te arrogues, Martín, el privilegio de entender tú solo las Sagradas Escrituras. No antepongas tu juicio al de tantos clarísimos doctores que han pasado días y noches fatigándose en su estudio. No pongas en duda la santísima fe ortodoxa que Cristo, legislador perfectísimo, instituyó, que los apóstoles predicaron por todo el orbe, que ha sido confirmada con tantos milagros y con la roja sangre de los mártires, y declarada con las enseñanzas de los sagrados doctores; aquella fe en la cual murieron nuestros padres. Responde, pues, sin ambigüedades ni dilemas: ¿Quieres retractar los errores contenidos en tus libros o no?» Respondió Martín: «Ya que vuestra Majestad sacratísima y vuestras señorías me piden una respuesta sencilla, la daré, sin cuernos ni dientes, en esta forma: Mientras no me convenzan con testimonios de las Escrituras o con razones evidentes —pues no creo en el papa ni en los concilios solos, porque consta que erraron muchas veces y se contradijeron a sí mismos—, convencido como estoy por las Escrituras que yo he aducido y teniendo la conciencia prisionera de la palabra de Dios, ni puedo ni quiero retractar nada, pues no es prudente ni está en mi mano el obrar contra mi conciencia. Dios me ayude. Amén». Era frecuente en los historiadores, siguiendo una tradición que arranca del siglo xvi, repetir que Lutero había terminado su discurso latino con estas arrogantes y desafiadoras palabras en alemán: «No puedo obrar de otro modo; aquí estoy yo. Dios me ayude. Amén». Como ofreciéndose de buena gana al martirio. Pero la expresión subrayada no se halla en las fuentes primitivas y auténticas. La crítica actual la rechaza como supositicia. Figura, sin embargo, en el famoso monumento levantado a los reformadores en Worms, y un historiador tan serio como H. Boehmer se empeña en mantenerla, porque, si no fue histórica, expresa bien los sentimientos de Lutero en aquella ocasión. La conclusión del discurso de Fr. Martín fue mucho más modesta y humilde de lo que esa expresión deja suponer. Se contentó con pedir el auxilio divino, según costumbre entonces usada al terminar cualquier alocución y según costumbre del mismo Lutero al terminar sus sermones. Si hemos de creer a Aleandro, al llegar a este punto dijo el emperador: «Ya basta; si niega la autoridad de los concilios, no quiero oírlo más». E hizo que lo despidiesen de la sala. «El emperador se subió a su aposento, y los príncipes y electores se fueron a sus posadas, y toda la otra gente, y el dicho Lutero —según la relación española arriba citada—, alegre y acompañado de muchos alemanes, que lo llevaban sobarcado, salió de palacio. El cual y ellos, alzados los brazos y meneando las manos y dedos a la forma que los alemanes tienen cuando rompen lanzas en señal de victoria, le llevaron a su posada. A la salida de palacio, los mozos de espuelas de los españoles, que estaban esperando a sus amos, dieron grita a la puerta, diciendo: «¡Al fuego! ¡Al fuego!». Y Martín, apenas pasó el umbral de su casa, alzó las manos con gesto de triunfo y de júbilo, diciendo: «Llegué hasta el cabo». Confesión católica de Carlos V Si los dos nuncios apostólicos, Caracciolo y Aleandro, pudieron quedar temerosamente cogitabundos oyendo las aclamaciones de los alemanes a Lutero, les consoló, sin duda, la decidida actitud católica del joven Carlos, el cual, preocupado no menos que ellos de los graves peligros que amenazaban a la religión por causa de aquel fraile, aquella misma noche, después de haber cenado, se encerró en su recámara, y a solas, sin consejeros ni secretarios, redactó en lengua francesa una protestación de fe que al día siguiente quería leer en público. Amaneció el día 19 de abril, viernes, y en seguida los dos nuncios se dirigieron a palacio. Pronto se reunieron los electores y demás príncipes, e, interrogados sobre lo que convenía hacer en el negocio luterano, pidieron tiempo para consultar. «Respondióles el césar: 'Bien; yo deseo primeramente manifestaros mi parecer'. Y sacó fuera una hoja escrita de su propia mano en 388