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Textos de Difusión Cultural
Serie El Estudio
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Nacional Autónoma de México
Universidad
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Coordinación
de Difusión Cultural
Dirección de Literatura
México, 2013
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Diseño de portada: Mario Roca
Fotografía de portada: Autor anónimo/
Coordinación Nacional de Literatura-INBA
Edición original: 1968, Empresas Editoriales.
Primera edición Universidad Nacional Autónoma de México:
septiembre 2013
D.R. © Emmanuel Carballo
D.R. © 2013, Universidad Nacional Autónoma de México
Coordinación de Difusión Cultural / Dirección de Literatura
Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán
04510 México, D. F.
ISBN 978-607-02-4723-1
ISBN de la serie 968-36-3758-2
Esta edición y sus características son propiedad de la Universidad Nacional
Autónoma de México. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier
medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.
Todos los derechos reservados
Impreso y hecho en México
Jaime Torres Bodet, de Emmanuel Carballo
En este libro coinciden dos figuras fundamentales de la cultura
mexicana contemporánea: Jaime Torres Bodet y Emmanuel
Carballo.
Por un lado, el escritor, el poeta, que además marcó con su
trabajo como diplomático y funcionario público el rumbo institucional de la educación en nuestro país y cuyas resonancias
nos siguen influyendo e inspirando.
Por el otro, el crítico, el aguerrido pugilista de las letras,
que con talento, inteligencia, disciplina y trabajo incansable ha
rescatado para nosotros la pléyade de artistas que cimentaron
el canon de las letras mexicanas del siglo xx.
Así, en esta obra —originalmente aparecida en 1968 y que
ahora se reedita para ponerla en circulación entre las nuevas
generaciones—, Carballo nos expone con claridad y profundidad la importancia de la obra literaria de Torres Bodet. Quien
quiera aproximarse a ella de manera integral tiene aquí un
privilegiado punto de entrada.
Sobre Jaime Torres Bodet, Octavio Paz escribió que “el escritor y el hombre público merecen un conocimiento más profundo y una consagración más amplia y generosa. Torres Bodet,
su obra y su persona, son parte —y parte imprescindible— de
la literatura y la historia del México moderno”.
En efecto —justo es decirlo—, a veces pareciera que la
trayectoria como educador y diplomático eclipsaran la aten7
ción que Torres Bodet merece como poeta y narrador. Esto lo
resuelve Carballo al colocar en la debida perspectiva las facetas de una personalidad tan rica y compleja como lo fue la de
don Jaime.
Torres Bodet inició su carrera en el servicio público siendo
muy joven. En 1920, a los 18 años, asumió el cargo de secretario administrativo de la Escuela Nacional Preparatoria, para
luego convertirse en secretario particular de José Vasconcelos.
A partir de ahí empezaría su labor como consolidador de la
tarea impulsada por el entonces rector de la Universidad Nacional al establecer la doctrina educativa que siguió el Estado
mexicano posterior a la Revolución.
En 1922 fue nombrado jefe del Departamento de Bibliotecas de la naciente Secretaría de Educación Pública, en 1925 se
convertiría en secretario particular de Bernardo Gastélum, secretario de Educación que luego sería jefe del Departamento
de Salubridad.
En 1928 entró al Servicio Exterior como tercer secretario
con destino a España y en 1931 fue ascendido a segundo secretario. Ese mismo año fue enviado a París, y en 1932 a La
Haya, para volver de nuevo a Francia y viajar, en 1934, a Buenos Aires, Argentina. En 1935 regresó a París como primer secretario y un año después fue designado jefe del Departamento Diplomático de la Cancillería. En 1937 fue designado
embajador en Bélgica. En 1940 abandonó Europa y regresó a
México. Asumió el cargo de subsecretario de Relaciones Exteriores al iniciar el gobierno de Manuel Ávila Camacho y en
1943 fue nombrado secretario de Educación Pública.
En 1946, el presidente Miguel Alemán lo designó secretario
de Relaciones Exteriores. A fines de 1948 asumió la dirección
general de la unesco; dimitió a ese cargo en 1952. En 1955 fue
nombrado embajador en Francia y en 1958 nuevamente ocupó
el cargo de secretario de Educación Pública hasta 1964, cuando terminó su carrera como funcionario.
8
Torres Bodet sabía, como G.K. Chesterton, que “la educación es el alma de una sociedad a medida que pasa de una
generación a otra”. Por ello, estaba convencido de que la
función educativa del Estado no podía estar supeditada a ninguna coacción ideológica o política. Como secretario de Educación con Ávila Camacho Torres Bodet se dio a la tarea de
hacer de la educación un bien social para el cual los intereses
particulares o de grupo se deben subordinar a los de la sociedad en su conjunto. Su visión entonces y ahora permanece con
una vigencia asombrosa: “No hay problema social que no rescate como raíz recóndita la ignorancia. El alcoholismo, la criminalidad, la mendicidad y el desarrollo precario de la agricultura
y de las industrias pueden atribuirse a muchos orígenes; pero
en todos estos orígenes hallaremos, más o menos cercana,
presente siempre una sombra dramática: la incultura”.
Una de las más importantes decisiones impulsadas por él
fue —como lo señala Luciano Cano Bárcenas— la reforma
para eliminar del artículo tercero de la Constitución la palabra
“socialista” —herencia del cardenismo— y orientar las instituciones hacia una nueva manera, más humanista, de entender a
la educación. Para Torres Bodet ésta no debería tener un fin
específico o dirigirse a un sector de la sociedad en particular,
sino que su preocupación se debería dirigir a la formación
moral del individuo, o sea el bien y la justicia. Más que la adquisición de conocimientos o de habilidades concentradas en
el mercado laboral, la educación deberá valorar nuestra propia
alma, estimar la eficiencia de las virtudes y reconocer el lastre
de los defectos.
Así lo estableció él mismo: “La escuela no debe ser ni un
anexo clandestino del templo, ni un revólver deliberadamente
apuntando contra la autenticidad de la fe. Nuestras aulas han
de enseñar a vivir, sin odio para la religión que las familias
profesen, pero sin complicidad con los fanatismos que cualquier religión intente suscitar en las nuevas generaciones”.
9
Pero no sólo eso: don Jaime tuvo la visión de extender a la
ciencia y la cultura la misma función que tiene la educación.
Así lo expondría en 1945, cuando fue representante de México
en la Conferencia de Londres donde se creó la unesco como un
organismo internacional de apoyo a la educación, la ciencia y
la cultura de los pueblos al terminar la Segunda Guerra Mundial. Como todo el mundo sabe, más tarde, en el periodo 19481952, sería el único mexicano en ocupar el puesto de director
de esta importante institución.
Es así como Carballo nos presenta una visión panorámica
de la vertiente como servidor público de Torres Bodet, pero
también —y he aquí lo que genuinamente le compete—, aborda la obra literaria de Torres Bodet con especial detenimiento
y acuciosidad. En este sentido, Emmanuel Carballo nos ha demostrado en el trayecto de su larga y fructífera carrera literaria
que los poderes de la palabra no son distintos a los de la pasión, en especial en su manifestación más viva y tensa como es
la palabra hecha literatura.
Como afirmó José Ortega y Gasset en su libro Ideas sobre
la novela:
el crítico ha de introducir en su trabajo todos aquellos utensilios sentimentales e ideológicos merced a los cuales puede el
lector medio recibir la impresión más intensa y clara de la obra
que sea posible y procede a orientar la crítica en un sentido
afirmativo y dirigirla, más que a corregir al autor, a dotar al lector de un órgano visual más perfecto.
En el panorama de la literatura mexicana del último medio
siglo, Emmanuel Carballo —hombre de letras en el más amplio
y mejor sentido del término— no tiene parangón con ningún
otro de nuestros críticos, antiguos y actuales. Su libro de ensayos-entrevistas Protagonistas de la literatura mexicana, con
personajes como Vasconcelos, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Carlos Pellicer, Salvador Novo, Rafael F. Muñoz, Juan
10
Rulfo, Juan José Arreola y Carlos Fuentes, entre otros, ha sido
esencial para los estudiosos de nuestra literatura.
Su labor de investigador infatigable nos ha dado, entre
otras tantas obras, el Diccionario crítico de las letras mexicanas en el siglo xix. Sus colecciones de reseñas y ensayos críticos, como sus Notas de un francotirador, son de infaltable referencia para entender la evolución de las letras nacionales en
las últimas décadas. Es cierto: en ocasiones se puede no estar
de acuerdo con sus juicios —aunque es de lo más difícil hacerlo—, pero no se le puede negar esa cualidad de intensidad y
de alto sentido de la literatura en todas y cada una de las formas que ha explorado y cultivado.
En la actualidad la labor del crítico se ha hecho más ardua
y complicada. Cada día se vuelve más difícil distinguir en qué
consiste exactamente una novela, una crónica, un poema. Las
fronteras se diluyen y los géneros se mezclan hasta casi desaparecer. Poco a poco lo que en física se denomina principio
de indeterminación se ha hecho presente en los hasta hace
poco exactos y perfectos casilleros de las categorías literarias.
En el caso de la poesía, por ejemplo, ha cesado en gran
medida de ser una poesía lírica puramente individual. Los poetas, afortunadamente, cantarán siempre sus amores, sus desdichas y sus sentimientos más íntimos; pero es fácil advertir que,
en nuestros días, lo hacen cada vez más como una voz que
habla en nombre de muchas voces, de muchos amores, de
muchas tristezas o anhelos.
Una obra como la de Jaime Torres Bodet merece ser redescubierta por los nuevos lectores. Su brillo se sigue expresando
con admirable vigencia, pues el yo de nuestros mejores poetas
en realidad es un nosotros que es necesario recuperar en estos
días aciagos.
Ignacio Solares
11
PRIMERA PARTE
LOS TRABAJOS
LOS DÍAS
LOS TRABAJOS
La obra de Jaime Torres Bodet abarca casi todos los campos de
la literatura: la poesía, la prosa narrativa, el ensayo y la crítica, las
notas de viaje y de lectura, el discurso y el libro de memorias.
En total ha publicado catorce libros de poemas, siete de novelas y cuentos, nueve de ensayo y crítica, uno de memorias y
nueve de discursos. A los anteriores hay que agregar ocho
antologías (la más temprana de 1926 y la más reciente de 1966),
de las cuales seis han aparecido en español, una en francés y
otra en inglés. Que yo sepa no le ha entusiasmado la costumbre de escribir prólogos: en su bibliografía directa sólo se consignan seis, y ninguno es lo suficientemente amplio que dé a
entender su interés por este tipo de literatura de circunstancias. Por las traducciones tampoco siente gran simpatía: en
1920, a los dieciocho años, incursiona por primera y única vez
en este campo, movido por la atracción que sentía por la prosa
discursiva de André Gide, de quien traduce varios textos con
el título genérico de Los límites del arte.
El teatro es el único género al que nunca se ha enfrentado:
y si se piensa en los compañeros suyos de generación que
acometieron el drama, el melodrama y la comedia, Xavier Villaurrutia y Salvador Novo, es de alabar su prudencia. Contemporáneos fue esencialmente un grupo de poetas que, al paso
15
del tiempo, llegó a destacar con la misma firmeza que en la
lírica, en el ensayo, la crítica y otras manifestaciones de la prosa de ideas. A su generosidad de promotores debe la existencia
el actual teatro mexicano, pero de sus obras no puede afirmarse que hayan modificado la técnica y el estilo. Corresponde a
Rodolfo Usigli (a veces tan próximo a ellos y a veces tan distante) sentar las bases modernas de este género que aún no
alcanza, si se le compara con la poesía y la prosa narrativa, la
mayoría de edad. A cincuenta años de iniciada la obra de Jaime
Torres Bodet permite que se la considere sin prejuicios y con
rigor. A primera vista puede parecer la obra de un poeta que a
ratos perdidos ha ganado para su bibliografía unas cuantas
papeletas significativas en la novela, el ensayo, la crítica y el
discurso. Quien haya leído con atención sus libros se dará
cuenta de que esta tesis además de aventurada es radicalmente falsa. Si se la compara con las de los Contemporáneos su
obra es la más armónica, la más amplia y la que mejor refleja
el desarrollo intelectual de un hombre y una circunstancia, la
suya propia, que si en un principio es un tanto reducida llega
a ser tan grande como el mundo. Más que poeta, narrador o
ensayista (y en los tres campos sus méritos no son pequeños),
Torres Bodet es un hombre de letras, el hombre de letras más
consecuente y trascendente que ha nacido en México en fecha
posterior a Alfonso Reyes.
La poesía
Los poemas suyos más antiguos que se conocen se publicaron
en la sección “Arte y Letras” del periódico El Pueblo, edición
del 18 de diciembre de 1916. Se trata de cinco textos de catorce versos cada uno titulados “Primavera”, “Noche de luna” y
tres que figuran bajo el nombre genérico de “Sonetos”. El 26 de
abril del año siguiente da a conocer, en Pegaso, “A través de la
16
honda inquietud...”, poema en el que fija un estado de ánimo
por esos días más o menos permanente:
Y me invade un profundo desaliento,
un asco para todo,
un deseo infinito de huir del movimiento
y de ir velando todos los cantos de la vida
con el divino canto del silencio...
Quizá el “profundo desaliento” se deba, como él mismo
afirma versos arriba, al “temor continuo de tener que vivir una
vida en que muere todo ensueño”. A veces y entre los jóvenes
el idealismo, de camino hacia el pesimismo, primero se detiene en la incertidumbre y después se manifiesta como oposición sistemática frente a casi todas las cosas del mundo. El último de los poemas dados a conocer antes de que aparezca
Fervor se llama “Ayer aún la audacia”, y se publicó en la revista estudiantil San-Ev-Ank el 1 de agosto de 1918.
El descubridor de estos poemas, Porfirio Martínez Peñaloza,
se permite acerca de ellos dos juiciosos comentarios:
Primero la habilidad temprana para encabalgar las estrofas del
soneto, recurso que acentúa lo estricto de esta combinación
métrica, cuyo dominio y suma perfección alcanza en Sonetos.
Segundo, el mismo que al volver sobre su obra hizo González
Martínez, y lo traigo a cuento porque, estoy seguro, es grato
para don Jaime: ‘¡Verso de incomprensiva adolescencia, / de
petulante ritmo, forma vana, / fingido amor y artificial do­
lencia’.1
La evolución poética de Torres Bodet es tan larga como
paciente, y en ella pueden señalarse épocas cuyo denomina1
Porfirio Martínez Peñaloza: “Los primeros poemas de Jaime Torres Bodet”. El
Nacional, “Revista Mexicana de Cultura”, núm. 1012, 21 de agosto de 1966.
17
dor común bien puede ser la predilección por ciertos temas,
los adjetivos e imágenes de cierto tipo, cierta métrica que se
usa en forma más o menos reiterada y, también, cierta manera
de encontrar la rima o de volverla perdediza. Además sus
épocas tienen nítidas atmósferas y colores precisos: corresponden a las sucesivas etapas de su crecimiento biológico e
intelectual.
—De acuerdo con la clasificación de Merlin H. Forster —le pregunté a don Jaime—, su poesía se puede dividir, hasta 1932, en
tres etapas sucesivas: 1) la poesía de aprendizaje; 2) la poesía de
transición técnica; y 3) la poesía abiertamente experimental.
¿Qué me puede decir de esta clasificación, y en particular de la
primera etapa?
—En principio —me respondió—, creo que Forster tuvo razón al fijar esas tres etapas. Tal clasificación facilita, hasta
cierto grado, el análisis crítico del conjunto. Sin embargo estimo que un orden rigoroso no puede aplicarse a todas las poesías que escribí durante el período —de catorce años— que
señala Forster; esto es: desde la publicación de Fervor (1918)
hasta la fecha en que da por concluido su estudio (1932). Lo
que él llama poesía experimental fue también (lo advierto
ahora muy claramente) poesía de aprendizaje. Y ésta, aunque
no lo crean ciertos lectores, fue asimismo, por lo menos en
momentos determinados, poesía experimental. Además, tanto una como otra tuvieron, en mí, un valor de transición técnica hacia otras formas expresivas: las que habrían de conducirme a mi propio descubrimiento, a la verdad y razón de mi
circunstancia.
No sin deliberado propósito, escojo esta palabra, insustituible: la circunstancia. Por algo decía Goethe que “las circunstancias son las verdaderas Musas”. Cuando hablo de “poesía de circunstancia”, no pienso, por supuesto, en el sentido
que dan a menudo a tal expresión quienes escriben algún poema para un entierro, para la inauguración de una estatua o
para la celebración de un aniversario. Pienso en el sentido,
18
mucho más hondo, de quienes procuran manifestar lo esencial de sí mismos ante una emoción precisa —o tal vez imprecisa, pero sincera.
Empecé a escribir en la Escuela Nacional Preparatoria bajo
la inspiración de los clásicos españoles que servían de tema a
nuestro profesor de literatura, Fernández Granados, más conocido por su seudónimo: “Fernangrana”... Pronto se deslizaron
(entre Garcilaso y fray Luis) otros poetas y otros idiomas. El
francés me proponía un gigantesco modelo: el Víctor Hugo de
La leyenda de los siglos y todos los simbolistas que, a pesar de la
guerra europea, y bajo la cubierta amarilla del Mercure de
France, llegaban con relativa puntualidad a la librería de Gabilondo. De Verlaine, de Samain, de Henri de Régnier y hasta de
Charles Guérin hay sin duda desvaídos reflejos y ecos muy
mortecinos en algunas estrofas de Fervor.
El italiano, que aprendí gracias a la Sociedad Dante Alighieri, me ofreció desde luego al patrono de la gran devoción dantesca y, más cerca de nosotros, a Leopardi, que no apreciaba yo
entonces tanto como lo aprecio ahora, y a Carducci, que no
aprecio ahora tanto como en aquellos días.
De los ejemplos modernos, en el dominio de las letras de
lengua española, Rubén Darío, Antonio Machado, Leopoldo
Lugones y Juan Ramón Jiménez alternaban en las preferencias
de mi generación con González Martínez y Amado Nervo. De
todos ellos advierto igualmente una herencia —tal vez mal administrada— en los volúmenes publicados después de Fervor.
Quizá Nuevas canciones, Poemas y Biombo contengan lo menos impersonal de aquella actividad juvenil.2
La poesía adolescente de Torres Bodet, que comprende
según Forster3 cuatro libros (Fervor, El corazón delirante, Can2
Emmanuel Carballo: 19 protagonistas de la literatura mexicana del siglo xx.
México, Empresas Editoriales, 1965. “Jaime Torres Bodet”, pp. 217-218.
3
Merlin H. Forster: Los Contemporáneos 1920-1932. Perfil de un experimento
vanguardista mexicano. México, Ediciones de Andrea, 1964. “II, Jaime Torres Bodet”,
pp. 24-55.
19
ciones y Nuevas canciones), es en todos sentidos coherente
con los pocos años y la inexperiencia vital del autor: busca
puntos de apoyo en los poetas mayores, hace suyos los temas
y motivos eternos y los expresa con una voz ganada por el
escepticismo, el cansancio y el dolor de estar vivo. Es una poesía no del todo experimentada y sí aprendida de memoria en
los textos de Nervo, González Martínez y otros líricos meditativos y doctorales. Pese a la inevitable retórica, a la filosofía sin
cimientos, sus poemas de adolescencia llevan en sí los rasgos
que definen la etapa madura de su obra, la que empieza en
Cripta y llega hasta Fronteras y Sin tregua.
A los 16 años, en 1918, se da a conocer oficialmente con el
libro Fervor, prologado por Enrique González Martínez. En el vo­
lumen autobiográfico Tiempo de arena (1955), Torres Bodet
recuerda los días previos a la aparición de esta obra.
A fuerza de escribir y retocar, de romper y de rehacer —dice—,
acabé por hallarme al frente de una treintena de poesías que
estimé dignas de ser propuestas a las prensas indulgentes de
Ballescá. Me detuvieron por espacio de varias semanas la esperanza de conseguir el prefacio de un poeta famoso y la necesidad de encontrar un epígrafe para el libro. Respecto al prólogo
se presentaron dos posibilidades: solicitarlo al padre de Enrique [González Rojo] o aceptarlo de ‘Fernangrana’. Lo pedí a
aquél. Y tan pronto como —entre El hilo de Ariadna y Fervor—
me hube decidido por este título, anudé el manuscrito con
cinta roja, cual si se tratara de un ‘expediente’, y lo llevé hasta
la casa, calle de Magnolia, en que el autor de La muerte del
cisne me recibió. Tras de leer los poemas con voz suave y amistosa, y después de hacerme alguna advertencia que me fuese
útil en el inmediato ejercicio de la poesía, González Martínez
accedió a escribir el prólogo.
Como primer libro en Fervor alternan lo propio y lo ajeno,
lo presentido y lo soñado, las escasas vivencias del poeta y los
fantasmas que con el tiempo se convertirán en hecho consu20
mado, el optimismo y la desesperanza, el amor, la vida, la juventud y los goces efímeros con que el mundo inocula a los
hombres y cuya satisfacción es cada vez más problemática y
desabrida. Como corresponde a la edad del autor, el tono del
libro es sentimental, el tratamiento propicio a acatar las convenciones poéticas a la moda y la técnica bastante firme si se
tiene en cuenta que Torres Bodet escribe estos poemas antes
de cumplir los 16 años. González Martínez acierta cuando afirma en el prólogo que su verso “no necesita ya de andadores
para caminar sin tropiezo”.
El corazón delirante, publicado cuatro años después de
Fervor, reúne 39 poemas que son otras tantas tentativas del
poeta por encontrarse a sí mismo y de paso establecer el orden
en el caótico mundo que lo rodea: el mundo de las cosas, los
apetitos, las ideas, los seres humanos y las realidades geográficas, históricas y políticas. Tal como lo vio Enrique Díez-Canedo, “hay en El corazón delirante alternativas de fiebre y calma:
tormentas de juventud que pronto, por el desgarrón de las
nubes, dejan ver el cielo tranquilo... Hay en él facilidad, sencillez, deleite, pureza, no como simple aspiración sino, en muchos pasajes, a punto de adquirir realidad y consistencia”.4 En
formas “métricas y estróficas más variadas, se intensifican algunos de los temas de Fervor y se introducen algunos nuevos”.5
Por ejemplo, se anhela el amor carnal, se habla de lo pasajero
de la vida, se incide en la descripción del paisaje, sin referirlo,
como es usual entre los jóvenes, a imprecisos estados de ánimo. Asimismo, y por primera vez, aparece en sus poemas la
nota mexicana. En un texto escrito a base de dísticos, “El poema de la urbe cruel”, enfrenta la vida sencilla y productiva de
la provincia a la triste y anárquica existencia que se lleva en la
4
Enrique Díez-Canedo: “Letras de América. La poesía de Jaime Torres Bodet”.
Revista España, Madrid, 13 de octubre de 1923.
5
Merlin H. Forster: Op. cit., p. 25.
21
Ciudad de México. Poema didáctico y con anécdota parece
ilustrar estos versos de López Velarde: “Si yo jamás hubiera
salido de mi villa, / con una santa esposa tendría el refrigerio /
de conocer el mundo por un solo hemisferio”. En el prólogo a
este libro, Arturo Torres-Ríoseco explica, con razón, que
el lirismo de Torres Bodet es la resultante de una serie de asociaciones emocionales e ideológicas. No es el lirismo directo
producido por la acción inmediata del estímulo externo. Por el
contrario, yo creo que la sensación estética es para él demasiado fuerte ya que necesita de una elaboración interna prolongada y consistente para definir sus concepciones.
Si según Xavier Villaurrutia El corazón delirante es “el grito
apasionado”, Canciones es —la definición también es suya—
“el canto puro, delgado y claro”. Canciones y Nuevas canciones son en esencia el mismo libro. De los 25 poemas que contiene el primero, 21 pasan al segundo, al que se agregan 19
canciones inéditas. Como en El corazón delirante el amor revestido de diferentes ropajes recorre de principio a fin estas
páginas. Si en el libro anterior el poeta “empieza por desear
el amor, y mucho de lo que describe pasa en su imaginación;
si del amor ideal pasa al amor apasionado, que trae consigo la
desilusión, la que a su vez se traduce en una vaga melancolía”,6
en Canciones y Nuevas canciones el amor se manifiesta mediante formas más serenas, más firmes y más reales: “puede
ser alegre o apasionado, o puede ser el amor por los niños o
por la patria”.7
En los dos libros de Canciones Torres Bodet simplifica, de
acuerdo con la aérea levedad del esquema lírico que emplea,
los temas y las técnicas que había utilizado en Fervor y El co6
Sonja Karsen: Versos y prosas de Jaime Torres Bodet. Biblioteca de Autores Hispanoamericanos, 5. Madrid, Ediciones Iberoamericanas, S.A., 1966. “Introducción”, p. 34.
7
Sonja Karsen: Op. cit., p. 34.
22
razón delirante. Asimismo estrena en las canciones un “alma
nueva” que ve el mundo, la vida y el hombre sin el pesimismo
de los primeros poemas. Sin embargo en la “Canción del tiempo incontenible” duda si el hoy es mejor que el ayer:
Hay en mis versos de antaño / tan vivo sabor de hiel, / que
oírlos me hace daño: / ¡la pena me ha sido infiel! / No obstante,
si los releo, / hallo, entre su ramazón, / como el pico de un
deseo / y el ala de una canción. / Su desencanto me lleva /
súbitamente a dudar: / ¡trocara yo esta alma nueva / por esa
que vi llorar! / Y en la quietud de la hora / no sé cuál voz preferir: / ¡siquiera un alma que llora / da la impresión de vivir!
La actitud pesimista pronto se convierte en escepticismo y
éste, en la etapa madura de su obra, parará en una manera
estoica de enfrentarse con los problemas eternos del hombre.
En la primera antología de sus versos, Poesías (1926), Torres Bodet condena sus dos primeros libros y comienza a escoger sus poemas más representativos a partir de Nuevas canciones (de las 40 aparecen ocho), libro en el que el poeta
adolescente cede sitio al poeta joven, dueño inminente de un
lenguaje, una técnica y una manera de mirar conquistados con
una precocidad que rara vez se da en nuestras letras. Años más
tarde, en una antología más severa, Obras escogidas (1961),
sólo conserva de este libro cuatro composiciones: “Canción de
las voces serenas”, “La primavera de la aldea”, “Invitación al
viaje” y “Música oculta”. En sentido estricto se puede afirmar
que éstos son cronológicamente los primeros poemas importantes de Jaime Torres Bodet.
Estas cuatro colecciones forman —cree Merlin H. Forster— la
poesía de aprendizaje de Torres Bodet. Desde el punto de vista
métrico, se distingue en todas ellas una sencillez estudiada, con
estrofas y metros más variados en las dos últimas. Se nota, asimismo, de la primera a la cuarta, un proceso hacia el uso cada
23
vez más hábil del lenguaje figurativo. Algunos de los temas
centrales, como la meditación sobre el amor, la vida del hombre y la poesía serán capitales en los libros posteriores; otros,
como lo mexicano, perderán importancia.8
A juicio de Frank Dauster, Torres Bodet
se halla desvinculado de su ambiente, ansioso de echar raíces
sin conseguirlo. De allí arranca la nostalgia del campo [“Quiero
en mitad del monte nuestro rancho”...] tan característica de los
primeros libros, de allí surgen los versos desiguales de “El Poema de la urbe cruel”.9
En oposición a Dauster, creo que si Torres Bodet se hallaba
por esos años desvinculado de algo, ese algo no era el ambiente sino su propia persona. De acuerdo con la edad, la cultura y
la experiencia su visión de México (“¡tiene un olor de alegría /
y un acre sabor de anís!”) y de sus compatriotas es tan epidérmica como irreflexiva. Si en Canciones pudo recoger esta cuarteta: “Es el campo maldito por la guerra / un campo gris y
preso entre arenales, / un campo en que parece que la tierra /
floreciera con lívidos puñales”, años más tarde su concepto de
país, patria y nación a fuerza de ser más hondo llegará a coincidir en sus límites con el mundo. Al terminar esta etapa de su
poesía, Torres Bodet está capacitado para poner en ejercicio
su primera arte poética, la que en forma premeditada abre la
paginación de Poesías:
Nada más. Poesía:
la más alta clemencia
está en la flor sombría
que da toda su esencia.
Merlin H. Forster: Op. cit. P. 28.
Frank Dauster: Ensayos sobre poesía mexicana. Asedio a los Contemporáneos.
México, Ediciones de Andrea, 1963. “Oficio de hombre: la poesía de Jaime Torres
Bodet”, p. 127.
8
9
24
No busques otra cosa.
Corta, abrevia, resume;
¡no quieras que la rosa
dé más que su perfume!
Viene en seguida una etapa intermedia entre la adolescencia y la madurez en la que da a conocer otros cuatro libros: La
casa, Los días, Poemas y Biombo. La etapa principia en 1923 y
concluye dos años más tarde, en 1925. Forster la ve así: se trata, dice, de “una expresión poética bastante coherente que
marca a la vez un desarrollo técnico encaminado hacia la
complejidad”.10 Este período podría sintetizarse en una palabra si ésta fuera plenamente posible, alegría. Son los poemas
juveniles, de una juventud que si a veces lo hace sentir como si
viviera en un cuerpo que no es el suyo, en momentos lo reconcilia con la vida, el amor, la sensualidad y las cualidades de un
progreso que no acaba de convencerlo por lo que tiene de
inhumano, por la distancia que crea entre la utilidad y el placer. Es su época mundana, en la que se permite jugar con las
palabras, incurrir en el exotismo, prenderle fuego a las metáforas, burlarse hasta cierto punto de la seriedad y la trascendencia.
En 1924, El Universal Ilustrado promueve entre los poetas
una encuesta reveladora en la que se les pide que contesten una
sola pregunta: “¿Cuál es su mejor poesía?”. Torres Bodet, cuya respuesta aparece el 22 de mayo, aprovecha la ocasión para precisar los métodos de su trabajo y los propósitos que ha perseguido en los libros publicados hasta ese momento: “Nunca
olvidaré el generoso garbo —recuerda— con que, sobre la
primera página de un libro que por desgracia no se ha publicado todavía —y tal vez no se publique nunca—, Ricardo Arenales estampaba, hace tres años, el título Poesías perfectas.
10
Merlin H. Forster: Op. cit., p. 39.
25
El poeta se juzgaba a sí mismo, usando de ese interior sentido
crítico en el que funda Rémy de Gourmont la facultad creadora.
Hacía a un lado los poemas —bellos y, algunos, magníficos—
que no le parecían expresar de un modo absoluto la emoción
del momento en que los produjera y escogía unas cuantas canciones de dolor y desesperanza, en las que hallaba incólume su
espíritu de antaño. A estas frases, ¡balbuceos a veces! (animula
vagula blandula), en las que se reconocía intacto el creador,
llamaba Ricardo Arenales Poesías perfectas.
Sólo desde este punto de vista es capaz de juzgarse a sí
propio el poeta, y una consideración que no fuese ésta resultaría pedantesca y, muchas veces, odiosa.
De los poemas que un joven escribe y publica, pocos son
aquellos que reflejan directamente su sentir original. Aun en
escritores que parecen provenir de sí mismos, las huellas son
demasiado sensibles para afirmar una percepción única de las
cosas. Por eso, al contestar la encuesta de El Universal Ilustrado, desecho de un golpe mi producción anterior a Canciones.
Y me hallo ahora en este dilema. Desde la edición de este
libro he publicado tres: La casa, Los días y Nuevas canciones,
el último aparecido en España hace algunos meses.
No encuentro en ellos ningún poema que me satisfaga
hasta el punto de separarlo del resto de sus hermanos, y trato
de explicarme esta ausencia de predilección paternal considerando que al hombre que trabaja todos los días no le es dado
volver los ojos hacia atrás. Cada mañana le trae —por el contrario— una nueva perfección... ¿Y la meta? ¡Se aleja tanto a
cada hora!...
Tal vez la otra causa —más profunda— del hecho que señalo, sea mi tendencia a no pensar nunca en el poema como
fórmula cabal de mi emoción sino como un simple momento
del todo que es el libro.
Creo que, para escapar a la repetición de los modos conocidos del lirismo latinoamericano, el procedimiento más justo
es el de volver al libro como unidad poemática exclusiva, en la
cual los poemas más breves resultan simples estrofas o compases de una melodía superior e infinita.
26
Por eso he tratado hasta la fecha de subordinar la belleza
de la estrofa al “tono medio” del conjunto que es claro y alegre
en Nuevas canciones, íntimo y sobrecogido de ternura en La
casa y desmayado y complejo en Los días.
De estas tres compilaciones elijo La casa, y envío a la redacción del Ilustrado, con mi agradecimiento por su cordial
invi­tación, el segundo poema del libro a que aludo, “Carta”,
por ser el que me parece sintetizar la impresión de conjunto de
la obra:
Cuando regreses, madre, me encontrarás casado.
Verás a tu hijo lleno del ardor apacible
que da la dicha al hombre. En mi huerto cerrado
habrá nacido entonces la flor de lo imposible.
Me mirarás crecido. Un poco más robusto,
como conviene al hombre que manda a su destino,
y en mi vaso más hondo advertirás el gusto
el mosto de los años que hace más dulce el vino.
No obstante es necesario que sientas en la hondura
de tu vientre de madre que soy el mismo de antes:
con un tallo más recio sostengo mi ternura
y en un reloj más amplio cuento ya mis instantes...
Mi mano, aunque acaricie, se está pronto habituando
a oprimir como oprimen las manos victoriosas;
yo soy como esos árboles, de raíces nudosas:
tienen el tronco duro, pero su fruto es blando...
Mientras te escribo, el cielo se mete por la puerta.
Está mediando agosto; en el calor profundo
hay zumbidos de abejas... La dulce flor del mundo
¿no es esta flor que miro sobre mi mesa, abierta?
La casa, con sus cuatro ventanas a la calle,
una calle de pueblo, triste y un poco angosta,
27
tiene el olor mojado de las casas de costa...
(¡Ay, mi casa de niño, se me perdió en el valle!...)
Sus cuartos están solos... ¿No vienes a habitarlos?
Las flores no han brotado... ¡parece que te esperan!
Creo que si los pájaros de la jaula te oyeran
en vano trataríamos más tarde de callarlos...
Todo está preparado. La dicha está anhelosa
de conocerte. ¡Pienso que habrás sufrido tanto!
¡Si vieras cómo es dulce! ¡Tiene una faz radiosa
y unos ojos brillantes, como después del llanto!...
Es esta la primera confesión de carácter público que se
permite Torres Bodet, en la cual la humildad corre pareja con
el rigor y la modestia con el justo análisis de sus propios méritos.
En ella se encuentran observaciones que permiten entender
con claridad sus años de aprendizaje como poeta. La primera
es fundamental: por dos razones poderosas rechaza, íntegros,
los poemas que aparecen en sus libros iniciales, Fervor y El
corazón delirante, porque no reflejan su sentir más profundo
y porque en ellos se advierten las huellas de los poetas predilectos. Dos años después, como se ha dicho líneas arriba, Torres Bodet utiliza el mismo criterio selectivo al preparar su
primera obra antológica, Poesías. La segunda no desmerece
ante la primera: en los libros de estos años, y en casi todos los
que vendrán después, Torres Bodet no utiliza el fácil método
del aluvión, que permite recoger en un mismo libro poemas de
distintas atmósferas, motivos y técnicas, sino que, por el contrario, se propone que los textos sean partes armónicas y progresivas de un todo. Pongo un ejemplo: el subtítulo de La casa
es revelador: Poema, ya que se trata efectivamente de un largo
poema compuesto por 23 poemas escritos siguiendo el mismo
metro y el mismo tipo de estrofa. Las composiciones equivalen
a los capítulos de una novela en verso pensada y concebida de
28
una manera poco usual en la poesía mexicana de este período.
El poema escogido, “Carta”, es una muestra que si bien no es
la más hermosa, sí es la más representativa en aspectos tales
como el motivo, la estructura y el estilo que por esos días preocupaban a Torres Bodet.
Dado a las definiciones, Villaurrutia resumió en una frase
el sentido y los propósitos de La casa: “es el campo luminoso
y concreto”, dijo, y su definición es en cierto sentido válida.
Por primera vez en su obra, Torres Bodet utiliza conscientemente el poema con anécdota, es decir, ahuyenta hasta donde
es posible los símbolos y las nebulosidades abstractas y se
constriñe, de principio a fin, a contar una historia si no luminosa como la ve Villaurrutia sí concreta y fiel a los tres momentos
que debe poseer, en la narrativa ortodoxa, una historia coherentemente estructurada y eficazmente escrita.
“Pensad que está sonora / del canto que cantábamos los
dos”, escribe Torres Bodet en la primera página del libro. Y al
estamparlo, revela al lector el desenlace. La casa es un canto
de amor escrito en dos planos: uno físico, que rastrea las evidencias que sirven de atmósfera y escenario a una pareja desde el
momento en que se conocen al instante en que ocurre la ruptura; y otro alegórico, en que sirviéndose de la relación amorosa de esa pareja llega a conclusiones válidas para todas las
parejas y las distintas formas de ir sintiendo que el amor se nos
escapa de las manos. Aquí el pesimismo de Torres Bodet,
como el de Vasconcelos, es alegre, pese a que desde la primera página el fuego es visto desde que empieza a arder como
brasas, rescoldos y cenizas.
La relación amorosa es como una casa poblada de muebles
(mesa, armario, cama, utensilios domésticos, lámpara, vaso,
macetas), animales (gato, perro, canarios), seres del reino vegetal (flores y árboles), del reino mineral (agua que reviste
distintas formas) y costumbres compartidas por los amantes
(comidas, enfermedades, dudas, recuerdos, riñas, premoni29
ciones, visitas y, por supuesto, interminables entregas de
amor). Es un libro que empieza en la alegría y termina fatalmente si no en la ruptura sí en la aceptación de la rutina y los
intereses creados al pasar la pareja de lo maravilloso a lo cotidiano.
La casa es una obra que “se desarrolla en versos alejandrinos y a base de cuartetos (con dos excepciones) y en la
cual los esquemas de la rima son, con pocas variaciones, estrictamente asonantados.”11 Aquí y en el libro siguiente, Los
días, “Torres Bodet sigue destilando su poesía y suprime todo
exceso de palabras que pudiera destruir la claridad de la
imagen.”12
“Por Los días —escribe Díez-Canedo— pasa la caricia piadosa que quiere hacer olvidar el tedio cotidiano... En esta media voz, en estos acentos despojados de elocuencia, en esta
aspiración a un vivir sereno, enunciada ya en versos más antiguos, está el encanto de la poesía de Torres Bodet”.13 Pese a los
buenos deseos de que habla Díez-Canedo, Torres Bodet no
logra que “la caricia piadosa” borre “el tedio cotidiano”. Dice
en un poema: “Pero ahora, ¡qué tedio! Y vivir, ¡qué rutina! / Los
relojes sincrónicos que regulan las horas; el paso de los astros
por el cenit; ¡los sabios / que nunca se equivocan!”. Tampoco
consigue que desaparezca la rutina: “Sentimientos vulgares /
en las caras vulgares / de las gentes vulgares. / Las mismas
calles viejas / con sus tristezas viejas... / ¡Las mismas almas viejas! / Todo lo conocido: / el dolor conocido, / el placer conocido. / ¡Y tener que vivir, / sabiendo que vivir / ya no es más que
vivir”. Sin embargo, suaviza el tedio y la rutina mediante el
depurado ejercicio de los sentidos:
Enrique Díez-Canedo: Artículo citado.
Xavier Villaurrutia: “Los días de Jaime Torres Bodet”. El Universal Ilustrado, 13
de diciembre de 1923.
13
Merlin H. Forster: Op. cit., p. 32.
11
12
30
Tener, al mediodía, abiertas las ventanas
del patio iluminado que mira al comedor.
Oler un olor tibio de sol y de manzanas.
Decir cosas sencillas: las que inspiren amor.
Beber un agua pura, y en el vaso profundo,
ver coincidir los ángulos de la estancia cordial.
Palpar en un durazno, la redondez del mundo.
Saber que todo cambia y que todo es igual.
Sentirse, ¡al fin!, maduro, para ver, en las cosas,
nada más que las cosas: el pan, el sol, la miel...
Ser nada más el hombre que deshoja unas rosas,
y graba, con la uña, un nombre en el mantel...
La “aspiración a un vivir sereno” a que alude Díez-Canedo
es el propósito que persigue Torres Bodet en esta etapa intermedia de su poesía. La pugna entre el escepticismo y el goce
ordenado de las pequeñas satisfacciones de la vida da a los
poemas de este período tensión, fuerza y melancólico poder
de sugerencia. Esta pugna que hace acto de presencia en su
obra a partir de La casa y Los días, y que ya se dejaba sentir
de modo confuso en libros anteriores, se resolverá, como ya
se ha apuntado antes, en la aceptación de la vida pese a sus
limitaciones, en el compromiso que el hombre contrae con
los hombres por el solo hecho de estar vivo y que se manifiesta a través de la solidaridad con el destino de la especie
humana.
En este libro, el ánimo de Torres Bodet, como el de los
días, es mudable, impredecible e inexorablemente está condenado a precipitarse en el tiempo que, como el agua de
Heráclito, no es dos veces el mismo. Así, busca la tranquilidad
sin encontrarla en cada uno de los paisajes que tiene a la
mano, en las pasiones que están a su alcance y en las cosas
familiares que ha ido haciendo suyas en el transcurso de los
días. Este libro —sentencia Villaurrutia— “es como un viaje
31
que podemos intentar inmóviles. Ciudad, provincia, almas,
cartas, ideas y paisajes”.14 En la misma reseña, Villaurrutia
añade:
Los días muestra al poeta completo y diverso, reaccionando
frente a la vida, no una vida particular sino la del mayor número posible, la que nos hiere diariamente sin que nos detengamos a expresarla en palabras; reaccionando también frente a
las cosas y las almas humildes, a las que ha sabido llegar tan
cerca y tan íntimamente.
En cuanto a la técnica,
Los días continúa muchas de las tendencias ya observadas en
las otras colecciones: vívido lenguaje figurativo, léxico sencillo
y falta de complicaciones en la rima. En las formas rítmicas y
estróficas, sin embargo, marca una nueva tendencia. Los metros y las estrofas tradicionales que se observan en las obras
anteriores aquí se complican con variación de forma y encabalgamiento repetido.15
En carta en que agradece el envío de Poemas, Antonio
Machado le dice a Torres Bodet: “En su libro, las imágenes no
son cobertura de conceptos sino expresión de intuiciones vivas y las ideas están siempre en su sitio; dentro, como los huesos en el cuerpo humano, o lejos, como luminarias de ho­ri­­
zon­te.”16
Poemas agrupa 67 textos que buscan “una expresión poética más abstracta”17 si se le compara con la que se advierte en
libros anteriores. Escribe Torres Bodet:
14
Xavier Villaurrutia: “Los días de Jaime Torres Bodet”. El Universal Ilustrado, 13
de diciembre de 1923.
15
Merlin H. Forster: Op. cit., p. 32.
16
Antonio Machado: Carta fechada en Madrid el 7 de enero de 1925.
17
Merlin H. Forster: Op. cit., p. 33.
32
Cansada el alma —¡y con razón! —
de tanto verso pintoresco,
se vuelve a entrar por su abstracción
como por un camino fresco.
Ahí —¡siquiera ahí! — no brilla
el cobre vil de lo vulgar
y se puede, a solas, cantar,
siguiendo el césped de la orilla...
Se pretende encontrar el sentido de la vida, a sabiendas de
que el intento va a resultar vano. Este “esfuerzo inútil” que se
repite a lo largo del libro, se parece a lo que los existencialistas
llamarán, varios lustros después, la “pasión inútil”.
Como en obras anteriores el amor es importante, capital,
pero está visto, a diferencia de ellas, desde cierta prudente
distancia, más como un sentimiento genérico, abstracto, que
como una apetencia personal, y cuando se ve desde esta
perspectiva tarde o temprano produce cierto fastidio, cierta
ausencia de entendimiento que conduce fatalmente a la ruptura.
En “Adolescencia”, poema que vale como un adiós, Torres
Bodet sintetiza esa etapa de su vida y de paso coloca una especie de epitafio sobre la tumba de sus primeros libros. En él
hace cons­tar los propósitos que persiguió como hombre y
como poeta:
Yo decía —No quiero ni grandeza ni gloria,
ni fortuna, ni amores: lo que anhelo es vivir
en una ciudad vieja que no tenga ya historia
ni porvenir.
En una ciudad vieja, cubierta de neblinas,
goteante de lluvia, entre nieve de alud,
33
con muchas voces claras de esquilas argentinas
llorando por mi juventud.
Vivir, porque la vida no puede renunciarse,
pero hacer el menor
ruido posible... En el silencio de un engarce
hundir la perla de un dolor.
Y abandonarse al movimiento
del bien y el mal en su monótono vaivén,
como las hojas en el viento
o los viajeros fatigados en el tren...
En el léxico y en la rima, Poemas continúa la estudiada simplicidad ya observada. Por otro lado, el lenguaje figurativo y las
formas métricas hacen evidente la tendencia hacia una expresión más compleja que ya se vislumbraba en La casa. Una
adición notable al lenguaje figurativo es el uso repetido de la
sinestesia.18
Pero sobre todo es digna de mención la manera como Torres Bodet torna sensibles las ideas confiriéndoles la función de
columna vertebral de los poemas. La suya, aquí, no es una poesía de ideas, es una poesía con ideas, o lo que es igual, una
poesía en que se funden admirablemente el continente y el
contenido.
Biombo llama la atención, aparte de otras virtudes, por los
hallazgos que obtiene Torres Bodet en el ejercicio del poema
sintético. Esta miniatura tiene dos fuentes principales: la española y la japonesa. La primera se manifiesta en la poesía contemporánea de España e Hispanoamérica a través de epigramas, saetas, casidas, rimas, endechas, canciones, proverbios y
18
34
Merlin H. Forster: Op. cit., p. 35.
adivinanzas líricas; la segunda, mediante el injerto a nuestra
idiosincrasia del hai-ku.
En Gutiérrez Nájera, Del Casal, Darío, Lugones, Nervo, Valencia y Gómez Carrillo se advierten huellas, borrosas o nítidas, de la poesía del Lejano Oriente. Sin embargo, la introducción del hai-ku se le debe a José Juan Tablada. En su forma
ortodoxa el hai-ku es un apunte, un estado de ánimo, nunca
una descripción o una disertación. Según juicio de Couchoud,
su introductor en Francia, este esquema de 17 sílabas (5, 7, 5) es
“una viñeta que se esfuma”, y para crearla, afirma, “todo el
esfuerzo artístico debe sostenerse en la esmerada selección de
tres sensaciones sugestivas”. El auténtico hai-ku sólo se encuentra en reducido número de poetas. Entre ellos Tablada es
quien mejor expresó su esencia oriental. Este hai-ku, por ejemplo, lleva en sí la concepción del mundo de la filosofía Zen: “El
pequeño mono me mira... / Quisiera decirme algo / que se le
olvida”. Sin embargo, el lector occidental cree erróneamente
que este poemita está más próximo a las teorías de Darwin que
al budismo Zen.
El hai-ku heterodoxo trata los principales temas y tópicos
de la lírica española. En sus microgramas, Jorge Carrera Andrade suma al esquema jocoso del epigrama clásico español
la rapidez vertiginosa y el amplio poder de sugerencia del
original japonés. De ese modo, el poeta ecuatoriano obtiene
excelentes retratos en los que los protagonistas son seres insignificantes. A este respecto conviene recordar a Leopoldo
Lugones. En su reducido y hermoso zoológico de papel, que
él llama “Los ínfi­mos”, se encuentran impecables fotografías
líricas del abejorro, el grillo, la mariposa sentimental y el jamelgo. Primero Lugones, después Carrera Andrade y otros
poetas, entre ellos Torres Bodet, Pellicer, Gorostiza y Villaurrutia, mezclan con magníficos resultados la gracia incisiva (a
veces corrosiva) con la elegante y displicente ternura. Si en los
poemas de este tipo se localizan evidentes rasgos españoles,
35
también se encuentran huellas de indudable procedencia
oriental.
Las greguerías de Gómez de la Serna devuelven a la vida
el sentido de la instantaneidad, sorprenden el lenguaje de las
cosas, definen lo indefinible y tornan eterno lo pasajero. La
greguería no es máxima ni aforismo ni petulante frase lapidaria: es, más bien, juguete nuevo que “tiene el brillo de los azulejos y su policromía”. No se da ni en lo “demasiado poético”
ni en lo “demasiado chabacano”. Sus límites son lo concreto y
lo efímero.
A este esquema híbrido se le llama con diversos nombres.
Unos le dicen poema sintético (Tablada), otros, micrograma
(Carrera Andrade), otros más, greguería (Gómez de la Serna).
Si sus principales exponentes no coinciden en la palabra que
sirva para bautizarlo, todos ellos están implícitamente de
acuerdo en los propósitos que se persiguen. En forma consciente o inconsciente ponen en práctica esta definición lírica
de Flavio Herrera: “Emoción. Síntesis. Bruma. / Todo el milagro del mar / en una gota de espuma”.19
Los poemas sintéticos que Torres Bodet reúne en este libro
son en sí mismos y si se les compara con los que, por esos años,
publicaron los poetas de su grupo, excelentes, dignos de figurar en las más estrictas antologías de microgramas. Próximos al
hai-ku, a la poesía china, al cantar andaluz y a algunos breves
poemas abstractos de Antonio Machado, recuerdan también a
Tablada y, remotamente, los agudos procedimientos de Gómez
de la Serna. Según me ha dicho Torres Bodet, “Sinceridad” es el
mejor poema que escribió siguiendo esta tendencia:
Duerme ya, desnuda.
El sueño te viste
mejor que una túnica.
19
Para ampliar este tema, consúltese el libro de Carlos González Prada Leve espuma. Colección Studium, núm. 17, México, Ediciones Andrea, 1957.
36
“Árboles”, poema en cinco pequeñas partes “para pintar en
un biombo”, que coincide con textos de Pellicer (“Recuerdos
de Iza”, 1921), Gorostiza (“Dibujos sobre un puerto”, 1925),
Villaurrutia (“Suite del Insomnio”, 1926) y Novo (“Viaje”,
1925), es dentro de las reglas de este tipo de poesía una obra
maestra:
Naranjos
A la parroquia
van los naranjos...
¿Van a tus bodas?
Palmeras
Con plumeros de esmeralda
querían limpiar de nubes
el cielo de la mañana.
Pinos
El viento que hilaba el sol
en el huso de los pinos
vestía mi corazón.
Ciprés
El muerto quería ver
a su novia ¡tan lejana!
Por eso creció el ciprés.
Araucaria
Leímos su nombre un día,
en una novela. Debe
oler a melancolía.
En el mismo caso se halla otro poema, casi un hai-ku,
“Álamo”:
37
No sabía qué comprar
Con sus hojitas de plata
El álamo en el bazar.
La primera estrofa del poema que da título al libro, “Biombo”, está realizada conforme a los dictados de la poesía sintética: “La noche de verano alarga / —sobre el biombo del cielo— su cuello de garza, / y pesca, en el arroyo del silencio, / la
concha de la tierra sonrosada...”. Los mismos procedimientos
se descubren en este fragmento del poema “Cantar”: “De oro
la arena. De esmeralda el mar. / La tarde ha tendido / la red de la
lluvia a secar”. Un último ejemplo, tomado del poema “Calor”
(cuarta estrofa): “¡Hace tanto calor! / Si respiráramos, / el cristal
de la brisa / se empañaría, trémulo, de vaho”.
Según Gómez de Baquero, “sobresalen en este libro las
composiciones breves de metros cortos en que se funde el haikai de oriente con la copla española, sin popularismo, orientada en una dirección culta”.20 Otro juicio sobre Biombo que me
parece acertado es el de Jean Cossou. Afirma:
Hay en él hai-kais absolutamente logrados, en los que la emoción poética está alcanzada en su plenitud. Otros poemas, más
largos, demuestran cualidades opuestas: son de una composición muy firme de un ritmo seguro. Torres Bodet dispone de
una retórica rica en imágenes. Lo concreto y lo abstracto se
combinan en ella muy felizmente.21
En 1924, Xavier Villaurrutia definió con agudeza y acierto
a los poetas jóvenes de México. Su juicio sobre Torres Bodet,
que explica admirablemente bien su obra juvenil, es asimismo
justo si se aplica a la obra de madurez.
20
21
38
E. Gómez de Baquero: “Biombo”. El Sol, Madrid, 3 de abril de 1926.
Jean Cassou: “Biombo”. Revue de l’Amerique Latine. París, marzo de 1926.
Jaime Torres Bodet —dice Villaurrutia— es un poeta formado.
Su pensamiento conciso, contenido, explica que no venga a
romper nuestra tradición poética; antes bien a continuarla. La
seguridad de su acento, su conciencia artística lo han afirmado
personal, trabajando dentro de las normas arquitectónicas y
fuera de ellas.22
Dos años después, Luis G. Urbina reafirma el punto de
vista de Villaurrutia, y va un poco más allá en lo que toca al
sitio que ocupa Torres Bodet entre los poetas de su generación.
Cuando cerré Biombo —confiesa—, no atinaba a definir y clasificar a este poeta. Nuevo es, indudablemente: pero sin humos
ni empujes de innovador. No le preocupa salirse de las reglas
ni quedarse en ellas. No pretende ser original porque sí, como
algunos de sus compañeros. No busca recursos desorientadores, ni calculadas incoherencias, ni figuras enigmáticas, ni deliberados rompimientos rítmicos. Lo que desea —se nota desde
luego— es dar expresión peculiar a las visiones de su imaginación, a sus inquietudes emotivas. Bien se ve que su esfuerzo
tiende más a la originalidad, a la personalidad. La revelación
del yo. El hallazgo de sí mismo.23
Estas palabras de Urbina constituyen el mejor retrato hablado que conozco de Torres Bodet: definen su poesía (la de
ayer y la de hoy) y ponen al descubierto sus procedimientos y
propósitos.
Tres años después de la aparición de Biombo, en 1928, se
publica en Madrid, editada por La Gaceta Literaria, la Nueva
antología de poetas mexicanos preparada por Gabriel García
Xavier Villaurrutia: La poesía de los jóvenes de México. México, 1924.
Luis G. Urbina: “Libros de México bajo los árboles de Castilla” [crítica a Biombo
de Jaime Torres Bodet, Espacio de Enrique González Rojo y Canciones para cantar en
las barcas de José Gorostiza], El Universal, 3 de octubre de 1926.
22
23
39
Maroto, que incluye textos de Enrique González Rojo, José
Gorostiza, Manuel Maples Arce, Salvador Novo, Bernardo Ortiz de Montellano, Gilberto Owen, Carlos Pellicer, Jaime Torres
Bodet y Xavier Villaurrutia. En cierta medida, la compilación
de Maroto es una consecuencia de otra similar publicada en
México ese mismo año, la explosiva Antología de la poesía
mexicana moderna, de la cual figura como responsable, sin
serlo enteramente, Jorge Cuesta. Maroto, amigo de Cuesta, da
a conocer a los poetas que éste consigna entre los que sobresalen en el cultivo del género y cuya edad, en ese momento,
no sobrepasaba los 30. La antología de Maroto, al igual que la
de Cuesta, es magnífica. Uno de sus mayores atractivos son las
notas de presentación, escritas por los propios poetas.
En su segunda confesión pública, dice Torres Bodet:
Quisiera, para la armonía de mi obra en verso, hallar un equilibrio justo, una concordia entre la tradición y la novedad. Un
equilibrio que no traicione la sinceridad esencial que me he
exigido siempre. La fecundidad —de que se me han hecho un
reproche— ha sido, en mí, más una urgencia expresiva, un pro­
cedimiento de depuración. Gracias a este método he logrado
borrar de mi poesía los vestigios de las escuelas que la impresionaron durante la adolescencia, incapaz —por activo y por
ecléctico— de aterrizar de un golpe, como lo han hecho otros,
en el plano de una actualidad ulterior.
Mí obra, nacida al margen de los simbolistas, se ha ido alejando, inconsciente y conscientemente, de la abstracción, para
atravesar un período sin perfiles, de sensualidad pintoresca y
volver —con las pequeñas conquistas del tránsito— a la expresión contenida de mis primeros ensayos. Ahora intento una forma exacta y, por ello, exagero la nota de sobriedad, aprovechando las posibilidades, las difíciles posibilidades útiles del
soneto. ¿Lo conseguiré? El peligro consiste en que la emoción,
al pisar la escalera de los 14 versos conocidos, pronto, confiada,
resbale y caiga en la cómoda repetición. Pero lo sé desde ahora
y busco, en cada momento, una lección de desconfianza.
40
En Tiempo de arena, páginas 317 y 318, Torres Bodet arroja la luz indispensable que vuelve diáfana su declaración de
1928. Escribe:
Desde 1926 [es decir un año después de Biombo], había escrito
exclusivamente poemas de transición. La línea melódica de mis
obras juveniles principiaba a romperse ante muchos obstáculos
interiores: los que erigía el deseo de una precisión psicológica
más exacta y de una más angulosa definición de mi propio ser.
Me atraían, contradictoriamente, como en la adolescencia, la
amplitud exterior, el verso libre, de ancha respiración humana
y, por otra parte, el rigor secreto que, merced a la reflexión,
suele perfeccionarse dentro de formas líricas más severas. De
ahí que escribiese en aquellos años, como sucesión que por sí
sola anunciaba ya una duda intensa, sonetos —como los que
publiqué, en 1928, en la revista Contemporáneos— y composiciones de materia más plástica, más fluida.
Ese año de 1928, Torres Bodet se ve a sí mismo de igual
modo a como lo miran, entre otros, Villaurrutia y Urbina: se
contempla como un poeta que está a punto de conseguir el
justo medio que le permita continuar la tradición y, por otra
parte, violentarla empleando los recursos de la modernidad
más autorizada. De ese equilibrio, la tesis sería Sonetos (no
sólo el libro, sino los que publica en periódicos y revistas desde edad temprana), la antítesis Destierro y la síntesis, libros
como Cripta, Fronteras y Sin tregua. Si de 1918 a 1925, en siete años, da a conocer ocho obras, fecundidad que algunos
juzgan con reproche, a partir de esta última fecha su producción poética se ha vuelto menos pródiga y más acentuada: en
un lapso de 43 años, de 1925 a 1968, sólo ha dado a las prensas
seis colecciones de poemas, lo que indica que la insistencia en
aumentar su bibliografía poética no fue un rasgo de egotismo
sino eficaz “procedimiento de depuración”. Y también es cierto que esta largueza en el imprimir sus libros le ayudó a borrar
41
de su poesía “los vestigios de las escuelas que la impresionaron durante la adolescencia”. Vuelta sobre sí misma, su obra
poética, ahora más exacta y más sobria, accede a una sinceridad menos llamativa pero más firme, a una lentitud más pausada pero también menos insegura y a una nitidez de contornos que antes le estaba prohibida.
La primera etapa madura de la poesía de Torres Bodet se
encuentra en tres libros: Destierro (1930), Cripta (1937) y Sonetos (1949). Acerca de este período, le hice la siguiente pregunta:
—Después de la poesía “abiertamente experimental”, comienzan a aparecer los libros de poemas más importantes de su bibliografía. ¿Cuáles son las características de estos libros? ¿Cómo
los juzga?
—A partir de 1932, mi producción poética se hizo menos abundante, más lenta y, también, más difícil. En ese año cumplí 30
de edad. Residía yo entonces en París, como secretario de
nuestra Legación. La distancia avivaba en mí la nostalgia de dos
condiciones que, antes, no me habían parecido tan esenciales
para mi propia realización y que, sin embargo, lo eran profundamente: el contacto directo con la vida de mi país y lo que
podríamos llamar “el ámbito del idioma”.
En España, en 1930, había aparecido Destierro. Aquel título entrañaba una confesión. Sentí la necesidad de adentrarme,
todavía más, en lo sustancial de mis experiencias. Y, al margen
de otros escritos (como los relatos Estrella de día y Primero de
enero), principié un libro de versos que no habría de dar a la
imprenta sino más tarde, al volver a México, en 1937. Este libro
lleva también un título significativo. Se llama Cripta.
El hombre que lo compuso se sentía rodeado —iba a decir
oprimido— por una soledad que, a cada instante, le devolvía
su propia imagen. No era ésa la “soledad en llamas” de que
habló José Gorostiza, aludiendo a la inteligencia. Era la soledad de quien se halla, enterrado vivo, en un ‘infinito dédalo de
espejos’. Como epígrafe del volumen, escogí un endecasíla42
bo de Quevedo: “Menos me hospeda el cuerpo, que me entierra...”.
En lo que me concierne, Cripta atestiguó una nueva actitud
vital: la del ser que accede a la madurez y que se da cuenta, de
pronto, del tiempo no aprovechado; la del que busca, según lo
indicaba ya una de las composiciones del libro, el “amanecer
de un alma nueva”.
Transcurrieron los años. La vida me impuso otro género de
deberes. Participé en la Administración: primero, como subsecretario de Relaciones Exteriores; después, de diciembre de
1943 a noviembre de 1946, como secretario de Educación Pública y, de diciembre de 1946 a noviembre de 1948, como secretario de Relaciones Exteriores. La poesía cobró, en mi existencia, un significado sumamente distinto: se volvió acción.
Tuve (sobre todo como secretario de Educación Pública) la
oportunidad de asociarme al pueblo, de sentir sus júbilos y sus
penas. Escribí poco. Pero, a la poesía de la acción, se mezcló,
por momentos, un urgente requerimiento: la necesidad de corresponder a la acción de la poesía; el anhelo de precisar, por
escrito, ciertas situaciones que no cabían siempre en los límites
de los hechos, y el esfuerzo de fijar esas situaciones —hasta
donde resultara posible— con exactitud y con brevedad.
Fueron formándose así, a menudo con largos vacíos entre
uno y otro, los cincuenta y cinco sonetos que decidí publicar a
principios de 1949, cuando acepté el cargo de director general
de la unesco. Cuatro o cinco de aquellos sonetos habían sido
escritos en épocas anteriores. Los incluí, sin embargo, en la
colección; pero no sin sujetarlos previamente a un examen
—que procuré hacer severo.
En Sonetos, la forma (intencionalmente estricta) aprisionó
demasiado al ser interior.24
De 1925, fecha en que aparece Biombo, a 1930, año en que
publica su siguiente libro de poemas, Destierro, ocurren dos
24
Emmanuel Carballo: Op. cit., pp. 218-220.
43
hechos significativos en la bibliografía de Torres Bodet: se da
a conocer como narrador (en 1927 aparece Margarita de niebla y en 1929 La educación sentimental) y publica dos libros
en que se entrelazan el ensayo y la crítica: Perspectiva de la
literatura mexicana actual y Contemporáneos, ambos de
1928. El poeta ya no se conforma únicamente con crear poemas, le interesa incursionar en otros campos y, de ser posible,
destacar en disciplinas tales como el relato, el cuento, la novela, la crítica y el ensayo.
Destierro, calificado por Manuel Toussaint como “intermedio sombrío” en su obra, es una colección de 35 poemas
que en su momento debió desconcertar a los lectores habituales de Torres Bodet. En ella, el poeta de libros anteriores brilla
por su ausencia y aparece, en cambio, un poeta atento a los
modos y modas que por aquellos años dominaban la creación
poética. Desaparecen de sus poemas las formas estróficas tradicionales, la ortodoxia en el uso de los esquemas rítmicos, el
vocabulario común y corriente que se empleaba antes de que
irrumpiera en la poesía el mundo mecanizado. Destierro parece contradecir los juicios de Villaurrutia y Urbina trascritos
párrafos arriba; pero un libro no configura a un poeta: el Torres Bodet que aparece en esta obra no volverá a hacer acto
de presencia en los libros posteriores; cuando mucho aprovechará, dosificados, algunos de los hallazgos de esta colección
de poemas de temple surrealista, escrita a base de versos libres y en la que las imágenes plantean enigmas difíciles de
esclarecer —fenómeno que nunca antes se dio, ni se dará en
su dilatada producción poética.
La importancia de Torres Bodet en la nueva literatura mexicana
—escribe Alfonso Reyes— aumenta todavía más la significación
de su libro Destierro. Poéticamente es un valor; históricamente,
para decirlo de algún modo, es un aviso. Los libros fieles que
este escritor viene publicando con robusta actividad permiten
44
seguir paso a paso su evolución. Esta vez ha dado un salto. Hay
una crisis. Lo habíamos dejado en los sonetos cristalinos de [la
revista] Contemporáneos, donde su inextinguible gusto literario
quiso encerrarse por un momento, y ahora nos aparece todo
abierto de ventanas, cruzado de ráfagas y (sólo en apariencia)
deshecho. De disciplina en disciplina, ahora conquista su mayor libertad y acaso se somete a su más dura experiencia. Cantar así, con ese tono de sonámbulo que tiene ahora la poesía,
haciendo que cada palabra sobresalte a la que salió antes, si es
la tentación mayor y aun la perdición segura para los abandonados, los laxos, los que creen que el poema ha de escurrir
como una secreción del cuerpo, también tiene que ser la prueba por excelencia para los que saben gobernarse. La poesía de
Torres Bodet —en quien saludo a una pléyade que dará a nuestras letras lo que no supimos darle los de mi tiempo— ha tenido
sus tres estados necesarios: primero, andar; segundo, correr;
ahora, volar.25
En palabras de Alfonso Reyes, Destierro es en la obra de
Torres Bodet la “prueba por excelencia”: él, como sabe gobernarse, salió no solamente vivo sino acrecentado de la experiencia, preparado para acometer los libros fundamentales de
su obra poética.
Jorge Guillén, en carta que le dirige, es más laudatorio.
Dice:
No es posible —en estas líneas que no son más que un saludo— hablar de Destierro como él se lo merece. Habría muchas
cosas qué decir de su complejidad, de su perfección, de su
elegancia constante, elegancia que no coarta ningún impulso
ni elimina ningún elemento, por extraños o lejanos que parezcan (o, al contrario, y aunque surjan en lo más próximo y lo
más cotidiano). Y, por otro lado, ¡cuánto drama, cuánta emo-
25
Alfonso Reyes: “Jaime Torres Bodet”. Monterrey, Río de Janeiro, abril de 1931.
45
ción, cuántos sueños! En Destierro la perfección no atenúa ni
desvía la autenticidad de lo soñado.26
Quizá la observación más justa de Guillén sea aquella que
se refiere a una de las cualidades más visibles de Torres Bodet;
aquella que le permite aspirar (y muchas veces conseguir) a la
perfección y a la elegancia, sin dejar de lado las emociones, los
dramas y los sueños, es decir la poesía que nace del hombre
como una totalidad y se cumple en todos los hombres.
Al juzgar Destierro, Frank Dauster es más cauteloso.
Conquistado por el imán de las experimentaciones vanguardistas —afirma—, abandona Torres Bodet la sencillez para hurgar
en las osadías de los ‘ismos’... Perdido en la más espantosa soledad, el poeta continúa persiguiéndose a sí mismo en busca
de su propio ser y su propia expresión, a las que se agrega otra
dimensión: razón de ser no del poeta sino del universo. Si
abandona la sencillez es porque sabe que allí no se encontrará;
el pavor ante la nada no se amolda al lenguaje trillado con que
ayer lamentaba la juventud zozobrada, o elogiaba las virtudes
caseras. Habrá que divorciar las palabras de la materia para
construir de nuevo el lenguaje. Destierro no es un libro logrado, a pesar de su indudable superioridad respecto de los libros
anteriores. Libro de transición, de exageraciones necesarias
para deshacerse de la expresión gastada y forjar una nueva y
propia.27
Dauster acierta cuando habla de divorcio entre las palabras y la materia, de las exageraciones que permitirán a Torres
Bodet hacerse a corto plazo de un nuevo lenguaje y de la soledad que le llevará, en el libro siguiente, a enfrentarse con la
nada.
26
27
46
Jorge Guillén: Carta fechada en Oxford, Inglaterra, el 22 de junio de 1931.
Frank Dauster: Op. cit., pp. 127-128.
Forster con su habitual prudencia académica resume así el
libro:
Destierro presenta reflexiones sobre la vida y la poesía, sobre
la realidad y la fantasía y sobre nuestro mundo mecanizado y
deshumanizado. Todo se expresa en la enredada metáfora surrealista y el asimétrico verso libre, una combinación que marca el punto culminante de un proceso técnico que sólo se ha
vislumbrado en colecciones anteriores.28
Siete años después de la publicación de Destierro, en 1937,
Torres Bodet da a conocer los 36 poemas que componen Cripta. En este libro, lo expreso con palabras de Baldomero Sanín
Cano,
la intensidad del pensamiento es tan arrobadora que el lector
no echa de menos el rigor de las asonancias y apoyado en el
ritmo sabio y envolvente absorbe toda la riqueza fulgurante del
concepto porque el poeta borra con mano de artista y de hechicero las fluidas e inciertas fronteras del verso y de la prosa. Su
poesía cabe, singularmente airosa, en todas las clasificaciones:
es antigua y moderna, es clásica y refinadamente emotiva, sigue las leyes de la asonancia o las excusa sin que la expresión
pierda el encanto de la frase poética. El pensamiento, la idea se
acomodaban sabiamente a la emoción y las tres concuerdan
maravillosamente en una región superior a las exigencias banales de la retórica destinada al uso de los poetas menesterosos
de ideas o de emociones.29
En la sección “Libros y autores” de la revista Hoy, edición
correspondiente al 20 de marzo de 1937, Torres Bodet se erige
juez de su propia obra y analiza este libros con objetividad y al
mismo tiempo con simpatía. He aquí su autocrítica:
Merlin H. Forster: Op. cit., p. 42.
Baldomero Sanín Cano: “Poesía americana, sobre Cripta de Torres Bodet”. El
Tiempo, Bogotá, 1937.
28
29
47
Al referirse a sus hijos, ciertos padres olvidan hablarnos de sus
virtudes, si algunas tienen, y con inesperado ahínco nos hacen
el elogio de sus defectos, que nunca faltan... Y es que, de las
primeras, el menos amable testigo concluye siempre por enterarse; pero es preciso querer con intensidad al responsable de
los segundos para aceptarlos.
Algo semejante suele ocurrir con los escritores a quienes se
propone, desde las páginas de una revista, el espejo de la autocrítica. Lo que nos atrae, de pronto, en el libro recién impreso,
no es tanto lo realizado cuanto lo todavía no hecho: el camino
que marca lo escrito para la obra aún en taller.
El arte es siempre depuración. Y la composición terminada, depósito de las formas de que, en próximas experiencias,
nuestro espíritu se despojará. Así, en Cripta, no faltará quien
observe lo restringido del tono lírico, la voluntaria pobreza de
rima y léxico y, sobre todo, la enrarecida atmósfera intelectual
en que los sentimientos se desarrollan o se consumen. Estrechas claraboyas y opaco sol. No por manera casual el único
trozo en que la realidad externa se manifiesta (me refiero al
poema titulado “Paisaje”) es precisamente una negativa, una
protesta contra el énfasis de la luz.
Poesía que rehúye el brillo de las sonoridades buscadas en
otros libros, lo que creo descubrir en Cripta, si como simple
lector me aproximo a sus páginas, no pretende otra cosa que
comprobar a un hombre en su paso hacia la definitiva autenticidad. No sé lo que encontrarán en estos poemas otros lectores,
sin duda menos parciales. Lo que yo traté de poner es el drama
que representa esa soledad, tan admirablemente descrita por el
endecasílabo de Quevedo: “Menos me hospeda el cuerpo, que
me entierra...”. Verso magnífico que, no sin atrevimiento, utilicé como epígrafe del volumen.
La confesión de 1937, la tercera en el orden del tiempo, no
traiciona las dos anteriores (las de 1924 y 1928), por el contrario las confirma en sus puntos esenciales. Como en 1924, cada
mañana le trae a Torres Bodet “una nueva esperanza de perfec48
ción”. Lejos ya del período “sin perfiles de sensualidad pintoresca”, en pleno ejercicio de la “expresión contenida”, busca, renegando voluntariamente de cualquier exceso que pueda distraer
la atención, la “forma exacta”, la “sobriedad” a que ya aspiraba
en 1928. Los resultados son altamente positivos: el hombre
que aquí se muestra y se desnuda ha llegado, después de un
fatigante peregrinaje de 19, a la “definitiva autenticidad”.
Los siete años que median entre un libro y otro los consagró Torres Bodet a la prosa narrativa: en ese lapso aparecen
tres novelas: Proserpina rescatada (1931), Estrella de día (1933)
y Primero de enero (1935). El mismo año en que sale Cripta,
llega a los lectores una nueva novela corta suya, Sombras, el
penúltimo título que publica como narrador.
Cripta, libro capital en su obra, ha sido visto y juzgado con
lucidez poco común por la inteligencia increíblemente acertada de José Gorostiza, quien pudo ser, de habérselo propuesto,
una figura tan alta en la crítica como lo es en la poesía.
Cripta —empieza su análisis— es libro de un solo momento
poético. La poesía vuelve a Torres Bodet como un mensaje
escrito con tinta simpática, poesía cuyo texto se manifiesta en
momentos en que él se creía “exento del tiempo y del espacio.”
El amor y el dolor han sido los reactivos que obraron la revelación. No se trata, pues, de poesía pura, sino de poesía fundada
en las raíces mismas del sentimiento o contaminada —si así lo
quieren algunos— de una sencilla humanidad. Torres Bodet
lo declara así y su libro no lo desmiente...
Decía, pues, que Cripta es libro de un solo momento poético. De otra suerte no hubiesen sido posibles ni su unidad interior ni su perfecto equilibrio técnico. Todos los temas de
Cripta nacen de la contemplación —a la distancia— de un
amor que el tiempo disgregó en fechas, lugares e incidentes
que el poeta no acierta a reunir otra vez en la unidad de la poesía. El amor, fuente inagotable de poesía, no es aquí, en Cripta,
la fuerza arrolladora que posee y exalta o aniquila. Torres Bo49
det lo siente ahora de otro modo, como quien mira un objeto
que le es propio, pero que no va ya con él: un poema antiguo,
un retrato de la infancia. Nuestra lírica se enriquece así con un
tema que parecía carecer de posibilidades, pues si el recuerdo
dio siempre motivo a la efusión poética, fue porque el sentimiento amoroso, vivo aún, continuaba perturbando la afección
del poeta. De ahí el inmenso caudal de poemas de ausencia,
celos, resentimiento y aun de simple evocación que corre por
la poesía del mundo. Pero no hay nada o casi nada de esto en
Cripta. Si no temiera exagerar mi propia impresión, yo diría
que Torres Bodet ha descubierto otra cosa: el sentido poético
del desamor. Fue seguramente Torres Bodet, el novelista, quien
sorprendió el tema en la observación de las almas; pero la emoción —aun la emoción intelectual del observador desinteresado— pertenece a la poesía, y fue Torres Bodet, el poeta, quien
le dio su verdadera voz. Es la memoria, otra vez, que en el autor
moderno, agobiado por un exceso de conciencia histórica, suplanta a la imaginación como fuente de belleza. Hay que recordar a Proust —¿en busca del amor perdido?— y que pensar si
las afinidades que han creído ver algunos entre Torres Bodet y
Pedro Salinas no proceden de una comunión en Proust, o mejor dicho, de la familiaridad de ambos poetas con la mecánica
de la reconstrucción...
Toda la poesía de Cripta se resuelve naturalmente en alusiones a la biografía y aun a la anécdota concreta, pero tan tenues que se hace preciso buscarlas más allá de las palabras. El
drama ha sido objeto de una severa represión, se le ha mutilado
en lo que tiene de más característico, en su dinámica. Hay un
drama inmóvil que el poeta contempla desde su inmovilidad,
no como un mundo de pasión sino como un caos de imágenes
en donde sólo él, por medio de una percepción exquisita, reconoce la imagen individual, la separa, la cultiva. De él, salido
de sus propias entrañas, vivo, no hay en Cripta sino el humanismo con que considera su situación de espectador desinteresado de su propio drama. Desinteresado, pero no franco. Porque
para poder contemplarlo, no se sitúa abiertamente ante él, sino
detrás de él, sino tras las puertas que lo ocultan...
50
En efecto la técnica de Cripta corresponde fielmente al
concepto de la poesía como canto que antes analicé. Torres
Bodet ha regresado en este libro a formas tradicionales de la
poesía castellana —el heptasílabo, el romance, la silva— quizá
porque en esas concreciones seculares del idioma encontró el
tono que necesitaba para la manifestación del mundo poético,
subterráneo, que se revela en la penumbra de su Cripta. Hay
en todo el libro una musicalidad sencilla, como de canto llano,
que se apoya apenas en el juego de las asonancias, caídas casi
siempre al azar, pero sostenidas con firmeza. Ni violencias sintácticas, ni logogrifos. El lenguaje corre con tanta naturalidad,
en períodos tan límpidamente eslabonados, que a veces da la
sensación de que el poeta se abandona al placer de no estrecharlo o ceñirlo a un rigor excesivo, para que busque por sí
mismo su cauce, como agua en pendiente. Aquí y allá, en esta
deliciosa dejadez, Torres Bodet admite un acento clásico; se
recuerda a sí mismo en su voz de otro tiempo; evoca el discurrir
metódico y tranquilo de antiguos maestros, como González
Martínez, a quien tanto debe nuestra poesía actual, y todo ello
con una destreza que no sólo no ignora sino que entraña, quintaesenciada, la gran aventura de la poesía moderna.
Hasta el mecanismo de cada uno de los poemas de Cripta
está concebido con sencillez como la exposición o como la
conjugación de una imagen. El poema no crece en Cripta según los cánones del discurso, como en el conceptismo de Cuesta; ni por el desdoblamiento de los términos de una oración,
como en la actual poesía de Villaurrutia, ni por la sola fuerza del
ímpetu lírico, como en Pellicer. Torres Bodet, que viene ahora a
Cripta desde una novelística saturada de poesía, sostiene el
poema, como sus excelentes descripciones en prosa, por la rotación indefinida de las imágenes. No sé de otro escritor, entre
los nuestros, que domine este procedimiento con la maestría de
Torres Bodet. Pero como Cripta es, en cierto modo, una renunciación a la pura maestría, un abandono deliberado —insisto—
no sólo de la superfluidad de lenguaje sino de todo cuanto no
sea una esencia, aun aquí, a veces, deja que su poema se consuma en la exposición escueta de una sola imagen.
51
Me figuro qué sed de sinceridad, qué urgencia de ser el
hombre fruto de sí mismo, en completa sazón, se esconde en
las renunciaciones de Torres Bodet. Hemos de celebrar por
ahora, que eliminará de Cripta, a riesgo de ganarse las encubiertas censuras que se ha ganado, artificios y destellos que en
el fondo no son sino mentira, sino un puro “hacer creer”; pero
pecaríamos de indiscretos si no le advirtiésemos que no ha
llegado aún al sacrificio supremo de cantar su verdad y que
todo su valor puede no bastarle para conseguirlo. El mundo
intelectual vive de halagos que sólo la mentira le da. La verdad
lo amenaza en su existencia misma, pero él sabe ahogarla en
un magnífico desprecio.30
Cripta, según el diccionario “lugar subterráneo en que se
acostumbraba enterrar a los muertos”, o “piso subterráneo destinado al culto de una iglesia”, es un libro al que convienen
ambas acepciones: por un lado, el poeta se siente “enterrado
vivo / en un infinito / dédalo de espejos”; por el otro, a lo largo
de toda la obra rinde culto, subterráneamente, es decir en ausencia, al amor representado no por un ser de carne y hueso
sino por la imagen que simboliza las virtudes, y también los
defectos, de una mujer inaccesible por sepultada al paso “del
minuto impermeable... / que lo devora todo / sin dientes y sin
hambre”. Aquí Torres Bodet culmina un peregrinaje estoico,
quizá aprendido (descontando la propia experiencia) en las
lecturas visibles de Quevedo y Unamuno y que, rememorando
el tiempo transcurrido, desemboca en la angustia, la soledad y
la nada. En este sentido, Cripta es una obra que se adelanta,
superándolos en calidad, profundidad y autenticidad de las
vivencias, a los libros de poemas que aparecerán entre nosotros a finales de los años 40 y que ejemplifican las tesis existencialistas de Heidegger y Sartre, de Marcel y Camus.
30
José Gorostiza: “La poesía actual de México. I, Cripta de Jaime Torres Bodet”.
El Nacional, sección “Vida Literaria”, 20 y 27 de junio y 4 de julio de 1937.
52
Doce años transcurrieron entre la aparición de Cripta y
Sonetos (1949), años en que Torres Bodet mezcla las letras y los
cargos en el servicio diplomático y en la administración pública. En 1940 es nombrado subsecretario de Relaciones Exteriores, al año siguiente publica Nacimiento de Venus y otros
relatos, en 1943 se le designa secretario de Educación Pública,
puesto que desempeña hasta 1946, en 1947 vuelve a Relaciones Exteriores, esta vez como secretario, y el 26 de noviembre
de 1948 la Tercera Conferencia General de la unesco lo nombra
director general de ese organismo. El 7 de enero de 1949 aparece Sonetos.
Según Frank Dauster,
en este libro escribe sobre la tragedia que a todos nos amenaza:
la muerte. Con los nervios y los sentidos agudizados por la
tragedia personal, alcanza un estoicismo austero pero emociona­
do, un lenguaje más formal, con algo de la habilidad del Quevedo que supo escribir los sonetos. Lo mejor del libro es el
poema en soneto “Continuidad”, donde la expresión madura
hace universal la pérdida, mediante la desnudez condensada
de los versos.31
Para el mismo Dauster Sonetos es, acaso, el libro más difícil
de Torres Bodet.
No es la dificultad rebuscada del oscurantismo preciosista, ni se
debe a la falta de capacidad expresiva; es la dificultad de todo
libro profundo, producto del intenso buscarse a sí mismo. Como
si lo reconociera de antemano, el poeta desistió de la forma
libre de Cripta para valerse del soneto, forma más precisa. No
emplea el proceso de libre asociación aprendido en excursión surrealista; vuelve a la estructura predilecta de su juventud: el sistemático desarrollo de una imagen básica. El resulta31
Frank Dauster, Breve historia de la poesía mexicana. México, Ediciones de
Andrea, 1956. P. 155.
53
do es un libro en el que se aproxima a los gigantes de la agonía
barroca.32
José Luis Martínez, siete años antes que Dauster, llega al
hablar de Sonetos a conclusiones parecidas:
Dentro de la tradición mexicana de sobriedad y transparencia,
Torres Bodet distínguese, en el marco de los Contemporáneos,
por su lealtad al sentimiento y a la emoción cuando todos preferían los caminos de las sensaciones y de las experiencias
intelectuales. Más anticipándose a los riesgos del confesionalismo, aquellas formas del espíritu aparecen en su poesía balanceadas con símbolos y con imágenes plásticas, como si además
de la transparencia musical quisiese poner en sus versos la armonía de volúmenes y tonalidades de la pintura. La renuncia a
la embriaguez de los sentidos y a los dones del mundo, la discreta melancolía, visibles ya en sus primeros poemas, se han
convertido en su último libro —Sonetos— en un estoicismo
moral, aún estremecido por un temblor de lágrimas, expresado
en un lenguaje de impecable perfección en el que, a los más
ciertos hallazgos expresivos de la modernidad se suma la lección austera y luciente del Francisco de Quevedo de los sonetos temporales y fúnebres.33
De los 38 poemas (55 sonetos), tres están estructurados en
octosílabos, o verso de romance, y 35 en endecasílabos,
el verso predilecto de los poetas del Siglo de Oro: Garcilaso de
la Vega, Lope de Vega y Quevedo. Torres Bodet prefiere el endecasílabo —según le ha confesado a Sonja Karsen— porque
“en español tiene una respiración más natural”... En Sonetos el
poeta sondea en lo profundo de nuestra realidad trascendente.
Reflexiona acerca de las fuerzas secretas de la vida y la muerte
Frank Dauster, Ensayos sobre poesía mexicana, p. 131.
José Luis Martínez, Literatura mexicana siglo xx, primera parte. Antigua Librería Robredo, México, 1949, p. 34.
32
33
54
que constantemente actúan dentro de nosotros. Reconoce la
fugacidad de todas las cosas y tiene la conciencia aguda de que
la muerte está en todas las cosas vivientes. En un soneto, “Cascada”, se deja decir: “y moriré sin pausa mientras viva”.34
En este libro, especie de recapitulación sobre la vida pasada, Torres Bodet contempla las pocas cosas de ayer que el
tiempo no ha invalidado (y las contempla no como objetos
vivos sino como recuerdos prendidos a la memoria), se detiene un momento en el hoy fugitivo y ve hacia adelante, y en los
tres tiempos (el pasado, el presente y el futuro) sólo advierte
la presencia todopoderosa de la muerte:
¿Por qué inquietarme de tu cercanía,
Muerte, si la existencia que me halaga
es sólo pulpa de la fruta aciaga
en la que yaces tú, simiente fría?
Te imaginé agresión. Te creí daga,
lanza, dardo, arcabuz, flecha sombría;
y en vano acoracé la mente mía
pues sí, herida, te huí, te encuentro llaga...
Llaga que de mí propio se sustenta:
úlcera primordial y previsora,
oculta ya en la célula sedienta
en que mi vida actual tuvo su aurora.
Nada me matará —Muerte tan lenta—
sino el ser que, por dentro, me devora.
En Sonetos, la madurez impone sus puntos de vista, y así
en una nueva “Arte poética”, que corresponde a la edad adulta
34
Sonja Karsen, Op. cit., pp. 38-39.
55
del poeta, la lentitud se vuelve delicia, el sabor arte y el perfume crítica. El grano (en este caso el soneto, “la forma lírica de
la definición” tal como lo veía Bernardo Ortiz de Montellano),
endulzado por la inteligencia, condensa en una gota de ámbar
el frenesí del cielo meridiano. Al comentar Biombo, en 1926,
Gilberto Owen supo inferir de los poemas de esta etapa intermedia entre la adolescencia y la madurez, las reglas que habrían de guiar a Torres Bodet en los mejores momentos de su
obra. He aquí su juicio, válido como una profecía: “Su norma
estética —‘paisaje lento de mi poesía’— es excluir la prisa que
toda facilidad presupone. Lo que sucede es que nos encontramos en presencia no de esbozos, no de trazos en sólo una o
dos dimensiones, sino del fruto ya desnudo, del grano ya limpio de toda paja retórica o dialéctica”.35
Esta primera etapa de la poesía madura de Torres Bodet
principia en la libertad absoluta (Destierro) y concluye en la
cárcel consciente de los Sonetos. Es decir, parte de la novedad
y arriba a la tradición. Al comenzarla, Torres Bodet es un poeta joven que promete convertirse en un lírico excelente; antes
de que termine, y con la publicación de Cripta, tiene asegurado ya “un puesto entre los más distinguidos poetas de
América”.36 En 1949, con los nueve sonetos de “Continuidad”
construye uno “de los momentos de la poesía escrita en idioma
español”.37
La etapa más reciente de su poesía, a la que pertenecen
tres libros: Fronteras (1954), Sin tregua (1957) y Trébol de cuatro hojas (1958), señala, como se verá oportunamente, cambios significativos si se la compara con las anteriores. A solicitud mía, Torres Bodet la definió en los siguientes términos:
35
Gilberto Owen, “Sobre Biombo de Torres Bodet”. Revista de Revistas, 24 de
enero de 1926.
36
Frank Dauster, Op. cit., p. 129.
37
Pedro Caba, “Jaime Torres Bodet, el poeta y su poesía”. Novedades, “México en
la Cultura”, núm. 911, 4 de septiembre de 1966.
56
—Pasaron otra vez los días, los meses, los años, y tuve que
vivir fuera de mí mismo, olvidando no pocas veces a ese ser
interior, a fin de trabajar para los demás, de inclinarme sobre
sus inquietudes y de valorar sus preocupaciones.
En 1954 —lejos de toda vida administrativa, política, diplomática— una enfermedad me retuvo, en la sombra, por espacio
de varias largas semanas. No empleo aquí la palabra “sombra”
como un símbolo literario, pues fui operado de un ojo, cuya
retina había sufrido un brusco desprendimiento. Para el lector
y para el hombre de tipo visual, una operación en los ojos es,
casi, una operación del alma. Me apesadumbraba el temor de
perder la vista. Por fortuna la prueba no fue tan dura. En la noche
material que me rodeaba, cierta voz cantó otra vez para mí. Era
la voz de una antigua amiga: la poesía, compañera de mis horas
más hondas, lo mismo en la dicha que en la desgracia.
Surgió entonces, en pocos meses, un nuevo libro: Fronteras. En ese libro la forma no quiso ya someterse a normas muy
rígidas, aunque no trató de buscar tampoco una excusa al descuido, invocando el derecho a la libertad. El volumen de que
hablo y otro (Sin tregua, publicado en 1957), reúnen los poemas que, según creo, interpretan de manera más fiel mi concepción de la poesía. Es decir: mi concepción de la vida. Porque no entiendo —ni he entendido jamás— una poesía que no
sea mensaje vital, expresión concreta del hombre que, al escribirla, siente que cumple, hasta donde se lo permiten sus aptitudes, su oficio de hombre.
En Fronteras dominaba innegablemente el dolor. Entre verso y verso me parece advertir todavía el golpe de un ala oscura,
que pudo ser desencanto e —incluso— desesperanza. Sin tregua afirma también el dolor humano; pero no se rehusa ya a la
renovación misteriosa de la esperanza. “Rosa inmarcesible y luz
sincera / se ganan duramente, hora tras hora”, apunta la dedicatoria del libro. Y siguen afirmaciones del mismo género. Citaré
algunas. En “Marea”: “sobre el llanto invisible, asciende el alma”.
En “Sin tregua”: “Entrar, como el tornillo en el acero, / volviendo
sin cesar sobre sí mismo, / en esa patria nueva que llamamos
futuro”. En “Nunca”: “Nunca me sentiré rey destronado / ni ángel
57
abolido, mientras viva, / sino aprendiz de hombre eternamente”.
O, en “Patria”: “Aquí, si avanzo, el mundo se detiene. / Todo es
verdad primera y espontánea: / ¡día hasta fallecer, hecho de aurora! / ¡vida, hasta concluir, hecha de infancia!”.38
Entre los críticos de Fronteras, Rafael Solana es el más entusiasta. Es éste
el más perfecto —expresa—, el más alto, el de mayor calidad
artística y el de más puro contenido humano de todos los libros
de Torres Bodet, todos excelentes, todos espigados para las antologías más exigentes de la poesía de nuestro idioma. Es un libro
de una gran armonía interior, de una admirable unidad de pensamiento y de estilo sin sujeción a metros determinados, sino libre
en sus medidas y en sus formas, muy sincero y muy puro. Algunos
de sus poemas, los que abren el libro y los que lo cierran, por
ejemplo, cuentan entre lo más bello de la poesía moderna en
cualquier lengua, y entre lo más hermoso que en la nuestra se
haya escrito desde Garcilaso y fray Luis.39
Marcel Brion supo ver con mirada penetrante el por qué y
el para qué de Fronteras:
El problema de la relación entre el hombre y la sociedad se
precisa aquí en construcciones menos estrictas [que en Sonetos], porque el sufrimiento y la desolación siguen la pendiente
de lava de esa tortura que experimenta el individuo cuando
vive en un sincronismo atormentado con el dolor universal.
Pienso que los años pasados por Torres Bodet en la dirección de la unesco, en presencia de las penas infinitas y multiformes esparcidas sobre la tierra, no fueron ajenos a la irrupción
de poemas como ‘Civilización’, ‘Solidaridad’, ‘Millares’ que son,
a mi juicio, los más hermosos de este volumen y acaso los más
38
39
58
Emmanuel Carballo, Op. cit., pp. 220-221.
Rafael Solana, “Fronteras”. El Universal, 19 de septiembre de 1954.
hermosos que haya escrito su autor. Así, cuando regresa a la
arquitectura del soneto para celebrar al “hermano desconocido” lo hace con un acento diferente y con una tensión más áspera. Si se quisiera buscar algún equivalente a este aspecto de
la inteligencia y el pensamiento del poeta deberíamos volver a
Vaughan, a Crashaw o a Donne, aunque —en el lírico mexicano— lo “metafísico” sigue carnalmente adherido a lo humano,
por la sensibilidad y por los sentidos.
La mayor función del poeta, que consiste en encarnar un
momento de la conciencia humana y atestiguar en nombre del
hombre y a favor del hombre, ha sido magníficamente cumplida por el autor de Fronteras. Su noble voz se sitúa, en el nivel
que le es propio, entre los más altos testigos de la aventura
humana a través de los siglos y los milenios. Quisiera que cada
quien leyese y releyese, entre otras, las páginas de “Civilización” y que meditase sobre su lección espiritual. Acaso, la dirección misma de su vida resultaría, con ello, modificada.40
En Fronteras ha desaparecido el “corazón delirante” de la
primera juventud que, de contrabando, hacía acto de presencia incluso en poemas próximos a la madurez. Su lugar lo
ocupa una implacable conciencia de la muerte, una austera
melancolía y un amplio deseo de solidaridad con el destino
de los hombres. En este libro Torres Bodet se refugia en una
especie de estoicismo que no rechaza el mundo sino sus apariencias, sus vanidades y se compromete con el estar del hombre sobre la tierra, con la vida tan contradictoria como im­
prescindible. Fronteras pone en contacto al lector con un
poeta que vuelve dóciles a las palabras, claros a los sentimientos, precisas a las ideas. Y tras de ese rigor y esa transparencia,
la generosidad es una constante.
Las preocupaciones de Torres Bodet son otras, ya no piensa sólo en sí mismo sino también en los otros: ha pasado de los
40
Marcel Brion, “Poemas de Jaime Torres Bodet”. Le Monde Diplomatique, París,
junio de 1960.
59
excesos por los hombres de todos los credos, de todas las razas
y de todas las posiciones económicas. En estos versos puntualiza su posición: “Un hombre muere en mí siempre que un
hombre / muere en cualquier lugar, asesinado / por el miedo y
la prisa de otros hombres”. En Fronteras y en el título próximo,
Sin tregua, las influencias no proceden de los libros sino fundamentalmente de la acción. Los poemas ya no se resienten de
lecturas próximas y por eso no asimiladas sino de las tareas que
en la vida pública ha tenido que desempeñar en beneficio no
sólo de sus compatriotas sino de hombres de todas las latitudes.
Su poesía es la de un humanista que sirve en la administración
pública no por lucro sino por solidaridad, no por el goce del
poder sino por remediar en parte la miseria, la ignorancia y la
insalubridad. Escribe en función de algo tan próximo que su
poesía, de no estar respaldada por el arte, podría confundirse
fácilmente con una proclama, un editorial o un discurso.
Torres Bodet equipara en Fronteras la poesía con la vida y
afirma que el poema “es un pacto de paz entre los hombres”. La
poesía “como el mar, al partir, deja en la arena / la huella de su
audacia luminosa”. Es decir, la poesía es absoluta y el poema
relativo; también parece afirmar que la poesía es una causa y el
poema un efecto; asimismo es lícito suponer que para él la poesía es el silencio y el poema un conjunto de palabras. En Poemas
(1924), ya vislumbraba esta posibilidad: “Colmena de la tarde,
diálogo en el vergel: / la palabra es abeja, pero el silencio es
miel”. Y en Biombo (1925) vuelve a tratar, en sentido contrario,
este tema: “Cambié / por un collar de frágiles palabras / una
ánfora colmada de silencio”. En Fronteras es más explícito cuando habla con la poesía, a la que le dice: “Porque si tus palabras
son a veces poemas / tu silencio, sin más, es poesía”. Por tales
motivos, supongo, en este libro el poeta ve con desconfianza,
con cautela, a las palabras, a quienes ya no viste con uniforme
de gala y sí con los trajes más humildes, propios para las tareas
peor remuneradas y en cambio deja sentir, en algunos de los 48
60
poemas que forman la obra, la admiración ilimitada que tiene
por el silencio, al que concibe no como una ausencia de voz
sino como la distancia más corta entre el menor número de palabras y el máximo de significación poética.
Días después de la aparición de Fronteras, Elena Poniatowska sostuvo el siguiente diálogo con Torres Bodet, que reproduzco porque resume la posición del poeta y señala el ámbito de validez del libro:
—¿Qué mensaje ha confiado usted a su nueva obra?
—La palabra mensaje es tal vez excesiva cuando se aplica a una
serie de poesías que no se proponen ninguna tesis, política o
filosófica. Sin embargo, desde un punto de vista mucho más
modesto, todo lo que el hombre escribe y publica puede considerarse una carta abierta. Así juzgado el más sencillo poema es
un puente que el hombre quiere afianzar en su soledad. En
efecto el solo hecho de romper su silencio implica, para cualquier escritor, una actitud de confianza en los demás hombres.
—Para usted, entonces, el fin último de la poesía es la “comunicación” ¿no es cierto? De la poesía y de todo arte verdadero...
—Quizá sea ésa la explicación de Fronteras. El motivo humano
se repite en casi todas sus páginas. A veces como íntima confesión. A veces como profesión de fe en la solidaridad de nuestro
destino con los destinos en apariencia más aislados y más distantes: los enfermos que desfilan por las antesalas del poema “Clínica”; el soldado muerto, sin nombre, en mitad del campo de
batalla; el gran árbol asesinado que, sin quererlo, niega lo que
todavía no principia en nosotros y en cuyos restos sepultaremos una parte irremplazable de nuestra vida...; y tantos seres
—desconocidos— de quienes nos sentimos de pronto hermanos y responsables, porque están hechos con nuestra angustia
y porque su desdicha es nuestra desdicha.
—¿Pero usted no teme que un propósito como el que
apunta se preste por momentos al prosaísmo?
61
—Es posible aunque no forzoso ni inevitable. No he creído
nunca que el tema pueda afirmar, por su exclusivo mérito, el
valor de una poesía. Ningún tema, por otra parte, es en sí mismo prosaico. Lo prosaico es, frecuentemente, resultado de una
carencia del escritor. Ahora bien, yo no soy el llamado a juzgar
mi libro. He dicho a usted lo que pretendí hacer. Respecto a lo
que logré hacer realmente los lectores opinarán.
—¿Pero no cree usted que, en lo general, el lector de nuestros días es un juez bastante indiferente a la producción poé­tica?
—Sinceramente no pienso así. En todas las épocas se ha dudado de la capacidad del público y el público a la postre, ha tenido
razón. Lo que ocurre es que, hasta cierto punto, estamos pagando las consecuencias de un período literario peligroso: el
del arte deshumanizado.
—¿Se refiere usted al abstraccionismo? ¿A la “poesía pura”?
—Recuerdo las discusiones a que dio lugar (y no sólo en nuestro país) la llamada “poesía pura”. Todo lo que implicaba una
alusión al dolor, a la dicha o a la nostalgia del hombre se estimaba entonces, en ciertos círculos, como si fuera una concesión al
mal gusto y una exhibición de vulgaridad. Alguien llegó a proclamar que el corazón no estaba de moda. Y no faltaron en todas partes quienes tomaron como un decreto retórico inexorable lo que no era, en el fondo, sino una fórmula maliciosa.
—¿Eso pasó en la época de Contemporáneos?
—En aquellos días extremamos todos la metáfora innecesaria y
el poema descarnado, insensible, hermético. Sin embargo, en
un artículo publicado en 1926 o en 1927 (mire usted lo triste que
es empezar a contar el tiempo no por años sino por lustros)
manifesté mi inquietud ante la estética deshumanizada. Han
pasado desde entonces muchas obras y muchos hombres. Pero
lo que aquéllas salvaron de éstos es, naturalmente, lo que representaba un valor humano: ese “estremecimiento” vital que pedía el autor del Fausto, no obstante la fama de frialdad apolínea
que se han encargado de hacerle algunos de sus discípulos.
62
—¿Cuál es, por consiguiente, el significado que atribuye usted
a Fronteras dentro de su producción personal?
—El de una síntesis, no sé si acertada, pero de intención profundamente sincera. Con los años se acaba por comprender
que nadie ha escrito jamás sino un solo libro: en uno o en 30
tomos. Al principio atraen la diversidad, la aventura, el descubrimiento de sensibilidades y situaciones que nos parecen originales. Y todo eso está bien, por supuesto; siempre que no
termine con el desasimiento de aquello que, por humilde y
oscuro que sea, cada uno de nosotros tiene de propio y de intransferible.41
Hombre extremadamente severo con los demás y consigo
mismo, de una severidad que nunca caía en la provocación ni
en el sin sentido, Genaro Fernández Mac Gregor fue, en la
crítica mexicana, un personaje que dijo siempre con voz neutra e insobornable su verdad más íntima y esmerada. De ahí
que su juicio acerca de Sin tregua, si controvertible, sea digno
de figurar íntegro en estas páginas.
El nuevo manojo de poesías de Jaime Torres Bodet —dictamina— está hecho de mandrágoras, de acónitos y de orquídeas
negras. Es la primera impresión que se experimenta al hojear
lentamente (no se puede leer de otro modo) su libro Sin tregua. La esencia que destila es amarga; néctar alquitarado de
esas flores que no son del mal sino de la angustia.
El mundo en que vive el poeta es en el del pretérito o en el
que aún no existe. El presente es apenas un latido entre ambos.
Mientras tanto, inquirir, meditar, evadirse de la materia y escudriñar su propio sueño hecho de símbolos.
Es patente, por esto, que su poesía es inespacial e intemporal, toda arcano, y que está tejida de sentimientos tan sutiles,
que a ratos parece de la contextura del aire; imágenes puramen41
Elena Poniatowska, “Entrevista con Jaime Torres Bodet”. Novedades, 14 de
septiembre de 1954.
63
te personales que apenas se conectan con la realidad. Poesía
pura, poesía para poetas, que es dudoso llegue a las masas.
Cuando un poeta se propone tan sólo entender, junto con
las galaxias de los espacios infinitos, las almas humanas nacidas en la angustia y que expiran en la ignorancia, este acto intelectivo podría matar al canto. Pero el apetito de saber no se
identifica con la ciencia misma, y siempre queda la enorme
esfera enigmática spenceriana donde la imaginación puede
pronunciar fíats portentosos pero únicos. A Torres Bodet también le queda la música, aunque su canto es tan íntimo que
cuesta sumo trabajo acomodar el propio oído a sus acentos, y
a menudo no se percibe, como no se oyen ciertas vibraciones
extremas en el reino del sonido.
No se podría tampoco colegir, leyendo sus últimos poemas, dónde fueron engendrados. Lo mismo podría ser en México que en París, en la India que en el vacío absoluto. Ni un
paisaje, ni una meta, ni un sonido, ni un color nos prestan la
clave para adivinar su procedencia. No conoce la coordenada
espacio. No tiene relación con lo tangible. Habla, sí, de esquinas, de escaleras, de mástiles, de estrellas, de hojas marchitas,
de playas y de naves que no tienen consistencia pues son símbolos puros. Apenas, por excepción, capta lo real, como en
“Éxodo”, en donde describiendo la migración de un pueblo que
huye de la guerra da una nota objetiva. Es un alma que titila en
la cuerda floja de la incertidumbre, sobre un vacío sin red.
Está obsesionada por el fluir de las cosas. No hay quizá otro
ejemplo de alguien que haya sentido, de un modo tan agudo, el
curso del tiempo. Y esta idea no se opone a la aserción de que
su poesía es intemporal. Esto lo es en el sentido de que también
carece de esa otra coordenada que fija, como la espacial, una
trayectoria. Mas por otra parte ausculta en sí mismo el desgaste,
la decadencia, la prisa que nos hacen efímeros.
La conciencia de la fugacidad de nuestro yo engendra la
angustia. ¿Qué podemos en este universo cada vez más grande
y complicado? En los versos de Torres Bodet, cincelados como
copas de Cellini, la palabra tiempo aparece 24 veces. Atento a
su vida fluyente, no está seguro de nada; llega al nirvana, a un
64
nirvana sin felicidad y con total aniquilamiento. Perpetuo devenir sin haber sido nada y sin llegar a nada.
Aquí abajo se siente solo. La palabra soledad es también su
favorita... Desolación y angustia son sus estados habituales. No
oye una voz en su ambiente de fantasmas. Ni una de condenación, ni una de esperanza... Y en el tiempo sin tiempo, en la
soledad y en el silencio lucubra sobre lo que fue, sobre lo que
es y sobre lo que puede ser, y en vez de vivir halla en la incertidumbre cierto dudoso apaciguamiento: se abraza a su angustia.
La poesía de Torres Bodet ha sido hasta hoy principalmente incertidumbre. Lo han acongojado todas las cosas que
pasan sin que él se dé cuenta de ellas. La conciencia del misterio que nos envuelve lo ha torturado y quizá comienza a
pensar que por más que un espíritu abarque nunca contendrá
el Todo.
¿Para qué hablar de la técnica de un poeta cuando ya se ha
penetrado en su filosofía básica? Lo importante es auscultar sus
sentimientos y su peculiar manera de situarse en el cosmos. Sin
embargo es interesante conocer los límites artísticos que se fija
voluntariamente para que resulte más elegante su victoria sobre
el material que maneja. Valéry no desdeña, por esa razón, ni el
metro ni la rima, esas cadenas con que el creador se aherroja a
pesar de que la plena libertad es tan seductora. La obstinación
de los poetas en crearse una prosodia propia es un desafío en
el que vencen o sucumben. Torres Bodet se ha creado la suya
en la que el metro estricto suena como una orquesta bien dirigida. Pocas veces recurre a la rima, pero roto este férreo grillete no rehúsa portar los que constituyen la pureza del lenguaje
la frase cincelada, la coherencia de la imagen desde el principio
hasta el fin de sus poemas.42
El juicio de Fernández Mac Gregor permite entender qué
es y qué no es la poesía de Torres Bodet en la etapa más re42
Genaro Fernández Mac Gregor, “El poeta sin coordenadas”. El Universal, 22
de diciembre de 1957.
65
ciente. Juicio en que se mezclan la comprensión y la falta de
entendimiento, logra dar, sumando aciertos y caídas, una imagen fiel de la visión del mundo del poeta. Después de leer las
81 poesías de Sin tregua se llega a conclusiones que permiten
sostener que la esencia que destilan los poemas es amarga,
que el poeta al no estar seguro de nada en vez de señalar caminos que conduzcan a los hombres a la paz y la felicidad se
encarga de inquietarlos, de señalarles que viven presos en la
cárcel invisible del tiempo, que las vivencias pronto se trasforman en recuerdos:
El vago abril que el tiempo nos depara
si con los días va, con ellos huye.
Lo conocemos sólo por su ausencia.
Como los poetas que han hecho de la meditación una actitud presente a lo largo de su obra, Torres Bodet ha cargado y
a veces recargado de preguntas sus poemas de adolescencia
y juventud; hasta cierto momento de su vida tuvo para esas
preguntas las respuestas que le parecían por verdaderas más
válidas y más dignas de ser tomadas en cuenta por sus lectores.
A partir de la tercera etapa de su poesía, y sobre todo en la más
reciente, no desaparecen las preguntas, pero sí están ausentes
las respuestas. En el fondo su actitud sigue siendo la misma: le
preocupan los mismos problemas, pero esta vez de una manera desolada e irremediable. Por la melancolía llegó a la angustia, y el paso siguiente lo hizo que se acercase y detuviese en
la nada. Su obra, especie de antropología poética, le permitió
primero tener conciencia de la existencia y, después, hizo que
despertara en él la existencia de la conciencia.
Al recorrer este camino se fue percatando de que el arsenal
donde guardaba imágenes y metáforas, adjetivos y voces de la
tierra, colores y sabores, precisiones geográficas y juicios históricos, era además de sumamente prolijo demasiado propen66
so a traicionar su concepción del mundo, el hombre y la poesía. Así poco a poco va deshaciéndose de los excesos (el color
local, el exotismo, la descripción precisa del paisaje nacional,
las incursiones a la historia de México, las lecciones de moral
primero impositivas y después menos dogmáticas) y va encontrando su verdadero universo que, como afirma Fernández
Mac Gregor, es inespacial e intemporal. Y si él ve en uno y otro
términos deficiencias que impiden saber si los poemas fueron
escritos en México, París, la India o en el “absoluto vacío”, yo
por mi parte veo en esos dos adjetivos las evidencias que me
permiten hablar de su madurez que rechaza por ociosos, por
superfluos, los elementos que en años anteriores debilitaban
su poesía. En este libro, como en Fronteras que le precede,
Torres Bodet se presenta a los lectores caminando sobre la
“incertidumbre”, sobre un “vacío sin red”, y caminando con un
aplomo que no le conocíamos, libre de los pesos muertos que
antes volvían menos área y menos convincente su extensa
obra lírica. Al mismo tiempo lo encontramos dueño de imágenes que por personales pueden parecer menos fáciles que
aquellas a que nos tenía acostumbrados y menos musicales.
Sin llegar a la “poesía pura” como pretende Fernández Mac
Gregor, Torres Bodet deja atrás en estos poemas ciertas impurezas y ciertas características que por constantes podían parecer producto de una retórica que aspiraba a la sencillez y a la
diafanidad. Al moverse en un mundo en que el presente es tan
amplio que abarca el pasado y el futuro, obsesionado por el
“desgaste” y la “decadencia” físicos y por la “prisa” con que
el hombre se aproxima a las cosas y éstas se apartan del hombre, Torres Bodet deja en sus poemas la taquigrafía de lo que
irremediablemente desaparece, las radiografías de lo que en
otros momentos fueron cuerpos habitados por el deseo:
De la arena del tiempo, removida
quién sabe por qué viento en la memoria,
67
surgen cúpulas níveas, templos muertos,
murallas espontáneas,
horas que fueron torres: monumentos
que sólo existen hoy porque los ojos
que un día los miraron, existieron.
Y si a los seres y a las cosas les quita los apellidos, la nacionalidad y otros atributos que los hacen más individuales y
menos genéricos, también les otorga la fuerza estilística necesaria para que vivan una vida si bien es cierto que más austera
también es justo consignarlo más a salvo de las contingencias
de la forma. En esta etapa de su obra Torres Bodet se acerca
peligrosamente a la poesía que está de regreso de todas las
audacias y que también está libre de las contaminaciones de
los modelos clásicos. Quizá por esta razón los críticos aceptan
o rechazan este momento de su obra con idéntica ceguera. Los
que lo exaltan se quedan en el elogio fácil, en la afirmación en
la que el entusiasmo nubla la razón. Los que lo niegan, como
dos años atrás lo ha hecho Octavio Paz, quien sostiene sin
pruebas un juicio tan controvertible como éste: “En su tercera
época [yo diría la cuarta] hay un cambio brusco: sus temas son
ahora la sociedad y la historia, un humanismo a la unesco”,43
demuestran únicamente que no lo conocen y lo que es más
grave que no tienen interés en conocerlo. Octavio Paz parece
que no lo ha leído y que repite a tontas y ciegas juicios que más
parecen descuidos de personas por lo general inteligentes y
bien preparadas. Si Paz tuviese razón la unesco no fue fundada
en 1945 sino dos milenios atrás. Decir que sus temas son “la
sociedad y la historia” equivale a decir que dos y dos son cuatro ya que “sociedad” en poesía es sinónimo de hombre e
“historia” se identifica con tiempo y hombre y tiempo son la
43
Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis, Poesía en
movimiento. México, Siglo xxi, 1966. Prólogo, p. 18.
68
materia prima, de ayer y de ahora, con que han trabajado y
trabajan los pequeños y los grandes poetas. Su juicio sobre
Torres Bodet más que la opinión sobre un poeta parece la explicación redundante de cuáles son los temas de la poesía,
desde su nacimiento hasta el día de hoy. Para mi gusto la única
debilidad de este libro, y del anterior, es la lucidez, el afán de
reducir a términos lógicos lo que en la vida se presenta como
misterio o como problema que escapa a la concatenación lógica de las ideas. Por eso no estoy de acuerdo con el último terceto de la “Dedicatoria” con que se abre este libro:
Pero la juventud que se construye
sobre la madurez de un alma clara
crece conforme avanza la existencia.
El peligro que acechará a Torres Bodet en sus próximos
poemas será el más difícil de vencer, aquel que se permite interpretar la vida como si fuera la palma de la mano puesta a
consideración de la quiromancia. Si en la adolescencia Torres
Bodet tuvo que sortear peligros tales como la suficiencia y la
ignorancia, hoy tiene frente a sí peligros que no son menores:
la experiencia y la humildad.
En seguida reproduzco varios juicios sobre este libro, Sin
tregua, por considerarlos esclarecedores de ciertos aspectos
que Fernández Mac Gregor no analiza o toca tan sólo tangencialmente. Jorge Carrera Andrade escribió a propósito de esta
colección de poemas:
Torres Bodet es uno de los poetas más altos y puros de la lengua castellana en nuestros días. Su libro Sin tregua, cuyo título
evoca el símil goetheano de la estrella que “camina sin prisa y
sin pausa”, viene a confirmar esta afirmación... Gran manual
para ejercicios de transparencia, espejo de la más noble poesía,
Sin tregua es uno de los libros más hermosos que han salido de
las prensas hispanoamericanas. Se puede afirmar que es la flor
69
altísima de un neoclasicismo que resume todas las experiencias
anteriores y las enriquece dentro de su forma cabal.44
Jules Supervielle no es menos entusiasta cuando agradece
por carta el envío:
Gracias, vivamente, querido poeta y amigo, por su admirable Sin
tregua... Sabe usted sugerir las profundidades del pensamiento,
sin incurrir en la elocuencia, gracias a sus imágenes, tan inesperadas como precisas. Y siempre ese idioma maravilloso que evoca a los clásicos a través de un subconsciente muy de nuestros
tiempos por sus aspiraciones y por su ansiedad. La perfección
de la forma no impide a sus poemas el conmovernos, inquietándonos, para luego asegurarnos por su propia plenitud...45
Edmond Vandercammen centra su opinión en un punto
capital, el contenido filosófico del libro, tan próximo en algunos aspectos al existencialismo. Dice Vandercammen:
En Sin tregua grandes y graves problemas nos son planteados.
Todo el destino del hombre se encuentra ahí, trascendido. Y
admiro con qué emoción y con cuántas invenciones líricas nos
ofrece usted el fruto de sus meditaciones.
Somos el nudo ciego de una cuerda infinita
que nos cuelga de nada y que todo estremece...
¿Cuántas páginas de prosa filosófica no serían necesarias
para expresar el contenido de esos dos versos?46
Philippe Saupault en vez de referirse al libro habla del poeta, de su apego a la poesía:
44
Jorge Carrera Andrade, “Sin tregua de Jaime Torres Bodet”. Cuadernos, París,
núm. 30, mayo-junio de 1958.
45
Jules Supervielle, Carta fechada en París el 31 de diciembre de 1957.
46
Edmond Vandercammen, Carta fechada en Bruselas el 30 de diciembre de
1957.
70
¡Qué hermoso título: Sin tregua! Más que un título es un llamado, un consejo, una proclama... ¡Cuánto le agradezco el haber
permanecido fiel a la poesía! Veo ahí la confirmación de una
esperanza. Y creo que semejante fidelidad es la que nos permite seguir siendo valientes y lúcidos, sin abandonar lo que hay
de más valioso y más verdadero en nosotros. El ejemplo que
nos da usted me parece necesario. Pero me felicito que sea
usted, usted que no ha rehusado las obligaciones que el destino le impuso, quien nos demuestre que la poesía nos es esencial a nosotros, hombres del siglo xx.47
El libro de poemas más reciente de Torres Bodet, Trébol de
cuatro hojas, se publicó en 1958, y consta de cuatro poemas
de igual extensión: “Elegía en memoria de Bernardo Ortiz de
Montellano”, “Epístola a Carlos Pellicer”, “Epístola a José Gorostiza” y “Evocación de Xavier Villaurrutia”. Escritos en endecasílabos y agrupados en tercetos, tienen por tema el recuerdo y el
elogio de dos poetas muertos, Ortiz de Montellano y Villaurrutia,
y el repaso de la obra de Pellicer y Gorostiza. Cada uno de estos
poemas pretende descubrir el espíritu del poeta al que se refiere
y, también, aprehender algunos de los rasgos más característicos del estilo de cada uno de los poetas. Entre todos sus libros
es éste, quizá, el que más cerca se halla del virtuosismo, ya que
parece trabajado por un artífice más que por un poeta. Obra
hasta cierto punto de circunstancias, ya que en ella Torres Bodet
vuelve los ojos a su propio pasado y canta las excelencias líricas
de cuatro poetas de su generación, la de Contemporáneos, y
entre líneas cuenta su historia en el campo de la poesía. Trébol
de cuatro hojas no añade a mi juicio nada nuevo a su mundo
poético a no ser una nueva lección de maestría técnica; sin embargo posee un especial interés, el de fijar sus simpatías y también sus diferencias ante cuatro poetas con los cuales convivió
y con los cuales figura en la historia de la literatura mexicana.
47
Philippe Saupault, Carta fechada en París el 10 de enero de 1958.
71
Alfonso Reyes le confiesa en una carta, como todas las
suyas escrita para ser publicada, que ha leído este libro con
una admiración que en parte se parece a la envidia ejemplar
que sienten los escritores cuando uno de ellos ha sabido crear
una obra trascendente. Le dice:
Mi querido y admirado, cada vez más admirado Jaime, intachable en la acción y en la meditación, en los trabajos y en las letras, en la vida y en la poesía: Es tanta la belleza del Trébol de
cuatro hojas que a cada rato me salta la tentación de decir: “Es
lo mejor de Jaime”. Y sólo me detiene ese demonio interior que
hacía cauto a Sócrates aconsejándolo de cuando en cuando al
oído. ¡Porque ya ha hecho usted tantas cosas bellas! Pero este
cristal, esta forma vencedora del pensamiento, esa geometría
dantesca de las veinticuatro estrofas por poema contentan mi
larvado y siempre suspirado pitagorismo... No me explico,
pero usted me entiende, estoy seguro.48
Al recibirlo y agradecerlo, José Vasconcelos coincide con
Reyes:
Con verdadera satisfacción recibí su último libro, Trébol de
cuatro hojas, obra de alta poesía, concentrada y esplendorosa.
He leído sus versos con la admiración que produce toda estética acabada... Está usted, como poeta, en la cumbre. Es decir,
entre los mejores de nuestra lengua.49
La prosa narrativa
De 1927 a 1937 Jaime Torres Bodet practica la novela y el cuento. Siete textos, algunos de ellos muy alabados en el momento
de su publicación, le permitieron, al igual que a Novo, Villaurrutia y Owen (los otros prosistas de Contemporáneos), experi48
49
72
Alfonso Reyes, Carta fechada en México el 28 de junio de 1958.
José Vasconcelos, Carta fechada en México el 14 de julio de 1958.
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