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Jimenez Calvente La Literatura Latina Antigua

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La Literatura Latina Antigua: sus características generales,
sus modelos e la influencia del elemento oral.
ISBN: 84-9822-087-4
Teresa Jiménez Calvente
teresa.jimenez@uah.es
Thesaurus:
Literatura Latina. Los latinos y los griegos; el Helenismo; oralidad y escritura.
Resumen:
La Literatura Latina Antigua es una de las primeras literaturas forjada a partir de una
literatura foránea; en el caso de los romanos, éstos adoptaron como propios los
modelos de la literatura griega. De ese modo, el acercamiento a la literatura latina
exige el conocimiento y comprensión de la literatura griega, de su evolución, géneros y
características, que hubieron de acomodarse al sentir y el devenir del pueblo romano.
Por esta peculiaridad y por otras que tienen que ver con sus condiciones de
producción y de consumo literario, por su determinada ubicación espacio-temporal, el
estudio de la literatura latina exige conocer de antemano alguna de sus características
propias que aquí se desgranan.
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TERESA JIMÉNEZ CALVENTE: La Literatura Latina Antigua: sus características generales...
1. ¿Qué es la Literatura Latina? Concepto y Definición
De una manera convencional, se puede decir que la literatura latina es la escrita en
latín; de todos modos, es necesario precisar más, pues el latín ha sido una lengua de cultura
que ha servido para la expresión literaria durante un dilatadísimo periodo, por lo que el
concepto de literatura latina podría aplicarse a literaturas muy diferentes entre sí y muy
distantes en el tiempo (como, por ejemplo, gran parte de la literatura escrita durante la Edad
Media, el Renacimiento o el Barroco). Por ello, hay que señalar que, al hablar de Literatura
Latina, nos vamos a ocupar de la literatura escrita en latín que nació y se desarrolló en el
momento en que Roma, una pequeña ciudad del Lacio, comenzó su expansión y llegó a
convertirse en un verdadero imperio, que logró el dominio político y cultural en la mayor
parte del mundo conocido en aquella época. La literatura latina es, por tanto, aquella que se
escribe en latín desde el siglo III a. C. hasta el mismo siglo V (pues el Imperio Romano de
Occidente cayó en manos de los bárbaros en el 476 de nuestra era). De todos modos, no
todos los autores coinciden en aceptar esta fecha límite, pues consideran que, más allá de
aquel fatídico año, hubo producciones literarias que pueden considerarse claras
continuadoras de esa larga tradición heredada, sin que puedan apreciarse cambios
drásticos o cortes profundos en los procesos de creación y transmisión literarias que
permitan hablar de nuevas realidades; en otras palabras, aún en el siglo VI, podemos citar
autores, como Casiodoro o Boecio, que, fieles a la herencia transmitida, cabe considerar
como autores antiguos.
Por otro lado, un nuevo problema surge al considerar qué tipo de textos pueden
incluirse bajo el epígrafe de literatura, pues el concepto de lo literario no se ha mantenido
inamovible a lo largo de los siglos. A este respecto, hay que tener en cuenta que, en el
pasado, cualquier texto o mensaje codificado por medio de la escritura (no en vano la
palabra ‘literatura’ deriva de littera, ‘letra’) se consideraba literario. Sin embargo, ese sentido
lato del término no es el que hoy se acepta sin más, pues la consideración de lo literario
comenzó a cambiar a partir del siglo XVIII (momento en que empezó a llamarse ‘literatura’ al
conjunto de escritos de una nación que responden a impulsos de orden artístico o estético)
y, sobre todo, a partir del siglo XIX, con la profundización en los estudios sobre Estética.
Con esos presupuestos, los críticos comenzaron a identificar la literatura con las obras de
arte del lenguaje, transmitidas por escrito o a través de la palabra pura.
Situados en el Mundo Antiguo, estamos en una situación que podríamos llamar
intermedia: por un lado, no todos los textos escritos pueden ser considerados literarios, pues
los edictos, los escritos oficiales o ciertas proclamas políticas no lo son en un sentido estricto
(aunque sí se admite que algunos textos legales, como las Leyes de las XII Tablas, tienen
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rasgos que permiten etiquetarlas como carmen o ensalmo, según indica el propio Cicerón).
Por supuesto, tampoco entran en esta consideración las creaciones puramente orales
(canciones, adivinanzas, letrillas, cuentos etc.), que, al no alcanzar una difusión escrita,
tuvieron una vida propia y paralela que, sólo en ocasiones, se intuye en algún texto literario;
por otro lado, en el Mundo Antiguo, la función estética de la literatura, con ser importante,
no es la única que debe cumplir el texto literario, que también ha de satisfacer una función
didáctica (es el famoso concepto de docere), inherente a cualquier obra literaria en la
medida en que se lleva la palma el autor que saber mezclar lo “dulce con lo útil”, como
indica Horacio en el famoso verso 343 de su Epistola ad Pisones, también conocida como
Ars poetica.
Así las cosas, cabe preguntarse si los tratados técnicos y las obras de carácter
científico pueden ser consideradas obras literarias. Algunos autores latinos se pronunciaron
en este sentido: Quintiliano, por ejemplo, en el libro X de su Institutio oratoria, donde hace
una pormenorizada exposición de los principales géneros literarios, no dedica ni una sola
palabra a los tratados de agricultura o de arquitectura, aunque sí le interesan los dedicados
a la oratoria o la filosofía. Por otra parte, los propios autores de obras ‘científicas’, como
Vitrubio o el mismo Plinio el Viejo, afirman que escriben para un público no letrado y
proclaman que ellos no son rétores ni gramáticos. A pesar de esas manifestaciones, no
podemos olvidar que estos autores sí muestran una cierta preocupación por la estética de
sus obras, derivada, en cierto sentido, de que cualquier romano medianamente formado
había adquirido conocimientos sobre las técnicas retóricas y los recursos literarios, pues
tanto en las clases del grammaticus (el nivel más elemental de la enseñanza) como en las
del rétor (el equivalente a nuestra enseñanza superior) el aprendizaje se hacía a partir de la
lectura y el comentario de los textos poéticos y en prosa de los mejores autores, los
llamados classici. En ese contexto, aunque esas obras no posean una función estética
predominante por sus contenidos, reflejan el excelente conocimiento que sus autores tenían
de los
recursos literarios latinos; con ello, estos escritores conseguían deleitar a sus
lectores al tiempo que los instruían, lo que confiere a estos textos cierto perfil literario. Así, al
hablar de literatura latina antigua, vamos a admitir algunas obras y autores que, a nuestros
ojos, sólo merecerían muy de lejos la consideración de literarios (nos referimos a los
tratados científicos, médicos, enciclopedias, comentarios gramaticales, misceláneas, etc.).
Del mismo modo, tampoco se puede olvidar que los gustos estéticos de aquellos tiempos no
tienen por qué coincidir con los nuestros y que dentro de la consideración de literatura se
incluyen géneros como la historia o el discurso oratorio, que en nuestros días pertenecen a
un ámbito no estrictamente literario, del que solemos excluir las obras con un marcado
carácter didáctico.
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2. La literatura latina y sus modelos
Uno de los rasgos que más llaman la atención de esta literatura es su carácter tardío,
pues, si aceptamos que la ciudad de Roma se fundó en el siglo VIII a. C., los primeros textos
literarios de que tenemos noticia son del siglo III a. C. Por otro lado, resulta mucho más
sorprendente que el primer texto literario sea en realidad la traducción de una obra
dramática griega realizada por Livio Andronico, un antiguo esclavo manumitido en pago a
sus buenos servicios, y que se representó en el 240 a. C., poco después de concluida la
Primera Guerra Púnica (241 a. C.). Desde luego, los propios latinos fueron muy conscientes
de esa peculiaridad y proclamaron con orgullo su dependencia cultural respecto de los
griegos; con estos elementos en la mano, se puede decir que la literatura latina es la
primera literatura conocida que no nació a partir de la experiencia artística y de las vivencias
colectivas o individuales de un pueblo, sino que fue, como dice Albrecht (1998: 34), una
literatura “derivada”. Los latinos, conscientes de su inferioridad cultural frente a los griegos,
no tuvieron ningún reparo en adoptar ese gran legado cultural, en principio ajeno, como algo
propio. A partir de ese momento, la literatura latina se sintió heredera directa de la griega, de
modo que ambas se complementaron y vinieron a ser como el haz y el envés de un mismo
proceso cultural, en el que los latinos fueron paulatinamente haciendo suyos los logros
literarios y culturales de sus vecinos mediterráneos.
Esta idea perfectamente asumida de una dependencia cultural encuentra también
fundamento en la visión que los romanos tenían de su propia historia, cuyos orígenes se
hundían en el periodo mítico de la contienda troyana y sus consecuencias; de ese modo, en
momentos señalados de afirmación nacional, los romanos apelaron a su egregio origen, tan
remoto e ilustre como el de los propios griegos, con los que, de algún modo, guardaban un
lejano parentesco. Con todo, los romanos, con un espíritu pragmático que les llevaba a
aceptar e incorporar aquellos elementos ajenos que pudieran serles útiles (recordemos la
ceremonia de la evocatio, con la que se pretendía ganar el favor de los dioses ajenos,
protectores de una ciudad, antes de iniciar el ataque de la misma), intentaron mantener un
difícil equilibrio entre dos posturas en apariencia opuestas: por un lado, su defensa de la
existencia de un origen hermanado con el pueblo griego, que daba argumentos a su deseo
de helenizarse; por otro, el sentimiento de vértigo ante una helenización demasiado
profunda, que ponía en peligro alguno de sus valores más personales y propios, los que
integraban el mos maiorum, al que los romanos atribuían sus increíbles logros políticos y
militares. De ese modo, la apertura hacia lo griego, entendida como un rasgo de
modernidad, coexistió con una postura más conservadora, que abogaba por la defensa a
ultranza de las costumbres y creencias propias, y advertía de los enormes peligros y riesgos
existentes en todo lo que provenía de Grecia. Estas dos tendencias fueron un continuo
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dentro de la sociedad romana y marcaron, en distintos momentos y en distintos grados, la
evolución literaria y, por ende, cultural de la Urbe.
Así, cuando los primeros analistas romanos escribieron sus historias de Roma (y,
por cierto, las escribieron en griego), insistieron con frecuencia en las leyendas
fundacionales de la ciudad y su rancio abolengo troyano. Esta postura primera fue
reelaborada más tarde por el célebre Marco Catón (234-249 a. C.), quien, además de
servirse del latín para escribir su historia (y, de paso, criticar a quienes lo hacían en griego),
resaltó la importancia de la historia de Roma dentro del contexto itálico, por lo que en sus
Origines trazó el conjunto de influencias mutuas entre los romanos y los demás pueblos de
su entorno, de acuerdo con una visión en la que los lazos con Grecia se percibían ya como
un foco de corrupción de los valores patrios. Éste es solo un ejemplo, pero el largo devenir
de Roma a través de su historia está marcado por esta relación de respeto y admiración
hacia el mundo griego, matizada e incluso contrarrestada por el recelo ante lo helénico. Con
el tiempo, esa antimonia quedó resuelta, toda vez que Grecia se convirtió en una parte más
del Imperio Romano y los flujos de ida y vuelta fueron continuos y muy fructíferos (en este
sentido, muchas investigaciones recientes revelan el enorme influjo del latín sobre el griego
no literario en la época del Imperio, fenómeno del que queda constancia en documentos
epistolográficos). La presencia asumida y respetada del griego en la cultura latina tuvo una
segunda vía de entrada desde finales del siglo II de nuestra era gracias al avance y posterior
fortalecimiento del cristianismo. Esta religión nacida entre los judíos se expandió
rápidamente y adoptó en sus primeros balbuceos el griego como lengua sacra, pues tres de
los Evangelios y los primeros escritos de los cristianos, de corte apologético y exegético, se
escribieron en esta lengua; de ese modo, el latín se adaptó también a esa nueva situación y
se desarrolló un nuevo léxico (dentro de unos géneros literarios igualmente nuevos) para
expresar nuevas realidades a partir de la lengua en que estaban escritos los textos sagrados
(con el Antiguo Testamento, del que existía una añosa traducción al griego, y el Nuevo,
redactado casi íntegramente en esa lengua, que también era la lengua de cultura entre los
judíos más formados). Sin embargo, de las peculiaridades y diferencias entre literatura
pagana y literatura cristiana se hablará en otro lugar.
Así pues, se puede decir que la Literatura Latina Antigua se construyó gracias a un
hábil proceso de imitación (imitatio) y de emulación o superación (aemulatio) de los
modelos literarios griegos. Los primeros escritores latinos se situaban dentro de la tradición
precedente, la griega, que consideraban propia, e intentaban con sus obras imitar y superar
esos modelos dados. Por este motivo, los escritores latinos no sintieron ningún rubor, más
bien todo lo contrario, al afirmar que ellos no hacían sino actualizar a algún autor griego
concreto; así, en el prólogo de alguna de sus comedias, Plauto (ca. 250-184 a. C.) señala
que su labor ha consistido básicamente en realizar una versión (vertere) de una comedia
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griega, como en el prólogo de Asinaria, vv. 9 y ss.: “Y ya voy a deciros lo que dije que quería
deciros: el título de esta comedia en griego Ónagos. La escribió Demófilo y Maco la tradujo
en lengua bárbara; quiere que se titule Asinaria, si por vuestra parte no hay inconveniente”
(trad: J. R. Bravo, 1989: 177-178). Conviene incidir en el término vertere (‘verter’) con el que
los autores latinos describen su relación con los modelos griegos, pues da a entender que
estas obras latinas nunca fueron meras traducciones de las obras griegas sino más bien
recreaciones y readaptaciones de las mismas: los autores latinos toman de ellas los
argumentos, los personajes, la estructura, versos enteros, etc, pero con esos materiales son
capaces de componer piezas originales al adaptar los metros, introducir escenas nuevas e
incluso mezclar materiales dramáticos procedentes de obras diferentes, como reconocería el
otro gran comediógrafo latino, Terencio (ca. 193 ó 183-159 a. C.). Este fenómeno es
especialmente frecuente en aquellos primeros autores de poesía dramática (tragedias y
comedias); sin embargo, la traducción como fuente para la creación literaria estuvo presente
en otros géneros y autores. De este modo, Catulo (84-54 a. C.) nos ofrece en su carmen 51
una magnífica traducción-adaptación de un célebre poema de Safo y en el carmen 66 ofrece
una versión de la Cabellera de Berenice del poeta alejandrino Calímaco. De igual modo, el
poema didáctico Phaenomena del poeta griego Arato fue traducido al latín por Cicerón
(106-43 a. C.) en su juventud; más tarde, Germánico, el padre del emperador Calígula, y
Avieno (siglo IV d. C.) realizaron sendas traducciones del mismo poema. También la
traducción de obras en prosa supuso un acicate para la reflexión y la creación literaria, como
hizo Cicerón, traductor los discursos de Demóstenes y Esquines en el proceso de la corona,
y de los diálogos platónicos Protágoras y Timeo, versiones que no han llegado hasta
nosotros.
Aparte de estas traducciones directas, que generaban obras de calidad literaria en la
propia lengua de llegada (el latín), los escritores latinos gustaron siempre de mirarse en el
espejo de los autores griegos, a los que adoptaron de manera consciente como modelo e
influencia en la mayor parte de sus obras a través de un sabio proceso de evocaciones,
ecos, reminiscencias y préstamos directos. En estos casos, los propios autores latinos
revelaban con orgullo esas fuentes, pues, cuando lo hacían, brindaban a sus lectores una
información utilísima, que les permitía apreciar con un juicio más certero lo que esa obra
debía al modelo y lo que debía al talento del propio escritor. En este sentido, hay que tener
presente que el concepto de originalidad literaria desarrollado a partir del Romanticismo, con
su búsqueda de lo exclusivo y su ruptura aparente con la tradición previa, no tiene nada que
ver con los gustos y las expectativas de los lectores antiguos, que, entre otras cosas, veían
en la literatura un juego de ingenio con el que medir sus propios conocimientos literarios. Al
mismo tiempo, no conviene olvidar que la gran literatura latina (salvo en el caso de aquellos
autores que entraron pronto en la escuela, donde fueron utilizados por los grammatici y
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aprendidos de memoria por los niños) era una literatura nacida en ciertos círculos literarios,
en los que se integraban los escritores y muchos de los lectores de esas obras, que
pertenecían por lo general a una determinada elite social y cultural.
A medida que se incrementó el acervo literario latino, los escritores tuvieron que
conjugar una doble tradición: la griega y la latina, que necesariamente había que tener en
cuenta. Sin embargo, los escritores latinos, orgullosos de imitar a los grandes autores
griegos, no siempre declaran abiertamente sus deudas respecto de sus predecesores
patrios, aunque su huella es evidente con una lectura detenida de los textos. Así, ya en
pleno Siglo de Oro de las letras latinas, en el siglo I a. C., Virgilio (70-19 a. C.) señalaba con
orgullo que, al escribir sus Geórgicas, había sido “el primero” en traer a Roma el modelo de
Hesíodo, el poeta de Aonia, según se le denomina en Geor. III, 10: “Yo seré el primero que,
con tal de que me quede larga vida, al volver a mi patria, llevaré conmigo las Musas desde
la cumbre Aonia”; sin embargo, no declara su deuda con Lucrecio (ca. 98-55 a. C.), el
primer gran poeta didáctico latino, cuya impronta es evidente en numerosos pasajes
virgilianos. Esta labor de búsqueda de fuentes dentro de la propia literatura latina ha sido
desarrollada con gran acierto por parte de la crítica filológica moderna y, en la época
antigua, quedó en manos de los propios gramáticos y eruditos latinos, como Servio o
Macrobio, quien en el siglo V señalaba las deudas que Virgillio había contraído en su Eneida
con los poetas épicos anteriores, Nevio (ca. 275-201a. C.) y Enio (239-169 a. C.). En
realidad, esta aparente desconsideración hacia la literatura patria se explica fácilmente si
caemos en la cuenta de que los lectores no precisaban de indicios para percibir la huella de
unos escritores latinos que les eran de sobra conocidos: la capacidad de innovación y la
audacia de los escritores se medían en relación con la literatura griega, no frente a la latina,
cuyos modelos pretéritos o presentes pertenecían a una tradición común compartida por los
creadores y su público.
En este universo literario, el fenómeno de la alusión velada formaba parte del juego
literario, pues se consideraba que los lectores disfrutarían al redescubrir y degustar esos
ecos. Por otro lado, no hay que olvidar la importante consideración que los antiguos sentían
por la tradición: sólo lo antiguo tenía un valor pleno y lo transmitido por los poetas llegó a
presentarse en el ideario clásico como próximo a la verdadera sabiduría. La presencia de los
autores del pasado en una obra nueva era una manera de garantizar su vigencia y calidad,
pues sin ese asidero el poema o escrito habrían perdido parte de su atractivo a los ojos de
los lectores. La escuela se había encargo de inculcar estas ideas en las cabezas de los
niños, que veían en los textos poéticos, a través de sus diversas lecturas, entre las que
ocupaba un lugar preeminente la alegoría, la base de todo el conocimiento. En este
contexto, la lectura se convertía en un ejercicio de descodificación y de exegésis, del que se
podían extraer diferentes enseñanzas, desde las puramente gramaticales (pues los poetas
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eran modelos de corrección lingüística) hasta las de carácter moral y filosófico (no en vano,
en el mundo griego, Homero alcanzó la consideración de perfecto sabio, honor que le
correspondió a Virgilio en el mundo romano).
Con todo, aunque la evocación e influencia directa de los autores patrios no precisaba
de ningún comentario, fue un práctica común reconocer la adopción de los modelos previos
en algunos géneros considerados genuinamente romanos, como la sátira o la elegía (esta
última con un precedente griego, pero superado con creces por los romanos, según el juicio
de Quintiliano [ca. 35-95 d. C.]); así, Horacio (65-8 a. C.) con sus sátiras se sitúa tras la
senda de Lucilio (ca. 180-102 a. C.), según indica en Sat. I 4, y Ovidio (43 a. C.-17 d. C.)
se inserta en la línea de los elegíacos previos, Galo (ca. 69-26 a. C.), Tibulo (ca. 55-19 a.
C.) y Propercio (ca. 50-16 a. C.), Trist. IV 10, 51-54: “y a Tibulo no le dieron los hados
avaros la ocasión de ser mi amigo. Éste fue tu sucesor, Galo; Propercio, de él; el cuarto,
detrás de ellos, en esta serie fui yo”. De idéntico modo, Marcial (ca. 40 d. C.-103/104 d. C.)
justifica el carácter licencioso y lascivo de sus epigramas al recordar que “así escribe
Catulo, así Marso, así Pedón, así Getúlico, así todo el que es leído”.
En este contexto, está claro que nos hallamos ante una literatura que se construye
siempre a partir de la relectura y la apropiación consciente de unos modelos preexistentes,
sean éstos griegos y/o latinos. Este proceso de construcción basado en la tradición literaria
estuvo regulado, además, por ciertas modas, que marcaron la pauta de imitar unos
determinados periodos y autores frente a otros; así, los poetas de los tiempos finales de la
república, los llamados poetae novi o novissimi, se sintieron especialmente atraídos por la
poesía griega alejandrina (siglos III-II a. C.); en ese mismo tiempo, prosistas como Salustio
(86-35 a. C.) o Cicerón buscaron sus referentes entre los clásicos griegos de los siglos V y
IV a. C., donde brillaron Lisias, Tucídides y Demóstenes; precisamente, Cicerón, al analizar
la oratoria de su tiempo, aconsejaba a los jóvenes cultivadores del estilo aticista releer los
discursos de Catón que, en su opinión, podía compararse con Lisias. Las décadas finales
del siglo I marcaron una línea divisoria y la poesía de los poetae novi fue leída, degustada e
imitada por sus propios coetáneos y por la generación inmediatamente posterior,
considerada por los propios latinos como la generación que había alcanzado la cima en la
creación literaria. De acuerdo con esta percepción, la generación posterior a Augusto forjó
su gusto a través de la imitación de esos autores áureos, como Cicerón o Virgilio, modelos
indiscutibles para quienes se acercaban al género oratorio o épico (y ello es así incluso en el
caso más extremo, como el de Lucano (39-65 d. C.), cuya Farsalia se ha leído como un
intento de ofrecer un modelo distinto de la Eneida).
Más tarde, ya en el siglo II d. C., los ojos se volvieron hacia la producción latina más
arcaica y, frente al genio de Cicerón, los maestros bendijeron el modelo de Catón y de otros
prosistas casi olvidados, a quienes se rescató de un largo silencio. Este gusto anticuario se
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refleja igualmente en la erudición de la época, que buceó en busca de fragmentos y
testimonios de una literatura que había sucumbido ante la presencia de los grandes poetas y
escritores del siglo I, a los que la tradición había situado en un pedestal del que ya no
bajaron nunca. Tras la sequía cultural del agitado siglo III d. C., el siglo IV d. C. volvió a
respirar los aires de un renovado clasicismo y, con ello, asistimos a la búsqueda
consciente de los autores del siglo I, estudiados y comentados con fruición por grammatici y
eruditos, que, a su vez, compusieron sus obras y poemas desde un conocimiento profundo
de los recursos de esa poesía canónica. Esos mismos clásicos fueron imitados y adaptados
a las exigencias de un nuevo mensaje, el cristianismo, que se revistió con ropajes
ciceronianos en la obras de San Jerónimo (ca. 347-420 d. C.) o San Agustín (354-430 d.
C.).
La pugna entre antiguos y modernos, perfectamente reflejada en el Diálogo de los
oradores de Tácito (56 -post 117 d. C.), la búsqueda de la renovación a través de los
modelos literarios previos y la presencia sempiterna del enorme caudal de la literatura griega
marcaron el devenir de la producción literaria latina a lo largo de su historia. En otras
palabras, la intertextualidad o, si se quiere, la interconexión de unos textos con otros, latinos
y griegos, contemporáneos y antiguos, es la clave para comprender una literatura nacida en
el seno de una sociedad que aprendía a partir de un canon conservador de autores, leídos,
memorizados, comentados e imitados hasta niveles insospechados y difíciles de imaginar
para nosotros.
3. Los escritores romanos y sus modelos griegos.
Ya se ha comentado cómo los romanos se iniciaron en la literatura a través de la
literatura griega. Sin embargo, cabría preguntarse qué literatura griega en concreto, pues
desde el siglo VIII a. C., fecha en que se debieron escribir los poemas homéricos, hasta el
siglo III a. C., momento en que hace su aparición la literatura latina, la literatura griega había
experimentado una notable evolución; por otro lado, la elección de unos modelos frente a
otros también hubo de estar influida por la mayor o menor dificultad de acceso a un autor
concreto en función de su difusión en el propio mundo griego. A esto hay que añadir que, en
el proceso de elección de un modelo determinado, el escritor latino estaba condicionado por
su propias circunstancias políticas, culturales y sociales, que ejercían su influencia tanto
sobre él como sobre el público al que iban destinados sus esfuerzos de adaptación o
traducción; así, en la sociedad romana del siglo III a. C., momento de las grandes Guerras
Púnicas, era más fácil hablar de épica que de sentimientos de amor, alegría o tristeza,
vertidos en primera persona, un elemento esencial de cierta poesía griega (que nosotros
solemos encajar dentro del género lírico), adaptada tímidamente a partir del siglo II a. C.,
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según reflejan unos poemitas rescatados por el inquieto y curioso Aulo Gelio (ca. 130 d. C.ca. 180 d. C.). El nacimiento del individualismo, con unas repercusiones claras en el ámbito
de la política romana a partir del siglo II a. C. y, sobre todo, en el siglo I a. C., provocó el
cultivo de unos géneros determinados -como la biografía, la epistolografía o la propia poesía
lírica-, en detrimento de otros, que fueron quedando un tanto orillados (algo que se aprecia
en el cultivo de la poesía épica tradicional). De nuevo es Catón quien da muestras de este
fenómeno, pues pretendió que su historia, como señala su biógrafo Cornelio Nepote (ca.
100-ca. 25 a. C.), no transmitiese el nombre de ningún individuo en particular, quizás en la
idea que lo verdaderamente importante era Roma y lo que ésta representaba; sin embargo,
esta actitud de Catón ya resultaba un tanto artificial en su propia época, pues él mismo se
preocupó por hacernos llegar sus propios discursos políticos, algunos de ellos citados en los
últimos libros de su historia; posiblemente, esos libros últimos, en los que Catón trabajó casi
hasta su muerte, adoptaron la estructura de unas memorias o biografía, lo que indica su
preocupación personal por la fama futura. También en el gran poema épico del momento,
los Annales de Enio, se conjugaron estas dos tendencias: por un lado, el tema central del
poema era la historia de Roma; por otro, se sabe que en los últimos libros se exaltaba la
gloria personal de algunos individuos, como la de Marco Fulvio Nobilior en sus campañas
etolias (libros XIII-XV). Incluso en el prólogo del libro primero, el propio poeta dejaba su
huella personal al iniciar su canto con una referencia a un sueño en el que se le aparecía
Homero para indicarle que se había reencarnado en él. Todo ello indica un difícil equilibrio
entre el sentido del bien común, clave en la moral republicana, y los deseos individuales de
gloria (recuérdense, por ejemplo, los elogia inscritos en las tumbas de los Escipiones, donde
se exponen sus servicios al estado, políticos y militares, sin olvidar una mención destacada
a sus virtudes particulares).
Aún hay un aspecto más que ha de ser tenido en cuenta: todo este proceso de
acercamiento a la literatura griega no hubiera sido posible sin la existencia de unas
relaciones y contactos continuos, que hicieron posible que, en algunos aspectos, los
romanos sintiesen el mundo griego como un modelo válido y cercano. Ya se ha señalado el
hecho curioso de que los romanos considerasen a Eneas, el hijo de Venus y del troyano
Anquises, un verdadero héroe homérico, fundador de su estirpe, lo que induce a pensar que
ya en época muy lejana los romanos estaban familiarizados con algunos mitos y creencias
griegas. En este sentido, hemos de recurrir a la arqueología y a la propia historia de Roma,
que nos habla de la enorme influencia de los etruscos, un pueblo no indoeuropeo, en la
conformación de la identidad romana. Posiblemente, los primeros influjos del mundo griego
llegaron a través de Etruria, que por su riqueza minera (fundamentalmente hierro y cobre)
había entrado en contacto con algunas colonias griegas occidentales y, más en concreto,
con Cumas; esos intercambios comerciales con fenicios y griegos, supusieron una cabeza
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de puente para la penetración de un conjunto más amplio de influencias. Más tarde, a partir
del siglo VI a. C., al debilitarse el poder etrusco tras su enfrentamiento con los griegos por el
control de las rutas comerciales del mar Tirreno, los romanos ocuparon el vacío de poder
dejado por éstos, derrotados por Hierón de Siracusa en Himera (480 a. C.). Roma, liberada
de la tutela de sus vecinos del norte, fue anexionándose una a una las ciudades etruscas,
en una carrera que pronto la llevó hacia Campania; allí, los romanos se encontraron con las
ciudades griegas que conformaban la llamada Magna Grecia. Así, lo siglos IV y III a. C.
marcaron el inicio de una rápida y profunda helenización del mundo romano. Como han
señalado algunos historiadores, en este periodo Roma adoptó del mundo griego el interés
por expresar toda una ideología de la victoria, un fenómeno que había cobrado fuerza a
partir de Alejandro Magno. Como consecuencia de ello, se introdujeron nuevos cultos a los
dioses de la guerra, a los dioses de la victoria y a la propia Victoria; al mismo tiempo, la
influencia griega en la cultura material de la república se hizo más evidente. De ese modo, a
lo largo de los primeros siglos de contactos con el mundo griego, por vía indirecta gracias a
los etruscos y por vía directa gracias a sus relaciones con las poblaciones griegas del sur,
los romanos fueron conformando su mundo de referencias, en el que las creencias, los
mitos y, en definitiva, la cultura griega lograron hacerse con un puesto de honor en el sentir
romano.
Esa presencia de lo griego en Roma se intensificó con la posterior incorporación de la
Grecia continental al Imperio Romano en el siglo II a. C. tras la batalla de Pidna (168 a. C.).
A este respecto, el poeta Horacio llegó a decir (Ep. 2, 1, 156): Graecia capta ferum victorem
cepit et artes / intulit agresti Latio (“Grecia cautiva cautivó a su fiero vencedor e introdujo las
artes en el agreste Lacio”). En otras palabras, el flujo de la cultura griega hacia el suelo
itálico se incrementó de manera considerable a partir de esa fecha gracias a presencia de
los gramáticos, filósofos, escultores, actores, mercaderes, etc., que viajaron hacia la nueva
metrópoli en busca de mejores oportunidades. Desde luego, los romanos fueron
perfectamente conscientes de la importancia de esa nueva parte de su dominio, que se
convirtió en un polo de atracción para algunos jóvenes y eruditos, que aspiraban a
reencontrar en el suelo de la Hélade las huellas de un pasado casi mítico. El siguiente gran
hito sería la anexión de los diferentes reinos helenísticos (sobre todo, de Egipto), con lo
que en la Roma imperial, ya en pleno siglo II d. C., la literatura griega y la latina confluyeron
y caminaron a la par. Las modas, las tendencias y las inquietudes de los escritores podían
expresarse en cualquiera de las dos lenguas, pues el mundo al que iban dirigidos sus
esfuerzos estaba unificado por la imponente presencia de un estado unitario, el de Roma.
De vuelta a los orígenes de la Literatura Latina, cabe recordar que los primeros
contactos de los romanos con el mundo griego se enmarcaron en el contexto de la riqueza
cultural y literaria griega nacida tras el reinado de Alejandro Magno, lo que en la historia de
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la cultura conocemos como el Helenismo; precisamente, fueron esos modelos helenísticos
los primeros que los romanos tuvieron a su alcance y los que necesariamente hubieron de
adoptar en primer lugar. Cabría preguntarse en este punto por las características
fundamentales de esa literatura nacida en la periferia del mundo griego, uno de cuyos
principales núcleos emanadores de poder y cultura se situaba en el Egipto regido por los
Tolomeos y, más en concreto, en la ciudad de Alejandría. Allí, al abrigo del célebre Museo y
de la no menos célebre Biblioteca, había surgido un tipo de literatura cortesana, erudita,
elitista y con una clara conciencia de novedad frente a un pasado que se había convertido
en objeto de la investigación erudita. En este momento, aparecieron los estudios anticuarios,
la pasión por coleccionar los vestigios de un pasado imaginado glorioso, abundaban los
florilegios y los centones; se elaboraron, además, listas (el famoso canon), en las que las
obras se clasificaban y comentaban en función del género al que pertenecían y se
seleccionaban los principales autores, aquellos que cualquiera debía conocer. Junto a esa
admiración por el pasado entendido como modelo inamovible (con la literatura ático-jónica a
la cabeza), surgió un deseo de innovación que dio en lo que se ha denominado “literatura
de laboratorio”, marcada por un claro afán de ruptura, que llevó a experimentar con otras
formas y contenidos. Por primera vez se cultivó la poesía bucólica, que arranca con los
Idilios de Teócrito, y el “yo” se enseñoreó del epigrama, que volvió sus ojos hacia lo
cotidiano y dio muestras de una nueva sensibilidad social, en la que se filtraban imágenes
de la vida común, la familia, los niños e incluso había un hueco para hablar de las mascotas
preferidas.
Aparecieron también los caligramas, poemas que invaden el terreno de las artes
plásticas, pues con la disposición de los versos se logran verdaderos dibujos, que no hacen
sino reproducir lo aludido por el propio poema: un hacha, un ala, etc. Ello nos da verdadera
muestra de que esta literatura había nacido desde el principio para ser leída en la intimidad,
pues el autor pretendía cautivar no sólo por el oído (una característica propia de la literatura
más arcaica, recitada en voz alta y con una transmisión fundamentalmente oral) sino
también por la vista. De ese modo, el poema se convierte en un objeto artístico per se, en el
que la colocación de las palabras, meticulosamente seleccionadas, el cuidado minucioso en
la construcción de cada verso y las mimadas arquitecturas de los poemas y poemarios dan
fe del empeño de los autores por alcanzar la consideración de poetas doctos. La renovación
no sólo se aprecia en la poesía y en los demás géneros literarios en prosa, sino también en
otras manifestaciones artísticas, entre las que destaca la escultura, que tiende a reflejar el
tierno encanto de los niños o se regodea en la expresión del pathos más encendido.
Lo pequeño e íntimo compartieron espacio en esta época con lo majestuoso y
grandioso en una curiosa antinomia que se manifiesta como una de las características más
marcadas de este dilatado periodo, que abarca desde la muerte de Alejandro Magno (323 a.
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C.) hasta el 31 a. C. (fecha que marca la anexión de Egipto por parte de Roma tras la
Batalla de Accio). En el terreno lingüístico también es palpable esta curiosa paradoja: por un
lado, se difunde la koiné (que permitía salvar las distancias físicas y mentales de los vastos
territorios dominados por la cultura griega); por otro, como señala Lesky (1985: 729), “en
otra zona de la vida lingüística, encontramos pujante la tendencia a lo desacostumbrado,
hinchado y barroco”.
En este universo cultural, el del Helenismo, se inserta la primera literatura latina. Así,
el primer teatro latino, sobre todo la comedia palliata (fabula palliata), toma como modelo
a los principales autores de la llamada Comedia Nueva (Menandro, Dífilo y Filemón), que no
se parecía en nada a la vieja comedia ática de inspiración ciudadana y con una clara
intencionalidad satírica, según apreciamos en las comedias de Aristófanes. La Comedia
Nueva reflejaba el sentir de una sociedad burguesa que se preguntaba por la educación
más adecuada para los hijos y que hablaba sobre los imprevistos de la Fortuna, en un juego
de falsas apariencias donde nada era lo que parecía. También los primeros poemas épicos
latinos muestran rasgos de helenismo, con su gusto por un pathos más marcado y una
preocupación acentuada por la expresión lingüística tras la senda de la importantísima
filología homérica tan de moda en el mundo alejandrino. Así, Nevio optó por componer su
Bellum Poenicum como un carmen continuum, es decir, no lo dividió en cantos, según la
moda alejandrina que, con el poeta Calímaco a la cabeza, aseguraba que “una obra
extensa es un gran mal”. Del mismo modo, los primeros analistas romanos adoptaron como
modelo para sus historias de Roma a los escritores griegos del momento, con su gusto por
las leyendas fundacionales y su preocupación por la calidad estética de sus relatos sin
descuidar su intencionalidad moral, según los principios marcados por la corriente isocrática.
Tras estos primeros pasos en los que los autores tuvieron que conjugar su deseo de
crear una verdadera literatura latina, adaptada al sentir nacional de sus lectores, y su
preferencia por los modelos griegos contemporáneos (aquellos que estos mismos autores
conocían de primera mano), en el siglo II a. C. surgió una pequeña reacción que abogó por
dar prioridad a los modelos nacionales (ahora ya existentes) frente a los que venían de
fuera. Como se ha señalado, el mejor adalid de esta postura fue Catón el Censor, quien
optó por escribir su historia de Roma en latín en contra de la tradición marcada por sus
antecesores, que se sirvieron siempre del griego. De igual manera, Catón rechazó de
manera explícita la influencia de la todopoderosa oratoria griega y defendió una práctica
más natural del arte de la palabra al considerar que lo importante era tener claros los
conceptos, pues las palabras vendrían por sí solas, según expresa en su conocida máxima,
rem tene, verba sequentur. Sin embargo, no debemos dejarnos cautivar por las palabras y
soflamas de este hábil político, pues, como han señalado muchos estudiosos, el análisis de
los discursos de Catón muestra la influencia de la técnica retórica griega en su composición.
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También el propio Catón estuvo implicado en la venida a Roma del joven poeta Enio, de
origen osco y perfecto conocedor por tanto del mundo cultural helénico, que fue quien
adoptó definitivamente el hexámetro griego como molde único para la expresión de la épica
latina. En resumidas cuentas, en el siglo II a. C., Roma tomó conciencia de su propia
experiencia literaria, que podía ofrecer por primera vez a los autores latinos modelos válidos
dentro del universo cultural romano; a dichos modelos se sumaron los modelos griegos, que
brindaban a los escritores la posibilidad de ganarse la admiración de un público entendido,
capaz de apreciar la dificultad de adaptar una obra determinada al latín. Esta situación
explica las quejas de Terencio (193 ó 183-159 a. C.) en los prólogos a sus comedias, donde
se defendía de la acusación de plagio (entendido éste como la utilización de una obra latina
previa) o precisaba que sus adaptaciones de los originales griegos eran correctas y
eficaces. En estas mismas circunstancias, un poeta como Lucilio (ca. 180-102 a. C.) se
atrevió a innovar y, tras la senda débilmente iniciada por Enio, creó un nuevo género
literario, la sátira, para el que no existían un único modelo griego.
Por otro lado, la presencia de los romanos en suelo de la Grecia continental hizo
volver de manera más consciente los ojos hacia los grandes autores clásicos griegos, los
que a los ojos de los escritores del siglo III-II a. C. tenían un carácter más arcaico. De este
modo, los autores griegos antiguos y modernos se ofrecieron a los ojos de los romanos
como modelos igualmente válidos y necesarios para la conformación de una literatura
propia, que, poco a poco y con el discurrir del tiempo, se constituyó en una verdadera
tradición literaria. Así, en los últimos tiempos de la República, ya en el siglo I a. C., surgió
una nueva generación de poetas, que, marcados por las circunstancias políticas y sociales,
buscaron de manera consciente nuevos cauces de expresión, pues la tradición heredada se
les había quedado pequeña. Frente al sentimiento épico y de grandeza de gran periodo
republicano, ya en pleno siglo I a. C., algunos ciudadanos romanos, sobre todo los más
jóvenes, prefirieron refugiarse en el mundo de sus sentimientos ante una política que ya no
miraba de manera exclusiva por el bien común; el hastío y la evolución de la sociedad
habían propiciado la aparición de individuos que buscaban la satisfacción más allá de la
carrera política y que se preocupaban por una fama que se adivinaba esquiva. En este
contexto, se volvió con fuerza sobre el alejandrinismo y, ante todo, sobre una manera
especial de entender la poesía como un arte necesario para la sociedad y para el individuo.
Se produjo de este modo una relectura buscada de la poesía de Calímaco y de sus
seguidores, reintroducida en Roma gracias a Partenio de Nicea, llegado a Roma como
rehén ca. 73 a. C. y manumitido más tarde gracias a su labor pedagógica. Hemos de
suponer, por tanto, que la presencia de este erudito y sus enseñanzas sobre la poesía de su
admirado Calímaco son claves para comprender el renovado entusiasmo por este tipo de
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poesía, manifestada por los llamados poetae novi, entre los que destacaban Catulo, Cina o
Calvo.
Así, frente a la influencia del alejandrinismo en los primeros escritores latinos por ser
ésa la corriente imperante en sus días, a finales del siglo I a. C. hubo una vuelta consciente
hacia esa estética, que respondía bien al estado de desarrollo alcanzado por la sociedad
romana, una sociedad eminentemente urbana, sensible al arte, cultivada y, si hemos de
creer a los historiadores de la época, un tanto decadente. Aún hay que señalar un factor
más que favoreció ese interés desmedido por la ciudad de Alejandría y sus modelos
literarios: el siglo I antes y después de nuestra era estuvo marcado, además, por una mal
disimulada atracción por el Egipto griego, apoyada también en las circunstancias históricas
que llevaron a la anexión del imperio de los faraones en el 31 a. C. Para los romanos de
esta época, Egipto se había convertido en sinónimo de refinamiento y cultura, por lo que
fueron muchos los que se sintieron cautivados por su historia y su presencia (basta recordar
la célebre pirámide mandada construir por Cestio en el mismo siglo I como monumento
funerario o la atracción demostrada por Augusto por los obeliscos, como el de Ramsés II,
que hoy podemos ver en la romana Piazza del Popolo).
Todos estos factores sirven para explicar el cultivo de géneros literarios poco
frecuentes hasta ese momento, como el epigrama, el epilio, la poesía didáctica (no hay
que olvidar que Hesíodo fue uno de los poetas favoritos de Calímaco) y, una generación
más tarde, la poesía bucólica y la elegía (a este respecto, el propio Propercio se
autodenominaba el Calímaco romano). Esa tendencia coexistió con el deseo de
experimentar con los ya citados clásicos griegos, algo que se materializará en los grandes
escritores de la época augústea (Virgilio, con el alejandrinismo de sus Bucólicas y su
rendido homenaje a Homero en su Eneida, y Horacio, quien en su juventud luchó y perdió
en Filipos la batalla por la libertad, como había hecho antaño su admirado Arquíloco). A
partir de ese punto, la literatura latina se conforma como un continuo ir y venir entre el
mundo griego y las propios modelos latinos, que ya habían alcanzado el estatus de clásicos:
Cicerón se convirtió en un modelo ineludible para la prosa oratoria; Virgilio, para la épica (y
para otro tipo de poemas hasta llegar a convertirse incluso en el ingrediente básico para la
poesía de centones, como el célebre Cento nuptialis de Ausonio [ca. 310-393]); Salustio,
César (100-44 a. C.) y Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.), para la historia. Al mismo tiempo, todos
miraban de reojo o, por el contrario, con admiración a sus propios coetáneos: Horacio y
Propercio alabaron la obra de Virgilio, quien, a su vez, mostró una profunda admiración por
el llorado Galo, verdadero mentor y modelo para muchos poetas del momento. Junto a esa
admiración, Horacio pareció burlarse del género elegíaco y, por sus propias convicciones,
del amor sentido como dolor y desesperación según lo expresaban sus amigos. Por otro
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lado, el recelo parece la clave para entender la relación entre Tibulo y Propercio, ambos
admiradores rendidos de Virgilio, que se dedicaron un profundo silencio mutuo.
4. La Literatura Latina Antigua: entre oralidad y escritura.
Lo dicho hasta ahora sirve para explicar a un lector actual el carácter erudito y
tradicional (en el sentido de respetuoso con la tradición precedente) de la Literatura Latina
Antigua. Sin embargo, para comprender mejor este fenómeno literario es preciso considerar
otros aspectos, entre los que destaca la enorme importancia del elemento oral en la
creación y transmisión de esa literatura. Como señalaba el profesor Zumthor (1989: 21-22),
es preciso distinguir tres tipos de oralidad en función de tres situaciones culturales
diferentes: el primero no tiene ningún contacto con la escritura y es propio de sociedades
que no conocen ningún sistema de simbolización gráfica, o de grupos sociales aislados y
analfabetos. Sin embargo, no es éste el que encontramos en el mundo romano, que más
bien participa de los otros dos tipos de oralidad que este estudioso denomina oralidad
mixta y oralidad segunda. En el primer caso (oralidad mixta), nos hallamos en una
sociedad en la que el texto aparece consignado por escrito, pero el público lo recibe
básicamente a través de la voz por medio de una vía sensorial oral-auditiva. Así, el poeta o
su intérprete cantan o recitan el texto, que adquiere vida y autoridad gracias a este tipo de
actualización. En el segundo caso (oralidad segunda), la escritura suplanta a la voz como
medio de comunicación y de interpretación de un texto; en otras palabras, el texto se recibe
a través de la vista y del oído en un tipo de lectura individual. Este segundo tipo es el propio
de las culturas “eruditas”, en las que la escritura, como garante de la voluntad del autor,
condiciona la recreación dramática del texto, que pierde fuerza, aunque no elimina por
completo el efecto sonoro (recordemos que aún en el gabinete íntimo era frecuente la
lectura en voz alta). Como se ha señalado, en la sociedad romana coexistieron estos dos
tipos de oralidad, como reflejan numerosos autores y textos. Así, los autores latinos, todos
ellos hombres de cultura y perfectamente conocedores del ámbito cultural griego, se
sirvieron sin lugar a dudas de la escritura para crear y transmitir sus textos; sin embargo, la
dificultad de acceso al libro (caro y escaso en los primeros momentos) hizo que la
transmisión general de esos textos se hiciera a través de lecturas públicas. Esta situación es
especialmente clara en algunos géneros literarios que por su implicación social o por su
propia naturaleza fueron concebidos desde el principio para la recitación pública. Este
carácter oral o, si se quiere, vocal se percibe nítidamente en muchos de los géneros
poéticos y, sobre todo, en el teatro, donde el texto escrito era básicamente un medio para
conservar una obra dramática, que los actores debían memorizar y, posteriormente, cantar o
recitar al público reunido en el teatro. Desde luego, el público romano tenía el oído
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perfectamente habituado a este tipo de representaciones, por lo que era capaz de advertir si
un actor se confundía y, en el curso de su canto, emitía una vocal larga en lugar de una
breve o viceversa, con lo que arruinaba el ritmo del verso, un elemento importantísimo en
todo el teatro clásico (tanto en las tragedias como en las comedias). La lectura ante un
público numeroso o, en otro sentido, la idea de llegar a un público amplio influyó
necesariamente en la forma en que los poetas abordaban su trabajo. Así, al igual que en la
poesía dramática, la poesía épica por su vocación de trascendencia social había nacido, al
menos en sus orígenes, para la recitación pública; en Roma, partimos de la existencia de
una épica culta, escrita desde el principio por poetas con aspiraciones de inmortalidad y que
encontró en la escuela un lugar privilegiado; allí, el maestro leía y obligaba a los alumnos a
aprender de memoria esos versos cargados de verdades, historias y narraciones de
obligado aprendizaje. En cierto modo, esta épica culta había nacido bajo el influjo de la gran
épica griega y, conforme a ese patrón, la idea de la lectura pública siguió vigente; así,
Virgilio se mostró muy preocupado por la sonoridad de sus versos e incluso, en vez de
escribirlos con su propia mano, los dictaba:
Cuando escribía las Geórgicas, se dice que solía dictar diariamente una
gran número de versos que meditaba por la mañana y, a lo largo del día, a
fuerza de retocarlos, los reducía a muy pocos; no sin razón decía que él paría
versos y los lamía hasta darles forma, como hace la osa con su cría (trad: Y.
García López et al., 1985: 89).
En el universo de la prosa, el discurso oratorio también se componía y repensaba en
función de su posterior puesta en escena, la famosa actio, el último paso tras la
memorización del texto que el orador había compuesto. Esta faceta era tan importante y
decisiva que incluso Cicerón hubo de atender a las enseñanzas del actor Sexto Roscio para
mejorar la dramatización de sus orationes. Este aspecto influía, por supuesto, en la elección
de las palabras y ritmos adecuados para cada frase o periodo, como explica Cicerón en su
Orator, 150:
Al igual que los ojos al leer, el espíritu al hablar intuirá lo que sigue para
que al juntarse el final de unas palabras con las siguientes no se produzcan ni
hiatos ni cacofonías; así, aunque los pensamientos sean suaves y con fuste, si
se expresan con palabras mal colocadas, ofenderán los oídos, cuyo juicio es
sumamente exigente.
El orador, por tanto, debía tener presente, como indicaba Cicerón, Orator, 168, que los
“oídos disfrutan con una disposición perfecta y bien trabada de las palabras, perciben lo que
está inconcluso y no les gusta la redundancia...A menudo he visto a las asambleas exclamar
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cuando las frases han finalizado de manera correcta, pues eso es lo que los oídos esperan,
que los pensamientos se anuden con palabras”. Desde luego, esos discursos, tras haber
sido declamados ante el público (en las asambleas o tribunales), eran reelaborados y
corregidos por los oradores antes permitir su difusión definitiva por escrito, como ocurrió con
el Pro Milone de Cicerón, que, por lo que sabemos, tiene poco que ver con el discurso
pronunciado en realidad. Aparte de los discursos, poco a poco, durante el imperio, la
práctica de la lectura pública de textos literarios se generalizó y alcanzó también a otros
géneros en prosa como la historia (algo que ya había ocurrido en Grecia con la obra de
Heródoto), según comenta Plinio el Joven (61-ca. 113 d. C.).
De vuelta a la poesía, no hay que olvidar que la lírica fue, desde el principio, un tipo de
composición pensada para el canto, bien coral, bien individual, por lo que, una vez más, a
pesar de que es casi seguro que el poeta lírico se servía de la escritura durante la
composición de sus versos, debía tener en mente que éstos iban a ser interpretados en voz
alta (mejor aún, cantados al son de una lira). Este elemento musical tan importante, que
obligaba al poeta a adaptarse a unos esquemas métricos muy rígidos, es difícil de percibir
para un lector actual, pues sabemos muy poco sobre la música antigua. Sin duda, en el
mundo romano, esta poesía lírica tenía cabida en los salones de las casas elegantes, dentro
de una refinada sociedad urbana capaz de apreciar la dificultad y la exquisitez de esos
cantos. Sin duda, para alcanzar ese excelso nivel compositivo, el poeta tuvo que buscar el
apoyo de la escritura y su inspiración hubo de cimentarse gracias al trabajo minucioso sobre
el papel; al mismo tiempo, la preocupación de los poetas por encontrar combinaciones
curiosas de las palabras, estructuras simétricas en los versos y en los poemas completos se
justifica mejor si pensamos en la lectura íntima, personal y minuciosa de un público muy
selecto, gracias a la cual el elemento sonoro se combina hábilmente con el recorrido de los
ojos por el papel. Este tipo de poesía refinada requiere una lectura atenta, que permite
revisar un poema o el poemario completo en busca de trabadas arquitecturas y de un tipo de
artificio que se oculta con maestría, según la conocida máxima de Ovidio de que ars est
celare artem.
Este modo meticuloso de proceder es el que defiende Horacio cuando aconseja
escribir los versos sobre pergamino y guardarlos al menos nueve años antes de darlos a luz
(Ars poetica 386 y ss.):
Si alguna vez, sin embargo, escribieses algo, haz que llegue hasta los
oídos de Mecio, el crítico, y a los de tu padre y a los míos; y depositados en tu
casa los pergaminos, haz que se guarde hasta el noveno año.
Esta misma idea se esconde bajo la conocida labor limae invocada por los poetae
novi, en referencia a la necesidad de trabajar minuciosamente sus versos a través de
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numerosas correcciones para conseguir los resultados apetecidos. Por ello, no extrañan las
palabras de Catulo, cuando desdeña a un poetrasto capaz de componer plurimos versus,
que, aunque editados con esmero, carecen de todo interés y buen gusto (carmen 22). Del
mismo modo, Horacio, Od. 3, 1, 1, hace gala de su desprecio hacia el público de masas
poco receptivo a sus exquisitos versos cuando afirma odi profanum vulgus et arceo. Tras
ese trabajo atento y concienzudo sobre el papel, estos mismos poetas también leyeron sus
composiciones en voz alta antes de preparar la edición definitiva, pues así podían calibrar
mejor cómo iban a ser recibidos sus versos. La biografía de Virgilio vuelve a brindarnos un
dato precioso sobre este hecho, cuando se afirma que el propio poeta recitó su Eneida,
aunque “en contadas ocasiones y sólo aquellas partes en las que tenía dudas, para mejor
tantear la opinión de otros”; incluso, llegó a aprovechar esas lecturas para improvisar
algunos versos.
Además de este gusto declarado por la sonoridad de los versos, hay otros elementos
que explican la práctica habitual de la lectura en voz alta, muchas veces ejecutada por
verdaderos profesionales: el formato del libro en Roma, el rollo de papiro (sólo sustituido
por el pergamino en el siglo IV d. C.), y la utilización de la scriptio continua (esto es, un tipo
de escritura en el que no había separación entre palabras) no facilitaban la tarea a un lector
inexperto. El acto de la lectura en Roma era una operación lenta y difícil, en la que, en
muchas ocasiones, era casi imposible que el ojo y la voz coincidieran en el tiempo: sólo un
ojo muy entrenado podía individualizar cada palabra y captar al mismo tiempo el sentido de
la misma mientras leía. En estas circunstancia, el oído y la interiorización del ritmo poético o
retórico del texto eran básicos para actualizar con éxito un texto escrito (sin olvidar tampoco
que éste podía presentar una caligrafía poco clara). En Roma, incluso dentro de un mismo
ambiente social y cultural, se dieron distintos tipos de lectura; por supuesto, hubo también
distintos tipos de lectores: unos muy cultos y otros no tanto. Así, la transmisión oral de los
textos gracias a las lecturas públicas, a las que asistían tanto los que sabían leer como los
que no (aquí vale recordar que las Bucólicas de Virgilio fueron leídas en el teatro), alternaba
con un tipo de transmisión puramente textual gracias a los libros escritos; éstos permitían al
lector encerrarse en su gabinete y, tras una ardua descodificación del texto, obtener deleite
y algún provecho (se trata de la lectura provechosa que predicaban los moralistas y filósofos
como la mejor actividad para el otium). Con todo, este lector culto, amante de los libros y
capaz de saborear un delicado poema lírico o de conmoverse con una triste elegía, podía
visitar ocasionalmente e incluso frecuentar los espacios públicos destinados a la lectura en
voz alta. Más aún, él mismo podía organizar en su casa lecturas con sus amigos para darles
a conocer alguna ingeniosa composición suya o la de algún protegido. En estos casos, era
muy frecuente servirse de un esclavo-lector, que interpretaba para su señor los textos en la
tranquilidad del hogar. Sabemos que el emperador Augusto tenía lectores a su servicio, una
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práctica tan extendida que la encontramos ridiculizada en el Satiricón de Petronio (muerto
en el 65 d. C.), donde Trimalción, un liberto enriquecido pero sin ningún gusto ni cultura, se
jacta de tener un lector a su servicio. Por supuesto, al lado de esta lectura en voz alta o en
voz baja (pero siempre con el ejercicio de la voz), hay indicios de que también se practicó
una lectura silenciosa, que pudo ser habitual en el caso de las cartas, mensajes y
documentos. Sin embargo, como señala Cavallo (1998: 113), frente a lo que ocurre hoy, “en
la Antigüedad, la lectura silenciosa no indicaba una técnica más avanzada respecto a una
experta lectura en voz alta”.
Desde luego, en la Roma del Imperio, una de las primeras formas de acceso al texto
literario fue a través de estos recitales, llamados recitationes, una verdadera ceremonia
colectiva que servía para poner en contacto al autor con el público (tanto el formado como el
que no lo estaba tanto); así, Marcial, ya de vuelta en su Bílbilis natal, muestra su añoranza
por el público de Roma, al que considera verdadero coautor de sus versos: “echo de menos
el auditorio de la ciudad, cosa a la que me había acostumbrado, y tengo la impresión de que
pleiteo en un tribunal extranjero; de hecho lo que en mis libritos haya que tenga éxito me lo
dictaron mis oyentes” (Carta proemial del libro XII, trad. J. Fernández Valverde y A. Ramírez
de Verger, 1997: 273).
Esta práctica se hizo tan habitual que Plinio el Joven se queja de que durante un mes
completo se habían celebrado recitationes todos los días. Incluso los autores más pobres,
como indica Juvenal (ca. 50/65 d. C.- post 127 d. C.), sat. VII, 40 y ss., tenían que alquilar
salas de lectura destartaladas y todo el mobiliario necesario (bancos, el púlpito y las
butacas) para poder presentar sus obras, paso ineludible antes de pensar en una
publicación escrita. En este tipo de lecturas, el espectáculo iba más allá de la calidad
literaria del texto, pues todos los detalles eran importantes: el aspecto del intérprete, su voz,
su capacidad para modular los distintos tonos y, por supuesto, su facilidad para dramatizar
el texto, según cuenta Persio en Sat.. I 15 y ss: “Y claro, bien peinado y resplandeciente con
la toga nueva y, ¿cómo no?, con el ónice natalicio se lo leerás al público desde elevado
sitial, después de enjuagarte la gargante ágil con gargarismo modulador, deshecho, con ojito
insinuante” (trad. R. Cortés, 1988: 15 y ss.).
En definitiva, conviene no olvidar que gran parte de los textos literarios latinos se
compusieron para la lectura y, generalmente, para la lectura en voz alta, la única que
permitía apreciar la hermosa y cuidada sonoridad de la composición, un factor muy
apreciado por lectores y autores. Sin duda, esta circunstancia condicionó a los escritores,
que, como Virgilio, compusieron sus obras al dictado y a los que, como señala Plinio el
Joven, ep. 7, 17, 7, optaron por lecturas públicas de sus obras antes entregárselas a un
editor para garantizar su difusión escrita. Cuando cojamos un texto latino, imaginemos
también sus distintas vías de transmisión, su interacción con el público que motivó su
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nacimiento y pensemos, al menos por unos instantes, en los posibles modelos previos
(latinos y griegos; antiguos o modernos). Todo ello nos ayudará a comprender mejor a su
autor y, por supuesto, a mirar con otros ojos esa pieza, siempre compleja y sencilla al mismo
tiempo.
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Bibliografía:
[Dado el carácter introductorio del tema, se consignan a continuación los principales
manuales y obras de referencia en general sobre la Literatura Latina Antigua]
- Albrecht, M. von, Historia de la literatura romana, Barcelona, 1997-1999, 2 vols.
- Bayet, J., La literatura latina, Barcelona, 1966.
- Bickel, E., Historia de la literatura romana, Madrid, 1982.
- Bieler, L., Historia de la literatura romana, Madrid, 1971.
- Braund, S. M., Latin Literature, Nueva York, 2002.
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TERESA JIMÉNEZ CALVENTE: La Literatura Latina Antigua: sus características generales...
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