El texto bíblico en “La intrusa”, de Jorge Luis Borges

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Escritos, Revista
del bíblico
Centro deenCiencias
del Lenguaje
El texto
“La intrusa”,
de
Número 28, julio-diciembre de 2003, pp. 105-124
Jorge Luis Borges
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El texto bíblico en “La intrusa”,
de Jorge Luis Borges
Ángeles Ma. del Rosario Pérez Bernal
“La intrusa” (Jorge Luis Borges,
1970), dentro de sus múltiples posibilidades estéticas, es una invitación a leer y reflexionar sobre los
significados culturales de dos historias: la de dos orilleros del siglo
XIX superpuesta a una historia bíblica. El texto induce al lector a
reconsiderar temas como la lealtad, el homocentrismo y la exclusión femenina.
“La intrusa” (Jorge Luis Borges,
1970), within the multiple aesthetic possibilities, is an invitation to
read and reflect on the cultural
meanings of two stories: that of the
orilleros of the nineteenth century
superimposed on a biblical story.
The text induces the reader to reconsider themes such as loyalty,
homocentrism and feminine discrimination.
Jorge Luis Borges alguna vez señaló que el acontecimiento más
importante de su vida había sido la biblioteca de su padre. Con esta
afirmación, el autor argentino destacó la importancia de ser lector
antes que escritor. Luego, en su literatura, el hecho se hizo patente
al convertir cada ficción en una posibilidad de leer otras historias
detrás de ella. Esto no significa que los relatos de Borges se conviertan en plagios; por el contrario, se trata de elaboraciones estéticas que parten de un postulado histórico, literario, filosófico o religioso, y juegan con todas las posibilidades que ese elemento original ofrece para llegar a un nueva propuesta de realidad con el fin
de sorprender al lector e invitarlo a la reflexión.
Lo anterior es justamente lo que sucede en “La intrusa”, texto
publicado en El informe de Brodie (1970), y que será objeto de
análisis en el presente estudio. El objetivo de este trabajo es invitar
al lector a descubrir las historias rescritas en el relato, así como las
variaciones y nuevas propuestas que la ficción introduce para goce
y asombro de quienes la leen. Las herramientas utilizadas para realizar esta exposición provienen de la hermenéutica de Paul Ricoeur
(2000), quien considera la obra de ficción como un proceso de in-
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Ángeles Ma. del Rosario Pérez Bernal
novación semántica que integra en una historia total y completa
acontecimientos múltiples. Para tal autor, el proceso de lectura es
fundamental, pues activa y otorga unidad al recorrido hermenéutico
o círculo de la mimesis, el cual permite al texto manifestarse como
holom o unidad de significado total. Dicho recorrido abarca los
campos prefigurativos (el material cultural que sirvió para construir
la obra), los configurativos (procedimientos artísticos) y los
refigurativos (la realidad aludida).
“La intrusa” comienza con una referencia bíblica como epígrafe, se trata de 2 Reyes, 1, 26. El curioso lector abre el texto sagrado
para encontrarse con la sorpresa de que el capítulo indicado sólo
cuenta con 18 versículos. Devuelve su mirada inquisitiva al texto
de Borges, y se pregunta qué relación tiene un versículo inexistente
con el título ofrecido. También se trataría de un versículo intruso en
la historia divina, o cuyo lugar estaría en otra parte y no en tal sitio.
Pero, ¿por qué eligió el narrador tal referencia y no alguna distinta?
A través de una revisión de la historia de los textos bíblicos, el
lector se entera de que la Biblia llamada Septuaginta, (Nelson, 2000)
incluía cuatro libros de Reyes, que correspondían a los libros de
Samuel 1 y 2, y Reyes 1 y 2 de la Biblia moderna. Por consiguiente, la referencia del epígrafe estaría disfrazada y realmente pertenecería a 2 Samuel 1, 26, que dice: “Angustia tengo por ti, hermano
mío Jonatán, /Que me fuiste muy dulce. /Más maravilloso me fue
tu amor /Que el amor de las mujeres.” (Santa Biblia, 1998). Esta
cita forma parte de la endecha pronunciada por David al enterarse
de la muerte de Jonatán, a quien “amaba como a sí mismo.”
De acuerdo con la elegía antes citada, David sentía por Jonatán
un amor análogo al amor descrito por Platón en El banquete, donde los amantes pertenecen al mismo sexo y su meta no es otra que
la inspiración recíproca en la investigación de la verdad y del bien.
Y aunque este amor tiene un fundamento en el instinto sexual, los
amantes lo han sublimado en una pasión por el estudio en común.
Jonatán y David eran guerreros, pero también gustaban de la sabiduría y el arte.
Por consiguiente, el epígrafe de “La intrusa” es fuertemente
sugestivo, ya que el lector imagina el tipo de intrusión que puede
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invocar el título de la ficción, donde una mujer habría irrumpido sin
derecho y estaría perturbando la paz en una relación similar a la de
David y Jonatán. Sobre todo si contextualizamos la historia en los
marcos hebreo (la Biblia) y griego (la filosofía platónica), donde
las mujeres tienen como función primordial la reproducción de la
especie, y son consideradas un sexo inferior al masculino.
Con estas hipótesis en mente, el lector comienza la lectura del
relato, que abre con un momento de la historia, análogo a la situación en que David compuso la endecha a Jonatán, y donde destaca
la imprecisión y la ambigüedad por parte del narrador:
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que
falleció de muerte natural hacia mil ochocientos noventa y tantos, en
el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el
decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a
Santiago Dabove, por quien la supe. Años después volvieron a
contármela en Turdera, donde había acontecido. (Borges, 1989, 403)
La historia, de la que el lector está por enterarse, comienza por
cuestionar la probabilidad de sus fuentes. El lector se confunde al
leer la primera frase, y no puede evitar preguntarse: ¿Qué es lo
improbable?, ¿que lo digan? Parece que no, pues es por el efecto
de ese “dicen” que el narrador se ha enterado de la historia. Entonces, ¿por qué la acotación entre paréntesis? Una posible solución
es buscar por el lado de la etimología, im- significa “sin” o “no”, y
“probable” viene de la raíz latina probabilis, que tiene dos significados: aquello sobre lo “que hay buenas razones para creer que
sucederá o que es cierto” y aquello que “es digno de aprobación o
elogio.” (Gómez de Silva, 2001) Si nos inclinamos por la segunda
opción, implicaría que el rumor, el chisme, producto del “dicen”, no
es digno de la aprobación, es algo ímprobo y malvado. Esta posibilidad abre un nuevo abanico de significados, que revelaría la reserva del narrador hacia los informantes de la historia, la cual fue
contada por uno de sus protagonistas, Eduardo, en un momento
culminante: el funeral de su hermano Cristián, como sucedió con
David al endechar a Jonatán. La diferencia entre Jonatán y Cristián
es que el primero murió por la espada, mientras que el segundo, de
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muerte natural. Al componer la elegía, el rey poeta pidió que la
enseñaran a los hijos de Judá; mientras que la historia referida por
Eduardo pasó de boca en boca sin que el hermano lo solicitara, de
modo que llegó a oídos del narrador, quien ahora la refiere. David
pidió que el poema fuese repetido para mayor gloria de su amigo
Jonatán. La historia de los hermanos, botín del “dicen”, probablemente ha sido repetida como motivo de escarnio:
Y endechó David a Saúl y a Jonatán su hijo con esta endecha, y dijo
que debía enseñarse a los hijos de Judá. He aquí que está escrito en
el libro de Jaser.
¡Ha perecido la gloria de Israel sobre tus alturas!
¡Cómo han caído los valientes!
No lo anunciéis en Gat,
Ni deis las nuevas en las plazas de Ascalón;
Para que no se alegren las hijas de los filisteos,
Para que no salten de gozo las hijas de los incircuncisos. (2 Samuel
1, 17-20)
Pareciera que a la historia de los hermanos Nelson le ocurrió justo
lo que no quería David que le sucediera a la historia de Jonatán.
Figuradamente, fue anunciada en Gat y referida a las hijas de los
filisteos y de los incircuncisos, quienes se alegraron y saltaron de
gozo. Todo esto lo anticipa el lector con el “alguien la oyó de alguien” y con la variedad de fuentes que permiten al narrador enterarse de ella. Esto contrasta con el carácter elitista de la tradición
judía, reservada sólo para los descendientes de Abraham, los elegidos. El narrador de “La intrusa”, por consiguiente, juega a rescatar
el relato del escarnio, acude a diversas fuentes, y ofrece al lector
una versión literaria, para un auditorio también de elite, que sepa
descubrir sus juegos, y seguirlo en el rescate del “trágico cristal”
por él descubierto:
[...] La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de
Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del
caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un
breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré
con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de
acentuar o agregar algún pormenor. (Borges, 1989, 403)
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La indeterminación de las fuentes juega analógicamente con el canon bíblico, donde un autor desconocido refiere una historia en la
que abundan datos históricos muy cuidados pero incomprobables,
las más de las veces, y aceptados como sagrados. Con esto, el
lector es invitado a reflexionar sobre la vulnerabilidad de la autoridad, ya sea religiosa o popular, pues una no tiene toda la verdad ni
los medios para probarla; mientras que la otra, no es “la voz de
Dios”; en oposición al conocido dicho Vox populi, vox dei.
La segunda parte de la cita analizada es una indicación del narrador sobre la tarea que está a punto de emprender. Deja claro
que la historia que relatará no tendrá pretensiones de verdad, sino
fines estéticos. Sin embargo, hay una pequeña frase que llama la
atención del lector acerca de la razón por la cual el narrador decide
que este relato vale la pena de ser contado, al indicar que es “un
breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos”. La
palabra “cristal” inevitablemente evoca en el lector borgesiano al
Aleph, objeto ideal donde todos los puntos, tiempos y sucesos del
universo se reúnen; así pues, nos encontramos una vez más con
una historia paradigmática, donde los hechos concretos no serán
más que manifestación de una idea o un suceso abstracto y
generalizable. Igualmente, el narrador destaca cómo relatará la historia: con “probidad”, en oposición al ímprobo “dicen” del vulgo.
De esta manera, el narrador asume –en tono paródico– un papel
análogo al del historiador bíblico: compara sus fuentes, escribe para
una elite y añade los detalles literarios que le parecen adecuados.
Una vez hechas estas advertencias, el lector es introducido en la
trama:
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente
una gastada Biblia de tapas negras con caracteres góticos; en las
últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único
libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen perdida
como todo se perderá. (Borges, 1989, 403)
Ahora ya no son los Nelson como al principio se indicó. Se trata de
los Nilsen. Una imprecisión que no es aclarada. Una vez más, los
nombres exactos no importan aquí, en contraste con los textos bí-
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blicos. Del mismo modo, aparece una nueva fuente del narrador, el
párroco, aunque cabe la posibilidad de que o Santiago Dabove o el
informante de Turdera haya sido ese mismo párroco, quien expresa
su admiración porque “esa gente” tuviera una Biblia en casa, y
más, porque estuviera manuscrita, y en los caracteres sacrílegos se
pudiera leer la crónica de los Nilsen, justo en el libro donde sólo
caben crónicas sagradas, donde se advierte, en el Apocalipsis, lo
siguiente: “Yo testifico a todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro: Si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá
sobre él las plagas que están escritas en este libro. Y si alguno
quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su
parte del libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas que
están escritas en este libro.” (Apocalipsis 22, 18-19) Si los antepasados de los Nilsen escribieron la crónica de sus hijos (o la familiar,
el lector sólo puede conjeturar) ignorando esta advertencia, era
porque querían participar de la historia sagrada a partir de una visión o interpretación poco ortodoxa del libro sacro.
El narrador, al relatar este apartado, está focalizado en la conciencia del párroco, pero su discurso es disonante, no concuerda
con la perspectiva ideológica de su informante, (Cfr. Pimentel, 1998)
estilo que permite al lector entrever que detrás del horror del informador hay, tal vez, una historia incomprendida, tan azarosa como
las incluidas en el texto sagrado y con el mismo destino: el olvido.
Esta relativización de la historia sagrada conduce al lector a mirar
el paradigma religioso dominante en Occidente como una configuración más que ahora da sentido a la historia humana, pero indefectiblemente se perderá en el tiempo. ¿Por qué unos hermanos de
origen desconocido, probablemente analfabetos, tienen una Biblia
antigua, con una crónica que les atañe, en las últimas páginas? ¿Será
la crónica de lo que está por ocurrir y aún el lector no se entera?
¿El narrador estará llevando hasta sus últimas consecuencias el
estatuto de la Biblia como texto que tiene ya escrita toda la historia
humana, de modo que es posible que en ella quepan todas las historias, inclusive los oscuros y apócrifos sucesos –ocurridos y por ocurrir– de la pampa? A partir de estas ideas es interesante recuperar
la del texto “apócrifo”, término que significa “escondido”, y con el
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que se designaron los libros no destinados al uso general, porque se
consideraba que contenían verdades demasiado profundas para la
mayoría, o porque se pensaba que contenían errores o herejías.
Esta historia, que para el común de la gente –representado por los
informantes del narrador– promete ser execrable, puede llevar en
lo profundo una reflexión que no es para el vulgo y a la que como
lectores, somos invitados. Cabe también destacar que existe otra
ficción borgesiana, “El Evangelio según Marcos”, publicada en 1970
en El informe de Brodie, donde aparece una familia, descendiente
de ingleses, cuyos ancestros se fueron a vivir a la pampa,
emparentaron con indios y adoptaron sus maneras salvajes, de modo
que los descendientes heredaron una Biblia en inglés, la cual eran
incapaces de leer y donde también estaba registrada, de manera
manuscrita, la historia de todos ellos. Un día, un hombre descubre
el libro, y comienza a relatarles el Evangelio según San Marcos. La
familia se identifica de tal modo con la historia, que prefiguran a
Jesús en el hombre que se las narra y en ellos mismos a los judíos.
Así pues, el hombre termina crucificado. Todo esto puede conducirnos a la conclusión de la preeminencia de la literatura sobre la
vida. A diferencia de muchos teóricos y literatos que han sostenido
que la literatura imita la vida, la propuesta de estos relatos es inversa. Todo ya ha sido escrito, nada nuevo hay bajo el sol, parafraseando
al Eclesiastés.
De un objeto inusitado, la Biblia, ubicado al interior de la casa
de los Nilsen, el narrador inicia la descripción de la vivienda dando
un salto al exterior de la misma:
El caserón que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el
zaguán se divisaba un patio de baldosa colorada y otro de tierra.
Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad.
En las habitaciones desmanteladas dormían en catres: sus lujos eran
el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los
sábados y el alcohol pendenciero. (Borges, 1989, 403)
Se trata de una casona destruida de la que sólo el narrador, a través
de sus informantes, puede dar fe. Ubicado en el zaguán, desde
donde mira los dos patios, el narrador se desplaza hacia las habitaciones, donde destaca los catres y la falta de lujo. Este recorrido
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espacial, que comienza al recalcar la presencia, al interior de la
vivienda, de un elemento específico: la Biblia, emblema de la civilización, tiene como finalidad contrastar tal símbolo con la barbarie
de los hermanos. Aún más, al señalar cuáles eran los lujos de los
Nilsen, los elementos enlistados entran en contraste con el mundo
civilizado del lector y el narrador. El lector se entera de que los
extraños no entraban a la vivienda, proporcionando un dato más
que refuerza el carácter huraño de los habitantes. Con esta información, el narrador logra un efecto de distanciamiento de los personajes, con lo que incita al lector a continuar leyendo la historia
como alteridad, como una situación muy lejana pero que precisamente por ello se ve motivado a saber en qué terminará:
Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que
nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El
barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro con hombro pelearon una vez a la policía. Se dice
que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la
peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos,
cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvía generosos. De sus
deudos nada se sabe, ni de dónde vinieron. Eran dueños de una
carreta y de una yunta de bueyes. (Borges, 1989, 403)
El aspecto físico de cada uno no importa, ambos son uno solo y eso
es lo que el narrador quiere destacar al describirlos usando el plural. El énfasis en el color rojo es símbolo de un espíritu aguerrido e
indomable. La alusión a Dinamarca e Irlanda hace al lector recordar otros textos de Borges, donde el tema anglosajón –como punto
civilizatorio– y la pampa –como eje de la barbarie– son una constante, por ejemplo, además del ya mencionado “El Evangelio según
Marcos”, la “Historia del guerrero y la cautiva”, donde se establece claramente el paradigma indicado en un grado de mayor abstracción, con el guerrero bárbaro que asume la civilización romana
sin entenderla o la inglesa civilizada que no puede renunciar al salvajismo de la pampa. Es posible leer, del mismo modo, el intertexto
de “Ulrica”, donde un profesor colombiano se enamora de una noruega ideal. Cabe destacar que, tanto la india inglesa de la “Historia
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del guerrero y la cautiva”, como Ulrica, tienen el cabello rojo y su
descripción guarda correspondencia con la de los Nilsen.
El hecho de combatir hombro con hombro hace al lector recordar una vez más la amistad de Jonatán y David, donde el primero
protegía al segundo y combatían juntos contra los filisteos. Del mismo modo, el altercado del menor con Juan Iberra invita a rememorar la batalla de David con Goliat. En cuanto a la descripción de las
ocupaciones de los hermanos, el narrador busca apuntalar su carácter salvaje, a la par que resalta el origen desconocido de su
familia, lo cual los hace aún más temibles para los vecinos, de quienes se distinguían: “Físicamente diferían del compadre que dio su
apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a
comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar
con dos enemigos.” (Borges, 1989, 404) Detrás de la fuerte unión
de los Nilsen sigue el lector descifrando la historia de David y
Jonatán, quienes tienen un pacto de cuidarse el uno al otro. Recordemos las palabras de Jonatán a David:
Pero si mi padre intentare hacerte mal, Jehová haga así a Jonatán, y
aun le añada, si no te lo hiciere saber y te enviare para que te vayas
en paz. Y esté Jehová contigo, como estuvo con mi padre. Y si yo
viviere, harás conmigo misericordia de Jehová, para que no muera, y
no apartarás tu misericordia de mi casa para siempre. Cuando Jehová
haya cortado uno por uno los enemigos de David de la tierra, no
dejes que el nombre de Jonatán sea quitado de la casa de David. Así
hizo Jonatán pacto con la casa de David, diciendo: Requiéralo Jehová
de la mano de los enemigos de David. Y Jonatán hizo jurar a David
otra vez, porque le amaba, pues le amaba como a sí mismo. (1 Samuel
20, 13-17)
Con el énfasis en la solidaridad de los hermanos, el narrador de “La
intrusa”, focalizado en la conciencia de sus informantes, cierra la
descripción, que ha tenido como propósito proporcionar algunos elementos esenciales para que el lector se forme una imagen de los
Nilsen. No obstante, al final toma distancia de dicho foco y abre la
posibilidad de no nombrar aquello íntimo y secreto, aquello inacabado y desconocido subyacente en el interior de todo ser humano, y
que es imposible de ser entendido por quien mira superficialmente
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y con prejuicios. El narrador, al destacar “aquello que ignoramos”
se refiere, tal vez, a la oscura voluntad, en el sentido de Schopenhauer, que da significado a nuestras existencias, y es tantas veces
retomada por Borges como elemento primordial en la construcción
de sus ficciones.
Con el guiño de lo inacabado como marca esencial del espíritu
humano, lo cual se opone al canon bíblico que señala un origen y un
destino claro para todos los hombres, el narrador prosigue ahora
con la descripción de la vida sentimental de los hermanos:
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido
hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a la Juliana Burgos. Es
verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la
colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las
pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban
prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era
de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para
que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida. (Borges, 1989, 404)
El libertinaje y los devaneos de los Nilsen es lo primero que el narrador, en su función recopiladora, señala como característico en la
historia afectiva de los hermanos, para enseguida oponerlo a la aparición de Juliana Burgos, la primera extraña que se queda a vivir en
la casa de los Colorados. Destaca la postura ideológica de los testigos, quienes exponen estos pormenores y en cuya conciencia está
focalizado el narrador. La postura se manifiesta en las connotaciones que conllevan expresiones como “calavera”, “casa mala”, “la
Juliana”, y el considerar que Cristián “ganaba una sirvienta” al llevarse a la mujer. Estos testigos tendrían en común entonces la decencia, una visión machista y, por consiguiente, un dejo despectivo
hacia las mujeres, especialmente hacia las que son como Juliana.
¿Qué peculiaridades se desprenden de ella que la alejan de la decencia y la conducta apegada al espíritu patriarcal y cristiano? La
primera es que Juliana se haya ido a vivir con un hombre sin casarse; luego, que ese hombre sea nada menos que Cristián –el bárbaro– y, finalmente, que además haya aceptado compartir la casa con
el hermano, tan extraño y amenazador como el otro.
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De la misma cita, se deduce que Juliana no tiene voluntad ni
gusto propios. Es, más que un carácter en la ficción, un objeto.
Cristián, con su mal gusto, la adorna como a un caballo o a una
pistola y, del mismo modo, la luce. La descripción física de Juliana
es mínima. El narrador destaca su color (morena) y la forma de sus
ojos. Lo cual da cuenta de la postura racial de los informantes, para
quienes la Juliana es una otredad cosificada, pero bella:
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a
Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una
muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la
echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no
se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El
barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la
rivalidad latente de los hermanos. (Borges, 1989, 404)
El tono de reseña a dos voces añade un cariz trágico a lo relatado.
Tales voces son la del informante y la del narrador. La primera es
identificable por frases como: “por no sé qué negocio” o “no se
daba con nadie”. La segunda resalta a través de las suposiciones
propias de un compilador: “el barrio, que tal vez lo supo antes que él
[...]”. Por otro lado, el uso regionalista del español imprime mayor
realismo al relato. La omnisciencia del narrador permite que el lector penetre la conciencia de los personajes y la del pueblo, cuyos
rumores y expectativas han sido herramienta útil para recuperar la
historia y proporcionarle el grado de verosimilitud que manifiesta.
El tema de la rivalidad entre hermanos remite a la paradigmática
historia de Caín y Abel, o la de José, hijo predilecto de Jacob, y sus
hermanos, quienes, por envidia, lo venden y hacen creer al padre
que ha muerto. Sin embargo, los Nilsen son en cierto modo superiores a los hermanos de las historias bíblicas mencionadas, pues no
sucumben ante el destino, y mantienen la lealtad entre ellos a toda
costa, como se verá:
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de
Cristián atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo
con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en mano.
Cristián le dijo a Eduardo:
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—Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana: si
la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo
mirándolo; sin saber qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de
Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al
trote, sin apuro. (Borges, 1989, 404)
Al lector lo conmueve la idea de que un hombre enamorado, sintiendo más amor por su hermano, le permita compartir o usar a la
mujer que ama. Una vez más se transparenta la historia de David y
Jonatán:
Aconteció que cuando él hubo acabado de hablar con Saúl, el alma
de Jonatán quedó ligada con la de David, y lo amó Jonatán como a sí
mismo. Y Saúl le tomó aquel día, y no le dejó volver a casa de su
padre. E hicieron pacto Jonatán y David, porque él le amaba como a
sí mismo. Y Jonatán se quitó el manto que llevaba, y se lo dio a
David, y otras ropas suyas, hasta su espada, su arco y su talabarte.
(1 Samuel: 18, 1-4)
A través de la donación de la mujer, también puede leerse un pacto:
mientras que Jonatán entrega a David sus ropas y utensilios de
guerra, Cristián ofrece su mujer a Eduardo. En cuanto al estilo, el
narrador de “La intrusa”, en el párrafo antes citado, continúa
focalizado en la conciencia de los testigos que le refirieron la historia, pero también se permite emitir juicios de valor desde su postura
de compilador, con lo que alterna un discurso indirecto libre, donde
observamos el dialecto de los testigos del arrabal (primer párrafo);
un discurso directo, al dejar hablar a Cristián, y un discurso
narrativizado, donde filtra la observación de que la Juliana era una
cosa (tercer párrafo). Esto permite un cierto grado de dialogismo,
donde los puntos de vista tanto de los hermanos como de los informantes y del narrador, alternan, permitiendo al lector examinar los
tres discursos, las visiones de mundo y los ideologemas que conllevan para asumir la postura que le parezca más conveniente. Esta
posibilidad es muy acertada en un momento del relato en que los
valores occidentales acerca del amor y la convivencia son puestos
en entredicho:
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Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores
de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos,
los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para
llamarla, pero buscaban y encontraban razones para no estar de
acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían
era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni
se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la
posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo,
los humillaba. (Borges, 1989, 404)
El énfasis puesto en la temporalidad, en la durabilidad de la situación, estilísticamente se manifiesta con el circunstancial de tiempo
que abre el párrafo. Compartieron a la Juliana, pero la situación no
tenía futuro, primero por sórdida e indecente, valores de los informantes del narrador, pero con los que el curioso lector y el distante
narrador no se identifican del todo. El extrañamiento ocurre por la
discordancia entre el dialecto manejado por los personajes y el del
narrador, y por la focalización interna disonante que éste ha asumido, tanto hacia los personajes como hacia los que se la refirieron.
Esta perspectiva, marcada por el “dicen” o el “me contaron”, hace
que el lector mire con curiosidad los sucesos y lejos de identificarse, asuma el relato como una invención relatada para solaz y admiración, como los cuentos de hadas. El narrador, de este modo, juega un papel similar al de Scherezada. En este párrafo, la distancia
del narrador hacia los hechos referidos se marca en frases como
“las decencias del arrabal” o “en el duro suburbio”. El narrador
está fuera de esos espacios, y se sitúa en el “centro”, como oposición a la “orilla” a la que se refiere. El lector también se ubica allí,
y escucha una historia de barbarie desde un punto civilizado, donde
“hechos así no se conciben.” Este guiño al lector, esta intencionada
lejanía, también es una invitación a que se pregunte si no es posible
que sucesos similares ocurran también en “su” centro. Si las mujeres no son también cosas en ese punto civilizado, donde lector y
narrador se encuentran; o si los hombres no sienten algún dejo de
humillación al sentirse vulnerables cuando se sienten enamorados:
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Una tarde, en la plaza de las Lomas, Eduardo se cruzó con Juan
Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue
entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a
hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía
ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la
participación, pero no la había dispuesto.
Un día la mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio
y que no apareciera por allí, porque tenían que hablar. Ella esperaba
un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron […] (Borges, 1989, 404-405)
Por segunda vez, aparece el enemigo de Eduardo, Juan Iberra, quien
una vez más lo desafía, en esta ocasión a costa de Cristián. Eduardo, en ningún momento, se siente ofendido por su condición de
“amante”, tampoco se le ocurre que el insulto incluye a la Juliana.
Por quien se indigna es por Cristián; sólo piensa en defenderlo a él,
y efectivamente lo hace.
Continuando con la lectura del párrafo, el lector encuentra el
sema de la condición bestial de la Juliana, quien como un perro o un
caballo podía sentir preferencia por uno de sus amos, o bien, creyendo conocer sus hábitos, tomar la decisión de dormir la siesta al
suponer que dialogarían largamente. El narrador nunca indica que
Juliana pudo suponer el tema de la conversación ni preocuparse
por su suerte. Al contrario, como una bestia, sólo fue capaz de
decidir que, mientras sus amos no la necesitaban, era libre de descansar. También es de destacar la alternancia de tipos de discurso,
ya antes descrita, lo que mantiene la distancia del narrador y del
lector hacia los hechos, y permite el dialogismo. Enseguida, el lector se entera del ingrato destino de Juliana:
[…] Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el
rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin
explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso
y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y
serían las cinco de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián
cobró la suma y la dividió después con el otro. (Borges, 1989, 405)
El texto bíblico en “La intrusa”, de Jorge Luis Borges
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Como la bestia que era fue vendida la Juliana. La compasión de los
informantes hacia ella es subrayada por la implacabilidad de los
hermanos, quienes la echan con todo, inclusive con el rosario de
vidrio y la crucecita heredada por la madre, indicios de la pobreza
de la muchacha, que probablemente cayó en desgracia a partir de
la muerte de su progenitora. El dramatismo del suceso es resaltado,
en un toque de realismo, por las condiciones del camino, que hace
más penoso el traslado. Más conmovedor aún, resulta el destino de
la Juliana, quien no es dejada en un camino o entregada a un hombre, sino que es vendida a un prostíbulo, dejando así abierta la posibilidad de poder seguirla usando. Quien hace el trato es el mismo
que propició la intrusión de la mujer en la casa, y quien decidió
compartirla: Cristián. También es él quien recibe el dinero de la
venta, y lo divide, dejando claro que la lealtad, el pacto indisoluble y
la relación de los hermanos es superior a cualquier otro tipo de
afecto. No obstante, una sombra trágica marca la historia de los
Nilsen:
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que
también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía
que hacer en la capital. (Borges, 1989, 405)
El discurso indirecto libre resalta en el primer párrafo, donde los
valores del pueblo, permeados a través de los informantes, contrastan con el discurso disonante del narrador, cuya presencia se revela
a partir de marcas discursivas como “acaso”, que funcionan como
filtro de la alocución del informador, al cual no le otorga un crédito
absoluto y parece no compartir sus juicios. Por estas estrategias, el
lector tiene la oportunidad de apreciar con curiosidad, y tal vez
incredulidad, los calificativos hiperbólicos de “monstruoso” para el
amor o de “salvado” para los Nilsen, libres de la Juliana. Como
también parece muy lejana para el lector la posibilidad de una “vida
de hombres entre hombres.” Con tal distanciamiento, existe la posibilidad de preguntarse si no es monstruoso, más que el hecho de
120
Ángeles Ma. del Rosario Pérez Bernal
que dos hombres estén enamorados de la misma mujer, lo otro, el
que a costa de ella busquen conservar su amor fraternal. Asimismo, las marcas del informante se distinguen por la carga de valores
que transparentan:
Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos
reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
—De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la
tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no
verlos. (Borges, 1989, 405)
El informante decente, representante del recatado arrabal, no se
refiere al prostíbulo como tal, sino como “la casa que sabemos”.
Sin embargo, que la relación de los hermanos sea sostenida a costa
de la dignidad de la Juliana, no es algo mal visto por la gente, pues
la perspectiva ideológica del informante concuerda con la misoginia del arrabal. El discurso directo de Cristián es casi incomprensible para el lector no familiarizado con el dialecto. Así, recurriendo
al diccionario se entera que “pingo” significa “caballo”; por lo tanto, Cristián no aparenta estar preocupado por la Juliana ni celoso de
su actual oficio, sino interesado por cuidar a los caballos, que pueden resentirse de tanto correrlos por ir a verla. Así, pues, recupera
a la mujer pagando por ella. Eduardo, como a lo largo de toda la
historia, se mantiene pasivo y obediente ante las decisiones del hermano, quien juega a ser una especie de Dios en el relato, dado que,
en analogía con Jehová, él abre la posibilidad de la discordia tanto
en el Jardín del Edén como entre Caín y Abel o entre Job y él
mismo. De modo similar, Cristián fue quien abrió la posibilidad de la
intrusión al llevar a la mujer a la casa, al decidir compartirla, al
venderla y, ahora, al recobrarla:
Volvieron a lo que ya se había dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín
andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande –
¡Quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!– y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido,
El texto bíblico en “La intrusa”, de Jorge Luis Borges
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con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia. (Borges,
1989, 405)
El informante, siguiendo con su discurso pudoroso, alude a la relación promiscua como “lo que ya se había dicho”. Luego, el narrador confirma lo que el lector ya sabe por el mismo Cristián y por el
informante: el plan no resultó y los enamorados regresaron con
Juliana a casa. La referencia bíblica que aparece enseguida, evocando a Caín, paradigma de la traición entre hermanos, es usada
por el narrador para anular la posibilidad de que esto ocurra entre
los Nilsen, pues un vínculo superior al que existía entre Caín y Abel
los une. El párrafo cierra con un ideologema asociado a la Juliana:
la discordia, que en el Génesis guarda relación directa con la manzana y el demonio.
Con estas ideas, el lector es invitado a pensar de un modo diferente las historias bíblicas evocadas. Con respecto a la leyenda de
la pérdida del Paraíso, si bien fue la mujer la que invitó al hombre a
comer la manzana, instada por la serpiente (el diablo), Jehová fue
el primero en romper la armonía de su Paraíso al colocar allí el
Árbol del Bien y el Mal, sobre todo siendo omnisciente y sabiendo
que los hechos ocurrirían de ese modo. Lo mismo se aplica a Caín
y Abel: es el capricho de Jehová el que causa la disputa entre los
hermanos. De este modo, la acción del mismo Jehová es intrusa al
disponer las cosas de los modos descritos. Esto se contrasta aún
más en la propuesta de “La intrusa”, donde la participación de Dios
no es directa y los personajes tienen la posibilidad de elegir. Así es
que los hermanos, por el gran cariño que se tienen, escogen privilegiar su amor sobre cualquier otro. La postura del narrador se
distancia, entonces, del paradigma hebreo, que no discute la autoridad divina, por ser perfecta, y asume el modelo griego, al mantener
en su visión de los hechos un sentido trágico, según el cual los
hombres llegan a convertirse en víctimas de los caprichos divinos,
y el carácter heroico consiste en asumir con estoicismo el sino
personal:
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo
(los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía
del almacén vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
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Ángeles Ma. del Rosario Pérez Bernal
—Vení; tenemos que dejar unos cueros en lo de Pardo; ya los
cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo más al sur; tomaron por el
Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y
dijo sin apuro:
—A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos.
Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará más
perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer
tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla. (Borges, 1989,
405-406)
Siguiendo el corte realista del texto, el narrador comienza esta última secuencia del relato con una marca temporal, asociada a una
climática: marzo-calor. Ambos se asocian al crisol de Marte, símbolo de la destrucción. Pues bien, un domingo, el día consagrado a
Dios por los cristianos, Cristián –el cristiano– con toda calma unce
los bueyes, los animales calmos de la pampa. Le dice a su hermano
que va a dejar unos cueros, no le indica que son los de la Juliana. El
hermano pequeño, dócil, obedece. Es de tarde y hace fresco. La
inmensidad del campo argentino es proverbial y el narrador la subraya al indicar que la noche lo agranda. El paisaje se impone a los
personajes así como su destino, que Cristián acepta con sosiego.
La invitación a Eduardo, registrada de manera directa por el narrador, es ambigua. Lo insta a trabajar, pero no en una fosa para enterrarla. Tal vez el trabajo consista sólo en bajar el cadáver de la
carreta, no merece sepultura porque no es “gente”. La Juliana fue
y será una cosa: antes sirvió para saciar el deseo de los hermanos
y ahora saciará el hambre de las aves de rapiña. Como una mala
bestia, ya muerta, “no hará más perjuicios”. Es lógico que sea
Cristián quien ponga fin al “problema”, pues siguiendo con la línea
actancial de jugar al papel de Dios, ahora es él quien restituirá el
equilibrio perdido al matar a la Juliana, del mismo modo que el Jehová
bíblico inició la historia humana con la tentación edénica y luego
permitió la redención a través del sacrificio de su Hijo.
El texto bíblico en “La intrusa”, de Jorge Luis Borges
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El párrafo final es un sumario, donde el narrador deja abierta la
razón por la cual “casi” lloraron los hermanos. El lector puede imaginar que era por tristeza a causa de la muerta o por la alegría de
que la intrusa no se interpondría más entre ellos. También llama la
atención el calificativo “sacrificada”, que en su primera acepción,
remite a la ofrenda a una deidad en señal de homenaje o expiación,
pero en un sentido figurado implica un acto de abnegación inspirado por la vehemencia del cariño. (DRAE, 1998) Me parece que el
narrador busca significar ambas cosas al utilizar esta palabra. El
sentido de la ofrenda hace eco a las historias bíblicas que hemos
recuperado como lectores, las cuales han sido parodiadas con el
propósito de tomar distancia de ellas y establecer un paradigma
humanista en oposición al teocéntrico de los textos hebreos. Estos,
con el fin de recuperar el ímpetu del cariño fraternal sobre toda
otra cosa, ya sea terrenal o celestial.
Junto con estas reflexiones, vale la pena señalar que la figura
femenina en el texto es inexistente como sujeto, ya que sirve como
soporte para sustentar una tesis homocéntrica y sus consecuencias
en la historia. El universo desplegado hace recordar al lector una
de las constantes en la relación Dios-elegido en la historia bíblica,
donde el elemento disociador es normalmente subyugado. Así, observamos, por ejemplo, que entre Jehová y Adán se interpone Eva;
entre Jehová y Job se interpone el demonio y, en ambos casos, las
discordancias son eliminadas. El planteamiento de un mundo “de
hombres entre hombres”, desde el mismo mito religioso que lo sustenta, es el hecho monstruoso subyacente en esta exposición, dadas las consecuencias de exclusión y dolor que plantea para la parte sacrificada. El lector puede llegar a conclusiones como esta debido a la estrategia de un narrador compilador que recoge los testimonios del pueblo, y cuyo discurso no está en consonancia con el
de sus informantes. El fin no es moralizar ni condenar, simplemente
mostrar un hecho admirable e increíble, pero que sucede y forma
parte de ese Aleph que conformamos todos.
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Ángeles Ma. del Rosario Pérez Bernal
BIBLIOGRAFÍA
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1989 Obras Completas 1952-1972, tomo II. Sao Paulo:
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1998 El relato en perspectiva. Estudio de teoría narrativa.
México: UNAM/Siglo XXI.
Ricoeur, Paul
2000 Tiempo y narración. Configuración del tiempo en el
relato histórico. México: Siglo XXI, 3ª ed.
Santa Biblia
1998 Versión Reina-Valera revisada. Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas Unidas.
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Borges - Biblia - intertextualidad - horizontes culturales
Ángeles Ma. del Rosario Pérez Bernal
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