido, sin fallar. Y qué
orgullo el del padre. Orgullo oculto,
callado, pero que Pepe siente mientras camina de su mano.
Y el tercero, salen en carretón a
extramuros rumbo a la serena y deliciosa llanura de La Habana, por la
que el tren corre, pita, suelta humo
y traquetea.
El sol sube y pica. Saludan, los saludan, el niño se sonrosa y el padre dice:
—La vega de mi paisano está
después de esos güines.
Crecen por cientos, se mecen,
murmuran, Pepito puede olerlos, y
Mariano retoma el tema:
—Me espera con un saco de maíz
tierno. Y para no dejármelo pagar,
porque ser paisano es ser hermano, y un
hermano no vende, un hermano, da.
A Pepe le habría gustado un viaje
a dos caballos, el de su padre, alazán
y el suyo, blanco. Pero ni uno tienen.
Y aunque viajan en un roído carretón
prestado, Pepito se divierte con los
locos andares de su mula Chifladita,
tan amada por su dueño, que la prestó con un lazo punzó al pescuezo y
encargándosela a su papá como si
fuera una señorita.
Pero, al salir del güinal y atravesarse un lechoncito, Mariano hala
riendas, Chifladita se aturde, pierde el lazo, corcovea, y el carretón da
tal tumbo, que Pepe casi se cae. Por
poco se mata. ¡Qué miedo sintió! Y
ya derechas las ruedas, el lazo en
su lugar y el susto yéndose, con qué
orgullo dice:
—Me agarraste en el aire, papá,
me salvaste.
Y dice Mariano:
—Para eso estamos los padres.
A Pepito le encanta salir con él. Lo
lleva a la calle de las muchas tiendas,
al campo, al puerto, y sin ser carretonero, guía de lo más bien un carretón,
por viejo que sea, por más loca que
esté su mula y sin querer aplastar a
un lechoncito.
Es peleón, conversa poco, apenas
sonríe, pero Pepe a su lado se siente seguro. Y cuando lo atrae con fuerza, porque en la calle se desboca un
caballo bravo, se le aprieta, lo mira, y
al ir a decirle...
—Papá, cómo te quiero.
...sin saber por qué, no se lo
dice.
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2010
Eldys Ba
I
lo difícil que fue para
Nersys Felipe volver a escribir
prosa después de publicados sus
libros Cuentos de Guane y Román
Elé (Premios Casa de las Américas
en 1975 y 1976 respectivamente),
obras imprescindibles de la literatura infanto-juvenil cubana.
El protagonista de Cuentos… es el
primer niño que en la literatura cubana se enfrenta a la muerte. Con este
texto, su autora logra que los lectores
sientan como suya la pérdida del abuelo del protagonista. Este libro se ha
mantenido vivo treinta años después
por la vitalidad que se respira en sus
páginas; en él se exponen las emociones reales de cada uno de sus personajes y se rompen las barreras etáreas.
En el caso de Román Elé, la discriminación racial, y de nuevo la familia,
son los temas tratados. El medio deja
de ser un ente pasivo para convertirse en un personaje más, tanto que
muchas veces determina el comportamiento de otros. Si Elé no hubiese
conocido la libertad de las palmas, el
río, las flores y los pájaros, no hubiese luchado por ser libre. En la historia de este niño negro confluyen todas
las virtudes que pueda tener un buen
libro, desde la ternura hasta el lenguaje depurado en exceso pero, sobre
todo, se aprecia el respeto a los lectores, no sólo a los niños, también a los
adultos.
Casi diez años después de aquemagino
llos Casa… y sabiendo que era punto
de mira de muchos críticos, editores
y escritores, Nersys publica Cuentos
de Nato (Ed. Gente Nueva, 1985).1 Es
increíble que a veinticinco años de
aquella edición sólo escasas palabras
se hayan escrito sobre ella. Imagino que esto se deba, primero, a la
carencia de crítica literaria que existe
en Cuba, que en el caso de la literatura para niños y jóvenes se magnifica; segundo, a la ausencia de soportes impresos en donde se publique la
poca crítica que sobre literatura infanto-juvenil se escribe, y tercero, a que
muchos esperaban que este cuaderno superase a Cuentos de Guane y
a Román Elé. Pero —y hacia estas
personas van mis preguntas— ¿acaso
son superables esos dos libros?, ¿diez
años no son suficientes para despertar otros intereses, otras inquietudes,
otras sensibilidades?
La familia es el centro de esta
novela, y aclaro que es una novela,
no un libro de cuentos como sugiere el título. Esta es una trampa que
la escritora había empleado ya en
Cuentos de Guane y que nuevamente utiliza como señuelo para llamar
la atención de los lectores. Elimina
las barreras de la comunicación con
los niños y la primera palabra que le
regala es la que, en materia de literatura, más les gusta: cuentos; aunque
no sea exactamente esto lo que vayan
a leer.
Con la cita de José Martí que sirve
de pórtico: El que ha andado la vida y
visto reyes, sabe que no hay palacio
como la casa de familia, Nersys revela
dos cosas: que sigue siendo deudora
de la obra de nuestro Apóstol y que
otra vez la familia sirve de excusa
para recrear una historia de conflictos y emociones. En esta ocasión la
autora se arriesga a escribir sobre la
convivencia, supuestamente tranquila, apacible, pero con toda la ebullición que provoca la coexistencia de
tres generaciones bajo un mismo
techo. Esa ebullición que nace de los
sentimientos. […] Si una casa tiene
cuatro cuartos como la mía, es casa
buena para que viva la familia. Mis
padres, mis abuelos, mis hermanas y
yo, sumamos siete, somos la familia
y tenemos, además, sala, saleta, un
patio con matas, baño, cocina, comedor y portal. El techo es de madera,
fresco, altísimo, y una vez al mes,
que siempre es domingo, mis abuelos lo sacuden con un escobillón. […]
Cuando pone el punto final a estas
palabras nos adentramos de la mano
de ella, o de Ignacio, el protagonista y narrador,2 por cada una de las
habitaciones. De esta forma comienza a familiarizar a los lectores con el
lugar donde se desarrollará la trama
y al final del libro logra que los niños
tengan dos lecturas simultáneas: la
que ella escribió y la que ellos están
viviendo en los rincones de la casa.
Como en otros libros, Nersys hace
un homenaje a los héroes cubanos
del siglo xix,3 demostrando que la
historia se puede enseñar sin teques
compulsivos y panfletarios. Y, con
mucho ingenio, asocia los nombres
de los héroes de la guerra de 1868
con niños llenos de dudas, inquietudes, alegrías y tristezas; pues no debe
olvidarse que, antes que valientes
libertadores, estas personas fueron
muchachos inquietos, adolescentes enamorados y jóvenes rebeldes.
A lo largo de estas páginas Ignacio,
el protagonista, y Amalia, su hermana, nos llevan a la casa del temerario Agramonte y cuando escuchamos
al abuelo decir: […] ¿Sabes que hay
nombres como pedacitos de histo-
El Mar y la Montaña
31
ria? ¿Sabes que los hay como cajitas
de recuerdos? […] nos convencemos
de que estamos repasando un episodio de la historia de Cuba. Quizás el
valiente mambí camagüeyano y su
esposa tuvieron puntos en común
con estos personajes.
Sin dudas, Cuentos de Nato es un
libro cubano, no sólo por la presencia de elementos del folclor en cada
una de las descripciones, sino porque
su autora dialoga constantemente
con la historia de nuestro país; pero
es a la vez un libro universal porque,
sin didactismos forzados, muestra
pasajes de la historia de la humanidad: […] Sé que esta Venus es una
estatua antigua, de más de dos mil
años, y que se la ve tan majestuosa y serena, que mirarla encanta. Sé
que la encontraron en la isla Milo, de
allá, de Grecia, bajo tierra, sin brazos,
y que sin brazos se quedó, porque
nunca los hallaron. Y sé que ahora
está en París de Francia, en el museo
El Louvre [….]. En pocas páginas se
demuestra que la historia de Cuba es
tan importante como la otra, esa que
está más alejada pero que también
nos pertenece.
Especial atención presta Nersys
al personaje de Li May, un ave rara
dentro de la familia, quizás porque
tiene cuatro años y a esa edad los
niños manifiestan una espontaneidad
única, o quizás porque tiene mucho
de la autora. A diferencia de sus
hermanos que tenían nombres como
pedacitos de historia el de ella significa “Flor de cerezo”. Quiere ser escritora y se teje un mundo en donde la
fantasía es la principal protagonista.
Con este personaje no sólo se marca
las diferencias entre adultos y niños
sino también las que existen entre los
pequeños. Ignacio, Amalia y Li May,
aunque niños los tres, no tienen la
misma forma de comportarse.
Si prestamos atención a las palabras de Omar Felipe Mauri:
[…] En las primeras obras de la
década de los ochenta, abuelos y abuelas mediaban entre
el niño y el mundo. Luego, de
tan cómplices, se convierten en
protagonistas de una segunda
infancia que comparten con sus
nietos hasta el punto de oponerse a los padres y discrepar con
los adultos […] Por las abuelas
y abuelos es posible acceder a
las interioridades humanas en
una amplia variedad de sentimientos, experiencias, voces y
anhelos; por ellos conocemos
de la naturaleza, de las tradiciones y la historia patria, fundidas
y decantadas por un proceso
personalísimo de gran riqueza expresiva, filosófica y existencial. Los abuelos abrieron
un capítulo lírico, imaginero y
humanista en las letras infantiles cubanas después de 1980
[…]4
podremos descubrir que Cuentos de
Nato es un fiel exponente de la literatura que se escribía en ese período. Los abuelos de esta historia son
cómplices de los niños y vienen a
suplir al padre ausente. En Cuentos
de Guane, la muerte del abuelo era
motivo de tristeza. En Román Elé, los
maltratos a los que era sometido el
niño negro y la muerte de su abuelo Calazán. En Cuentos de Nato esta
ausencia desencadena situaciones
emotivas similares a la de las novelas
anteriores.
Un amigo dijo hace muy poco que
si Félix B. Caignet era el más humano de los autores, la más humana era
Nersys Felipe5 porque en todos sus
personajes afloran los sentimientos.
No existe otra forma para que las
historias acompañen eternamente a
sus lectores. Para muchos será difícil olvidar las últimas palabras de la
carta que Ignacio le escribe a su padre
[…] Bueno, papá, escríbeme pronto,
porque cuando leo una carta tuya,
cuando estoy leyéndola, el Océano
Atlántico se vuelve una lagunita […]
en esta frase se resume toda la nostalgia del cuaderno.
De igual forma, en algunos capítulos se percibe cómo la escritora se
deja dominar por su otro yo: la Nersys
poetisa y convierte comunes preguntas y respuestas en versos llenos de
sensualidad, magia y lirismo. Los
capítulos “Sueñecitos” y “La selva”, lo
ilustran.
—Corazoncito, ¿no sientes frío
en esta cama tan grande?
Y ella me responde:
—Lo sentía, pero ya no, tú me lo
has quitado.
—Y vuelvo a preguntarle:
—Corazoncito, ¿no sientes tristeza en esta camota?
—Y ella vuelve a responderme:
—Sentía, y mucha, pero huyó en
cuanto llegaste.
Con el capítulo “Noticias”, Nersys
cierra el libro y demuestra una vez más
su oficio al evitar un final lacrimógeno.
Con la nostalgia que se respira en todo
el libro, Ignacio describe una foto que
le envía a su padre y en la que aparecen todos los miembros de la familia.
Ahí está el presente de sus padres, de
sus abuelos, de sus hermanas y él suyo
propio, pero la autora hace una invitación para que los lectores se imaginen
cómo cada uno de los personajes llegó
a ese presente, con lo cual estimula su
imaginación y los hace partícipes del
hecho creativo.
Una vez más Nersys se revela como
extraordinaria narradora, no sólo por
su dominio del arte de la palabra
sino porque, en Cuentos de Nato, ha
logrado combinar una buena historia,
emoción y respeto a los lectores de
cualquier edad.
de Ambrosio
Roberto de Jesús Quiñones
1
2
3
4
32 El Mar y la Montaña
Presentación
A petición de la propia autora, este texto
se escribó después de leer la versión digital autocorregida de Cuentos de Nato que
salió publicada por la ed. Gente Nueva en
el año 2011.
El uso del narrador personaje es un recurso
que la autora utiliza también en su novela
Cuentos de Guane.
Ver en Prenda (Ed. Gente Nueva, 1980) los
poemas “Maestro” y “En el río”, y en Corazón de libélula (Ediciones UNION, 2006),
los cuentos “La bufanda” y “Noche en New
York”.
Tomado de “La familia en la literatura infantil cubana”, revista El Mar y la Montaña no
(Cienfuegos, 1957). Poeta. En el
2008 publicó los poemarios El agua
de la vida (Ed. El Mar y la Montaña) y Los apriscos del alba (Ed.
Oriente). Obtuvo el premio Vitral
de poesía 2001 con su poemario
Escrito desde la cárcel. En el 2006
obtuvo mención en el Concurso
Nósside Internacional de Poesía y
en el 2008 recibió Distinción Especial en el mismo concurso.
R
Fornet
ecientemente el
Centro Provincial del Libro y la Literatura tuvo
la iniciativa de invitar a nuestra
ciudad a Ambrosio Fornet para que
impartiera varias conferencias. Tuve la
suerte de encontrarme con él en la sede
de la UNEAC pocas horas después de
su arribo, luego de un azaroso viaje en
avión y, apenas presentados, iniciamos
una conversación que estuvo aderezada con las intervenciones de su hijo
Jorge Fornet y de Risell Parra.
Esa fue la primera vez que tuve
frente a mí al hombre que acuñó la
célebre frase “quinquenio gris”, que
ya es insoslayable en la historia de la
literatura cubana correspondiente al
primer lustro de la década de los años
setenta del pasado siglo. Fornet fue,
además, uno de los primeros directores de la Editorial Arte y Literatura. Al
frente de la misma se mantuvo hasta
1971—con la colaboración de Edmundo Desnoes entre 1964 y 1968— y en
ese lapso puso ante el lector cubano
numerosas obras magistrales de la literatura universal hasta entonces desconocidas entre nosotros o de muy escasa circulación. Por último, Fornet es un
crítico y ensayista, Premio Nacional de
Literatura, y a él, como a la Doctora
Zoila Lapique, está dedicada la Feria
Internacional del Libro y la Literatura
correspondiente a este año 2012.
La primera impresión que provocó
en mí fue sumamente agradable debido a su trato afable, a su capacidad
para la escucha, a su forma respetuosa
de discrepar y a la total ausencia de ese
empaque del que suelen revestirse no
pocos intelectuales provenientes de la
capital del país y que no es más que
una expresión manierista de su pequeñez. Tal impresión inicial no hizo más
que fortalecerse tras compartir con él,
también en la sede de la UNEAC, una
memorable noche de Encuentro con el
Autor el viernes 18 de noviembre del
2011 y luego de escuchar su conferencia en el Centro de Arte y Literatura
Regino E. Boti la tarde siguiente.
A pesar de sus 79 años Ambrosio Fornet mantiene su lucidez y
es dueño de una forma de expresión
donde el humor aparece reiteradamente como un alfilerazo capaz de
provocar la más discreta sonrisa, la
más sonora de las carcajadas o la más
honda de las introspecciones.
Natural de Veguitas, Bayamo, antigua provincia de Oriente, Fornet hizo
los estudios primarios en su pueblo y en
1950 se graduó de bachiller en Manzanillo. Como nos contó aquélla noche
en la UNEAC, en la segunda mitad de la
década de los años cincuenta del siglo
pasado abandonó su puesto de trabajo
en el Banco y un magnífico salario para
marchar al exilio, donde se encontraba
el primero de enero de 1959.
A su regreso a Cuba se estableció en La Habana y en 1964 recibió
la encomienda de dirigir la Editorial
Arte y Literatura.
El Mar y la Montaña
33
Ha representado a Cuba en diferentes eventos científicos y culturales entre los que se destacan el
XXXV Congreso Internacional del Pen
Club celebrado en Abidján, Costa de
Marfil, 1967, y el Congreso Cultural
de La Habana en 1968.
Sus cuentos, que se han reeditado para ser vendidos en esta Feria,
aparecieron por primera vez en 1958
en Barcelona, España, con el título A
un paso del diluvio, pero ha sido su
obra crítica y ensayística la que ha
extendido su prestigio en el ámbito
intelectual cubano. Entre sus libros
más significativos podemos mencionar los siguientes:
• En tres y dos, ensayo, Ediciones R,
1964
• En blanco y negro, ensayo, La Habana, ICL, 1967
• Las máscaras del tiempo, 1995
• Carpentier o la ética de la escritura,
2006
• Las trampas del oficio, 2007, ensayos sobre cine
• El otro y sus signos, ensayo, 2008
• Narrar la nación, ensayo, 2009
En el año 2000 recibió el Premio
Nacional de Edición y en el 2009 el
Premio Nacional de Literatura.
Su obra abarca un amplio registro donde no sólo hay ensayos dedicados a la investigación histórico-literaria o al análisis de obras y autores
concretos sino otros que abordan
temas poco tratados y hasta eludidos en nuestro contexto. En ellos el
autor hace gala de un pensamiento
que incita a meditar sobre conceptos
y hechos que con el transcurrir de los
años pueden parecer definitivos pero
que bajo el incisivo prisma de sus
certeros análisis reclaman la necesidad de ser revisitados con mayor
amplitud de mira. Leer a Ambrosio
Fornet no constituye solamente una
forma de acercarnos a uno de nuestros intelectuales de vanguardia sino
una exigencia para quien se precie
de estar bien informado de nuestros
anales literarios, un ejercicio intelectual cuya consecuencia palpable es
una ganancia indiscutible. Esta Feria
del Libro nos da esa oportunidad.
34 El Mar y la Montaña
Muecas
para tigres
y escribientes
Liuvan Herrera
(Fomento, Sancti Spíritus,1981).
Poeta, investigador literario y editor. Tiene publicado los
poemarios Entre dos cristos Ediciones Luminaria, 2005) y
Animales difuntos (Ediciones Sed de Belleza, 2006).
Si un tigre está despanzurrando a un cervatillo, a
pesar de lo desagradable de la escena,
estamos todavía en la cuerda naturalista, pero si
el tigre empieza a eructar,
a sobarse la garganta a causa de la sed, y mientras va por agua, el cervatillo se anima,
recoge sus tripas y se marcha para que un mono
le cosa el vientre con una enredadera,
y como pago, debe servir todo el año al mono en
las más locas travesuras,
llegamos ridículamente a la cuerda de lo
grotesco.1
C
omo un auténtico ensayista medieval,
utiliza David Leyva
el cronotopo de la fábula, afincada en nuestra lengua
desde el Infante Don Juan Manuel; para proponernos
una particular arte poética, o mejor dicho, arte ensayística,
en torno a una categoría estética francamente anfibológica
e inasible: lo grotesco.
La producción ensayística de las tres últimas décadas en la
historiografía literaria cubana, se ha dejado permear por un
conflicto genérico y modal, que estancia a los sujetos creadores en discursos que abarcan desde el ensayo propiamente dicho: emersiano y montaigneano, hasta la monografía o
la investigación académicas, sin descuidar en casos notables
—Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo xxi, de
Jorge Fornet, por ejemplo— la eufónica historia literaria de
nuestra ciudad letrada latinoamericana, al parecer encallada
en una arena post-boomista, como si el proceso escritural de
la región no fuera más que un hijo epigonal de estas potentes
zonas de nuestra vanguardia.
Es lugar común el afirmar que en la mayoría de los casos,
el aparataje analítico y teórico proviene de las escuelas forma-
listas, estructuralistas y post-estructuralistas. Ahora, deviene rareza el
uso de focalizaciones provenientes
de la Filosofía y la Estética como principal pie de pivote para evaluar un
panorama o una figura literarios. He
aquí la primera ganancia de Virgilio
Piñera o la libertad de lo grotesco:2
tensar la obra del poeta, dramaturgo
y narrador cubano, mediante la inserción y decodificación de esta categoría; convirtiendo en interdisciplinaria
la lectura de textos canónicos, ecos
críticos más bien, que contribuyen en
el período republicano a una especie
de seudo-interpretación de la obra
piñeriana, con el polémico Cintio
Vitier a la cabeza.
El autor no solo simpatiza con
posturas contrarias a las diseñadas
por avezados lectores de Piñera,
como Enrique Saínz o Alberto Garrandés, sino que potencia su análisis,
hibridando en el sentido canclineano, [¿No debería ser cancliniano?]
artes plásticas, mitología, filosofía e
historia social; en pos de trazar una
vinculación necesaria entre el uso
tradicional del grotesco —hipérbole
renacentista, realidad popular, frustración del artista— con la variación
piñeriana.
Un padre tutelar se evidencia en la
escritura del autor: el Francois Rabelais de Gargantúa y Pantagruel, festinada deformación si se quiere del
Génesis bíblico, pareja anti-héroe que
catapulta lo tabuado a canonización:
reverso estético, mentís discursivo a
una tradición literaria que cada vez se
encontraba a sí misma en infiernos y
pestes medievales.
Si bien el texto se estructura brindando con tino los principales rasgos
del grotesco: no se expresa en totalidades, se conjuga en el enlace experiencia del creador y su capricho
imaginal; se estancia en desentrañar
las relaciones de este con el absurdo.
Tal pareciera que después de
escritas las disímiles historias literarias cubanas, como un deus ex machina recién visto por Leyva Gonzá-
lez, la cualidad grotesca traspase las
obras de Manuel de Zequeira, Lidya
Cabrera, Samuel Feijóo, Dulce María
Loynaz, Nicolás Guillén, José Lezama
Lima, Carlos Loveira, Alejo Carpentier. Y aunque pareciera paradójico,
el grotesco literario cubano se ejerce más en los planos propiamente
lingüísticos que en los temáticos o
argumentales.
En el estudio se hace referencia al
complejo sistema de las hablas utilizadas y recreadas por Piñera en los
personajes femeninos de su teatro.
Sobre todo, si tenemos en cuenta que
en la reescritura —Electra Garrigó,
Clitemnestra Pla de por medio— se
establece un diálogo en sentido bajtineano, con la desarticulización de
la norma lingüística, donde el tratamiento del humor encontrará caldo
de cultivo.
La relación del grotesco con el
sujeto corporal y su desmortizamiento, viene a estrecharse con un tipo de
absurdo que ya Cintio Vitier avizoraba en Lezama, suerte de sinsentido
americano, sorpresa barroca o real
maravilla:
A la posibilidad germinativa,
poética, no le basta el regodeo
de las conjeturas iluminadoras
ni el reconocimiento metafórico de la realidad. Lo posible
puede llegar temerariamente,
dando el salto supremo, hasta
el absurdo: pero no el absurdo existencialista de la ausencia de sentido [pensemos en un
Samuel Beckett o en un Harold
Pinter] sino todo lo contrario, el
absurdo como sobreabundancia inexplicable del sentido.3
[pensemos en un Peter Handke
o en un Thomas Bernhardt]
Ante el hecho de evaluar su
producción poética, el ensayista afirma: “Piñera limpia topográficamente sus versos, saca todo atisbo de
barroquismo y rebuscamiento […]
hace una poesía más sencilla que lo
convierte en uno de los promotores
del conversacionalismo en Cuba”.4
Véase de este modo un contrapunteo
con un mito encarnado en nuestros
predios literarios: el de creerse que el
conversacionalismo poético cubano
es ganancia de una expresión mediatizada por los cambios políticos en
la década inicial de la Revolución y
no continuación y emparentamiento
con un proceso tan complejo como
la vanguardia misma y que marchó a
la par, aunque casi ancilarmente, con
los movimientos más experimentales de los discursos del continente,
y que tiene en autores como Nicanor Parra, Ernesto Cardenal o Enrique
Lihn, asideros notables. Esto, claro
está, sin obviar los “creacionismos
lingüísticos, el recurso de la elipsis, la
brevedad textual”, tan obstinadamente piñerianos, y que también —según
nuestro autor—: “la cubanidad en su
obra, más que la creación o reproducción de símbolos nacionales, aparece
más nítidamente en la lengua amena
y sencilla que equilibra el pueblo y la
alta cultura, y que sostiene, increíblemente, el agudo contenido existencialista de sus textos”.5
Vale destacar, por último, que
su estudio sociopolítico de la obra
teatral Los siervos va más allá de cualquier interpretación orwelliana, si
tomamos en cuenta el recurso paródico en aras de representar la Rusia
stalinista.
Saludemos entonces a David
Leyva, que navega airoso los fluidos
pantagruélicos y se goza en escudriñar a uno de los hijos menos ortodoxos de la literatura en castellano
del siglo xx: Virgilio Piñera Llera.
Notas:
1
David Leyva González: Virgilio Piñera o la
libertad de lo grotesco, Ed. Letras Cubanas,
La Habana, 2010, p. 79.
2
Premio Alejo Carpentier de Ensayo 2010.
3
Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Ed.
Letras Cubanas, La Habana, 1998, p. 329.
4
David Leyva González: ob. cit., p. 150.
5
Ibídem, p. 195.
El Mar y la Montaña
35
Otras maneras de narrar:
un cortejo
de
L
narradores
cubanos
Todo un cortejo caprichoso. Cien narradores cubanos
(Ediciones La Luz, 2011) tiene en
sus páginas la muestra de los rumbos
del cuento cubano contemporáneo en
la pluma de sus más jóvenes representantes, con insistencia en la forma en
que estos narran a partir de lo metatextual, otros con un riesgo narrativo y, los últimos, sin apelar a ninguna de las dos formas anteriores, pero,
donde, el autor elabora con maestría
un tema desde su perspectiva.
Así se presenta Todo un cortejo…,
título que proviene del amplio arsenal poético de Virgilio Piñera, como
una gran confluencia de voces, estilos, maneras de narrar…, inscritos en
un contexto donde abunda el uso de
ciertos recursos que, a consideración
del escritor Raymond Carver, pueden
funcionar como pretextos para
esconder la pobreza imaginativa en el
narrador: “Por mi parte debo confesar que me ataca un poco los nervios
oír hablar de innovaciones formales
en la narración. A menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para
la vacuidad absoluta, una licencia
que se toma el autor para alienar –
y maltratar, incluso– a sus lectores.”
Sin embargo, muchos de los cuentos recogidos en este volumen que
se muestran bastante experimentales
no pertenecen a lo que Carver llama
a selección
36 El Mar y la Montaña
Rubén Ricardo Infante
(Holguín, 1986)
Licenciado en Periodismo por la Universidad
de Oriente (2010). Profesor de la Universidad
de Holguín “Oscar Lucero Moya” y colaborador
de distintas publicaciones: Esquife, La Ventana
y Juventud Rebelde. Es miembro de la AHS.
la gran ofensa para los lectores, sino
que penetran en nuevos destinos con
respecto a los temas tratados y en la
manera de abordarlos.
Lo más importante de esta muestra de narraciones es cómo dialogan
los textos incluidos entre ellos, cómo
se insertan con respecto a la trayectoria de la narrativa cubana, lo que
Francisco López Sacha, ha dado en
llamar las “tres revoluciones en el
cuento cubano…” y que no incide
en la más joven creación, sino que
llega hasta: Rolando Sánchez Mejías,
Alberto Garrandés, Ena Lucia Portela,
Jorge Ángel Pérez, Daniel Díaz Mantilla y otros, entre los cuales solo tres
nombres forman parte de la selección:
Ena Lucia Portela, Daniel Díaz Mantilla y Pedro de Jesús. El texto de López
Sacha fechado en el 2001, cuando
aún no todos los escritores habían
alcanzado el reconocimiento que hoy
refieren, demuestra el vacío existente
entre los estudios sobre esta generación en relación con las anteriores.
Sobre este mismo tema, la narradora Gleyvis Coro Montante escribe que:
Mientras el cuerpo documental y autoral de la Isla es tan diverso
como desconcertante, ameboide en
la forma y misceláneo en contenido,
lo actual, lo contemporáneo, el ahora
donde casi –y aunque los haya– no
hay títulos ni autores de culto, resulta
todavía demasiado circunstancial y es
igual de misceláneo y ameboide. No
en balde la visión de cerca es siempre
la más borrosa, la peor de todos. De
modo que describir lo que llamamos
el hacer literario del cubano ahora, es
también asumir un riesgo con igual
probabilidad de ser específicos –y por
tanto excluyentes– que de ser generalizadores y por tanto imprecisos.
La obra de los autores incluidos
en Todo un cortejo… cobrará fuerza
en los estudios sobre el fenómeno de
la narrativa cubana entre la década
del 90 y el primer decenio del 2000,
fecha en la que se inscriben los textos
de estos autores.
A lo que habría que agregar que
estos textos demuestran la capacidad
imaginativa de sus autores, entre los
ejemplos más notables se encuentra Pedro de Jesús: “Mientras llega el
chico a lo punk”, donde existe una
voz narrativa muy propia de su autor;
Pablo Guerra: “La fuga de Icaro (o la
yagua que está para uno no hay vaca
que se la coma)”, que pertenecen a
cuentos habituales en la narrativa
cubana contemporánea, con marcado
acento en la lectura metatextual, la
parodia, el pastiche y la apropiación
de narraciones ajenas…
Igualmente se suman las voces
de: Kenia Leyva, Luis Yuseff, Ernesto
Peña, Arianna Naranjo, Marcelo Morales, Lurima Estévez, Irela Casañas,
Eldys Baratute, Moisés Mayán, Yordis
Monteserín, Karen Boffil, que desde
la diversidad temática, estos construyen universos propios en la manera personal que elaboran su discurso
hacia la creación de cuentos.
Al revisar la selección el lector se
percatará como hay otros cuentos en
los cuales se privilegió el riesgo dentro
de las formas narrativas, con una larga
lista de autores, de Rebeca Murga:
“Conceptos”, de Katia Gutiérrez:
“Sobre la emigración en Cuba” y otros
nombres como Víctor H. Pérez Gallo,
Jamila M. Ríos, Osdany Morales.
Autores como Jorge Labañino (“El
loco que eres”), que aborda el asesinato como tema y utiliza los resortes
propios de la ironía. Para los cuentistas Delis M. Gamboa, Frank Castell, Rafael A. Inza, Erwin Caro, toman
como tema la muerte y lo utilizan en
sus cuentos de forma diversa.
número de y en los discursos que
agrupa— del quehacer de un amplio
grupo de narradores cubanos. Algunos de los incluidos pertenecen a
esos que están recuperando la fabulación y se demuestra con la riqueza de
los textos que dialogan al integrar las
páginas de esta selección.
Estos y otros ejemplos, presentes en la selección, la cual se concibió sobre la base de que estos cuentos formen parte de un diálogo entre
cada uno de ellos y por los estilos que
representan dentro del libro, síntesis
de toda una generación de escritores, nacidos después de 1970 y con al
menos un libro publicado, requisitos
que se debían cumplir para ser incluidos en un libro que se convierte en
un homenaje a Virgilio Piñera, por el
año de su centenario.
Con la aparición de esta selección
se le reconoce a Ediciones La Luz su
papel en la conformación de un mapa
bastante completo con respecto a la
joven creación, con insistencia en la
poesía: La isla en versos…, y en la
narrativa con Todo un cortejo caprichoso…, rumbos del cuento cubano
contemporáneo. Maneras de narrar.
Un desfile de voces. Una historia y las
doscientas manos de los cien autores
que la firman. Un gran coro. En fin,
En el caso de las narradoras Yoan- un gran cortejo que transita frente a
dra Santana y Anabel Enrique, parten los ojos de los lectores apasionados
de la fantasía; Mae Roque de las rela- al cuento breve.
ciones de pareja y Mariene Lufriú, Iriel
Alberto García, Alcides Pereda y Serguei
Martínez, de la ironía. Un tema actual y
que, por supuesto, sería rico en el tratamiento que se le otorga desde la mirada joven es la homosexualidad, tomando los ejemplos de Adriana Zamora,
Zulema de la Rua y Marvelis Marrero,
como estandartes de un hecho no aislado en la cuentística cubana.
Por último, se encuentran otros
cuentos que, sin apelar a ninguna
de las dos variantes anteriores, se
refuerza el interés propio del autor
por abordar un tema desde su perspectiva y hacerlo demostrando el uso
adecuado de los recursos narrativos.
Todo un cortejo… funciona como
una muestra representativa —en
El Mar y la Montaña
37
Francisco
Domínguez
Pérez:
e
d
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u
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a
t
e
el po
Yaimara Diéguez
(Guantánamo, 1978). Lic. en Español-Literatura. Actualmente se desempeña como Especialista Principal de la
editorial El Mar y la Montaña.
Josefa Leyva
(Guantánamo, 1958). Ha publicado en la revista Cultura
y Vida y El Mar y la Montaña. Actualmente trabaja como
bibliotecaria en la Sala de Fondos Raros y Valiosos de la
Biblioteca Provincial Policarpo Pineda.
“
[…] La poesía era su forma de existir, y el trabajo honrado, su credo. El verso le venía desde la sangre. Por la
vía paterna le llega una relación familiar con Gustavo
Adolfo Bécquer (¿primo?), aquel ilustre hijo de Joaquina
Bastida y Vargas, y del pintor José Domínguez Bécquer,
que adoptara el segundo apellido de su padre. Es una
ascendencia ilustre, aunque nunca podrá conocerlo; que
cuando Francisco nace, ya harán 16 años que el famoso
creador de las Rimas ha pasado a la inmortalidad […]”,
así describe Reinaldo Cedeño Pineda en el artículo “El
rebelde y la alondra” —incluido en El diablo y la luz,
publicado por la Ed. El Mar y la Montaña en el 2004—
la personalidad del poeta y periodista Francisco Domínguez Pérez.
Domínguez nació en Cortes de la Frontera, Málaga,
España, el 2 de marzo de 1883.1 Desde muy joven se inició
38 El Mar y la Montaña
en el periodismo, como colaborador en un periódico revolucionario de la península ibérica titulado Despertar del
Terruño. Perseguido por sus ideas políticas emigró a Cuba
en 1902 y se instaló en La Habana, donde colaboró con
diferentes publicaciones, además de escribir sus primeros
versos. Viajó a Estados Unidos, México, Panamá y Perú,
pero regresó de nuevo a Cuba y se acogió a la ciudadanía.
El 26 de noviembre de 1909, a los 26 años de edad,
contrajo matrimonio con la santiaguera de sólo 16,
Amanda Correa Brea, residente en Siboney, hija de un
español y una cubana, 2 con la cual tuvo 15 hijos.
Por su oficio de electricista vivió en varios pueblos
de Oriente, entre ellos Banes, Preston, Santiago de Cuba
y Antilla, por períodos relativamente cortos. A pesar de
ello siempre tuvo un tiempo para la poesía, y ya en el año
1913 publica su primer libro: Cantos de vida. Justo en ese
mismo año Regino E. Boti saca a la luz su primer cuaderno de poesía, Arabescos mentales, que marcó una línea
fronteriza entre sus predecesores y los que le sucedieron,
y constituyó su obra renovadora en la vanguardia de los
creadores, entre los que no estaba incluido Domínguez.
En 1914 se asienta definitivamente en Guantánamo,
los primeros diez años en el barrio San Justo, y luego
en la casa sita en Pedro A. Pérez no. 109, donde residió
hasta su muerte, el 4 de enero de 1954.
En esta ciudad se convirtió en una figura destacada
entre los años 1930 y 1950. Fue jefe de departamento
del Ferrocarril Guantánamo Western; dirigió las revistas Alfa, Ariel, Cultura y el periódico El Reformista; fue
Presidente del Círculo Artístico Literario (CAL); miembro
adjunto de la Dirección de Cultura y Prensa guantanamera y miembro de la Asociación de Escritores y Artistas Americanos —según una carta encontrada entre sus
documentos, fechada en junio de 1943, en la que Pastor
del Río, secretario general de dicha asociación, acepta
la solicitud de ingreso hecha por Francisco Domínguez.
Alcanzó el grado 33 de la masonería, por su contribución
literaria y la promoción cultural. La biblioteca de la Logia
Reconciliación, sita en Luz Caballero entre Prado y Aguilera, lleva su nombre.
Además de las publicaciones que dirigía, colaboró
con las revistas Cuba y América, Letras, Gráfico y Cúspide, así como con el periódico La Voz del Pueblo, en el
que sus poemas eran cotidianos. Contribuyó además con
revistas de otras nacionalidades, como La Buena Emilia y
El Precursor de Gibraltar, de España; Estudios, de Argentina; Élite, de Panamá y El Heraldo de Sonsonate, de
Honduras, entre otras. Participó en varios concursos literarios masónicos, en los que obtuvo diversos premios.
Gracias a una donación de la guantanamera Carmen
Montero Campello, a la Sala de Fondos Raros y Valiosos
de la Biblioteca Provincial Policarpo Pineda de Guantánamo, se conservan múltiples documentos personales,
entre los que figuran numerosas cartas a y de personalidades de la cultura cubana y extranjera de la época,
entre ellos Dora Alonso, Enrique José Varona, Domingo
Consentido y Aquilino López; también varios poemas
dedicados a Regino E. Boti, quien le dedicó un ejemplar
de su libro Kindergarten. Muchos de sus poemas están
dispersos en diferentes publicaciones periódicas dentro
y fuera de esta provincia, y muchas de sus obras fueron
traducidas al inglés por el señor Philiph Cumming, con
quien mantuvo una fecunda correspondencia y quien
prologó su cuaderno Hojas de la víspera.
Domínguez vivió, junto a los cubanos, las consecuencias de la intervención norteamericana: la dependencia económica, la corrupción político-administrativa de
los gobiernos de turno, el ejercicio de una democracia
inauténtica, los progresos parciales, las etapas de crisis,
los períodos dictatoriales y de sojuzgamiento violento
sobre las fuerzas de la oposición, el creciente desarrollo ideológico y organizativo de obreros, campesinos y
otros sectores, el enfrentamiento de clases, etc., elementos todos determinantes del no menos complejo proceso
cultural de esos años. Desde su concepción misma como
estructura neocolonial, la República engendró un amargo sentimiento de frustración, debido a los elementos
antitéticos de la hegemonía económica y política.
A nada de esto estuvo ausente Domínguez, que si
bien disfrutó de una vida prolífica como padre, también
la tuvo en las letras, pues publicó nueve libros de poesía
y dejó inéditos catorce, a pesar incluso de la ceguera
causada por la diabetes. Temas ancestrales y recurrentes como el amor, la reflexión ante la muerte, el paso
implacable del tiempo, la recreación y sublimación de
la soledad, el amor a sus semejantes, su inclinación por
hacer el bien y por la justicia social, el paisaje, la naturaleza, entre otros, están presentes en la poética de este
hombre sencillo, de pueblo, que no aspiraba a hablar por
los demás en su poesía, sino que asumía su obra desde
el yo, enraizado en su tiempo, en su realidad, de la cual
nunca estuvo ausente.
Fue un hombre común, que sabía de las sinrazones
y las trasladaba al texto con toda sencillez. Se catalogó
a sí mismo como un poeta humilde, como un filósofo
de la vida, un poeta que escribe cuando halla el motivo. Sus introversiones sobre la desilusión, el sufrimiento, el hastío de vivir, la muerte, la vejez, lo cotidiano,
conforman un discurso que puede resultar particularmente desconsolador, amargado. Como buen masón,
su visión de Dios y del destino del ser humano también
están presentes en su poesía.3
El periodista Reinaldo Cedeño describió su personalidad con exactitud: “[…] A Domínguez Pérez habrá que
verle como un promotor social y artístico en un contexto
adverso para la creación. Una personalidad pública, creador prolífico, que ganó un merecido espacio en el Guantánamo de su época. No hubo obra importante o acto social,
entre los años 30 y 50, que no contara con su apoyo, adhesión o lirismo.”
En el artículo “El rebelde y la alondra”, de Reinaldo Cedeño, el autor
comete un error al declarar que Domínguez nació en 1886, cuando, y
según consta en la partida, contrajo matrimonio el 26 de noviembre
de 1909, a los 26 años de edad. Por tanto, si en 1909 tenía 26 años,
debió nacer en el año 1883.
2
Amanda Correa Brea era hija de Alfonso Correa y Hernández, natural
de Urrea de Jalón, Zaragoza, España, y de la cubana Magdalena Brea
y Andrain, natural de Santiago de Cuba, según consta en su partida
de matrimonio.
3
Este trabajo es una síntesis del prólogo que acompaña a la selección
poética Francisco Domínguez Pérez: el poeta humilde, publicado
por la editorial El Mar y la Montaña en el 2011, con el objetivo de
rescatar una buena parte de la poesía inédita de este bardo cuasi
guantanamero, muestra de las esencias de una poética despojada
de todo artificio y ampulosidad, en la que se advierte ostensiblemente que el autor tal vez no tenía mucho dominio de técnicas y
estilos, pero sí que le asaltaban las mismas preocupaciones existenciales que a sus colegas —la creencia en el amor más allá de la
muerte, la nostalgia por el amor perdido, por la madre muerta, por
la patria distante—, las cuales resultan innegables en su obra, refle1
El Mar y la Montaña
39
Virgilio Piñera,
el transgresor
Mireya Piñeiro
(Guantánamo, 1955). Poeta, ensayista y crítica. Su último
libro publicado es la compilación poética Polvos del Sahara (Ed. El Mar y la Montaña, 2009).
H
ace dos años, por esta misma fecha y con igual motivo de celebración: el evento literario que nuestra
Asociación Hermanos Saiz ha distinguido con el título del emblemático poema de Virgilio Piñera, “La isla en
peso”, conversamos sobre este polifacético autor cubano.1 En aquella ocasión me referí, tratando de ser “ligera”, al “peso” de Virgilio, en la derivación que este término adquiere entre los cubanos, que le decimos “pesa’o” a
quien resulte, a partir del medidor más generalizado de
“la simpatía”, un ser conflictivo, aguafiestas, embarazoso.
Y hoy continuaré girando sobre lo mismo, pero de una
manera más protocolar, porque preferiré hablarles de lo
transgresor que fue Virgilio Piñera.
Los incidentes que me sirvieron en aquella oportunidad para afirmar que nuestro hombre fue un gran
“pesa’o” (o un transgresor, como hoy prefiero llamarlo), acontecieron todos en la primera mitad de la década del 40. Aquellos incidentes fueron protagonizados
con dos de los intelectuales más prestigiosos de aquella época (José María Chacón y Calvo, y Jorge Mañach), uno de sus amigos (Gastón Baquero) y la asentada
catedrática Vicentina Antuña.
Virgilio se buscó el problema con José María Chacón
y Calvo a partir de una invitación que éste le hiciera por
motivo del ciclo de conferencias que había programado
para realizarse en el Ateneo de La Habana bajo el nombre
de “Los poetas de ayer vistos por los poetas de hoy”.
Como poeta del hoy de 1941 (en los tiempos que
corren Chacón posiblemente hubiera designado su ciclo
40 El Mar y la Montaña
como “Los poetas de ayer (re)visitados por los novísimos”), Virgilio disertó sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda, y lo hizo para contradecir la opinión que sobre la
misma mantenía quien, precisamente, intentaba catapultarlo (en cierta medida) a través de la consagratoria
tribuna que le ofrecía el Ateneo; o sea, que fue el propio
Virgilio quien se “marcó”, apenas comenzando su carrera
de escritor, cuando se autoimpuso la “bola negra” con el
cortés y muy influyente José María Chacón y Calvo.
Al otro año (1942) el enredo lo armó con Jorge Mañach porque, al enviarle uno de los dos únicos números
que Virgilio pudo sacar de su revista Poeta, Mañach,
desde su perspectiva de autor consagrado se permitió hacerle algunas observaciones sobre dicha publicación, las cuales fueron interpretadas por el joven poeta
como propias de un intelectual vencido, capitulante y
ciego para los nuevos tiempos. Y como Mañach le había
adjuntado a su carta un cheque, a manera de “cooperación” con la modesta revista, la respuesta de su aún más
modesto gestor fue una rotunda negativa: “¿Acaso sería
honesto de mi parte aceptar esta suma si su dador no
comparte en absoluto el espíritu de mi revista?”2
Un año después, en 1943, la bronca fue con su amigo
Gastón Baquero. El compañero de penurias que finalmente
salía de ellas a través de una buena colocación: una plaza
de periodista en el diario Información. Virgilio, entonces,
le envió una carta a su amigo, que él no interpretaba como
un reproche, sino como una advertencia, donde le decía:
“Si todo el mundo te ha felicitado yo te doy el pésame […];
cada día que transcurra irás enterrando fragmentos de
Gastón Baquero no solicitado por el cotidiano artículo de
actualidad. Sabes mejor que yo los peligros de lo fácil. […] Y
tú más que ninguno de nosotros debes huir de lo fácil.”
Cuando un año más tarde Baquero recibe el premio
Justo de Lara, el galardón más alto que confería el periodismo de la época, Virgilio se da por enterado escribiéndole
otra carta al ya —sin lugar a dudas— “hombre de éxito”, al
“triunfador” del momento ante los ojos del mundo: “Por la
prensa supe de tu muerte. […] La noticia no me tomó por
sorpresa: ya se rumoraba días antes la gravedad de tu estado, consecuencia fatal de un terrible mal contraído meses
atrás. […] El ganado de hoy eres tú. […] Y recuerda que
esta gente no concede nada gratuitamente; que tampoco se
es ganador de un Justo de Lara, o de cualquier sucedáneo,
impunemente. […] tu entrada al mundo de las concesiones,
de los paños calientes, de las aguas mansas te hizo criatura
amorosa de toda esa ralea intelectual.”
Unos días después de enviarle esta felicitación a
Baquero, la catedrática Vicentina Antuña, en nombre
de la Sociedad Lyceum y Lawton Tennis Club, invitó a
Virgilio con motivo del Día del Poeta instituido por dicha
Sociedad, y una vez más el transgresor se niega a dejarse ver o, como ahora diríamos: no quiso que “lo promocionaran”. Y le dejó sus razones por escrito a la propia
Vicentina: “Hoy por hoy toda cultura que se quiera verdadera debe rechazar enérgicamente todo cuanto signifique deformación de ella […] Y nuestro momento cubano en el orden de la cultura es asaz peligroso pues que
la misma hace ya un buen rato que se está ‘ejerciendo’
por los snobs de turno, […] estamos amenazados de una
cultura de salón, de una cultura de compromisos, de
encubrimientos, de concesiones… […] Lo peor de todo
es que hoy dan homenajes a diestro y siniestro; parece
que todo el mundo obedece a una consigna general, que
es la de ser homenajeado, […] y todo ese fúnebre mundo
al que nada le interesan los poetas ni la poesía.”
Como podemos observar, ya en 1943 la maldita
circunstancia del agua por todas partes le había proporcionado argumentos suficientes a Virgilio Piñera como
para escribir “La isla en peso”.
Antes de proseguir con incidentes que continuaron
marcando la existencia de este poeta, quisiera precisar el
significado de las palabras transgredir y transgresión.
Apelando a los buenos auxilios que nos brinda la Real
Academia de nuestra lengua a través de sus diccionarios podemos decir que transgredir significa: quebrantar, violar o no cumplir un precepto, ley o estatuto; y
ya en términos geográficos es la invasión, por parte del
mar, de una zona continental sobre la que se inicia una
sedimentación típicamente marina. De tales definiciones
recordemos: violar y sedimentación.
Transgresión, entonces, vendría siendo el hecho
consumado de transgredir, o lo que es igual: todo lo que
pudiera interpretarse como una infracción, algún desacato, una especie de delito, de desobediencia; algo pecaminoso —por decirlo con el vocabulario más sensible (o
sensiblero). Por lo tanto, el transgresor vendría siendo
aquel que desconoce lo que es el respeto, la disciplina,
el sometimiento, la sumisión.
Esta condición —la de transgredir, que lógicamente
involucra a un transgresor—, tan cargada de acepciones
sospechosas de cosas malas es, sin embargo, la piedra de
fundamento sobre la cual se alzan todas las conquistas
humanas, porque violentan lo establecido y lo obligan
a cambiar; la transgresión, por lo tanto, es la madre de
todas las revoluciones, que es como decir: de todas las
evoluciones, desde las sociales hasta las estéticas.
Pero ¡OJO!: transgredir nunca es fácil, porque el transgresor avanza contra la corriente de las rutinas mentales,
de la fosilización de los conceptos, de la aprobación social
y, por todo eso junto, el transgresor atenta contra su tranquilidad y progreso personales: nunca recibe palmaditas
en el hombro, frases de halago, de aprobación o estímulo alguno; al contrario, todo ese “fúnebre mundo” se
queda… para la posteridad, se convierte (a la manera de
un nuevo fósil) en motivo de celebraciones rectificativas
unas veces, piadosas otras; pero siempre en recordatorios un poco tristes, un poco cínicos, porque a la larga no
hacen más que establecer los remedos de nuevos estandartes, de nuevas hendijas por donde, si bien pasa un hilillo de luz, así mismo se convierten en disfraces de “buen
ver” las acciones de quienes en vida resultaron el objeto
preferido del escarnio, de la burla, de la censura, del ostracismo y hasta de la muerte en algunos casos extremos.
La transgresión cambia el mundo; pero el transgresor
casi nunca logra ver ese nuevo mundo, y Virgilio Piñera
fue uno de los que se quedó sin las comprensiones y los
entendimientos que hoy nos sostienen y nos amparan.
En una especie de autobiografía (no publicada, hasta
donde llega mi conocimiento), de la que se dieron a la luz
fragmentos bajo el título de “La vida tal cual”, Virgilio dejó
constancia de un descubrimiento que ya casi todos conocemos: “No bien tuve la edad exigida para que el pensamiento se traduzca en algo más que soltar baba y agitar los
bracitos, aprendí tres cosas, lo bastante sucias como para
no poderme lavar jamás de las mismas. Aprendí que era
pobre, que era homosexual y que me gustaba el Arte.”
Menos conocida, en cambio, es esta otra confesión
que escribiera en 1960, que es como decir en la alborada del sueño más esperanzador que tuvieron casi todos
los cubanos de su época: “Elegí sin vacilar la Revolución por ser ella mi estado natural. Siempre he estado
en Revolución permanente. […] Ahora estoy en terreno
favorable. La Revolución me ha dado carta de naturaleza. Los años que me queden de vida no volverán a
confrontarme con tales humillaciones. […] ¡Qué lejos,
qué borrosos, qué olvidados y qué maldecidos, aquellos
pobres de espíritu que se conjuraban para destruirme
porque yo, a mi modo, hacía Revolución en las letras, y
esto no convenía a sus planes!”
Animado por tales ilusiones sería que, a los 16 años de
darle un pésame a Gastón Baquero por haberse establecido
El Mar y la Montaña
41
como periodista en una publicación oficial, ahora él acepta gustoso una plaza en el periódico Revolución y devenga, por primera vez en su vida, un sueldo fijo de “ciento
y pico de pesos al mes”, según los recuerdos de Antón
Arrufat. De aquella época también recuerda Pablo Armando Fernández que “Tanto en Revolución como en Lunes,
Virgilio colaboró asiduamente. Fue un trabajador de los
más serios. Tú le pedías un artículo a las dos de la tarde
y a las cinco ya te lo estaba entregando”, aunque no se
las “cortara” muy bien con Guillermo Cabrera Infante, el
director del suplemento Lunes, el cual tenía en tan poca
estima la obra de Virgilio que alguna vez llegó a calificarla como “literatura de lavandera”.
Pudiera afirmarse que es en estos momentos cuando
comienza a consolidarse la pertenencia de Virgilio a lo
que llamamos “la literatura cubana”, no sólo a través de
sus puestas en escena, de la publicación de sus libros,
sino también por la valiosa contribución que le aportó al
mundo editorial que se iniciaba en la Isla.
Pero Virgilio Piñera (como él mismo lo dejó por escrito) era homosexual desde las remotas intuiciones de su
infancia. Y sería bueno contextualizar el hecho: no era
el homosexual glamoroso, seguro y hasta pregonero de
su intimidad electiva que hoy podemos ver ocupando un
puesto de relevancia social o discursando en cualquiera
de nuestros medios bajo el amparo de una Mariela de
ilustres apellidos; no, él fue innegablemente un homosexual culposo. Pablo Armando Fernández comentó
para la investigación de Carlos Espinosa, Virgilio Piñera
en persona: “Fíjate si sus prejuicios sexuales son obvios
que él —lo mismo que Cabrera Infante y Heberto Padilla— enfatiza en la película Conducta impropia que no es
homosexual”; aunque no recuerdo que Virgilio aparezca en el citado filme, no tengo la menor duda de que
en determinadas circunstancias negara enfática y puerilmente su inocultable militancia en el sindicato gay.
No lo acusemos por ello de cobarde o hipócrita; ya
sabemos que su conducta sexual era reconocidamente transgresora (porque así se interpretaba entonces la
homosexualidad), y a ese punto quiero llegar: el transgresor (que en el fondo siempre es una persona común)
también siente miedo, se espanta interiormente ante las
consecuencias que sus actos son capaces de generar en
materia de repulsión pública, de marginación social. Es
más: sin ese pavor interno, sin ese riesgo que corre quien
se está jugando el todo por el todo con sus acciones,
no podemos hablar de transgresión alguna. Transgresión
autorizada, transgresión consentida… pudiera ser cualquier cosa, menos transgresión.
En el año 1962, la pujante y popular Revolución
cubana —que dinamitaba viejas estructuras de poder
y subvertía órdenes sociales, a la vez que cargaba con
rancias estructuras de pensamiento— desató una campa-
42 El Mar y la Montaña
ña de saneamiento social (al estilo de la que en nuestros
días se desarrolla contra en maligno aedes aegypti) para
exterminar esas lacras del pasado que eran las putas, los
proxenetas y los pájaros (que entre nosotros no se precisa aclarar que son los maricones y, por extensión, sus
homólogas tuercas); así se armó una especie de maratón
ético conocido como “La noche de las tres p”, que por
supuesto no duró una noche, como tampoco duró cinco
años el quinquenio gris.
Una mañana Virgilio fue víctima del espíritu “purificador” de aquella noche. Salió a comprar el pan suyo
de cada día, en Guanabo, donde vivía, y a tono con
esa zona playera iba vestido con un short, un pullover,
unas sandalias y se hacía acompañar de dos amigos que
posiblemente llevaran la misma facha sospechosa del
gesticulante parlanchín y fumador Virgilio. Nadie puede
asegurar si el lascivo cuarentón se gastara algún guiño
provocativo con un soldado que se le atravesó en el
camino, o si el soldadito quiso cumplir con su deber en
medio de la campaña a la que estaba convocada toda
la sociedad cubana, pero el caso es que Virgilio y sus
amigos fueron detenidos, conducidos hasta la estación de policías de Guanabo, y de ahí trasladados en un
camión a la histórica prisión enclavada en el Castillo del
Príncipe. No hay que decir que tanto en el camión como
en el calabozo, Virgilio tuvo que compartir el destino
de todas las P detenidas durante aquella combativa
jornada.
Cuentan que, desde El Príncipe, Virgilio pudo llamar
a su jefe Guillermo Cabrera Infante, quien a su vez se lo
comunicó a su inmediato superior, Carlos Franqui, y éste
le sugirió telefonear a una influyente señora (¿o compañera?) de la época: Edith García Buchaca, que entonces
era la esposa de un alto funcionario del gobierno, Carlos
Rafael Rodríguez.
Lo cierto es que Virgilio ¿durmió? aquella noche
entre la delincuencia habanera, y fue puesto en libertad en la tarde del día siguiente, para encaminarse
directamente hacia la casa de Cabrera Infante, donde
varios amigos lo esperaban, entre ellos Antón Arrufat, que alguna vez contó: “Uno de los recuerdos más
impresionantes que conservo de mi amistad con Piñera es el momento en que la puerta del apartamento se
abrió y entró él, vestido con su ropa playera, despeinado y con cara de no haber dormido en muchas horas.
Nos fue abrazando a todos y después comenzó a sollozar. Se recostó luego a la pared, lentamente se fue
derrumbando, rodó hasta el piso y quedó tendido en
el suelo.” (Descontando el innato histrionismo virgiliano, no hay que desestimar el descalabro interior que
estaría padeciendo nuestro poeta.)
Antón Arrufat le asegura a Carlos Espinosa en Virgilio Piñera en persona (p. 230)que este suceso ocurrió en
el 1962, aunque en la Cronología de la Órbita de Virgilio
Piñera (p. 367) este hecho se sitúa en octubre de 1961,
que para el caso es igual: su psiquis ya debía estar bastante maltratada por la humillación que para él representaría tener que firmar con el seudónimo de El Escriba los
artículos que publicaba en Revolución, para no desprestigiar al periódico con su “empañado” nombre.
Es imposible dejar de referirnos a un incidente protagonizado por Virgilio Piñera el 16 de junio de 1961, en
el teatro de la Biblioteca Nacional, donde se produjo
el muy histórico encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos, que no se desarrolló en un solo día, sino
en tres jornadas, los días 16, 23 y 30 de junio de aquel
1961. Este primer encuentro oficial del nuevo gobierno
con lo más granado de los escritores y artistas cubanos (habaneros, más bien) concluyó con el programático discurso de Fidel conocido como “Palabras a los
intelectuales”, donde se fijó el continente de lo posible
(utilizando la acertada definición de Julio César Guanche) para la creación artística e intelectual en nuestro
país, a través de una frase que cada cual ajustó según el
rasero de su entendimiento: “Dentro de la Revolución
todo, contra la Revolución nada.”
Virgilio participó en esos encuentros y su intervención se hizo legendaria porque fue uno de los dos transgresores que reconocieron su temor ante lo que presentían se avecinada (el otro, dicen que fue Mario Parajón).
Vale recordar que Virgilio no contaba entonces con el
ministerio amable y protector de ningún Abel dispuesto
a sacarle las castañas del fuego a artista alguno; no, Virgilio estaba desamparado ante las posibles consecuencias
de sus palabras. He leído decenas de anécdotas referentes a la intervención de Virgilio Piñera aquel 16 de junio,
contadas por los participantes de ese día (y supongo que
hasta por los que nunca estuvieron allí, porque esos dirán
que quién pudiera cuestionarles hoy semejante detalle);
pero como es lógico, me quedo con la versión que ofrece
la Órbita de Virgilio Piñera (pp. 313-314):
[VIRGILIO PIÑERA] Como Carlos Rafael ha pedido
que se diga todo, hay un miedo que podíamos
calificar de virtual que corre en todos los círculos
literarios de La Habana, y artísticos en general,
sobre que el Gobierno va a dirigir la cultura. Yo
no sé qué cosa es cultura dirigida, pero supongo
que ustedes lo sabrán. La cultura es nada más
que una, un elemento... Pero que esa especie de
ola corre por toda La Habana, de que el 26 de
Julio se va a declarar por unas declaraciones la
cultura dirigida, entonces…
[FIDEL CASTRO] ¿Dónde se corre esa voz?
[VIRGILIO PIÑERA] ¿Eh? Se dice…
[FIDEL CASTRO] ¿Entre quiénes se corre esa voz?
¿Entre la gente que está aquí se corre esa voz? ¿Y
por qué no lo han dicho antes?
El Mar y la Montaña
43
[VIRGILIO PIÑERA] Compañero comandante Fidel,
yo puedo decir que he oído hablar de esa voz entre
las personas que yo conozco. [...] Los compañeros
podrán decir lo contrario, pero como yo lo sabía,
pues he querido sacarlo a colación, como se ha
sacado algo de una película, entonces eso es porque
como Carlos Rafael dijo que había luchas planteadas, y yo no digo que haya temor, sino que hay una
impresión, entonces yo no creo que nos vayan a
anular culturalmente, ni creo que el Gobierno tenga
esa intención, pero eso se dice. Que lo niegan, está
bien, pero se dice. Y yo tengo el valor de decirlo,
no porque crea que los que nos van a dirigir nos
van a meter en un calabozo ni nada, pero eso se
dice. La realidad es que por primera vez después
de dos años de Revolución, por la discusión de un
asunto, los escritores nos hemos enfrentado a la
Revolución, y ahora es, y propongo a este congreso que tenemos que rendir cuentas, ¿comprende?,
y entonces este hecho nos produce un poco de
impresión, digamos, aunque no digamos el temor.
Y eso trae consecuentemente una serie de preguntas y de cosas que uno se hace, que van corriendo
y se van formando, y en ese aspecto, como Carlos
Rafael pidió una franca franqueza, perdonando la
redundancia, yo por eso lo digo, sencillamente, y
no creo que nadie me pueda acusar de contrarrevolucionario y de cosas por el estilo, porque estoy
aquí, no estoy en Miami ni cosa por el estilo. Voy
a cumplir cuarenta y un años (sic),3 y he dedicado
toda mi vida a la literatura, y todos ustedes me
conocen. Así, como dijo el compañero Retamar,
aquí no hay ningún compañero contrarrevolucionario. Todos estamos de acuerdo con el Gobierno, y
todos estamos dispuestos a defender y a morir por
la Revolución, etc., etc. Pero eso es una cosa que
está en el aire y yo la digo. Si me equivoco, bueno,
afrontaré las consecuencias.
[FIDEL CASTRO] Pero, ¿equivocarte de qué?
[VIRGILIO PIÑERA] No, equivocarme no. Algunos
compañeros dicen que eso no flota en el ambiente,
pero yo digo que sí, ¿comprende? E incluso lo digo
un poco como chiste de que lo van a declarar el 26
de Julio. Pero es una impresión que hay, sencillamente, y es porque los artistas hasta ahora trabajaron en condiciones anárquicas, y porque usted
sabe perfectamente, y sufriendo explotación como
el pueblo, y por los gobiernos que teníamos. Ahora
no los tiene, y entonces tiene que preguntarse por
qué especula, y es sencillamente porque se hace
cincuenta mil preguntas. Porque todo lo que se ha
dicho aquí, al fin y al cabo, si se va a manifestar
como se dice, se han manifestado dudas y reservas
44 El Mar y la Montaña
sobre cómo debe ser la creación artística. Está en
el ambiente, lo que pasa es que no lo han dicho, lo
han dicho con optimismo. Yo lo digo “ramplán”.
Eso que se percibía en el ambiente y que Virgilio el transgresor tuvo el coraje acobardado de decirlo
“ramplán”, se legitimó alguno años después, en el Primer
Congreso Nacional de Educación y Cultura, celebrado en
el año 1971.
En la Declaración de este Congreso los delegados
reunidos en La Habana, del 23 al 30 de abril de aquel
1971, formularon una serie de estatutos que no se
pueden comparar con los que ahora emanan de nuestros
congresos a manera de propuestas, de ajustables líneas
de acción sobre las cuales ir trabajando en aras de nuestras metas futuras, que es como decir: en nuestras más
caras aspiraciones; no, todo lo contrario, aquellos estatutos le aportaron una especie de cuerpo legal a lo que
ya la sociedad reconocía (o padecía, en muchos casos)
como prácticas establecidas.
Si alguno encuentra en su camino el invaluable
número 65-66/1971 de la revista Casa de las Américas,
podrá leer esta Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura que se detuvo en aspectos
tan ¿puntuales, exquisitos, previsores? —francamente
ahora no hay manera de calificarlos con precisión—
como el siguiente: “Modas, costumbres y extravagancias”. Pero detengámonos en el que estatuyó “Sobre la
sexualidad”, y que tiene acápites tan elocuentes como
estos (pp. 13-14):
Se analizó la prostitución en su origen socioeconómico dentro de la sociedad burguesa, su liquidación total a lo largo de estos años de trabajo revolucionario dentro de la transformación operada en
nuestra sociedad. Que las manifestaciones residuales y microlocalizadas existentes, caen más bien
dentro del campo delincuencial.
Respecto a las desviaciones homosexuales se definió su carácter de patología social. Quedó claro
el principio militante de rechazar y no admitir en
forma alguna estas manifestaciones ni su propagación destacándose, sin embargo, que sería el estudio, la investigación y el análisis profundo de este
complejo problema lo que determinaría siempre
las medidas a tomar.
Quedó establecido que el homosexualismo no
debe ser considerado como un problema central
o fundamental de nuestra sociedad, pero que es
necesaria su atención y solución.
Se profundizó en el origen y evolución del fenómeno así como su magnitud actual, sobre el carácter
antisocial de esta actividad y las medidas preventivas y educativas que deben implementarse. El sanea-
miento de focos e incluso el control y reubicación
de casos aislados, siempre con un fin educativo y
preventivo. Se estuvo de acuerdo en diferenciar los
casos, su grado de deterioro y la actitud necesariamente distinta frente a los diversos casos y grados.
A continuación los congresistas exponen algunas
medidas para garantizar el buen orden y la rectitud
sexual de nuestros niños y jóvenes; pero insisten en el
vicio nefando:
En el tratamiento del aspecto del homosexualismo la Comisión llegó a la conclusión de que no es
permisible que por medio de la “calidad artística”
reconocidos homosexuales ganen influencia que
incida en la formación de nuestra juventud.
Que como consecuencia de lo anterior se precisa
un análisis para determinar cómo debe abordarse
la presencia de homosexuales en distintos organismos del frente cultural.
Se sugirió el estudio para la aplicación de medidas
que permitan la ubicación en otros organismos, de
aquellos que siendo homosexuales no deben tener
relación directa en la formación de nuestra juventud desde una actividad artística o cultural.
Que se debe evitar que ostenten una representación artística de nuestro país en el extranjero
personas cuya moral no responda al prestigio de
nuestra Revolución.
Cuando estos sucesos acontecían, yo tenía 15 años y,
de más está decir que sólo había escrito composiciones
escolares; pero nadie tenía que ser un transgresor ni un
artista para sentir el peso social de aquella educación y
aquella cultura.
Cuarenta y un años después, o lo que es igual: hoy
mismo, todo se ha ido transformando para bien, todo
se ha vuelto “más nítido y fragante”, para decirlo con
palabras lezamianas; lo cual no significa que dejen de
existir cosas sorprendentes y que asusten (al menos
para mí). Entre ellas, asistir a la glorificación de las
antípodas, que tiene su ejemplo más cercano en el
cainesco insulto que una supuesta “Voz” que exalta
y promueve lo más pedestre de la sandunga musical
criolla se permitiera contra el buen Abel; pero como
parece que esta Voz no transgrede nada significativo
para los tiempos que corren, la repercusión más notoria que “sufrió” el insolente fue desagraviarlo en un
espectáculo atiborrado de lucecillas y juveniles mujeres moviendo la cintura en el último Judas… digo: en
el último Lucas, que me confundí de apóstol.
Las transgresiones de un Virgilio Piñera nos ayudaron a ser mejores. Los ruidos de tantas voces y tantos
ruidos… no puedo imaginar a dónde nos conducirán.
Cuando ofrecía la definición de transgredir, les reco-
mendaba detenernos en dos vocablos claves dentro de
su acepción geográfica: violar y sedimentación, porque
se dice que cuando el mar viola alguna zona continental,
inicia una sedimentación que, es de suponer, tendrá que
ser otra y otra vez violada por el mar, para crear nuevas y
nuevas y siempre perecederas sedimentaciones, porque
como ya sabemos: lo único perenne es el cambio; lo definitivo no existe, ni para bien ni para mal.
Sin olvidar la advertencia que nos hiciera Jorge Luis
Borges de que “Nada se edifica sobre la piedra, todo
sobre la arena, pero nuestro deber es construir como si
fuera piedra la arena…”, recordemos también lo que nos
hizo pensar Silvio Rodríguez con una de esas canciones
que sí nos ayudaron a construirnos como personas (y
no como danzantes hedonistas y acéfalos en exclusiva):
la espuma de las olas que vienen y van nos enfrentan a
una concretísima y transitoria cresta que cuando logra
ser… ya no es ninguna.
Fragmentos de una conferencia ofrecida en el evento de la AHS La Isla
en Peso, en Yacabo Abajo, el jueves 12 de enero de 2012.
Cuando no se advierta otra fuente, las citas fueron extraídas de Virgilio Piñera en persona.
3
En realidad tenía 48 años.
1
2
Textos consultados:
Virgilio Piñera en persona, Carlos Espinosa, Ediciones UNIÓN, Ciudad
de La Habana, 2003.
Revista Unión, no. 10, año III, abril- mayo-junio 1990.
Revista Casa de las Américas, no. 65-66/1971.
Órbita de Virgilio Piñera, Ediciones UNIÓN, Ciudad de La Habana,
2011.
El Mar y la Montaña
45
nuevas
ediciones
La Editorial
Sentimental a veces, otras reflexivo y por momentos irónico, el autor de este poemario discursa sobre el
anverso múltiple que, dentro de sí, le entrelaza la inevitable otredad que presupone la existencia humana. Con lenguaje que aspira a la comunicación, el poeta incursiona por estrofas tradicionales, a la vez
que se libera de ataduras y hasta deconstruye versos en un intento de que las formas contribuyan a esa
complicidad afectiva que pretende establecer.
Ibrahín Martínez Romero (Yateras, Guantánamo, 1964). Es instructor de Artes Plásticas. Tiene publicados
los poemarios Una absurda manera de callar (2001) y Discurso del bufón (2005), ambos por la Ed. El Mar
y la Montaña. Textos suyos están incluidos en la selección Y a veces paso hilvanándome la fe (Ed. El Mar y
la Montaña, Guantánamo, 2003 y 2004). Ha publicado en la revista Ecos y en el plegable Vitral, del Centro
Provincial de Cultura Comunitaria.
Ganador en el género poesía de los Encuentros Debate de Talleres Literarios 1998 y 1999, también obtuvo el Quintín Fernández Ramírez 1998.
Trabaja como especialista de literatura en la Casa de la Cultura de Manuel Tames, municipio en el que reside.
Este ensayo constituye un complemento necesario para comprender con una visión más integradora la organización y desarrollo de la lucha revolucionaria en Guantánamo durante la guerra de liberación nacional que
culminó con el triunfo del 1ro de Enero de 1959.
Luis Figueras Pérez (Guantánamo, 1942). Licenciado en Historia, Máster en Desarrollo Cultural Comunitario. Investigador aspirante por el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello y profesor asistente de la Universidad de Guantánamo. Autor del Glosario para el trabajo cultural comunitario
(El Mar y la Montaña, 2001). Ha publicado trabajos en el periódico Venceremos, en los suplementos Lomerío y Memorias, y en la revista Blasones. Combatiente clandestino, del Ejército Rebelde e
internacionalista.
Marisel Salles Fonseca (Guantánamo, 1960). Licenciada en Historia por la Universidad de La Habana.
Profesora Auxiliar de la Universidad de Ciencias Pedagógicas de Guantánamo. Ha publicado artículos en
Venceremos, El Managüí, Blasones y Memorias.
Han publicado en conjunto los títulos Guantánamo. Insurrección. Apuntes para una cronología crítica
(2002), Constitución del II frente Oriental. Apuntes y reflexiones (2004), ambos por la editorial El Mar y
la Montaña, e Historia del municipio Guantánamo (Ed. Historia, 2011).
Pulgas, gatos, culebras, guanajos, gallinas y otros animales comparten el escenario de Un instante en el
aire, tres obras de teatro en las que, sin dudas, encontrarán un espacio para el juego y el aprendizaje.
Pero a los niños, ¡cuidado!, quizás en estas historias descubran disfrazados a sus primos, a sus hermanos,
a cualquier amiguito de la escuela o a ustedes mismos, porque en eso consiste la verdadera magia de
este libro: en conocer cómo, para Noel Mendoza, el teatro y la vida pueden ser uno solo.
Eldys Baratute
Noel Mendoza Calzado (Guantánamo, 1970). Es dramaturgo e instructor de arte. Publicó el libro de teatro
para niños Pequeño zoo (El Mar y la Montaña, 2003). Sus obras han sido llevadas a la escena por los
instructores de la Brigada José Martí. Obtuvo el premio Quintín Fernández en el 2003, en los Encuentros Debates de Talleres Literarios los provinciales en el 2000 y 2001, y una mención nacional en el 2003
de este mismo evento. Actualmente se desempeña como asesor literario de la Casa de la Cultura de El
Salvador. Es miembro de la UNHIC.
Editorial
46 El Mar y la Montaña
El Mar y la Montaña
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M
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Econ el
1-Podrán participar todos los escritores
residentes en el país.
objetivo de 2-Se concursará con un ensayo artístico literario
que aborde temas relacionados con los procesos
fomentar
artístico-literarios de la contemporaneidad,
con una extensión no mayor de 10 cuartillas,
o
en formato de hoja carta, a 2 espacios con
el pensamient
letra Arial o Times New Roman 12 puntos.
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trabajos deberán ser inéditos y no estar
teniendo como 3-Los
comprometidos
para su publicación ni
s encontrarse en veredicto
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para otro certamen.
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trabajos se enviarán por correo electrónico con
de la 4-Los
dos documentos (como adjuntos): el primero debe
contener el trabajo identificado con un seudónimo y
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en el otro deben especificarse los siguientes datos:
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seudónimo e identificación (nombre y apellidos del
contempora
autor), número de carné de identidad, dirección
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con
particular, teléfono, e-mail y pequeño currículo.
En el asunto del correo debe especificarse que es
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para el concurso de ensayo El Mar y la Montaña.
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en el
5-Los trabajos serán enviados por correo
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electrónico a la siguiente dirección:
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gén
rio editorial@gtmo.cult.cu o
ahspresidencia@gtmo.cult.cu
artístico litera
6-Las obras serán recibidas hasta el 1ro de
marzo/2012. El fallo del jurado se dará a
conocer en medio de la Jornada Regino E. Boti
a celebrarse del 1ro al 4 de junio de 2012.
7-El jurado estará integrado por
reconocidos escritores del país.
8-Se otorgará un premio único eEl
indivisible
Mar y la Montaña
consistente en 500 pesos mn por concepto de
47
LUIS YUSEFF (Holguín, 1975). Poeta y editor. Poemas suyos aparecen
recogidos en varias antologías, revistas y periódicos de Canadá, Perú, El
Salvador, Honduras, México, Nicaragua, España y Nueva Zelanda. Obtuvo
en el 2012 por su libro Aspersores el Premio Nacional de Poesía Nicolás
Guillén 2012.
Odette Alonso (Santiago de Cuba, 1964). Poeta
y narradora. Su obra ha sido incluida en varias
antologías, revistas y publicaciones culturales.
Actualmente reside en México.
poema.
VIRGILIO PIÑERA
LEE SUS POEMAS EFÍMEROS
Azul era la llama del hornillo
y pequeña
en la afectada penumbra de la habitación.
Su voz entrecortada
máscara teatral.
Todo escenografía y coro tintineante.
Azul era la llama
donde se consumían los pliegos ya leídos
y el sueño del poeta.
Virgilio no existía
ardía entre las llamas
para flotar después como un ánima en pena
48 El Mar y la Montaña
Para que Virgilio lea sus poemas efímeros
Comiéndose el miedo con las manos.
Sentado en primera fila, Virgilio abre el paraguas
bajo las luces verticales lloviéndose sobre el escenario
donde una dama vestida de caballero fornica con la muerte,
que se ha vestido de cisne vestido de caballero,
quien a su vez se viste de dama sonreída
mientras dama, cisne y caballero se visten de muerte,
para después desnudarse sobre el hornillo
donde Virgilio echa a arder sus pequeños/ efímeros poemas.
Más vale así que morir de una terrible metáfora
atravesándonos el corazón. Y tú sin querer morirte,
sino mover escandalosamente las caderas
de gato flaco al toque del batá.
Seguir al primer negro que pase
antes de que se te haga demasiado tarde para conquistas
Y ponga trampas el verso.
No vaya a ser que caigas en ellas,
como se cae a los pies de Dios
donde un niño juega a asesinar a la señora clorótica
y perfumada que llevas dentro.
En las tardes grises, sopiano y solo,
te sientas en un parque a abanicar la soledad.
Ese pájaro de mal agüero que se te ha posado en la pierna.
Un poco más allá el floripondio malva detrás de la oreja
trata de ocultar el embarazo que te provoca la rara avis
Y con disimulo te quitas esa porquería emplumada de encima
propinándole el insulto acostumbrado. Horror. Dices.
Y te levantas del banco al tiempo que recibes un balazo en el pecho:
Pum, te maté. Cáete...
Y caes muerto de verdad. Como pétalo de Flora.
Como hormiga mal comida.
Frágiles que somos, Virgilio. Muertos de susto que estamos.
Y ese chico no deja de practicar juegos mortales.
No habrá quién le diga a cuál diana apuntar.
Dónde poner la palabra inocente.
Lejos ya de las manos pálidas y largas como lirios
que te llevas a los ojos tratando de disimular las lágrimas
mientras en el fragor incesante de la orquesta
se escucha patético Tchaikovski
Y una dama vestida de caballero
desenmascara el arma oculta de la traición.
El tiro de gracia reventando tu cabeza de pájaro triste.
TELÓN
La entrada de este personaje no estaba prevista en la obra.
Llega tarde a la función. Cierra el paraguas. Se sienta.
Acomoda una pierna encima de la otra. Respira hondo.
Como si quisiera ocultar los dientecitos de ratón se lleva
una mano a la boca. Y le pregunta al desconocido
de la butaca de enfrente:
¿Sufrió mucho el cisne, caballero?
Pero el caballero no responde.
En el hornillo de las metáforas arde
su versión alucinada.
El último
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