CREACIÓN LITERARIA ALJARANDA Quinta del cincuenta y siete (II) José Araújo Balongo pérdida posible... Casi una hora tardé en dar con la on la cartilla militar guardada en el bolsillo inte­ calle Plocia. Cuando al fin la encontré después de rior de la chaqueta, la maleta en la mano Iz­ quierda y la manta en bandolera, salí del Cuartel de mucho preguntar, me detuve en el número 14, subí la Transeúnte de la Caja de Recluta de Cádiz más con­ escalera hasta el primer piso y llamé a la puerta con tento que unas pascuas. Al menos me había librado la aldaba. Me abrió una señora de mediana edad, le dije quién era, y dijo: de tener que pernoctar en un lugar tan inmundo como aquél. A los 14 ó 15 que salimos de allí se nos notaba - Ay, Joselito; ¿pero si estás hecho un hombre? en la cara la alegría, si bien tuvimos que soportar el (Cómo querría que estuviera a los 21 años). Y cachondeo de unos cuantos chuflas gaditanos que me estampó un par de besos en la cara, una en cada cachete. imitaban el balido del cordero a nuestro paso. Como no era cuestión de meternos en líos, nos cagamos Aquella buena señora era prima segunda de en sus castas por lo bajini y proseguimos camino sin mis tíos maternos y, por consiguiente, de mi difunta plantarles cara. madre. Se había quedado viuda siendo relativamente Aunque estábamos a último de febrero, carga­ joven y tenía dos hijos: una hembra algo mayor que do con la maleta y la manta sentí calor; calor y ganas yo y un varón de tres años menos. La hija trabajaba de tomarme algo, un café, por ejemplo. Busqué un como representante al por menor de ultramarinos y el bar y lo encontré a menos de diez pasos. Mientras hijo estudiaba Magisterio. saboreaba el café estuve haciendo cébalas sobre mi - Hay que ver, Joselito, cómo pasa el tiempo. Claro situación. Al final decidí no hacer noche en casa de que yo no te veía desde la muerte de tu madre, y mis parientes porque no era plan que tuvieran que tú entonces todavía eras un chiquillo; ¿qué edad tenías? despertarme a las cuatro de la madrugada para poder estar a las cinco en la estación de ferrocarril, tal como - Trece; cuando ella murió yo tenía trece años. le había prometido al brigada que gestionó mi salida Seguimos charlando durante un rato sobre la del cuartel. De modo que me instalé en una pensión familia y de cómo iban las cosas porTarifa. En princi­ cercana a la plaza de San Juan de Dios. Dejé allí, en pio se enfadó mucho al decirle que aquella noche me una habitación con cuatro camas, la manta y la male­ quedaba a dormir en una pensión; luego, cuando se lo ta y salí a la calle. Miré el reloj y marcaba las dos y razonó, pareció entenderlo. Acepté el ofrecimiento de media de la tarde. Hora de comer -m e dije-; busqué cenar en su casa con ellos antes de ir a acostarme. Y dónde y encontré una casa de comidas que anuncia­ charlando, charlando, en el reloj de pared del come­ ba un menú de dos platos, postre, pan y vino por 15 dor donde estábamos sonaron las campanadas de pesetas, precio asequible a mis escasas posibilida­ las seis de la tarde. Se levantó y trajo café de pucherete des. Me sirvieron sopa del puchero, cazón frito en para los cuatro y un paquete de galletas María. Des­ adobo (lo que en C á d iz se co no ce com o pués de acabado el refrigerio se marchó la hija a con­ “bienmesabe”) y flan de la casa, además de dos re­ tinuar con su trabajo. Como la hora de cenar no era banadas de pan y un vaso grande de vino de La Pal­ hasta las nueve, invité al hijo a irnos a algún cine, y así lo hicimos. Fuimos al Cine Gades, a la función de ma del Condado. las siete, donde ponían “Arroz amargo”, de Silvana Bueno estaba; ya había comido, bien y barato, Mangano, que no vean como estaba aquella actriz porque hay que tener en cuenta que estábamos en italiana de rompe y rasga por entre los arrozales. 1958. Con el estómago agradecido, salí a la calle. Y Regresamos a la casa a las nueve menos cin­ ahora, qué -m e pregunté-; ¿voy o no voy a casa de co. Ya estaba la cena a punto. Nos sentamos los cua­ mis parientes? Mi tía Rafaela insistió mucho en que, tro a la mesa y, casi llegando a los postres, llamaron si podía, fuera; incluso me había indicado el itinerario a la puerta. Fue el hijo a abrir y escuché una voz de para llegar a la casa sin pérdida posible. Sí, sí; sin C 40 CREACIÓN LITERARIA ALJARANDA melva. Aquella muchacha me tenía sorbido el seso y excitado hasta extremos inconcebibles el apetito sexual. Lo mío con ella no tenía absolutamente nada que ver con mis anteriores y escasas experiencias con otras muchachas; los cuatro años de diferencia en edad tan temprana se notaban demasiado en los momentos de mayor ardor y en el atrevimiento exploratorio de nuestros jóvenes cuerpos, en los que ella ejercía de ardiente ini­ ciadora. N u e stra re la ció n duró lo que el verano: la se­ paración apagó el fuego y acabó con la historia. De ahí mi aturdimiento cuando la volví a ver después de tres años en la casa de mis parientes gaditanos. Retomo aquí el primi­ tivo relato -después de la Intercalación del arriba re­ señado- con ella invitándo­ me a salir juntos aquella noche. Naturalmente le dije que sí, de manera que me fui despidiendo de la fami­ lia al mismo tiempo que les agradecía la cena y la bue­ na acogida. Prometí que les escribiría desde Melilla con­ tándoles de mi viaje y arri­ bada; promesa que, des­ pués de tantos años, no re­ cuerdo si cumplí. Ya en la calle ella y yo nos miramos sonrientes y se me agarró de un brazo. Caminábamos muy juntos, lentamente, felices y unidos de nuevo. Habían pasa­ do tres años, yo tenía 21 y ella 25. Ambos, sin poner­ nos de acuerdo, íbamos pensando en lo mismo: en­ contrar un lugar solitario, cómplice y acorde con nues­ tros deseos. Me dejé guiar por ella y así llegamos a la Alameda de Apodaca donde encontramos, en una esquina de la balaustrada, un lugar tranquilo, solitario y malamente iluminado... Allí estuvimos más de dos horas. Satisfecha la pasión, le llegó el turno a la ter­ nura. Ella, abrazada a mí, apoyaba el rostro sobre mi pecho; yo, con un brazo rodeándole los hombros, con la mano del otro le acariciaba el pelo. -Tengo que irme y a -le dije bajito al oíd o - son las once y media. - ¿Tan tarde? Dios mío; como se me ha ¡do el mujer que me sonó conocida. Regresó el hijo acom­ pañado de la mujer y, al verla, me quedé pasmado... ¡Era ella; “la Gaditana”! Me levanté algo indeciso y como avergonzado. Ella, con la más alegre y radiante sonrisa, me abrazó y me besó en la cara. La mucha­ cha y la hija de mi pariente se conocían; no es que fueran amigas, pero se conocían. Eso hizo que la tensión se suavizara y se generalizara la conversa­ ción. Dijo que se había en­ terado que yo estaba en Cádiz (lo que no dijo es por quién), en la Caja de Reclu­ ta, y que fue allí donde le informaron que me conce­ dieron permiso para pernoc­ tar en casa de unos fami­ liares; y que por eso esta­ ba allí, para verme y por si quería salir con ella. Antes de continuar con el hilo del relato tengo que retroceder tres años atrás, a un verano en la Ta­ rifa de cuando yo tenía 18 años y ella, “la Gaditana”, 22. Llegó al pueblo a disfru­ tar de un verano de tres meses y la conocí el primer domingo de julio de 1955 en un baile que se celebraba en la Residencia de su bofi­ ciales. Tímidamente y te­ miendo un rechazo la Invi­ té a bailar; me miró sonrien­ te y, diciendo que sí, inició el camino hacia la pista de baile y yo detrás, siguién­ dole los pasos. Se enlaza­ ron su mano derecha y mi izquierda mano; con la derecha sujeté su cintura de avispa y ella apoyó la Izquierda entre mi hombro y el cuello. Nuestros cuer­ pos se juntaron e iniciamos los lentos movimientos danzantes del bolero “Dos gardenias” que en aquel momento comenzaba a interpretar la orquesta... Y así comenzó la relación de un jovencito pueblerino de 18 años con una muchacha de la capital que contaba 22 años. Fue un verano de locura, de pasión desenfre­ nada, de horas inolvidables; robándole horas al sue­ ño para estar con ella, porque precisamente en vera­ no mis jornadas de trabajo en la fábrica de conservas de pescado duraban ni se sabía cuántas horas, al coincidir la estación estival con la temporada de la 41 CREACIÓN LITERARIA ALJARANDA el final, fue de locura. No sé con seguridad el tiempo que dormiría, pero casi seguro que no superaría en mucho las dos horas. Cuando me llamaron a la hora indicada tardé en espabilarme; el hombre encargado de llamarme lo consiguió después de darme unos cuantos zamarreones y llevarme casi en volandas hasta el cuarto de aseo, donde me dejó con la cabe­ za metida en el lavabo y el grifo abierto. El agua fría remató la faena. Camino de la estación con la maleta y la man­ ta, el aire húmedo de Cádiz, en la madrugada, termi­ nó de despejarme. Llegué al lugar de la cita a las cinco menos diez. Allí me encontré con algunos de los que, como yo, habían conseguido pase de per­ nocta. El grueso de los reclutas que pasaron la noche en el Cuartel de Transeúntes no habían llegado toda­ vía. Llegaron cuando el reloj de la estación marcaba las cinco, es decir, con puntualidad cuartelera. Los mandos que los acompañaban dieron la orden de alto y que cada cual se acomodara como mejor pudiera hasta nueva orden. La mayoría nos sentamos sobre nuestras maletas y, como estábamos en el andén y hacía frío, desplegamos las mantas y nos arrebuja­ mos en ellas, formando una desigual hilera de cien­ tos de hombres jóvenes cuyos rostros se nos iban demacrando. (Continuará) tiempo. - Sí; siempre pasa cuando se es feliz y se está contento. Nos separamos con desgana y se abrochó la gabardina. De un bolsillo sacó un sobre y del sobre una fotografía. - Toma; para que no me olvides. Estaba guapísima en la foto; le di la vuelta y en el dorso no había nada escrito. Le dije: - ¿Por qué no me la dedicas? - ¿Tienes con qué escribir? - Sí. Le entregué mi pluma estilográfica quitándole el capuchón. Me dijo que me encorvara, apoyó la foto en mi espalda y escribió. Mirándome muy fija me de­ volvió la pluma y la fotografía. Había escrito: “Cuando esta cartulina hable, dejaré de quererte”; y debajo, su nombre subrayado. Seguía mirándome y le noté tur­ bia la mirada. Y otra vez nos fundimos en un abrazo interminable. Nos despedimos a mitad de camino entre la pensión y su casa. Nunca más la he vuelto a ver. Pasadas las 12, entré en la pensión. Pagué las 14 pesetas que costaba dormir y dejé dicho que me llamaran a las cuatro de la madrugada. Estaba muy cansado, me acosté, pero no lograba conciliar el sue­ ño. El día había sido bastante movidito y, sobre todo f Boletín de Suscripción Les pido que a partir de la fecha me suscriban gratuitamente a la revista ALJARANDA y la dirijan a la siguiente dirección, para lo cual les mando 3 euros en giro postal para los gastos de envío: Apellidos:_____________________________________ Nombre:___________ Domicilio:_______________________________________________________ Población:__________________________________________ Código Postal:. 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