EL REFORMISMO DE CARLOS III Prof. Orlando Arciniegas D. * ... "aunque el gobierno político del Reyno ocasione cuidados (...) el manejo de los reales haberes es el alma Y ser del Reyno" Manuel de Amat, Virrey de Perú (1761-66) 1. ESPANA AL TERMINO DE LOS HABSBURGOS A la muerte del ultimo de los Austrias menores, Carlos II, la situación de España es de decadencia general. Según la opinión de José de Gálvez, quien fuera poderoso ministro de Indias en tiempos de Carlos III, el país estaba, en 1700, tan cadavérico como el , mismo rey Carlos II (Navarro, 1995: 11). Durante el siglo XVII, los tres grandes enemigos de España habían sido la peste, la sequía y la inflación. Entre los anos de 1676-1684 se había hecho especialmente sentir la ultima de estas, pero el conjunto de ellas, por su efecto demoledor y por su duración, tendrían consecuencias devastadoras sobre la población. Después de la peste, hubo una epidemia de tifus entre los anos de 1683-1685, principalmente en Castilla y Andalucía, que se cobra igualmente unas cuantas vidas. Y tras las enfermedades, había sobrevenido la crisis agrícola y las disputas sobre los derechos de riego entre señores rivales y entre señores y campesinos. A la perdida de la cosecha en 1683, por la sequía en el sur del país, vinieron las inundaciones que dañaron la cosecha del ano siguiente, y que conllevó el sacrificio del ganado para alivio de la penuria inmediata, pero que tendría sus malos resultados a mediano plazo. Y en 1685, cuando despuntaba una recuperación de la producción y las condiciones de vida, el gobierno añadió mas miseria, al efectuar, primero, una drástica devaluación de la moneda, que redujo su valor en un 75 %, y, luego, una devaluación parcial de la plata, de efecto igualmente empobrecedor; aunque a largo plazo esto hiciera posible la estabilidad monetaria. * (Msc. en Ciencia Política y Phd en Historia) Profesor adscrito a la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Carabobo A pesar de este cuadro, los últimos estudios, contrariando tesis bastante admitidas, indican que la sociedad española mostraba ya, en los anos finales del decadente siglo XVII, modestos indicios de recuperación. Según Lynch (1991: 11), ya en 1685, se había superado lo peor de la recesión, las epidemias comenzaban a ceder, las medidas monetarias lograban despertar cierta confianza y los cultivos crecían de nuevo. "Incluso el clima mejoró y la España rural ingresa en el siglo XVIII, si no con buena salud al menos fuera de peligro" (Lynch, loc. cit.). En las regiones vascas y catalanas se iniciaron nuevos proyectos de expansión industrial y comercial, con búsqueda de mercados externos. Mientras en Andalucía aumentaba la producción de trigo, y en Segovia la producción de lana alcanzaba los antiguos niveles del siglo XVI. Los incrementos en la producción agrícola tenían que ver con la habilitación de nuevas zonas de cultivo, pues la agricultura continuaría, aun por largo tiempo, aherrojada por la gran propiedad nobiliaria y eclesiástica (poseían de conjunto mas de dos tercios de la tierra cultivada), un núcleo de campesinos descapitalizados por las altas exacciones impositivas y un sistema de transporte primitivo, que la privaban de las condiciones y los incentivos para avanzar hacia una economía de mercado. Empero este panorama de suyo sombrío se hacia mas oscuro en lo atinente a la monarquía. El ultimo Habsburgo había sido un rey triste y enfermizo de cuerpo y mente, debilitándose con ello aun mas la monarquía. Y es que a lo largo del siglo XVII, frente al poder de la Corona, habían venido erigiéndose los privilegios aristocráticos y regionales, cuyos intereses frenaban el desarrollo de una monarquía centralizada, moderna. La aristocracia y la Iglesia, como parte de sus privilegios, estaban eximidas de toda contribución tributaria. Las Constituciones de Aragón, Cataluña y Valencia les otorgaban a estas regiones una semi autonomía que creaba límites a la tributación y la leva de tropas, debiendo por tanto ser negociadas por la Corona. Las provincias vascongadas tenían antiguos fueros que hacían sino imposible, difícil el incremento de impuestos y la prestación del servicio militar. Tendencialmente, habíase producido una sensible debilitación del poder real, incluso en Castilla, hasta el punto de que la misma burocracia de Madrid mas que un instrumento de centralización en función del absolutismo, habíase convertido en un mediador entre el soberano y los subditos, que hacia gala de su capacidad para tratar con los nobles, el clero, los arrendadores de impuestos, los grupos oligárquicos urbanos y locales, quienes mas que obedecer a la monarquía parecían ser sus colaboradores (Lynch, 1991: 6). Por otro lado, las antiguos estructuras imperiales de los Austrias no se correspondían ya con los nuevos tiempos. La expansión del imperio, la complejización de las sociedades coloniales americanas y las mayores exigencias creadas por el asedio de nuevos enemigos, elevaban los costas de su mantenimiento y defensa. En el Orden financiero, ya no eran suficientes los impuestos ordinarios, ni los ingresos de Indias, ni la administración crónicamente deficitaria, para seguir sosteniendo en pie la monarquía. Pese a un cierto despilfarro, lo cierto era que las carencias se dejaban sentir hasta en el entorno real, llegándose al extremo de amotinamientos entre los creados inferiores de palacio porque no se les pagaba (Domínguez, 1990: 15). En consecuencia, la nueva gestión borbónica debía hacer frente a graves problemas, sobre todo en América, donde no só1o existía una peligrosa amenaza por parte de potencies rivales principalmente, de ingleses y lusitanos-, con las consiguientes perdidas territoriales en islas y costas continentales del Caribe, sino también por los hechos de una creciente corrupción y desacato en los virreinatos de Perú y Nueva España. En estos, tales males ponían en riesgo las iniciativas para el fomento del auge económico y fiscal, fundamentalmente imprescindible de cara al perfeccionamiento de las defensas del imperio, así como para la superación de las mismas debilidades de la Corona y de la sociedad estamental peninsular. De la corrupción se sabía que tocaba hasta los virreyes, dada la amplia discrecionalidad que poseían. En el caso del Perú, por ejemplo, se debía que los mas honrados solían pronto sucumbir ante la atmósfera de soborno y abuso de autoridad que los rodeaba. Un mecanismo ampliamente utilizado para el enriquecimiento ilícito era el de la venta de los empleos de Hacienda y de la administración provincial. Sin embargo, los casos mas graves se localizaban en los gobiernos provinciales, en los que los corregidores, funcionarios de los Ayuntamientos de nombramiento real, eran conocidos por su proverbial venalidad. Asunto este que en parte se explicaba por los sueldos indignos que se les adjudicaban (Lucena, 1992: 551). El único efecto disuasivo a la gran corrupción eran los juicios de residencia -o examen judicial de la conducta administrativa-, a los que debían someterse los mas altos funcionarios coloniales. Pero estos juicios, por la misma acción corrosiva del soborno y del cohecho, terminaron siendo mera formalidad. Un elemento determinante en el desacato era el gran distanciamiento entre los centros de autoridad y los órganos subordinados. Asimismo, la acumulación de nuevos territorios en los antiguos marcos administrativos y la complejidad impuesta por el crecimiento de los establecimientos, difuminaban, en los antiguos virreinatos creados por Carlos V, la fuerza de la autoridad real. Los cambios, pues, llamaban a la puerta. 2. EL REFORMISMO BORBONICO Fueron los Borbones, a partir de 1700, y aunque solo fuese por el apremio de las circunstancias, a quienes correspondería el aggiornamento de las estructuras y pautas político-administrativas, tanto del gobierno peninsular como de la administración colonial. Distintos factores coadyuvarían en los cambios. El apoyo de los Borbones franceses seria decisivo en el rearme y en el ofrecimiento de una elite burocrática, seglar y no vinculada a la alta oligarquía (Lynch, 1991: 57). Con aquella tomaría cuerpo el proceso de construcción de un poder absolutista que, a lo largo del siglo XVIII, devendría en un modelo de Estado-nación: Consensuado políticamente por acuerdos entre las elites oligárquicas, y fundado en una distribución tal del ingreso colonial, aumentado por la racionalización administrativa, que dejaba satisfechos por igual a terratenientes, la Iglesia, la Corona y los inversionistas coloniales. Un tipo de Estado que haría crisis a fines del XVIII, en ambas orillas del Atlántico, cuando el modelo de acumulación no pudo mantener su crecimiento, y la economía entro en una nueva fase de recesión. Una crisis que, por su agudeza conflictiva, daría al traste con los consensos sociopolíticos del modelo borbónico, abriría lugar a la inestabilidad y, seguidamente, a su liquidación histórica, incluso en la Península, a causa de un conjunto de factores, entre los que cuenta, de manera determinante, la suspensión del ingreso indiano, lo cual se haría visible en los inicios de la segunda década del siglo XIX (Bahamonde y Martínez, 1994: 14 y ss.). Pero volvamos a las reformas de los Borbones. Pese a la desigual contribución de las administraciones comprendidas en el periodo 1700-1808 (desde Felipe V a Carlos 1V), en el que sobresale en realizaciones el periodo de 29 años del monarca Carlos III, puede hablarse con toda propiedad de un reformismo borbónico. Caracterizado este por los esfuerzos continuados y sistemáticos que se hicieron para adecuar el aparato político administrativo español, en función de la estabilidad política peninsular, la defensa integral de sus dominios, así como del saneamiento de la vida económica y fiscal del imperio. Esto ultimo, siendo parte del mismo proceso, era lógicamente la precondición de las otras reformas. En una primera fase, antes de Carlos III, el programa de cambios había con seguido afirmar la autoridad del Estado, mediante avances en la secularización y una sensible disminución de los privilegios de la nobleza y de la Iglesia, a la que, por cierto, se le impusieron deberes de tributación. Esto, sin que dichos sectores fuesen afectados en su patrimonio, pero si con su exclusión, poco a poco, de la gestión y administración de la monarquía. Asimismo, se había tocado el régimen foral de los reinos de Aragón y Valencia, mediante el decreto de 27 de junio de 1707, cuya aplicación solo fue posible después que las armas borbónicas dieran cuenta de las fuerzas (catalanes, aragoneses y valencianos) que, con apoyo externo (ingleses, portugueses, holandeses, austriacos), se habían pronunciado, en la disputa dinástica, a favor del archiduque austriaco y, obviamente, en contra del primer Borbón español, el adolescente Felipe de Anjou, nieto de Luís XIV de Francia, el rey Sol. Esta guerra civil que tuvo su conclusión en el Tratado de Utrech (1713), mediante el que España cediera sus dominios europeos (Nápoles y los Países Bajos), el Peñón de Gibraltar y Menorca; concediera privilegios comerciales a su archirival Inglaterra en el comercio con las Indias, y permitiera de nuevo la expansión portuguesa hasta las orillas del Río de la Plata. Todo lo cual seria el costo del reconocimiento de Felipe V, come, rey de España, y del allanamiento de las dificultades para el desarrollo de una monarquía centralizada. Ya con los Borbones, y conforme al proceso francés, se colocaría en las funciones gubernamentales a una burocracia ilustrada, integrada por abogados preparados en la universidad, pertenecientes al sector inferior de la nobleza, y firmes partidarios de la monarquía absoluta y las reformas administrativas. A falta de una burguesía en ascenso, la monarquía española apelaba al talento de los hidalgos inferiores. La indudable capacidad de esta generación colocaría, en tiempo breve, la gestión del Estado español en unos niveles que no se corresponderían con la mediocridad que caracterizaba a la mayor parte de los príncipes Borbones. Esta capacidad tendría su mejor momento durante el reinado de Carlos III, "un gigante en ese mundo de Borbones enanos" (Lynch, 1991: 6), pese a que este rey, al igual que los otros Borbones, mostraba un evidente desgano por las funciones publicas, y eran tan escasas sus preocupaciones intelectuales como grande su pasión por la caza. Pero que tenia a su favor una gran experiencia en el manejo de sus ministros, producto de su largo reinado en Nápoles (17341759), una buena capacidad organizativa y un sobrado gusto por el progreso intelectual y material. Antes, sin embargo, el reformismo había logrado también mejorar la economía. Ello como resultado de una cierta modernización agraria que no había afectado la gran propiedad, pues el aumento en las áreas de cultivo, como se dijo, habíase hecho a través de la expansión hacia zonas periféricas. Y de otras iniciativas, como la abolición de los derechos de aduana internos, en 1717; la introducción del libre cambio en la venta de granos, en 1756; la implantación de la unidad monetaria; la creación de colonias agrícolas con fondos estatales; la construcción de una amplia red de caminos reales (10.000 Km. a fines del siglo), y el muy importante decreto de 26 de julio de 1757, que permitía la libre circulación de productos en toda España; medidas que contribuyeron a la formación del mercado interno. Al final del siglo XVIII, y contrariamente al anterior, España podía exhibir un crecimiento demográfico del 50% (de 7 a 10,5 millones), un indicador fehaciente de progreso social. Por su parte, la imitación del proteccionismo industrialista del ministro francés Jean Baptiste Colber, había dejado discretos beneficios en las fabricas reales de lana creadas en Guadalajara, en las de espejos y objetos de cristal de San Ildefonso (y mejores en las fundadas por Carlos III para la producción de tapices, espadas, papel, cerámica y otros artículos), que antes adolecían de mala administración y baja productividad. Asimismo mejoraron las fundiciones de Vizcaya, las fabricas de algodones de Cataluña y los talleres de prendas de seda de Valencia; todas ellas de carácter privado. Para los reformadores borbónicos, América era la clave del desarrollo industrial de España, pues de allí provenían las materias primas y en ella estaban los mercados, lo cual, y así era aceptado, implicaba resolver las severas restricciones impuestas al libre comercio americano. Un asunto en el que poco se había avanzado. Apenas si cabe mención, antes del primer decreto de libre comercio de 1765, la simplificación del régimen aduanero, la realización de un mayor numero de ferias comerciales y el traspaso oficial del monopolio de Sevilla a Cádiz, en 1718, cuando se desperdicio la oportunidad de abrir otros puertos peninsulares al comercio indiano. Una de las iniciativas que a la lama tendrían mayor éxito para la Corona, fue la creación de la Compañía Guipuzcoana o de Caracas (1728-1785), a la que se le confió el monopolio del comercio con Venezuela. Esta estinw1ó en sus inicios el desarrollo económico, puso fin al desvío del preciado cacao venezolano hacia los círculos comerciales neerlandeses y, en general, mejoró la tributación. No hubo, sin embargo, igual suerte con la fundación de la Compañía de Filipinas. Tampoco fue favorable la situación del virreinato de Nueva Granada, establecido por segunda y definitiva vez en 1739, que no aportaba recursos y que Tampoco podía costear su propia defensa en una época en la que el mar Caribe se había convertido en importante escenario de batalla en las luchas entre las potencies europeas. El auge de esta nueva demarcación colonial correspondería a la segunda mitad del siglo. Otro acierto fue la creciente incorporación de Buenos Aires al sistema de comercio colonial, al anularse, en 1748 (la Paz de Aquisgran), los privilegios comerciales que, de conformidad con el Tratado de Utrech, se habían concedido a la Compañía del Mar del Sur, y por medio de la cual los ingleses habían practicado el contrabando en gran escala, burlando así el monopolio de comercio español sobre las Indias (Domínguez, 1990: 36). Sin embargo hay que decir que, pasado medio siglo, el gran reto de la administración borbónica continuaba siendo el saneamiento económico y fiscal del imperio. Cierto que las percepciones fiscales habían aumentado. Por ejemplo, los ingresos del gobierno habían pasado de 250 millones de reales, en 1715, a 360 millones en 1745, y los recursos provenientes de América, sin los altibajos del pasado, mostraban un crecimiento sostenido y considerable desde 1750. Pero es igualmente cierto que la administración borbónica, por su inclinación al boato y despilfarro, había elevado cuantiosamente el costo de la torta e incurrido en compromisos bélicos, con sus consecuencias en la elevación del gasto imperial; factores que, incluso, habían sido cause, en 1739, de una suspensión de pagos por parte de la Corona, con el consiguiente descrédito y decepción para España (Lynch, 1991: 102-105). A satisfacer, pues, el reto mencionado, el del saneamiento económico y fiscal, se encaminaría decididamente la acción de los gobiernos carolinos, ya que la misma viabilidad del absolutismo borbónico dependía entonces de la captación externa de grandes recursos. Entonces, veamos. 3. EL REFORMISMO DE CARLOS III Durante el reinado de Carlos III (1759-1788), tercer hijo de Felipe V y de Isabel de Farnesio, se acentuaron las tendencias hacia una monarquía centralizada. Esto se lograría haciendo frente a la Iglesia, a la que, come, se mencionó, se impuso un régimen de pechos y ciertas subordinaciones: Necesidad del Exequatur para los documentos papales; expulsión de los jesuitas en 1767. Igual actitud se tendría con los rancios intereses económicos que otrora se habían impuesto sobre la Corona. El ideal carolino, de gobierno era el absolutismo puro, ejercido incluso mediante la intervención personal del rey. Pero tal proceso político, y cabe insistir en ello, no implicó en ningún momento algún ataque a la sociedad tradicional. En la década de 1760, por case,, llegó a intentarse la igualación fiscal, pero ante las primeras resistencias, el proyecto fue abandonado. Tampoco se intento alterar el régimen especial que en materia penal tenía la nobleza. El trato hacia ella fue siempre de gran trato. Lisa y llanamente, porque el objetivo central del gran reformista borbónico era el hacer de España una gran potencia sin provocar conflictos internos. Esto explica que la sociedad española tradicional haya llegado casi intacta hasta el primer tercio del siglo XIX, cuando tendría inicio el fin del Antiguo Régimen. Y, aunque fueron muchas las innovaciones de progreso en la Península: Reforma universitaria, fomento de las ciencias aplicadas, de la medicine, dignificación de la ciudad de Madrid, etc., la acción de gobierno hubo de hacer énfasis en la política exterior, y, de modo particular, en la política americanista. Por un lado, porque la vulnerabilidad de los dominios españoles en América era mas que evidente: En 1762, los ingleses atacaron y tomaron La Habana (también Manila), sin que la respuesta española tuviera alguna contundencia. Y, por el otro, porque la corrupción en los virreinatos mermaba considerablemente la cuantía del ingreso indiano. Esta mirada hacia América la determinaba la misma lógica de dominación del absolutismo, que, como se dijo, se fundamentaba en el reparto satisfactorio, entre el bloque social dominante, del ingreso indiano; el cual representaba la mas importante vía de enriquecimiento social y de acumulación de metales preciosos. Razón por la cual este ingreso debía acrecentarse, so pena de exponer a crisis o disolución las mismas bases del Estado borbónico. Por esto la reforma se oriento hacia la creación de un afinado mecanismo de sobreexplotación fiscal, que cuando funciono en su apogeo, conllevo una desventajosa situación para los americanos, de un modo tal, que ha hecho decir al historiador Lynch que "América recibió el trato de pura colonia a la que había que poseer, preparar y saquear" (1991: 333). Una mezcla, pues, de absolutismo y opresión fiscal es el signo sustancial del segundo imperio o del imperio restaurado (el de los Borbones), lo cual rompía con las reglas de "negociación y compromiso" que habían regido, durante mas de dos signos, las relaciones entre la metrópoli y sus dominios americanos. Una ruptura que explica, por ejemplo, las tempranas protestas y rebeliones del Perú, Nueva Granada y Venezuela. Ocurridas entre 1780-1781, cuando afanosamente se buscaban mas recursos para las guerras de España. Un elemento crítico que, paradójicamente, no debe impedir la aceptación del beneficio económico, jurídico, administrativo, político, etc., que significaron la racionalización administrativa, el reordenamiento territorial y, en general, el influjo de la "ilustración" borbónica en América, tan particular en su forma de darse. Esta política americanista rindió, ante todo, sus frutos al imperio; revitalizándolo por un espacio de quince años, prácticamente hasta 1797, sin que por ello se hubiesen conseguido los dos grandes objetivos del rey Carlos III: la modernización y el engrandecimiento de España. No obstante, la España que legara a su hijo Carlos IV, en 1788, era un gran poder imperial, donde la economía mostraba signos de prosperidad y en la que apenas se insinuaban los síntomas de la gran inestabilidad venidera. Fueron la recensión y las guerras contra la Francia revolucionaria (1793-1796) y las nuevas contra Inglaterra (179ó-1802;1804-1807), las que abrirían las puertas a una crisis mucho mas grave, capaz de conmocionar a cualquier potencia, pero mucho mas a España, que, bajo la regencia del débil Carlos IV, no tendría el liderazgo para salir de las turbulencias finiseculares que cambiaron el mundo. De esa crisis emergería una España sin su imperio continental americano. Sin duda que el borbonismo fiscal, sobre todo el de Carlos IV, contribuiría a romper las solidaridades de otros tiempos. Pero regresemos al reformismo de Carlos III. La condición previa para tales cambios, como se dijo, fueron las reformas hechas en la maquinaria administrativa de la corte. Carlos III dio continuidad a reformas anteriores y amplio el numero de ministerios individuales, tal como se utilizaba en Francia, por oposición al modelo conciliar de los Austrias, con lo cual se elevo la eficiencia del aparato estatal. Ya para 1763, imperaba plenamente esta modalidad, habiéndose producido una concentración del poder en manos de un pequeño grupo en trato directo y permanente con el rey. Junto a eso, paso a utilizarse la Junta de Estado como un gabinete informal de varios ministros para la coordinación de sus desempeños. Estos funcionarios, frente a las opciones que el rey Carlos pudo haber tenido y que parece haber probado, serían administradores pragmáticos, cuyo reclutamiento se hizo tomando en cuenta sus meritos, su condición ideológica ajena a la de la aristocracia, y su origen hidalgo menor. De esta manera fue que Carlos III pudo disponer de los mejores gobiernos españoles en ese siglo. El mas distinguido de esos funcionarios fue el conde de Campomanes (1723/1803), asturiano, abogado, hijo de hidalgos pobres, que reunía en su ser la rara mezcla de ser intelectual y político. Fue fiscal del Consejo de Castilla en 1762 y, posteriormente, a partir de 1783, su presidente. Desde allí, estuvo a cargo de los asuntos internos del gobierno peninsular, cumpliendo una incesante labor de arbitrista y legislador. Ilustrado, asumía el absolutismo como un pacto irrevocable (hobbesiano) para la felicidad (prosperidad material) de los súbditos. Sus ideas económicas eran liberales. Le sigue en importancia José Monino, conde de Floridablanca (1727-1808), abogado, menos intelectual y mas político, nacido en Murcia, que había egresado de Salamanca. Después de ser embajador, fue secretario de Estado entre 1776-1792, cuando cayo en desgracia. Absolutista convencido, fue un eficaz servidor. Influido por la Ilustración, se mostraba de acuerdo con la separación de la Iglesia y el Estado. Inspiro la Pragmática de 1767 por la que se expulso a los jesuitas. Y después cabe mencionar a José de Gálvez (1729-1787), sucesor de Arriaga, quien resulto ineficaz. Gálvez, letrado malagueño, de orígenes modestos, tuvo una gran influencia política e hizo carrera en la burocracia judicial y administrativa, hasta llegar al Consejo de Indias. Sin talla intelectual. Fue visitador general de Nueva España (1765-1771) y luego ministro de Indias desde 1776 hasta 1787. Era partidario de fortalecer el imperio, para lo cual acometió el reforzamiento naval y militar, y las reformas para la obtención de mayores ingresos. Proyecto una política exterior enérgica. Asimismo, promovió los decretos de libre comercio y sobre el régimen intendencial. Otros de influencia menor fueron Juan de Muniain, ministro de Guerra, soldado con experiencia administrativa, y Miguel de Muzquiz, ministro de Hacienda, quien hizo larga carrera en la administración real. 4. LA POLITICA AMERICANISTA La política americanista de Carlos III va a estar signada por la situación que se deriva de la desastrosa derrota inferida a las tropas españolas por los ingleses, en 1762, en la llamada Guerra de los Siete Anos (1754-63), lo cual provocó una crisis nacional. De ello se derivaría el plan de rescatar y restaurar la antigua condición española de gran potencia. Fueron muchas las opciones y alternativas manejadas por la elite dirigente -intelectuales, economistas, prelados y burócrataspara la elaboración de las políticas que, como se ha dicho, apostaban por la modernización y el fortalecimiento del imperio; metas frente a las cuales la racionalización burocrática y las otras medidas administrativas deben ser vistas como los medios adecuados. Ahora bien, desechadas como fueron todas las medidas que pudieron haber convulsionado la sociedad estamental española -verbi gratia, la igualación fiscal-, quedaba claro que la obtención de recursos, para los objetivos de reponer la grandeza y el prestigio perdidos, así como para mantener los consensos políticos que aseguraran la paz social en la metrópoli, debían ser obtenidos, principalmente, de los dominios americanos. Se trata de una nueva concepción del imperio. Así lo sostiene Lynch: "Los Borbones tenían un concepto diferente de imperio. Su gobierno era absolutista; sus impuestos no negociables; su sistema económico, estrictamente imperial" (1991:12). A esto ha de agregarse, para mayor comprensión, que la autosuficiencia económica alcanzada por las colonias hispanas, como respuesta a las carencias de España, era plenamente conocida por las autoridades imperiales. Este era, por lo demás, un asunto tratado en la literatura de temas económicos de la época. Como era cosa corriente, entre altos funcionarios imperiales, el sentimiento y la idea de detener tal proceso, por cuanto se lo entendía como un riesgo para la continuidad del imperio. Así las cosas, puede entenderse el acentuado carácter fiscalista de las reformas, y el propósito consciente de afectar, como en efecto se hizo, la creciente formación de capitales en las colonias americanas. Un criterio que es ampliamente compartido por historiadores y conocedores, sin dejar por ello de evaluar, como aun se sigue haciendo, el impacto que esas reformas tuvieron y tendrían, incluso, en ciclos posteriores a las luchas de la independencia hispanoamericana. Para la metrópoli, la modernización del imperio se personificaba en el Intendente español, un burócrata capaz y hábil recaudador de impuestos. Los recursos, obviamente, debían destinarse mayormente a las funciones de rearme y defensa, porque así era como se entendía que España retornaría a sus antiguos sitiales de gloria. No obstante, esa "modernización" no tendría el mismo significado para las elites dueñas y creadoras de riqueza en América. Hubo desde luego muchas formas de mostrar el desacuerdo. Antes se mencionaron las protestas americanas de 1780-81. Y mas tarde, entre el paso de un siglo a otro, como se sabe, el desacuerdo tomaría un abierto carácter separatista. Según autores, las reformas tuvieron como escenario principal a las Provincias de Ultramar y fueron dos las razones capitales que motivaron este cambio: "Una fue la de defensa y la otra la de hacienda". Asimismo, se señalan con gran precisión las tres medidas que fueron ideadas para dar solución a los problemas: "La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, la sanción del Reglamento y Aranceles Reales para el comercio libre de España e Indias en 1778 y la implantación del sistema intendencial" (San Martino, 1992: 30-31). A eso añadiríamos la creación de la Capitanía General de Venezuela, en 1777, que respondía a las mismas motivaciones señaladas. Con esta orientación, procederemos a las consideraciones finales acerca de las medidas reformistas. La comprensión de las reformas exige que se las asuma como una integridad conformada por los dos renglones que las informan, a saber, el fiscal y el militar-defensivo. Sencillamente porque sin recursos, los vastos dominios resultarían indefendibles, como ya había ocurrido en La Habana, en 1762. Y es que por estos anos la presión británica frente a la alianza borbónica (franco española), resulta sostenida. Por ello, el establecimiento de nuevas jurisdicciones, las cuales tenían un claro sentido estratégico, además de procurar la búsqueda del "buen gobierno" (reformas para la "recta justicia"). Así, la Comandancia General de Provincias Internas (1776), del norte de Nueva España, región de frontera, agrupaba los territorios que se extendían desde Nueva Vizcaya a las Californias; el nuevo Virreinato del Río de la Plata y la Capitanía General de Venezuela procuraban cubrir los flancos de mayor indefensión. Se trataba de crear contenciones al norte y frente al Caribe y Guayana, donde se hacían sentir las avanzadas de portugueses y holandeses; así como en la región sur, que había estado antes tan expuesta a las penetraciones anglo lusitanas. Todo ello, por supuesto, se acompañaba de las correspondientes fortificaciones y del ordenamiento y disciplina de las unidades militares. Las nuevas jurisdicciones otorgaban reconocimiento al crecimiento habido en esos establecimientos coloniales. Buenos Aires y Caracas, después de la primera mitad del siglo XVIII, habíanse consolidado como centros de capitalidad e influencia de amplias regiones circunvecinas. Precisamente, en el marco de estas reordenaciones, se procedería a la implantación del sistema intendencial, sobre el cual se afirmaría la reforma administrativa. La Intendencia es una institución que los Borbones españoles trasladan de Francia, donde había sido implementada, desde mediados del siglo XVI, para atender a los aspectos económicos del mantenimiento militar, y mucho mas allá, como parte de los instrumentos de reforzamiento del poder real (absolutismo). En 1711, Felipe V realiza los nombramientos de la primera Superintendencia de Ejercito y Provincia. La vida de esta institución se prolongaría por los reinados de Fernando VI, Carlos III y Carlos IV, por lo que esta asociada al resurgimiento de la monarquía española. Su implantación en América se hizo gradualmente en los tiempos de Carlos III. La primera Intendencia se crea en Cuba, en 1764, como respuesta a los sucesos militares de 1762. Sus competencias tenían que ver con Hacienda y Guerra. Luego, fue solicitada por Gálvez para la Nueva España, en 1768, cuando actuó como visitador real en ese virreinato, pero su aplicación se aplazo hasta 1786. Se la introduce en Venezuela, en 1776, como parte del proceso de reorganización de ese región. Y por ese misma fecha se la aplico en la Luisiana y en Florida. Posteriormente se la llevaría al Río de la Plata y al Perú, en 1782 y en 1783, respectivamente (San Martino, s/f : 112). La Intendencia no tuvo aplicación en la Nueva Granada, pues para el tiempo de su posible introducción, se produjo en este virreinato la mas grande de las revueltas del tiempo colonial, el movimiento de los comuneros del Socorro, que se extendió hasta Mérida (Venezuela). Luego se frustrarían otros intentos. La organización de la Intendencia reflejaba el espíritu centralista de la reforma borbónica. Tenia lógicamente al rey a su cabeza y, luego, al secretario de Indias, como superintendente general. En las Indias, en un comienzo, hubo un intendente general por cada virreinato como formula que quitaba las competencias de fomento económico y fiscal a los virreyes (tiempos de Gálvez, en la secretaria de Indias); funciones que después les serian restituidas. Las ordenanzas definen a los intendentes como magistrados de nombramiento real, con jurisdicción provincial, para el fomento de la agricultura, el comercio, la industria y la minería; así como lo relativo al enriquecimiento del erario publico. De igual modo, lo concerniente a los abastos militares, fortificaciones y presidios. Entre las facultades de policía o gubernativas estaban las que tenían que ver directamente con la administración de las provincial, a las que debían visitar cada dos anos. Los intendentes tenían fuero militar, y en 1782 se declaro que no podían ser apresados sin orden real. Sus fallos eran recurribles por ante la Audiencia correspondiente y estaban sometidos a juicios de residencia (San Martino. 1992: 123 y ss.). Las Intendencias, por el éxito alcanzado en la erradicación del fraude y la corrupción, sumado al beneficio del crecimiento económico en los finales del siglo XVIII, permitieron el incremento de los ingresos de Hacienda en toda la extensión del imperio. En la década de 1780, hubo para la corona un ingreso neto de plata americana equivalente al 15% del total de las rental. Solo que, por provenir del intercambio atlántico, dependía del flujo de ese comercio, el cual se vería afectado por las interrupciones que ocurrirían a partir de 1796, como producto de las guerras europeas. Ello, desde luego, perturbaba igualmente a las economías americanas, castigadas como estaban por la alta fiscalidad establecida por las reformas borbónicas. Conviene igualmente señalar que las reformas de control burocrático y fiscal fueron acompañadas de las rebeliones mas significativas ocurridas durante el orden colonial. Bastaría con mencionar los movimientos de Tupac Amaru, en el Perú, y la de los comuneros neogranadinos que encabezara inicialmente el mestizo José Antonio Galán. Movimientos estos de los que se ha descartado que tuvieran un componente subversivo, pero que muy probablemente hayan ayudado a crear, entre las elites criollas, una cierta desconfianza hacia el Nuevo absolutismo. Pero la mayor de las reformas sería la adopción del litre comercio. Este interés comenzó a evidenciarse a partir de 1748, cuando fueron anulados los privilegios concedidos a los ingleses (Utrech, 1713), y quedo abierto al comercio el Río de la Plata. A mercantilistas españoles como José del Campillo (secretario de Indias en 1741) y Jerónimo Ustariz, correspondió llamar la atención acerca de la necesidad de reorganizar el sistema comercial existente, lo que según la influyente obra de Campillo Nuevo sistema de gobierno económico para la América, solo se alcanzaría aboliendo el monopolio de Cádiz y el sistema de flotas. Hay que decir que el asunto del litre trafico comercial comenzó a encararse después de que se observara que la presencia inglesa en La Habana (1762-1763), había dado lugar a un extraordinario aumento de las exportaciones cubanas durante la ocupación. Fue entonces que Carlos III designo una comisión técnica para crear la normativa del litre intercambio. Por un decreto de 1765 se estableció que las islas españoles del Caribe: Cuba, Sto. Domingo, Puerto Rico, Trinidad y Margarita podían comerciar libremente con siete puertos peninsulares, a saber: Alicante, Cartagena, Málaga, Barcelona, Santander, La Coruña y Gijón. Y entre 1765 y el ano 1778, cuando se decreta el Reglamento y Aranceles Reales para el comercio litre de España e Indias, la apertura comercial fue tomando cuerpo. Venezuela, por estar sujeta al monopolio guipuzcoano, se incorporaría tardíamente al libre comercio (1788). No hubo dudas sobre el beneficio de este aperturismo, pues a poco se advirtió que fomentaba la expansión comercial y el desarrollo agrícola. Esto, a pesar de que en la reforma comercial se mantuvieron importantes restricciones, ya que, por ejemplo, se prohibía el trafico entre los puertos americanos y los no españoles, para lo cual debía solicitarse el consentimiento real. Asimismo, se mantenía en estricta prohibición la exportación, desde la Península a América, de un amplio surtido de géneros no españoles como textiles, muebles, vinos, licores y aceite; y los exportables debían pagar los derechos de importación a España mas los aranceles de exportación, que se tasaban muy por encima ( 7%) de las tarifas que se establecían para los géneros españoles (3%). Se estipulaba también que los capitanes de las naves de comercio debían ser españoles y las tripulaciones estar conformadas con al menos dos tercios de españoles de nacimiento o naturalizados. Además, al Cabo de dos anos solo se permitió comerciar a los barcos de construcción española. Con todo, la reforma comercial, aunque apresada por estas restricciones y el trato leonino, logro estimular el intercambio de muchos productos peninsulares y americanos, que, incluso, no cancelaban derechos de aduana (Lucena, 1992: 558-559). No obstante, este carácter restrictivo fue apreciado como un pesado fardo sobre las posibilidades de expansión económica de las colonias. Fue por eso que los criollos americanos, llegado el momento de su separación de España, no dudaron en establecer la plena libertad de comercio. BIBLIOGRAFIA BAHAMONDE, Angel y Jesús A. Martínez (1994). Historia de España siglo XIX. Madrid, Editorial Cátedra S,A. DOMINGUEZ ORTIZ, Antonio (1990). Sociedad y Estado en el siglo XVIII español. Barcelona, Editorial Ariel S.A. HISTORIA GENERAL DE ESPANA Y AMERICA (1992). Madrid, Ediciones Rialp, S.A, tomo XI-2. LUCENA SALMORAL, Manuel (coord.) (1992). Historia de Íbero América. Madrid, Sociedad Estatal para la ejecución de programas del quinto centenario. LYNCH, John (1989). Las revoluciones hispanoamericanas 1808-1826. Barcelona, Editorial Ariel S.A. LYNCH, John (1991). El siglo XVIII. Historia de España. Barcelona, Editorial Critica. NAVARRO GARCIA, Luís (1995). Las reformas borbónicas en América. El plan de Intendencias y su aplicación. Sevilla, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla. SAN MARTINO de Dromi, Maria Laura, (1992). Intendencias v Provincias en la Historia Argentina. Buenos Aires, Editorial Ciencias de la Administración. SAN MARTINO de Dromi, Maria Laura, (s.f.). Carlos III .y América. Madrid, edición mimeografiada.