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Caballo con los ojos vendados
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stamos en invierno. Una calle estrecha, de tierra, flanqueada por
tapias bajas de adobe bajo un cielo sin nubes de color gris acero. El
suelo con profundas rodadas de los carromatos, enfangado por las
herraduras de mulos y asnos, y recubierto de una delgada capa de
hielo que cruje bajo los pies. Al fondo de la calle, el hueco de una
puerta, del que cuelga una cortina hecha a retales de color azul
índigo, única mancha de color vivo en una pintura de ocres. Detrás
se oyen unos golpes sordos, regulares, como de un mazo distante,
seguidos de un chirrido agudo.
Ése es mi primer recuerdo. Debía de tener unos dos o tres años
de edad. Como criatura curiosa, aparto la cortina con un poco de
aprensión. Un olor picante, especiado, invade la calle. Dentro hay
una estancia pequeña, en penumbra; el aire está lleno de nubes de
polvo amarillo. En medio, una gran muela circular con un mástil
unido a su centro, arrastrado en redondo por un caballo grande y
flaco, que camina sobre unas patas increíblemente delgadas. Lleva
los ojos vendados con un trapo negro, y conforme hace girar la piedra, una harina color amarillo mostaza se desprende de ella y cae al
canalón que la rodea. Toda la luz que permite distinguir la escena
proviene de un ojo de buey situado en el centro de la cúpula que
cubre el recinto, por donde penetra en diagonal un rayo de sol. Un
haz encendido de color amarillento, lleno de partículas que bailan al
ritmo marcado por los cascos del caballo sobre el suelo de losas de
piedra.
–Vámonos, niña, que tengo prisa.
Es mi madre, que me toma de la mano y tira de mí. Yo me agarro
a la puerta, fascinada, mientras el caballo de ojos vendados gira y
gira, rechinando el yugo, los cascos batiendo el suelo, los ollares lanzando chorros de vaho al aire gélido y amarillento, dando vueltas y
más vueltas.
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–¿Por qué tiene los ojos tapados, madre?
–Para que no vea por dónde anda. De lo contrario, se marearía de
tanto dar vueltas toda la jornada, y se encabritaría. En cambio, así
puede imaginar que está andando en línea recta por el campo. Pero
no te preocupes. De noche le quitan la venda y le dan de comer un
saco de avena, que es lo que más le gusta. En el fondo, es feliz...
La imagen se esfuma.
Pero luego retorna y se presenta a mi memoria en los momentos
más insospechados, en las ensoñaciones diurnas, en las pesadillas,
en los momentos de duda o de angustia, o todas las veces que he
cocinado con demasiada cúrcuma: el esquelético caballo con los ojos
vendados, encadenado a la piedra de molino en una habitación a
oscuras, dando vueltas y vueltas, día tras día, año tras año, mientras él cree estar galopando por una pradera tachonada de margaritas. Y todo, por un saco de avena al final del día...
El caballo con los ojos vendados. Mi primer recuerdo, mon semblable, mon frère...
Haji Mahmud
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n otros tiempos existían miles de esos molinos en Persia. Los
tenía cada pueblo y cada aldea. Mucho antes de que se descubriera
el petróleo, mi bisabuelo Haji Mahmud fue propietario de una almazara cerca del bazar de Teherán. Extraía el aceite de toda una variedad de semillas, sobre todo para los candiles con que se alumbraban
las viviendas, y también para usos medicinales. Estaba instalada en
un barracón, al lado de su casa y detrás de su tienda, de modo que
podía acceder fácilmente a ambas. El suelo de la tienda estaba
cubierto por una alfombra, a un lado de la cual tenía un pequeño
estrado con una esterilla de seda y un almohadón. Allí permanecía
sentado Haji Mahmud todo el día, con las piernas cruzadas, para
recibir a los clientes y realizar sus negocios. Al fondo, una cortina de
brocado tapaba el armario empotrado que contenía sus libros de
cuentas, el devocionario, un Corán y algunos papeles personales.
Arrimados a las paredes, recipientes de aceite cuidadosamente apilados, y detrás de la almazara, otros bidones más grandes, rotulados
a mano por el propietario. A su lado tenía el ábaco, y entre las manos,
el rosario de cuentas de ámbar que le servía para musitar oraciones
e invocaciones cuando se hallaba a solas.
Tenía prestigio y dinero, tal como indicaba su título de Haji, que
designa a los que han hecho la santa peregrinación a La Meca. La
sharia o ley islámica dispone que el candidato para emprender dicha
peregrinación debe depositar dinero para un año de sustento de su
familia, y dejar arreglada su herencia para la eventualidad de su
fallecimiento durante el viaje. En aquellos tiempos la travesía duraba
meses y conllevaba muchas emociones, pero también grandes peligros. La antigua ruta de los peregrinos apenas era otra cosa sino una
serie de caminos pedregosos que cruzaban cordilleras y valles, ríos
torrenciales y profundas quebradas, así como desiertos infestados
de reptiles y de leones, hasta llegar a Arabia y a la Ka’ba, la Casa de
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Dios. Con frecuencia, las caravanas de camellos, mulas, caballos y
viajeros de a pie eran asaltadas por bandidos que se quedaban con
sus pertenencias y se llevaban las bestias. Las enfermedades, las
epidemias de cólera o viruela, las mordeduras de las serpientes y las
picaduras de los escorpiones, la vejez y el agotamiento físico se llevaban a más de uno. Pero eso tenía sus compensaciones, porque el
peregrino fallecido en route estaba seguro de ir directamente al cielo,
donde sería recibido por el arcángel Gabriel en persona, nada menos,
quien lo conduciría al paraíso para sentarse entre los profetas y los
imanes en presencia del Justo. En cuanto a los afortunados peregrinos que lograban regresar sanos y salvos, eran recibidos como
héroes, y su salvación se consideraba debida a las oraciones y a los
sacrificios realizados, así como a la intercesión del imán al que dedicasen sus devociones.
Un mercader honrado tendría que esperar muchos años, por lo
general, hasta que hubiese reunido la fortuna necesaria y ser elegible para el haj. Haji Mahmud era ya cincuentón cuando lo consiguió.
Al recibirse en la ciudad la noticia de la inminente llegada de la caravana, todo el Bazar entró en un estado de excitación y frenesí de
júbilo. Decoraron la tienda de Mahmud con portavelas en forma de
tulipanes y con fuentes de mármol donde nadaban peces de colores.
Extendieron alfombras preciosas en el establecimiento donde recibía
a los clientes, y almohadones de brocado para reclinar la espalda a
lo largo de las paredes. Grandes sacos de harina y arroz, fardos de
frutas y hortalizas transportados a lomos de camello fueron enviados
a su casa para los banquetes con que iba a celebrar su retorno junto
a sus allegados, así como para las comidas que se repartirían entre
los pobres del barrio. Y cuando efectivamente llegó, fueron sacrificados dos corderos, el uno a la entrada del Bazar y el otro en el propio
umbral, y él llevado a hombros de los jóvenes, entre gran algazara y
satisfacción general, y acompañado por otros hajis y notables del distrito. Durante siete días fue continuo el ajetreo de los visitantes que
disfrutaban de su hospitalidad, escuchaban las anécdotas del viaje
y participaban de la bendición del haj.
Se suponía que la visita a la Casa de Dios era una experiencia
transformadora, que la gracia divina hería al peregrino como un rayo
y convertía al pecador en justo, al tacaño en generoso y al ignorante
en sabio. Tan dramáticas metamorfosis nunca ocurrían en la realidad, pero todo el mundo procuraba conformarse, al menos en apariencia, a las esperadas pautas de la noblesse oblige, y comportarse
en adelante con más gravitas. Al parecer, a Haji Mahmud se le dio
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mejor que a otros. Daba a los pobres con largueza y su reputación de
piedad y sabiduría creció, se difundió por toda la ciudad y acabó por
adquirir tintes legendarios. Nada se sabía de sus antecedentes, pero
mucho después de su desaparición todavía se contaban anécdotas
sobre él, reales o atribuidas, que ilustraban su ejemplar progresión
de la pobreza a la riqueza, y del anonimato a la fama.
Recuerdo una de esas anécdotas, contada por tía Ashraf, la hermana menor de mi padre, inagotable e irresistible cronista de la
familia, durante una larga velada de invierno, cuando yo era niña. Es
la leyenda del Dash Jafar.
La leyenda del Dash Jafar
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l Bazar era un laberinto de callejas cubiertas. En las bóvedas de
media caña se abrían tragaluces de vidrio por donde entraba la luz
del día. A uno y otro lado de las calles de aquella cuadrícula se veían
porches con tiendas y puestos de venta, cuyas trastiendas eran
almacenes profundísimos, patios de descarga y talleres artesanales.
Cada oficio tenía su distrito propio, los orífices y los plateros, los
repujadores de estaño y cobre, los zapateros, los sastres, los vendedores de alfombras, los tintoreros... Uno podía orientarse por los ruidos y los aromas del lugar: la cacofonía de martillazos de los que trabajaban los metales, el raspar de leznas de los zapateros y de
formones de los carpinteros, los olores penetrantes de los perfumes,
los tintes, las especias. Desde la mañana hasta la noche, el Bazar
hervía. Era una muchedumbre variopinta de compradores, buhoneros, porteadores y chicos de los recados, representantes, mirones y
mendigos. Todos vociferaban al mismo tiempo regateando y discutiendo. Encarecían el artículo y proclamaban a los cuatro vientos su
sinceridad y su honradez. Burros y mulos tan pesadamente cargados que casi desaparecían bajo los bultos, tintineando cascabeles,
les disputaban el paso a los porteadores humanos doblados bajo sus
balas de algodón, sacos de grano, barreños de tinte o alfombras enrolladas. En el Bazar, según el dicho corriente, uno podía comprar las
cosas más insólitas, «desde la leche de una gallina hasta la vida de
un hombre».
Pero el Bazar era mucho más que un centro comercial, era el
corazón mismo de la comunidad. El comercio y la industria, la política y la religión dependían de su prosperidad y sus cambios de
humor. Porque eran los mercaderes ricos quienes proveían de fondos
a las mezquitas con sus legiones de mulás, y los que llenaban las
arcas del Estado con sus tributos, y mantenían en el poder a los políticos que ellos apoyaban.
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A la entrada del Bazar estaba la mezquita del sha, adonde acudía todos los viernes el soberano mismo o un representante suyo
para asistir a la oración de mediodía. Desde el altísimo minarete
azul, el almuecín llamaba al rezo a los fieles tres veces al día. Cerca
de allí se alzaban el palacio del sha y la residencia del gran visir, y
también los mulás principales vivían en el vecindario.
Lo mismo que un organismo sano resiste los gérmenes y la
inmundicia sin enfermar, el Bazar albergaba a toda una legión de
parásitos, mirones, timadores, descuideros, traficantes, golfillos y
mendigos. El personaje más importante de los que vivían del Bazar
sin trabajar en él era el Dash (palabra que significa «hermano» en la
jerga popular). Este individuo exigía y obtenía de cada uno de los tenderos una cantidad mensual llamada baj, o tributo, a cambio de una
supuesta «protección» contra vandalismos y latrocinios. El Dash por
lo general comenzaba su carrera en el Zur-Jané (Hogar de la Fuerza),
es decir, el gimnasio de estilo tradicional donde los jóvenes atletas
aprendían la lucha, el levantamiento de pesos y la esgrima con lanzas, jabalinas y otras armas simuladas, en ejercicios de agilidad y
estilo que simbolizaban las actividades bélicas, todo ello acompañado por el ritmo del timbal y cantos épicos tomados del Shahnamé
de Firdausi, El libro de los reyes. Todas estas rutinas se practicaban
en una pista circular rodeada de un graderío con bancos corridos
para los espectadores. El Dash era el que había vencido a todos los
rivales en la lucha y el levantamiento de peso, tras desarrollar sus
músculos hasta la exageración, y estableciendo así su ascendiente
sobre los demás. A él los bíceps le servían lo mismo que la metralleta
a Al Capone. Nadie osaba negarse a pagar el baj, teniendo en cuenta
que un solo manotazo de aquel hombretón bastaba para tumbar en
la cama a cualquier imprudente, cuando no para llevarlo a la sepultura y que su comercio quedara expuesto al pillaje. Al mismo tiempo,
el Dash tenía un código de honor. Debía mostrarse generoso y
espléndido con el botín de la extorsión, y dar limosna a los pobres,
defender la honra de las mujeres y respetar la autoridad religiosa,
especialmente la de su mulá o director espiritual particular. En una
palabra, con su conducta emulaba la del rey, cuyos métodos, al fin y
al cabo, no eran tan diferentes de los suyos, sólo que institucionalizados y practicados a gran escala. Si se conducía de acuerdo con esas
pautas y se ganaba el respeto de sus colegas y coetáneos, recibía el
título de Luti, que venía a significar algo así como «granuja simpático».
Por las fechas en que Haji Mahmud tenía su almazara y su tienda
en el Bazar, el Dash principal era Dash Jafar, un muchachote cor-
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pulento y muy bien parecido, con su grueso bigote retorcido y su barbicha de candado. Demasiado señorial para plantarse a la entrada
del Bazar y exigir el baj personalmente, solía enviar un delegado para
tal fin. El único mercader dispensado del baj era Haji Mahmud, porque Jafar lo apreciaba y tácitamente lo había adoptado a modo de
figura paterna. Lo visitaba con frecuencia, le consultaba sus cuitas
personales y se ofrecía para cualquier clase de ayuda, lo que siempre fue declinado con amabilidad.
Cierto día, y después de una ausencia de muchos meses, Jafar
se presentó en el establecimiento de Haji Mahmud, le saludó, le besó
la mano y se sentó a su lado sobre la alfombra. Haji Mahmud observó
que Jafar no parecía el mismo. Tenía un aire preocupado y abatido.
Le ofreció unos dulces y una taza de té, y le preguntó el motivo de su
tristeza. Como si no hubiera esperado más que esa señal, Jafar
empezó a desahogar su corazón.
–A decir verdad, Haji Aqa [Aqa significa «vuecencia», «maestro»,
«hombre santo» o simplemente «señor», según los contextos], estoy
cansado de esta vida de disipación y frivolidad. Tengo veinticinco
años, y nunca he hecho nada excepto ejercitarme en el Zur-Jané,
hacer fanfarronadas y comportarme como los demás esperaban de
mí. No he tenido padre y por eso le considero a usted como tal. Por
eso también he venido a pedirle consejo, una solución que me saque
de mi estado de vida presente. Me arrepiento de mis malas acciones
y quiero comenzar un negocio propio, pero no tengo dinero. Todo lo
que he «ganado» lo he despilfarrado en mi vida disoluta. Además, y
como sin duda convendrá vuecencia, un negocio legítimo no puede
fundarse con dinero ilegítimo, porque entonces Dios le castiga a uno
con el fracaso y la bancarrota. Así que no veo ninguna solución.
Haji Mahmud escuchó con atención, reflexionó unos minutos y
luego se dirigió a la trastienda, descorriendo la cortina para meterse
en su habitación. Al poco salió con una bolsita de seda, que le
entregó a Jafar diciendo:
–Esta bolsa contiene cien soberanos de oro. Los ahorraba en previsión de tiempos difíciles. Como, por lo visto, eres tú el que ha
encontrado tiempos difíciles, tómala, abandona el mal camino y
comienza una nueva vida. Cuando hayas alcanzado el éxito y la fortuna, puedes devolvérmelos si quieres.
Dash Jafar quedó sorprendido y abrumado. Era más de lo que se
había atrevido a esperar. Sabía que Haji Mahmud era hombre tan
generoso como hábil, pero nunca hubiera creído que se aviniera a
desprenderse de los ahorros de toda su vida. Después de mucho
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intercambiar taarof (negativas de cortesía) por su parte e insistencias
por parte de Haji, aceptó la bolsita de seda y se despidió.
Pasaron los años.
Haji Mahmud estaba viejo y canoso, pero seguía atendiendo a su
negocio. Cierto día, mientras se hallaba sentado sobre la alfombra
del umbral murmurando las oraciones de su rosario, se plantó
delante de su comercio un hombre alto, de poblada barba y mediana
edad, que se acercó y le saludó diciendo:
–¿No se acuerda usted de mí, Haji Aqa? Soy Jafar, Dash Jafar, a
quien usted prestó cien soberanos de oro hace muchos años. ¡Estoy
aquí para saldar mi deuda!
Sentados alrededor del té y de las pastas dulces, Jafar relató su
historia. Con el dinero recibido de Haji Mahmud había comprado
una mula y una partida de enseres domésticos –artículos de tocador
y de adorno, y pequeños utensilios– que le constaba tendrían aceptación en la comarca. A continuación se dirigió a una aldea cercana
a Veramin, un pueblo que se halla a varios cientos de leguas de Teherán, donde se estableció en un puesto del bazar y empezó a vender
su mercancía. Poco a poco fue haciendo amistad con otros tenderos
y comerciantes, y supo conquistar la confianza del kadjoda (alcalde),
que era un rico mercader en granos y el miembro más respetado de
la aldea.
Cierto día el kadjoda le invitó a su casa y después de cenar le
explicó que como no tenía ningún hijo varón deseaba adoptarlo con
la condición de que contrajera matrimonio con su única hija sobreviviente, que entonces tenía catorce años y era la niña de los ojos de
su padre. Jafar estaba enterado de que la hija del alcalde era bonita
y honesta –siendo así que la honestidad es el más preciado atributo
de toda joven–, y de hecho una vez él la había entrevisto entre cortinas mientras tomaba el té con el padre. Así que no titubeó en aceptar la proposición, diciendo:
–Si vuestra señoría quiere aceptar a este esclavo por yerno suyo,
yo deposito mi vida a sus pies.
Un par de años después, el alcalde falleció y dejó toda su fortuna
a Jafar y su familia. Así que Jafar era entonces súbitamente rico y
estaba en condiciones de emprender la peregrinación a La Meca y
convertirse en haj, lo que realizó enseguida. Con el tiempo, los convecinos le eligieron kadjoda, función que según explicó todavía
desempeñaba.
En el transcurso de tantos acontecimientos y aventuras, sin
embargo, había olvidado del todo su deuda con Haji Mahmud. Pero
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pocos días antes de la visita, había tenido un sueño en el que se le
apareció el imán Alí en persona (el yerno del profeta Muhammad, y
primer imán de los doce en que creen los chiíes duodecimanos), para
recordarle los cien soberanos de oro que le habían prestado e indicarle que había llegado el momento de devolverlos. De este sueño
Jafar despertó tembloroso y convencido de que no había sido una
vana visión, consecuencia de una cena demasiado pesada, por ejemplo, sino una verdadera advertencia. Sobre todo porque aún advertía la presencia del imán en la alcoba, e incluso el olor almizclado del
atar, que persistió largo rato después de la desaparición del santo. Y
por eso estaba allí con doscientos soberanos de oro, que comprendían la deuda originaria más los intereses acumulados durante
aquellos años.
Haji Mahmud recibió la bolsa de seda, la vació en su propio
regazo, y después de contar las monedas de oro las dividió diciendo:
–Acepto la suma original para que no te creas obligado frente a
mí, porque no hay carga más pesada que una obligación que coarta
nuestra libertad de conciencia. Pero no puedo aceptar los intereses,
porque eso sería usura, que la ley de Dios prohíbe.
De nada sirvió la insistencia de Jafar, por lo que al cabo de un
rato besó la mano del anciano y tras largas manifestaciones de agradecimiento se despidió «para seguir viviendo muchos años en la virtud y la prosperidad», como solía agregar la tía Ashraf a fin de dejar
buena constancia de la moraleja del caso.
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