Perdonar a nuestro peor enemigo Steve Hearts Puede que el título de este artículo los haya avergonzado. O, quizás les recordó a alguien (o a más de una persona) que los haya lastimado u ofendido gravemente y que desearían que pagara por sus palabras o actos ofensivos en contra de ustedes. La simple idea de perdonarlos les podrá parecer desagradable o hasta absurda. Perdonar a nuestro «peor enemigo» es una parte importante de la senda del perdón que no podemos subestimar. No obstante, perdonar a los demás no es el enfoque de este artículo. Ahora, antes de que emitan un suspiro de alivio, les sugiero que lean un poco más, y verán que a lo que me refiero es igualmente difícil de lograr. El «peor enemigo» al que me refiero no es otro que cada uno de nosotros. A menudo las personas a las que más nos cuesta perdonar somos nosotros mismos. Frecuentemente nos reprendemos por cosas que hubiéramos querido haber hecho de forma diferente, o el remordimiento nos abruma por comportamientos que hubiéramos querido haber evitado por completo. Pese a que somos conscientes de que Dios nos ha perdonado, hacemos caso omiso de Su perdón y obstinadamente continuamos en nuestro estado de auto recriminación. Cuando mi abuela sufrió un infarto hace un par de años y regresó a su país de origen para recibir una mejor atención médica, mis dos hermanos la visitaron antes de su partida. Por diversas razones, no pude acompañarlos. Pese a que mis familiares lo comprendieron, me sentí muy mal por ello. La siguiente vez que vi a mis hermanos les expresé lo terrible que me sentía. Me respondieron que me dejara de dar golpes de pecho asegurándome que todo el mundo había comprendido mis motivos. Mis tíos y tías me habían dicho lo mismo, así que finalmente me perdoné a mí mismo, pero me tomó un tiempo. Durante años después del fallecimiento de mi madre, repetidamente me entregué al jueguito de «si tan solo hubiera». Si tan solo me hubiera esforzado más a pesar de mi ceguera por vivir de forma más independiente cuando ella estaba viva, habría podido ayudar más durante su enfermedad. Si tan solo hubiera demostrado más agradecimiento por los muchos sacrificios que hizo por mí. Si tan solo hubiera tenido el valor de dedicarle más tiempo cuando más enferma estuvo, en vez de alejarme de ella para ocultarme de la dolorosa realidad de su aflicción, y así sucesivamente. En un artículo que escribí el año pasado, «Por fe y no por vista», me referí al hecho de que había sido transformado y liberado del resentimiento porque apliqué la fórmula del Señor de la alabanza y gratitud, aplicándolo a la muerte de mi madre, agradeciéndole concretamente por haber velado por ella durante su enfermedad y por habérsela llevado cuando lo hizo. El siguiente es un pequeño aunque importante detalle que omití en el artículo: algo que también me proporcionó completa curación espiritual fue agradecer a Dios por mis aparentes fallas y errores como hijo. Digo «aparentes» puesto que nadie jamás me acusó de haberlos cometido. Yo era mi único acusador. Caí en cuenta de ello mientras alababa al Señor por todo los sentimientos de culpabilidad que había albergado mientras me entregaba al jueguito de «si tan solo hubiera». Descubrí que por medio de la alabanza extrema había logrado perdonarme, con lo cual todo sentimiento de culpabilidad, remordimiento o arrepentimiento se disiparon. Algo que también me ayuda a aprender a perdonarme son los múltiples ejemplos contenidos en la Biblia acerca del infinito perdón de Dios por Su pueblo independientemente de la magnitud de la ofensa. Debió ser muy difícil para algunos personajes bíblicos aceptar el perdón divino y perdonarse a sí mismos. Seguramente los discípulos de Jesús se sintieron fatal cuando «lo abandonaron y huyeron» mientras se lo llevaban los soldados romanos1. Hoy en día profesamos un gran respeto por los apóstoles, pero ellos probablemente se sintieron indignos y traidores durante el juicio y la ejecución de Jesús. Sin duda Pedro fue el que peor se sintió. Debió de creer que era valiente por no haber huido con sus compañeros cuando llegaron los soldados. No obstante, mientras permaneció cerca de Jesús lo negó en tres ocasiones tal como Él había profetizado. Menudo valor demostró Pedro. La Biblia nos dice que, luego de haberlo negado, cuando Pedro recordó la profecía de Jesús y lo mucho que había insistido en que estaba dispuesto a morir con Jesús antes que negarlo, «salió de allí y lloró amargamente»2. A partir de entonces, sin duda Pedro se sintió como un paria entre los discípulos. Pudo haber pensado que a pesar de que todos habían huido, al menos no habían negado a Jesús descaradamente. A ello se debe que cuando Jesús resucitó, el ángel ante el sepulcro le dijo a María Magdalena y a los que estaban con ella: «Vayan ahora y digan a Sus discípulos, y a Pedro, Él va delante de ustedes a Galilea. Allí lo verán, tal y como Él les dijo.»3 Jesús quería asegurarse de dar a entender que aún consideraba a Pedro Su discípulo y que había sido perdonado. Judas, a diferencia de Pedro, cuando se dio cuenta de que había traicionado a su propio maestro y salvador, sucumbió ante el remordimiento y fue y se ahorcó. A menudo me pregunto qué hubiera pasado si simplemente se hubiera arrepentido y aceptado el perdón de Dios. ¿Quién sabe? Pablo, el apóstol, a mi entender tuvo que batallar con sentimientos de culpa y de remordimiento. Aunque en la Biblia no hay registros precisos de ello, me imagino que se sintió muy indigno del perdón de Dios y de que estuviera dispuesto a valerse de él, si se tiene en cuenta el papel que jugó al perseguir y arrestar cristianos antes de su milagrosa conversión. Sin duda fue muy sincero cuando afirmó: «No hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús»4. Dicha afirmación tuvo que haberse basado en que pudo experimentar en su propia vida el amor de Jesús, el cual limpia toda culpa y nos libra del remordimiento. Tuvo que sentirse atormentado por su pasado cuando exclamó: «me olvido ciertamente de lo que ha quedado atrás, y me extiendo hacia lo que está adelante»5. Seguramente han oído la expresión somos nuestro peor enemigo. Y muchas veces lo somos debido a que nos negamos a aceptar el perdón de Dios y a perdonarnos. Aunque me ha costado mucho aplicarlo en mi caso, haberlo intentado me ha dado grandes dividendos transformando drásticamente mi vida física y espiritual. Recientemente he practicado ―por sugerencia del Señor―, el siguiente ejercicio: Cuando mis fracasos y faltas del pasado comienzan a atormentarme, me digo a mí mismo una y otra vez: «Te perdono, Steve». En el pasado me he valido de este ejercicio para perdonar a los demás con mucho éxito. Pero el éxito es aún mayor cuando me lo aplico a mí mismo. La siguiente promesa de Dios me motiva aún más: «Si sus pecados son como la grana, se pondrán blancos como la nieve. Si son rojos como el carmesí, se pondrán blancos como la lana.»6 Si Dios promete borrar nuestros pecados y olvidarse de nuestras iniquidades, ¿quiénes somos nosotros para aferrarnos a ellos? No obstante, depende de nosotros dar ese último paso de perdonarnos. ¿Qué esperamos? Notas a pie de página 1Marcos 14:50 2Mateo 26:35; Lucas 22:61–62 3Marcos 16:7 RVC 4Romanos 8:1 RVC 5Filipenses 3:13 RVC 6Isaías 1:18 RVC Traducción: Luis Azcuénaga y Antonia López. © La Familia Internacional, 2014 Categorías: perdón