Estamos convencidos de la bondad de Dios: Dios es bueno. Esa bondad se traduce en bendición, en felicidad del hombre. Por otro lado, estamos aquí en la “curtiembre” de la vida, sumergidos en un mar de sufrimientos. El Sufrimiento del Justo en este Mundo Pensemos en las familias divididas, en los conflictos del corazón humano, donde hay odio, envidia y pecado. Todo eso de mezclado da a la S.J. vida un saldo Mons. Luciano Mendes Almeida, negativo. No es fácil vivir. Tal vez nosotros, que estamos apaciguados por el Evangelio, consigamos abandono, confianza muy grande. Pero la masa de nuestros hermanos vive en la angustia y no sabe bien qué pensar ante el Este es deel los publicado en el Cuaderno de Espiritualidad sufrimiento en uno el que ser artículos humano está sumergido. Nº144, correspondiente a marzo-abril y que está a la venta en el CEI ($1.400) Ese va a ser el tema de nuestra oración: ¿cómo comprender, a la luz de la fe, http://www.laicosignacianos.cl/articulo.php?idarticulo=363 todo ese sufrimiento? Podemos concentrar más la pregunta: ¿Por qué sufre un ser humano que está en gracia de Dios? ¿Por qué vive sufriendo un hombre “justo”? Sé que estamos siempre reflexionando sobre eso, pero procuremos, la luz Elegimos un tema que pueda ayudarnos a rezar, procurando partira de la de la fe, penetrar en lasufrimiento pasión del en Señor y en vida: la pasión de los experiencia de la una vida.vez Haymás mucho nuestra algunos de hombres. nosotros tuvimos una infancia normal; otros sufrimos, ya en nuestros primeros años,Sabemos la pérdida pariente, purifica situaciones angustiantes, luego quedeel un sufrimiento al sereconómicas humano y ayuda a reparar su dificultades en la vida de estudio, incomprensiones, etc. Sabemos cómo la infancia pecado pasado. Pero el problema permanece, pues conocemos personas buenas, marca fuertemente la vida que son vienefieles después. personas que tienen fe, que a Dios y sufren mucho. Ahora bien, es opinión corriente nosotros el sufrimiento es pero castigo pecado. tuvieron ¿Cómo Hay los queentre pasaron por laque infancia incólumes, en del la juventud es entonces que personas tan buenas sufren tanto, cuando debían sufrir menos que enfrentar graves sufrimientos. Hoy, todos no sólo tenemos nuestros por tener menos pecado? Esaaprendemos desproporción es lalosque cuestiona sufrimientos personales, sino que a asumir de los demás. nuestra comprensión de la providencia y la paternidad de Dios. Pidámosle que aumente Estamos en la cuaresma. Ella nos trae a la mente el considerar la pasión de nuestra fe para que comprendamos mejor esa realidad. Cristo. Aprovechemos para comparar nuestra vida y nuestro sufrimiento con la Para abreviardel la Hijo exposición hacerla concreta, comenzaremos con una verdad misteriosa de Diosyque pasamás por el sufrimiento. comparación. Después la aplicaremos a la historia de la salvación. Eso nos instruye mucho. En el fondo estamos bien cuando las cosas van bien. Pero quedamos deprimidos, angustiados, perdemos la paz, cuando nos La comparación viene encima una enfermedad grave, o cuando una prueba fuerte afecta a nuestra familia personas quees conocemos. Lao acomparación la siguiente: imaginemos un joven drogado cuyo organismo alterado lases toxinas un tratamiento especial. ElPor joven es de En esos casospor nos difícil requiere transformarlo todo en confianza. lo tanto, condición humilde y tiene ir aque un procura hospital de suburbio. Con él va también su ante una comunidad comoque ésta progresar espiritualmente, quisiera madre. Ella sabe que no puede entrar al hospital, pero insiste para estar allí con su ahora resumir algunos pensamientos que me acompañan hace mucho tiempo, y hijo y, a pesar de la excepción que esto significa, le conceden permiso para con sencillez compartirlos con mis hermanos. Así, convido a todos a contemplar su quedarse. Podemos representarnos el cuadro: en el cuarto del hospital está el propia vida. joven recostado en la cama con convulsiones causadas por las toxinas y, al lado de él, en un banquito, la pobre madre. En el hospital es deficiente el aseo, la El justo sufre comida que sirven ya medio fría viene desabrida, en platos plásticos. El hospital da a la calle ¿Quécon está polvo, pasando con ruido. con nosotros? Se oye una persona que se está muriendo al lado, otra gimiendo. Los buenos médicos no van a ese lugar. Resultado: ese joven está Aquí estamos, en esta existencia fugaz, constatando desde temprano que la en un ambiente extremadamente desagradable. Sufre su dolencia y sufre también vida está plagada de sufrimiento. Y ese sufrimiento para nosotros hoy, no es sólo del ambiente que es una pequeña cárcel. Pero él necesita estar allí. Por otro lado, el sufrimiento personal, no es sólo eso, es el gran sufrimiento en el cual el mundo su madre está allí también. Entonces, la pregunta que nos va a traer luz es la está inmerso. siguiente: ¿por qué está allí la madre? Podemos recordar las injusticias, el desnivel entre las clases sociales y todas Ella no está intoxicada, no está enferma y, sin embargo, está allí en el las consecuencias del egoísmo y el pecado. El pobre sufre porque no tiene bienes hospital. La respuesta nos resulta simple: ella es madre. Ella cree que puede hacer materiales, y el rico sufre porque no tiene paz ni alegría en el corazón. Todo esto algo en bien de ese joven, su hijo. De hecho, ella estira la sábana, va a buscar es lo que nos angustia. agua fresca, abre la ventana, llama a la enfermera y, a veces, da una noticia, sonríe, sirve de compañía. No es enfermera, no es médico, pero está allí. Entonces, el punto de partida para nuestra comparación teológica es el siguiente: dos personas están ahí, en el mismo lugar, con la misma polución ambiental; las dos sufren del calor, el polvo, los gemidos de al lado, el retraso de la enfermera, la ausencia del médico, la alimentación descuidada, la nostalgia de la casa. Las dos sufren todo eso. Pero penetremos un poco más en la razón del sufrimiento. El joven sufre porque es drogadicto y enfermo y, finalmente, porque quiso. Ella sufre, y sufre lo mismo, porque es la madre. Sufre porque su hijo está sufriendo. Está allí por causa del hijo. Renuncia a sus privilegios, a su cuarto, a su cama, a su modo de preparar la comida, a sus amistades. Quiere permanecer allí. Por otro lado, si el joven quedase sano y tuviese el alta del hospital y alguien se dirigiese a la madre y le dijese: “Usted insistió tanto en quedarse aquí, pues quédese ocho días más con nosotros en el hospital; el joven se va ahora pero usted se queda con nosotros”, ella sonreiría, como quien dice: “ Este perdió el juicio. Aquí no me quedo. Me voy ahora mismo con mi hijo”. Pero éste es el punto para la comparación. Todos tenemos una experiencia de amor, amor materno, amor fraterno, amistad. Es una realidad en nuestra vida. El descubrimiento es éste: existe el amor que explica cómo una persona puede voluntaria y espontáneamente meterse en una situación difícil. La madre enfrenta la realidad de aquel cuarto de hospital simplemente porque ama. Vamos a aplicar la comparación: creo que nos ayudará a comprender la historia de la salvación. En este mundo hay hombres y mujeres, nuestros hermanos, en cuyo corazón habita el pecado. Hay en ellos celos, envidia, desorden moral, injusticia, voluntad de oprimir. Hay hombres que no tienen piedad. No practican la justicia. Viven en medio de los demás. Están en las escuelas, están en las calles, están en las filas, están en el trabajo, están en los lugares de diversión, y llevan en el corazón el pecado. Roban, son violentos, oprimen a sus hermanos. Por causa de ellos, la historia de la humanidad está marcada por la maldad y el pecado. El mundo se vuelve insoportable. Es un “mundo perro”. Usted no está protegido, usted puede ser secuestrado, puede ser robado, puede ser maltratado, puede ser víctima de una injusticia. Jesucristo Este mundo es así -un mundo donde hay hombres y mujeres que cometen la maldad-, está hecho un desastre. No es tanto el problema del hambre, de la miseria, del analfabetismo, sino el problema del propio corazón humano, donde hay desilusión de la vida, infidelidad conyugal, envidia, odio. Ahora bien, ocurre que dentro de este mundo entra Jesucristo. Y ese es el punto central para nuestra oración. Así como aquella madre entró en el cuarto del hospital porque quiso y renunció a todas las condiciones de vida que eran las suyas, así Cristo se encarnó y, según la descripción de la Carta a los Hebreos (2,17; 4,15), “en todo se asemejó a los hombres menos -claro está - en el pecado”. Como aquella madre que estaba allí en el cuarto del hospital con su hijo y sufría todo lo que él sufría, así también Cristo entra en este mundo nuestro. En todo vivió la vida de la gente, vida humana, menos en el pecado. Es objeto de envidia, de injusticia, de calumnia, y hasta la misma muerte. No baja de la cruz. Se queda en la cruz y muere. Cristo entra en este hospital, en este ambiente desagradable que es el mundo. San Pablo llama a este mundo (Rom. 6,6) “el cuerpo del pecado”. ¿Qué quiere decir? Es un lugar donde el pecado destruye la convivencia humana. Cristo entra en esa realidad. Surge entonces la pregunta: ¿Por qué esta pasión de Cristo? ¿por qué este sufrimiento? La respuesta es simple: El asume, por amor, la vida de los hombres tal como es. La razón es el amor. La madre ama y asume la vida de ese hijo en el cuarto del hospital. Asimismo, Cristo entra en la humanidad y asume por amor la vida de los hombres que sufren. El sufrimiento no es lo propio de Cristo. Su sufrimiento es el sufrimiento de los hombres. La madre no va al hospital por causa de ella misma, sino por causa del hijo, sufre porque el joven está sufriendo. Así también Cristo. Sufre el sufrimiento de los hombres, el azote de los romanos, la condena injusta, la cruz de los condenados de entonces. Sufrió la vida y la muerte de los hombres..En otras palabras, Cristo sin pecado entró en el mundo del pecado. El justo sufre por los injustos (1 Pe. 3,18). Y, haciendo eso, muestra la verdad de su Amor. Entonces, el hombre, viendo el amor de Cristo y sabiendo por la fe que El es Dios, descubre que Dios lo ama (Rom. 5,8). La entrada de Cristo en la historia de la humanidad que sufre, en total igualdad de situación con los hombres, revela de modo inequívoco el amor de Dios. El cristiano De ahí surge ahora la luz para nosotros. Recordemos la palabra de la Escritura: “Cristo no consideró un privilegio su condición divina, sino que se humilló y asumió la condición de siervo hasta la muerte” (Fil. 2,9). Jesucristo asumió totalmente nuestra condición humana. “Siendo rico, se hizo pobre por nosotros” (2 Cor. 2,8). El caso de la madre en el hospital ilumina la encarnación de Cristo y la vida de Cristo ilumina ahora nuestra vida. ¿Cómo? Nosotros que estamos en Cristo Jesús estamos perdonados, envueltos por el amor de Dios. Sabemos que el pecado no vive más en nosotros (Rom. 8,1). Porque Dios es misericordia y Cristo dio la vida por nosotros, aunque permanezcamos en este mundo el pecado no habita más en nosotros. Es verdad que podemos volver a caer en el pecado, pero una vez perdonados por Dios estamos en su gracia. Y, entre tanto, aquí estamos también, en el mundo que sufre. De ahí nuestra pregunta: ¿por qué el que está perdonado y venció el pecado sufre aún el efecto del pecado, el sufrimiento de la vida humana? ¿Qué sería lo normal? Que el hombre cuyo corazón es para Dios estuviese ya en la gloria. Lo que no logramos comprender en esta vida es que tenemos el corazón en Dios y estamos en un mundo que es un “cuerpo de pecado”. Parece haber algún error. Que el hombre que está en el pecado esté también en el sufrimiento es lógico. Pero que nosotros que estamos con el corazón en gracia de Dios, tengamos que sufrir como los que están en pecado, eso no es lógico. Ahí está el drama: ¿por qué el hombre justo y bueno, aquel que está en Cristo Jesús, que resiste al pecado con la gracia de Dios, que perdona a su hermano, por qué sigue sufriendo en este mundo? El justo es víctima del cáncer, del accidente de automóvil, sufre la injusticia, es detenido y hasta puede ser muerto por engaño. He aquí una pregunta central en nuestra vida cristiana: ¿por qué sufre así el justo? Es tanto nuestro rechazo a esa situación que nuestra oración refleja muchas veces la voluntad de librarnos de ella: “Dios mío, que yo quede bien.” “Dios mío, que no me pase nada.” Esto quiere decir que planeamos nuestra vida como una vida sin sufrimiento. Y lo dramático es que nuestro auto choca, el avión se cae, caemos enfermos, mueren nuestros padres, nuestros amigos pierden su empleo, los miembros casados de nuestras familias se separan, se desquitan... y todo ocurre pese a nuestra oración. Para el justo, eso es un misterio. ¿Cómo es que Dios nos ama y sucede así? El descubrimiento ¿Por qué sufrió Cristo? Él quiso quedarse al lado del hombre, quiso entrar en el sufrimiento de la vida humana. Entró en el drama de los hombres, asumió la vida en lo que tiene de más duro. ¿Por qué? Porque nos amó. ¿Pero por qué lo llevó su amor a actuar así? Recordemos la comparación: si aquella madre no hubiese insistido en quedarse en el hospital, el hijo no habría percibido el amor de su madre. Ella, con su presencia, con su sonrisa, con su paciencia, le comunicó al hijo su amor. Él se sintió amado. Por eso, Cristo entró en el mundo y en el sufrimiento de la vida de los hombres. Ahí está el descubrimiento: ¿No será también así para nosotros? Quiero decir, la voluntad de Dios es que los justos permanezcan en el mundo, continuando la vida de Cristo, para el bien de sus hermanos que aún están en el pecado. El Evangelio es claro. Jesús dice: “No vine a salvar al justo sino al pecador” (Mc 2,17). ¿Qué significa? Que la intención de Dios es que el hombre se convierta, que cambie su corazón y no que sea destruido. Dios se revela en el Amor. La novedad es el perdón. Dios nos concede un “tiempo de paciencia” (2 Pe. 3,8) para que pueda producirse el arrepentimiento del hombre. Entonces, si Dios quiere el “tiempo de la paciencia”, ¿qué pasa? Que este mundo se transforma en el lugar de la convivencia entre el pecador y el justo. Pero el justo no puede entrar a un hospital de suburbio sin oír los gemidos de los enfermos, sin sufrir del ruido, del polvo de la calle y del calor del cuarto. No podemos vivir en el mundo que abriga el pecado sin sufrir sus efectos. Nuestro auto va a chocar, nuestras muelas nos van a doler, podemos tener cáncer y así sucesivamente. Esa es la regla del juego. En otras palabras, no es posible para Cristo ser hombre sin, al mismo tiempo, experimentar la condición de los hombres. Él no tuvo pecado, pero sintió hambre y sed, fue perseguido, arrestado, condenado y crucificado. La voluntad de Dios es que el hombre justo permanezca dentro del drama del mundo. ¿Por qué? No por causa del justo. El Antiguo Testamento narra la historia de Job. Ese libro no nos trae mucha luz respecto del sufrimiento. Job, que lo tenía todo, lo pierde todo. En su sufrimiento, despreciado por su propia mujer, recibe a los amigos que se quedan a su vez en silencio, con cenizas en la cabeza, preguntando qué es lo que pasa. Dicen: “Job, pecaste”. Y Job responde que no pecó. Insisten: “si estás sufriendo es para castigarte por algún pecado. Dios es justo. Dios sería injusto si te castigara sin culpa tuya. Viendo tu sufrimiento, estamos vislumbrando tu pecado. Pecaste.” Y el libro termina sin solución. Dios lo devuelve todo a Job, pero no hay respuesta al porqué del sufrimiento. Y no hay solución porque Job buscó la respuesta sólo en el ámbito de su vida personal. El Nuevo Testamento trae la respuesta. Cristo ofrece la vida por nosotros. Ese “por nosotros” es el que trae luz al problema de la vida humana. Una persona puede aceptar libremente, por amor, sufrir una situación que no le corresponde. Recordemos a la madre que está en el hospital, no por ella, sino por amor a su hijo. Y allí interviene la clave del Credo: “... por nosotros los hombres...” es que Cristo se encarnó. San Pablo decía: “ Todo eso lo sufro por los elegidos”; o también: “completo en mi carne lo que le falta a la pasión de Cristo, por su Cuerpo que es la Iglesia” (Col. 1,24). ¿Qué significa eso? Que así como Cristo se encarnó y asumió la condición humana para el bien de los demás, así también todos aquellos que están perdonados y cuyo corazón está en Dios continúan asumiendo el sufrimiento humano, que ya no les corresponde. Saben que son “amados por Dios”, pero permanecen en la dureza de la vida, en el mundo, por causa de los hermanos. “Señor, aquí estamos” Eso es tan importante que puede modificar nuestra oración. Muchas veces nuestra oración es una oración de lamentos o de escape. Quiero decir, pedimos a Dios la liberación de un sufrimiento, porque no estamos entendiendo que esa situación viene a ofrecernos la oportunidad de entrar en comunión con los hermanos que sufren. Como el Padre Damián, allá en Molokai, después de enterarse que estaba él también leproso, subió al púlpito y dijo: “mis hermanos leprosos”. La lepra lo hacía más hermano de los leprosos. Si él dijera: “Dios mío, estoy trabajando hace tantos años, ¿no podía quedar inmunizado contra la lepra? Al fin y al cabo, soy un siervo bueno y fiel...”. Pero, al contrario, se alegra al decir: “mis hermanos leprosos”. Es como si dijese: “ahora sí soy realmente hermano suyo”. Es importante que percibamos esto, porque si entendemos que la historia de los hombres es un misterio de redención por solidaridad, comprenderemos que no es un error que la madre se quede en el hospital, como no es un error que Cristo pase por el sufrimiento de los hombres, como no es un error que nosotros, justos, seamos curtidos por la vida. Es para el bien de los que aún están en pecado. La ley de la redención es de solidaridad y fraternidad. ¿Por qué sufre el justo en este mundo? La respuesta es: “porque Dios ama al pecador”. Es misterioso. Dios ama tanto al pecador, nuestro hermano, que quiere que el justo le haga el bien. El justo sufre la condición de pecador, aunque está ya perdonado. En otras palabras: ¿qué estaría errado? Que Dios nos dejase en el mundo y no nos enseñase a amar. Pero justamente, Dios infunde en nuestro corazón la caridad, por el Espíritu que nos es dado, para que podamos amar a los demás como Cristo los ama. Entonces la ley para los que están ya redimidos es: quedarse aquí, en el mundo, en la fuerza del Espíritu de Cristo, para continuar amando, haciendo el bien a los hermanos por el testimonio de la vida, por el servicio, por la comunión. “Señor, aquí estamos”. Entonces, nuestra vida sigue siendo un testimonio de que Dios ama a los hombres y quiere salvarlos, puesto que él nos coloca al lado del pecador, nuestro hermano. Así pasa con la madre al lado del hijo, actúa y procura hacer el bien. De allí nace la comunión: los dos sonríen, el hijo se rehace en el afecto de la madre. Es el testimonio del servicio y de la comunión. La vida cristiana es esto: seguir a Cristo en el martirio, en “dar testimonio” por la vida, en el servicio que revela un amor intenso, en el ansia de comunión, en la comunicación de la vida al hermano pecador. “El tiempo de la paciencia” Es grande la alegría del justo que coopera así en la salvación de su hermano. Su vida es asumida en la solidaridad. Compartir con los otros las mismas situaciones, para que no le falte al hermano en el pecado la presencia y la acción del justo. Creo que allí está el punto clave. No podemos decir esto a un niño... no entiende. Ni lo podemos conversar con un pagano, tampoco entiende. Sólo podemos hablar de esto a una persona que tenga, al mismo tiempo, fe y experiencia de la vida; sólo ella podrá captar el plan de Dios. El texto de San Pablo: “Cristo no consideró un privilegio su condición divina, sino que se hizo siervo hasta morir” (Fil. 2,9), es fundamental. ¿Por qué? Nosotros tampoco podemos considerar en adelante un privilegio nuestra condición de estar en la gracia de Dios, sino que tenemos que asumir el abatimiento (“kenosis”) de Cristo en este mundo para el bien de los hermanos. Dios quiere de nosotros la palabra, la presencia, el servicio para que nuestros hermanos se conviertan. Así es como nuestras vidas se entrelazan, como la comunión de los santos se realiza. Entonces, no es un error el que permanezcamos sujetos a las vicisitudes de la vida humana. ¿Quiere Dios el sufrimiento? No lo quiere. Creo que la expresión más exacta es: “Dios vence el mal”. Dios vence el pecado. Dios vence el sufrimiento y la muerte. Pero esa voluntad alcanza al hombre en su forma progresiva. “Dios está venciendo el mal”, Dios está venciendo el pecado, la muerte y el sufrimiento”. ¿Por qué ese “está venciendo”? Porque la vida del hombre dura en el tiempo. La duración es propia del hombre. La acción de Dios es total: venció. Pero el hombre existe en el tiempo. De ahí las palabras de San Pedro (2 Ped. 3,8): “Hermanos carísimos, hay una cosa de la que no quiero que ustedes se olviden: mil años en la presencia del Señor son como un día. El Señor no está retrasando su promesa como algunos dicen, sino que quiere que todos se arrepientan”, por eso concede el “tiempo de la paciencia”. ¿Qué es el “tiempo de la paciencia”? Es el tiempo en que los hombres están haciendo el bien a sus hermanos, el Evangelio está siendo predicado, la conversión está aconteciendo, el amor está siendo hecho visible, el martirio, la “diaconía” (=servicio) y la “koinonía” (=comunión) están en acción. Resultado: ¿Cuál es nuestra misión? Es “curtir” -o labrar- realmente la vida , asumiéndola día a día, sin murmurar, en una total adecuación a la voluntad de Dios. Las cosas que podemos modificar, serán modificadas, porque Dios está venciendo el mal; pero las cosas que no conseguimos aún modificar, asumámoslas y soportémoslas, pues pertenecen a la lógica de un mundo aún en construcción. La conclusión es ésta: aprendamos de nuevo a rezar y a ver al mundo a la luz de la fe y solidaridad en la salvación. Muchas veces le pedimos a Dios ser librados del mal físico o ser librados de una situación difícil. Nadie está hecho para sufrir. Pero es mucho más importante comprender la oración de Cristo. ¿Y cuál es la oración de Cristo? “Padre, no soy del mundo... pero estoy aún en el mundo...” Alude a la condición actual de la vida humana y agrega: “Padre, te pido que no los saques del mundo, sino que los preserves del mal...” (Jn 17, 14 ss.). Jesús pide al Padre que nos libre del pecado, pero que no nos saque del mundo, que permanezcamos en el mundo para hacer el bien a nuestros hermanos. “ Santifícalos en la verdad”, en el amor, en la fe, para que sean capaces de hacer el bien. “Así como tu me enviaste al mundo, ahora los envío yo dentro de este mundo. Para que sean uno, como tú en mi y yo en ellos, que sean consumados en unidad.” En otras palabras: que esa “koinonía”, por medio de la diaconía y del martirio, se realice cada vez más, por la acción de los justos en bien de sus hermanos que están en el pecado. Y nosotros “aquí estamos”, viviendo el tiempo del parto de todo aquello. Por tanto, el sufrimiento que le toca al justo en su vida no es castigo de su pecado, aunque el justo pueda siempre purificarse más y merecer mucho delante de Dios. “Aquí estamos” para el bien de los hermanos. La vida de Cristo continúa aconteciendo en la vida de aquellos que se insertan en él por el bautismo y viven de su gracia. El justo sufre porque permanece en un mundo donde hay sufrimiento, y lo hace para salvar a los hermanos. Aprende a amar como Cristo ama. En el corazón del justo que se va identificando con Cristo, crece el amor al hermano pecador y la aceptación de vivir en un “mundo en pecado”, por solidaridad con su hermano que aún no posee la “vida”. Es este amor el que salva. Aceptar la vida tal como es Volvamos al pequeño cuarto del hospital: el sufrimiento es una realidad para el niño y para la madre. Es el mismo sufrimiento. Y, sin embargo, uno sufre porque es drogadicto, porque quiso, porque está enfermo; está allí porque tiene que estar; y la madre sufre porque quiere estar alli, porque es madre, porque ama, porque quiere ayudar a su hijo a vivir en comunión con ella. Tal es la intención de Dios: este mundo está sumergido en el pecado, y el Hijo de Dios entra en este mundo, permanece presente al mundo, sufriendo sin tener ningún pecado. Con eso revela su amor. Es la pedagogía divina de que hablan los santos Padres. Es la inmensa filantropía, esa caridad de Dios, que asume la vida de los hombres para que el hombre entienda que es amado. Este amor es el que el justo posee. El cristiano recibe la fuerza de la caridad de Cristo, para continuar, metido en esta vida, esperando la conversión de los hermanos. Está claro que es Dios quien actúa internamente, pero lo hace por medio de la señal, de la palabra, del gesto, del testimonio de los hombres justos. Entonces, ¿cuál debe ser nuestra oración? La de quien “asume” la propia vida. La vida para nosotros es el mismo combate cotidiano de la existencia humana. Es el drama de un mundo que está dando a luz la redención. Gente que nace, gente que muere, gente que ríe, gente que sufre. Todos destinados a la salvación en la solidaridad. Vamos a decir de veras a Dios: “Padre mío, acepto mi vida como es. No quiero privilegios.” No es que rechacemos los dones de Dios. Si, volviendo a casa, pinchamos el neumático del auto, no quiere decir que falló para nosotros la providencia de Dios. Hay tanta gente que agradece a Dios un viaje que resultó. Y quien sufre un accidente, ¿no agradece? Todo beneficio viene de Dios, pero el no tener ciertos beneficios no significa que no somos amados por Dios. Al contrario, es mucho más grande el gesto de amor de Dios en nosotros, cuando nos fortalece para que seamos capaces de enfrentar el sufrimiento que intensifica más nuestra comunión con los demás. Me acuerdo de un padre que quedó con cáncer y tuvo que ir al hospital. Se quedaba en aquellos dormitorios hablando a sus compañeros, enfermos como él; ¿No será que Dios estaba justamente amando a esos enfermos a quienes envió al padre canceroso? “Dios amó tanto a esos enfermos que les envió su hijo padre, para hacerles el bien” (Cf. Jn 3,16). Él, tendido en la cama y canceroso, estaba probando a los demás que Dios puede amar a una persona con cáncer. La vida de Cristo probó a todos que alguien que es amado por Dios puede pasar por la cruz. Después de Cristo, también nosotros podemos pasar por la cruz y ser amados por Dios. Esto es liberador. Esto nos da la paz. Usted puede estar en pleno sufrimiento y estar en la paz, totalmente en paz. Me acuerdo aún de un colega mío en Roma, en 1956. Se llamaba Salvatore Fellini; delgado, tenía una deficiencia grave del corazón. En aquella época era imposible pensar en una operación. El ya no podía estudiar y ayudaba en lo que podía. Estaba en una pieza al lado de la mía. Creció entre nosotros una gran amistad. Siguió siendo bueno, continuó sufriendo. Su vida entera la ofrecía para los demás. Comenzó a empeorar y un día, cuando entré a su cuarto, estaba con oxígeno, sentado en su silla, respirando difícilmente. Le pregunté: “Salvatore, qué pasa contigo?” Sonrió y dijo: “Está todo bien... todo bien...”. “¿Está pasando un mal momento?” “Todo va bien” respondió. Estaba muriendo. Le pregunté si necesitaba algo. “Nada” respondió él. “¿Adónde va?” Y, mirando hacia mí, dijo: “Ahí arriba”. “Me voy al cielo.” Y murió allí mismo, con la mayor sonrisa, la mayor naturalidad. Ese hombre había alcanzado en poco tiempo la verdadera paz a pesar del sufrimiento. Creo que tenemos que llegar realmente a una paz parecida. ¿Estamos convencidos de que somos amados por Dios o no? Estamos aquí en este mundo para, a pesar de nuestra debilidad, iluminar a los hermanos con el testimonio de la propia vida y llamarlos a la fe y a la felicidad. Primero los demás, después nosotros Creo que ahora podemos asumir mejor la tensión de la vida. Imposible trabajar sin cansarse. Va a haber desgaste físico, decepciones, frustraciones, tristeza, ¿qué importa? Lo que tenemos que hacer es asumir todo en la paz. Decir: “Señor, en cuanto sea voluntad tuya, yo me quedo en esta vida”. Recordemos la reflexión de San Pablo (Fil. 1, 24) que nos trae mucha luz. Dividido entre dos amores, la voluntad de estar con Cristo y la de quedar en esta vida, Pablo prefiere quedarse, porque es mejor para sus hermanos. También nosotros estamos convencidos de que el paraíso es mejor, pero no ha llegado nuestra hora. No vamos al cielo todavía. Hay mucho que hacer. “¿Qué hacen allí, mirando al cielo?” decían los ángeles a los apóstoles. Es necesario volver a Jerusalén para dar testimonio a los hombres del amor del Padre, para que se conviertan y lleguen a la vida (Hech. 1, 11). Quisiera terminar con una pequeña historia que para mí tiene el valor de una parábola. En 1959, fui mandado a una aldea de Alemania para reemplazar a un padre, debido a que desistió un colega a ultima hora. Era casi en la frontera con Bélgica. Allá fui yo, recuerdo todavía, llevando un pequeño paquete con una pera y dos pancitos. Conseguí una chaqueta prestada por un amigo. Era la primera vez que usaba clerman. El trabajo era intenso y cansador. Un día el párroco vecino me invitó para un paseo con las personas mayores del Apostolado de la Oración. Eran realmente muy viejitas. Después de un primer trecho, se había previsto una parada en el camino para un refrigerio. Lo que no estaba previsto era que el pequeño restaurante de la carretera estuviese totalmente ocupado por otros turistas. Así que las pobres viejitas bajaron del bus y se quedaron ahí de pie, impacientes, aguardando su turno para sentarse a la mesa. Cual no fue mi espanto al ver, ya acomodado allá en el fondo de la sala, el bueno del párroco con una inmensa copa de cerveza en la mano. Pensé para mis adentros: “Toma tu cerveza, padre mío, pero espera un poco, deja que las viejitas se sienten primero...” La historia es una lección para nosotros: también nosotros vamos a sentarnos en el banquete que el Padre nos prepara. Pero, no por eso apuremos la “hora del Padre”. Dejemos que las viejitas se sienten primero... Procuremos antes que los demás entren en el reino de Dios. Lo importante es que los demás lleguen a la salvación. Sólo después llegará nuestro turno. Por tanto, éste es el “tiempo de la paciencia”, de la fraternidad y ... de la vida vivida sin privilegios. “Aquí estamos, Señor”, nos basta tu gracia, tu amor. Me acuerdo en este momento de la oración de Pierre Lyonnet, al comentar el pasaje de Juan 15,18-22 (Escritos espirituales, 1951). Quien sabe si podría ayudarnos a rezar en este momento: “ Señor, Dios mío, he aquí mi vida para que hagas de ella lo que quieras, para que hagas de ella la vida de Jesucristo. Adonde quiera que me envíes, alegre o desolado, enfermo o con salud, colmado o humillado, que tu Espíritu pueda siempre clamar en mi con vehemencia, empujándome a amar cada vez más a mis hermanos, los hombres, que aún no saben que eres Padre. Padre, he aquí mi vida. Dame, en cambio, poder trabajar por mis hermanos, para que ellos te conozcan, te amen, y tengan más VIDA.”