EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO La noche era húmeda y fresca, pero no fría. Corría esa brisa veraniega que riega las costas a esas horas. Lo justo para que hiciese una temperatura perfecta. El escándalo les tenía aturdidos, así que decidieron marchar a un lugar sereno, tranquilo, silencioso, donde pudieran estar a solas, sin que nada ni nadie les interrumpiera. La playa seria el escenario perfecto. De este modo, ambos entraron en aquel callejón estrechito y oscuro, por el cual apenas cabía uno al lado del otro. Caminaron hasta llegar a aquella inmensidad. Solitaria, pacifica, idílica. Ella, que como de costumbre llevaba sus tacones, decidió dejar que sus pies desnudos anduviesen sobre la arena helada. Y él acompañándola, cogiéndola de la mano sin soltarla ni un momento caminaba a su lado, ambos con pasos titubeantes, sin saber dónde ni qué pisaban. Cuando llevaban ya un trecho andado, decidieron sentarse en la arena para permanecer allí durante los próximos tres cuartos de hora; uno al lado del otro, en silencio, juntos, en paz, en un momento tan perfecto que nada podía estropearlo. Bueno, casi nada. El reloj dejaba su testimonio de que el tiempo pasaba, pero ellos lo olvidaban para centrarse solo en mutua compañía. Aquellos cuarenta y cinco minutos fueron los más bellos que habían tenido en mucho tiempo. Y ahí, sentados, recostada ella sobre él, hicieron mutuas confesiones de amor, verdad, sufrimiento, del universo y su grandeza, del ser humano y su diminuta existencia, de cine, de música... En resumidas cuentas de aquel sentimiento que les sobrecogía cuando estaban juntos. Ellos, pensando que estaban solos, no miraron más que sus propios ojos. Pero en un momento de sospecha, él miró hacia atrás y allí estaba ella custodiándoles. La media luna creciente. Amarilla, esférica, incompleta, vigilante, serena, silenciosa, protectora... Haciendo de aquel un momento que ni tan siquiera ella olvidaría. Fue lo que culminó aquella mágica noche de verano, en la que de repente dos luces irrumpieron a lo lejos, haciéndoles salir de su sueño encarnado y volver a la realidad: ella tenía que marcharse. Así que, con un beso y un abrazo se fundieron uno en otro, como si de cera se tratase y se marcharon por aquel mismo callejón, de la mano, sin separarse ni tan siquiera un momento, mientras la luna era testigo de aquella oculta realidad que solo conocían ellos tres. Paloma Prada Pásaro, 1º G.S. Imagen Accésit Bachillerato y FPi