Simplemente no te quieren Cristóbal Bellolio 18 de marzo de 2011 El gobierno hizo lo que tenía que hacer. Activando el recuerdo del terremoto, movilizó recursos, ordenó evacuar las costas y mantuvo a la ciudadanía vigilante. Varios dirigentes de la oposición quisieron ridiculizar lo que consideraron una sobrerreacción de La Moneda. Pero el operativo, según se hizo evidente horas más tarde, fue en gran medida necesario. En palabras de Fernando Paulsen, era la “estrategia dominante”: en todos los escenarios era mejor actuar que no hacerlo. Cuando las críticas concertacionistas ya desteñían por su pequeñez, habló el Presidente. Fiel a su estilo, dejó entrever que se notaba el cambio de mano. Que el buque ahora estaba a cargo de funcionarios aptos para la tarea. Al aludir a la situación vivida un año atrás, les tocó la sensible tecla Bachelet. Como era previsible, la Concertación no mantuvo silencio. Salió rápidamente a encarar a Piñera. La “unidad nacional” –esa que tanto predica el primer mandatario- se fue nuevamente a las pailas. En jerga deportiva, Piñera les celebró el gol en la cara, lo que ya atenta contra el fair play. Para peor, lo hizo como si se tratara de un gol de media cancha cuando la verdad es que con la información y la distancia que disponía el gobierno lo suyo fue más bien un golcito lauchero. La combinación perfecta para picar el amor propio del equipo rival. La dinámica que está generando el Presidente y la oposición es políticamente compleja. En otros tiempos, era la figura de Pinochet la que servía para mantener a la Concertación unida cada vez que una trizadura se asomaba en el entonces andamiaje oficialista. La sola evocación de su recuerdo era suficiente –para algunos todavía lo es- para dejar de lado los intereses de cada facción y aleonarse contra el enemigo común. Hoy parece ser el personaje de Sebastián Piñera el que basta para erizar los pelos de democratacristianos, pepedés, radicales y socialistas, juntos como hermanos. Hasta la más inocua de sus apariciones públicas puede servir para que los ánimos concertacionistas vuelvan a jugar al unísono. Pero a diferencia de Pinochet, odiado en lo personal y combatido en lo político, Piñera concentra la mala vibra sólo en el primero de estos planos. En lo político, hay que decirlo, las diferencias con sus antecesores no son llamativas. La actual administración ha puesto en marcha una serie de medidas que habrían encajado bastante bien en un gobierno socialdemócrata a la chilena. El Presidente, es sabido, se tiende a posicionar al centro. No, el problema de Piñera con la Concertación no es ideológico. Es personal. Por eso cada vez que la oposición parece quedar fuera de juego en la discusión política se asemeja más bien a la vieja peladora que busca la manera de embarrar de chismes al vecino. No la concibo exhibiendo los mismos bajos niveles de tolerancia frente a un prototipo Lavín. ¿Es porque su exuberancia de millonario irrita a la austeridad política criolla? ¿Es porque su infinita autoconfianza resulta grosera entre tanta mediocridad? ¿Es porque naturalmente caen mal los sobreactuados? ¿O es sólo porque los sacó del poder? No tengo la respuesta, pero intuyo que de todo un poco. Nada indica que esta relación vaya a cambiar con el tiempo. Como reconoció el columnista Francisco Javier Díaz en este mismo espacio, en la Concertación se impuso la lógica de reeditar la política chica, de cerbatana y escupitajo, la que durante largo tiempo practicaron en la Alianza. La deliberación democrática en serio no goza de su mejor momento en Chile. Parece que no habrá “majestuosidad republicana del cargo” que sirva para aislar al Presidente del torrente de odiosidad que provoca, con o sin razón. Quizás, para minimizar los encontrones, podría partir por dejar de celebrar los goles con tanta parafernalia.