implicaciones ficticias de la “niña mala”

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La educación literaria: implicaciones
ficticias de la “niña mala” de Mario
Vargas Llosa
Erwin Snauwaert
HUB RESEARCH PAPER 2010/11
DECEMBER 2010
La educación literaria: implicaciones ficticias de la “niña mala” de Mario Vargas
Llosa
Erwin Snauwaert (HUBrussel/ KULeuven)
erwin.snauwaert@hubrussel.be
Diferentes críticos plantean que, al escribir Travesuras de la niña mala (TNM), Mario
Vargas Llosa sobre todo quería sacarle el jugo a una historia de amor y al concepto de
“novela sentimental” (Lafuente, 2006:50). No les falta la razón, dado que efectivamente
TNM enfatiza más que ninguna otra obra del autor la temática amorosa. Así, la novela
engancharía con La tía Julia y el escribidor, que en gran parte es el retrato autobiográfico
de las peripecias sentimentales que precedieron el matrimonio del escritor peruano con
Julia Urquidi, y con las elucubraciones acerca del sexo que se leen en el díptico Elogio de
la madrastra y Los cuadernos de Don Rigoberto. Según algunos, la aparición de ese tema
algo atípico en el autor encajaría en una tendencia que caracteriza las letras
hispanoamericanas después de la caída del muro de Berlín en general. El final de la
guerra fría hizo que poco a poco se quitara la tensión política a la temática literaria y que
ésta se dirigiera cada vez más a la vida diaria, al amor y al rol de la mujer (Henighan,
2009:371).
Además, TNM también resulta ser atípica en el aspecto técnico. En esta novela, la
dinámica del relato no procede, como en tantas otras, de las imbricaciones de las
diferentes líneas narrativas –el consabido principio varguiano de “los vasos
comunicantes” en la narración y en la focalización- sino de unos cortes temporales que
cada vez corresponden con unos espacios ciudadanos muy diversos. Así el lector sigue la
evolución de Ricardo Somocurcio entre sus 35 y 55 años y, de paso, se sumerge en el
ambiente político, social y cultural de Lima en los años 50, de París en los 60, de Londres
en los 70 y de Tokio y Madrid en los 80.
Sin embargo, igual que suele hacerlo el principio de los vasos comunicantes, este juego
con el tiempo y con el espacio esboza unas pistas interpretativas bastante claras.
Concretamente, la dimensión cosmopolita que está incluida en el tratamiento del espacio
se injerta en el tema recurrente de la mentira y de la ficción. Esta lectura, que el propio
Vargas Llosa deja abierta en una de sus entrevistas (2007:1) nos invita a sondear las
implicaciones literarias contenidas en este cosmopolitismo y en la heroína que lo
engendra. En consecuencia, analizaremos primero la tensión entre Perú y Europa, más
específicamente París, y la acoplaremos en un segundo movimiento a la transformación
que experimenta Ricardo al canjear paulatinamente su oficio de intérprete por una
vocación de escritor.
1. Un extranjero en Perú y en París
Paradójicamente, el ambiente cosmopolita por el que transcurre la novela radica en el
origen de los protagonistas, en el propio Perú, y se desarrolla pues a través del problema
de la emigración. Como lo señala Villena Vega, “sus personajes viajan, se instalan en el
extranjero y sin embargo mantienen al Perú como punto de referencia por excelencia”
(2007:2). Esto consta en las continuas alusiones a la política peruana –el golpe de
Velasco (150-151), el segundo mandato de Belaúnde Terry (159, 289), el primer
gobierno de Alán García (340) y el terrorismo de Sendero Luminoso (160, 292-293)- que
sirven de trasfondo para las vivencias de los protagonistas en el extranjero. Estas
incursiones históricas le hacen descubrir al lector un clima de “pobreza, racismo,
discriminación, postergación, frustraciones múltiples” (77) que le recuerdan la imagen
apocalíptica de un Perú “jodido”, una realidad gobernada por la “mentira” como aparece
respectivamente en novelas como Conversación en la Catedral o Historia de Mayta.
Según se desprende de las discusiones entre el yo y su tío Ataúlfo, son la miseria, la falta
de trabajo, la escasez de oportunidades, la inseguridad las que hacen que “el sesenta por
ciento de los jóvenes tengan como primera aspiración en la vida, irse al extranjero (…) a
Estados Unidos (…) Europa, Japón (…) Australia, a donde sea” (301)
También para la niña mala el Perú parece ser algo que “había expulsado de su memoria
como una masa de malos recuerdos” (77). Efectivamente, su desoladora juventud en un
barrio chalaco motiva su destierro y sus continuos cambios de identidad.
323 “(…) cuando era todavía una mocosita impúber, tomó ya la temeraria decisión de
salir adelante, haciendo lo que fuera, de dejar de ser Otilita la hija de la cocinera y del
constructor de rompeolas, de huir para siempre de esa trampa, cárcel y maldición que era
para ella el Perú, y partir lejos, y ser rica (…) aunque para ello tuviera que hacer las
peores travesuras, correr los riesgos más temibles, cualquier cosa, hasta convertirse en
una mujercita fría, desamorada, calculadora, cruel.”
La intensidad de la ruptura con el terruño queda patente en la conversación que
mantienen en El Callao Ricardo y el padre de la niña mala, el viejo constructor de
rompeolas Arquímedes. Este le cuenta cómo su hija, a pesar de toda su riqueza, le negó
un pasaje a Francia para evitar que pudiera juntarse con ella. La represión de su
ascendencia plebeya la convierte para su padre en una “descastada” (321) tanto en el
sentido figurado, mostrándose indiferente a su indigencia, como en el sentido literal, por
el deseo de “salir de su casta”. De esta forma, el anciano no sólo le revela el verdadero
nombre de la niña mala –sólo en el penúltimo capítulo nos enteramos de que “la
chilenita” o “Lily” se llama en realidad Otilia- sino también la clave de su personalidad.
Las razones por las que la chica se convirtió en un ser caprichoso, mucho más traicionero
que las aguas del Pacífico que él pretende dominar, tienen que buscarse en la miseria
peruana. Con esta confesión Arquímedes, le brinda a Ricardo el “eureka”, o sea, la
perspicacia necesaria para dar cuenta de la identidad enigmática y de las “travesuras” de
la protagonista.
Exactamente por ser consecuencia de la insatisfacción con la realidad peruana, el
destierro de la niña mala le fascina extremadamente al narrador. Después de que
Arquímedes le explicara por qué Lily se hacía pasar por una chilenita en el primer
capítulo del libro, confiesa sentirse profundamente conmovido y loco de amor por ella
(323). Ante esta evidencia, intenta poner de relieve el destierro mediante dos
procedimientos: la dilatación de los espacios y el acoplamiento a su propio exilio
voluntario en París.
La dilatación espacial ya se ha observado en el cosmopolitismo, en el ritmo vertiginoso
e insospechado con el que se suceden las ciudades en las que transcurre la acción.
También se enfatiza en la manera en la que se tratan estos espacios: no son simples
menciones de nombres, sino descripciones meticulosas de barrios y calles en metrópolis
como París, Londres y Madrid. Este “realismo topográfico” (Collard, 2009: 348),
familiariza a los lectores con dichas ciudades casi como si de una guía turística se tratara,
acentúa su realidad variopinta y, al mismo tiempo, marca el contraste con el terruño.
Esta sensación del destierro aún se intensifica al conectarla con sus consecuencias
interculturales. Ya en las primeras páginas, el narrador-protagonista alude a unos
prejuicios que existen entre Perú y su eterno rival Chile, que en los años 50 se calificaba
de país libertino y que prefiguraba para él la moral parisina de aquella época (17).
Aunque a primera vista estas sensibilidades pueden parecer anecdóticas, muy pronto
resalta su pertinencia. Así, la preocupación permanente y el mal humor de los franceses
por el mal tiempo (214) cobran mayor importancia, escondiendo, al ser éstos los únicos
temas de conversación posibles, un profundo desinterés en el otro. La superficialidad, el
apresuramiento (137 “Los ingleses no tienen tiempo para la amistad.”) y el
individualismo europeos –cuando Ricardo pierde las llaves de su apartamento, su vecino
parisino lo deja dormir en el vestíbulo del edificio en vez de invitarlo a su casa (200)están en las antípodas de “la amistad visceral a la sudamericana” (275) y echan las bases
de una “paranoia contra los inmigrantes de países del tercer mundo” (271). Poniendo en
evidencia semejantes tensiones interculturales, se añade una dimensión psicológica a la
variedad espacial que agudiza las implicaciones del exilio.
En estas circunstancias, no debe extrañar que la niña mala viva su mayor trastorno en
Tokio. A pesar de la marcada presencia japonesa en Perú, estas dos cultura son muy
diferentes. En cuanto a la importancia de la amistad ya mencionada, muchos estudios
interculturales consideran las culturas latinas como “colectivistas” y “femeninas”
(Hofstede, 1991: 53, 84), o sea, propensas a valorar los contactos humanos y el tino.
Debido a esto, se oponen diametralmente a la mentalidad japonesa, mucho más
reservada y enfocada en la eficiencia. De esta forma, el contraste con la exuberancia y la
ostentación mediterráneas (173) se ejemplifica en la figura de Salomón Toledano, el
genial intérprete y gran amigo de Ricardo, que hunde su amor por la nipona Mitsuko
exactamente por no acatar la debida reserva. Atestiguando que “[a]quí hay una diferencia
tan grande entre lo que se hace en público y en privado que las cosas más naturales para
nosotros, a ellos les chocan” (186) y hasta convirtiéndose en japonesa bajo el nombre de
Kuriko, la niña mala abjura a más no poder sus propios orígenes. El hecho de que en este
episodio de Tokio se deje abusar por el perverso y despótico “gángster” (191) Fukuda –
¿reminiscencia del inglés “fuck” y/o posible alusión a Velasco Alvarado y Fujimori,
ambos presidentes de aspecto oriental que ,según el autor, serían altamente responsables
de la degradación del Perú (Quintana Tejera, 2007: 6)?- lleva el destierro a sus últimas
consecuencias.
En segundo lugar, el destierro de la niña mala sale de lo común al coincidir con la
trayectoria del héroe. Si Otilia abandona su país “por lo bajo”, huyendo de su situación
socioeconómica y tratando de quedarse en el extranjero por todos los medios posibles,
Ricardo lo hace “por lo alto” (Villena Vega, 2007: 8). Si Ricardo, como huérfano (62), ya
está enajenado “ontológicamente” de sus raíces, no es movido por rencor hacia su tierra,
sino más bien por la mera atracción de la Ciudad Luz. Su exilio voluntario parece ser
inspirado sobre todo por la lectura de Hugo, Verne y Dumas en la que Francia aparece
como “el país de la cultura” (16) donde la vida es “más rica, más alegre, más hermosa y
más todo que en cualquier otra parte.” (15)
Resulta sorprendente, a esta altura, que no acople a su deseo ninguna ambición y que
únicamente aspire a una vida tranquila de funcionario. En esto se opone a los muchos
latinoamericanos que, siguiendo el ejemplo de los escritores del “boom”, vinieron en
aquella época a París para lanzar su carrera literaria (53). Por lo mismo, resulta ser un
héroe atípico en el autor, ya que los protagonistas varguianos suelen estar tan dominados
por una idea (Gamboa, Pantaleón, Mayta, Gauguin…), que pocas veces se dan cuenta de
sus propios límites o se sienten culpables de sus fracasos (Kristal, 1998: 198).
Precisamente esta falta de aspiraciones más elevadas le impide a Ricardo superar las
barreras interculturales ya comentadas, integrarse de lleno en “la Francia de sus amores”
y alcanzar algo más que una “vida bastante estéril” de “irremediable solterón” (156). Esta
ausencia de vocación (359), que se le echa en cara a Ricardo Marcella, la mujer italiana
con la que vive su episodio madrileño y que, ella sí, se entrega en cuerpo y alma al teatro,
hace que su destierro en París se convierta en un espejismo comparable a su obsesión de
poseer a la niña mala (354).
2. De intérprete a escritor
Esta existencia gratuita, de poca pertinencia, parece ser inherente a la profesión de
intérprete que Ricardo ejerce ante la UNESCO en París. Así define el oficio Salomón
Toledano, el políglota cuyo nombre –cómo no ver en él el aspecto bíblico, “salomónico”,
de su juicio y la referencia a la célebre escuela de traductores de Toledo- no puede ser
mas elocuente al respecto.
152 “¿Qué huella dejaremos de nuestro paso por esa perrera?, la respuesta honrada sería:
Ninguna, no hemos hecho nada, salvo hablar por otros. ¿Qué significa, si no, haber
traducido millones de palabras de las que no recordamos una sola, porque ninguna
merecía ser recordada?” (…). -Los trujimanes sólo somos inútiles (…) Pero no hacemos
perjuicio a nadie con nuestro trabajo.
De esta forma, el intérprete es “alguien que (…) sólo es cuando no es (…) que (…) deja
de ser lo que es para que por él pasen mejor las cosas que piensan y dicen los otros” (141),
por lo que el protagonista termina siendo “un fantasma” (147) y “un extranjero” (158)
tanto en el país de acogida como en la vida misma. Por este camino, la actividad de
intérprete sólo es una metáfora, una continuación lógica del exilio que emprendió
Ricardo y que lo convierte en un “ser sin raíces”, un “métèque” (300), o sea, un
ciudadano de una tierra de nadie. Por ser tan huidiza, la profesión de intérprete termina
coincidiendo con el aspecto indefinible, fantasmal, de la propia niña mala. Por sus
múltiples vivencias, sus apariciones y desapariciones inesperadas, su estado bígamo o
hasta trígamo y sus múltiples trastoques, ésta también puede ser vista como una
buscavidas, como una suerte de “políglota” (Villena Vega, 2007: 8) en el terreno
amoroso, sexual y existencial.
Sin embargo, cuanto más avance la novela, tanto más Ricardo parece reorientar sus
actividades: cada vez menos hace de intérprete simultáneo para poder traducir los
cuentos de Chéjov del ruso, idioma que está perfeccionando constantemente. A pesar de
su escasa remuneración, el héroe encuentra en este quehacer una sustancia y una
delicadeza inesperadas que le permiten salir de lo anodino y sentirse “menos fantasmal
que como intérprete” (156). Hacia el final de la novela, Ricardo casi se dedica
exclusivamente a esas traducciones literarias lo que, según Salomón Toledano delata que
“ya no se resigna jamás a desaparecer en su oficio” y lo encamina para ser “un aspirante
a escritor” (156).
Esta predisposición a la literatura otra vez nos lleva a la figura de la niña mala. Si bien su
presencia volátil recuerda, como ya hemos dicho, la ocupación deleznable de intérprete,
esta chica sobre todo encarna una capacidades que son típicas en la ficción. Por sus
“travesuras” (279), su inconstancia y sus embustes, simboliza las fantasías, lo irreal, lo
exagerado, los desarrollos inesperados, o, en una sola palabra, “la mentira” de la que
consisten forzosamente las obras ficticias. Ya de pequeña, la niña mala se pasa el tiempo
“imitando a los mexicanos, a los chilenos, a los argentinos” (320)”, le aconseja
abiertamente al héroe que aprenda a “disimular” (122) y, para colmo, parece haber
fantaseado el episodio más atroz de la novela. La violación y el encarcelamiento en
Lagos, se los parece haber inventado en un reflejo de autoprotección contra los abusos
sexuales de Fukuda. Además, aparece que se prestaba a estos malos tratos como “víctima
voluntaria” (266), porque “vivir en esa ficción le daba razones para sentirse más segura,
menos amenazada, que vivir en la verdad” (267). Mediante estas supercherías contraataca
la realidad apocalíptica, “mentirosa” del Perú, igual que lo haría “la mentira” literaria.
Estas implicaciones se patentizan con mayor fuerza en el capítulo “El niño sin voz”.
Cuando el protagonista les cuenta sus aventuras con la niña mala a sus vecinos Simon y
Elena, una pareja que adoptó a Yilal, un chico vietnamita mudo, éstos las califican de
“historia formidable” (223) y consideran a la niña mala como “una dama que no dejará
nunca de asombrarlos” (238). Esta fascinación toca a su apogeo cuando precisamente la
niña mala es la que “cura” a Yilal, por casualidad, haciéndole contestar una de sus
muchas llamadas. La compenetración de estos dos personajes se motiva en el trauma que
ambos vivieron –el muchacho parece haberse quedado mudo por los horrores de la guerra
en su país y la niña mala fue humillada en Japón- y es tan intensa que el uno no puede
existir sin el otro. En adelante se llevan como uña y carne y, cuando Yilal se marche con
sus padres a Estados Unidos, la niña mala, se sustraerá a los cuidados de Ricardo para
difuminarse una vez más (278). Los progresos lingüísticos del chico son tan
espectaculares que inmediatamente aprende dos idiomas (246), con lo que vuelve a
apuntar la problemática de la traducción y se vislumbra un parentesco con el yo. Como
recompensa, éste le regala soldaditos de plomo, iguales a los que coleccionaba Salomón
Toledano, el exponente de la artesanía verbal. De este modo, la evolución del niño llega a
constituir una puesta en abismo –o, según la poética del propio Vargas Llosa una “caja
china”- de la situación del narrador: así como la niña mala le confirió a Yilal el don de la
palabra, terminará por brindarle a Ricardo la clave para escribir.
Con esta premonición se verifican los chismes de que Ricardo, de joven, escribía poesías
a escondidas (92) y se explica por qué, pese a las desgracias que le aportan, resulta como
hipnotizado por las fechorías y las torturas de la niña mala (179). De por su personalidad
“indómita e imprevisible” (299), la chica consigue transformarle la vida en “teatro,
ficción” (327) y colmarle de “ilusiones que hacen de la existencia algo más que una suma
de rutinas” (207). Por estas vías, Ricardo logra salvarse de la mediocridad (238) y
cambiar finalmente su condición grisácea de intérprete por las ambiciones más atrevidas
del quehacer literario.
En consecuencia, la subyugación y el sufrimiento amoroso de Ricardo pueden ser
interpretados como símbolo de la premura que siente el que lleva en sí el germen de una
expresión literaria reprimida. Esta esclavitud se ejemplifica en el juego de atracción y
rechazo, a través del sinfín de escapadas y retornos de la chica, y en unas metáforas
ampliamente elaboradas. Así, el cementerio de mascotas de Asnières, que visitan juntos
los protagonistas, es un obvio reflejo de la fidelidad perruna de Ricardo y el mundo
hípico de Newmarket, asocia a la niña mala sea con la imagen de un caballo indomable,
sea con la de una de jineta que maneja a su guisa su dócil montura (Villena Vega, 2007:
6-7). El condicionamiento mutuo de los dos personajes ya se anuncia en una de las
primeras citas, en la que niña mala increpa a Ricardo por haberla hecho esperar (134 “Tú
a mí no me dejas plantada, pichurichi”) y en la cura del trauma ocasionado por Fukuda,
que los psiquiatras le confían al héroe por ser éste la única persona capaz de entender a
tan delicada paciente (267). A esta altura, se pueden interpretar los contactos sexuales en
un nivel más sublimado: por su “frialdad” egoísta en la cama, la niña mala se convierte
en un principio absoluto, un tipo de “médica” (Quintana Tejera, 2007: 4) y los
imperativos que la da a Ricardo para que la complazca pueden leerse como unas
instrucciones para descubrir los secretos de la literatura.
Este condicionamiento echa otra luz sobre la novela: lo que a primera vista parece ser el
relato de una relación trastornada, se transforma en metáfora de una iniciación literaria,
que se realiza a trancas y barrancas y que precisa de mucho sacrificio. Efectivamente, por
ser tan obsesivo, este amor no sólo desembocan en la vocación de escritor, sino que
también la presenta como muy exigente. En esto, se sintoniza con la dialéctica varguiana,
que concibe la creación ficticia como un interminable vaivén entre escapadas de la
realidad e intensas y trabajosas recaídas en ella (Forgues, 1983: 76-77). Por esta lógica, la
niña mala induce, como lo formula el propio héroe, un “estúpido amor-pasión que me
consumió tantos años, impidiéndome vivir normalmente” (161) y que siempre lo dejará
insatisfecho (286). El proceso literario es pues un cuestionamiento continuo, lo que
explica también por qué la niña mala a Ricardo “nunca le va a decir que le quiere, aunque
lo quiera” (285) y por qué un amor de casada sólo podría inspirarle odio (343).
Este nexo con la ficción también es inducido por los sentimientos que rigen la vida entera
de Ricardo. Así, la niña mala califica sus piropos y sus avances románticos de
“huachafos”, o sea teatrales y al mismo tiempo vulgares, y los asocia a unas “cosas de las
telenovelas” (174). Remitiendo a una predisposición ficticia del yo, estas huachaferías
continuamente alentadas por la niña mala (192 “Sigue, sigue con tus huachaferías,
huachafito”) podrían ser concebidas como unas tentativas, primerizas y torpes, para llegar
a la escritura. Esta predestinación sale ganando: igual que el narrador, por más que se
esfuerce, no consigue olvidar a la niña mala, tampoco sabrá reprimir la vocación literaria
que se esconde tras su único deseo de vivir tranquilamente en París. En las últimas líneas
del libro, la niña mala le ayuda a dar el paso decisivo, ofreciéndole abiertamente, a través
del caos de su vida y del amor siempre inacabado, el “tema para una novela” (375).
Por último, este compromiso con la literatura resulta reforzado por numerosas referencias
intertextuales. Así, estas últimas palabras de la novela, las pronuncia la niña mala,
enferma de cáncer y pocos días antes de su muerte, en una casita en Sète. Esta mudanza a
última hora al Sur de Francia –la única excepción al espacio exclusivamente ciudadano
del libro- se pone explícitamente en relación con el poema Le cimetière marin de Paul
Valéry y acompaña pues la evolución literaria de Ricardo (Collard, 2008: 347).
Igualmente, el narrador, después de la enésima partida de la niña mala, es salvado por un
clochard, cuando quiere tirarse al agua desde el pont Mirabeau, título del conocido poema
de Apollinaire que recuerda el aspecto fugaz del amor y que, poco después, se cita en la
novela (280/298). El rescate físico presagia, de este modo, que Ricardo se salvará una
segunda vez, en un sentido más sublimado, al entregarse a la literatura. Una vez más el
narrador remite a su propia evolución trazando el paralelismo con las actividades de
Marcella a quien conoce en una representación de Le Bourgeois gentilhomme de Molière
(348). Este apelativo combina a la perfección los apóstrofes que le reserva la niña mala y
coincide literalmente con el ser de Ricardo: un “niño bueno” (gentilhomme), como
contraparte necesaria de su amante, y “huachafo” (bourgeois), como aprendiz literario. El
que Marcella abandone al narrador en plena preparación de Metamorfosis (356), una
pieza basada en una traducción de Jorge Luis Borges, cuya obra es dominada por la duda
ontológica que borra los límites entre realidad y ficción, alude al juego con el concepto
de mentira que lo encamina a la literatura y hasta lexicaliza esta misma transformación.
Por cierto, la referencia intertextual más elaborada es la que se hace a L’éducation
sentimentale de Flaubert. Es llamativo, a este respecto, que accedamos al último capítulo,
en el que se perfilan la mayoría de las referencias descritas, después de un sorprendente
salto en el tiempo (330). Mientras las últimas páginas del penúltimo capítulo describen a
Ricardo y a la niña mala juntos y tranquilos juntos en Paris, preparando al lector para un
final feliz, ocurre todo lo contrario. La parte final “Marcella en Lavapiés” sitúa a Ricardo
en Madrid, en compañía de una mujer diferente, y narra la ruptura inesperada con la niña
mala, de manera indirecta, mediante un analepsis. Este golpe de teatro, recuerda el
epílogo de la novela francesa en el que, después de que se rompiera la intensa amistad
entre Sénécal y Frédéric, reaparece este último en sus solitarios viajes por el mundo, tras
un enorme blanco temporal. Como lo señala el propio protagonista (64), este paralelismo
se cristaliza en la persona de niña mala que, al casarse con un rico diplomático parisino,
se convierte en Madame Arnoux, la homónima de la inalcanzable heroína de la novela de
Flaubert. Esta superposición resalta una vez más el valor alegórico de la niña mala,
colocando mediante la historia de amor una finta que sirve para poner de relieve las
repercusiones literarias subyacentes. Por lo mismo, la educación sentimental del héroe se
rebautiza definitivamente en una educación literaria.
Conclusión: un tema clave en la obra
Evidenciando la importancia de la literatura, Vargas Llosa termina infundiendo en el
presente libro dos temas que sostienen su obra narrativa entra. Primero, la imagen
apocalíptica que origina la huida de la niña mala, conecta con el ataque a una realidad
que, por ser corrupta y mal organizada, se vive como mentira. Esta faceta caracteriza
sobre todo unos protagonistas que, en las primeras obras del autor, resultan víctimas de
unas reglas arbitrarias (Gamboa, Lituma), del fanatismo (Pantaleón, muchos personajes
de La guerra del fin del mundo) o, más tarde, de una violencia incontrolable e
inexplicable, como se da en el terrorismo (Lituma en los Andes) o en la dictadura
(Trujillo, en La fiesta del Chivo). Segundo, por encarnar la “mentira” que es inherente a
la ficción, la niña mala recuerda novelas como Historia de Mayta o El hablador que
acentúan el poder redentor del relato. En estas ocasiones respectivas, la mentira que es la
novela se presenta como verdad, como único medio para acercarse a una realidad política
inauténtica y el acto narrativo condiciona la existencia misma de un pueblo amazónico.
Desembocando en el rol clave de la creación literaria, no se puede hacer caso omiso de la
obstinación de Pedro Camacho, el legendario escritor de radioteatros de La tía Julia y el
escribidor. Llama la atención que esta novela que fue recibida por la crítica como obra
menor, de tono mucho más ligero que las publicaciones anteriores, en realidad insiste por
primera vez en el rol de la escritura y de la ficción (Armas Marcelo, 2002: 316).
Poniendo en evidencia esta temática decisiva en la narrativa ulterior de Vargas Llosa, esta
novela, a primera vista, menos significante que las otras, hasta adquiere una función de
bisagra en la obra entera. Desde esta perspectiva, se podría alegar que TNM adquiere una
importancia similar. El que el deseo del héroe de “tener” a la niña mala “con todas sus
mentiras” (125) pueda leerse también como aspiración a la escritura, le confiere al texto
un valor añadido: lo que a primera vista parece ser una novela sentimental reanuda, de
manera agazapada y casi tan sorprendente como las travesuras de su protagonista, con un
tema clave en la obra del autor.
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Creo
que
soy
algo
fetichista,
entrevista,
El
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http://elcomercio.pe/EdiciónImpresa/Html/2006-05-25/impEntrevistas0511842.html, 1-2.
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esquina y Travesuras de la niña mala de Vargas Llosa, Espéculo: Revista de Estudios
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